Vestida con una blusa con canesú y una falda larga de algodón azul aciano, en la cabeza el nuevo sombrero de paja con lazo ancho de terciopelo rosado que le caía por la espalda formando dos cintas, Yolande Bellefleur abandonó el sendero de gravilla del parque y, sin que nadie la viera, saltó por una cerca de madera con sólo dos movimientos rápidos y ágiles que apenas dejaron ver el blanco de sus enaguas… No había nadie que pudiera advertir que se estaba escabullendo hacia el bosque prohibido del norte del cementerio, sola; no había nadie que advirtiera lo bien que le sentaban los lazos rosas que le caían por sus rizos trigueños. De un segundo al otro, pasó de caminar sin prisa por el sendero a desaparecer del todo tras la hilera de falsos abetos y arces de montaña que rodeaba aquel extremo del parque.
Tenía quince años y era muy hermosa, y se había puesto en camino —¡ah, nadie lo habría imaginado! Aunque, ¿cómo es que iba tan elegante una mañana de un día cualquiera, con su sombrero de paja nuevo (no tenía ni una semana) en lugar del viejo?—, se había puesto en camino, tal como ella misma dijo, temblando, para encontrarse con su enamorado.
¡El bosque, el bosque prohibido! ¡El bosque prohibido de los Bellefleur!
Sin sol y con un silencio sobrenatural, pero de cautivadora belleza: ¿O era simplemente la paz del bosque lo que era tan hermoso? Quienes se adentraban en el bosque por pasar el rato advertían que cada vez hablaban menos, porque las palabras, en aquel lugar oscuro, tranquilo e inhumano, sonaban huecas; de pronto adquirían un sabor precario en la lengua; perdían su significado. Paz, tranquilidad, silencio, el suave colchón de pinaza siempre bajo los pies, mullido, esponjoso, tentador, arrullador… Uno bajaba la voz en aquel lugar y pronto dejaba de hablar por completo. Porque ¿de qué valían las palabras aquí?
Con todo, pronunció aquellas palabras en voz alta, aunque con timidez (el bosque ya había comenzado a intimidarla):
—Yolande Bellefleur se ha puesto en camino para encontrarse con su enamorado…
Nueve y media de la mañana. Un día fresco, despejado y sin viento. Se había despertado temprano, exaltada por el recuerdo del delirio prolongado del sábado: la boda de la hija de los Steadman en la finca que tenían río arriba, Irma Steadman se casaba a los diecisiete años, Yolande era una de las ocho damas de honor… Irma Steadman, su amiga, de pie junto al novio, con su vestido largo de novia, a base de numerosas capas de encaje español, y el velo que había sido de su abuela, el rostro pequeño, dulce y radiante (pues no cabía otra palabra); el joven que estaba a su lado vestía su traje de novio, con los ojales bordados en seda y los puños con volantes y la ramita de azahar en la solapa, y los zapatos de charol elegantes y relucientes… El vestido de Yolande era de seda de muaré amarilla, los zapatos hacían juego con los de la novia: hechos de fina cabritilla blanca con tacón alto y diminutos botones de perlas. Le había fascinado. Le había fascinado todo. Le había fascinado el día entero.
Comenzó a sentir un dolor en el costado por caminar con tanta prisa, le faltaba el aliento y el sombrero de paja se le había ladeado. Qué tupido era aquel bosque, qué hermoso e inquietante… Los chicos podían jugar al borde del bosque, pero a las chicas de la edad de Yolande se les advertía que no entraran en él, ni siquiera de dos en dos, ni de tres en tres, y mucho menos solas. ¡Si Lily se enterase!… ¡Si la abuela Cornelia se enterase!…
—¡Por el amor de Dios, qué crees que puede sucederme! —bramó Yolande—. ¿Crees acaso que me van a violar, por todos los santos?
Lily se quedó mirándola como si nunca hubiera oído nada tan asombroso. Hasta perdió la oportunidad de enfadarse: no hizo más que mirar a su hija descarada y arrogante.
—Bueno, mamá…, lo que digo es…, lo que digo es que, por Dios, mamá —murmuró Yolande con voz débil—, sabes muy bien que nada malo me puede suceder en nuestro propio bosque.
Anécdotas de chicas solas en el bosque muchos años atrás: una tal Hepática, tía o prima lejana, que había entrado sola a este mismo bosque y por lo visto se encontró con…, o se enfrentó a… ¿A quién? ¿A qué? Yolande no lo recordaba. Decían que algo le había sucedido, o estuvo a punto de suceder, a la tía Verónica, hacía mucho tiempo (pero debió de ser hace mucho tiempo, pensó Yolande riéndose tontamente, porque la pobre tía Verónica, tan ancha de caderas y tan poco atractiva, difícilmente podía ser la clase de mujer que incitara a los hombres a un frenesí de lujuria), y Aveline también estuvo a punto de sufrir un percance… Eran anécdotas aleccionadoras, anécdotas francamente tontas que Yolande sólo fingía escuchar: sabía muy bien que lo que le decían las mujeres mayores no eran más que tonterías. Yolande esto, Yolande lo otro. Yolande, no corras, tienes que aprender a caminar como una señorita, y cuando entres a una habitación debes…, no debes…, debes… Nunca te cruces de piernas, tampoco te cruces de brazos, no querrás aplanarte el pecho, pero tampoco realzarlo cruzando los brazos por debajo… ¿Estás escuchando? ¿Dónde tienes la cabeza?
¡Yolande!
Una liebre blanca y marrón salió huyendo tan despavorida que Yolande pensó por un momento si no estaría jugando o bromeando. ¿Por qué habría de huir de ella, qué daño le podía hacerle ella?
—Pero ¡qué tonta eres! Eres una liebre muy tierna, pero muy tonta…
Había ciervos en el bosque de los Bellefleur, ocultos; y búhos y zorros y mapaches y faisanes; podría haber osos, aunque lo más probable era que no estuvieran tan cerca de la casa; podría haber (y aquí Yolande tragó saliva porque no se le había ocurrido antes, nunca pensaba en cosas tan feas y angustiantes) serpientes…, serpientes largas y gruesas y repugnantes, serpientes retorciéndose… (¿No había traído Garth a casa, el verano anterior, una de tres metros y medio…, enroscada alrededor del cuello, con la cabeza destrozada, la piel reluciente y tibia, de color marrón-coral y muy suave, como si todavía respirara?). Pero ella sabía que las serpientes perciben la vibración de las pisadas y huyen…, hasta las más venenosas huyen…, casi siempre. Las serpientes no quieren enfrentarse a los seres humanos, se decía.
Alguna vez hubo panteras y lobos en este mismo bosque, pero los habían exterminado, u obligado a buscar otro entorno. De vez en cuando aparecía el buitre del Noir, un depredador fiero y audaz que podía atrapar criaturas del tamaño de un zorro o de un cervatillo y despedazarlas mientras volaba, desgarrándolas y clavándoles el pico largo y delgado: pero la especie había sido casi extinguida y Yolande no había visto ninguno en toda su vida; ni sus hermanos tampoco.
—Seguro que ni siquiera existe —musitó Yolande en voz alta—, lo más probable es que se lo hayan inventado para asustarnos…
Otro ruido de pánico entre la maleza. Esta vez era una criatura un poco más grande y a Yolande le dio un vuelco el corazón, como si se le fuera a salir del cuerpo. ¡Qué susto! Pero no había nada que temer. Era una lástima que las criaturas del bosque vivieran tan aterradas, huyendo así de Yolande Bellefleur, con su bonita falda azul y su elegante sombrero de paja, como si creyeran que los iba a cazar… Su corazón seguía acelerado. Compartía el pánico frenético de la criatura y lo que quería era salirse del pecho y volar al bosque buscando refugio.
Yolande se quedó inmóvil hasta que se le pasó el ataque de pánico. Encima de su cabeza había un pequeño claro de cielo, justo encima, una circunferencia de pocos centímetros: parecía un balón azul claro encaramado a las ramas altas de los pinos.
—Al menos si llueve no me voy a mojar —dijo Yolande en voz alta—. La lluvia no podría atravesar todo eso.
Llegó a un claro de hierba larga y torcida donde había achicoria silvestre y otra flor azul que arrancó sin poder resistirlo para entrelazarla con la cinta del sombrero —¿eran comelinas?—… Ahora sí que estaba guapa y coqueta; ¿y dónde estaba su enamorado?
Aquel claro habría sido, advirtió, un buen punto de encuentro.
Nadie vio cómo se quitaba los zapatos con ímpetu para ponerse a bailar, tres pasitos hacia un lado, tres pasitos hacia el otro… Después comenzó a cantar, a tararear, y hasta a silbar, chasqueando los dedos y levantándose la falda para dar una patadilla pícara enseñando las enaguas. El pasado mes de junio había visto en la ciudad un espectáculo de variedades y se quedó maravillada con los atuendos de satén blanco de las bailarinas, el cabello negro recogido en todo lo alto, reluciente como el alquitrán, los rostros maquillados con estridencia, con —¡qué era todo aquello!— ese estilo. Una o dos de las chicas no eran mucho mayores que Yolande. Podía haberse escabullido hacia los camerinos, podía haber llamado a la puerta y preguntar con timidez qué había que hacer para ser bailarina o cantante… O actriz…
Una lástima que su enamorado llegara tarde. Una lástima que no la oyera cantar la enardecida Cuando los muchachos vuelvan a casa, que había sido el cierre del espectáculo de variedades: las chicas desfilando con botas blancas y cintas rojas, blancas y azules en el pecho, y gorros altos de piel que podía ser de armiño.
Después se calló porque no recordaba la letra. Era una canción muy antigua. ¿Qué hacía cantando una canción tan antigua? Se quitó el sombrero, lo dejó caer en la hierba y, sacudiéndose el cabello con energía, esbozó una sonrisa mohína a la manera de su tía Leah, con los ojos muy abiertos…, ¡unos ojos mucho más poderosos que los de Yolande!…, y una mirada de suma picardía. Hasta cuando le cantaba a su hermosa hijita recién nacida su rostro era tan, tan…, pero el rostro de Yolande era más afilado, más pequeño…, no tenía unos labios tan carnosos…, quizá era una ridiculez, imitar así a su tía. Al fin y al cabo, Leah ni siquiera le caía bien. Decididamente, no le caía bien. Quería arrebatarle a la niña de sus brazos y cantarle con su propia voz, a su manera:
Duerme, mi hijita, duerme,
Tu padre cuida las ovejas,
Tu madre sacude el árbol de los sueños,
Y un sueño placentero cae sobre ti…
Tenía una voz ronca, suave, melancólica. ¿Se podrá entrenar la voz?, se preguntó. Las canciones alegres pensadas para bailar exigían una voz aguda y aniñada que incitaba a bailar con vigor; pero las canciones de cuna exigían una voz muy distinta. ¿Cuál era más agradable?, se preguntó Yolande. ¿Cuál le gustaría más a su enamorado?…
Entonó la canción de cuna una vez más, acunando a un bebé imaginario entre sus brazos. Una lágrima le corrió por la mejilla. Los ojos azules centelleaban y los labios temblaban con una emoción que no podía disimular; pero no había nadie para verlo.
¿O acaso había alguien allí cerca?…
Dejó de cantar y echó una mirada alrededor sonriendo a medias, porque era posible que…
—¿Quién anda ahí? —preguntó en tono alegre.
Un viento suave sopló entre las ramas altas y sacudió levemente las piñas.
Bailó en círculos hasta quedar sin resuello y luego se echó en la hierba tibia por el sol y cerró los ojos. A los pocos segundos sintió cómo su enamorado se le acercaba, agazapándose sobre ella, el pelo del bigote cada vez más cerca… ¡Ay! ¿Y si el beso le hacía cosquillas?
—¿No hacen cosquillas esos bigotes? —le había preguntado a Irma, y acto seguido rieron a carcajadas, ocultando los rostros acalorados bajo las almohadas de la cama de Irma.
Pero ahora no había que reírse. No era una niña. El momento era sagrado. Su enamorado (con unos ojos muy oscuros y húmedos, un bigote fino, estilizado y cuidado que olía a cera) no hacía más que agacharse para besarla, como hacen los enamorados, como hacen los hombres, es una acción común y corriente, nada excepcional, nada aterradora… pero sí podía hacer cosquillas.
Había esperado a otro enamorado, un joven cuya familia tenía una granja muy grande en la carretera de Innisfail, ¿cómo se llamaba? Qué extraño, qué extraño que se le olvidara el nombre, pues era un nombre que repetía para sus adentros muchas veces al día, ¿cómo se llamaba ese joven?… O quizá esperaba a su tío Gideon: a veces mientras se iba quedando dormida sus labios rozaban los de ella: a menudo iban en un trineo enganchado a Júpiter, cruzando a toda velocidad el lago Noir helado bajo una luna llena, Gideon con el extraordinario abrigo de piel —de piel de rata almizclera, tan lustrosa y oscura como la del visón— que se mandó hacer con espíritu juguetón unos años atrás, para hacer juego con el de marta rusa de Leah, largo hasta los pies. Tenía una expresión adusta en el rostro, no sonreía; es más, la miraba como si no estuviera allí, como solía hacer en casa, y sin embargo —de repente, como un prodigio—, se agachaba y rozaba sus labios contra los de ella…
Se estremeció. No es que tuviera los ojos cerrados sin más, los tenía muy apretados. Su enamorado se inclinaba sobre ella con aquellas pestañas curvas, la piel levemente aceitunada y un aire de profunda y relajada melancolía, no era nadie que ella hubiera visto antes.
—Mamá —le preguntaría Yolande a Lily ese mismo día—, ¿los besos hacen cosquillas? ¡Dime la verdad!
Comenzó a reír sin poder parar. Abrió los ojos, no había nadie inclinándose hacia ella, se sentó, sonrojada, agitando los hombros por la risa… En una feria ambulante en Powhatassie, hacía unos años, ella y sus amigas habían ido a ver precisamente lo que sus padres les habían prohibido, Maravillas exóticas del Nuevo Mundo, ¡y qué visiones!… ¡Qué visiones más tristes y fraudulentas! Dodo, el chico con cara de pájaro y ese pico de yeso ridículo, y esos ojos medio bizcos, fingiendo chillar mientras bajo la plataforma (Yolande afirmaba que prácticamente lo había visto) algún tonto hacía chirriar un violín. Myra, la mujer elefante, que en realidad era una mujer de mediana edad, grasienta y obesa, con unas piernas grotescas e hinchadas, las venas azules, los pies como jamones enfundados en zapatillas de tela. El hombre serpiente, cuya piel centelleaba con escamas azules, grises y plateadas: incluso entre los dedos de los pies, como demostró al público con solemnidad. Un chico esmirriado y pelirrojo con el pecho cóncavo y los brazos y piernas tan delgados que las articulaciones parecían mucho más grandes de lo que eran en realidad, una criatura achaparrada que parecía un sapo, con ojos de tártaro y cuya especialidad era atrapar insectos (¿eran insectos de verdad?, susurró una de las amigas de Yolande, a lo mejor eran pasas de uva) con la lengua ancha; un viejo borracho y con canas que fingía no tener piernas (Ambrose, el veterano de las tres guerras)… ¡Qué cosas tan feas y desagradables! Y la mayoría era un fraude, como es lógico. (No vayáis a desperdiciar veinticinco centavos en eso porque, en primer lugar, es todo mentira, les había dicho Ewan a los niños). Lo más ridículo de todo era aquella cosa que habían metido en un frasco de treinta centímetros, un bebé hermafrodita, una criatura con cabeza y torso y sólo dos brazos largos y delgaduchos, pero del estómago le salía otro par piernas y partes pudendas… Las chicas se alejaron de aquel objeto, una o dos hasta se taparon los ojos con los dedos, pero Yolande, dándoles un leve codazo, mientras salían a la luz del día riéndose, les dijo:
—¡Eso es un muñeco de goma absurdo que han metido en ese frasco!
El ataque de risa pasó. De pronto se sintió cansada. Era hora de regresar a casa antes de que la echaran de menos.
—Está bien. Parece que no vas a venir —dijo malhumorada—. Pero que sepas que la próxima vez seré yo la que no venga.
De modo que emprendió el camino de regreso a casa con paso acelerado, la mirada clavada en el suelo musgoso y sembrado de pinaza. El bosque se había oscurecido, el aire olía intensamente a pino, pero también a melancolía, parecía tarde, ¿iba a retrasarse para el almuerzo?… Aunque conocía muy bien el camino a casa y se ufanaba de su sentido de la orientación, lo cierto es que se equivocó en un desvío y pasó por un pino blanco caído y podrido que recordaba haber visto hacía quince o veinte minutos.
—¡Seré idiota!… —masculló.
Acto seguido se puso a caminar con grandes zancadas en la buena dirección, mirando al suelo, el sombrero de paja bien calzado en la cabeza (se le caía a menudo por las ramas bajas que aparecían cuando menos se lo esperaba, más de una vez una rama malintencionada le rozaba el ojo), tras un rato largo y exasperante, salió del bosque…, pero advirtió que estaba en el borde del cementerio, no en el parque…, debió de confundirse una vez más en algún recodo.
—¡Qué es esto, cómo puedo ser tan…!
Se ruborizó ante la sospecha de que alguien la estuviera observando y riéndose de su angustia. No había nada que hacer, dadas las circunstancias, salvo demostrar que se daba cuenta de lo tonta que era: ¡perderse en su propio bosque y terminar en el cementerio, tan lejos de casa! Pero al menos ya no estaba perdida. Si se metía por el camino largo y seguía el riachuelo Mink hasta el lago llegaría a casa con facilidad; aunque seguramente se perdería el almuerzo.
Subió la colina hasta el cementerio y mientras pasaba las piernas por encima de la cerca (que había que arreglar con urgencia… Con todas las compras y el ajetreo de los últimos meses, encabezado por Leah, que gastaba dinero a espuertas, alguien podía haber sugerido renovar un poco el cementerio) estaba convencida —absolutamente convencida— de que alguien la observaba.
Podía ser la bisabuela Elvira merodeando por las tumbas con su regadera y sus tijeras, o tal vez la tía abuela Della, o incluso el abuelo Noel; podía ser uno de los niños pequeños, aunque tenían prohibido jugar allí; o el jardinero, quizá, o uno de los encargados, aunque todos se quejaban de lo mucho que holgazaneaban últimamente, no sólo porque no cumplían con sus tareas, sino porque ni siquiera sabían en qué consistían… Pero nadie la llamó, nadie la saludó. «¡Hola, Yolande! ¿Qué haces aquí?…».
Despacio y con timidez, Yolande subió la colina, observando con sentimiento de culpa las lápidas del sector más viejo del cementerio, ladeadas y manchadas por las inclemencias del tiempo. Las de los bebés eran las más tristes: tan pequeñas, tan insulsas, y tan numerosas. (¡Cuántos Bellefleur había! Eran más los muertos que los vivos. Los muertos eran muchos más —¡evidentemente!—, pero Yolande nunca había reparado en ello). Los oía susurrar con mala idea mientras pasaba: ¿Quién es esa gansa, quién se cree que es, con tantas ínfulas? Cómo puede presumir así, con ese cabello enmarañado que perece una mata de cardos, y esa falda manchada de hierba y ese sombrero tan fino y tan abollado, y si te fijas bien en el perfil, no es guapa, la nariz es demasiado larga y la barbilla excesivamente pronunciada…
—Lo siento —dijo Yolande lloriqueando.
Cuando llegó al sendero se detuvo para recobrar el aliento. Era un sendero muy bonito —conchas rosadas mezcladas con gravilla blanca—, pero había cada vez más cizaña y espiguillas que lo estaban cubriendo.
—No sé por qué, de veras, no sé por qué no cuidan mejor este lugar —murmuró Yolande—. Pero prometo que hablaré con ellos. Parece que ahora hay más dinero, seguro que no tardarán en ponerse con esto… No, no sé por qué, de verdad, pero ¡yo no tengo la culpa!
A cierta distancia salió una silueta de detrás de un árbol, debía de estar apoyada contra él, y se escondió detrás de una de las tumbas grandes: pero no, era una sombra, debía de ser una sombra, aquel árbol era muy fino, nadie podía esconderse tras él. Yolande rodeó la tumba y vio que no había nadie.
—¡Qué tontería! Esto es lo que yo llamo una auténtica estupidez —dijo.
Los difuntos comenzaban a agitarse ante su presencia. Ella percibía su irritación, su curiosidad aletargada y malhumorada: ¿Quién es? ¿Quién de nosotros es ella? Cuando era muy pequeña, la familia iba al cementerio con más frecuencia, todos los domingos que hacía buen tiempo, para podar el césped alrededor de algunas tumbas y plantar flores anuales —geranios, caléndulas— y a Yolande y a los demás niños les encomendaban tareas especiales: Yolande tenía que quitarles los pulgones a las rosas, unas rosas enormes y maravillosas, blancas y rojas y amarillas. (¿Dónde estaban las rosas ahora? No había más que unas enredaderas desordenadas y abandonadas, los pétalos diminutos y anémicos). Dientes de león, cizañas, espiguillas, avena silvestre, dulcamara con sus pequeñas bayas rojas. Y varas de oro silvestres, cómo no —sobre todo en la cerca—, que crecían hasta alcanzar un metro y medio de altura. Gramas de agua, ya con grano y comenzando a marchitarse. Las tumbas más nuevas todavía se encontraban en buen estado, aunque los geranios se estaban poniendo mustios, las macetas de arcilla estaban tiradas y agrietadas, las banderas estadounidenses de rigor, clavadas en el suelo, estaban desteñidas y deshilachadas:
—¡No sé por qué está todo así! —susurró Yolande—, pero ¡yo no tengo la culpa! Prometo volver mañana y adecentar todo esto. Hoy no, hoy estoy muy cansada, pero mañana sí. Ni siquiera empezaré por los que conozco, como el tío Laurence y la tía abuela Adah, comenzaré por el rincón más antiguo, con los bebés, lo primero que haré será poner flores en las tumbas de los bebés, pobrecillos, ni siquiera tienen nombre…
Un ruido detrás de ella, como una risa. Se dio la vuelta de inmediato, parpadeando.
Nadie. Nada.
Vio un par de trepadores azules que llegaron revoloteando y comenzaron a picotear el plátano falso. Aunque Yolande sabía que tenían que haber sido los pájaros, dijo, no obstante, en tono ronco y valiente:
—¿Albert, eres tú? ¿Albert? ¿Jasper? ¿Garth?
No iba a salir huyendo del cementerio, caminó sin prisa, deteniéndose en el majestuoso mausoleo cercano a la entrada principal. Estaba cubierto de hiedra, los ojos de mármol de los cuatro arcángeles habían perdido el brillo, pero seguía siendo una estructura imponente. Cuatro metros y medio de altura, elegantes columnas corintias de mármol blanco italiano…, hechas por encargo y concebidas por el tatarabuelo Raphael… A Yolande le habían dicho el nombre del extraño dios con cabeza de chacal que custodiaba la tumba, pero ahora no lo recordaba. Había encogido con los años, sin embargo, su sonrisa grosera aún era más lasciva.
—¿Eres algún tipo de ángel? —susurró Yolande—. Me alegra que no me tengan que enterrar aquí, custodiada por ti.
Había mucho lugar en el mausoleo de Raphael. Sobraba lugar. ¡Qué irónico, cómo se habrá enfadado el anciano al ver que nadie yace ahí más que él, el propio Raphael!…, o parte de él, como se decía. (Porque había una leyenda familiar, que Yolande nunca creyó, ni cinco minutos, por la cual el tambor de caballería de la guerra civil que estaba en uno de los rellanos de la escalera central que nunca se usaba ¡estaba hecho con la piel del tatarabuelo Raphael! Una cláusula en el testamento del viejo chiflado insistía en que sus herederos lo desollaran y trataran la piel para convertirla en un tambor que habría que tocar para anunciar que la cena estaba servida, o cosas así… Yolande trataba de mantener en secreto este tipo de cosas absurdas y descabelladas por miedo a que sus amigas pensaran que ella era rara como su familia). Pero había parte de Raphael que sí estaba enterrada ahí dentro, al menos. Tal vez percibía que ella estaba cerca y quería hablarle…, ¿o estaba de mal humor perpetuo porque no le habían salido los planes?…
—Lo siento —dijo Yolande—. Espero que no hayan entrado ratas, ¿qué harías en ese caso?
Apoyó la frente en el mármol y le resultó muy frío y agradable. (De pronto tenía dolor de cabeza y el mármol le calmaba; ¿o fue el contacto con el mármol lo que le causó ese dolor de cabeza tan repentino?…).
—Alguien tiene que limpiarte todo esto. Los pájaros han dejado esta imponente escultura hecha un asco. ¡Menos mal no lo ves! Quizá no fue buena idea ponerles ojos de colores a los ángeles, les da un aspecto…, les da un aspecto un poco demencial, como si estuvieran a punto de despegar y alzar el vuelo.
A Raphael no le habían salido bien los planes, Yolande lo sabía. Quiso ser gobernador del estado…, o senador…, hasta tuvo ambiciones de ocupar un cargo superior: vicepresidente, presidente. ¡Presidente de los Estados Unidos! Y como es lógico, los millones de dólares que tenía no le eran suficientes, siempre quiso tener más, quería ser el primer multimillonario de esta parte del mundo. Había que reconocer que era admirable, supuso Yolande. Pero también se alegraba de que hubiera fallecido décadas antes de que ella naciera. Ya tenía suficientes Bellefleur con los que lidiar.
La bisabuela Elvira dijo en una ocasión que nadie había sido tan desdichado como su suegro Raphael: ¡Todos los que lo rodeaban desaparecían como por arte de magia! Por eso no había nadie que lo acompañara en el costoso mausoleo.
(Sus padres, Jedediah y Germaine ya habían sido sepultados, como es natural, y en la tumba había una lápida muy elegante de granito de casi dos metros y medio; no podía desenterrarlos y volver a sepultarlos en el mausoleo. Y no quería desenterrar a los Bellefleur sepultados al otro lado del lago, a las afueras de Bushkill’s Ferry, los Bellefleur que habían asesinado mientras dormían, antes de que él naciera. Aquel sórdido incidente le enfurecía, no sólo porque hubieran asesinado a su familia unos canallas cobardes a altas horas de la noche, sino porque…, porque el episodio le producía una vergüenza incuestionable. Se interpretara como se interpretara la masacre, lo cierto era que los Bellefleur asesinados fueron vencidos).
Qué triste, pensó Yolande, dando vueltas al mausoleo. Por más que hubiera sido un hombre difícil (¿qué hombre de la familia Bellefleur no era difícil?), merecía ser sepultado en compañía de sus seres queridos. Pero el hecho era que estaba solo: su esposa había desaparecido en el lago Noir y nunca recuperaron su cadáver; su hijo preferido, Samuel, desapareció en el corazón mismo del castillo; y su hijo menor, Lamentaciones de Jeremías, falleció en una tormenta terrible, unos años antes del nacimiento de Yolande.
—¡Ay! —exclamó Yolande.
De pronto sintió el rencor que emanaba de la tumba del anciano. Un dolor desgarrador y agudo le atravesó la frente.
—Ay, qué daño.
Se alejó con prisa y vio, entre lágrimas provocadas por el dolor, la silueta de un chico alto y desgarbado con pantalones de peto y una gorra gris a poca distancia. Su primera reacción fue más de alivio: ¡había alguien de carne y hueso, no un espíritu! Luego, al ver la sonrisa torcida y burlona del chico, y casi reconociéndolo, vaciló y quiso llamarlo.
—Quién eres, qué estás haciendo en… —pero las palabras no le salían.
Él se agachó y se ocultó tras una lápida. Que hiciera algo así —esconderse de ella aun cuando lo estaba viendo— era una burla, una broma muy extraña. Yolande creyó que iba a desmayarse.
—Yo sé quién eres —susurró, los dedos jugueteando con la cadenita de oro que llevaba en el cuello, buscando la crucecita de oro—. Te llamas… Vives en… Tu padre trabaja para el mío… ¡Cómo te atreves a esconderte de mí!
Era uno de los intrusos que tanto molestaban al abuelo Noel, o uno de los cazadores furtivos, quizá, o uno de los que pescan en el riachuelo Mink con la esperanza de que ninguno de los Bellefleur lo descubra.
—Podría hacer que te arresten —musitó Yolande—. Sabes que no puedes estar aquí, ninguno de vosotros.
Pese al latido irregular de su corazón, no tenía miedo; no iba a permitir que la asustaran en sus propias tierras. Y rodeada de difuntos Bellefleur como testigos. Con todo, le pareció que lo más prudente era dirigirse a la puerta principal. Porque, como es lógico, no la seguiría. No se atrevería a seguirla. Seguía agazapado tras aquella lápida como un idiota, fingiendo que ella no lo había visto; fingiendo que ella no sabía que estaba ahí. Quizá era un retrasado mental, había muchos en la zona…
(¡Esos arrendatarios, con toda su prole! Patanes analfabetos. Salvajes. Los hombres bebían y pegaban a sus esposas e hijos, las madres bebían y pegaban a sus hijos, los hijos enloquecían. No iban a la escuela aunque los Bellefleur, prácticamente sin ayuda de nadie, les pagaban la escuela y los libros y el salario de la maestra. Los niños enloquecían y provocaban incendios y se pegaban entre ellos, ¿y qué demonios podía uno hacer al respecto? Se decían cosas espantosas: los Varrell y los Doan y los McIntyre y los Gotting: un chico llamado Hank Varrell había rociado con gasolina y prendido fuego al collie de otro porque el chico no le había creído cuando le mintió sobre un trabajo que le habían prometido en la ciudad, y lo peor de todo —eso decía Garth, que era quien se lo había contado a Yolande— era que ni siquiera habían llamado al sheriff, porque temían que la próxima vez el chico de los Varrell prendiera fuego a un ser humano).
De modo que Yolande abandonó el cementerio y descendió la colina hasta el arroyo, caminando a paso normal. No tenía miedo, no se iba a permitir tener miedo; el chico se reiría de ella; no tenía miedo. (Aunque de nuevo comenzó a sentir el dolor en el costado. Y todavía le dolía la cabeza). Siguió el camino de los pescadores a la vera del arroyo, sabiendo que el muchacho desconocido no la perseguiría.
—Cuando se lo cuente a papá…, o al abuelo…, o incluso a Garth… Eso, a Garth y a sus amigos, o al tío Gideon, o…
No quería mirar hacia atrás, por miedo a que la estuviera observando, pero no lo pudo evitar: había algo que la seguía, pero no parecía el chico ese, ni siquiera parecía una persona…, a menos que fuera una persona arrastrándose por el pastizal…
Yolande tragó saliva. Estaba mareada. Tal vez, si echaba a correr de regreso al bosque y se escondía, o si cerraba bien los ojos, su enamorado la encontraría, su verdadero amor la encontraría y la salvaría y la llevaría de vuelta a casa… Pero ¡no era una persona, sino un perro! Un perro, sin más.
Cruzó un prado pantanoso levantándose un poco la falda y las enaguas para que no tocaran el suelo (¡cuánto barro, qué desagradable era todo! Se le habían arruinado los zapatos). Vio de refilón que el perro iba trotando en paralelo a ella.
—¡Vete a tu casa! —gritó—. ¡Sabes que no eres de aquí!
Ay, si apareciera de pronto su enamorado… Él sabría cómo ahuyentar al perro dando unas sonoras palmadas. Después le pasaría el brazo por los hombros y la acompañaría de regreso a casa…
—¡Fuera! ¡Largo de aquí! ¡Vete a tu casa! —gritó Yolande.
No era un perro conocido. Era un sabueso de pelo amarillento y manchado de lodo, y tenía una cola que nunca le habían cortado. Pese a la distancia que los separaba, Yolande vio que tenía sarna. Era muy extraño que la observara mientras trotaba a su lado; tenía una expresión casi humana.
—Ya me has oído, no permitimos que entren perros vagabundos a nuestra propiedad —dijo Yolande, comenzando a sollozar.
La criatura se detuvo, levantó una pata trasera, y en respuesta a sus palabras orinó en un matorral.
—Qué desagradable eres… Los perros son muy desagradables —murmuró Yolande.
Dio media vuelta y aceleró la marcha, y creyó ver, más o menos a un kilómetro y medio de distancia, las torres del castillo, las torres de su hogar. Pronto llegaría y se ocuparían de ella y el sabueso no se atrevería a seguirla, así como el chico tampoco se había atrevido, y le contaría a su padre y al tío Gideon lo que había sucedido, y entonces… El perro amarillo trotaba junto a ella, a veces distanciándose, otras veces acercándose, para su horror, gruñía y le mordisqueaba los talones, y luego se caía y se acobardaba un poco sin dejar de mirarla con esos ojos oscuros y húmedos. La estaba viendo, estaba pensando en ella… Yolande intentó reprimir el llanto. Porque si cedía, ya no podría parar. Pero había perdido el sombrero: en algún momento se le cayó y lo perdió, pero no se atrevía a buscarlo. Ahí comenzaron los sollozos. El perro, siguiéndole el paso con la lengua colgando, retrajo los labios y le mostró los dientes manchados con una mirada de escarnio intencionado.