El clavicordio de madera de cerezo y revestido de roble que Raphael mandó fabricar para sus esposa Violet, con sus teclas de nogal y ornamentos de marfil, oro y azabache, era un instrumento de asombrosa belleza que nadie (ni siquiera Yolande, que había recibido clases de piano varios años) podía tocar. Y no porque las teclas se quedaran pegadas, o no produjeran sonido alguno; tampoco era porque estuviese desafinado. Pero todo el que se sentaba delante de él percibía inevitablemente su vibrante hostilidad: no quería ser tocado, no quería hacer música. O quizá era que detestaba a los Bellefleur, sin más.
—Tendríamos que vender este armatoste, o regalarlo, o al menos ponerlo en otra parte de la casa —dijo Leah en una ocasión, cuando le dio por tocar todos los instrumentos musicales que encontraba en la mansión—. Suena muy mal. Suena muy contrariado.
Pero su suegra se limitó a cerrar el teclado y decir:
—Querida Leah, éste es el clavicordio de Violet. Demasiado hermoso para que salga de esta habitación.
Así era, y así permaneció.
Besos húmedos y pícaros flotando en el aire, estampados en los labios con firmeza, imprevisibles: como cuando Lamentaciones de Jeremías se estaba yendo a dormir en un colchón de plumas enrollado que Elvira le permitía usar (lo había echado de la cama e insistió en que durmiera en el suelo, le prohibió que fuera a otra habitación para que el resto de la familia no supiera que habían discutido); de modo que, asombrado y eufórico, creyó erróneamente que su esposa lo había perdonado y que lo estaba invitando de nuevo no sólo a su cálida cama sino también a su cálido abrazo; o como cuando Cornelia, que por entonces tenía treinta años, se encerró en la lúgubre biblioteca de Raphael con su hermanastro de Oneida, que era pastor presbiteriano, y extendió en el escritorio que tenía delante los garabatos que había escrito, generalmente a altas horas de la noche, acusando a los Bellefleur —esos desalmados con los que se había emparentado, con toda inocencia— de proferir toda clase de insultos indescriptibles y de una falta absoluta de gusto y de una grosería inconcebible: no fue uno sino muchos besos los que aplastaron y aspiraron juguetonamente todos los rincones de su rostro y hombros y pecho, tanto que a la pobre y alterada mujer le dio un ataque de histeria y se desmayó; y otra vez más cuando Vernon, caminando por el promontorio que había más arriba del lago en estado de trance, enfermo de amor, los brazos entrelazados por detrás de la espalda, cabizbajo, puso en práctica sus versos cantarines y apasionados «Oh, Lara, amor mío, Oh, Lara, alma mía, ¿cómo puedes deleitarte en brazos ajenos? ¿Cómo puedes rechazar el amor casto de mi espíritu?…», y se habría caído al lago que había quince metros más abajo de no ser porque aquellos besos, contrariados y sibilantes y punzantes como abejas (al principio el pobre Vernon creyó que eran abejas) lo despertaron.
Cuando tenía dieciséis años, el anillo de zafiro de Della, un regalo de cumpleaños de sus abuelos, desapareció de su dedo una noche y reapareció, días después, en el huevo de una gallina marrón que rompió la esposa de uno de los peones de la granja estando en su casa de madera, a las afueras de Noir Swamp. Y estaba el asunto de Whitenose, el caballo zaino del joven Noel (adquirido por éste en una caballeriza con todo el dinero que había ahorrado de sus cumpleaños y de las Navidades y que él mismo había domado, con gran valentía y obstinación) que veía criaturas invisibles de naturaleza amenazante —que lo asustaban y hasta se encabritaba a veces— con tal claridad que Noel no podía castigarlo; los ruidos susurrantes e inexplicables que se oían en ciertas habitaciones de la mansión, como si soplara el viento en unos maizales invisibles; el olor a pescado, hediondo e inamovible, del frontal bordado del altar francés del siglo quince que Raphael había adquirido en uno de sus escasos viajes a Europa y que consideraba —¿no había pagado por él una fortuna, en una subasta de Londres?— de una belleza exquisita; y por supuesto, estaba el tema (que fuera de la familia había inspirado todo tipo de burlas enérgicas y crueles en los periódicos de la oposición de todo el estado) de los votantes «fantasma» de ciertas zonas de los condados de Nautauga, Edén, Clawson, Calla y Juniper que se presentaron en tropel para vencer (por escaso margen) a Raphael Bellefleur en su tercer y último intento de ocupar un cargo político…
Jedediah, muchos años atrás, estaba tan atormentado por los espíritus de la montaña (y los espíritus de la montaña son los más caprichosos) que pronto se acostumbró a su presencia y les hablaba con la inquietud entre impaciente y cariñosa con que se les puede hablar a los niños pesados; pero seguía siendo propenso a tener sueños vívidos, alarmantes y de lo más convincentes, en los que se acostaba de modo pecaminoso con la joven esposa de su hermano, lo que le provocaba infinita angustia (una angustia que iba a sentir hasta bien cumplidos los ciento un años). Y la esposa de Louis, Germaine, a muchos kilómetros de distancia, en Bushkill’s Ferry, también era propensa a tener sueños molestos y peliagudos que involucraban vagamente a su cuñado (a quien llevaba muchos años sin ver y casi ya ni recordaba) y que una noche hicieron que gritara, con toda imprudencia, «¡Jedediah!», por lo que Louis se despertó y zarandeó a la pobre mujer hasta que sus ojos amenazaron con salirse de las órbitas. Félix, es decir, Lamentaciones de Jeremías, se quejó toda su vida de que a él lo atormentaban más las cosas «reales» que los espíritus, y que sólo él, entre todos los Bellefleur, había sido elegido para experimentar la derrota más absoluta: tras el baño de sangre del canibalismo de los zorros, dijo que la misma noche anterior al episodio tuvo casi la certeza de que iba a ocurrir algo terrible, de que él y su socio iban a perder todo lo que habían invertido en las despiadadas criaturas, pero (tal era la apatía de Jeremías) sólo había sentido resignación… ¿Qué se podía hacer para truncar la fatalidad que había comenzado hacía tantos años, cuando su propio padre lo había, si no repudiado, dejado sin bautizar? «Habláis de objetos embrujados», había dicho Jeremías con amargura, «pero ¿qué me decís de aquellos que, como yo, sabemos que somos objetos embrujados…, objetos embrujados con forma humana?».
Y estaba Yolande, que al parecer se presentaba simultáneamente en el sueño de varios Bellefleur adormecidos: Garth y Raphael y Vida y Christabel y Vernon y Noel y Cornelia y Gideon y Leah y Germaine (eso creían, pues se despertaba balbuceando un nombre parecido a Yolande) y, por supuesto, Ewan y Lily. Yolande con un vestido largo y oscuro de mangas sueltas, una especie de túnica, los brazos a los costados, la cabeza hacia atrás, dejando que sus hermosos cabellos trigueños le cayeran por la espalda, apenada, pero no arrepentida, de ningún modo arrepentida, de modo que su padre, a la mañana siguiente, dio un tremendo puñetazo en la mesa y rompió un vaso.
—¡Se ha escapado con un hombre, lo sé! ¡Sólo para mortificarme! ¡Es evidente que está viva!
Gotitas de sangre en la leche de los niños y en el cuenco de crema, días después de talar el cedro del Líbano con sierras de dientes articulados durante el transcurso de una tarde estridente (aunque el árbol tenía más de cien años y era de lo más atrayente y, como no podía ser menos, tenía mucho valor sentimental para los mayores de la familia, el paisajista de Vanderpoel que había contratado Leah insistió en que había que talarlo porque ocupaba mucho espacio en el jardín y, de todos modos, había que apuntalarlo con tablones poco vistosos) y una sensación de inquietud en toda la casa, como si el espíritu del árbol gigantesco, enloquecido por el dolor, anduviera suelto: un episodio muy desagradable que en realidad no terminó hasta varias semanas después, cuando la tormenta de noviembre se llevó el espíritu. Pero no puede decirse que fuera una bendición, pues la tormenta iba a dejarles un problema más grave.
Y había, como es natural, muchas otras cosas molestas, más o menos misteriosas. Armarios y bañeras y espejos y cajones embrujados, e incluso un rincón del tocador de Aveline, y el tambor hecho con la piel de Raphael, siempre cubierto de polvo, que a veces hacía leves ruiditos, como si unos dedos invisibles lo golpearan sin descanso, y la sombrilla de seda de color lavanda, ya muy desvaída y deshilachada, que había pertenecido a Violet, según decían, que rodaba por el suelo espontáneamente, como si le hubieran dado una patada de mala gana… Pero ¿hasta qué punto había que tomárselo en serio? A fin de cuentas, como solía decir Hiram con su sonrisa escéptica y desconcertada, estos espíritus absurdos se aprovechan de nuestra credulidad. «Si dejáramos de creer en ellos, si, todos juntos, unidos por una vez, si toda la familia dejara de creer… ¡No tendrían ningún poder!».