En sus numerosos viajes —a Nautauga Falls, a la capital del estado, a Puerto Oriskany, a la lejana ciudad de Vanderpoel— Leah siempre se llevaba a Germaine, por más que la pequeña prefiriese quedarse en casa jugando en el jardín amurallado con Vernon o Christabel o con los demás; por más que Gideon se opusiera.
—No puedo viajar sin ella —decía Leah—. Es mi corazón…, mi alma. No la puedo dejar aquí.
—Entonces quédate tú también —contestaba Gideon.
Leah se quedaba mirándolo hasta qué él aparataba la vista.
—Nadie te obliga a hacer estos viajes —decía Gideon con voz entrecortada—. Lo único que haces con todo esto es engañarte… No necesitamos que hagas estas apelaciones por nosotros.
Leah, sabiendo hasta qué punto él mismo advertía la falsedad de sus propias palabras, sabiendo que, a pesar de su hipocresía, percibiría la vacuidad que encerraban, no vio la necesidad de responder. Se limitó a llamar a una de las sirvientas para que le ayudara a hacer el equipaje.
Tenía que ocuparse del injusto encarcelamiento de Jean-Pierre II en Powhatassie, las primeras demandas de Leah habían sido rechazadas; tenía que encontrar un socio (con «recursos ilimitados», como dijo Hiram) para ciertas operaciones mineras al este de Contracoeur, ahora que el plan de obtener privilegios de tala controlada en los pinares había fracasado (y aunque Leah nunca mencionó explícitamente el innoble fracaso de los hermanos con Meldrom, tampoco permitió que Gideon y Ewan lo olvidaran; lo único que decía era: «Ahora vamos a tener que modificar nuestro plan de ataque», «Ahora vamos a tener que empezar de cero»); necesitaba analizar lo que ocurría con las propiedades de los Bellefleur, que en su mayoría daban pérdidas, o muy escasos beneficios; tenía que mantener los contactos sociales (una actividad que Leah, al igual que Cornelia, llamaba «pensar en nuestros amigos») porque pronto habría muchas chicas de los Bellefleur (Yolande, Vida, Morna, incluso Christabel y ahora también la pequeña Goldie) en edades casaderas; y también llevaba un tiempo, aunque la sinceridad de sus intenciones al respecto podía ser dudosa, buscando un marido adecuado para la pobre Garnet Hecht (que había sorprendido a todos, o a casi todos, con la hija que había tenido: una niña adorable de cabello oscuro y rizado y ojos oscuros y vivarachos que todavía no tenía nombre, pues Garnet, en su apatía, no había pensado ninguno y era demasiado obstinada como para conformarse con alguno de los que sugería Leah). De modo que Leah estaba muy ocupada, ocupada y contenta de estarlo; en cuanto regresaba a la mansión Bellefleur y se daba un baño caliente ya se ponía a planear el siguiente viaje, el siguiente ataque. Contrataba abogados que despedía por la vía rápida alegando que eran incapaces de «entender lo que digo, cuando no lo digo»; había agentes de bolsa, funcionarios bancarios, contables, abogados especializados en asuntos impositivos; todos aquellos nombres surgían como la mica en un jardín revuelto cuando Leah hablaba excitada de sus planes durante la cena, después los sepultaba de nuevo y caían en el olvido; había otros Bellefleur en distintas ciudades, a menudo con otros apellidos (Zundert, Sandusky, Medick, Cinquefoil, Filaree), cuya amistad habrían de cultivar, o no, todo dependía de la utilidad que pudieran tener; había tantos políticos —desde el gobernador Grounsel y el vicegobernador Horehound hasta políticos de poca monta capaces de sorprender a Leah por lo seguros que estaban de saber lo que en verdad se cocía— que nadie de la familia, ni siquiera Hiram, recordaba con certeza quién era quién. El único punto en común que tenía aquella mezcla heterogénea era Leah: ella creía que podían ser útiles, o al menos facilitar el contacto con otros que sí podrían serlo.
Hacía tiempo que Leah se había ganado al abuelo Noel y al tío Hiram: los tenía fascinados, además, les parecía muy razonable —incluso «pragmático», como dijo Hiram— recuperar el patrimonio que tuvieron los Bellefleur en 1780 con estrategias sensatas. Llevaría su tiempo, sería necesario recurrir al ingenio y a la astucia, y ser muy discretos (si los enemigos de los Bellefleur sospecharan del plan de la familia no dudarían en comprar todas las tierras sólo por despecho); tendrían que obrar con diligencia y tacto (por desgracia los Bellefleur tenían fama, a lo largo de las generaciones, de ser poco diplomáticos) y, por supuesto, con encanto y simpatía. De modo que si alguien se oponía a los planes de Leah, Noel y Hiram salían siempre a defenderlos, y pronto se les unió la bisabuela Elvira (según se aproximaba a los cien años le rondaban sueños cada vez más apocalípticos: inundaciones, incendios, tormentas eléctricas que iluminaban el cielo: premoniciones de que algo extraordinario iba sucederle a la familia); y hasta Cornelia, que solía llevarle la contra a su nuera por una cuestión de principios, parecía ver alguna que otra ventaja en ciertos aspectos del plan: era cierto que los nietos pronto estarían en edades casaderas, tanto los niños como las niñas, y tenía la esperanza…, la esperanza ferviente…, de que las nuevas generaciones escogieran con más cabeza que las anteriores. Gideon discutía con Leah en la intimidad de su alcoba y mantenía una triste cortesía en los demás lugares; Ewan a veces la cuestionaba enérgicamente (era especialmente hostil al plan de lograr un nuevo juicio o directamente el indulto de Jean-Pierre II: ¿Por qué no dejáis que el pobre anciano pase el resto de sus días en paz? A estas alturas ya se habrá adaptado a Powhatassie, seguro que tiene un grupo de amigos, además, recibe la mensualidad que le envía nuestro padre para que se dé sus gustos. ¿Por qué no queréis dejarlo ahí tranquilamente, en lugar de crear problemas y remover el pasado?); pero cuando la ayudaba a salir y la veía meterse en el viejo Packard que se hundía un poco con el peso de su equipaje, volviéndose para saludar con un beso al aire a quienes estuvieran en las escaleras de mármol en ese momento, con su elegante capa de viaje color magenta a juego con los zapatos de cabritilla, los guantes blancos abrochados en la muñeca, el penacho blanco y vaporoso meciéndose en el ala caída del sombrero color crema, el rostro exultante y resplandeciente vuelto hacia él (y ahora, casi un año después del nacimiento de Germaine, había perdido todos los kilos de más, incluida la diminuta papada que había tenido, tan parecida a la de la misma Germaine)…, no podía dejar de sonreír, era de una belleza despampanante, ¡claro que lograría todo lo que se propusiera! Si algún Bellefleur iba a triunfar en este siglo, sería Leah.
A través de un conocido muy atento que trabajaba en la oficina del fiscal general, Leah conoció a un hombre encantador de mediana edad llamado Vervain, un peletero que había mostrado cierto interés en la posibilidad de asociarse con los Bellefleur, aunque no sabía nada de minería; pero pronto se supo que no contaba con el capital que Leah necesitaba. (Y al ser viudo y rico estaba muy bien protegido por las mujeres de su familia, por lo que tampoco era un candidato para la pobre Garnet, aunque tal vez habría podido interesarse por ella…, una jovencita abobada y frágil, sin marido, sin ánimo, algo atractiva si se la veía con la luz adecuada, que de algún modo —nadie sabía cómo, nadie podía imaginarse cómo— había tenido una hijita adorable hacía sólo unas semanas). Pero fue en compañía de Vervain, que llevó a Leah y a Germaine a la Exposición Mundial de Vanderpoel, como Leah conoció a P. T. Tirpitz, el banquero y filántropo, famoso en todo el estado por sus donaciones benéficas de parques, lagos, mansiones renovadas y cuantiosas sumas de dinero en efectivo a instituciones loables (entre ellas, la Iglesia de Cristo Científico, a la que quizá pertenecía). Se creía que el padre de Tirpitz prestó en su momento una suma de dinero nunca revelada a Raphael Bellefleur, pero lo que no sabía Leah era si aquella transacción ocurrió antes del peor momento de Raphael, es decir, no sabía si la deuda había sido saldada. Un indicativo de la galantería de Tirpitz fue el hecho de que no aludiera en ningún momento a los negocios del pasado con los Bellefleur y que aparentara conservar un recuerdo tan vago como halagador de la grandeza de la familia y su importante contribución a lo que él denominaba «la espléndida historia de nuestro país».
Aunque para entonces ya debía de ser un hombre entrado en años —de baja estatura, calvo, con cierta asimetría craneal que a Leah le recordaba a su madre y un diente astillado en forma de V invertida que le daba un aire juvenil, pícaro e insincero—, parecía tan robusto como un hombre de cincuenta y pocos años, o hasta más joven. En uno de sus paseos por el recinto de la exposición insistió en cargar él con Germaine, ya cansada, cosa que a Leah le impactó bastante. Toda su vida le habían impactado esos alardes de fortaleza, aun cuando ya supiera desde hace tiempo que no servían para nada y los viera claramente como meros vestigios nostálgicos de una niñez excesivamente enérgica: no había más que recordar, por ejemplo, el día en que su primo Gideon trepó hasta su dormitorio a medianoche para atacar a Amor… ¡Y asesinarla! Pese a todo, le seguía impactando que la fortuna legendaria de aquel hombre y los rumores de su vinculación a una iglesia que para ella no era más que insignificante, si no cómica, no lo hubieran debilitado. Tenía los músculos pequeños pero duros y su tambaleo fue mínimo cuando cargó a la niña en brazos, que tenía un peso considerable porque era corpulenta.
—Le aseguro que no es necesario que cargue con Germaine, señor Tirpitz —dijo Leah con una sonrisa cordial tras la gasa vaporosa de su velo.
—Y yo le aseguro que a estas alturas no es necesario que haga nada —respondió Tirpitz, pero le hizo un guiño acto seguido para suavizar el efecto de sus palabras.
Después se enteró de que Tirpitz llevaba cincuenta años haciendo ejercicios gimnásticos todas las mañanas: abdominales, flexiones, pesas de brazos, de piernas.
—El cuerpo es un instrumento con el que nos acercamos a Dios —dijo Tirpitz—. Es el único instrumento.
La llevó a cenar y llamó a una de sus sirvientas de mayor confianza para que se quedara en el hotel de Leah con Germaine (pese a todo, Leah se preocupó: desde el nacimiento de aquella criatura extraordinaria se había convertido en una madre casi obsesiva con cierta sensación de que le faltaba una parte del cuerpo, un brazo o una pierna o al menos un dedo, cuando su hija no estaba en la habitación: y, además, Germaine parecía ayudarla en ese sentido sólo con mirarla y sonreír); la llevó a las regatas del río Edén y a la ópera, y a la recepción privada que tuvo lugar la tercera noche de la exposición, tras la entrega de una medalla al Emperador de Trapopogonia por parte del gobernador Grounsel (el emperador, cuyo reino se encontraba al este de Afganistán, decepcionó a Leah porque le recordaba a Hiram y porque hablaba un inglés casi sin acento, aunque se sintió halagada, como es natural, por los cálidos y afectuosos comentarios que hizo de ella); hizo los preparativos pertinentes para poder explorar la exposición los tres solos el domingo por la mañana temprano, antes de que abrieran las puertas al público, señalando objetos que suscitaban un interés mayor del habitual (motores; cohetes; calculadoras; la Ciudad del Futuro, con aceras móviles y sirvientes robóticos y temperatura controlada y apuestos maniquíes en lugar de personas; el Hospital del Futuro, donde la sangre, el esperma, los tejidos, los huesos y todos los órganos —incluido el cerebro— se almacenarían y estarían disponibles para los pacientes), culminando la visita con el Pabellón Tirpitz, que, por supuesto, era suyo y fue el que más disfrutaron tanto Leah como Germaine: dos hectáreas de maravillas de todo tipo, elefantes pintados y enjoyados, una fuente de mármol con múltiples niveles que lanzaba chorros de agua pulverizada en una vertiginosa variedad de formas; una ballena asesina llamada Beppo en un tanque transparente de color verde; una pequeña montaña de orquídeas de una belleza y una sutileza extraordinarias; estatuas egipcias y mesopotámicas; el zodíaco hecho con diamantes sobre un fondo de terciopelo negro; una estatua de Abraham Lincoln de tamaño natural y un realismo impresionante que entonaba, en voz grave pero enérgica «La proclamación de emancipación» muchas veces al día; plantas carnívoras del Amazonas que con sus pétalos de casi un metro de ancho y sus mandíbulas a modo de cepo de acero comían y digerían no sólo insectos sino también ratones y pájaros que les daban los espectadores… Y había más, mucho más, tanto que a Leah le daba vueltas la cabeza y se sentía como embriagada de euforia sin haber bebido (aún no era mediodía) una sola gota de alcohol.
—Señor Tirpitz —dijo Leah posándole la mano enguantada en el brazo—, ¿cuál es el tema de su pabellón? ¿Qué conexión hay entre todas estas cosas maravillosas?
—¿No lo adivina, señora Bellefleur?
—¿Adivinar? ¿Adivinarlo yo? Adivinar no es mi fuerte, señor Tirpitz, mis hijos son mucho más listos que yo, ojalá estuviera Bromwell aquí. Creo que usted se llevaría muy bien con él, yo no sirvo para adivinar. ¿Cuál es la conexión?
—Pero, señora Bellefleur —dijo Tirpitz, sonriendo y dejando ver la V invertida del diente—, estoy seguro de que puede adivinarlo.
Sin embargo, no podía. De modo que Tirpitz se volvió hacia Germaine, se puso de cuclillas delante de ella y le preguntó si era capaz de adivinarlo; y la niña —casi un bebé, aún con las mejillas regordetas— miró al anciano fijamente con esos ojos entre pardos y verdosos, como si le estuviera escudriñando el alma, y dijo en voz baja y tímida, pero firme:
—Sí.
Tirpitz se echó a reír. Se puso de pie con cierta torpeza (le dolía la parte baja de la espalda) y cambió de tema rápidamente. Después tomó la mano de Leah y la de Germaine y las llevó con paso decidido hacia la salida porque ya estaban a punto de abrir las puertas al público y tenían que huir antes de que llegaran las multitudes.
—Me cuesta mucho respirar en medio de tanta gente, ¿a usted no? —dijo.
La noche antes de regresar a la mansión Bellefleur, el señor Tirpitz invitó a Leah a la suite privada que tenía en el piso diecinueve del Hotel Vanderpoel para hablar, como le prometió, de la situación económica de los Bellefleur. Sabía por casualidad —e insistió en que era una casualidad— algo de la geología del condado de las Chautauquas y de los depósitos de titanio y de mineral de hierro situados al este de Contracoeur (¡titanio! Leah nunca había oído esa palabra) y le gustaría mucho hablar de los planes que Leah había mencionado referentes a una serie de operaciones mineras. A Leah le produjo un entusiasmo casi infantil aquel tono de voz y no le importaron sus insinuaciones:
—¡Ah, pero tendría que saber cuánto dinero quieren usted y esta hija suya tan encantadora! —dijo.
—No se trata de cuánto queremos sino de cuánto necesitamos, señor Tirpitz —se apresuró a responder Leah.
—¿Para el mantenimiento de esa inmensa finca de las montañas y financiar el costoso interés de su marido por los caballos?
—Ya ha vendido todos sus caballos, y la finca se mantiene por sí sola, prácticamente —replicó Leah.
—¡No sé si me atrevo a creerle, mi querida señora Bellefleur!
Como tampoco le importaba su costumbre paternal de cogerle la mano y frotarla con brío entre las suyas (¡como si la mano de Leah, fuerte, con dedos redondeados y cálida por demás necesitara ejercicios de calentamiento!), ni el olor del anciano: un olor indefinible, de una marcada acritud, como el del aire de un ático que llevara décadas ensuciado por las palomas, pero también seco y duro como el pergamino antiguo; y al mismo tiempo (cuando la saludó por primera vez, nada más salir de sus aposentos) dulce y empalagoso por la colonia francesa que se había aplicado con generosidad.
De modo que Leah se preparó para reunirse con él en la suite del piso diecinueve del Vanderpoel, vestida con su atuendo más elegante (que Tirpitz ya había visto una vez, pero qué le iba a hacer) un vestido de seda color avena con la falda de múltiples capas, un sombrero de terciopelo negro con tres rosas color carmín sobre el ala caída, muy a la moda, guantes largos y negros con botones que imitaban perlas negras, unos zapatos de piel, de tacón alto, que se había hecho a medida medio número más pequeños de lo que era su talla (tenía complejo de pies y manos grandes y no le consolaba lo mucho que insistía Gideon, los primeros años de su matrimonio, en que una mujer de proporciones tan esculturales como ella no podía tener las extremidades más pequeñas porque le darían un aspecto peculiar); también llevaba su sombrilla de seda, a juego con el vestido. Sin embargo, le angustiaba dejar a la pequeña, por mucho que el señor Tirpitz hubiera enviado a la misma niñera, una escocesa de mediana edad, carácter alegre y con debilidad por las niñas pequeñas, como ella misma aseguraba. Estuvo a punto de preguntarle al señor Tirpitz si podía ir con Germaine… Raro, era muy raro, pensaba Leah al darle un beso de buenas noches a Germaine, lo mucho que dependía de aquella niña y lo poco que se ocupaba de los otros (tenía que hacer un esfuerzo para acordarse con precisión de los mellizos, aunque Christabel y Bromwell ya casi no eran mellizos), como si al mirar a Germaine, se olvidara por completo de los otros…, y de su marido…, y de todos los Bellefleur. Parecía sacar su energía de la pequeña, como la niña había hecho con anterioridad, succionando la leche dulce, tibia y nutritiva de sus senos con voracidad sensual, una sensación maravillosa, mientras duró…
—¡Buenas noches! ¡Pórtate bien, tesoro, y duérmete en seguida! Ay, cuánto te quiero —susurró Leah abrazando a la niña, sin importarle que la pequeña se hubiera aferrado a las rosas de tela y casi arrancado una de ellas del sombrero—. Volveré a la medianoche.
Germaine pataleó y protestó y amenazó con echarse a llorar; pero Leah se mantuvo firme.
—Duérmete en seguida.
Cuando salió del cuarto oyó que Germaine comenzaba a llorar, pero no le prestó atención, bajó las escaleras hasta la planta baja, demasiado impaciente para esperar el ascensor, y caminó unas cuantas calles hasta el Vanderpoel. En la puerta, un hombre negro vestido de uniforme la acompañó en un ascensor que parecía una jaula hasta la habitación del señor Tirpitz (aquel ascensor en particular tenía una sola parada, el piso diecinueve) y otro sirviente, también de librea, pero asiático en lugar de negro, hizo entrar a Leah en el salón. Exclamó en voz alta, admirando el entorno —había orquídeas por todas partes…, floreros y más floreros de orquídeas: orquídeas blancas, orquídeas de color lavanda, orquídeas de un color azul pastel muy sutil—, que nunca había visto nada tan hermoso.
Se sentó en una silla muy cómoda y mullida y el joven asiático le trajo una copa en una bandeja de plata y la apoyó en la mesita que tenía delante. Leah cogió la copa de inmediato y bebió un sorbo. Bourbon. Le pareció que era bourbon del bueno, aunque no era tan entendida como la mayoría de los Bellefleur; pero era justo lo que sus nervios necesitaban.
El sirviente desapareció. Se quedó a solas. Mientras esperaba siguió mirando las orquídeas, tal vez el señor Tirpitz era dueño de una plantación de orquídeas, seguro que sí, sus posesiones eran innumerables. Precisamente el tío Hiram había hablado con mucho respeto de Tirpitz hacía poco, mencionó su nombre en conexión a algo, pensó Leah, pero no recordaba bien la situación. ¡Cómo iba a sorprender a Hiram y a los demás cuando regresara con el apoyo de Tirpitz para las minas de Contracoeur! ¡Y qué sorpresa para Gideon, qué envidioso y celoso se pondría!…
(Gideon. Pero no era su intención pensar en Gideon. Muy pocas veces pensaba en él, y nunca cuando esperaba divertirse).
Permaneció sentada y se tomó el bourbon, y esperó. Tras unos quince minutos de espera comenzó a impacientarse y vio por casualidad —¿lo habría mencionado el joven asiático, con su murmullo tímido e indiferente?— un sobre que había en la bandeja de plata. En el anverso decía «Sra. Bellefleur» garabateado en tinta roja. Lo abrió de inmediato. Y leyó las siguientes palabras, escritas con la misma tinta roja, la misma letra relajada:
Queridísima Leah: somos únicos, a nuestra manera, ¿no le parece?
La conozco como a la palma de mi mano, lo mismo que usted a mí, lo sé.
Si entra en la habitación contigua, creo que la haré muy feliz,
y sé con toda certeza que usted también me hará muy feliz
y le prometo que regresará a los bárbaros de los Bellefleur
¡¡¡¡¡VICTORIOSA!!!!!
Leah dejó caer la tarjeta entre los dedos, lloriqueando ante la inesperada sorpresa…, la conmoción…, la angustia que le causó. Se incorporó y buscó torpemente un lugar donde dejar el vaso; pero antes se lo llevó a los labios y dio un buen trago de bourbon. Sentía el rostro en llamas. Apuró la copa. Dejó caer el vaso. Enfiló hacia la puerta, casi tropezando con la falda larga. Se detuvo. Qué baboso y qué hijo de perra, susurró, un buitre, eso es lo que eres. Podría dejarte seco, podría pulverizarte los huesos hasta la médula… Se enderezó el sombrero. Permaneció ahí de pie, mirándose en un espejo, asombrándose ante la mujer de rostro enrojecido de rabia que allí veía. El muy canalla, susurró. Se lo voy a contar a Gideon.
Pensó en Jean-Pierre, encarcelado por un crimen —o crímenes— que no cometió, y en cómo se regodeaban por ello en la ciudad; vio el inmenso reino de tierra virgen que le había sido arrebatado a su familia, palmo a palmo, terreno a terreno, a lo largo de los siglos. Si Germaine estuviera aquí… Si Germaine estuviera aquí, qué fácil sería abrazarla y llorar apoyada en su cuello. De dónde has venido, quién eres, para qué has venido, qué debo hacer… A veces, cuando abrazaba a Germaine y la miraba a los ojos, veía, de algún modo veía —como si fuera un sueño de la noche anterior que sólo en ese momento podía llevar al plano consciente— lo que había que hacer.
La habitación del hotel estaba vacía salvo por el suntuoso mobiliario y las orquídeas. Todo estaba en silencio; el ruido de la calle no llegaba a semejante altura. Estaba Jean-Pierre, ya anciano, languideciendo en una celda…, estaba la espeluznante masacre de Bushkill’s Ferry…, la humillación de la subasta pública cuando Noel y Hiram eran niños…, la pérdida de las tierras, palmo a palmo, como piezas de un rompecabezas, ocurrida a lo largo de los años. ¡Qué real era eso, todo eso! Y qué irreal se sintió de pronto Leah Pym.
Se detuvo antes de llegar a la puerta. Volvió la vista atrás y vio el vaso tirado en la alfombra y junto a él la tarjeta, ese rectángulo de cartulina blanca. Tragó saliva, presionó sus mejillas ardientes con las dos manos y se quedó mirando. Si pudiera ver el futuro, pensó consternada, sabría exactamente qué hacer…