En movimiento

En aquella torre de granito de tres metros y medio de altura, en el tercer piso que daba al jardín (donde aquel otoño había ruido por el ajetreo de los obreros) Bromwell charlaba distraídamente con su hermanita pequeña, sin dar muestras del extraño y casi doloroso entusiasmo que sentía cuando ella imitaba, con tanta avidez, con tantas ganas, sus palabras y hasta sus gestos (como si, a sus dieciocho meses, ya estuviera sedienta de conocimientos —de sus conocimientos— y esa misma sed estimulara la suya propia); y muchos años después, cuando se levantó de su asiento, apretándose instintivamente las gafas de montura de alambre y ligeramente dobladas contra el caballete de la nariz, oyendo enumerar, con un acento inglés muy marcado y curioso, las dimensiones de sus «prodigiosos» logros (un adjetivo utilizado por la prensa popular que Bromwell habría despreciado de haberlo conocido) en el nuevo campo de la astronomía molecular, volvió a ver, volvió a oír, por una milésima de un maravilloso segundo, el cielo nocturno y frío como la hoja de un cuchillo sobre la mansión Bellefleur y su propia voz aguda e inconexa. Casiopea, Can Mayor, Andrómeda. Y ahí está Sirio. (Y la pequeña repetía, casi a la perfección, «Sirio»). Pero sólo en nuestro idioma, Germaine. Y en nuestra galaxia. Y sólo desde esta posición en nuestra galaxia. ¿Lo entiendes? ¿Sí? ¿No? Claro que no lo entiendes, porque nadie lo entiende. Y aquí la Osa Mayor («Osa Mayor», decía la niña, tratando de atrapar el aire con las manitas y los ojos).

En aquella torre rudimentaria que se alzaba sobre el jardín (cuyas estatuas manchadas y deterioradas estaban siendo transportadas y apiladas en la parte trasera de un camión, al fin —eran un dolor de ojos, exclamó Leah, un auténtico cementerio—) Bromwell, sorprendentemente, «observaba» a su hermana; y competía con Christabel por la oportunidad de hacerlo.

—Pero si no se divierten, no juega con ella, jamás la saca al jardín —decía Christabel contrariada—, está siempre con ese maldito telescopio, y sus esqueletos y sus mariposas y esas tonterías que saca de los libros. ¿Quieres saber cómo huele ahí arriba? ¿Por qué no vas y lo compruebas tú misma?

Leah, como es natural, no tenía tiempo para tales menesteres. Y desde que Jasper y Louis entraron en el laboratorio de Bromwell clandestinamente y soltaron ratas almizcleras, palomas huilotas, saltamontes, ranas y serpientes jarreteras que guardaba él con fines experimentales (su antiguo laboratorio del segundo piso, es decir, años atrás), Bromwell se aseguró, gracias a un elaborado sistema de candados, cerrojos, palancas y un «ojo» secreto en la puerta de roble y acero, que nadie podía entrar sin permiso, fuera para destrozar o simplemente para investigar lo que había.

—Tu hijo está cada día más excéntrico —dijo la tía Aveline a su hermano Gideon, con quien estuvo muy encariñada en tiempos—. ¿Es que no os importa, ni a ti ni a Leah, que se aísle de todo el mundo, que haga experimentos con animales vivos, que mezcle sustancias químicas y que se pase la noche en vela mirando por ese microscopio?

Gideon, que ya no se relacionaba con casi nadie de la familia, salvo con su hermano Ewan, se encogió de hombros al pasar y dijo:

—Telescopio. No microscopio. Maldita analfabeta.

Aunque Bromwell se sentía incómodo en presencia de otros niños, con Germaine hablaba amigablemente, a pesar de la diferencia de edad, o quizá por ello. Le gustaba llevarla al tercer piso, a la torre del ala noroeste que había impermeabilizado, con ayuda de un sirviente, utilizando unos revestimientos de amianto que habían visto amontonados de cualquier forma en uno de los graneros; le gustaba verla caminar con sus andares rápidos y vacilantes, enfrascada en sus pensamientos, los brazos gorditos extendidos como una sonámbula, con ese brillo en los ojos que denotaba un anhelo voraz y peculiar, como si supiera (como Bromwell sabía) que el universo visible estaba lleno de maravillas sumamente vigorizantes para el alma…, siempre que uno estuviera dispuesto a abrir el alma, sin oponer resistencia.

El misterio del mundo, dijo uno de los primeros profesores de Bromwell, es su comprensibilidad.

De modo que Bromwell estaba siempre entretenido, bosquejando a lápiz las trayectorias de ciertos planetas y cometas y estrellas fugaces; escribiendo anotaciones con su manita delgada, pulcra, rigurosa; describiendo órbitas flageliformes que cruzaban y volvían a cruzar el conocido sistema solar a capricho. (De las cuales Bromwell aprendió, con el lento correr de los años, a ser audaz y también humilde). Aunque Germaine era poco más que un bebé, y desde luego demasiado pequeña para entender nada, su sola presencia le subía el ánimo, así como sus ávidos oídos, de modo que Bromwell decía en alto todo lo que se le ocurría. ¡Cómo podían los demás contentarse tan sólo con lo que veían sus ojos, sin ampliar! ¡Cómo podían vivir de un modo tan rudimentario! Sin preguntarse jamás las cuestiones más obvias: «¿Están contenidos en el cielo el pasado y el futuro? ¿Hay un “momento único” en todas las galaxias? ¿Se podrá algún día medir a Dios (cuando se inventen los instrumentos adecuados)? ¿Por qué Dios se deleita con el movimiento? ¿Está contenido Dios no sólo en el universo tal como existe en este momento, sino también en su estado pasado y futuro?…». Sin preguntarse nunca: «¿Dónde termina el universo? ¿Cuándo comenzó? Si es una isla, ¿qué lo rodea? Si comenzó hace veinte mil millones de años, ¿qué hubo con anterioridad? ¿Está muerto o está vivo? ¿Está vivo y se mueve por impulso, encajan entre sí sus componentes y puedo contenerlos a todos en la mente?…».

Una mota de polvo dividida en partes infinitesimales que a la luz del sol revelaban, ante los ojos estupefactos de Bromwell, toda una galaxia en miniatura, como facetas de diamante. Podía ser el ojo reluciente de una mosca, amplificado innumerables veces; o el mismo sol, reducido. En tales ocasiones comenzaba a respirar rápida y superficialmente, y su cuerpo frágil comenzaba a temblar. (Durante la infancia, Bromwell era propenso a sufrir accesos de temblor, aunque el clima fuera templado. Vuestro hijo es demasiado nervioso, demasiado excitable, le decían algunos miembros de la familia a Leah y a Gideon, con tono de desaprobación; no parece un niño muy normal, ¿no?). Con tres años recién cumplidos ya vieron claramente que sus ojos eran débiles y que necesitaba gafas, para vergüenza de sus padres. (Porque ellos, cómo no, tenían la vista perfecta. Los ojos de ellos eran preciosos y nunca necesitarían lentes de corrección). Un invierno, él y su primo Raphael, algo mayor, se pasaron un resfriado del uno al otro sin descanso, como cachorros de una misma camada, con la consiguiente preocupación para sus madres (¿y si de pronto uno de ellos, en esos días previos a los trineos a motor y helicópteros, cuando el castillo quedaba aislado por la nieve un mes o más todos los inviernos, sufría una pulmonía?). Los dos tenían aspecto de niños destinados a morir jóvenes, sin quejas. Gideon decía con aspereza que su hijo los enterraría a todos, que no había necesidad de que se preocuparan tanto.

—Lo único que quiere son respuestas a sus preguntas —dijo Gideon—. Si le das respuestas no necesita medicina.

Pero no había un solo Bellefleur, por desgracia, ni siquiera el primo Vernon, que pudiera dar a Bromwell las respuestas que él buscaba.

(En secreto, metido en su torre, puliendo con esmero las lentes de su telescopio mientras hablaba con Germaine, Bromwell desplazaba a la periferia de su pensamiento el tema de la familia. El tema de los Bellefleur. La imaginación se le extinguía, así de simple, su boca pequeña y remilgada formaba una mueca de ironía. Familia y sangre y sentimiento familiar y orgullo. Y responsabilidad, y obligaciones, y honor. También historia. La historia de los Bellefleur. Los Bellefleur del Nuevo Mundo, que se asentaron, como sabrás, en la década de 1770, cuando tu tatarabuelo Jean-Pierre llegó al norte del estado… ¡Qué impaciente se ponía Bromwell con toda esa palabrería, ya de niño! Se estremecía de vergüenza oyendo a su abuelo Noel rememorar el pasado en estado etílico, oyendo a su bisabuela Elvira recordar las fiestas navideñas, las carreras de trineos tirados por caballos en el lago Noir, las bodas —momento en que invariablemente ocurrían acontecimientos memorables— entre personas fallecidas hacía ya mucho tiempo, de quien nadie sabía nada, que a nadie importaban. Pero lo más vergonzoso era oír los estridentes reproches de su madre: Bellefleur esto, Bellefleur aquello, ¿dónde está tu ambición, dónde está tu sentido de lealtad, dónde está tu orgullo? En cierta ocasión, Bromwell se inquietó tanto en su presencia que Leah lo sujetó por los hombros de la chaqueta y los zarandeó un poco, pero él se zafó, con la astucia y la habilidad de un gato, se escabulló de la chaqueta y se alejó a todo correr dejando a Leah con una chaqueta incorpórea en las manos…

—¡Bromwell! ¡Qué haces! ¡En qué estás pensando! —gritó, perpleja—. ¿Cómo te atreves a desobedecerme?).

Aquella vergüenza se fue tiñendo de desprecio y el desprecio de melancolía profunda y apática, pues no podía librarse de los Bellefleur sin librarse de la historia misma; por lo tanto, podía pertenecer a un mundo, pero nunca podría pertenecer a una nación. Y, además, Bellefleur era pasión: pasiones de todo tipo. No le hacía falta espiar a sus padres para comprender la naturaleza del vínculo que los unía. (¿No observaba, acaso, con bastante frecuencia, en la naturaleza, tales «vínculos»: hembra y macho apareándose y apareándose y vuelta a aparearse, los cuerpos entrelazados mecánicamente y con esfuerzo, por lo general uno montado sobre el otro? ¿No oía acaso, con excesiva frecuencia, anécdotas obscenas de caballos sementales, toros, cerdos, gallos? Una vez se quedó curiosamente perturbado con las sonoras carcajadas de los hombres al oír que un carnero Steadman se coló en un redil que albergaba un rebaño de ovejas y preñó, en cinco o seis horas, a más de cien… Si para los otros niños el sexo era un tema fascinante, para Bromwell era un asunto cuanto menos espeluznante que él abordaba como abordaba todo lo demás, con meticulosidad y frialdad, con la ayuda de libros adquiridos por correo. ¿Qué era el sexo? ¿Qué eran los sexos? ¿Qué significaba «atracción sexual»? Leyó que había ciertas criaturas —una especie de chirlas, que ni sabía lo que eran— que comenzaban la vida como machos y después se volvían hembras para aparearse; se asombró con otras criaturas que tenían la capacidad de cambiar de sexo en cuestión de minutos, de macho a hembra y de nuevo a macho, también para aparear; y había hermafroditas que, al poseer órganos femeninos y masculinos, podían aparear en todo momento…, y en algunos casos continuamente, mientras viviera el organismo. Había una criatura microscópica que vivía en la sangre humana cuya hembra estaba encerrada en el macho, en perpetua copulación: si la naturaleza no opusiera resistencia, aquella cosa extraordinaria —era un trematodo— poblaría el mundo. Las excentricidades sexuales de las ostras y las liebres de mar y los peces en general no eran tan excéntricas, tampoco era inquietante que se «desperdiciara» tanto esperma —más de cien millones de espermatozoides en la eyaculación del macho humano, cincuenta veces más que en la del semental, ¡ochenta y cinco mil millones en una sola eyaculación del cerdo!—, pues cada uno de ellos, evidentemente, deseaba poblar el mundo con su propia especie. Cuando Bromwell se topó con su tío Ewan agitándose y estremeciéndose y jadeando con una de las lavanderas en un cuarto clausurado de los de abajo, o cuando vio por casualidad, a través del telescopio, a su propio padre rodeando la cabeza de una joven con la mano y acercándola con energía a su rostro de poros grandes —en lo alto de una colina sobre el lago, a un kilómetro y medio de distancia—, o cuando sus primos le enseñaron el hueso perforado del pene de un mapache —habían atrapado a la criatura cerca del riachuelo y lo habían castrado— y le preguntaron si tenía algún libro que explicara aquella cosa tan rara —¿o era normal, en los mapaches?—, Bromwell volvió a corroborar para sus adentros que los detalles del sexo no tenían importancia. ¿No era acaso la vida en este planeta una corriente metabólica, imparable, un fluido, una energía indefinible que fluía con violencia atravesándolo todo, desde los gusanos de mar hasta los sementales y hasta Gideon Bellefleur? Y entonces, ¿por qué había que tomar el nombre de Bellefleur como centro de la naturaleza? Él prefería claramente las estrellas).

«Empecé escondiéndome en la naturaleza», escribiría Bromwell en sus memorias, décadas después, «pero la naturaleza es un río que te lleva con celeridad… Pronto tu mundo está en todas partes y no hay necesidad de esconderse, ni siquiera recuerdas de qué huías».

Entre todos los Bellefleur, la única que lo intrigaba era su hermanita pequeña.

Leah le había prohibido que experimentara con Germaine, pero en privado hacía exactamente lo que se le antojaba. La examinaba exhaustivamente, observando (aunque no hallaba ninguna teoría que lo explicara) el curioso tejido cicatrizado en la parte superior del abdomen, un óvalo irregular de unos siete centímetros de diámetro; le revisó la vista (y descubrió con alivio y un poco de tristeza que era mucho, mucho mejor que la suya); le revisó el oído, la pesó, hizo diagramas a lápiz de sus manos y pies, llevaba un meticuloso registro de su crecimiento (al parecer supo de antemano que iba a ser prodigioso, a diferencia del suyo); hablaba con ella como si hablara con un adulto inteligente, pronunciando las palabras con esmero, dándole tiempo para que las repitiera, «luna, sol, estrella, constelación, Casiopea, Can Mayor, Andrómeda, Sirio, Osa Mayor, Vía Láctea, galaxia, universo, Dios…».

—Tú sí que aprendes rápido —dijo con satisfacción—. No como ellos.

Se consagraba metódicamente a sus experimentos y siempre lo acompañaba un cierto aire de veneración —un niño que parecía tener, al menos de lejos, unos diez años, tal vez bajo para su edad, con una bata blanca de laboratorio que le llegaba a las rodillas, el pelo corto y afeitado en la nuca, las gafas gruesas perfectamente encajadas en la nariz, como si hubiera nacido con ellas—, aun cuando lo que hacía era ilícito y habría indignado a su madre. Tenía prohibido diseccionar animales, pero seguía diseccionándolos, aunque su interés por la biología disminuía a medida que aumentaba su interés por las estrellas; tenía prohibido experimentar con lo que él llamaba los «poderes» de su hermana, pero experimentaba y a veces dejaba que entrara la pequeña Goldie a su torre, como control de referencia, (para Bromwell representaba la «inteligencia media»); otras veces dejaba a entrar a Christabel, que crecía a marchas forzadas y era un poco marimacho (muy sumisa y dócil desde hacía varias semanas, tras el curioso e inexplicado incidente del incendio del granero, junto al riachuelo Mink, pero de natural inquieta e impaciente, y dada a burlarse de su hermano mellizo en cuanto éste abandonaba, aunque fuera por un segundo, el poder natural que su inteligencia superior le concedía: pero Bromwell la necesitaba porque ella representaba la inteligencia «ligeramente por encima de la media»), ya que había nacido de los mismos padres que Germaine y supuestamente compartía sus inclinaciones genéticas. Supervisaba la partida de cartas que jugaban las tres, aunque a Christabel y a la pequeña Goldie les parecía ridículo estar jugando ¡con un bebé! y observaba cuántas veces ganaba Germaine, o habría ganado de haber sabido jugar mejor las cartas que recibía. Le decía a la pequeña Goldie que se sentara en un extremo de la habitación y mirara sin pestañear las ilustraciones a todo color de su libro Elementos de biología y después le preguntaba a Germaine, con paciencia, qué «había visto» ella de lo que veía la pequeña Goldie; o le pedía a la pequeña Goldie que corriera a algún lado y mirara fijamente algún objeto más bien grande (un depósito de agua, un árbol, uno de los coches nuevos) mientras Germaine, en la torre, se crispaba y lloriqueaba (y muchas veces manchaba el pañal) y trataba de decir lo que veía la pequeña Goldie. Agitaba los puños, la barbilla se le mojaba de baba, tartamudeaba, se retorcía y hasta hacía vibrar el suelo de la habitación de tan intensa emoción, y la mayor parte de las veces (según los cálculos de Bromwell, el ochenta y siete por ciento) «veía» ciertamente lo que la otra chica veía. Cuando una mañana Germaine señaló muy excitada un vaso que estaba en el alféizar de la ventana no más de cinco segundos antes de que el viento lo tirara y se quedara hecho añicos en el suelo, Bromwell le dijo que tirara de ese mismo alféizar, utilizando sus «poderes» otro vaso parecido. Y habría dejado ahí a la pobre niña horas enteras (pues él sí que tenía la paciencia inagotable de un adulto para quien el tiempo carece de valor, a menos que sea un valor proporcional a lo que puede revelar, por exigua que sea la valiosa verdad que puede destapar) de no ser porque, tras la primera hora, la niña hizo una regresión y comenzó a gritar y a agitarse con tal furia que Bromwell temió que desencadenara una avalancha de familiares subiendo por sus escaleras y forzando los candados de su torre privada. Y entonces le arrebatarían a Germaine, a quien necesitaba, de quien era tan curiosamente dependiente, para siempre… Y, por supuesto, se ganaría una buena tunda de azotes por parte de su padre o de su madre.

—¡No llores! Ya está. Ya está —murmuró, avergonzado.

Una de sus teorías era que si le presentaba a Germaine un laberinto de posibilidades, leyéndole nombres de aldeas y pueblos y ciudades y ríos y montañas, quizá incluso moviéndole la mano sobre un gran mapa extendido en el suelo, o vendándole los ojos, tal vez descubriría el paradero de su prima Yolande (que ya llevaba varias semanas desaparecida)… Y eso sí que sería un buen golpe, entonces sí que su familia lo tomaría en serio, tras el fracaso de numerosas expediciones de búsqueda y de los detectives privados contratados por la familia. Pero ante la sola mención del nombre Yolande, Germaine se alteraba y no quería cooperar.

—Quizá deberías limitar tus experimentos a los ratones y los pájaros —dijo Christabel, mirando el desorden de la torre con las manos en las caderas—. Cómo pudiste rajar a ese pobre cachorro…, me acuerdo perfectamente del cachorrito… Podrías dejar que me lleve a Germaine abajo. Seguro que prefiere jugar conmigo, ¿a que sí, Germaine?

—Ese cachorro nació muerto —respondió Bromwell con calma—. Era el más pequeño de la camada, nació muerto, lo habrían enterrado sin más, yo no le hice ningún daño, no le causé la muerte…

—Pero podías haberlo enterrado, no tenías por qué empezar a hurgar en su pobre pechito —dijo Christabel—. ¡Vamos, Germaine, tesoro! Hay demasiado en el jardín, lo están arrasando, a lo mejor podemos ir hasta el lago… ¿O quieres quedarte con él? ¿No te está fastidiando?

Germaine alzó la mirada para verla, enmudecida.

Christabel ya le pasaba una cabeza a Bromwell y era mucho más fuerte y corpulenta. Tenía el rostro bronceado, de pómulos pronunciados; el pecho empezaba desarrollarse, las piernas se le estaban alargando. Cuando entraba en la torre lo hacía con un buen humor despreocupado, frívolo y descuidado que exasperaba a su hermano.

—¡Ah! ¡O sea que quieres quedarte con él! Pero ¿qué…, qué… —hizo un gesto descuidado y al hacerlo tiró el mapa de cartón del sistema solar que Bromwell había extendido. Bromwell se agachó para recogerlo—…, de qué le sirve todo esto?

Podría haber, se preguntaba Bromwell en alto, hundiendo su mirada fija en los ojos de su hermanita pequeña, ahogándose en esa mirada verde leonada e insondable, un universo simultáneo a este universo que impulsara un mundo como el nuestro en su órbita, ahora en el afelio, ahora en el perihelio, y de vuelta al afelio, siglo tras siglo, un mundo a la sombra, una imagen especular del nuestro, en el que, incluso en este momento, yo estuviera de pie con las manos entre las rodillas, inclinándome para hablar con quien dicen que es mi hermana, mirándole a los ojos, preguntándome en alto… ¿Podría haber, allí afuera, la réplica exacta de todo lo que tenemos aquí y nunca veríamos sin la realidad de ese otro universo, el dorso de plomo de nuestro espejo?… Pero en tal caso, ¿por qué iba a haber sólo un universo simultáneo a éste? ¿Por qué no una docena, trescientos, varios millares, varios miles de millares? Nacidos a raíz de una terrible explosión y ahora alejándose unos de otros por el espacio, cada vez más rápido, todos ellos idénticos a los otros; unidos por la identidad del material (polvo, arena, cristales, compuestos orgánicos de todo tipo) y por la «vida» misma… ¿Y no habrá, dada la identidad de estos mundos innumerables, un modo de pasar de uno a otro?…

Germaine le sostenía la mirada. No contestó con ninguna afirmación, tampoco con reproches.

Bromwell se despertó de su leve trance al oír una sonora bocina cercana. Ruido Bellefleur, «emergencias» Bellefleur: no pasaba un día sin la excitación de algún peón accidentado, o buenas noticias de Leah (al regresar de alguno de sus viajes), o una pelea entre los niños, o la visita de amigos o socios comerciales o parientes; o quizá no era más que la bocina del nuevo Stutz-Bearcat que alguien había tocado por el mero placer de meter ruido.

—Bueno —suspiró Bromwell—. Nuestro universo nació con una explosión de violencia inconmensurable…, por lo tanto es natural que la especie humana descanse, por así decirlo, en violencia… o sea, «en movimiento».