El poeta

Al tío abuelo de Germaine, Vernon, el poeta, con canas prematuras, expresión tierna y un ojo de distinto color que el otro, algo que a Germaine le fascinaba (a Vernon le encantaba ponerse de cuclillas delante de ella y cerrar un ojo y después el otro, el ojo azul, el ojo marrón, el ojo azul, mientras la niña daba un grito ahogado de asombro y agitaba los puños, y a veces hasta cerraba los ojos entusiasmada por el juego, riéndose a carcajadas cada vez más intensas según el juego se aceleraba, y el ojo marrón, el ojo azul, el ojo marrón, el ojo azul se abrían y cerraban cada vez más rápido, hasta que a Vernon le caían lágrimas por las mejillas que se le perdían en la barba), lo consideraban, abiertamente, con esa «franqueza» de los Bellefleur que hacía tanto daño, una decepción para la familia y en especial para su padre: no sólo porque era a todas luces incapaz de sumar una columna de números (cosa que Bromwell ya dominaba a los dos años) o de aportar comentarios inteligentes a las discusiones familiares sobre el eterno asunto de las tasas de interés, deudas, préstamos, hipotecas, granjeros arrendatarios, inversiones, y los precios de mercado de varios productos de los Bellefleur; tampoco por ser un solterón despistado, de hombros caídos, siempre con una disculpa en la boca, con un rostro que parecía un pedazo de queso añejo (como decía cariñosamente su sobrina Yolande), que casi nunca se cambiaba de ropa, ya sin forma, que lamentablemente olía a cebolla y a sudor rancio, a soledad, a desconcierto, a fruta podrida (se metía corazones de manzanas y peras en los bolsillos, cáscaras de naranjas, de plátanos, hasta tomates a medio comer, porque solía comer durante sus caminatas, componiendo versos en la mente y anotándolos en papeles sueltos que también se metía en los bolsillos, casi nunca consciente de lo que hacía), ni tampoco por su…, ¿cómo decirlo?…, por su sencilla rareza: era poco probable que se casara con una muchacha de alguna familia importante o acaudalada, es más, era poco probable que se casara nunca; lo consideraban una decepción por su esencia, por su alma, por ser como era.

Como es lógico, la familia no lo decía con estas palabras. Empleaba otras palabras, y con frecuencia.

—Recuerda que eres un Bellefleur —le increpaba Hiram a Vernon cuando éste salía a dar uno de sus paseos (a veces no iba más allá del cementerio, o del pueblo; otras veces rodeaba el lago Noir por la orilla y terminaba en Bushkill’s Ferry, donde, pese a su extrema timidez— en público y hasta delante de su propia familia, le sobrevenía un rubor permanente, como si tuviera la piel, bastante áspera, curtida por el viento, —se ofrecía a recitar sus últimos poemas en la tienda del pueblo o en el aserradero o incluso en alguna de las tabernas, donde era posible que se hubieran reunido los obreros que trabajaban para los Bellefleur; a veces estaba tan absorto en su inspiración poética —que, según él, era un «dictado de Dios»— que perdía la noción de su entorno y terminaba en algún tramo agreste y desierto del río Nautauga, o en las estribaciones de la montaña con mal tiempo; una vez desapareció diecisiete días y hubo que rastrearlo con sabuesos, que lo hallaron tendido y débil por la desnutrición y por la «tormenta» de poesías en las ruinas de la choza de un trampero, a unos sesenta y cinco kilómetros al noreste del lago Noir, a la sombra del Mount Chattaroy).

—Recuerda que eres un Bellefleur. Por favor, no nos pongas en ridículo, no les des a nuestros enemigos motivos para burlarse de nosotros —dijo Hiram—. Como si no tuvieran ya bastantes motivos.

—Nosotros no tenemos enemigos, padre —respondió Vernon con calma.

—Le diré a Henry que te siga, si quieres. A pie o a caballo. Y si te pierdes o te lastimas…

—¿Quiénes son nuestros enemigos, padre? —preguntó Vernon. Aunque le hacía frente a su padre con audacia, no podía evitar entrecerrar los ojos; y este gesto en particular irritaba a Hiram sobremanera—. No me parece que…

—Nuestros enemigos —le interrumpió Hiram— saltan a la vista.

—¿Ah, sí?…

—No seas idiota, están por todas partes. ¡Deja de hacerte el tonto de una vez, el genio de la poesía tocado por Dios!…

—Yo no soy ningún genio de la poesía —contestó Vernon, rojo como un tomate—. Sabes muy bien que apenas he comenzado, soy un mero aprendiz, me faltan muchos, pero muchos años… ¡Por favor, padre, no lo tergiverses todo! Es cierto que soy poeta y que Dios me ha tocado… Dios habita en mí…, y yo, yo… he dedicado mi vida a la poesía…, que es el lenguaje que Dios utiliza para hablar a los hombres…, un alma que se dirige a otra… Sin duda sabrás cuánto me esfuerzo y me equivoco, cómo me desespero por crear algo digno de Dios, o de ser oído por mi prójimo, el misterio eterno que significa la poesía para mí: ¿es una forma de volver al hogar, una forma de regresar al hogar perdido? A veces lo comprendo con total claridad, en los sueños, o medio dormido, o esta misma mañana, cuando le daba de comer a Germaine en el jardín y se metió todos los dedos en la boca y me escupió el puré de albaricoques en la cara y se rió a carcajadas al verme, y yo la miré a los ojos riéndome también, porque…, porque…, habíamos cruzado una barrera, un muro que nos separaba se… Como si entre nosotros hubiera un sobre, una lámina casi transparente, te das cuenta, padre, entre tu alma y la mía; estando aquí de pie las palabras no bastan para atravesarla…, aunque lo intentemos, Dios sabe que lo intentamos…, pero…, pero a veces un gesto, una acción, una forma determinada de hablar…, una forma de hablar que es música o poesía…, que no se puede forzar, ni aprender…, aunque a veces se puede aprender sólo a medias… A veces, padre, te das cuenta —las palabras le salían atropelladamente, con descuido y desespero, con los ojos tan entrecerrados que parecían dos ranuras, frente al silencio glacial de Hiram—, entiendes…, la…, la poesía… puede…, me refiero a nuestras almas…, o me refería a Dios, al Dios que habla en nosotros…, en alguno de nosotros… Hay un lugar, padre, hay un hogar, pero no está aquí, tampoco se ha perdido y no deberíamos desesperar, la poesía es una manera de volver a él, de volver a casa…

Hiram se había ladeado levemente de modo que su ojo enfermo, su ojo nublado, quedara frente a Vernon. Tras un largo instante dijo, con una paciencia inusual:

—Hay un hogar, Vernon. El nuestro. Aquí. Aquí mismo. Exactamente, precisamente aquí. Eres un Bellefleur a pesar de la desdicha de tener la sangre de tu madre, y vives aquí, te alimentas de nosotros, éste es tu hogar, tu patrimonio, tu responsabilidad… Y nada de ese parloteo grandilocuente podrá cambiar lo que te digo. Eres un Bellefleur…

—Yo no soy un Bellefleur —musitó Vernon.

—… Y lo único que te pido es que no ridiculices más nuestro nombre.

—Soy Bellefleur sólo por casualidad —dijo Vernon.

Hiram permaneció de pie, en silencio. Si estaba molesto, no dio ningún indicio de ello: se limitó a tirar de los gemelos de su camisa. (Todos los días, aun en los períodos más crudos del invierno, cuando la nieve rodeaba el castillo, Hiram vestía de manera impecable: con trajes hechos a medida, camisas de un blanco inmaculado que a veces se cambiaba a media tarde y luego para la cena; tenía una variedad de chalecos, algunos muy coloridos; y siempre llevaba su reloj con cadena; y gemelos de oro o con joyas incrustadas. Aunque toda la vida padeció de un extraño mal —sonambulismo—, no sólo parecía gozar de una salud excelente, sino que hacía alarde de tener un control absoluto sobre sí mismo).

—Me temo que no comprendo lo que dices, Vernon —dijo Hiram con calma.

—No tengo la intención de contrariarte, padre, pero tengo que…, tengo que dejarlo muy claro… Yo no soy un Bellefleur, yo soy simplemente yo, Vernon, mi esencia es Vernon y no Bellefleur, pertenezco a Dios, yo soy Dios, Dios habita en mí, quiero decir…, me refiero a que Dios habla a través de mí…, no siempre, por supuesto…, pero a través de mi poesía…, cuando mi poesía sea buena…, ¿entiendes, padre? —contestó, tan nervioso y exaltado que en sus labios pálidos aparecieron unas motas de saliva—, el poeta sabe que no es más que agua vertida sobre agua, sabe muy bien que es finito y mortal y que se puede ahogar en cualquier momento, en Dios, y que invocar la voz de Dios es un riesgo… pero es un riesgo que el poeta tiene que estar dispuesto a correr…, debe correr el riesgo de ahogarse en Dios… o en lo que quiera que sea… Me refiero a la poesía, a esa voz…, el…, el ritmo… En ese momento deja de ser lo que los demás dicen que es, deja de tener nombre, no pertenece a nadie, salvo a esa voz… y no pueden reclamarlo…, no se atreven a reclamarlo…

Hiram se giró de repente y golpeó a Vernon en la boca.

Fue tan rápido y tan inesperado que pasaron varios segundos sin que ninguno de los dos comprendiera del todo lo que acababa de suceder.

—Yo…, yo…, yo sólo digo —dijo Vernon jadeando y retrocediendo, presionándose el labio sangrante con la mano—, yo sólo digo que…, que…, que… el verdadero hogar del hombre está en otro lugar, yo no habito en este castillo de orgullo y vanidad, entre todas estas…, estas posesiones horrendas…, yo no soy un hijo al que tienes que dar órdenes…, yo no soy de tu propiedad…, yo soy Vernon, no soy un Bellefleur…, yo soy Vernon y no…

Al igual que su hijo, Hiram tenía el rostro muy sonrosado, pero ahora se ruborizó aún más. Con un gesto de indignación resignada y familiar, le indicó a su hijo que abandonara la habitación.

—Estás loco —le dijo—. Ve y ahógate.

—Yo soy Vernon, sin más, no un Bellefleur, y no te atrevas a reclamarme como tal —replicó Vernon entre sollozos, agazapado en el umbral de la puerta como un pobre anciano—; tú me alejaste de mi madre con la crueldad de los Bellefleur, me enterraste en vida con la demencia típica de los Bellefleur, y ahora quieres…, y ahora… Pero no lo lograrás…, ninguno de vosotros lo logrará… Sé muy bien que tú y los demás estáis tramando algo…, tú y Leah…, incluso Leah…, a quien ya has corrompido con tus charlas sobre el dinero, tierras, dinero, poder, dinero, dinero… ¡Incluso Leah! ¡Incluso Leah!

Hiram le indicó que se retirara con el tranquilo desdén de un mago. Tenía manos largas y suaves, al igual que Vernon; pero las uñas estaban limadas a la perfección.

—Hijo mío, ¿qué sabrás tú de Leah? —murmuró.