La fuga

Una hermosa mañana de otoño, cuando las últimas hojas —los arces dorados— resplandecían y el cielo era de un azul turquesa tan frío y cristalino que parecía un vitral, Garth y la pequeña Goldie se fugaron juntos, en el flamante Buick de Garth, sin dejar más que una nota garabateada (con la letra infantil de la pequeña Goldie) que deslizaron por debajo de la puerta de Ewan y Lily con el siguiente mensaje: «Nos hemos ido para casarnos». Viajaron hacia el sur a toda velocidad y cruzaron varios estados hasta llegar, sin aliento, a uno que les permitió casarse en un plazo de tres días; de modo que se casaron. Dadas las circunstancias de la fuga sorpresiva, no pudieron más que apilar en el asiento trasero exterior del Buick algún que otro vestido de la pequeña Goldie (tenía tantos —su nueva familia adoptiva era muy generosa con las cosas nuevas y también con las usadas que aún estaban en perfecto estado— que habría sido imposible elegir: de modo que Garth y ella se limitaron a sacar del armario lo primero que vieron), el único traje que Garth toleraba, siempre que fuera por poco tiempo (un traje marrón de muaré y algodón, con solapa modesta y muchos botones de latón; los pantalones le iban cortos, pero por lo demás era un traje elegante), y la antigua caja de música suiza de la habitación de los niños. También se habían llevado varios objetos del Gran Salón cuyo valor no habrían podido adivinar; se guiaron por un instinto ciego que los llevó de un mortero de metal del siglo dieciséis, alemán, con su macillo y todo, a un adornito de cristal de la Inglaterra victoriana, o un pisapapeles con una «ventisca de nieve» en su interior, de origen indefinido. Asaltando algunas habitaciones de madrugada, entre susurros y risitas, de puntillas, descalzos, lograron reunir unos dos mil trescientos dólares en efectivo, en sumas tan irregulares, sacadas de los bolsillos de abrigos y chaquetas, de cajones, entre hojas de libros (en la biblioteca de Raphael había bastante, aunque algunos billetes eran «un poco raros» y decidieron dejarlos donde estaban), incluso de huchas, que su falta nunca sería advertida. Y como es natural, Garth tenía su propio dinero.

El día anterior había ocurrido algo muy peculiar entre Garth y su tío Gideon que nunca se logró explicar satisfactoriamente.

Al parecer, varios de los niños —la pequeña Goldie, Christabel, Morna— estaban en el viejo jardín de invierno jugando con los dos gatitos gemelos y anaranjados que tanto querían todos (aunque ya no eran pequeños, tenían casi cinco meses, de constitución esbelta, bigotes muy blancos, y pezuñas inusualmente grandes) cuando Mahalaleel, el padre de los gatos, apareció de pronto en una de las ventanas, maullando para que lo dejaran entrar. Con un gesto casi humano y asombroso, apoyó la pata contra el vidrio y la deslizó hacia abajo, sacando las uñas. Los niños se dieron la vuelta sobresaltados. (Mahalaleel se había ido de la mansión hacía casi dos semanas y Leah prácticamente había perdido toda esperanza de recuperarlo).

De modo que los niños lo dejaron pasar y se alegraron mucho del interés que mostró por los gatitos, pues se puso a lavarlos con toda la diligencia de una gata madre. Adoptando una postura de esfinge se reclinó ante ellos y se los colocó entre las patas delanteras; acto seguido se puso a lavar primero a uno y después al otro, con su lengua rosada y áspera, los ojos entornados de placer. Y los gatitos (que de nuevo parecían diminutos, achicados de repente junto a su portentoso padre de pelaje suave y sedoso) se apretujaron contra él ronroneando audiblemente. La pequeña Goldie no había visto nunca a Mahalaleel de cerca. Se arrodilló para ver cómo limpiaba a los gatitos, sus ojos marrones clavados en él con curiosa intensidad. ¡Qué bello era Mahalaleel, pese a las ramitas que se le habían pegado al pelo! ¡Qué sedoso, y suntuoso, con aquellos reflejos rosáceos en su contundente pelaje y ese dibujo tan intrincado, casi vertiginoso, que hacían sus incontables colores: gris, gris rosáceo, naranja broncíneo, negro opaco! Y los ojos de un verde pálido, con las pupilas negras, un poco dilatadas… La pequeña Goldie dijo entre dientes que nunca había visto un gato como Mahalaleel. Se acercó más a él, con la mirada fija. Sus largos cabellos se le fueron cayeron hacia delante, enmarcando su pequeño rostro.

—¿Podré acariciarlo? —preguntó.

—No, yo no lo haría… Aún no te conoce —dijo Christabel.

—¡Acarícialo si quieres! Es muy bueno —dijo la traviesa Morna.

Fue entonces cuando la pequeña Goldie extendió el brazo inocente para tocar a Mahalaleel. Fuera porque el movimiento de aquella mano lo asustó de verdad, o porque pensó que quería hacer daño a los gatitos —o porque sencillamente le pareció indignante que un ser desconocido osara tocarle la cabeza— lo cierto es que bufó y la atacó. Y en ese preciso instante arañó el antebrazo de la pobre niña con cierto peligro: en la suavidad interior del brazo, cerca del codo. La sangre brotó de cuatro cortes bien definidos y le recorrió el brazo rápidamente hasta caer en el suelo.

—¡Ay! ¡Mirad lo que me ha hecho! —gritó la pequeña Goldie con asombro.

Estaba más sorprendida que asustada, pero las demás se pusieron a gritar pidiendo ayuda (sobre todo Christabel, que entraba en pánico en cuanto veía sangre) y tuvieron la suerte de que uno de los adultos —Gideon— pasara por ahí en aquel momento. Entró a toda prisa, vio lo que había pasado, dio unas palmadas enojado para espantar a Mahalaleel, que seguía gruñendo —para espantar a Mahalaleel y también a los gatitos— y se arrodilló para examinar la herida de la pequeña Goldie.

—No llores, no es nada grave —murmuraba mientras le envolvía el brazo con un pañuelo que absorbía la sangre brillante—. Has hecho mal en acercarte a ese maldito gato. Pero no es nada grave: son unos arañazos superficiales.

Garth también debía de estar por ahí cerca, quizá en el pasillo, porque también oyó a las niñas y llegó corriendo a la habitación menos de un minuto después que su tío. Se detuvo en seco con la mirada fija en Gideon y la pequeña Goldie, arrodillados en el suelo de mosaico. Las niñas le contaron lo que había ocurrido —lo mal que se había portado Mahalaleel—, pero parecía no escucharlas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz extraña y entrecortada—. ¿Qué le ha pasado?

Gideon se dio la vuelta y lo miró.

—Ve a buscar a Lissa, por favor, y dile que ha ocurrido un pequeño accidente, que uno de los gatos ha arañado a la pequeña Goldie. Necesitamos vendas y un poco de desinfectante…

—¡Estoy preguntando qué ha pasado, qué estás haciendo ahí! —dijo Garth.

Se puso delante de ellos con su metro ochenta de estatura, la mandíbula súbitamente relajada, los brazos largos y fornidos sueltos a lo largo del cuerpo. Gideon repitió lo que había dicho, pero Garth no oía nada; se limitaba a mirarlos fijamente.

—Por el amor de Dios, Garth… —dijo Gideon.

Pero Garth lo agarró sin previo aviso y lo apartó de mal modo de la pequeña Goldie, después se abalanzó sobre él gritando incoherencias. Alzaba los puños y los dejaba caer, le dio un rodillazo a su tío en el pecho e intentó apretarle la garganta con los dedos. Todo fue tan rápido que las niñas miraban la escena sin dar crédito, tal era el asombro que tardaron varios segundos en pedir ayuda. ¡Qué era aquello! ¿Se había vuelto loco Garth, de repente?

Los dos hombres comenzaron a rodar por el suelo, chocaron contra las patas de una silla y ésta se cayó contra la pared. Alguien corrió a la puerta. Se oían gritos y más gritos. Gideon logró quitarse a Garth de encima con un rodillazo, pero Garth, con el rostro de un rojo chillón espantoso, logró abalanzarse sobre él de nuevo con los dedos extendidos. Decía medio balbuceando que iba a matar a su tío: que nada podía detenerlo.

De algún modo consiguieron ponerse de pie. La sangre brotaba libremente de la nariz de Gideon, también Garth tenía sangre —de Gideon o suya— en el rostro y en la camisa; el pecho de los dos subía y bajaba con violencia. Los demás gritaban para que dejaran de pegarse, pero ellos no oían nada. Se miraban fijamente, acechándose. La madre de Garth entró a toda prisa, seguida por la abuela Cornelia.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —gritaban las mujeres—. ¡Basta! ¡Garth! ¡Déjalo ya!

Garth se precipitó sobre su tío, que lo atrapó entre sus brazos y, gruñendo como animales, fueron tambaleándose los dos hacia atrás y atravesaron la cristalera (hubo un revuelo de cristales rotos y más gritos horrorizados). Fueron a dar contra la barandilla de un balcón bajo y de ahí se cayeron al rosedal que había casi dos metros más abajo. Pero la caída no les hizo nada —quizá ni se dieron cuenta de haber caído— y la pelea se volvió más intensa.

Noel se acercó cojeando, con su ropa de trabajo, y les gritó para que dejaran de pegarse. Tenía una azada en la mano y estaba en compañía del supervisor de la granja y un grupo de peones contratados que miraban a Garth y a Gideon boquiabiertos, con expresión alelada. Pero los hombres enfrentados (porque Garth era un hombre, casi tan robusto como su tío) no prestaban la menor atención.

Ahora Gideon estaba encima, golpeando el rostro de Garth con el puño; ahora lo estaba Garth, que no dejaba de gritar y de intentar estrangular de nuevo a su tío (con unos dedos ensangrentados). Rodaban y rodaban por los rosales secos, ajenos a las espinas y los incontables rasguños del rostro y de las manos que habían empezado a sangrar. Desde una ventana de la planta superior, la tía Aveline chillaba: «¡Enchufadlos con los matafuegos! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Antes de que alguno de los dos mate al otro!». Vernon apareció, con su barba desgreñada al viento, y cometió el error de acercarse a ellos: salió despedido hacia atrás con violencia, el libro que tenía en la mano salió volando. (Cayó en una de las zanjas que habían abierto para instalar una nueva tubería y se hizo un esguince en el tobillo, pero en medio de la conmoción, nadie se dio cuenta). Varios de los perros de los Bellefleur se acercaron corriendo y ladrando con histerismo.

—¿Dónde está Ewan? —gritó Lily asomándose a la barandilla—. ¿Dónde está Ewan?… Ewan es el único que puede detenerlos…

Pero Ewan no estaba por ningún lado. (Se había ido al pueblo con una de las furgonetas). Tampoco Leah estaba en casa: se había ido con Germaine a Vanderpoel todo el fin de semana. Apareció Hiram, agitando su bastón, pidiendo orden a gritos; o aquello terminaba ya mismo o llamaba al sheriff; como es natural, los hombres no le prestaron atención y de no ser porque logró apartarse con agilidad en el último momento, lo habrían tirado al suelo cuando rodaron en su dirección.

—Ayudadme, idiotas —gritó Noel a sus peones.

Aunque había logrado agarrar a Gideon del pelo, en un gesto audaz, aquellos hombres no osaron acercarse y el cabello de Gideon se le escapó de las manos. Noel jadeaba convulsivamente: se tropezó hacia atrás, con la mano presionada contra el pecho. (En ese momento, Cornelia gritó: «¡Eh, los de abajo! ¡Cuidado con ese viejo chiflado! ¡No dejen que se acerque a esos dos!»). Los perros ladraban y aullaban y gemían rodeando a los hombres, con las orejas hacia atrás.

En el balcón, pisando los cristales rotos, la pequeña Goldie miraba fijamente la pelea de los dos hombres mientras apretaba su puño pequeño contra la boca. Las cejas pálidas y arqueadas se le habían juntado en un gesto de terror; estaba lívida, sus incontables pecas pálidas parecían más oscuras; tenía el rubio cabello enmarañado. Si alguien se hubiera fijado en ella, sobre todo desde el rosedal, con esa postura precisa, habría advertido que era una imagen particularmente hermosa: una jovencita prematuramente adulta, de senos firmes y pequeños, cintura diminuta, caderas y piernas esbeltas.

—Ay, no…, ay, no, no… —decía lloriqueando; pero tampoco a ella le hicieron caso los hombres.

Garth yacía boca arriba, jadeando, y Gideon se levantó como pudo, sangrando por la nariz. Descansaron cinco o seis segundos: después Gideon corrió hacia su sobrino y volvieron a enzarzarse. Hubo nuevos gritos femeninos. Apareció Albert. Y el joven Jasper. Hiram intentaba terminar la pelea atizándolos con su bastón, pero todo era en vano; los dos hombres eran absolutamente ajenos a sus tímidos bastonazos. Jasper y Albert intentaron sujetar a Garth, sin éxito; Noel intentó volver a agarrar a su hijo del pelo, pero uno de los puños salvajes de Garth se topó con la boca del anciano (y le rompió la dentadura al pobre hombre). Un zapato salió volando —era de Gideon—, y jirones de la camisa de Garth…, y madejas de sangre.

—¡Basta! ¡Esto se ha terminado! ¡Os ordeno que lo dejéis de una vez! —gritaba la abuela Cornelia, con la peluca torcida.

Sin embargo, se detuvieron al fin porque —de manera instintiva e inconsciente— sintieron que había llegado el momento de dejarlo. Garth se alejó arrastrándose entre sollozos; Gideon permaneció en el suelo, apoyado en un codo. Puesto que fue Garth quien se alejó, podía decirse que fue él el derrotado (como opinaron la mayoría de los presentes), pero el rostro ensangrentado de Gideon no transmitía victoria alguna.

Pero ¿por qué se habían peleado? ¿Qué demonios había pasado?

Garth se escondió en su habitación y no respondía; Gideon, aunque estaba hecho una pena, y tan exhausto que apenas podía caminar, llegó hasta su Aston-Martin tambaleándose y se alejó del lugar conduciendo, dejando atrás los gritos de incredulidad que se oían ante su partida.

¿Cómo había comenzado? ¿No se llevaban Garth y Gideon tan bien, por lo general? ¿Ya no se apreciaban? ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué de pronto quisieron matarse?

Todo eso se preguntaba la familia… pero no había respuestas.