A pesar de que el tío abuelo de Germaine, Jean-Pierre Bellefleur II, tenía el dudoso honor de ser el Bellefleur más retratado (más incluso que su abuelo Raphael, que había sido blanco de tantas y tan groseras caricaturas de prensa) y reproducido no sólo en todo el estado sino en todo el país y en Canadá, y hasta en Francia y en Inglaterra (como descubrió un primo de los Bellefleur, para su horror y disgusto, al abrir el Times mientras desayunaba en un hotel de Mayfair; le llamó la atención un titular pequeño e inquietante que hablaba de una «matanza» en Estados Unidos y más arriba del titular un boceto a lápiz muy detallado y hasta apuesto del «carnicero de Innisfail» de treinta y dos años) y a pesar de que su tía Verónica, que era la que mayor afecto sentía por él de toda la familia, guardó los retratos menos despiadados en un álbum de recortes encuadernado en cabritilla blanca, las únicas imágenes del joven Jean-Pierre que al final se admitieron en la mansión fueron el hermoso boceto a lápiz que adornaba la pared de la habitación de los niños y un segundo bosquejo a lápiz y carboncillo —igual de bonito aunque tal vez más romántico— del joven Jean-Pierre justo antes de embarcarse a Europa a los veinticuatro años para emprender su abreviado Grand Tour. (Tiempo después, su madre culparía a su padre, sin ninguna razón, de haber truncado el viaje de Jean-Pierre y obligado al joven caballero a regresar antes de haber concluido su educación cultural: No habría desperdiciado su vida jugando a las cartas y otras formas de holgazanería, no habría sucumbido a los halagos de su falso amigo de Missouri, no habría estado en esa infame Innisfail House aquella fatídica noche y no habría padecido después su trágico destino si Jeremías hubiese administrado la granja con más juicio, si hubiese tenido una visión más clara del mercado del trigo… «Los pecados de los padres», protestaba Elvira con dolor, «recaen sobre la cabeza de los hijos y los hijos son pisoteados»).
El boceto que adornaba la pared de la habitación de los niños, conservado con esmero en un marco de carey, y rara vez objeto de miradas por parte de los niños, mostraba un niño de rasgos bondadosos y edad indefinida (al parecer las habilidades del artista no eran muy uniformes, pues los labios de todos los niños se parecían mucho, femeninos y un poco hinchados, mientras que la nariz de los Bellefleur variaba y los ojos —retocados con puntitos blancos— eran, en algunos casos, de una adultez prematura y en otros tan suaves y piadosos que amenazaban con derretirse en el papel de grano grueso). Aquel niño del boceto tendría unos cinco años, o quizá siete u ocho: retratado mientras rezaba, con los huesos de las mejillas prominentes, los ojos pequeños pero atractivos mirando hacia arriba, por encima de las manos entrelazadas con fervor, y una sonrisa cómplice apenas perceptible (o eso pensaba Leah, después de estudiar la imagen largo rato). Colgado durante décadas entre Matilde, con su mandíbula cuadrada, y un Noel bastante adusto, Jean-Pierre II tenía un enorme parecido con su sobrino Raoul; el único Bellefleur, hombre o mujer, de quien podría decirse que era más «guapo» que Jean-Pierre era Gideon.
El segundo dibujo, retirado de la pared por un Bellefleur, colgado nuevamente por otro, retirado otra vez y colgado una vez más, en diferentes partes de la mansión, en distintas fases de la carrera del desafortunado hombre frente a los tribunales —y conservado, finalmente, cuando Germaine era una niña, en el tocador de Leah— mostraba un joven apuesto, algo vanidoso, con bigotes ondulados y rizos en forma de gancho a cada lado de su frente angosta, los ojos fijos en el observador con una expresión de ternura, sinceridad y profundo sentimiento. «El carnicero de Innisfail», ¡efectivamente! Era imposible no conmoverse ante el gesto afectuoso de su boca o la nobleza de aquella barbilla ligeramente levantada. Éste era el joven que frecuentaba con agrado los mejores salones y clubs de Manhattan, cuando los Bellefleur mantenían una casa en la ciudad, modesta pero elegante, en los aledaños de Washington Square; una de las herederas de Manhattan (si bien es verdad que la fortuna de su padre no era inmensa) decía que nunca había oído a ningún joven de su círculo de amistades hablar de música con tanta sensibilidad. Y durante esa única temporada en la que Verónica Bellefleur llevó a su sobrino favorito al teatro, y a las carreras, y a las casas de sus amigos de la ciudad y de Long Island, cuando parecía no sólo probable sino inevitable que se convirtiera en un «magnífico» partido, él se comportó en todo momento, según todos los testigos, con un tacto exquisito, con modestia, gracia y encanto. Si se enfurecía o si algún día bebía de más (y hasta en los últimos días de su vida en libertad, Jean-Pierre parecía incapaz de calcular el efecto del alcohol en su cerebro, a pesar de su vasta experiencia) o hacía un escándalo por un cuello mal planchado o un gemelo mal colocado o porque la mantequilla estaba demasiado dura y no se podía untar, nadie se enteraba, salvo los Bellefleur y la servidumbre. El único rasgo de su carácter en público que podría catalogarse como un poco extraño, y que sus amistades de Manhattan destacaron años después, en la época del juicio, era que más de una vez hizo bromas sobre la «fatalidad» de su nombre. Como nadie conocía la suerte del primer Jean-Pierre y como Jean-Pierre II no ganaba nada con debatir el tema en detalle, se limitaba a decir, con seductora melancolía, que su tatarabuelo había tenido una muerte noble pero extremadamente dolorosa en la guerra de 1812. No vas a decir ahora que eres supersticioso, decían las jóvenes, a veces dejándose llevar por la emoción del momento y rozándole el brazo sin estar muy atentas a lo que hacían, no creerás que un simple nombre puede tener algún efecto en tu vida, ¿no? No, claro que no, respondía Jean-Pierre ingeniosamente, un simple nombre no…, pero ¿qué hay de mi persona?
No era cierto que Jean-Pierre había empezado a participar en largas partidas de cartas después del viaje a Europa, como le gustaba afirmar a Elvira; pero sus actividades en ese momento, como las de cualquier otro joven veinteañero con pretensiones y hábitos aristocráticos, eran bastante inofensivas y no muy distintas a las de sus coetáneos, todos ellos adinerados terratenientes del valle. Se convirtió en un gran jugador de cartas en Europa cuando, varado en una posada suiza durante una semana de lluvias torrenciales, adquirió ciertas habilidades —no eran exactamente trucos— gracias a un compañero turista, un inglés con pinta de abuelo que era de Warwickshire, el pueblo natal de la abuela Violet (aunque el amigo de Jean-Pierre decía no conocer a los Odlin). Con anterioridad, Jean-Pierre había viajado con valentía por muchos países, con un entusiasmo fluctuante y distintos niveles de resfriado y catarro, había cruzado en tren y en carruaje Bélgica, Holanda, la región de Renania, el norte de Italia, Baden-Baden, el sur de Francia, París, Roma, el Algarve, Atenas, el sur de Italia, Luxemburgo (un embrollo intrincado de nombres que no podía ordenar a pesar de que se esforzaba al máximo por registrarlos en su diario y enviar tarjetas postales a la familia con sus impresiones —por lo general breves— sobre cada lugar y sus tesoros artísticos y sus «nativos»), la mayor parte del tiempo solo y dependiendo con humildad de guías y gente de hoteles que hablara inglés; pero tuvo la suerte de hacerse amistades, todas estadounidenses. Una de ellas era un hombre algo mayor, de San Francisco, con quien paseó por Bruselas en uno de los magníficos tranvías casi todo un día, con una emoción infantil y entregándose sin ningún pudor a la nostalgia que sentía por su tierra. (Jean-Pierre pasó varios días en compañía del señor Newman, que había amasado una buena fortuna en la industria del cuero y fue lo bastante diplomático como para murmurar que, sí, efectivamente, claro que había oído hablar de la familia Bellefleur a través de sus socios de Nueva York. Compartían casi los mismos gustos artísticos: o les sorprendía a la vez una escultura o un cuadro, o no les interesaba en absoluto; les aburrían las vírgenes y los temas religiosos en general; la idea de la pátina los entretenía y los desconcertaba, de forma alternada. ¿Las cosas deben considerarse buenas sólo por ser antiguas? Una hermosa mañana de octubre pasaron una hora o más admirando desde diferentes ángulos la imponente torre gótica del Hôtel de Ville, preguntándose si no sería posible construir una réplica en Estados Unidos: según Newman, el lugar perfecto sería en una de las avenidas de Nob Hill; Jean-Pierre apostaba por la Quinta Avenida en Manhattan. La intimidad, de algún modo obligada, terminó de cuajo el día que Jean-Pierre sugirió, con total inocencia, visitar un lujoso burdel cercano a donde se alojaban. El señor Newman se alejó silencioso y consternado; era evidente que no podía ni hablar del susto que se llevó. Pero a Jean-Pierre le pareció muy extraño porque el hombre había admitido tener treinta y seis años, ser soltero y razonablemente «normal» en todos los sentidos).
Después de eso, Europa parecía deteriorarse, casi a diario, las suites de los hoteles lo decepcionaban por sistema, los guías intentaban estafarlo claramente, los «tesoros artísticos» empezaban a repetirse (¿o no sería que —se preguntaba el pobre Jean-Pierre— en un error fatal, había retrocedido en su viaje y estaba recorriendo los mismos países que su mente había dejado atrás para siempre?). Los trenes llegaban con retraso o ni siquiera llegaban. Los puentes estaban destruidos. Había una alerta de fiebre tifoidea y de gripe. (El propio Jean-Pierre vivió una amenaza de gonorrea de catorce horas que lo dejó aterrorizado y casto por varios días). Mientras esperaba a que pasara una lluvia incesante que, según todas las personas del hotel en el que Jean-Pierre quedó varado, era de lo más inusual, al menos aprendió, gracias a un señor inglés llamado Fairlie, tan desencantado como él, a ser sumamente hábil en el póquer e, incluso, en el bridge: un talento que le sería más que útil en la institución penal estatal de Powhatassie.
Al poco tiempo, su itinerario se vio interrumpido cuando el giro bancario que esperaba no llegó y en cambio sí lo hizo un inesperado telegrama de su padre en el que se disculpaba con cobardía. Regresó a su casa con mucho más alivio del que aparentaba (se ocupó de manifestar ante su familia su extrema indignación, insinuando que había recibido una invitación para cenar en una de las «residencias más antiguas de Europa» precisamente cuando recibió el fatídico telegrama) y se propuso aprender a administrar el complejo patrimonio de los Bellefleur…, aunque, como es lógico, era demasiado complejo para todo el que no fuera un genio de las finanzas (para Jean-Pierre el concepto de genio de las finanzas era su hermano Hiram, al que no habían aceptado en la facultad de Derecho y, de hecho, abandonó Princeton sin su diploma de licenciado)… ¿De qué servía, solía preguntar, saber qué medida tomar cuando el mercado subía o bajaba a su antojo y cuando había hombres sin escrúpulos que lo manipulaban, y cuando la fortuna de un hombre poco tenía que ver con su inteligencia o su valor moral? (Porque no cabía la menor duda de que no había en el valle un hombre más refinado y tediosamente «moral» que su padre y, sin embargo, nadie había fracasado, en años recientes, de una forma tan humillante como lo había hecho Lamentaciones de Jeremías con su «granja de zorros». Hasta esa gentuza de los Varrell podía burlarse de ellos ahora, decía Elvira).
Jean-Pierre hacía viajes esporádicos a Puerto Oriskany y Vanderpoel, a veces ni siquiera buscaba la excusa de «asuntos familiares»; visitaba Nueva York muy de vez en cuando (la residencia alta y estrecha al sur de Washington Square se había vendido hacía años); comenzó a frecuentar Nautauga Falls, Fort Hanna y otras ciudades de la ribera de ambiente peligroso, y también Innisfail. Ésta se encontraba a unos treinta kilómetros de la mansión Bellefleur en línea recta, pero a una distancia considerablemente mayor (al menos cincuenta y seis kilómetros) por la ruta habitual, las carreteras de Innisfail y la vieja carretera militar, después la carretera sin asfaltar que conducía Bellefleur y al lago, como haría cualquier persona sensata, salvo un indio o un demente (eso es lo que dijo el abogado de Jean-Pierre, como un tonto). Y en cuanto a cabalgar en la profunda oscuridad de la noche, en un terreno peligroso y desconocido…, cuando el jinete, además, deja mucho que desear y hasta teme a los caballos…
La noche de los asesinatos múltiples de Innisfail House, la taberna más grande y, probablemente, la de peor fama de la zona, Jean-Pierre dijo haber compartido un carruaje con varios pasajeros, entre ellos, un nuevo conocido de Missouri, Wolfe Quincy, para regresar de Nautauga Falls a Innisfail. Dijo que un vendedor ambulante lo llevó de regreso —de regreso, es decir, al pueblo de Bellefleur— en un carro tirado por mulas y cargado de todo tipo de mercancías, pero más que nada alambre de púa, que era su especialidad. (Por desgracia, nunca encontraron al vendedor. El conductor del carruaje dijo no recordar que Jean-Pierre estuviese en ese viaje concreto, aunque lo conocía de otros viajes; tampoco lo recordaban los demás pasajeros. Pero la enfática historia de Jean-Pierre nunca flaqueó). Qué había ocurrido exactamente en Innisfail House entre la medianoche y las dos y media de la madrugada, Jean-Pierre no lo sabía. «No lo sabía, así de simple».
Asesinaron a once hombres, uno tras otro. A muchos los dispararon a bocajarro, a otros los apuñalaron, tenían tajos brutales en la garganta; dos hombres que murieron por heridas de bala también tenían tajos en la garganta. Cómo había ocurrido —cómo había podido hacer todo eso, toda esa atrocidad sobrehumana, un solo hombre— nadie lo sabía. Algunos de los hombres debieron tener tiempo para defenderse, sin embargo, no parecía que lo hubieran hecho, ni siquiera Wolfe Quincy, que murió sin oponer excesiva resistencia. (Se recalcó más de una vez la improbabilidad de que Jean-Pierre fuese responsable de las muertes por el hecho de que su amigo Quincy estaba entre las víctimas. Jean-Pierre sentía un gran aprecio por Quincy y, además, dependía mucho de él, pues Quincy controlaba la bebida mucho mejor que Jean-Pierre y cuando se involucraban en partidas ambiciosas que duraban toda la noche, él cuidaba de Jean-Pierre con una dedicación casi maternal. Era un hombre de barriga prominente y buen carácter, de unos cuarenta años, oriundo de Massachusetts aunque pronto fue a vivir a Missouri, un excelente compañero de juego y de copas, cuyo único defecto era que tendía a alardear sobre sus hazañas en la guerra: cuántos hombres había matado, cuántos caballos había robado, cuántas balas había esquivado —que, a juzgar por las cicatrices que le mostraba con orgullo al impresionable Jean-Pierre, eran al menos media docena—. Quincy era el último hombre, «el último ser vivo del planeta», afirmaba el abogado de Jean-Pierre, a quien Jean-Pierre habría querido ver muerto).
Lo que, en la anticuada sala del tribunal con su débil eco interno, no sonó muy bien.
A pesar de su inocencia, Jean-Pierre fue declarado culpable de homicidio en primer grado y sentenciado por el juez Phineas Petrie a cadena perpetua más noventa y nueve años…, más noventa y nueve años, multiplicado por diez. Sólo hubo pruebas circunstanciales; la única testigo —la malévola esposa del encargado de la taberna— admitió que estaba a punto de desmayarse por el terror cuando vio desde una ventana de la planta de arriba a un hombre saliendo del lugar a todo galope por un sendero estrecho que conducía al pie de las montañas. No vio al hombre con claridad, por lo tanto no podía identificar al asesino, pero dijo que «por supuesto» había oído a Jean-Pierre más de una vez amenazar vidas gritando y alcoholizado, y que dado su mal carácter lo habían tenido que echar de la taberna en más de una ocasión. Todo aquello no eran más que calumnias, como es natural. Y Jean-Pierre protestó. Había salido de Innisfail House antes de la medianoche y a las tres de la mañana ya estaba en su casa. Y durmió en uno de los graneros porque estaba muy cansado…, y no quiso molestar a la familia… Tal vez, sí estaba un poco ebrio… los incidentes de la noche eran muy confusos. Sólo sabía una cosa: que era inocente de la atroz acusación que se le imputaba. Y que el «carnicero de Innisfail» —¡con qué velocidad habían ideado los periódicos aquel vil epíteto y cómo se había esparcido por todo el estado el rostro enjuto, angustiado y duro de Jean-Pierre!— seguía libre, con permiso para volver a matar, mientras que él, Jean-Pierre, una víctima de grotescas circunstancias, había sido condenado.
La esposa del encargado de la taberna no hacía sino repetir su absurdo relato. El hombre que salió del lugar a caballo rumbo al lago Noir por el pie de la montaña; el caballo oscuro con tres medias blancas y crines y cola recortadas; la agresividad y altanería en general de Jean-Pierre Bellefleur. Era como un niño, dijo la mujer, secándose los ojos. Un niño haciéndose pasar por un hombre adulto, y engañando a la gente para que así lo creyeran… Pero también era el diablo. Cuando bebía era como el diablo. Se volvía loco, su amigo de Missouri tenía que arrastrarlo fuera, golpearle la cara y, a veces, arrojarle agua fría; así y todo, no siempre recobraba la compostura. (Pero cuando el abogado de Jean-Pierre, durante el interrogatorio, le preguntó a la mujer con una mueca graciosa, por qué tanto ella como su esposo permitían que entrara en su establecimiento semejante «diablo», lo único que acertó a balbucear fue:
—Bueno…, verá usted…, la verdad es que muchos —muchos hombres— son…, en realidad todos los hombres son así…, más o menos.
El tribunal repleto estalló en carcajadas).
Sin embargo, lo juzgaron culpable. Doce miembros del jurado que parecían, en un principio, hombres justos y rectos e imparciales. (Aunque, por supuesto, nadie en el valle podía ser «imparcial» con un Bellefleur). Se dice que los miembros del jurado, cuando regresan al tribunal con el veredicto de «culpable» no miran al acusado; pero en el juicio de Jean-Pierre lo miraron con detenimiento. Lo observaron, lo estudiaron, le clavaron la mirada con toda franqueza, como si estuviesen ante un insecto venenoso y a la vez fascinante.
—… ¿Cuál es el veredicto del jurado?
—… El jurado declara al acusado culpable.
—¡Culpable!
—¡Culpable de los cargos que se le imputan!
Cuando su inocencia era evidente y no podía sino gritar y forcejear con los agentes del sheriff que lo retenían. ¡No! ¡No pueden hacer esto! ¡No lo permitiré! ¡Soy inocente! ¡El asesino está libre! ¡El asesino está entre ustedes! ¡Yo no soy el asesino!
Si hubieran asesinado a la despreciable esposa del encargado junto a los demás, habría testigos. Pero en medio del caos había pasado inadvertida.
De lo contrario…
Por un momento, no estuvo seguro de haber oído correctamente. ¿Qué significaban las palabras «culpable de los cargos»?…
Tal vez, cuando el fiscal le preguntó sobre la vieja contienda de 1820 —si sentía «rencor», si alguna vez había ansiado «vengarse»— tendría que haber respondido con más cuidado, haberlo pensado más, pero se limitó a decir con la boca fruncida: «No».
(Entre los once muertos había dos Varrell. Uno de cincuenta y pico años, el otro de la edad de Jean-Pierre, más o menos. Él declaro no saber que eran de la familia Varrell, lo cual era poco probable; ya que, como señaló la tendenciosa mujer del encargado de la taberna, en el valle se conocían todos. Y los Bellefleur y los Varrell siempre se reconocían).
Lo único que podía hacer era repetir su relato: se fue de la taberna temprano, el vendedor ambulante lo llevó, durmió en el granero porque no quería despertar a la familia. (Su padre, Jeremías, padecía insomnio, su madre, Elvira, padeció de los «nervios»). Cuando el sheriff y sus agentes fueron a arrestarlo al amanecer y lo sacaron del granero a rastras y lo golpearon hasta que le sangró la nariz y se le manchó la camisa, que ya estaba sucia y ensangrentada, no podía imaginarse por qué estaban ahí; no entendía nada de lo que le decían. Seguramente tenían una orden de arresto, pero no recordaba haberla visto.
¡Ojalá se hubiera quedado con el señor Newman! ¡Ojalá hubiesen puesto en práctica el plan de construir una réplica de la torre del Hôtel de Ville en Estados Unidos! ¡Qué inocencia tan profunda y hermosa habría tenido esa sociedad!
Pero por un exceso de entusiasmo infantil había ofendido al hombre de manera irrevocable y ahora su vida estaba arruinada. Con sólo treinta y dos años se había arruinado la vida. El distrito del lago Noir tuvo mala reputación en el pasado por los linchamientos, homicidios, incendios provocados y robos, y por el continuo asedio a los indios; pero nunca hubo nada tan escabroso como el «carnicero de Innisfail» con su rostro apuesto, infantil y ofendido. Apareció en todos los periódicos, inclusive los de la costa oeste, aquel «carnicero de Innisfail» que había asesinado a once hombres y que afirmaba no recordar nada y ser inocente, absolutamente inocente: ¡y con qué seguridad lo decía! Los periódicos, naturalmente, desenterraron viejas historias sobre la contienda entre los Bellefleur y los Varrell, a pesar de que Jean-Pierre había aclarado repetidas veces, en audiencia pública, que no estaba al tanto de la presencia de dos de los Varrell aquella noche… Pero nadie lo creyó y su corta vida quedó arruinada.
Por un instante de aturdimiento no podía creer la sentencia que había dictado el anciano juez Petrie. Cadena perpetua más noventa y nueve años, más noventa y nueve años… Los asistentes de la sala estallaron en aplausos. (El sentir general de toda la comunidad era que morir en la horca —una muerte que implicaría, como máximo, diez minutos de agonía— era demasiado compasivo para Jean-Pierre).
—Pero si soy inocente, su Señoría —susurró Jean-Pierre.
Y, luego, cuando los agentes del sheriff lo agarraron, comenzó a gritar:
—¡Le digo que soy inocente! ¡El asesino todavía está suelto! ¡El asesino está entre ustedes!
Así fue como Jean-Pierre Bellefleur II, nieto del millonario Raphael Bellefleur (que estuvo tan cerca —tan desoladoramente cerca— de ocupar un cargo político importante) terminó encarcelado en la infame penitenciaría estatal de Powhatassie para cumplir una sentencia de por vida, más novecientos noventa años.
Se desmayó al ver los muros macizos —se desmayó y tuvieron que abofetearlo para que volviera en sí— todavía lamentándose, afirmando su inocencia, su inocencia de los cargos que le imputaban, todo era un terrible error: sí, sí, decían los guardias entre risas, eso es lo que dicen todos.
La penitenciaría estatal de Powhatassie alojaba a unos mil quinientos hombres cuando ingresó Jean-Pierre, todos hacinados en un espacio concebido para novecientos. Era habitual que los prisioneros se desmayaran o gritaran al ver los imponentes muros de piedra, que tenían algo más de nueve metros de altura y se extendían, o así parecía, a lo largo de muchos kilómetros, señalados en intervalos regulares por torrecillas hexagonales con cúpulas góticas, donde los guardias pasaban los días armados con rifles y carabinas. La cárcel, inspirada en los castillos penitenciarios franceses de la época medieval que evidentemente habían cautivado al arquitecto contratado por el estado para diseñar las instalaciones, estaba construida sobre un promontorio escabroso con vista al severo río Powhatassie, en el lugar exacto donde, según la leyenda, el agua se tiñó de rojo con la sangre de los pioneros de Bay Colony que se aventuraron hacia el oeste excesivamente y fueron masacrados por los indios mohawk. Construida a finales del siglo dieciocho, la cárcel presentaba un deterioro visible (todos los muros se desmoronaban y en ellos asomaban los hierros oxidados), pero aún poseía la ingrata nobleza de las fortalezas medievales; y el enorme salón comedor, con columnas, arcos y el tupido enrejado de hierro forjado en las ventanas, le recordaban al pobre Jean-Pierre las pretensiones de su abuelo. Había una extraña aura religiosa en aquel lugar espeluznante.
Parecía saber de antemano que sus apelaciones —ante el Tribunal Supremo del estado y elaboradas con argumentos impecables— estaban condenadas al fracaso, pues casi de inmediato cayó en un estado de apatía y mantuvo un desapego de su entorno, característico de los Bellefleur, que al principio enfurecía a sus compañeros reclusos y algunos de los guardias. Que su primera celda tuviese un metro y medio por dos metros y medio, que el «retrete» fuese un agujero, sin tapar, que la comida fuese incomible (de hecho, era indefinible), que la vestimenta sin lavar ni planchar que le asignaban fuera sumamente grande para su grácil figura, que el colchón estuviese mugriento y plagado de chinches, y la única manta de algodón que le daban estuviera rígida de tanta mugre y sangre reseca que tenía…, que hubiese cucarachas y ratas de treinta centímetros por todos lados…, y que la mayoría de sus compañeros reclusos estuviesen enfermos, física o mentalmente, y se sentaran en los catres o en el suelo, o deambularan con el espíritu de los zombis…, que, a raíz de un motín que había habido cinco o seis años atrás, durante el cual murieron siete guardias y «se suicidaron» doce reclusos, los guardias fuesen crueles en extremo no parecía conmoverlo en absoluto.
Durante un buen tiempo, la única emoción que sentía era una profunda vergüenza —vergüenza por haber sido la causa de la última humillación de la familia— porque pasarían muchos, muchos años hasta que los Bellefleur pudiesen recuperar su dignidad. (Como decía su hermano Noel, entre llantos exasperados, el hecho de que fuese inocente resultaba de alguna forma más intolerable… A fin de cuentas, cuando arrestaron a Harlan, él sí era culpable de varios asesinatos, y culpable a ojos públicos, y cada palabra, cada gesto, debieron de estar reforzados por la noble melancolía de su dilema. Había matado, se había vengado como tuvo que vengarse… y después murió. Había actuado de forma heroica en todos los sentidos. Por el contrario, el pobre y desdichado Jean-Pierre, que era inocente, era una ignominia tan humillante como la de una rata almizclera atrapada: su destino era simplemente monstruoso).
A cualquiera que lo escuchara, a los guardias que lo saludaban con un codazo de rutina injustificado en el pecho, Jean-Pierre hablaba con calma de su inocencia. Su modo era cortés y sensato. Hacía mucho tiempo que no gritaba. Si una institución penal era un lugar de penitencia, decía, y si se encarcela injustamente a un hombre inocente, ¿cómo podía cumplir la penitencia?… ¿No se socavaban así los cimientos mismos de una penitenciaría, con tamaña injusticia?… La considerable suma de dinero que recibía Jean-Pierre todos los meses (y que luego se vio aumentada por partidas de póquer y de bridge en las que a veces participaban los guardias) le permitían comprar cigarrillos, caramelos, azúcar (la institución no proveía azúcar y servía harina de avena fría, unas veces, aguada, otras pegajosa —y, de vez en cuando, con restos de gorgojos— todas las mañanas, todas y cada una de las mañanas) y otros pequeños favores y, naturalmente, les daba propinas a los guardias, como hacía con cualquier sirviente que no trabajara para él, de modo que el trato violento desapareció paulatinamente; sin embargo, pasó bastante tiempo —años— hasta que Jean-Pierre consiguió una celda más amplia, para él y su compañero guardaespaldas (pasarían varias camadas de jóvenes a lo largo de las décadas, quince o veinte en total: todos ellos terminaban malheridos o asesinados por su sucesor, otro recluso ambicioso, joven y robusto que ansiaba servir a Jean-Pierre Bellefleur II). Pero a Jean-Pierre le llevó su tiempo adquirir ese poder, sobre todo porque su manera de ser apagada, su voz suave y casi apática, y su insistencia en que era inocente —cosa que, como señalaban los guardias, era universal—…, todo ello le restaba distinción. De modo que cuando repetía su alegato, su lánguida y cómica lógica, «si una institución penal es un lugar de penitencia, y si se encarcela injustamente a un hombre inocente…», más de un guardia se echaba a reír groseramente y lo golpeaba en el pecho con mayor crueldad.
(Tiempo después, un recluso amigable le advirtió a Jean-Pierre sobre el peligro de «hablar como un loco». Porque si hablaba como un loco, aunque fuera con discreción y corrección, podían diagnosticarle locura. Y si le diagnosticaban locura —un psiquiatra estatal visitaba la cárcel por la tarde cada dos jueves y daba su opinión y recetaba medicamentos en su consultorio, según los informes deslavazados que escribían los oficiales de la prisión—, lo enviarían al pabellón Sheeler, que estaba al otro lado del patio, y ése sería el final. ¡El pabellón Sheeler! Jean-Pierre había oído hablar de ese pabellón: le debía su nombre al doctor Wystan Sheeler, un médico que se interesó por los enfermos mentales durante el último cuarto del siglo diecinueve y adoptó un método radical, a veces con éxito, de lidiar con la «locura» mediante la inmersión comprensiva en los delirios del paciente. Corría el rumor en la familia de que el doctor Sheeler había atendido a Raphael Bellefleur un tiempo y que incluso vivió en la mansión… Pero el pabellón Sheeler, que ocupaba un edificio entero construido con bloques de hormigón, no era más que un agujero en el cual arrojaban a los prisioneros conflictivos —fueran «cuerdos» o «dementes»— y una vez que se ingresaba en él había muy pocas probabilidades de salir. Hacía unos años, una pandilla de reclusos redujo a un guardia y uno de ellos le desgarró la garganta con los dientes; y, a pesar de que los prisioneros involucrados en el motín murieron después de la brutal paliza que les dieron los guardias, la tradición de castigos en ese pabellón todavía se mantenía. No había higiene, no había celdas individuales, todos se alojaban en una misma habitación dormitorio, que era como un inmenso depósito sin calefacción y del que se decía que la mugre era indescriptible. Desde el motín, ningún guardia se aventuraba a pisar el suelo: de vez en cuando, controlaban la unidad desde una pasarela, la misma pasarela que usaban los empleados de la cafetería —con náuseas, apartando la cara, cerrando los ojos— para arrojarles la comida una vez al día, momento en que los reclusos se peleaban entre sí para hacerse con ella. En ese pabellón, según le habían contado a Jean-Pierre, había hombres que padecían sífilis avanzada, pudriéndose casi literalmente; había enfermedades de todo tipo; y cuando alguno moría —cosa que ocurría a menudo porque los otros reclusos eran bastante despiadados— podían pasar varios días hasta que los oficiales de la prisión retiraban el cadáver. Por eso, decía en voz baja el compañero de Jean-Pierre, no conviene que te envíen allí).
—No me puedo creer que la familia haya abandonado a este hombre —decía Leah—. No me puedo creer que hayáis hecho tan poco.
Intentaban explicarle lo de las apelaciones y los millares de dólares gastados; uno o dos intentos de sobornos —es decir, obsequios— que, por desgracia, fueron a parar a manos equivocadas; eso además de otras dificultades familiares; y la apatía de Jean-Pierre. Por ejemplo, nunca había pedido libertad condicional. Ni una sola vez en treinta y tres años. Y aunque al principio parecían agradarle las visitas, al poco tiempo cambió y no eran pocas las veces que se negaba a entrar en la sala de visitas; en una ocasión, mientras Noel exponía un argumento enfático y entusiasta sobre la probabilidad de que el Tribunal Supremo anulara su veredicto, Jean-Pierre se inclinó despacio hacia adelante y escupió en la mampara de vidrio que los separaba. Nunca en su vida, dijo Noel después, se había quedado tan estupefacto.
—El pobre hombre habrá perdido toda esperanza —decía Leah—. Lo único que sé de Powhatassie es que es un lugar espeluznante, muy degradante, es un lugar para animales, no para personas… ¿Estará enfermo? ¿Alguien sabe si está enfermo? Cornelia dice que nunca ha respondido sus cartas, tampoco las mías; pero es normal, a mí no me conoce. No creo ni que conozca a Gideon. ¿Se acordará de alguno de vosotros? ¿Cuándo lo fuisteis a ver por última vez?
No lo recordaban. Noel creía haber visitado a Jean-Pierre por última vez hacía treinta y dos años (es más, fue el domingo aquel del incidente del escupitajo); Hiram creía haber intentado verlo más recientemente —hace unos veinticinco años, quizá—, pero no podía asegurar si Jean-Pierre se había dignado a aparecer en la sala de visitas. (Un lugar espantoso, puro hormigón y malla metálica y guardias armados, ¡y mucho barullo! Los reclusos y las visitas tenían que gritar para entenderse y, por lo general, había más de cincuenta personas en la sala, todas gritando a la vez sin poder hacer nada. Con el rostro enardecido por la furia, Hiram contó que una vez se encontraba al lado de una mujer de alguna aldea remota que había ido a visitar a su marido, sentenciado a cadena perpetua en Powhatassie: aquella mujer patética no hacía más que llorar y lamentarse y en un momento, sin ningún pudor, se desabrochó el vestido y le enseñó al esposo los senos flácidos y caídos). Su madre lo vio por última vez hacía unos veinte años, y cuando regresó a la casa se fue derecha a su dormitorio y allí se quedó, llorando, varios días. La tía Verónica jamás había ido porque nunca salía de su habitación antes del atardecer y el horario de visita era de dos a cinco; Della había ido un par de veces y Matilde en contadas ocasiones. (Se pensaba que el aislamiento de Matilde había comenzado en la época del juicio de Jean-Pierre. Rechazó a todos sus pretendientes, vestía casi siempre ropa de hombre —pero no ropa elegante, decía Cornelia, más bien ropa de peón de campo—, pasaba cada vez más tiempo en el antiguo campamento hasta que estableció su residencia permanente en ese lugar, como si criar gallinas, cultivar verduras y hacer edredones, pañitos bordados y otros objetos «artísticos» pequeños e insignificantes, como las tallas que hacía, fuera una vida digna para una Bellefleur). Lamentaciones de Jeremías había visitado a su hijo todas las veces que Jean-Pierre se lo permitió, que no fueron muchas porque, para perpetuar el mito de Elvira, le gustaba decir que el telegrama que le hizo volver a casa le había arruinado la vida: estaba a punto de comprometerse con una marchesa italiana cuya familia se remontaba al siglo doce y la última debacle financiera de Jeremías había derrumbado el castillo de naipes por completo. De modo que Jean-Pierre llevaba veinte años sin recibir visitas del mundo exterior.
—Yo voy a ir a verlo —dijo Leah—. Mi hija y yo vamos a ir a visitarlo.
—Cómo vas a llevar a un niño a ese lugar —exclamó Cornelia.
Y Hiram dijo, retorciéndose las puntas del bigote con nerviosismo:
—Querida Leah, lo único que ha sido una especie de obstáculo…, o quizá sean dos…, o muchos… Bueno, para ser franco: lo que cuenta del vendedor ambulante, del supuesto vendedor ambulante que conducía un carro tirado por mulas por la carretera de Innisfail, en plena noche…, en la oscuridad total…, un vendedor que nadie había visto, ni antes ni después…, el relato es, ¿no te parece?…, un poco forzado. Y no nos olvidemos de Folderol, bañada en un sudor mugriento, con los tobillos malheridos y las pezuñas embarradas…
—¿Folderol?… —exclamó Leah, con la mirada fija en él—. ¿De qué demonios hablas, tío?
—Folderol era el nombre de…
—Lo que pasa es que no quieres ayudarlo, ¿no? —dijo Leah, con las manos presionadas contra las mejillas como si estuviesen en llamas—. Crees que la ignominia se ha superado sólo porque ha caído en el olvido. Pero ¡no es así, de ningún modo! Supongamos, por ejemplo, que Christabel se enamorara de…, de un Schaff, o un Horehound…, o de alguna de esas familias de solera, los Vanderpoel, por ejemplo…, me refiero a algún hijo de esas familias… ¿De veras crees que contemplarían una relación con un Bellefleur, tal y como están las cosas? Tenemos que anticiparnos —afirmó Leah, agitando un paquete de cigarrillos para extraer uno—. ¿No fue Raphael el que dijo una vez que no es posible anticiparse demasiado?
—Es cierto que Christabel está creciendo muy rápido —murmuró Cornelia.
Noel alzó las manos con indignación.
—Pero si vas a ver a mi hermano, querida Leah, ¿qué vas a decirle en concreto? Al fin y al cabo, ni siquiera lo conoces. Dudo que ni yo mismo pueda reconocerlo. No sabes las veces que intentamos presionarlo para que pidiera libertad condicional y al final no hacía más que insultarnos; es más, en un momento llegué a comprender con toda claridad que se había adaptado a Powhatassie como nunca lo había hecho aquí fuera. A los reclusos les permiten jugar a las cartas, no sé si sabrás, y según el guardia (el guardia de entonces, me temo que no conozco al de ahora) siempre había una partida en curso en el patio o en la sala de juegos, y Jean-Pierre les había enseñado a los demás muchas variantes de póquer y gin rummy, y casino y euchre e incluso bridge… Teníamos la esperanza de que, al menos, pidiera libertad condicional, pese a la advertencia del juez Petrie al estado, pero nunca lo hizo; quizá no quería arriesgarse a una nueva humillación, pero…, pero también puede ser que no quiera arriesgarse a quedar libre.
—No estoy hablando de libertad condicional —dijo Leah, con impaciencia—. Estoy hablando de un indulto.
—¿Un indulto?
—Del gobernador. Un indulto. Una exculpación.
—¿Un indulto? ¿Para Jean-Pierre?
En aquel preciso instante, Germaine entró corriendo a la habitación y se subió al regazo de Leah. Tenía que contarle algo muy emocionante a su madre —al parecer un gallo Menorca había acorralado a uno de los gatos y éste había tenido que encaramarse a un árbol—, pero Leah la tranquilizó y le despejó el cabello de la frente acalorada. Tal vez por darles tiempo a los Bellefleur mayores a recobrarse (a pesar de su vehemencia, Leah era muy susceptible a los sentimientos de los demás), desvió la atención a su hija, se humedeció el dedo índice para quitarle una manchita y le besó las mejillas sonrojadas.
—Eres una hermosura —susurró Leah—. Una bendición.
Al fin, tras un largo silencio, Cornelia dijo suavemente:
—Pero al menos no te lleves a Germaine, querida.