La fiesta de cumpleaños

El día que Yolande se escapó de casa, para no volver jamás —para no volver jamás a la mansión Bellefleur— era también el día en que Germaine cumplía su primer año de vida.

Pero ¿había alguna conexión entre los dos acontecimientos?…

Aquel día cálido y seco de agosto, con un sol implacable, sin que soplara la menor brisa en el lago Noir, ni en las montañas, habría una gran fiesta de cumpleaños por la tarde. En un arranque de entusiasmo, Leah había invitado a todos los niños pequeños de la zona, y a sus madres: a todos los niños de buena familia, esto es. (Y había invitado a los Renaud, a quienes ya casi no veía, y a los Steadman y a los Burnside, y hasta escribió una invitación para los Fuhr, pero cuando la releyó le pareció demasiado obsecuente y humillante, de modo que la desechó). En su afán por conseguir apoyo político y económico para la familia, Leah había descuidado a la gente más cercana; ni siquiera había pensado en ellos los últimos meses. «Nos agradaría mucho vuestra compañía en la celebración del primer año de nuestra querida Germaine», escribió con alegría.

A la hora de la merienda habría una inmensa tarta de chocolate con un glaseado de color rosa y la frase «el primer año de Germaine» escrita con letras de vainilla cremosa, y una mesa entera y un banco de piedra llenos de regalos en la parte trasera de la terraza; habría sombreros de papel, matasuegras y regalos sorpresa para los niños más pequeños, y champán para los demás, y hasta música en vivo (Vernon iba a tocar la flauta, y Yolande y Vida iban a bailar disfrazadas con vestidos largos y velos y boas de plumas que habían sacado de uno de los baúles del ático); y Jasper iba a hacer una demostración de los trucos que le había enseñado a su joven setter irlandés durante el verano… «¡Va a ser una velada inolvidable y esperamos contar con vosotros!».

Pero Yolande y Christabel habían planeado una fiesta más pequeña en uno de los lugares secretos de los niños a orillas del riachuelo Mink (los niños Bellefleur de todas las generaciones siempre tenían lugares «secretos» en pasillos, en rincones recónditos y recovecos y armarios y escondrijos, en pajares, bajo los tablones del suelo de graneros abandonados, detrás de los árboles perennes, detrás de las rocas, en las ramas altas de los árboles, en los tejados, en túneles de hielo —en invierno—, en torres de la mansión atestadas de esqueletos de pájaros, murciélagos y ratones, en el antiguo «baño romano» que los adultos creían debidamente clausurado); le habían insistido a Edna para que les dejara hornear y glasear unas magdalenas, robaron de la despensa media docena de melocotones maduros, cerezas negras y dulces, y casi medio kilo de bombones de licor de Holanda. Yolande se metió en el bolsillo unas velas rosas para las magdalenas y una caja de cerillas de la cocina de Edna. ¡Lo iban a pasar en grande, sin adultos —sin Leah— pululando por ahí!

De modo que a media mañana llevaron a Germaine a jugar al jardín como de costumbre, pero en seguida se escabulleron por la puerta trasera, agarrando a Germaine de la mano. Irían hasta el riachuelo Mink acelerando el paso, a una caleta muy bonita que estaba cerca del lago, donde desembocaba el riachuelo; y allí se sentarían en unos troncos de pino, a la sombra de las ramas bajas de un sauce, y tendrían su propia fiesta privada de cumpleaños, y nadie lo sabría. (A la altura del muelle de los Bellefleur estaban los chicos armando alboroto —Garth, Albert, Jasper y Louis, y un primo de Derby que estaba de visita, Dave Cinquefoil— y tirándose al agua desde el muelle, pero no las veían; y Leah, Lily, Aveline y la abuela Cornelia estaban con la modista y su ayudante de Nautauga Falls probándose la ropa nueva de otoño, por lo que estarían ocupadas toda la mañana).

—Hoy es un día especial, Germaine —dijo Yolande, agachándose para darle un beso a la niña—. Es tu primer cumpleaños y nunca más volverá… ¿Sabes que hace un año ni siquiera habías nacido? Y cuando naciste no eras más que un bebé, un bebé pequeño e indefenso. ¡Eras muy distinta!

Germaine había crecido y ahora era una niña robusta, grande para su edad —muy bonita— con rizos de color castaño rojizo, naricilla respingona y unos ojos asombrosos entre pardos y verdosos, cuya fabulosa luminosidad variaba: a la luz de las velas de la alcoba de Leah resplandecían con una intensidad inquietante, pero a la luz del sol matinal no parecían más llamativos que los ojos de Yolande o de Christabel (Yolande y Christabel también eran sumamente atractivas). Germaine era todavía un bebé y, sin embargo, era más que un bebé. Por momentos, y de modo imprevisible, era precoz: sabía muchas palabras, pero no siempre las decía. Pero en cuestión de segundos podía ser una niña tremenda, lloriqueando, berreando, pataleando y revolcándose por el suelo. Todos advertían que se portaba muy bien cuando Leah no estaba, pero nadie se atrevía a decírselo a Leah. Yolande opinaba que si ella fuera la madre de Germaine, la niña saldría ganando.

—Tu madre está siempre preocupándose por Germaine, o besándola y abrazándola y hablándole, hablándole en esa especie de balbuceo íntimo, no hace más que mirarla todo el tiempo. ¡Yo me volvería loca! —le dijo Yolande a Christabel.

—A mí no me mira nunca —dijo Christabel con timidez.

Germaine también era dada a experimentar curiosos y prolongados momentos de «sabiduría». La mirada se le profundizaba, pero parecía ausente, y su rostro de bebé adoptaba una expresión impasible. En tales ocasiones sus labios fruncidos adquirían esa tozudez característica de los Bellefleur y no respondía a los besos, a las preguntas, a los pellizcos afectuosos, ni siquiera a los cachetes. Perturbaba a los sirvientes acercándose a ellos por detrás con mucho sigilo. Molestaba a uno de los perros mirándolo fijamente a los ojos. A veces dejaba de jugar y se sentaba en la silla blanca de hierro forjado que había en el jardín, casi siempre ocupada por Leah, y a continuación apoyaba el codo en la mesa y la barbilla en la mano, con un aire sereno y triste, y una melancolía prematura en el rostro. Una mañana, en la habitación de los niños, Irene se quedó de una pieza cuando la oyó decir excitadísima «Pájaro…, pájaro…, pájaro…» mientras señalaba la ventana. En menos de cinco segundos apareció un pajarito —probablemente una curruca— que se estrelló contra el cristal y cayó, con el cuello roto, sobre los arbustos. En cierta ocasión Garth enganchó el viejo carro de los ponis al último pony que quedaba en la finca, un shetland manso y bastante vago con manchas marrones, y se quedó contemplando a Germaine y a la pequeña Goldie subidas al carro y gritando de emoción mientras recorrían la pista cubierta de maleza; Garth aseguró que Germaine se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos con todas sus fuerzas unos segundos antes de que el pony pisara una piedra que salió volando y fue a parar al eje del carro, que a punto estuvo de volcar… (La víspera de su cumpleaños Germaine no quería acostarse y se portó muy mal a la hora del baño. Leah, roja de ira, tuvo que zarandearla y gritar, ¡no, basta, te estás portando mal a propósito, eres una descarada, sabes muy bien cómo debes comportarte y esto no lo voy a tolerar! Dicho lo cual, la metió a la fuerza en la cama, aunque todavía pataleaba. La niña se revolcó, tiró la almohada, gritó a pleno pulmón, contenía la respiración y después se ahogaba y escupía; le dio un berrinche mayúsculo echada en la cuna mientras Leah la miraba, mordiéndose el labio, pero sin la menor intención de interferir —no iba a consentir que la manipulara— hasta que al fin, tras un lapso interminable, Germaine se cansó y los gritos se convirtieron en sollozos, y los sollozos en jadeos débiles e irritados y de pronto cerró los ojos y se durmió. Pero no había pasado ni una hora cuando se volvió a despertar con unos alaridos aún más fuertes, y cuando Leah corrió a su lado la encontró sentada en la cuna, la piel húmeda, el pijama empapado en sudor, balbuceando algo sobre un incendio. La niña se aferró a Leah y la miró fijamente con unos ojos enormes y llenos de espanto, sin dejar de farfullar sobre aquel incendio con la voz tan aterrada que a Leah casi le da un infarto. Consoló a la pequeña, le cambió la ropa y se la llevó a la cama grande, con ella —porque Gideon estaba de viaje aquella noche, aunque esperaba poder regresar para la merienda del día siguiente—. Cuando Germaine se quedó dormida Leah se puso una bata y deambuló por la mansión, demasiado asustada para dormir, convencida de que podría haber un incendio; hubo unos cuantos en el pasado, y si Germaine había olido a humo, o de algún modo había visto el incendio, o lo había presagiado… Pero como es lógico no sucedió nada. Y cuando Leah regresó a la cama a las cuatro de la mañana halló a su hija sumida en un sueño plácido y profundo, como cualquier niño de un año).

Las chicas no llevaban más de media hora en su caleta secreta cuando se les unieron dos gatitos gemelos y anaranjados que tenían unas siete semanas de vida, pero el cuerpo muy largo. Llegaron maullando entre la hierba y fueron recibidos con gritos de alegría: los acariciaron, los abrazaron, los besaron, les dieron miguitas de magdalena y les dejaron subirse al cuello de Yolande como si amamantaran, con todos los movimientos frenéticos que eso conlleva. («¡Ay, qué cosquillas! ¡Son una monada! ¡Mira cómo mueven las patitas y cierran los ojos y ronronean, como si estuvieran mamando de verdad!», exclamó) hasta que al fin se durmieron sobre el regazo de Yolande y Christabel.

Fue entonces cuando apareció el chico.

No, primero les tiró una piedra, una piedra grande que cayó en el riachuelo a pocos metros de donde estaba Christabel.

Las chicas gritaron y luego Yolande exclamó:

—¡Maldito seas, vete al infierno! —dijo creyendo que era uno de los niños de su familia.

Pero no lo conocían: era un chico con pantalón de peto y gorra de tela que no dejó de sonreír —una sonrisa burlona de idiota— mientras venía chapoteando por el arroyo, pisando el suelo con fuerza exagerada.

Saltó hasta la orilla y cogió uno de los gatitos. Apretándolo contra el pecho lo acarició con brusquedad, frunció los labios y dijo:

—Gatito, gatito lindo, gatito-gatito-gatito —con voz aguda, imitando la de Yolande.

—¡Deja a ese gatito ahora mismo! ¡Es nuestro! —dijo Yolande.

El chico no le hizo el menor caso. Tenía una expresión laxa y autosuficiente, como si estuviera solo.

—No lo asustes —dijo Yolande con debilidad.

Christabel se había acercado más a la orilla, despacio, cubriéndose el cuerpo con los brazos; Germaine estaba sentada en la hierba y tenía un melocotón a medio comer chorreándole en la mano. Yolande se puso de pie con lentitud, la mirada fija en el chico. Estaba muy asustada. Pero también indignada.

—No tienes ningún derecho a estar aquí —susurró.

El chico la miró por primera vez. Tenía ojos pequeños, marrones como el lodo, húmedos. En la frente unas arrugas prematuras que se le marcaban más al fingir preocupación.

—Tú sí que no tienes ningún derecho a estar aquí —respondió.

Se llevó la mano a la gorra para ajustársela mejor en la frente, sin dejar de apretar al gatito contra su pecho. La criatura ya forcejeaba como loco.

En ese momento Christabel le preguntó nerviosa si quería comer algo —una magdalena, un melocotón—, si quería bombones… y el chico se volvió de Yolande a Christabel, con la misma expresión impasible.

—Bombones —dijo.

Y acto seguido se acercó a Christabel, abrió la boca y sacó una lengua horrible, como la de un perro, para darle a entender que quería que le pusiera los chocolates en la boca. Y ella lo hizo, con una risita. El chico masticó dos bombones, frunciendo el ceño, y después los escupió. Los escupió en el arroyo sin molestarse en inclinarse, por lo que se le mancharon los pantalones de baba.

—… Qué porquería es ésta… Queréis envenenarme, ¿no?… —farfulló.

—¡Son muy buenos! ¡De Holanda! —exclamó Yolande.

El chico agarró a Christabel del pelo, la llevó hasta la orilla y la empujó al agua del riachuelo. La niña se cayó salpicando en poco más de medio metro de agua.

—¿Tú también quieres venir a nadar? —le preguntó a Yolande—. ¿Tú y esa enana? ¿Eh? ¿Quieres desnudarte y venir también a nadar?

—No te atrevas a acercarte —dijo Yolande.

Él se quedó mirándola y sonrió despacio, mostrando los dientes manchados de tabaco. Yolande vio que tenía la edad de Garth, pero había algo espantoso en él, algo espeluznante.

—Quieres quitarte la ropa, ¿no? Y meterte conmigo en el agua… ¿Todos juntos, eh? ¡Vamos! ¡Date prisa! Yo sé cómo te llamas, señorita —dijo en voz baja—. Te llamas Yolande.

—Vete a tu casa —dijo Yolande, con voz temblorosa—. No deberías estar aquí, vas a meterte en un lío. Si te vas a tu casa no le diremos a…

—Y tú sal de aquí inmediatamente —le dijo el chico a Christabel, que intentaba reprimir el llanto por todos los medios—. Y llévate a esa niña. Vamos, ¡fuera de aquí! No quiero a nadie aquí.

—Por favor —dijo Yolande—, déjanos en paz…

—¡Vamos a nadar! ¡Tú y yo! ¡Nos quitamos la ropa y a nadar!

Germaine había comenzado a emitir sonidos débiles, lloriqueando, jadeando mientras intentaba retroceder en la hierba. El chico la miró, inmovilizado por un momento, apretando el gatito contra su pecho. Después dijo:

—¡Llévatela de aquí! ¡Aquí no quiero ningún bebé! ¡No quiero ningún bebé berreando aquí!

Yolande cogió a Germaine para consolarla y Christabel fue deprisa junto a ellas. Le chorreaba el agua por las piernas desnudas y había comenzado a tiritar.

—¿No me has oído? ¡Eh! ¡Tú! —le dijo a Christabel—. ¡Coge a la niña y vete de aquí! Si no, os haré esto a las tres —dijo con un repentino ademán, como si le estuviera retorciendo el pescuezo al gatito. Cuando las chicas gritaron les sonrió y les mostró al animal para que vieran que estaba ileso, pero volvió a hacer el mismo ademán, con la mano ahuecada en la cabeza del gato…, y una vez más las chicas gritaron, y Germaine comenzó a chillar. Él se rió de la angustia que provocaba en las tres, pero al instante se irritó y elevó la voz para tapar el llanto aterrado de la pequeña.

—¡Me estoy enfadando! ¡Os aseguro que no queréis verme enfadado! Yolande Bellefleur, no quieras enfadar a Johnny porque sé muy bien cómo te llamas y dónde buscarte… Yolande Bellefleur, Yolande Bellefleur… ¿Quieres algo bueno para tu conejito? Será mejor que hagas callar a ese niña…

Pero la niña seguía llorando. Y Christabel, agazapada detrás de Yolande, tuvo que taparse la boca con la mano y apretarla para no sollozar.

—No soporto esos berridos —dijo el chico—. ¿Queréis que os haga esto a las tres? —volvió a hacer el ademán, pero esta vez le retorció el cuello al gatito. Emitió un solo grito espantoso y penetrante y probablemente le clavó las uñas, porque el chico soltó unos improperios y lo tiró al arroyo como si tal cosa, como si hubiera tirado una piedra: el gatito se hundió en medio de la rápida corriente, no era más que un bultito anaranjado hundiéndose a toda prisa, hasta que se perdió de vista. Todo fue tan rápido que las chicas no entendían lo que había ocurrido. Aquel chico espantoso le había retorcido el cuello al gato, lo había tirado al arroyo… ¡Y qué decía de la pequeña, qué era eso de que se la llevaran de ahí, qué quería hacer con Yolande!…

—Podríamos ir a nadar. O podríamos ir allá —dijo el chico, señalando con la cabeza un granero abandonado en una colina cercana—. Tú y yo, nadie más, Yolande. No quiero a ninguna de esas dos… ¿Queréis que os retuerza el cuello a todas? ¿No? ¡Entonces deja de berrear!

Era evidente que él también estaba asustado. Subía y bajaba la voz juvenil, con angustia, con audacia, con una ira silenciosa; en su impaciencia se puso a bailotear y a pisotear el suelo haciendo mucha fuerza con el talón de la bota, muy cerca de los pies de las chicas, como si estuviera provocando un perro. Le tocó el cabello a Yolande. Apretó los dedos en torno a un mechón de su cabello. De pronto un resplandor afloró en su rostro —desapareció la sonrisa espantosa—, se limitó a mirarla. Al cabo de un buen rato dijo, con voz baja y entrecortada:

—… Al granero de allá… Solos, tú y yo…, unos minutos… Yolande… Yolande Bellefleur… Sólo unos minutos…

—¡Granero! ¡Qué granero! Dónde hay un granero… —susurró Yolande.

El chico lo señaló.

Ella se rió y se dio la vuelta haciéndose sombra con la mano. Sí, había un granero cerca. Uno de los antiguos graneros de lúpulo. Estaba muy deteriorado, al borde del derrumbe: en el tejado caído crecía un musgo verde, brillante y chillón; hasta estaban creciendo unos arces diminutos.

—Ah, ya lo veo… Eso… —dijo Yolande.

Él le tiró del pelo. Con fuerza. Y luego con más fuerza. Hizo su extraño baile de furia y le pisó el pie a Yolande. Después le dio un leve rodillazo. Como una marioneta, ella no se resistió: ni siquiera gritó cuando aquellos dedos le tiraron del pelo.

—Si quieres vuelvo un día, de noche, sí, podría volver de noche y retorceros el cuello a todos, a todos los malditos Bellefleur, retorceros el cuello y tiraros al riachuelo —dijo el chico en voz baja, chocándose contra Yolande—. Si quieres …

—No —contestó Yolande—. No. Está bien. Iré contigo.

—¿Irás conmigo?

—Christabel —dijo Yolande con una voz aguda antinatural—, llévate a la niña a casa. Llévatela a la casa y quédate allí. Está bien. Iré con él. Está bien… Deja de llorar, cariño, por favor. Es lo mejor, hacer lo que él dice. Después todo habrá pasado. ¿Entiendes?

Christabel entendía. Parecía entender. Aunque Germaine pesaba demasiado para ella, intentó cargarla unos metros; después puso a la niña en el suelo y la llevó caminando. Sonriendo, con el rostro bañado en lágrimas, Christabel les dijo adiós con la mano a Yolande y al chico. Y Yolande le devolvió el adiós. El chico estaba de pie muy cerca de ella, con los dedos aún en su cabello. Era muy alto. Se había calzado tanto la gorra que la cabeza parecía demasiado pequeña para ese cuerpo. Christabel jamás olvidaría esa gorra —era gris, con una inicial desvaída: negra, o rojo oscuro—, la visera deshilachada. Jamás olvidaría la sonrisa del chico, extraña y retorcida, sus ojos húmedos, y la agitación del aire que los envolvía, como si estuvieran en una superficie que se mecía con violencia. Y la postura de Yolande, tan rígida y erguida. Y su tranquilidad. ¡Cómo podía ser!… ¡Su tranquilidad! Las mandíbulas rígidas porque ella no iba a tiritar, los ojos muy abiertos, como la mirada paralizada de una muñeca…

—¡Adiós! ¡En seguida vuelvo! ¡Cuida a Germaine! ¡Que no llore! ¡No pasa nada! ¡No pasa nada! —gritó Yolande.

Christabel echó a correr pidiendo ayuda, por supuesto, arrastrando a la pequeña como podía. Corrió hasta el lago, donde antes nadaban los chicos; ahora estaban casi todos en el muelle, a medio vestir. Garth fue el primero que oyó sus gritos.

Parecía que alguien había hecho daño a Yolande…, o estaba con ella ahora… ¿Tratando de tirarla al riachuelo?… ¿De ahogarla? ¿O estaban en uno de los graneros?…

Los chicos salieron corriendo por la orilla del arroyo pero no vieron a nadie en la caleta, subieron la colina hasta el granero y allí vieron a Yolande y al chico. Yolande tenía el vestido desgarrado a la altura de los hombros, enseñando los senos blancos y pequeños, el rostro contorsionado, gritando.

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme, por favor!

Logró soltarse de un empujón y el chico se echó atrás, encogido de miedo, el rostro abatido y asombrado: miraba a Garth y a Albert y a Jasper y a los demás como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Garth lo reconoció, era uno de los hijos de los Doan —el hijo de uno de los jornaleros arrendatarios de los Bellefleur— y se agachó de inmediato para coger una piedra de tamaño considerable.

—¡Que no se escape! ¡Matadlo! ¡Matadlo! —gritaba Yolande.

Aunque Garth no habría necesitado su ayuda, ella lo cogió del brazo, tiró de él, lo empujó hacia delante y hasta le golpeó en el hombro con el puño.

—¡Matadlo, por favor! —gritaba, con el cabello desgreñado en el rostro—. ¡No lo dejéis vivir!

Y eso fue lo que sucedió.

A los diez minutos de aquello el granero ardía en llamas. Uno de los chicos lanzó una cerilla encendida, y el granero estalló en llamas. (¿Quién había sido? Jasper aseguraba haber visto a su hermano Louis encender una cerilla, Louis lo negaba, pero decía que había visto a Garth, Garth estaba seguro de haber visto a Dave, pero Dave, dando la vuelta a los bolsillos, dijo que nunca llevaba cerillas en los bolsillos del pantalón, sólo en el de la camisa, y la camisa se había quedado en el muelle: él estaba casi convencido de haber visto a Albert lanzar la cerilla).

Bombardearon al chico de los Doan a pedradas, gritando y ululando, dos de ellos en la puerta del granero, los demás en las ventanas, le tiraron piedras sin tregua (algunas pesaban tanto que apenas podían lanzarlas) y rocas y guijarros y trozos de lodo seco y estiércol de vaca, y hasta ramas y trozos viejos de maquinaria oxidada, todo lo que tenían a mano, todo lo que pesara y pudiera hacerle daño. Yolande, histérica, con el canesú desgarrado aún colgando hasta las caderas, corría de una ventana a la otra, tirando piedras, gritando con una voz que nunca habían oído.

—¡Matadlo, por favor! ¡Es una basura inmunda! ¡Es una basura inmunda! ¡No merece vivir!

Sangrando por la frente y la mejilla, lloriqueando, el chico de los Doan corrió instintivamente hasta un rincón y allí se agazapó, protegiéndose el cuello con las manos, temblando de pies a cabeza; pero Garth, asomado a una ventana, pudo tirarle algo —oxidado y puntiagudo— directamente a la espalda y la sangre le salió a borbotones y le caló la ropa. Y después, en cuestión de segundos, el granero ardía en llamas. Era extraño, muy extraño, pensaron varios de los chicos después, que ninguno de ellos hubiera entrado al granero tras él —por algún motivo se habían quedado afuera, se habían conformado con atacarlo desde lejos—, como si supieran que podía ser peligroso seguirlo hasta el granero.

El chico intentó escapar del incendio a cuatro patas, pero cuando apareció en la puerta lo apedrearon, mofándose y riendo, y cayó hacia atrás; y desapareció. Las llamaradas lo ocultaron; el aire crepitaba por el calor; y de la nada (a menos que estuviera durmiendo en el pajar, que se hubiera ocultado allí durante la lapidación) apareció, también en la puerta, un sabueso amarillo y famélico, aterrorizado, la piel envuelta en llamas, un chucho que ninguno había visto nunca, era un perro vagabundo, sin duda, de modo que lo apedrearon sin pensarlo mucho y le hicieron entrar de nuevo, lo vieron saltar envuelto en llamas, de uno a otro lado, y oyeron sus gritos enloquecidos unos minutos… hasta que al fin se calló.

Se alejaron del granero en llamas, repentinamente agotados.

—Ese perro —dijo Yolande con tono inexpresivo—. De dónde ha salido ese perro…

El granero ardía con mucho ruido, el aire se llenó de grandes nubes de humo y las llamas naranjas ya se alzaban por encima del árbol más alto.

—Yo no he visto ningún perro —dijo uno de los chicos.

—Había un perro. Ahí dentro había un perro. Eso era un perro…

—Yo sí lo he visto. No sé de dónde diablos habrá salido.

Se alejaron más, jadeando, secándose la cara. En aquel inmenso paisaje no había nada más fascinante, más hermoso e inquietante que el granero en llamas.

—Si el chucho ese estaba ahí dentro con él —murmuró uno de los chicos—, se lo merecía.

—Yo no he visto ningún perro —dijo otro de los chicos.

—Ahí dentro había un perro, claro que sí —dijo otro—. Todavía sigue allí.