Cassandra

Un día soleado y frío de principios de noviembre Leah adquirió otro bebé —otra niña de dudosa ascendencia— para los Bellefleur.

Fue un día largo, en el que había que hacer muchas cosas y que empezó con una visita a la propiedad Gromwell, en la punta más distante del lago Plateado. Aunque Leah ya la había visto y afirmaba haber hecho un estudio a fondo de la situación económica en que se encontraba (que era bastante mala; la cantera había supuesto una pérdida de dinero constante en los seis últimos años), se empeñó en que la llevasen en la nueva limusina Rolls-Royce, acompañada por Hiram y Germaine y una muchacha joven a la que acababan de emplear para que ayudase a cuidar a Germaine (la muchacha se llamaba Lissa: la habían empleado para que reemplazase a Irene, al igual que habían empleado a Irene para reemplazar a Lettie). Era un día de lluvia y viento y, a pesar de que Hiram no estaba de acuerdo (Hiram estaba siempre preocupándose por todo y chascando la lengua y criticando los caprichos de Leah, como un marido viejo), Leah arropó bien a su niña con ropa de invierno y la llevó con ellos. A la pequeña le gustaba ir en coche, le gustaba ponerse de pie en el regazo de su madre y señalar lo que veía y charlar y hacer preguntas, a las que Leah contestaba con paciencia. Era muy bueno, creía Leah, que los niños aprendiesen todo lo posible —y vieran todo lo posible— ya desde niños.

—Y lo más importante, Germaine —dijo Leah cuando el automóvil entró en la propiedad—, es que esto es nuestro. Todo esto. Esto es una cantera de arenisca (tendré que pedirle a Bromwell que nos explique con exactitud lo que es la arenisca) y ocupa veintiséis hectáreas, llega hasta la carretera de Sulphur Springs, y ahora ya es nuestra. Firmamos los documentos el viernes pasado y ahora nos pertenece.

Recorrieron los senderos de la propiedad en el automóvil durante casi media hora. Hubo un momento en el que Leah se empeñó en salir del vehículo y meterse en un foso, con el pobre Hiram detrás, tropezando y medio cayéndose con el peso de Germaine encima.

—No hay mucho que ver —dijo Hiram irritado—. Te va a ser difícil explicar esta compra al Sr. T.

—No tengo que explicar nada de lo que hago —respondió Leah con severidad, levantando el cuello de piel de su abrigo—. No soy una niña.

Abrió con la llave el despacho del administrador y entró con Germaine. El despacho no estaba tan sucio como se temía. Un escritorio viejo de cortina con los cajones llenos de papeles amarillentos, un suelo de linóleo clavado con tachuelas, un catre del ejército sin almohada y con una manta sucia por encima…

—Bueno, Germaine —dijo con entusiasmo—. ¡Aquí estamos! Esto es lo que querías.

Germaine le echó una mirada.

—La cantera Gromwell. Hemos comprado la cantera Gromwell —dijo Leah—. Bueno, Germaine, ¿estás contenta? ¿No tengo mérito?

Germaine se puso a parlotear como si fuera una niña pequeña, y Leah, que no sabía si eso le irritaba o le divertía, la alejó con un gesto. La niña correteó y brincó por toda la habitación, muy excitada, mientras Leah pensaba en lo que había hecho. Había costado mucho más de lo previsto, pero ya eran dueños de la cantera Gromwell; y pronto adquirirían otro terreno contiguo; y después otro y otro, hasta unir de nuevo las propiedades que alguna vez tuvieron. Quizá le llevase casi toda la vida, pensó Leah, y en tal caso Germaine tendría que finalizar la tarea. Pero también podía ser que tardase sólo unos años, con su suerte. Porque no cabía la menor duda de que Leah tenía «suerte»; la suerte la guiaba; no podía cometer errores.

Germaine se había subido al escritorio, traviesa como todos los niños, y amenazaba con saltar desde allí; y quizá lo habría hecho si Lissa no hubiese entrado a toda prisa en la habitación para agarrarla.

—¡Qué tonta, Lissa! —dijo Leah riéndose—. ¡Como si Germaine pudiera hacerse daño! Para que lo sepas, muchachita, esta niña está protegida por los cielos.

En el camino de vuelta a la mansión Bellefleur pararon en la casa de Della porque Leah hacía algún tiempo que no veía a su madre y tanto ella como Hiram se sentían obligados a ver cómo estaba el pobre Jonathan Hecht (que, por desgracia, estuvo dormido o en una especie de letargo comatoso durante la visita, de modo que no se enteró de que Leah y Hiram lo miraban a hurtadillas: ¡qué enfermo y cetrino estaba y cómo se le habían hundido los ojos!

—Es asombroso —dijo Leah en voz baja a Hiram— que haya vivido tanto tiempo).

También sintió curiosidad por la hija recién nacida de Garnet Hecht.

—Pero qué nombre tan raro, Cassandra —dijo Leah, dándole un dedo al bebé, dedo que ésta en seguida agarró gorjeando y sonriendo encantada, aunque un poco bizca—. ¿Cómo se le habrá ocurrido a la pobre Garnet un nombre así?

—Fui yo la que escogió ese nombre —dijo Della.

—Pero ¿no era Cassandra una princesa de una tribu bárbara o algo así? —rió Leah en voz baja para que Garnet (que entraba y salía de la pequeña habitación de los niños con la cara enrojecida, hablando sola y muy nerviosa con la visita inesperada de Leah y Hiram) no la oyese—. ¿No era muda, o no la mataron, o las dos cosas? ¿O era que adivinaba el futuro y nadie le hacía caso pero de todos modos la mataron?

—Ya veo lo poco que recuerdas de tus estudios en La Tour —dijo Della en tono despectivo—. Habría sido mejor que, como siempre pensé, te hubieras quedado en casa. Al fin y al cabo acabaste casándote con alguien. ¿Y de qué te ha servido toda esa educación tan cara que recibiste?

—Bueno, Della —se apresuró a decir Hiram—, tú no la pagaste. El dinero no salió de tu asignación.

—Y tú no te cansarás nunca de recordármelo, ¿no? Ni tú ni Noel —dijo Della haciéndole un gesto brusco a su hermano.

De modo que el comienzo de la visita fue difícil y Leah se vio forzada a dar conversación en tono alegre y hablar de lo primero que le venía a la cabeza. A pesar del humor agrio de su madre y del tenue mal olor que había en toda la casa y que provenía de la habitación de enfermo de Jonathan Hecht, y a pesar de la molesta agitación con que se comportaba Garnet (la muy boba estaba demasiado aturdida como para hacer nada más que balbucear un «Gracias, señora Bellefleur» cuando Leah le entregó un regalo para su hija recién nacida. Ella lo puso encima de un mueble sin abrirlo, un fantástico jersey de ganchillo que a Germaine se le había quedado pequeño muy pronto y estaba como nuevo) y a pesar del frío que había tenido en la cantera, Leah estaba de muy buen humor. Cassandra era una niñita hermosa, aunque quizá un poco más pequeña de lo normal (¿era bizca, o lo estaba imaginando Leah?) y no había nada más bonito que volver a inclinarse sobre la cuna de una criaturita… ¡Aquellos rizos oscuros! ¡Esa suave sonrisita! Era también una maravilla ver a Germaine arrullándola y hablándole con un tono infantil.

—Cassandra es preciosa —dijo Leah— y parece tener muy buena salud, ¿no estás contenta, Garnet?… Nació unas cuantas semanas antes de lo debido, ¿no?

—No sé, no me acuerdo —dijo Garnet, sonrojándose—. Yo…, yo no estaba bien. Y después me dio una fiebre… No tengo un buen recuerdo de ese momento.

—Fue una experiencia difícil, tener un bebé tan prematuro —dijo Della—. Claro que lo pasaste mal. Pero ahora estás bien, y Cassandra también está bien.

—¿Usted cree, señora Pym? —dijo Garnet, insegura.

—Claro que sí —dijo Leah, cogiéndole las manos. (¡Unas manos muy pequeñas, flojas y resbaladizas! No era de extrañar, pensó Leah, que aquella muchacha no pudiese encontrar marido)—. Tú siempre has sido bastante delgada, ¿no?; no creo que ahora estés muy distinta de como eras antes, y tienes el pelo muy bonito, creo que si le hicieses algo aquí, en la frente, para que no te caiga sobre los ojos… Tienes unos ojos bonitos, Garnet, no deberías ocultarlos…, no deberías estar siempre mirando para abajo. Pero ¿te sientes bien? ¿Crees que ya estás mejor?

—Creo que sí, señora Bellefleur —dijo Garnet con lentitud.

Y se fue otra vez de la sala, diciendo que le parecía que el agua para el té ya estaba hirviendo. A Leah le parecía un conejo asustado.

—¿Por qué diablos está siempre escapando? —dijo Leah en voz baja a Della—. Seguro que te pone nerviosa, siempre has dicho que yo te ponía nerviosa…

—Garnet es una buena chica —dijo Della, estirada—. Ha sufrido.

—¡Sufrido! Todos hemos sufrido —dijo Leah.

Se aseguró de que Germaine no estuviese lastimando a Cassandra —estaba inclinada sobre la cuna tratando de darle un beso— y se sacó el sombrero frente a un espejo.

—… Pero he sido negligente con Garnet, me he olvidado de ella, y la pobre es evidente que necesita ayuda. Como al padre de la niña no hay quien lo encuentre… Sería una esposa excelente para algún hombre, ¿no te parece? Tendríamos que haberla casado antes de que esto sucediera. ¡Qué pena! ¡Y mira que fue una sorpresa! Garnet Hecht embarazada tan de repente, y con lo delgada que era ni se le notó hasta que ya estaba de siete meses… Qué ladina, ¿no? Claro que estoy segura de que sólo fue esa vez: algún campesino que se aprovechó de ella, o alguien del pueblo. ¿Te ha dicho ya quién fue? ¿O sigue poniéndose histérica cuando se le habla de eso?… ¡Como si fuéramos a hacerle un interrogatorio!

—Nadie la va a someter a un interrogatorio —dijo Della.

—Claro que nadie la va a someter a un interrogatorio —dijo Leah mientras sacaba el último alfiler del sombrero—. Ese amorío que tuvo es cosa de ella y de nadie más. Y tampoco es como si fuese una Bellefleur… Ya sé que es prima mía, prima lejana…, lo es ¿no?… Pero por aquí todo el mundo está emparentado con todo el mundo y casi no significa nada. Lo que pasa es que me gustaría que confiase en mí. Nunca me mira a los ojos y nunca parece que esté escuchando, la verdad. Siempre ha sido así entre nosotras y no sé por qué.

A Leah le divirtió ver en el espejo, al darse la vuelta, que su madre y Hiram habían intercambiado una mirada enigmática.

—Es una joven muy valiente —dijo Della, metiendo las manos en el delantal con un gesto que enfurecía a Leah, porque era de una docilidad falsa, de un servilismo hipócrita—. Dudo que puedas comprender por todo lo que ha pasado Garnet.

—Mi embarazo de Germaine fue mucho peor —dijo Leah. ¡Diez meses, más de diez meses! Y su niña nació prematura…

—Es un bebé precioso —dijo Hiram, aclarándose la garganta—. Ten cuidado, Germaine, no vayas a hacerle daño. No lo alborotes tanto.

—Germaine, déjala. Ven aquí —dijo Leah—. Ya eres muy mayor para subirte a esa cuna, ¿no ves que la aplastarías? Y no es un bebé, tío Hiram, es una nena, por si no te has enterado, a ver si hablas con propiedad —le dijo a su tío dándole un codazo cariñoso.

—Sí, sí, claro…, es…, es una nena hermosa.

Hiram cruzó las manos por detrás de la espalda, se apartó un poco y se quedó mirando sombrío el fuego escaso de la chimenea de Della, donde ardían unos troncos húmedos de abedul que despedían un olor acre e irritaban los ojos. Hiram era un hombre corpulento y de rostro rubicundo, de perfil donoso, bigote untado con una cera de olor sintético y mirada un poco nublada. Siempre vestido inmaculado, con la cadena del reloj de oro cruzada sobre la camisa y los gemelos de oro y marfil, resultaba tan incongruente en la sala raída de Della como Leah. A Leah le divertía ver lo incómodos que estaban Della y Hiram —que eran hermanos— en compañía el uno del otro. La maldición de los Bellefleur era, pensó, o estar más unidos de lo habitual (aunque eso pocas veces ocurría ahora), o enemistados de por vida.

El silencio entre ellos se hizo incómodo, así que Leah empezó a charlar: de la cantera Gromwell, de los planes que tenía de comprar Frutas de las Chautauqua para fusionarla con Productos del Valle, de las operaciones mineras de Contracoeur…

—¡Contracoeur! —exclamó Della—. Yo no sabía que teníamos tierras allí.

—Tenemos derechos de explotación minerales desde 1873 —dijo Leah.

—Pero ¿qué clase de derechos de explotación?

—¿Qué quieres decir con eso de qué clase de derechos, mamá? —rió Leah—. Los derechos de explotación de minerales son derechos de explotación de minerales sin más. Pero es una operación muy complicada y necesitamos ingenieros de minas; de hecho Gideon está en este momento reunido con una persona de Puerto Oriskany. Ha estado trabajando mucho en esto, ¿no, tío Hiram? Le ha dedicado mucho tiempo.

—¿Ha ido solo? —preguntó Della.

—No, Ewan está con él. Y Jasper. Es asombroso lo rápido que Jasper está aprendiendo —dijo Leah mientras revolvía en la cartera—. Ojalá Bromwell se interesase en estas cosas… Claro que aún es muy joven y hay tiempo, yo no quiero forzar a ninguno de mis hijos a nada. ¿No crees que eso es lo mejor, mamá?

Quizá Leah quiso hacer un comentario irónico —porque desde luego Della intentó obligarla a hacer cosas años atrás, al menos quiso alejarla de los Bellefleur—, pero no pasó nada. Della dijo en tono suave:

—¿Y cómo está Gideon?

—¿Que cómo está Gideon? Muy bien, como siempre, él nunca cambia —dijo Leah sacando un cigarrillo del paquete.

Era la primera vez que fumaba uno de esos cigarrillos delante de su madre y le daba gusto —y encontraba estimulante— el susto con que Della la miraba, sin el menor disimulo. Pero Leah prefirió no darse por aludida y siguió charlando en tono amistoso y alegre de la empresa de ingeniería de minas de Puerto Oriskany y de los cambios que se proponía hacer en la casa y en el jardín.

—Tendremos que ir poco a poco. Para empezar está el gasto, que es bastante, además, a la abuela Elvira todos esos cambios la desorientan mucho. Pero te gustará saber, mamá, que ya he hecho que se llevaran casi todas esas estatuas tan viejas y feas. Y ¿no te pareció extraño, tío Hiram, que se volvieran a encontrar partes de esas estatuas en los bosques —brazos, piernas y hasta cabezas— arrastradas a los bosques y al lago por animales salvajes, supongo? Los niños no hacían más que encontrar partes de esas estatuas hasta varias semanas después y los más pequeños estaban siempre muertos de miedo…

—¿Gideon está bien, dices? ¿Y está estos días en Puerto Oriskany? —preguntó Della.

—Mamá, acabo de decírtelo —rió Leah sacándose una brizna de tabaco de la lengua—. Mi marido está muy bien de salud, como siempre, y te manda recuerdos. Ha estado trabajando mucho estos últimos tiempos.

—Ya veo —dijo Della. Miró por encima del hombro hacia la puerta, pero Garnet no estaba a la vista—. A veces se oyen rumores. En Bushkill’s Ferry.

—Sí —dijo Leah—, en Bushkill’s Ferry siempre ha habido rumores de los Bellefleur.

—Pero si Gideon está bien y trabajando mucho…

—Claro que está bien —dijo Leah, irritada.

—… Entonces no hay que hacer caso de los rumores —dijo Della—, sobre todo cuando se ve que son por envidia o rencor.

—¿Sabes algo de Yolande? ¿Es ésa una de las cosas de las que habla la gente?

—Es uno de los rumores, sí.

—Ewan y Lily ya no saben qué hacer con ella —dijo Leah con un suspiro—. Es evidente que se ha escapado y no quiere volver… ¿Sabías que hubo un incendio en uno de los establos? Ella se escapó aquella noche. Según Lily, todo lo que se llevó fue una muda, algunas joyas y veinte dólares en billetes, y —esto es enternecedor, mamá— un rizo del cabello de Germaine. Entró sin hacer ruido en la habitación de los niños y le cortó un ricito… Pobre Yolande, es que no logro comprender por qué se escapó, por qué odia tanto a su familia, ¿tú sí? Es cierto que hubo un incendio en uno de los establos, uno de los que no se usan, pero no creo que Yolande tuviese que ver con eso. Aunque los niños no dicen nada… Es muy raro. Bromwell no tuvo nada que ver con todo ello, eso lo sé, pero creo que Christabel sí, aunque no quiere hablar de ello. ¡Imagínate, una niña de la edad de Christabel que no confía ni en su propia madre!

—¿Y eso te sorprende, Leah? —preguntó Della con una media sonrisa sarcástica.

—Ay, mamá, ¡qué cosas tienes! —exclamó Leah, y se marchó de la habitación.

Entró en el salón, donde las pesadas cortinas de terciopelo estaban siempre cerradas y de pronto se sintió nerviosa. Quería algo, pero no sabía qué. Era algo que anhelaba, y que iba a tener. Pero ¿cómo lo iba a adquirir?… Se puso a mirar el viejo sofá de crin con el respaldo festoneado. Y la silla que hacía juego en la que se sentaba su primo Gideon de joven. Mirándola. Mirándola a ella y a Amor, encaramada vigilante en su hombro. Una oleada de nostalgia invadió a Leah y, por un momento, sintió ganas de llorar.

«Ay, Amor…».

En aquella especie de chabola que eran las oficinas de la cantera había estado medio soñando despierta, pero no podía recordar de qué trataba el sueño. ¡Era tan raro, tan raro y tan diferente a como era ella!… A medida que su cuerpo perdía todo interés en la relación sexual, su mente trataba de seguir con ello, casi siempre como una especie de obligación poco clara, como un católico que pasa las cuentas del rosario distraído o que reza moviendo los labios con la mente en blanco. Leah había imaginado amantes que se veían a escondidas en aquel edificio maloliente y se acostaban en aquella cama estrecha, jadeando y agarrándose con fuerza. «Ay, amor mío, cómo te quiero…». Y entonces Germaine estuvo a punto de caerse al suelo y Leah salió del trance en el que estaba.

En ese momento también salió del trance y sacó de su mente todo pensamiento de Gideon y de aquella hermosa araña Amor (¿no había matado a Amor hacía mucho tiempo, y no había quedado reducida a una pulpa negra y gelatinosa que le cabría en el puño?), y volvió a la otra sala en la que Garnet, con manos temblorosas, estaba empezando a servir el té. Al ver a Leah, retrocedió unos pasos y con una sonrisa esperanzada en la cara delgada y bobalicona, le dijo:

—Señora Bellefleur… —dijo pestañeando—. ¿Le sirvo un poco de té?…

Leah se inclinó sobre la cuna y levantó a Cassandra con tanto cuidado que la niñita ni siquiera gorjeó. Un mechón de pelo grueso y castaño rojizo se le había soltado en la nuca.

—Creo que me gustaría llevarme a Cassandra a nuestra casa —dijo Leah—. Allí estaría mejor cuidada. Estaría más acompañada con otros niños.

Garnet la miró fijamente, muda de asombro. Lo único que la pobre mujer se atrevió a hacer fue doblarse el mandil con los dedos.

—He dicho —repitió Leah con el rostro enrojecido— que me gustaría llevarme a Cassandra. Al menos un tiempo. No te parece mal, ¿no?

—Leah… —dijo Della.

—Garnet, no te parece mal, ¿no?

Garnet se quedó muda, con la bandeja del té en las manos. Leah hizo verdaderos esfuerzos por no soltar una airada carcajada al ver a aquella mujercita escuálida.

—Estaría mucho mejor conmigo —dijo Leah—. Tú lo sabes.

Nadie habló. El fuego echó una llamarada y después se apagó. Puede que el tiro de la chimenea estuviese algo obturado porque la sala se estaba llenando de un humo que irritaba los ojos. Leah le canturreó a la niñita, que estaba feliz, pero Garnet, Della y Hiram quedaron callados. Y entonces Germaine empezó a parlotear y a decir algo de la recién nacida, «casa, casa, iban a ir a casa», y Leah echó una mirada rápida a Garnet (que seguía doblándose el mandil con sus dedos huesudos) y supo que había ganado. Lo que no la sorprendió.