En la habitación de los niños

A los diecisiete años, cuando se enamoró perdidamente de la hija adoptiva de los Bellefleur, la pequeña Goldie, Garth era casi tan alto y tan ancho de espaldas como su desmesurado padre, Ewan, y tenía un carácter aún más irascible: en cierta ocasión, sus amigos le impidieron por la fuerza que aceptara la apuesta maliciosa de un buzo temerario en la feria de Nautauga Falls, durante un verano en el que Garth tenía catorce años (el retador, Pete McSweet, El Flamante, se zambulló en un estanque de lona de tres metros de profundidad desde una torre de treinta metros que oscilaba hasta con la suave brisa de agosto, para asombro y deleite de su público enmudecido y, aunque solía tirarse por el aire envuelto en llamas rojas y anaranjadas, estaba dispuesto a permitir que el intrépido Garth Bellefleur se tirara sin prenderse fuego… Las generosas apuestas a favor de Garth, si es que llegaba a ganar, eran de cincuenta a uno) y los atacó con violencia, golpeando a uno de ellos hasta dejarlo inconsciente, dislocándole la mandíbula a otro, abrazando a otro con sus brazos gigantescos y levantándolo y apretándolo hasta que el chico (que tampoco es que fuera frágil, precisamente) pidió a gritos que lo soltara. Cuando Ewan se enteró del incidente —es decir, de la apuesta, no del ataque de Garth a sus amigos—, entró en cólera y lo sacó a rastras para meterlo en uno de los graneros de lúpulo vacíos, diciéndole a gritos que había estado a punto de quedar como un idiota, de permitir que un estafador malnacido lo convenciera de romperse la crisma, y en público, por si fuera poco; y ya que era tan terco, lo mejor sería que se quedara en casa para que lo vigilaran las mujeres. El disgusto de Garth, y la veneración que sentía por su padre, le hicieron encogerse ante la ira de Ewan y aceptar sumiso unos cuantos azotes en la espalda, en las nalgas y en las piernas. Incluso lloró, a solas en el granero; o al menos quedó sumido en unos sollozos fuertes, roncos y sin lágrimas que lo dejaron exhausto y débil como un bebé.

Como Leah todavía no quería que Germaine se mudara a la habitación de los niños (no había cumplido su primer año, pese a su tamaño y la rapidez con que se desarrollaba; además, Leah se preocupaba mucho por ella, tenía un miedo irracional a que la pequeña muriera súbitamente mientras dormía) y como un día advirtieron que Christabel y Bromwell ya eran mayores para ese cuarto (además de que no se llevaban bien: Bromwell decía que no soportaba a su melliza, era lerda, era vulgar y hasta le ofendía que fuera unos centímetros más alta que él y pudiera intimidarlo cuando le diera la gana), había lugar en el cuarto para la pequeña Goldie cuando Gideon y Ewan la trajeron a casa; y allí la instalaron de inmediato. Allí podía escoger de entre varias camitas magníficas, todas con su colchón de crin de caballo y su dosel; podía escoger entre multitud de juguetes apasionantes: muñecas, animales de peluche, juegos, rompecabezas, colores, pinturas, tambores, clarines y platillos para niños, varios caballitos de madera, un tiovivo vienés de un metro y medio de altura con tres corceles espléndidos… Pero de pie en el umbral de la habitación, oyeron a la Pequeña Goldie decir, en su murmullo ronco y gutural:

—Este lugar no es para mí.

Fingieron no haber oído nada y aún la consintieron más. Tanto Leah como Lily afirmaban que era una niña hermosa: ¡tan desnutrida, tan maltratada! La abuela Cornelia tardó más en aceptarla: se había llevado un susto considerable cuando Gideon y Ewan (que llevaban diecinueve días ausentes) irrumpieron sin más en su sala de desayuno y le espetaron:

—Hemos traído una huérfana a casa, madre, no tuvimos más remedio.

Sus hijos estaban sucios y embarrados y parecían agotados, y Cornelia tuvo que mirar a Gideon varios segundos antes de comprender que, en efecto, era Gideon: tenía la barba entrecana, los ojos inyectados en sangre… ¡Una huérfana! ¡Una niña harapienta, con el rostro mugriento y el cabello desgreñado y grasiento! La violencia resignada con la que se rascaba la cabeza era una clara señal de que tenía piojos, y había algo perturbador —huraño, o sencillamente pícaro— en su mirada y en sus cejas finas y arqueadas. Cornelia atinó a decir:

—Ya veo, ya —aunque poco faltó para que se desvaneciera.

Estaba echada majestuosamente en su diván, envuelta en un vestido de seda flameante, dándole trocitos de cruasán con cereza a uno de los gatitos cuando Gideon y Ewan entraron con paso resuelto adelantándose a la servidumbre y arrastrando a aquella extraña niña, dejando un reguero de barro por toda la sala.

—Sí…, ya veo —farfulló Cornelia observando a la niña.

Estuvo varias semanas diciéndole a Edna (y callando ante su familia, porque sabía que la habrían abucheado tanto por desazón como por simple incredulidad) que la pequeña Goldie era un elfo, que no era ni mucho menos una niña de verdad. O quizá era mestiza.

Pero los días pasaron y la abuela Cornelia declaró al fin que la niña era una hermosura, un angelito, y que Gideon y Ewan habían hecho lo que había que hacer.

—Por algo somos Bellefleur —afirmó—. Podemos acoger a todos los niños abandonados que nos echen.

Al escéptico Garth la pequeña Goldie le pareció más extraña que hermosa. (Además, ¿qué significaba eso de «hermosa»?…).

Habían despedido a Demuth Hodge hacía ya tiempo, un Ewan taciturno lo había echado ofreciéndole seis meses de sueldo y ninguna explicación (una teoría era que Leah estaba indignada porque decían que Demuth había castigado a Christabel y a Morna dándoles unos azotes en las nalgas con una regla por haberle metido en el bolsillo de su vieja chaqueta de tweed unas moras muy maduras que se deshacían con nada; otra teoría era que Bromwell había censurado al joven con desdén: sus conocimientos de matemáticas avanzadas, afirmaba Bromwell, eran un auténtico fraude). La familia publicó anuncios por todas partes buscando un sustituto tanto de Estados Unidos como del extranjero, pero no apareció ningún candidato cuyo currículo y persona fueran del agrado de todos; por tanto los Bellefleur se quedaron sin tutor. Dada su reticencia a mandar a los niños al colegio, sobre todo a los más pequeños, no tuvieron más remedio que tratar de educarlos en casa. Todas las mañanas, desde las nueve hasta el mediodía, Hiram les daba clase de aritmética, álgebra, mitología clásica, y geografía universal; Vernon los instruía, dos o tres tardes por semana, sin programar, en redacción, literatura y «elocución» (que por lo general consistía en la lectura apasionada y en voz alta de sus poetas más admirados frente a un pequeño público risueño y siempre al borde del motín). Pero Bromwell se ofreció a darle clases particulares a la niña nueva, quizá porque al principio despertaba su curiosidad: le pareció que provenía de una tierra tan lejana, de un territorio tan remoto que hasta su misma humanidad era dudosa. ¡Qué extrañas, qué burdas, sus palabras!… ¿Sería algún dialecto indígena, o un idioma propio, absolutamente privado? Podría ser un desafío, un desafío científico, pensó Bromwell, enseñarle a ser humana…, a humanizarse a través de la lengua inglesa.

Pero pronto perdió la paciencia.

—Repite esto —decía una y otra vez—. Repite esto, por favor. ¿Me estás escuchando? ¿Entiendes lo que te digo?

Garth y Jasper y Albert se quedaban en el umbral de la habitación de los niños riéndose por lo bajo. Les molestaba la presencia de la pequeña Goldie. ¡Otra más!… Otra niña hermosa que acaparaba la atención de los adultos… Garth también sugería opciones, aunque pasaban inadvertidas. En especial le parecía cómico que la pequeña Goldie apenas lograra sostener la pluma en la mano, siempre se manchaba de tinta y también salpicaba a Bromwell. ¡Qué torpe, para ser una niña!… Llegado un momento, Bromwell se levantó las gafas para apoyarlas en la frente, se frotó los ojos con un gesto de cansancio más propio de un adulto y dijo con su voz áspera y severa:

—Quizá sí que eres mestiza, o por lo menos tonta: sea como sea, va a ser mejor que dejemos las clases.

Fue en ese mismo instante cuando Garth sintió que le invadía una emoción súbita e irresistible; no la hilaridad que se había apoderado de Albert y Jasper reduciéndolos a un par de hienas histriónicas, sino rabia…, una rabia tan violenta que hubo que sujetarlo para que no tirara a Bromwell, aterrado, por la ventana a la que lo había arrastrado:

—¡Maldito idiota! ¡Maldito sabelotodo! ¡Vamos a ver si esto te gusta! ¡Vamos a ver lo que pasa cuando te estrelles contra el suelo de abajo! ¡Vamos a…!

Garth habría llamado resentimiento a lo que siguió apoderándose de él semanas enteras, de haber sido un muchacho —que no lo era— dado a reflexionar sobre sus emociones: resentimiento y una ira latente, frustrante y dolorosa, y la sensación de que había algo que, por algún misterio, no le acababa de gustar. Garth siempre había sido reservado, aunque excesivamente bullicioso y animado; en cierta ocasión regresó a casa caminando una tarde de invierno cuando había salido en trineo. Por lo visto habían volcado, pero nadie resultó herido y Garth volvió sujetándose la mano contra un costado, sin decir nada a los otros niños, pero iba con el dedo meñique de la mano derecha casi colgando (Leah fue muy rápida y resuelta y se lo suturó a toda prisa mientras los demás intentaban localizar al médico) y, por supuesto, perdió sangre de manera alarmante. Nunca decía qué le pasaba, o por qué se enfadaba, tenía por costumbre estallar en arrebatos de pasión sin más. Cuando Yolande (con quien compartía ciertos secretos sobre sus padres y demás adultos) le preguntaba qué le ocurría, por qué estaba de tan mal humor, él se limitaba a mascullar:

—Vete al infierno, maldita perra entrometida.

En la habitación de los niños había cosas con las que Garth había jugado de pequeño y de las que se aburrió al crecer —los caballitos de madera, el tiovivo, los animales de peluche—, aunque tenía un vago recuerdo de ellas y el mero hecho de verlas le llenaba de una ira incipiente e inexplicable. Observaba a la extraña niña moverse entre todo aquello, silenciosa como él, cogiendo y dejando los juguetes como si ella también los reconociese, pero sin saber exactamente qué hacer con ellos. Varias de las chicas —Christabel y Vida y también Yolande, por supuesto, que era incapaz de resistirse a nada que tuviera un halo de misterio y abandono— jugaban con la pequeña Goldie, haciéndose amigas poco a poco, ayudándola con sus clases dado que Bromwell tenía prohibido entrar en la habitación de los niños (curiosamente Gideon apoyó a Garth cuando éste perdió los estribos, y le habría dado unos buenos azotes en el trasero a Bromwell de no ser porque el niño se echó a llorar), también la ayudaban con su pañito del alfabeto, que era de vistosos tonos violetas, dorados y verdes, exactamente igual a uno, ya viejo y deshilachado, que había en la pared tras un cristal y que en su momento hizo una tal Arlette Bellefleur —el alfabeto, los números del uno al diez y la frase yo soy arlette bellefleur, nacida en 1811—, aunque como es natural, el de la pared estaba ya muy desvaído. A nadie le parecía desconcertante que Garth, tan aficionado a estar fuera de la casa aun cuando hacía mal tiempo, estuviera a todas horas en la habitación de los niños con las chicas y se ofreciera sin dudarlo a reparar la casa de muñecas (que, como decía Yolande, debía de tener cien años y probablemente estaba infestada de termitas) cuando la pared de vaivén se salía de las bisagras, o a cambiar los muebles de lugar (imitaban a la inquieta Leah, a quien nada le gustaba más que pasar una tarde lluviosa impartiendo órdenes a los sirvientes para que movieran los muebles de lugar, o haciéndolo ella misma con esfuerzo e impaciencia)… Había una frágil estantería hecha con carretes de hilo vacíos, pintada de rojo escarlata y llena de figuritas de porcelana para muñecas: aves y animales y huevos diminutos de cristal, que Garth cargó sin esfuerzo y con toda delicadeza para que nada se cayera y se rompiera; el pequeño sofá de crin de caballo que era una réplica de uno que había en el cuarto de estar; la caja de música que tanto pesaba y que medía por lo menos un metro de alto y uno y medio de largo, como un ataúd de niño, y que al parecer se había fabricado en Suiza aunque los rollos fuesen americanos. Cuando Yolande le dio las gracias fogosamente como si estuviera orgullosa —sobre todo delante de la pequeña Goldie— de lo considerado que podía ser su hermano, Garth se sonrojó y no supo qué decir. Lo único que sabía era que la extraña chiquilla de rostro solemne y pecoso y cabello rubio platino, largo hasta la cintura, tenía la mirada clavada en él.

Decidió entonces huir de la habitación y pasó una semana más o menos fuera de la casa: trabajó en la granja, acompañó a Ewan y a Hiram a un viaje de negocios por Nautauga Falls. Y una tarde reapareció durante una tormenta en la que la temperatura bajó unos quince grados en una hora. Les preguntó si no querían que les encendiera el fuego en la pequeña chimenea. Para entonces era evidente que la pequeña Goldie ya se sentía más cómoda y parecía contenta de verlo. Se reía con frecuencia, aunque no siempre explicaba el motivo de su alegría; abrazaba a Yolande cuando ésta le tomaba las manos torpes para ayudarla a enhebrar una aguja particularmente fina; le ofrecía a Garth una tacita de muñecas con un poco del repugnante té de nébeda que las chicas habían preparado. Una de las mujeres se tomó el trabajo de hacerle tirabuzones y su aspecto era dulce, recatado y con la misma devoción improbable que traslucían los dibujos a lápiz de los Bellefleur cuando eran pequeños y que adornaban las paredes de la habitación de los niños (dibujos insulsos de varios artistas, Raoul, Emmanuel, Ewan, Gideon e incluso Noel, Matilde, Jean-Pierre II, Della y Hiram, y uno o dos niños más sin identificar, todos en idénticas poses: las manos entrelazadas para rezar, la mirada suplicante apuntando al cielo); pero ni siquiera entonces Garth se daba cuenta de cuánto la amaba.

Giraba la manivela de la caja de música para las chicas y cambiaba de buen grado los rollos de cobre, aunque le abochornaba verse forzado a admitir —a diferencia de Bromwell, que jamás se vería forzado a hacerlo— que no tenía la menor idea de cómo funcionaba el mecanismo.

—Funciona así y ya está, esto va aquí —decía, sonrojándose cuando la pequeña Goldie se acercaba junto a Christabel y Yolande.

La caja de música nunca fue uno de sus pasatiempos favoritos cuando él dormía en la habitación de los niños, incluso ahora le resultaban molestos los paneles de roble suaves y relucientes y la tapa de vidrio grabado con motivos elaborados. Podía romperse en cualquier momento y, en tal caso, ¿cómo rayos iba a repararla?

Uno de los rollos emitía, a distintas velocidades, minués ingleses y rondós y melodías delicadas y cantarinas, otro tronaba con himnos acompañados de un órgano ruidoso y otro rollo —el favorito de Garth— emitía El himno de batalla de la República, La gran marcha del general Harrison y la Polka y chotis de la Brigada Ligera de St. Louis. A Garth le comenzó a agradar la música o, en todo caso, le comenzó a agradar el interés solemne y reverencial que la pequeña Goldie mostraba por ella, y aunque las otra niñas pronto se aburrieron y se fueron dispersando, y Yolande comenzó a ausentarse días enteros de la habitación de los niños, Garth nunca se cansó de girar la manivela de latón. Es más, en su luna de miel, en su noche de bodas, la Polka y chotis de la Brigada Ligera de St. Louis habría de alcanzar una belleza rayana en la euforia.

Como nunca antes había estado enamorado, Garth no tenía idea, y tampoco a nadie se le habría ocurrido explicarle (porque él era temperamental por naturaleza y a menudo se alejaba dando un gruñido cuando se le acercaban) cuál era la causa de su insomnio, de que hubiera perdido el apetito, de que quisiera estar solo —en el cementerio, en el riachuelo Sangriento, montando su caballo a orillas del riachuelo Mink— o por qué, contra toda lógica, ya nunca quería estar solo, sino con la pequeña Goldie. Le manchó el labio de sangre a su primo Louis al chocar con él sin querer y salió corriendo descalzo bajo la lluvia, a altas horas de la noche, para detener a su tío Hiram que, sonámbulo, había logrado abrir las dos o tres puertas que habían trancado para protegerlo y se iba tropezando con los ojos muy abiertos, los brazos lánguidos extendidos, rumbo al muelle de los Bellefleur en el lago Noir: pero Garth lo hizo con una gentileza tímida y peculiar. (Alguna vez lo habían mandado a buscar a Hiram y nunca pudo resistir la tentación de agarrar el brazo del viejo presuntuoso con brusquedad y sacudirlo para despertarlo, aunque le habían dicho que no lo hiciera). Atacó a Mahalaleel cuando éste se subió de un salto a la mesa de hierro forjado del jardín donde parte de la familia estaba almorzando, e intentó escapar con una pata de pavo en la boca, aunque por esa acción imprudente se hizo daño en el antebrazo y todos lo reprendieron: no tenía que haber intentado lastimar a Mahalaleel, sino recuperar la pata de pavo. Y también comenzó a ser más paciente con Vida y a decirle a los demás que no siguieran a Raphael cuando se iba a su laguna y que lo dejaran en paz, ¿qué rayos importaba si Raphael quería estar solo todos los días? La sangre le corría por las venas con una furia impulsiva y repentina y luego se calmaba; y a veces tenía ganas de llorar; y en efecto sufría de insomnio por primera vez en su vida. (Garth siempre estuvo convencido de que los que afirmaban no poder dormir en toda la noche mentían. Seguro que mentían, si no ¿cómo hacían para que no se les cerraran los ojos como a él, a los pocos segundos de apoyar la cabeza en la almohada?).

Una noche de insomnio recorrió el pasillo del segundo piso en dirección a la habitación de los niños y vio a la tía abuela Verónica deslizándose sin hacer ruido, delante de él, descalza y muy pálida, el cabello gris pizarra suelto sobre los hombros, la bata oscura (porque vestía de luto, al igual que Della, incluso por la noche) flameando en torno a ella y le pareció insólito que Verónica se detuviera en la puerta de la habitación de los niños unos segundos inclinando la cabeza y después abriera la puerta y entrara. Insólito e inquietante, aunque no sabría decir por qué. ¿No era acaso un derecho, incluso una obligación, de las mujeres de la casa vigilar a los niños de vez en cuando? Pero siguió a Verónica y entró en la habitación. Fue entonces cuando vio, a la luz de la luna, cómo se inclinaba sobre la pequeña Goldie dormida, y lo rígida que se le puso la espalda cuando escuchó o percibió su presencia. Pero se volvió hacia él de buenos modos, como si no estuviera muy sorprendida y, llevándose el dedo índice a los labios, lo empujó hasta el pasillo iluminado por las velas, y dijo, con los ojos casi cerrados como si pestañeara:

—Qué hermanita tan maravillosa te han traído Ewan y Gideon. Es muy atractiva, ¿no crees?

No fue sino al cabo de varias semanas angustiantes, al anochecer de un día borrascoso de agosto, cuando, en presencia de la pequeña Goldie, comprendió por primera vez la naturaleza de su aflicción. Vida y Christabel y Morna y la pequeña Goldie le habían servido «té» en la habitación de los niños, usando tazas y platillos de miniatura, y todas estaban más tontas que de costumbre porque no era té lo que bebían sino jerez dulce que una de ellas había robado de abajo (los niños Bellefleur de todas las generaciones siempre robaron jerez dulce y licores de abajo, y rara vez los pillaban, ni siquiera los adultos que habían hecho lo mismo durante su infancia en esa misma casa) y comenzaron a reírse de los dibujos a lápiz que había en las paredes y que parecían, como dijo Christabel reiteradas veces, traseros de caballos. ¡Ahí estaba Ewan de niño! ¡Qué gracioso, con los ojos mirando hacia arriba! ¡Y Hiram, casi un bebé! Pero ¡por qué tenían los labios tan oscuros, como si los tuvieran pintados, y por qué las niñas tenían esos peinados tan grotescos! Y esos ojos que brillaban como si fueran angelitos. El más angelical de todos, el más hermoso de los retratos era el del tío de Garth, Gideon, que debía de tener la edad de la pequeña Goldie cuando lo dibujaron. Christabel no podía dejar de reírse, hasta le corrían lágrimas por las mejillas.

—¡Mirad a papá! ¡Mirad a papá! —exclamaba.

Pero la pequeña Goldie, sobria de repente, corrió hasta la pared y se puso de puntillas para contemplar mejor el retrato. Garth vio cómo le cambiaba la expresión; cómo observaba embelesada al niño imponente que había dentro de aquel marco dorado y ornamentado. Después musitó algo así como:

—Es él, ¿no?

Y a Garth se le contrajeron las entrañas con violencia y se le llenaron de un veneno que supo de inmediato —aunque ¿cómo iba a saberlo, al no tener experiencia?— que eran celos. Apretó la taza diminuta con tanta fuerza que el asa se hizo añicos.