Durante dos noches de verano consecutivas, acampando a orillas de lagos desconocidos y remotos en algún lugar al sur del Mount Kittery, Gideon y su hermano Ewan sufrieron una experiencia peculiar —vergonzosa, desagradable, inexplicable, y sobre todo inquietante— de la que el resto de la familia jamás habría de saber, y que los mismos hermanos iban olvidar casi en cuanto regresaron a la mansión Bellefleur.
Se habían alojado una semana en el campamento de montaña de W. D. Meldrom, jefe de la Comisión Estatal para la Conservación. (Los Bellefleur eran amigos y socios de los Meldrom desde hacía muchos años, desde los días intensos en que Raphael Bellefleur aportó cuantiosas sumas de dinero para la campaña de sus compañeros del partido republicano; hubo un par de bodas entre miembros de las familias, no esplendorosas, pero satisfactorias para ambas partes, y los hermanos de la bisabuela Elvira trabajaron con los Meldrom unos años en la actividad maderera del extremo nororiental del estado). Ewan y Gideon exponían sus argumentos al comisario Meldrom con discreción pero con insistencia, mientras pescaban percas con aparejos livianos, disimulando su aburrimiento (en el campamento de Meldrom no había alcohol, y el lago estaba tan lleno de peces que —como decía Gideon con desprecio— hasta el pescador más torpe podía pescar, cada media hora, todas las percas feroces y escurridizas de kilo y medio o dos kilos que quisiera, con sólo un alfiler y unas lombrices), procurando no hablar nunca con excesiva vehemencia ni mencionar los acuerdos que los Bellefleur y los Meldrom hicieron en el pasado, para convencerlo de que la ley estatal vigente que garantizaba que los millares de hectáreas pertenecientes al estado serían «eternamente vírgenes» no era práctica. ¿No era acaso la madera un cultivo como cualquier otro, no debería cosecharse como los demás? ¿Y los bosques de familias madereras inteligentes y visionarias como los Bellefleur no estaban acaso mucho más sanos que los bosques «vírgenes», vulnerables a escarabajos, langostas, a todo tipo de enfermedades y a incendios provocados por rayos, y a tormentas? Según la ley estatal vigente, aprobada hacía décadas por una legislatura abrumada e intimidada por las argucias de los ecologistas a raíz de la Primera Guerra Mundial, estaba prohibido sacar de los bosques los árboles enfermos y podridos, incluso los que tiraban las tormentas; había que dejarlos donde habían caído, más allá del peligro y el desperdicio que suponían, y pese a que los bosques privados (como los de los Bellefleur y los Meldrom) se talaban con cuidado, para producir una variedad de maderas nobles y coníferas de distintas edades, con espacios abiertos y senderos, y con la menor cantidad posible de arbustos de durillo… Lo que los hermanos querían era que el estado les otorgara privilegios de «tala controlada» en la misma tierra que había pertenecido a su familia en el pasado (aunque no hicieron mucho hincapié en esta última cuestión, como es lógico).
La madera también es un cultivo, y debe cosecharse como cualquier otro, decía Meldrom con parsimonia, pero tardaba tanto en decirlo y había tantas interrupciones (Gideon y Ewan se aburrían en seguida con la familia del comisario y los demás huéspedes, en su mayoría personas mayores, duras de oído, y las cenas de tres horas en aquel lujoso hotel «de troncos», atendidas por innumerables sirvientes, les resultaban insufribles), que estaban seguros de que en realidad estaba insinuando otras cosas.
—Ese canalla quiere un soborno, es evidente —dijo Gideon.
—¿Tú crees?… Pero ¿no armó tanto escándalo hace unos años con lo de Jarald y su gente, en la Comisión de Caza?…
—Aquí lo difícil es calcular lo que estaría dispuesta aceptar, sin que lo considere un insulto, pero a la vez…, a la vez tenemos que pensar en nosotros, como es natural, en lo que podemos ofrecerle —agregó Gideon, bostezando.
Para Gideon, bostezar repetidas veces era una forma tanto de expresar como de contener la ira; a veces bostezaba cinco o seis veces seguidas, hasta que le sonaba la mandíbula y le lloraban los ojos.
Los hermanos estaban sentados cómodamente en un sofá de mimbre con almohadones mullidos frente al fuego encendido con leña de abedul, tomándose unas copas de bourbon que se habían traído precavidamente, en la habitación principal de su cabaña: un chalé de estilo suizo y ocho habitaciones, hecho de troncos pelados y barnizados, decorado con una curiosa mezcla de muebles caros e importados, muebles «rústicos» hechos a medida por ebanistas de la zona, y objetos agrestes: arañas fabricadas de cuernos de alce, mesas también de cuernos y culatas, ceniceros que antes fueron pezuñas, almohadas y tapices y alfombras hechos con pieles de osos, panteras, gatos monteses, castores. Estaban en ropa interior y calcetines, mirando el fuego con desgana.
—Hiram —dijo Ewan al fin.
—¡Claro! ¡Hiram!… Pero nuestro padre nos ha enviado a nosotros.
—De todas maneras, podríamos hablarlo con Hiram sin que se entere.
—Hiram se lo contaría.
—Bueno, pero ¿tú qué crees?… ¿Cuánto…?
Gideon apuró la copa.
—Yo no creo nada. Hay ciertas cosas en las que nunca pienso.
—Es como una partida de póquer —afirmó Ewan, incómodo.
—Sin la diversión —agregó Gideon.
Los hermanos permanecieron sentados un rato, en silencio. Gideon esperaba a que Ewan cambiara de tema y comenzara a hablar de las esposas de ambos, como solía hacer, no para hablar atropelladamente sobre los problemas que tenía con Lily, que iban en aumento (quería dejar la mansión y vivir, como ella decía, en cualquier otro lugar), sino para que le preguntara de Leah, por quien mostraba un interés algo excesivo; pero lo único que dijo Ewan cuando al fin habló fue:
—¡Mierda!
Y así fue que abandonaron el campamento de Meldrom al día siguiente antes del amanecer, diciéndole al sirviente que les habían asignado que habían recibido un mensaje urgente y debían regresar a Bellefleur por una emergencia, uno de los niños estaba enfermo. Le pidieron que se lo explicara al señor Meldrom y que le comunicara sus disculpas. Era poco probable que Meldrom se lo creyese, pero no les importaba.
—¡Al diablo con Meldrom! —exclamó Gideon riéndose.
Sin necesidad de consultarlo entre los dos (en cuanto Ewan mencionó el póquer la noche anterior, los dos supieron lo que acabarían haciendo), fueron en el coche hasta la posada de Goodheart, en Paie-des-Sables, donde precisamente se estaba jugando una partida de póquer y los hermanos fueron de inmediato invitados a unirse al juego.
Los detalles de las setenta y dos horas que siguieron eran confusos, y ni Gideon ni Ewan recordaban bien cuándo ni cómo perdieron no sólo todo el dinero que llevaban, sino los relojes, los cinturones, las formidables botas de cuero y el coche (un Pierce-Arrow de color ciruela y tapizado gris claro, comprado y compartido por los hermanos aquella primavera, cuando Gideon superó al fin la aversión al dinero —a lo que sabía del dinero— que había ganado en la carrera de Powhatassie). Durante las primeras horas de la partida a Gideon le fue bastante bien; y a Ewan tampoco le fue nada mal; pero con el correr de las horas, unos jugadores fueron retirándose de la mesa y otros apareciendo para unirse a la partida; uno de ellos, el abuelo de Goodheart (un anciano mestizo y quejumbroso, artero, con la cara arrugada, del que se decía que tenía ascendencia algonquina, iroquesa e irlandesa, con la boca desdentada por completo y un vocabulario inglés de no más de diez palabras, además de un historial de detenciones —que ni Gideon ni Ewan se tomaban en serio, sabiendo que los indios eran dados a confundir fechas y a mentir— por ser cazador furtivo en territorio de los Bellefleur «en los tiempos de Jean-Pierre Bellefleur»). Cuando los hermanos apuraron todo el bourbon que les quedaba y copa tras copa se acoplaron al ritmo de sus nuevos amigos, pagando la mayoría de las rondas, eufóricos, juveniles, bulliciosos y sumamente aliviados, como dijo Gideon, por encontrarse en la clásica partida de póquer que podían manejar…, de alguna manera, de alguna manera sucedió que sin darse cuenta de la magnitud de sus pérdidas, perdieron todo lo que habían llevado a Paie-des-Sables, todo lo que tenía valor. Y hasta parece que Goodheart cuestionó el pagaré que le ofrecieron.
Gideon barajó las cartas con furia una y otra vez, exigiendo que comenzaran una nueva partida de inmediato. Ewan estaba repanchingado en su silla, pálido, rascándose la barba con dedos sucios y romos. Ya era de mañana, una mañana agradable y neblinosa, con una lluvia intermitente; el suelo de la taberna, de madera sin pulir, estaba lleno de botellas, cigarrillos y colillas de puros, papeles, servilletas, envoltorios de celofán arrugados, sándwiches a medio comer. El abuelo de Goodheart reapareció (la noche anterior se había escabullido con seiscientos dólares de Gideon y trescientos sesenta de Ewan, inmensamente agradecido por su «amabilidad» y esbozando una sonrisa sin dientes que, sin duda, era más bien suplicante) y se puso a conversar con Goodheart y los demás, hablando en un dialecto indígena a base de consonantes ásperas y guturales que Gideon y Ewan no entendían. Estaban de pie junto a la barra, a cierta distancia, conversando y mirando a los hermanos, y hasta ahuecaban la mano alrededor de la boca instintivamente para hablar en secreto, un gesto bastante burdo e infantil…, como si Gideon o Ewan tuvieran la menor idea de lo que decían.
—Qué idiotas —dijo Gideon barajando las cartas—. Mira ese viejo maldito. ¡Él! Quiero una revancha contra él.
—No quieren aceptar nuestro pagaré —agregó Ewan aturdido.
—Serán malditos, los mestizos estos… Tienen que aceptarlo.
—No lo quieren, te lo digo yo, y ese anciano hijo de perra les está diciendo que no lo acepten…
—Vamos a comprarles este lugar de mala muerte —dijo Gideon—. Lo compraremos y lo arrasaremos. Los obligaremos a huir. Los perseguiremos hasta que vuelvan a la reserva.
—Nos tienen miedo.
—¡Y por qué demonios van a tenernos miedo! —exclamó Gideon, dando un puñetazo en la mesa—. ¡El pagaré de un Bellefleur vale más que el dinero de cualquier otra persona!
—… Han hecho trampas. Pero yo no lo he visto, ésa es la verdad —dijo Ewan.
—¡Eso ni lo sueñes! Yo sí que me habría dado cuenta —contestó Gideon.
Ewan se llevó el vaso a la boca con aire pensativo y comenzó a mordisquear el borde con los dientes.
—Lo mejor será irnos a casa, ya volveremos en otro momento.
—Estoy ofreciendo a esta panda de mestizos un pagaré por mil dólares y más les vale aceptarlo porque de lo contrario volveré y prenderé fuego a este lugar, les arrancaré las orejas de mierda y el cuero cabelludo, los muy hijos de perra, es un insulto, no pueden insultar nuestro nombre como lo están haciendo, no pienso quedarme de brazos cruzados ante una ofensa semejante —dijo Gideon. Hasta hizo ademán de ponerse de pie, dejando caer las cartas sobre la mesa; pero una fuerza desconocida, como una mano presionándole la frente, lo detuvo. Volvió a sentarse, con pesadez—…, ante semejante ofensa. ¡Es un insulto!
—Nos tienen miedo. Creen que podríamos…
—Creen que podríamos recuperar todo lo que hemos perdido, los muy desgraciados. Quiero recuperar ese Pierce-Arrow. Quiero recuperarlo y lo voy a recuperar, mira cómo parlotean los idiotas, mira a ese indio anciano y delincuente, cualquiera diría que es una especie de cura o curandero o algo, quiero una revancha contra él, quiero recuperar ese coche, si no —dijo refregándose los ojos con fuerza—, si no, no nos quedará nada… Y ya sabes quién nos echará la bronca…
—A Lily más le vale no decirme nada —dijo Ewan en voz alta—. Lo ha intentado un par de veces y sabe muy bien lo que sucede… Te aseguro que me volvió loco, me irritó tanto que me enceguecí y la zarandeé hasta que le crujieron los dientes…
—¡Más vale que os sentéis aquí ahora mismo, canallas! ¡Será mejor que aceptéis ese pagaré y os sentéis aquí delante para comenzar la maldita partida! —gritó Gideon.
Pero no parecía que fuera a haber partida.
Finalmente sí que habría otra partida: siempre y cuando los Bellefleur aceptaran un cambio en las condiciones.
Gideon y Ewan lo conversaron y concluyeron —contrariados— que aceptarían el cambio en las reglas de juego: tendrían crédito por quinientos dólares, pero los demás no pondrían dinero, sino dos caballos excelentes, con sillas de montar, mantas, y equipos para acampar. (Si no, ¿cómo harían los Bellefleur para regresar a casa?… Estaban a muchos, pero muchos kilómetros de su hogar).
Fue así como comenzaron una nueva partida y esta vez el abuelo de Goodheart no fue tan listo y en una hora Gideon y Ewan no perdieron ni un centavo de los quinientos dólares, de hecho, ganaron los caballos, las sillas de montar y el equipo para acampar, que consistía en una tienda de campaña de lona grande aunque muy raída y manchada y dos sacos de dormir, igual de manchados, de los que emanaban olores que los Bellefleur prefirieron no interpretar. Los caballos tenían el lomo hundido y las babillas huesudas, dos caballos castrados con los dientes manchados, pero a los ojos enrojecidos de Gideon parecían bastante confiables; Ewan y él llegarían a casa con ellos; o al menos cerca. La sorpresa de lo ganado fue una chica muy jovencita, la pequeña Goldie, de quien dijeron que era mestiza y que su madre soltera había huido unas noches antes con un trampero canadiense.
Supieron desde el principio que había algo turbio en todo aquello, muy turbio: ¿cómo era posible que una niña tan blanca, de ojos tan claros y azules, nariz respingona y un porte tan digno y caucásico fuera mestiza? Gideon farfulló que no perdían nada con llevársela, en el poblado indio no tendría mucho futuro y a los Bellefleur no les importaría que hubiera un niño más; debía de tener la edad de Christabel; y probablemente a Leah le encantaría. Ewan murmuró que el castillo ya desbordaba de niños; a veces le parecía que había más niños de lo que ninguno de los adultos creía, niños corriendo por las escaleras arriba y abajo, jugando al escondite en el sótano y en los establos y graneros, husmeando las habitaciones en las que no tenían permiso para entrar y causando un alboroto generalizado. Quién iba a alimentar a todos aquellos niños era algo que a Ewan le gustaría saber. Y ahora que Leah había tenido otra niña, Lily lloriqueaba y se quejaba con fastidio porque también ella quería tener otro hijo: ¿dónde irían a parar?
—Pobre criatura, el destino que le espera en estas montañas no va a ser muy feliz —señaló Gideon—. Me parece que no tenemos opción, Ewan.
Pisando el lodo de detrás de la posada Goodheart, con la mirada fija en los dos jamelgos y en la niña, que les devolvía la mirada con ojos impávidos, los hermanos se despejaron de súbito. La lluvia era cada vez más fría y al ponerse el sol era muy probable que hubiera heladas, a pesar estar a finales de julio.
—Bueno, está bien —dijo Ewan contrariado—. ¿De quién va a ser? ¿Tuya?
—Nuestra —respondió Gideon.
Por lo que pudieron averiguar, la pequeña Goldie no tenía apellido, o no lo recordaba. Hablaba marcando mucho las consonantes, con voz pastosa, la cabeza gacha y la pequeña barbilla contra la garganta. Tenía la piel delicada, suave y pálida, con algunas pecas, como si le hubieran espolvoreado polen; un cabello claro que le llegaba a la cintura y que, aunque estaba sucio y desgreñado, era de una belleza inquietante.
Los hermanos la observaron. Había algo en aquel rostro ovalado y coqueto, en la nariz respingona, en los ojos marrones… Su actitud tímida y a la vez imperiosa, asustada y hosca…
Una niña hermosa. Pero una niña, a fin de cuentas.
Partieron de Paie-des-Sables bajo la lluvia, Gideon iba por delante con la pequeña Goldie sentada ante él, temblando bajo la capa impermeable que tenía en la cabeza a modo de capucha. Cuando se detuvieron para acampar, poco antes del anochecer, a las nueve de la noche, la lluvia se había convertido en nevisca.
—No vas a pasar frío, ponte esta manta por encima —dijo Gideon—. Nos han dado mucha comida.
(Jamón ahumado y fibroso, varias hogazas de pan negro, unos trozos de queso de cabra con forma extraña y media docena de latas de alubias con carne de cerdo. En el último momento, Goodheart había metido un cartón de huevos en la alforja de Ewan, pero cuando lo sacaron los huevos estaban rotos en su mayoría).
Gideon y Ewan estaban tan cansados que no tenían fuerzas para hablar con la pequeña Goldie, acurrucada junto a la fogata y envuelta en la manta, con la mirada perdida y clavada en el fuego; tampoco tenían ánimos para hablar entre ellos. Se pasaban la botella en silencio y Gideon dio rienda suelta a su imaginación: volvió a ver el lago Meldrom desde la ventana del chalé suizo y se arrepintió sobremanera de haberse marchado; volvió a ver a su anfitrión y a los huéspedes en los botes, pescando percas, y esta vez le pareció que uno de los huéspedes más jóvenes, un hombre rubio y de barba que no se había esforzado mucho por hablar con Gideon o Ewan, no sólo tenía el perfil de Nicholas Fuhr, sino que, además, se daba un aire a él en su inimitable forma de ser, en su actitud. Gideon sintió un escalofrío. Quiso protestar, pero no podía hablar. En el fuego exiguo danzaban figuras obsesivas: Leah con el vientre hinchado y grotesco y las piernas como globos, Bromwell, el hijo de Gideon, con sus gafas de montura metálico y esa expresión como de anciano, tan estirado, tan relamido, y Garnet, la amante de Gideon, con los brazos escuálidos extendidos hacia él y la boca abierta en forma de O, en un grito de deseo angustiado y silencioso y enloquecedor. (Déjame en paz, susurró Gideon. Yo no te quiero. No puedo querer a nadie más que a Leah). Y de repente aparecía la recién nacida Germaine eclipsando a los demás, con las mejillas regordetas y sonrosadas, del color pastel y delicado del melocotón, los ojos vivaces y llenos de misterio. Gideon recordó que había soñado con Germaine en el campamento de Meldrom, la noche anterior a que él y Ewan se escaparan, y se le ocurrió que ella había tenido algo que ver con la escapada. ¡Qué extraño! Tenía que preguntarle a Ewan si él también había soñado con ella…
De repente levantó la cabeza sobresaltado. Oía mucho ruido a su vera. Se había quedado dormido junto a la fogata, con la frente apoyada en las rodillas, y cuando despertó vio una imagen infernal: su hermano Ewan agachado sobre la pequeña Goldie, penetrándola a la fuerza, tapándole la boca y la nariz con la mano enorme para que no pudiera gritar. Gideon le gritó que se detuviera. Se puso de pie de un salto, agarró a su hermano por los pelos y lo apartó de la niña.
—Ewan, Ewan, ¿qué has hecho? —dijo Gideon—. Dios santo…, ¿qué has hecho?
Pero Ewan estaba demasiado aturdido, demasiado confundido hasta para defenderse. Se limitó a apartarse semidesnudo, arrastrándose, y se escondió bajo el saco de dormir como un niño con cara de culpa. Y la pequeña Goldie, aunque sollozaba y apenas se le veía el blanco de los ojos bajo los párpados caídos, estaba demasiado agotada como para responder las preguntas de Gideon. En menos de un minuto se quedó dormida, y Gideon, mirándola, pensó que sería lo mejor… Si Ewan la había lastimado, si estaba sangrando, unas horas de sueño le darían fuerza.
Eso sucedió la primera noche. La segunda noche, acampados junto a un lago glaciar pequeño y compacto, Gideon se puso entre la pequeña Goldie y Ewan (que estuvo casi todo el día callado, arrepentido y sumiso) y volvió a mirar las llamas en las que danzaban siluetas demoníacas: su mujer, sus hijos, su amante, su padre, su madre, Nicholas Fuhr a lomos de su semental encabritado, el abuelo de Goodheart con el rostro arrugado como una pasa y los ojitos vivarachos… Una silueta femenina le hacía señas lascivas para que se acercara. Los cabellos claros, desgreñados, le llegaban hasta la cintura; tenía los senos pequeños al descubierto, con pezones diminutos, duros, perfectos. A pesar de que le dolían los huesos de tanto ir por senderos montañosos y por el aire frío y húmedo, a pesar de que no quería sentirse atraído por ella, Gideon se acercó a gatas hasta ella…, que resultó ser más enjuta y fuerte y combativa de lo que había imaginado… Con los ojos cerrados y una sensación de apremio en la cabeza más parecida a la ira que a la lujuria, Gideon quiso silenciar los gritos con la palma de la mano, oprimiéndole la boca y parte de la nariz.
—Cállate. Si no te callas te hundo la cabeza en el agua.
Lo despertaron los gritos incrédulos de su hermano. Ewan le había agarrado por los pelos y lo estaba separando de la pequeña Goldie, que lo golpeaba con los puños diminutos y balbuceaba en un idioma que él no comprendía.
—¡Gideon, por el amor de Dios! ¡Gideon! —dijo Ewan, empujándolo hacia atrás. Tropezó y cayó, y Ewan también se cayó. Se quedaron un rato tendidos en el lodo, jadeando, sin mirarse. Después Ewan susurró:
—Dios mío, Gideon. Cómo puedes…
Comenzó a sollozar. Estaba ahogado en llanto. Esto era lo que tenía que hacer: tenía que ponerse de pie a duras penas y correr al lago para tirarse al agua clara y helada, y que la ropa se empapara y le pesara hasta que se le hundiera, hasta que arrastrara su cuerpo al fondo del lago, al igual que la barba y el cabello tupido y greñudo, y los ojos se le salieran de las órbitas con la mirada perdida, y ya nadie supiera dónde yacía, ni cómo se llamaba, y en el cementerio familiar su tumba quedara vacía para siempre… Tenía que ponerse de pie y echar a correr al lago, por mucho que su hermano intentara disuadirlo…
Pero en lugar de eso, se quedó dormido.
Y se despertó antes de rayar el alba, justo cuando Ewan regresaba del lago, donde se había lavado la cara y el pecho.
—Buenos días, Gideon —dijo Ewan con voz exultante y extraña.
Miraron a la niña, acurrucada bajo la manta sucia, con el rostro pecoso, blanco, pálido, casi nacarado, pero con un encanto misterioso: un rostro de muñeca con nariz respingona, inocente como el de Christabel. Su débil aliento emitía un leve ronquido irregular al pasar por sus labios rojos como las fresas. Estaba sumida en un sueño plácido y profundo, como el de los niños y era más que posible que no recordara nada.
—De todos modos —agregó Ewan a regañadientes—, tendríamos que ahogarla.
Gideon se frotó el rostro con ambas manos y bostezó con tal violencia que le crujió la mandíbula. Se oía el canto de un somorgujo en el lago, invisible, y la inmediata respuesta de otro somorgujo. El aroma fresco de los pinos lo invadía todo. A Gideon le dolían los huesos y la cabeza, debido a los sueños vívidos y desagradables que había tenido toda la noche, y los ojos sólo querían esconderse tras los párpados para evitar la visión de aquella niña desdichada; con todo, sintió un pequeño arrebato de euforia.
—Sí, eso es lo que deberíamos hacer —afirmó.
Ewan estaba de pie, con las piernas abiertas y la camisa de franela desabrochada hasta la cintura; Gideon permanecía sentado con las rodillas pegadas al pecho. Cuando regresara a la mansión, pensó con ensoñación, tras aquel viaje tan largo, pediría que le prepararan un baño bien caliente, y se llevaría una botella de ron a la bañera y uno o dos puros habanos de los que tenía su padre.
La pequeña Goldie dormía junto a la fogata apagada, un mechón de cabello grasiento y desgreñado le caía por la frente.
—Pero como somos Bellefleur —dijo Ewan suspirando—, no lo haremos.
—No podemos —se apresuró a agregar Gideon.
Logró ponerse de pie, agarrándose al brazo de Ewan. ¡Qué rápido había envejecido! Se sentía más viejo y débil que Noel… Ewan lo observaba con detenimiento, los ojos inyectados en sangre. Durante un minuto largo y confuso, los hermanos no supieron qué decirse. Ya comenzaba a oírse el canto de los pájaros: zorzales, gorriones, tordos. Algo se metió entre la maleza que había a pocos metros. Uno de los caballos de lomo hundido levantó la cabeza y relinchó nervioso, la pequeña Goldie se movió bajo la manta, pero no se despertó.
—Sí. Quiero decir, no. No podemos —contestó Ewan, expulsando todo el aire del pecho.