En el tercer piso del ala noroeste de la mansión Bellefleur, con vista a la sólida y majestuosa elegancia del cedro del Líbano y a lo lejos la ladera del Mount Chattaroy envuelta en la neblina, se encontraba la extraordinaria habitación que en principio llamaron la Habitación Turquesa porque a los pocos años de haber construido el castillo, cuando se creyó (erróneamente, como al final resultó) que el barón y la baronesa von Richthofen iban a ser huéspedes de Raphael Bellefleur durante un mes, se acondicionó esa parte del ala noroeste para que fuera cuarto de huéspedes y también salón, todo ello con un tono muy elegante: en una pared había un gran espejo de luna, de unos dos metros por tres, metido en un entramado que a su vez se apoyaba en dos pares de columnas de Pisa muy ornamentadas, de estilo renacentista italiano; frente al espejo había un enrejado de celosía que daba un toque floral, preciosista y delicado, con enredaderas y rosas pequeñas de color vino; tres arañas adornadas con dragones de oro y cristal pendían del techo abovedado; por encima de la chimenea había cuatro estatuillas de roble tallado, de edad y sexo indefinidos, envueltas en ropajes largos y voluptuosos; el suelo era de mármol y estaba siempre frío; en las paredes había cuadros atribuidos a Montecelli, Thomas Faed y Jan Anthonisz van Ravestyn; y en el acabado de los muebles y adornos predominaba el turquesa y el dorado. Se decía que sólo en la Habitación Turquesa habían gastado más de ciento cincuenta mil dólares, aunque la cifra exacta nadie la supo, salvo Raphael Bellefleur, que nunca hablaba con nadie de las finanzas, ni siquiera con su hermano, tampoco con su hijo mayor. (Su inconfundible generosidad estudiada quedó demostrada cuando en 1861 contrató no uno sino dos soldados a sueldo para que ocuparan su puesto en el 14.º Regimiento del Séptimo Cuerpo del Ejército de la Unión de Potomac. Y aunque el precio acordado era fijo y bastante bajo, lo cierto es que les pagaba mucho más, con la condición de que no le dijeran a nadie —a nadie en absoluto— cuánto les pagaba. Uno de los soldados murió en Missouri casi de inmediato y el otro iba a caer en Antietam bajo el mando de McClellan, de modo que nunca se supo la magnitud de las espléndidas dádivas de Raphael). La Habitación Turquesa era probablemente la más hermosa de la casa, pero a los pocos años se clausuró, se cerró para siempre la magnífica puerta de álamo blanco y pasó a llamarse —en secreto, sobre todo entre la servidumbre— la Habitación de la Contaminación.
Hace más de setenta y cinco años que esa puerta se cerró, le contó Vernon a Germaine mientras paseaba con ella por el jardín y señalaba las ventanas del tercer piso, bajo un tejado con forma de pináculo particularmente deteriorado por la lluvia: y siempre seguirá cerrada.
La pequeña, que más que regordeta era robusta, fuerte y maciza, alzó la vista hacia los miradores, con gruesos parteluces y tracería, y no preguntó por qué, como si supiera muy bien la respuesta.
(Los demás niños lo oyeron por casualidad y, como es natural, preguntaron por qué. Vernon les dijo que el cuarto estaba maldito, estaba contaminado, nadie podía volver a poner un pie allí: a su tío abuelo Samuel Bellefleur le había sucedido algo terrible en aquella habitación cuando no era más que un joven de unos veinte años. Como es lógico, los niños preguntaron qué le había sucedido; hasta la pequeña Goldie, por lo general silenciosa en presencia de Vernon, como si la calidez y el cariño espontáneo de Vernon la intimidaran, se unió al coro de preguntas. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Había fantasmas? ¿Lo asesinaron? ¿Qué había en esa habitación espantosa?).
Ni siquiera abrieron la Habitación de la Contaminación cuando el pobre Lamentaciones de Jeremías se vio acosado por los acreedores de su difunto padre para que subastara cuadros, estatuas y otros objetos de lujo, a los tres años de la muerte de Raphael. Pero de haber querido Jeremías que la abrieran, Elvira no lo habría permitido porque ella consintió en casarse y formar parte de la familia Bellefleur con la única condición (¡los rumores corrían como la pólvora por el norte del país!) de que nunca se abrieran ciertas habitaciones del castillo y nunca se hablara de ciertas desgracias; y en todo caso, si Elvira hubiera cedido, ningún sirviente habría querido cruzar el umbral… No es que el cuarto estuviera embrujado sin más, estaba contaminado. Respirar ese aire era arriesgarse a enloquecer o morir, o disolverse. (Pero una noche de verano, estimulados en exceso por el despliegue de fuegos artificiales que habían presentado los Bellefleur para el público que quisiera acudir en la orilla sur del lago, Gideon y Nicholas Fuhr, que entonces eran adolescentes, decidieron volver a la casa solos con la intención de abrir la puerta y entrar. Habían sido unos fuegos artificiales magníficos, con espectadores de muchos kilómetros a la redonda que acudieron para ver, sumidos en un silencio reverencial ante las explosiones caleidoscópicas, la «Erupción del Vesubio», la «Batalla del Monitor y el Merrimac», «Dios castigando a las ciudades de la llanura». Por alguna razón pensaron que nunca tendrían otra oportunidad como aquella para explorar la Habitación de la Contaminación. Ellos no creían que la habitación estuviera «contaminada», ni mucho menos; sabían perfectamente que esos cuentos de fantasmas y espíritus eran absurdos; de modo que no corrían ningún riesgo con lo que iban a hacer, salvo el castigo que les podía caer si los encontraban. Pero cuando, armados de palancas, destornillador, clavo y maza, intentaron abrir la puerta —que tenía un tallado hermoso de estilo rococó acabado en dorado y turquesa—, sintieron casi de inmediato algo muy extraño…, languidez…, languidez y vértigo…, como si estuvieran en el fondo del mar, sin poder levantar los brazos apenas, sin poder evitar cabecear… Sentían tanta presión en todos los poros del cuerpo, incluidos los ojos, que ninguno de los dos podía hablar, explicarle al otro que estaba débil…, o enfermo…, o mareado…, o repentinamente asustado. A los diez minutos, no más, Gideon tiró las herramientas y se fue dando tumbos, y Nicholas lo siguió como pudo, y ninguno de los dos mencionó el episodio nunca más).
El joven Samuel Bellefleur había complacido inmensamente a su padre cuando se licenció con honores en la academia militar de West Point y cuando lo ascendieron a primer teniente en la Brigada Ligera de las Chautauquas. Aunque las fotografías mostraban un joven de atractivo convencional, aniñado, con los ojos hundidos de los Bellefleur, un bigotito cuidado y una mandíbula que denotaba cierta impetuosidad o altivez, se decía que no había en todo el norte del país nadie —ningún hombre— tan atractivo. Era de una elegancia y una compostura notables, fuera desfilando en su caballo zaino inglés, Herodes, con su esplendoroso uniforme de gala, la correa del altísimo casco de armiño presionándole la barbilla y la mano enfundada en un guante blanco posada despreocupadamente en el sable; o bailando en alguno de los fastuosos bailes que tanto proliferaban en los cincuenta, entre los terratenientes del valle; o debatiendo temas candentes con su padre y los amigos de su padre en el elegante salón de Raphael: la decisión de Paine de 1852, por ejemplo, que liberó a un grupo de ocho esclavos traídos a Nueva York para reenviarlos a Tejas y causó profundo malestar entre los estados esclavistas e inmensa alegría en los demás. Tenía el cabello castaño claro y ondulado con mucho encanto, una voz por lo general bien modulada y afable, modales elegantes aunque tal vez algo tímidos, y ponía en evidencia la grosería de sus hermanos, Rodman y Félix (o Jeremías, como Raphael insistía en que le llamaran) simplemente por cómo entraba en una habitación, se acercaba a su madre, le tomaba la mano laxa y se la llevaba a los labios con reverencia, juntando los talones con elegancia, pero también con discreción. En secreto despreciaba la pasividad, la debilidad, la «santa» paciencia de Violet Odlin Bellefleur, y se limitaba a fingir con un mínimo esfuerzo que creía en las patrañas de la Alta Iglesia Anglicana[1] en la que tanto creía su madre; tampoco es que las «creencias» de Raphael le inspirasen mucho respeto —las consideraba hipócritas, quizá injustamente— aunque sí respetaba su conducta y su éxito económico considerable.
—Oyendo a mi padre hablar en público —les dijo Samuel a sus amigos más íntimos, oficiales de la Brigada Ligera como él—, cualquiera diría que quiere el monopolio de la explotación maderera de las montañas sólo para continuar la obra de Dios en la Tierra, y para estar en condiciones de reforzar el nuevo partido, os lo aseguro.
El nuevo partido era, en aquel entonces, el partido republicano.
Pero en presencia de Raphael se comportaba siempre con un respeto solemne y fingía escuchar con interés —o tal vez era genuino— los monólogos largos, enrevesados, convincentes y deprimentes que exponía su padre sobre los chanchullos, la corrupción y la indiscutible perversidad del partido demócrata, la dimensión diabólica de Stephen Douglas y la necesidad de no olvidar nunca la advertencia de Hobbes de que los hombres necesitan un poder común que los atemorice a todos, de lo contrario se lanzarán a la guerra: una guerra abierta. (Porque no hay duda de que en secreto están todos atrapados en una guerra perpetua, aunque no reconocida, donde la batalla económica no es sino una de sus manifestaciones).
Samuel se sentía avergonzado a menudo por la intensidad de los sentimientos de su padre; a él le gustaban mucho más las carreras de caballos, las partidas de cartas, la caza y la pesca, el baile y las fiestas y, por supuesto, las entusiastas conjeturas sobre el futuro (porque sin duda habría guerra en el futuro, ¿o no?) y sobre los posibles enlaces, quién se casaría con quién. Aunque en la familia nadie mencionaba el trágico pasado de los Bellefleur (¡la masacre de Bushkill’s Ferry! Él detestaba tanto a las víctimas como a los asesinos y se preguntaba si sus amigos murmuraban a sus espaldas o si esperaban que él prosiguiera aquella antigua y vergonzosa contienda), Samuel era tan consciente de ello como sus hermanos y decidió que el futuro de los Bellefleur sería puro, así como su pasado había sido vejado; y si moría, o cuando muriese, lo haría con dignidad, sable en mano. A él jamás lo sorprenderían en la cama…
Uno o dos años antes de la experiencia de Samuel en la Habitación Turquesa, se comprometió con la hija menor de Hans Dietrich, cuya fortuna y mansión almenada a orillas del río Nautauga, que no sus tierras (sólo tenía unas cuatro mil hectáreas, aunque eran tierras de labranza muy fértiles y bosques de pino y falsos abetos tupidos que no permitiría que se talaran), que no tenían nada que envidiarle a las del mismísimo Raphael Bellefleur. Dietrich había ganado dinero con el trigo y quiso aventurarse, con poco éxito, en el cultivo de lúpulo casi al mismo tiempo que Raphael Bellefleur concibió su plan de crear la plantación de lúpulo más grande del mundo (aunque el plan no se llevaría a cabo sino hasta 1865); cada vez era más imprudente con sus inversiones, que en general iban muy bien, y acabó amasando una inmensa fortuna. Por lo tanto, no hizo ningún caso de lo que le dijo Raphael (que se lo pensó mucho antes de hablar, a sabiendas de que era una maniobra imprudente en la guerra no declarada que Hobbes había definido de modo tan convincente) cuando se presentó un día en el castillo de Dietrich con el fin de prevenirlo contra la posibilidad de asociarse comercialmente con un tal Jay Gould, de quien había oído cosas que le resultaron paradójicas y preocupantes… De modo que no le sorprendió en absoluto, tampoco a sus amigos, que Dietrich perdiera toda su fortuna y que en lugar de declararse en quiebra y permitir que sus numerosos enemigos se regodearan con su vergüenza, y hasta merodearan por su castillo el día de la subasta, se adentrara solo en su preciado bosque sobre el río Alder para morir en una de esas tormentas de «neblina blanca» que pueden tardar una semana en disiparse. Como es natural, el compromiso se rompió, y aunque Samuel quiso insistir con la boda —tenía muy buena opinión de la chica, pese a que la conocía muy poco, la quería de verdad— pese a la oposición de su padre e incluso de los Dietrich, al final todo quedó en nada. El compromiso se rompió, la familia se mudó, los muebles del castillo se vendieron en una subasta por una milésima parte de su valor y el castillo mismo (una monstruosidad pretenciosa, pensaban los Bellefleur, inspirada en una fortaleza renana, con una mampostería tosca que le daba un aspecto granulado, y con una absurda proliferación de torres, torreones, almenas, balcones y ventanas con todo tipo de formas extravagantes y molestas: romboides, cuadradas, rectangulares, elípticas) acabó en manos de un holandés de Manhattan que había hecho fortuna en el negocio de los ladrillos y que quería jubilarse e irse a vivir al norte del estado, famoso por su abundancia de peces y animales de caza… (Cuando nació Germaine, lo único que quedaba del castillo Dietrich era la torre cuadrada central de cuatro pisos que se elevaba con todo su granulado ajado en un solar de escombros). Sin embargo, durante muchos años se dijo que más de una persona proveniente de lugares lejanos, como Contracoeur y Paie-des-Sables, había visto a Dietrich vagando en plena ventisca, caminando a tientas y a tumbos en la escabrosa neblina blanca, a veces era una silueta gigante, hasta más gordo de lo que había sido Dietrich en vida, otras veces demacrado y consumido, y siempre tímido: era él quien los rehuía, según la leyenda. Pero Samuel sabía que esos cuentos eran absurdos, como también lo eran los rumores que corrían sobre sus padres, y que él no oía por casualidad sino que los absorbía y los desestimaba con un gesto displicente y desdeñoso.
Nunca habría tenido aquella curiosa experiencia inicial en la Habitación Turquesa, y nunca habría sucedido la tragedia que le siguió de no haber sido por una serie de circunstancias demasiado complejas para poderlas transcribir (eso decía Vernon, aunque quizá tampoco él sabía con exactitud todo lo que había sucedido). El tío de Samuel, Arthur, había regresado del Territorio de Kansas maravillado, de modo incoherente pero apasionado, con un hombre que al parecer había matado a machetazos, ayudado por varios de sus hijos, a cinco esclavistas en el riachuelo Pottawatomie. El hombre se llamaba John Brown y era uno de los agitadores abolicionistas más famosos, y Arthur Bellefleur —que sólo unos años antes había sido un joven tímido, tartamudo y corpulento, con cierta inclinación por la clerecía, como otros tienen inclinación por las afecciones respiratorias, hasta que una tarde oyó en una iglesia de Rockland a Brown en persona hablar del mal de la esclavitud y de la necesidad del hombre de descargar la venganza de Dios sobre los esclavistas, momento en el que se transformó, «se convirtió», en el nuevo Arthur, todavía tartamudo pero no tímido, con un traje de gamuza ajustado a su cuerpo de pingüino y agitando las manos y escupiendo al hablar— parecía estar razonando, de hecho estaba razonando, con su hermano Raphael para que le permitiera no sólo usar las dependencias del cochero y varios cuartos de huéspedes de la mansión por tiempo indeterminado (de hecho, algunos de los soldados de Brown —pero no Brown— ya estaban allí, en la cocina, comiendo y bebiendo con voracidad todo lo que Violet había ordenado que les sirvieran: diez o doce hombres barbudos y desaliñados, tres de los cuales eran esclavos fugitivos, fornidos y brutos, con una piel de una negrura inimaginable), y no sólo una cuantiosa suma de dinero para la causa (porque Brown, el viejo Osawatomie, que estaba escondido y al parecer herido, pronto volvería para iniciar una serie de ataques guerrilleros en asentamientos esclavistas y necesitaba al menos doscientos rifles), y no sólo dos o cuatro o veinte u ochenta hectáreas de tierra virgen para que Brown pudiera, cuando lo deseara, establecer una nación rival, un «segundo gobierno» con un centro urbano que competiría con Washington, D. C., mientras la lucha contra la abominación y la esclavitud se tornaba más cruenta, sino que, además, quería (y frente a esto Samuel no podía más que maravillarse ante la audacia de su tío) el beneplácito personal de Raphael Bellefleur.
—John Brown ha dicho, y tú sabes que es cierto, que los esclavistas han perdido el derecho de vivir —afirmó Arthur—. No vas a negar la verdad que encierra esa afirmación.
—Me estás pidiendo que consienta el asesinato —respondió Raphael con un tono extraño, arrastrando las palabras. Parecía desorientado, como si hubiera sido él y no su hermano quien acabara de entrar atropelladamente en plena noche.
Samuel y sus hermanos estaban acostumbrados desde la infancia a oír a su padre hablar de política con amigos y colegas de la política, en su mayoría miembros del partido Whig, y en varias ocasiones los debates eran acalorados y animados, y casi violentos, aunque nunca en exceso; hubo un período de consternación que duró varias semanas en el que la hermana de Raphael, su tía Fredericka, que entonces tenía treinta y seis años, intentó en vano que toda la familia se convirtiera a su nueva religión —la «Verdadera Inspiración», como la llamaban sus pocos seguidores, liderados en aquel momento por un fanático alemán llamado Christian Metz— o por lo menos que brindara respaldo económico a la comunidad de la secta, a ochocientos kilómetros al oeste, en Eben-Ezer («Hasta ahora nos ha ayudado el Señor»). («¡Estás ciego a la verdad que tienes delante, que te grita para que escuches, pobre pecador, para que te regocijes de que al fin se te ha caído la venda de los ojos!», lloraba Fredericka, osando ponerle las manos encima a su hermano, que estaba tan horrorizado por su aspecto desaliñado y despeinado, y por el hecho de que lo estuviera tocando, que no tuvo la presencia de ánimo para quitársela de encima). De modo que los chicos estaban acostumbrados a los largos debates, unos más acalorados que otros, unos más propensos a demostraciones absurdas de retórica que otros. Pero la intensidad de la discusión entre Arthur y Raphael era muy distinta, y muy inquietante.
—¡No te atrevas a negar la verdad de lo que decimos! —gritó Arthur.
—¡Brown es un asesino! —gritó Raphael.
—¡Estamos en guerra, en la guerra no existe el asesinato!
—¡Brown es un fanático y un asesino!
—¡Te digo que estamos en guerra! ¡Tú eres el fanático, el asesino, por negarlo!
Samuel sabía que su padre creía, como lo creía él y casi todo el mundo, que los negros eran hijos de Cam y estaban malditos; no sentían dolor ni cansancio ni desesperación, como los blancos, ni siquiera como los empleados irlandeses de Raphael, y desde luego no tenían «alma», aunque evidentemente eran más evolucionados que los caballos y los perros. Qué eran exactamente, qué representaban, qué responsabilidad tenían por su propia maldición, era debatible; y en circunstancias normales, con un adversario razonable, Raphael habría disfrutado de un debate. Pero Arthur parecía haber enloquecido por completo. Decía que el Padre le había puesto una mano en el hombro y lo había nombrado teniente coronel del ejército para abolir la esclavitud, y se le llenaron los ojos de lágrimas, y en ese momento supo para qué vivía.
Desde el punto de vista político, Raphael Bellefleur se oponía a la esclavitud porque se oponía a los demócratas; pero en privado pensaba que era un sistema envidiable: cumplía el único requisito moral importante que cabe pedir a una estrategia económica: funcionaba. (¿Acaso no era cierto, le preguntó a Arthur la misma noche que llegó, que algunos hombres sin duda estaban hechos para trabajar los campos y otros para pensar; no era cierto —¡era tan obvio!— que algunas criaturas nacen para ser esclavas, y otras para mandar?). Dios no había creado a todos los hombres iguales, hasta en el cielo hay una división del trabajo, una jerarquía, y si uno no creía en el cielo, o en Dios (aunque era evidente que Arthur creía) al menos debía admitir que la misma naturaleza insistía en el dominio de los hombres sobre las bestias, y en el dominio de algunos hombres sobre otros, de lo contrario, ¿cómo había surgido la esclavitud?
—Liberad a los negros y dejad que se las arreglen solos, ya veréis qué pronto se buscan ellos sus propios esclavos —dijo Raphael con tono airado.
Agitaba los brazos y se movía de aquí para allá y tartamudeaba citando a Tucídides sobre la Guerra del Peloponeso («… es una ley general y necesaria de la naturaleza reinar donde uno pueda»).
Y Arthur, temblando, desoyó aquellas palabras como si fueran demasiado deleznables para ser admitidas y dijo:
—Lo que John Brown está haciendo es nada menos que el mejor servicio que un hombre puede prestarle a Dios en este momento.
El tío de Samuel, que en tiempos fue sumiso, un hombre pequeño y gracioso, con su cuerpo de pingüino y con esa misma manera de separar los brazos del cuerpo con rigidez, como si no supiera exactamente qué hacer con ellos, había aprendido en algún lado a hablar con un tono grave, sereno, contundente y dramático, y a clavar la mirada con fiereza en su interlocutor; había adquirido, Samuel lo advirtió sin poder evitarlo, la valentía de un soldado. Era absurdo, eso sí, que creyera —que cualquier hombre en su sano juicio creyera— que la raza negra no sólo tenía que igualarse a la raza blanca, sino que lo iba a hacer, y en tan sólo una generación. También era absurdo que invocaran tanto a Dios cuando la cuestión era meramente política. Con todo, Samuel admiraba la firme convicción de Arthur y hasta su energía fanática. ¡Estaba dispuesto a morir por la causa de la insurrección!…
Cuando Raphael se dio la vuelta para preguntarle a su hijo mayor, con una dignidad mordaz y sarcástica, los ojos entornados tras los cristales brillantes de sus quevedos, qué opinaba él del asunto, el corazón de Samuel se llenó de una súbita empatía no del todo sincera y dijo:
—Puede que la justicia esté de su parte, padre —al ver la mirada torcida de Raphael hizo una breve pausa y luego continuó, con un placer casi infantil por la gravedad del momento—, o al menos, la historia.
Y acto seguido sucedió…, y sucedió con una rapidez asombrosa, con una pasión que debía de ser un indicio (eso creía Vernon) del trastorno mental de Raphael Bellefleur, o de su desequilibrio, ya a sus cincuenta y pico años…, que con un servilismo socarrón y furioso Raphael cambió de parecer y no echó a esa desaliñada pandilla de «soldados» sino que, haciendo gala de una hospitalidad extrema, le insistió a Arthur en que se alojaran en la mansión como huéspedes que eran, sus huéspedes personales: dos o tres podían residir, si así lo deseaban (a menos que Arthur lo deseara), en la Habitación Turquesa.
La rapidez con la que Arthur mudó de expresión —entornando los ojos grises y dilatados al instante, ablandando su mueca crispada hasta convertirla en sonrisa maliciosa— demostró lo consciente que era del juego de su hermano mayor, por lo que aceptó de inmediato: claro, por supuesto, es lo que corresponde, no te quepa la menor duda, los negros se alojarían en esa habitación, ¿quién tenía, incluido el propio Arthur, más derecho que ellos a usarla?
—Eso digo yo —dijo Raphael.
Y, todavía vuelto hacia a su hijo, y todavía sin mirarlo, le ordenó a Samuel que lo preparara todo: que le informara al ama de llaves, que le informara a Violet, que fuera a la cocina y se presentara a los «soldados», que cumpliera todas las funciones que un buen anfitrión ha de hacer puesto que, lamentablemente, el cabeza de familia se encontraba indispuesto y ya se iba a retirar a sus aposentos a pasar la noche…
—Padre —dijo Samuel tambaleándose—, ¡no hablarás en serio!
—Tan en serio como lo has hecho tú —replicó Raphael.
De modo que los tres esclavos fugitivos fueron alojados en la Habitación Turquesa para pasar la noche. Las maravillas de la habitación era tan asombrosas, tan incalculables, que probablemente los pobres hombres no advirtieron siquiera el honor que les había sido concedido, o tal vez pensarían que así de lujosas eran todas las dependencias del castillo. Si durmieron bien o durmieron aturdidos; si se sintieron halagados por la generosidad de Raphael, o desconcertados, o recelosos; si percibieron la broma grosera que escondía la acción de su anfitrión, nadie lo supo; pero el hecho es que le preguntaron a Arthur si podían alojarse en algún otro lugar, al día siguiente. De modo que se mudaron a las dependencias del cochero. (Al cabo de una semana, Arthur y los hombres se marcharon: «Les habían avisado», dijo Arthur con misterio, de un cambio de planes; la fundación de una segunda capital iba a tener que esperar).
Airearon la Habitación Turquesa, la fregaron, la lustraron y sacaron una serie de muebles (algunos para que los limpiaran a fondo con queroseno y se los quedaran los sirvientes; otros directamente para quemarlos), y Raphael la inspeccionó y vio que estaba tan esplendorosa como siempre; era una habitación magnífica, valía todos y cada uno de los centavos que había gastado en ella. Después la clausuraron otra vez y no se volvió a abrir hasta que tuvieron la visita del senador Wesley Tidd, que iba para hablar de asuntos de logística referentes a la conjunta explotación del mineral de hierro en Kittery. (De las minas de Kittery saldría el hierro que revestiría el Monitor en la guerra, además del hierro utilizado para toda clase de equipos militares. De las minas de los Bellefleur se extraían doscientas mil toneladas anuales, los años álgidos de la explotación, antes de agotar las minas).
Al parecer el senador Tidd pasó una mala noche en la Habitación Turquesa porque a la mañana siguiente tenía un aspecto demacrado y cansado y se disculpó por «no estar en su mejor momento». Le dolía la cabeza, tenía los ojos llorosos, sentía malestar en el estómago, había tenido sueños desagradables… Casi con timidez (el Senador era un hombre sin escrúpulos, pero de modales impecables) le pidió a Raphael si no…, si no podrían alojarlo en otra habitación. No era su costumbre hacer este tipo de solicitudes, pero había pasado una noche particularmente difícil y aunque la habitación era hermosa —más impactante aún de lo que se decía por ahí— lamentaba no poder disfrutar de ella durante la visita.
Y en otra ocasión, algunos meses más tarde, cuando tuvieron a Hayes Whittier de huésped, lo vieron deambular por los senderos de gravilla del parque cuando aún no había amanecido. Raphael quiso saber qué le ocurrió y él respondió con evasivas, limitándose a decir que no había dormido bien y atribuyéndolo a una probable indigestión. Más avanzado el día también pidió otra habitación… Tenía un aire muy serio y formal.
—¿A qué dirías que se debe tu insatisfacción con la habitación? —preguntó Raphael.
—No estoy insatisfecho con la habitación —respondió Hayes de inmediato.
—Pero has pasado una noche, digamos, inusual —insistió Raphael.
—Bueno, eso es cierto —dijo Hayes bajando la voz y evitando la mirada de Raphael—, una noche un tanto inusual.
—¿Te pareció percibir… algún olor particular? —preguntó Raphael con cierta vacilación.
Hayes no respondió; pero tampoco parecía estar buscando una respuesta adecuada; se limitaba a clavar la mirada en el suelo.
—¿Te pareció que había… algún tipo de…, de presencia? —preguntó Raphael—. Quiero decir, ¿te pareció… sentir alguna presencia que pueda calificarse de extraña, o…?
Hayes se encogió de hombros como solía hacer y se pasó el dedo índice por el caballete de la nariz. Cuando, años después, habló para apoyar a Cameron, el secretario de Guerra, hizo el mismo gesto y habló con la misma voz pausada, distraída y melancólica hasta el extremo.
—Hubo varias presencias —dijo con la mirada fija en la gravilla que pisaban sus pies—, y…, y sí, sí, supongo que podrían calificarse de extrañas.
Aunque tanta filigrana y tantos objets d’art —y aquel espejo enorme e imponente— los pudiera agobiar en cierto sentido y no hubiera ninguna joven presente (como solía haber hacia el final de la noche cuando los hombres se reunían en el club de oficiales), Samuel y varios de sus amigos de la Brigada Ligera decidieron pasar su noche de póquer en la Habitación Turquesa, con el fin de investigarla.
El buen ánimo juvenil de todos ellos debió de amansar o calmar a las «presencias» unas dos o tres horas, pues no sucedió nada que pudiera considerarse extraño, aunque algunas de las cartas arrojadas en la mesa se daban la vuelta con frecuencia, o salían volando por una brisa imperceptible, y el vino que tomaban —un vino portugués muy seco de la bodega de Raphael— se les subió de inmediato a la cabeza, como si fuera alcohol puro. Fue entonces cuando, a pesar de que Samuel insistía con efusividad en que no pasaba nada, en que debían resistir el poder seductor de su propia imaginación, muy pronto se hizo evidente que en la habitación había criaturas invisibles: el juego se interrumpía cada vez más, una copa se levantó sola hasta los labios de uno de ellos y se derramó el vino, las monedas de oro giraban con rapidez y rodaban por el suelo, una respiración fantasmal le alborotaba el cabello a Samuel juguetonamente. Los cojines de las sillas estaban muy hundidos, la impronta de unas nalgas generosas. El espejo se fue nublando y casi no se veía. Los cristales romboidales de una de las arañas comenzaron a vibrar. Olía a carne humana, no muy aseada, pero tampoco muy desagradable: olor a sudor seco mezclado con un olor a tierra, a luz del sol, a vegetación, a ropa sin lavar. Con todo, lo más inquietante era el trasfondo de voces, que de vez en vez se elevaban y reían en voz alta, como burlándose. Y aunque Samuel insistía, ya casi con tono airado, en que todo era producto de su imaginación —¡parecían nenitas, atemorizadas por espectros y diablillos!…, ¡qué ridículos!…, qué cobardes…—, uno tras otro se fueron excusando, nerviosos y sin energía, y se fueron a sus casas. Cuando el último de sus amigos se puso de pie para ponerse en camino, tambaleándose, Samuel cogió lo que quedaba del mazo de carta y lo tiró al suelo de mala gana, maldiciendo a su amigo; se puso de pie a duras penas y le dio la espalda, los brazos cruzados y los hombros encorvados, en una pose de furia infantil. Fue entonces cuando alzó la mirada y vio que estaba delante del espejo, mirándolo, y que en la diáfana superficie de vidrio no aparecía el reflejo de su amigo —el reflejo de la habitación entera era difuso— y su propia imagen era transparente como una medusa.
Se dio la vuelta y vio que su amigo seguía allí, charlando y extendiéndole la mano para que Samuel se la estrechara. Si el joven captó en aquel instante la expresión atónita de Samuel, no dio ningún indicio de ello: se estaba escapando, así de simple, y no había nada que Samuel pudiera hacer para retenerlo.
De modo que se marchó, y Samuel permaneció en la habitación, al principio enfadado por…, por lo que fuera aquello…, por la agitación extraña e incorpórea del aire…, por el murmullo de voces…, por las carcajadas que de pronto ascendían entrecortadas… y por el olor. Le dio un trago a la botella de vino mientras daba tumbos por la habitación. ¿Por qué no salían a la luz? ¿Le tenían miedo, acaso? ¿Quiénes eran ellos para entrometerse en una partida de cartas privada, para interferir así? ¿Quiénes eran para entrar sin autorización a la mansión Bellefleur? Vio, reflejada en el espejo, una silueta oscura que le pasó muy cerca por detrás; pero cuando se dio la vuelta no había nadie. Cobarde, susurró.
La manecilla de oro del reloj de alabastro que había encima de la repisa de la chimenea comenzó a retroceder. Samuel la observó, con la botella en los labios. Estaba contrariado, no tenía miedo, dio un par de tragos largos y deliberados sin dejar de contemplar la manecilla del reloj, aunque el vino le había comenzado a chorrear por la barbilla. Acto seguido tiró la botella y se dirigió al reloj a toda prisa para detener la manecilla y moverla hacia delante. Sintió una leve resistencia, pero la superó; y en su afán de hacerla avanzar le dio vueltas y más vueltas hasta no saber ya qué hora era… Las dos de la mañana, quizá. Las dos y media. No más de las tres.
Pero cuando se volvió hacia el espejo vio un grupo de personas envueltas en una neblina, todas ellas negras: y separándose del grupo, con un garbo etéreo y peculiar —peculiar por lo sólido que era— vio la silueta de mujer. Samuel se quedó mirándola, de pie, inmovilizado. En su aturdimiento había comenzado a rasparse el sarro de los dientes de delante, una costumbre que creía haber abandonado hacía años.
Una mujer negra…, una negra…, pero no esclava…, era evidente que no era esclava…, con labios grandes y carnosos color uva…, la piel del color del tabaco…, nariz ancha y un tanto aplanada, con orificios prominentes…, cabello con rizos muy pequeños y apretados, cargados de electricidad estática…, hombros fuertes…, hombros musculosos…, cuello grueso pero largo…, pestañas largas…, ojos muy oscuros…, ojos que se clavaban en él con mirada burlona. Él permanecía inmóvil, aguardando a que ella hablara. ¿Y si lo llamaba por su nombre, y si lo reclamaba? La uña del pulgar se le había atascado entre dos dientes inferiores.
Una negra, una africana. ¡Qué rasgos tan desafiantes y horrendos, tan africanos! Samuel no podía dejar de mirarla, nunca había visto a una mujer negra, nunca tan cerca, y aunque el espejo estaba borroso y el contorno del cuerpo de la mujer se fundía con las sombras, parecía como ampliada, aumentada de algún modo, y un poco distorsionada, como si la imagen se desprendiese de su entorno y le tapara los ojos a Samuel, una imagen onírica adhiriéndose a la superficie de sus ojos atónitos y sumisos. Pero ¡era espantosa! Espantosa de verdad, a pesar de su belleza. Una mujer adulta, al menos diez años mayor que Samuel, con senos grandes y pesados que parecían estar sueltos bajo aquel atuendo sin forma y manchado de sudor, las cuerdas vocales tensas y muy marcadas, los dientes sucios. Hasta le faltaba uno de los dientes inferiores… Fea, obscena. Pero le sostenía la mirada con audacia, como si su expresión asustada e indignada la divirtiera. Sí, era fea, era obscena, y lo único que él deseaba era dar media vuelta y alejarse de ella a todo correr, y dar un portazo y cerrar la puerta con llave… Sin embargo, se quedó paralizado, un mechón de su cabello ondulado le caía por la frente, tenía el cuello de la camisa torcido, el chaleco manchado de vino, las piernas levemente dobladas, como si estuvieran quedándose sin fuerza; y el pulgar apretado contra los dientes.
No tienes ningún derecho a estar aquí, susurró.
A partir de aquella noche Samuel Bellefleur no volvió a ser el que era. Decían de él, con insistencia, lo decían incluso personas que no lo conocían tanto, que «ya no era el mismo». Sentado a la mesa mientras cenaban sonreía con la mirada ausente, apartaba distraído la comida que tenía en el plato y cuando le hablaban respondía con tal languidez, con tal indiferencia, que Violet se echó a llorar más de una vez y tuvo que ser acompañada a su habitación. No es que fuera descortés: hacía gala de su cortesía: pero todas y cada una de sus palabras, de sus gestos, hasta el movimiento más sutil de las cejas, transmitían un desdén perverso y hasta malintencionado.
Podían oler en él a la mujer —percibían su gravedad erótica—, una sensualidad tan poderosa, tan marcada, que aprisionaba su alma como una roca gigantesca, sin permitir que aflorase a la superficie de una conversación normal.
Raphael se sintió avergonzado, después enojado; luego pasmado (¿cómo podía su hijo involucrarse en una relación tan perversa cuando ni siquiera salía ya nunca de la mansión?); y finalmente, asustado. No esperaba que su hijo fuera célibe, estaba enterado de ciertas actividades un tanto escandalosas entre los oficiales de la Brigada Ligera, y mientras Violet no se enterara —o no admitiera enterarse— aquello no tenía importancia. Pero lo que de ningún modo esperaba era algo tan obvio y repugnante: en todo momento, hasta en la sala de desayuno, percibían aquel olor incuestionable, intenso, carnoso, muy carnoso y hediondo que emanaba de Samuel, que se esparcía con todos sus movimientos, que flotaba en el ambiente más inocente. Y sin embargo, el muchacho se bañaba —de eso no había duda—, se bañaba al menos una vez al día.
Samuel se fue apartando de su familia cada vez más, y aunque Raphael agradecía que al menos no llevara una vida disoluta en uno de los casinos flotantes, o que estuviera acumulando deudas en Nautauga Falls como otros jóvenes de su entorno —a fin de cuentas, el muchacho estaba en cierto modo secuestrado en la Habitación Turquesa, con dos o tres periódicos que Raphael recibía por subscripción, el almanaque del año ¡y la Sagrada Biblia!—, no podía dejar de reconocer el distanciamiento cada vez más evidente de su hijo ni tampoco el hecho de que aquello que lo miraba con frialdad desde los ojos de Samuel ya no era su hijo.
—¿No te encuentras bien, Samuel? —murmuraba Raphael tocándole el brazo.
Tras un lapso de varios segundos el chico se alejaba, despacio, esbozando esa sonrisa altiva e indiferente, y decía con voz ronca:
—Nunca me he encontrado mejor, padre.
Cada vez se cambiaba menos de ropa. Llevaba el cuello de la camisa siempre desabrochado. Se negaba a bajar cuando lo visitaban sus amigos y se excusaba por faltar a la instrucción y a las sesiones con Herodes, que tanto tiempo le consumían antes, balbuceando que estaba un poco «aletargado». Después de llorar en brazos de Raphael, Violet sintió una súbita indignación, y habló con voz baja y apresurada de la «ramera» que estaba arruinando la vida de su hijo: no era nadie de la servidumbre, estaba segura, completamente segura, tampoco creía que pudiera ser una de las jornaleras, ¿cómo podía subirla clandestinamente hasta el tercer piso todos los días? Pero era una mujer, eso estaba clarísimo, ¡una zorra indecente y perversa que lo único que buscaba era destruir al heredero de Raphael! (La histeria de Violet, además del sorprendente lenguaje que utilizaba, avergonzaba a Raphael hasta la estupefacción: jamás creyó que su esposa supiera esas palabras, y mucho menos la realidad que indicaban).
En ciertas ocasiones Samuel salía de la Habitación Turquesa tambaleándose, con ese rostro atractivo que tenía —más atractivo que nunca, parecía— bañado en sudor. Al tacto, la piel estaba como afiebrada, los labios cortados y resecos. El bigote, descuidado y encrespado, probablemente hacía cosquillas. Un día Violet le quitó del labio un pelo rizado y diminuto, provocando con ello un sobresalto contrariado de su hijo.
—No me toques, madre —dijo echándose hacia atrás.
Pero al menos, en ese momento, la miró a la cara.
Como es lógico, examinaron la habitación en su ausencia, sobre todo las primeras semanas, cuando él les permitía entrar, pero no hallaron nada: sólo los periódicos esparcidos por ahí, un cojín fuera de lugar, marcas de dedos en el espejo, la manecilla del reloj un tanto doblada y el reloj que ya no funcionaba. El olor a carne sin lavar, el olor —algo más sutil— a delirio carnal a veces era débil, otras tan intenso y sobrecogedor que Violet, que apenas podía respirar, ordenaba a los sirvientes que abrieran todas las ventanas de par en par. ¡Qué nauseabundo, aquel olor! ¡Qué obsceno! Y sin embargo, no podían atribuirlo a nada: la Habitación Turquesa estaba tan hermosa y extraordinaria como siempre, un cuarto digno de la realeza.
La única vez que Samuel se interesó por la creciente preocupación de sus padres —un interés bastante moderado— fue cuando Raphael señaló que había estado encerrado en la habitación más de once horas seguidas. Samuel, con los ojos muy abiertos y enrojecidos, dijo que eso era imposible, no había estado más de una hora o así. ¿Ya había pasado la mañana? Raphael le explicó, temblando, que hacía tiempo que había pasado la mañana. Samuel llevaba todo el día en aquella habitación, ¿pretendía dormir allí otra vez esa noche?… ¡Qué hacía en ese cuarto! Samuel comenzó a morderse la uña del pulgar. Frunció el ceño, miró a su padre como si no estuviera allí, parecía estar haciendo rápidos cálculos. Al fin respondió, encogiéndose de hombros y torciendo el gesto, que «el tiempo era diferente allí».
Sus ausencias eran cada vez más prolongadas, podía faltar días enteros, y cuando se dignaba a aparecer para la cena bostezaba en la mesa, se pasaba la mano por el cabello, apático, y dejaba que la comida que tenía en el plato se le enfriara. Comía tan poco que lo lógico era que cada vez estuviese más consumido, sin embargo, estaba tan fuerte como siempre y hasta empezaba a asomar una barriga incipiente por encima del cinturón. Cuando Violet exigió saber qué hacía en la Habitación Turquesa, la miró parpadeando como si no hubiera entendido la pregunta y le dijo con voz hueca y ronca:
—Leo, madre, eso es todo… ¿Qué…, qué te pensabas? —y sus labios flojos esbozaron una sonrisa despreocupada.
Desapareció tres días seguidos, después cuatro; cuando forzaron el cerrojo de la puerta para entrar en la Habitación Turquesa no lo vieron por ningún lado. Pero esa misma noche apareció en la planta baja y una vez más se sorprendió de haberse ausentado tanto tiempo. Según sus cálculos había subido a leer los periódicos unas dos horas, pero según los cálculos de ellos se había ausentado cuatro días.
—Creo que ya entiendo lo que sucede —dijo pausadamente, de nuevo con esa sonrisa apagada y relajada—. El tiempo son muchos relojes, no uno solo. No el vuestro. Lo único que podéis hacer con el tiempo es tratar de contenerlo, pero es como llevar agua en colador…
Y así, un día, desapareció del todo en la Habitación Turquesa. Entró una noche después de cenar y ya nunca más salió; sencillamente, desapareció. No es que las ventanas estuvieran cerradas sin más, estaban cerradas con llave desde dentro. Había pasadizos secretos para salir de dos o tres habitaciones del castillo (el despacho de Raphael era una de ellas), pero la Habitación Turquesa no tenía ningún pasadizo secreto. El joven había desaparecido. Ya no existía. No había ningún rastro de él, ni una nota de despedida, no hubo ningún comentario final significativo: Samuel Bellefleur había dejado de existir, así de simple.
Una noche, meses después, cuando todavía lloraba la pérdida de su hijo, Raphael interrumpió una reunión con un grupo de republicanos que tuvo lugar en una ciudad a ochocientos kilómetros de distancia para regresar al castillo. Subió a la Habitación Turquesa a todo correr (estaba clausurada porque era evidente que estaba embrujada) y con su bastón de empuñadura de oro, destrozó el espejo gigantesco. Saltaron vidrios rotos por todas partes, fragmentos de todos los tamaños, con forma de carámbanos, de guijarros, algunos del tamaño de una aguja se le incrustaron en la piel. Pero siguió golpeando el espejo una y otra vez, agarrando el bastón con las dos manos, sollozando y gritando cosas ininteligibles. ¡Se habían llevado a su hijo! ¡Le habían arrebatado a su querido hijo!
Cuando acabó, lo único que había en la pared eran unas esquirlas de espejo. Lo que tenía delante —sostenido todavía por las exquisitas columnas italianas— no era más que el refuerzo de roble liso del espejo, un mero tablero bidimensional que no reflejaba nada, que no tenía ninguna belleza y que había sido machacado a bastonazos espasmódicos.