Hincado de rodillas, huesudas y temblorosas, en un saliente de granito cubierto de fragmentos de hielo malévolos, quebradizos y filosos como una hoja de afeitar, las manos entrelazadas con fuerza, la cabeza en el extremo de su cuello largo, muy largo y delgado, inclinada hacia la cima nevada de la montaña sagrada Mount Blanc, los ojos llorosos y entornados para protegerse del viento que rugía en aquel cielo azul turquesa, todo claridad e inocencia, Jedediah oyó, por encima del ritmo agudo y percusor de su propia voz (que casi nunca elevaba, casi nunca oía en alto salvo en momentos de impaciencia e impotencia, cuando se peleaba con el espíritu de la montaña que habitaba en su claro con toda impertinencia y crueldad, o incluso en su propia cabaña, con la apariencia de la joven esposa de su hermano…, porque sin haberlo elegido conscientemente, Jedediah comenzó una noche a responder las preguntas insinuantes del espíritu, y después a reaccionar, a veces con exasperación y rabia, a sus proposiciones descabelladas: ¡sí, tendrían que desnudarse y tirarse al agua oscura de allá abajo!…, ¡tendrían que aullar y rasguñarse y rodar por el claro, bajo la luna llena!)…, arrodillado en su saliente de granito, cabizbajo, su voz resonando como cada mañana al salir el sol, tal vez ayudándolo a superar su reticencia a salir, oyó, medio latido después de cada una de sus palabras, de las sílabas de sus palabras desafiantes, un eco, un eco débil, apenas perceptible y burlón que tenía una voz desconocida para él: y se calló de inmediato.
Esperó mientras abría los ojos con cautela.
En los últimos meses, o era en los últimos años, su sentido del oído se había aguzado. Oía los gritos incrédulos de dolor —gritos de dolor punzante— de los falsos abetos que estaban talando a muchos metros más abajo: era tan lamentable que tuvo que taparse los oídos con retazos de trapos, pues los árboles quedaban ahí tirados, los descortezaban en el bosque donde yacían y allí los dejaban sufriendo mientras la conciencia vital los abandonaba poco a poco, como probablemente había entrado en su momento, y aunque los asesinos no les prestaran atención, aunque no escucharan nada, Jedediah era incapaz de no oírlos. Su aguzado sentido captaba los gritos de aves pequeñas desgarradas en el aire por halcones, y de los conejos apresados por búhos y de mapaches atacados por lobos; un grito particularmente desgarrador lo hizo salir de su cabaña una mañana invernal y vio, en lontananza, al otro lado de la sima, una criatura peluda del tamaño de un zorro retorciéndose en las garras de un ave gigantesca que se la estaba llevando —el ave tenía la cabeza roja y sin plumas, pero el pico era parecido al de una garza real, plumas blancas con las puntas negras, como manchadas de alquitrán, la cola larga y puntiaguda, de un largo extraordinario—, un depredador asombroso que Jedediah no había visto nunca y que no podía identificar.
Se puso de rodillas, la cabeza inclinada a un lado, la barba —que como es lógico le había vuelto a crecer…, se la había recortado hacía muy poco— le rozaba el hombro desnudo con aspereza.
Silencio.
¿Dios?
Silencio.
«… Por tanto os digo: No penséis tanto en vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni en vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es más inmensa la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo… Considerad los lirios del campo… Por tanto no os canséis diciendo: ¿Qué vamos a comer, o qué vamos a beber, o cómo nos vamos a vestir?… Mas buscad primero el reino de Dios y Su justicia, y todas estas cosas os serán dadas. Por tanto no penséis en el mañana, pues el mañana traerá sus propios pensamientos. Ya os preocuparéis por eso llegado el momento…».
De nuevo el eco. Débil, risueño, burlón. Lo oía con total claridad aunque su propia voz no se apagó.
Se puso de pie despacio, irguiéndose con dificultad. (La rodilla derecha le dolía ya casi todo el tiempo. No recordaba cuándo comenzó a dolerle: hacía sólo unos días, una mañana, pero lo había acompañado siempre). Se hizo sombra con la mano y miró de lado a lado, hasta donde le llegaba la vista, hasta el barranco que se precipitaba con luces y sombras y espuma blanca y ardiente, desde la colina cubierta de rocas hasta el bosque de pinos; después alzó la vista despacio, con veneración, y llegó hasta la cima misma del Mount Blanc. Que los árboles fueran desapareciendo a medida que la montaña se elevaba hacia Dios, que la nieve y el hielo coronaran la cumbre era para Jedediah la señal inequívoca de que era una montaña sagrada. Podía observarla, recorriendo toda esa distancia azotada por el viento, hasta que le dolían los ojos y se le cansaba la vista, y aun así sentir que no había sino comenzado a rendirle homenaje. ¿No era probable que un lugar tan sagrado disipara toda maldad?… ¿No era probable que el mismo Satanás se encogiera de miedo ante aquel esplendor glacial y brutal?…
En cierta ocasión, Jedediah se subió al saliente del barranco, haciéndose sombra con la mano para divisar a un halcón que planeaba y bajaba en picado, y fue entonces cuando oyó un disparo. Una bala le pasó rozando la cabeza. Se tiró a la roca de inmediato. Sin pensar —sin tiempo de pensar— se tiró al suelo y allí se quedó tendido mucho tiempo; y entonces sus labios cautelosos y adormecidos recitaron: «Dios mío, ten piedad, Dios Santo ten piedad, no me dejes morir antes de mostrarme Tu rostro…, no hagas de mi peregrinaje hacia Tu reino una burla, y de mi amor por Ti una broma pesada, truncada de golpe por un accidente insignificante», con los brazos y las piernas extendidos, logró arrastrarse para alejarse del acantilado y atrincherarse en su cabaña. (Para entonces ya había reforzado la precaria estructura con troncos de abedul e impermeabilizado el tejado; puso tablones en el suelo; dos vidrios en las ventanas, que no medían más de treinta centímetros, y construyó una puerta de roble macizo con un pasador de hierro). Se quedó en la cabaña, tendido en la cama de cáscaras de maíz un tiempo indefinido, demasiado débil hasta para seguir rezando; después debió de quedarse dormido porque cuando despertó ya era de noche y estaba solo y Dios le hizo saber que ya había pasado el peligro, y que volvía a estar solo en la montaña y nadie le haría daño; y el corazón se le llenó de un júbilo parecido al júbilo de un niño cuando entiende que no lo van a castigar, después de todo, y que va a poder regresar a los brazos de su madre, a su seno cálido y comprensivo.
A la mañana siguiente, temblando por su propia osadía, Jedediah fue con aire resuelto al borde del acantilado y comprobó, al cabo de unos minutos, que estaba completamente solo, y que Dios no lo había engañado. Desde aquel día en adelante, nadie lo volvió a disparar jamás.
Sin embargo, de vez en cuando sufría intromisiones. Le parecía que los intrusos —tramperos, cazadores en su mayoría— aparecían pisándose los talones unos a otros y que apenas tenía tiempo de disfrutar de la sagrada soledad de la montaña, o de sentir que no era más que un par de ojos —un par de ojos y un cuerpo tan delgado, tan puro, que poseía la fragilidad de una capa de hielo traslúcido—, como Dios deseaba. (¿Por qué había llamado Dios a Jedediah Bellefleur a las montañas, si no era para purificarlo del fragor de la creación, del frenesí de la lujuria, de la locura de revolcarse en la carne, de unos cuerpos retorciéndose con otros en un vano intento de aniquilar su soledad? ¿Por qué lo había llamado si no era para salvarlo del destino de su hermano, y del repugnante destino de su padre, hundiéndose cada vez más en el lodazal de los sentidos? Porque si bien era cierto que su hermano Louis estaba casado y se decía que Dios veía con buenos ojos la unión entre marido y mujer, considerándolos una sola carne en unión sagrada, Jedediah sabía muy bien que Dios se apartaba con desagrado de los instintos más bajos y habitaba con todo Su esplendor inviolable en la cima del Mount Blanc, donde ningún ser vivo podía sobrevivir).
Pero Jedediah vivía más abajo. Y por lo tanto, los seres humanos interrumpían su paz. Si los oía venir se escondía, como es natural. Pero ¡qué podía hacer si aparecían por sorpresa! En cierta ocasión, el espíritu de la montaña que tanto se divertía tomando la forma e imitando la voz de la joven esposa de Louis le tomó el pelo proponiéndole un disparate tras otro: con voz de niña, estridente y falsa, lo reprendía por haber atrapado un mapache para comer, una criatura tan bonita, un rostro tan adorable, y casi domesticado por completo…, ¡y tan gordo!…, ¡qué asco, cómo podía comer esa carne!…, ¡cómo él, el desapasionado y monástico Jedediah, podía decidirse a comer una carne así!…, y tanto lo distrajo, tan nervioso se puso por miedo a sucumbir al tormento del espíritu y comenzar a contestarle (cosa que, por desgracia, hacía con frecuencia, y nada les gustaba más a los espíritus de la montaña que engañar a un ser humano para que conversara con ellos como si en verdad existieran), que no oyó ni tampoco vio venir a un curioso grupo de visitantes: unas seis o siete chicas de edad parecida a la de su cuñada (cuyo nombre había olvidado, pero recordaba que tenía dieciséis años y era muy joven para su edad), vestidas con pantalones cortos de lana que les llegaban hasta las rodillas, medias gruesas, unas botas de montaña que Jedediah no había visto nunca y chaquetas gruesas tejidas con vistosos colores. Las chicas tenían las mejillas rojas como manzanas y estaban sin aliento debido a la altura, pero sin duda gozaban de una salud excelente; el cabello trenzado y encrespado con exuberancia. Jedediah disimuló su sorpresa y su consternación, dejó la azada (porque era un día cálido de junio, uno de los primeros días cálidos del año, y quería poner una huerta, patatas en su mayoría, aunque el suelo era fino, pedregoso e inhóspito), y les ofreció agua, carne de lata, fruta disecada, mendrugos de pan, que ya estaba correoso y duro, pero que se podía comer mojándolo en papilla de avena —de hecho, eso era todo lo que tenía—, porque las chicas habían recorrido a pie una considerable distancia y se podría decir que eran sus huéspedes mientras permanecieran en la montaña. Pero la que dirigía la excursión se lo agradeció y sólo aceptó el agua, que las chicas bebieron con un visible placer, pasándose el vaso abollado de lata de Jedediah de mano en mano y mirándolo por encima del borde con risitas tontas. Podían ser hermanas, eran muy parecidas: ojos oscuros y brillantes, flequillo castaño que les cubría la frente, labios carmesí.
Por alguna razón no quería que se marcharan rápido. Cuando pasaban los cazadores y los tramperos e incluso Mack Henofer, dejaba claro, por su actitud cortante y brusca, su silencio casi total y la forma en que clavaba la mirada en el suelo, que deseaba que se marcharan lo más rápido posible —advirtió que le costaba mucho respirar en su presencia—; detestaba que estos hombres burdos osaran ofrecerle whisky y tabaco como si le tuvieran lástima. (Mack Henofer, que le traía provisiones y cartas y obsequios y noticias de casa indeseadas, incluso le contaba algunos chismes sobre Jean-Pierre que los lugareños de más abajo consideraban escandalosos, no lograba comprender el desdén de Jedediah, como es natural). Pero lo cierto es que casi lamentó la partida de las chicas, que tras descansar no más de diez minutos siguieron camino, agradeciéndole su amabilidad al unísono y cantando según se alejaban sin volver la vista atrás. (Los oídos agudos de Jedediah captaron la canción que cantaban mientras avanzaban a duras penas y se perdían de vista. Le pareció muy curiosa, aunque bastante simple, y se preguntó si no sería una canción popular del momento, allá abajo:
Yo no seré una esposa sumisa
No, yo no; no, yo no
No seré una esclava de por vida
No, yo no; no, yo no
No creas que cuando me casé
Yo dije, como otras
Amar y honrar y obedecer
Amar y honrar y obedecer
No no no no no no
No no no, yo no
Yo no me inclino por la tragedia
No, yo no; no, yo no
Acostarse a las nueve y media
No, yo no; no, yo no
No no no no no no
No no no, yo no).
Le dolió descubrir que no habían bebido el agua que les ofreció; no habían hecho más que pasarse el vaso de hojalata, llevándoselo a la boca y fingiendo que bebían. Durante días continuó escuchando sus voces cantarinas, traídas por el viento de la montaña, «no no no no no no, no no no yo no».
Otra visita que lo sorprendió (el espíritu de la montaña se había reído mucho de él por quitar los gorgojos de su plato de avena, uno por uno, y liberarlos… ¡Por qué no tiraba toda la avena al río; por qué no, pensándolo bien, sacaba de la cabaña todo lo que tenía, sus provisiones, su ropa de cama y hasta el pequeño taburete que tanto le costó hacer y lo tiraba todo por el barranco!… ¡Qué divertido!… ¡Y lo bien que se sentiría después!… ¿Acaso no dijo Cristo renunciad a todo lo que tenéis y seguidme?) fue la de un hombre muy alto que podía tener unos treinta años, con cabello castaño y entrecano, largo hasta los hombros anchos, una piel bronceada y curtida que parecía brillar con cristales diminutos de sal, la nariz grande y perfilada y unos ojos rasgados en los que el iris flotaba como un renacuajo, con la cola rizada y diminuta de un renacuajo. Un hombre extraordinario, le sacaba más de una cabeza a Jedediah, y muy fuerte, sin duda —llevaba una mochila y todo el equipo de acampada como si no pesaran nada—, pero también amable, de voz queda y excesivamente cortés. Aceptó un tazón de sopa de leche de setas que le ofreció Jedediah y se calentó junto a la hoguera, pero lo que más le interesaba era preguntarle a Jedediah sobre la región: era cartógrafo de profesión y había emprendido un proyecto ambicioso que tardaría años en terminar, trazar un mapa meticuloso de la región que atravesaba el Nautaugamaggonautaugaunagaungawauggataunauta. De modo que, tomando apuntes a lápiz, interrogó a Jedediah sobre todo tipo de arroyos y riachuelos y pequeñas cascadas, y los lagos de más arriba, y lagunas, por pequeñas que fueran, y senderos de montaña cubiertos por la maleza después de que los primeros exploradores los transitaran. Desplegó sus mapas de pergamino con infinitos detalles para que Jedediah los examinara; era evidente que estaba orgulloso de ellos, y también temeroso de acercarlos demasiado al fuego, o de que Jedediah los tocara sin querer.
—No hay nada más importante que conocer el contorno exacto de la tierra en que vivimos —le dijo a Jedediah en su tono suave y tranquilo—. Ésa es nuestra forma de conocer a Dios.
A Jedediah le gustó, aunque también le desconcertó, que aquel hombre tan alto no sintiera la menor curiosidad por él.
Y luego estaba Mack Henofer. Con excesiva frecuencia —cada seis o siete meses, o era una vez al año— llegaba Mack Henofer, siempre cuando Jedediah menos lo esperaba. Era un trampero que vivía en la ladera oriental del Mount Blanc, tan solo como Jedediah, pero no era autosuficiente, eso estaba claro: le gustaba ir al poblado lejano de Contracoeur, donde cambiaba sus pieles por dinero en efectivo y después se dirigía a los pueblos del sur, a Fort Hanna e Innisfail, incluso al pueblo lejano de Nautauga Falls, pueblo que Jedediah apenas recordaba. Se comentaba que Henofer había llegado al Nuevo Mundo para evitar la cárcel de Newgate y que había dejado la isla de Manhattan para aventurarse en el norte como alternativa, elegida rápidamente, al servicio militar obligatorio; se marchó de la región del lago Noir, con la misma rapidez, para evitar el matrimonio. Jedediah sabía muy poco de él y nunca preguntaba nada salvo para expresar su deseo, en un murmullo acelerado y cortés, de que Henofer gozara de buena salud. No cabía duda de que era un espía de Jean-Pierre y hasta era probable que quisiera engatusar a Jedediah para que se ocupara de algunas de sus trampas, pero Jedediah lo toleraba si la visita era breve y nunca demostraba su ira.
(¡Cuántas veces llegaba Henofer, cuántas veces se topaba con él! Un día en la montaña es todos los días, todos los días son uno, un único trayecto fluido e ininterrumpido del sol cruzando el cielo, segundo a segundo, deprisa, mientras uno respira, ahora raya el alba, ahora es mediodía, ahora es media tarde, ya el sol comienza a alargarse mientras se oculta, ahora anochece —apenas dura unos momentos—, ahora es de noche: y uno cae en el olvido del sueño, en la misma oscuridad que el sol ha penetrado. Los días pasaban con rapidez y ahí estaba Henofer de nuevo, esbozando una sonrisa como de disculpa, enseñando los dientes ennegrecidos y a veces la punta de la lengua roja que Jedediah imaginaba, consciente de que eran imaginaciones suyas, que podía ser levemente bífida. Siempre saludaba a Jedediah desde el claro, siempre gritando, siempre instalándose en su cabaña con toda naturalidad, esperando, conforme y sin apuro, el regreso de Jedediah, que podía ser días después).
De pecho corpulento, piernas largas y delgaduchas y con una gorra de lana apolillada que le cubría la cabeza hasta la frente durante todo el año, Henofer era un emisario de Jean-Pierre, pero —como él mismo se encargaba de aclarar— antes que nada se consideraba amigo de Jedediah.
—Tanto tú como yo vivimos en las montañas para alejarnos de todos ésos —y aquí a veces buscaba las palabras correctas, o soltaba alguna obscenidad espantosa— y nos debemos lealtad. No hay nada más que decir.
Y sin embargo, sí lo había, porque una vez que se le soltaba la lengua podía hablar horas y horas, engullendo toda la comida que el pobre de Jedediah se sentía obligado a ofrecerle (que a menudo eran albaricoques y frambuesas disecadas, mermelada y fresas en conserva que la esposa de Louis le acababa de enviar, y tiras de cecina y trocitos de caramelo), contándole todo tipo de rumores que no deseaba oír, cosas que probablemente no aparecían en la carta que Louis había enviado (porque Louis le escribía a Jedediah religiosamente, aunque hacía ya mucho tiempo que Jedediah había dejado de molestarse en responder). Según Henofer, el poblado de lago Noir crecía a pasos agigantados y había disputas y duelos por los límites de las propiedades; hombres asesinados en peleas de taberna; problemas con los indios y los mestizos; linchamientos de indios y mestizos y una familia de pendencieros, pobres y blancos, de apellido Varrell que vivía al pie de la montaña, pero que poco a poco iban mudándose al poblado; había envidia y resentimiento por la forma en que Louis y Jean-Pierre estaban comprando y alambrando tierras; resentimiento también por algunos de los ardides de Jean-Pierre: acababa de ganar una buena suma de dinero con la venta de varias carretadas de lo que él llamaba estiércol de alce del Ártico a granjeros que vivían río abajo y se habían asentado en suelo poco fértil, por lo que necesitaban rejuvenecer sus tierras con alguna sustancia «de alto contenido de nitrógeno»… Henofer también le hizo entrega de unos sobres diminutos y perfumados en los que su cuñada había introducido, por alguna razón que Jedediah no podía dilucidar, rizos de bebé. El primer rizo era castaño claro, el segundo de un rubio muy claro, y el tercero castaño oscuro. De modo que ahora había tres niños. Louis y su esposa habían tenido tres niños. Y Jedediah tenía dos sobrinos y una sobrina: Jacob, Bernard y…, ¿cómo se llamaba la niña?…, ¿Arlette?… Arlette. Seguro que eran hermosos. Seguro que Jedediah se alegraba. Era el deseo de Dios, no es cierto, el plan de Dios. Pero ¿por qué le enviaba esos ricitos la esposa de Louis? No sabía qué responder y por lo tanto no respondió nada; tiró los rizos al fuego.
«Dios mío, rezaba, por favor, concédeme mi propia vida. Mi unión contigo. Mi salvación. Libérame de ellos…, de ella».
Y Henofer partía al fin, sin más que decir, y Jedediah lloraba ante la inmensa alegría de la soledad. Porque sabía que Dios no le mostraría Su rostro a menos que estuviera completamente solo.
Gritó y esperó, tembloroso, a oír el eco.
Pero sólo oía el río. El río y los gritos lejanos, agudos e inconscientes de las aves.
—¿Hay alguien ahí? —gritó ahuecando las manos alrededor de la boca, pero no hubo respuesta—. ¿Por qué me atormentas —dijo bajando la voz—, por qué te burlas de mí cuando pronuncio la palabra de Dios?…
Con todo, no había más que silencio, hasta el espíritu de la montaña que tan ufano lo asediaba estaba ausente. Pero si hablaba con la palabra de Dios, si alzaba la voz para expresar las enseñanzas de Cristo con voz argentina, el eco burlón volvería: quienquiera que fuese el que lo atormentaba comenzaría a hacerlo una vez más, lo sabía.
—¿Por qué te burlas de mí, por qué me odias? —susurró Jedediah subido al barranco, expuesto al viento y abarcando con la mirada lo más posible—. ¿Quién eres?… ¿Eres un enviado de mi padre, o actúas bajo las órdenes de Satanás, o acaso eres alguien a quien he ofendido sin advertirlo cuando vivía allí abajo?…
Nada, ni el menor sonido. Ningún movimiento en el cielo abovedado sobre el Mount Blanc, salvo el curso incesante de las nubes y el vuelo rápido y fugaz de un halcón, al acecho de una presa demasiado pequeña para el ojo de Jedediah.