Riachuelo Sangriento

En el risco que estaba sobre el lago Noir, donde crecían lilas silvestres entre pinos renovados, junto al riachuelo Sangriento de casi medio metro de ancho (que a principios de junio seguía nutriéndose del agua de deshielo de más arriba, precipitándose contra los afloramientos de granito del risco con una música gutural espeluznante, formando varias cascadas espumosas que caían en las aguas oscuras, treinta metros más abajo), en la misma tierra que alguna vez pisaron otras personas, otros Bellefleur, en otras tardes de junio, enfermos de amor u obsesionados o sin amor, con el fin de dirigir la mirada más allá de la planicie temperamental del lago y detenerla en el bosque de la otra orilla y en la medialuna que formaba el lago Plateado a lo lejos, luminiscente aun cuando las nubes tapaban la luna…, sobre ese mismo suelo de matojos y saxífragas y tréboles en el que Jean-Pierre Bellefleur, en su edad madura, soñaba con una chica, con el rostro de una chica a la que no había visto en tres décadas, y donde Hepática Bellefleur cayó rendida por primera vez en los brazos de aquel hombre moreno y barbudo, ya sin nombre, que la cortejó con tal vehemencia que acabó conquistándola, para desdicha de ambos, y donde Violet Odlin Bellefleur, embarazada probablemente por décima vez (hubo tantos embarazos breves, tantos abortos naturales y niños muertos al nacer o a los pocos días de nacer, que no sólo había perdido la cuenta sino que consideraba que era parte de sus deberes como esposa y como cristiana sumisa y obediente abstenerse de toda actividad que requiriese un esfuerzo deliberado, como contar), caminaba a la luz de la luna, inquieta, murmurando en alto, interrumpiendo de vez en cuando el ruido gutural del riachuelo Sangriento con carcajadas aniñadas mientras repasaba no el rechazo rotundo a la proposición que le había hecho Hayes Whittier, tan inevitable, tan ineludible que no le había hecho falta buscar las palabras adecuadas, sino la aprobación que sabía que no le iba a dar (por mucho que su rechazo truncara por segunda vez la esperanza de su marido de llegar a ser gobernador, y quizá también sus ánimos…, Violet era a todas luces una esposa virtuosa, incapaz de imaginarse de otra manera), y donde Verónica Bellefleur daba paseos secretos con aquel noble sueco que se hacía llamar Ragnar Norst y que para justificar su tez morena y sus ojos oscuros de pestañas tupidas y mirada transparente aludía alegremente a su ascendencia «persa» del lado materno, y donde Ewan Bellefleur se tumbaba con vigor sobre alguna de sus tantas chicas anónimas, apasionado, con la pasión obsesiva y casi maníaca de su adolescencia precoz y prolongada, un asunto que para Ewan era muy serio la mayor parte del tiempo, y para sus incontables chicas desafortunadas todo el tiempo; y donde paseaba Vernon Bellefleur, y seguiría paseando, con un libro en el bolsillo trasero, hojas escritas con ideas para poemas, palabras sueltas que se le antojaban musicales, primeros versos de sonetos de amor —en cuya sintaxis enrevesada emergía la esposa de su primo Gideon como una tal «Lara», el amor supremo y sobrenatural del poeta, su única razón de vivir— en los demás bolsillos o en la mano, humedeciéndose en su mano, mientras el insomnio y el miedo a dormir lo impulsaban a subir por la orilla del riachuelo Sangriento aunque se agotaba pronto y los nomeolvides y las bardanas se le pegaban al pantalón y el corazón se le encogía al saber que todo lo que hacía era en vano; y donde Yolande, sin que él lo supiera, caminaba bajo el sol, soñando despierta con…, ¿con quién?…, ¿con qué?…, a veces la imagen seductora de su ensueño tenía un rostro, un rostro de hombre, el de su tío Gideon tal vez, o el de un desconocido, o el de un joven de una granja ganadera junto a la carretera de Innisfail a quien casi nunca veía; y a veces la imagen no era el rostro de un hombre sino el suyo, transformado de manera misteriosa, brillando con una belleza etérea e inesperada como la del álamo en el mes de mayo (radiante y supremo en toda su gloria, con hojas verdes y doradas durante unos días, antes de que los demás árboles echen hojas), y no sólo brillaba, sino que parecía más grande, la silueta semitransparente de su rostro recortada contra el lago, el bosque, el cielo mismo, arqueándose sobre ella cuando se detenía, embriagada con la promesa —la promesa seductora, exquisita— de lo que quiera que fuese, de lo que resultara ser aquella imagen digna de la devoción de Yolande: allí los dos amantes se abrazaban en silencio, fundían sus cuerpos sin poder contenerse, aferrándose el uno al otro, implorando, «No te muevas, no te muevas», porque si no sucede nada, si en verdad no sucede nada y no se libera ninguna semilla, Gideon no era lo que se dice infiel: y no habrá consecuencias.

Una noche de junio, junto al riachuelo Sangriento, en la colina que está sobre el lago Noir, y no por primera vez en aquel lugar secreto: Gideon y Garnet entrelazados, unidos cuerpo a cuerpo, fundidos inexorablemente. Gideon susurrando «No te muevas» como si fuera una oración.

Los ojos cerrados con fuerza. Entrando en ella, sin respirar. ¡Ah, el más leve movimiento! ¡El más leve error! Ella permanece inmóvil, aferrada a él. Los senos aplastados contra el pecho de él. Inmóvil, sin protestar. Hay que evitar el mínimo roce… Él le ha prohibido decir que lo ama, es una cantinela absurda que no quiere escuchar, como tampoco quiere ver su blanco semblante, como el pétalo de una rosa, magullado, desfigurado y aturdido por el peso del cuerpo de él, y por lo que debe hacer. «No te muevas», le ruega. Están a pocos metros del riachuelo Sangriento, pero ya ni siquiera escuchan el gorgoteo del riacho. No son conscientes del lago de abajo, ni del cielo de arriba, que se disuelve sin prisa en una luz de luna fría y extática. Como es natural, esto traerá consecuencias, pero los amantes están unidos con tal intensidad que ni siquiera comprenden que lo están, que en realidad son dos cuerpos distintos y que lo que están haciendo es peligroso, muy peligroso, ensartados en ese momento presente, olvidándose del pasado y del futuro: olvidándose de todo.

Cada parte, cada célula del cuerpo inmenso de Gideon se estremece, está a punto de estallar. Deben permanecer inmóviles e inocentes como los muertos. Como las imágenes de las tumbas de los muertos. La respiración cada vez más lenta. Una calma sobrenatural. Deben hacerlo. «No», murmura él, los ojos le duelen, las manos intentan sujetarla con torpeza. (Siente los huesos prominentes de la pelvis de ella contra los pulgares). Garnet, esa chiquilla escuálida. ¿Quién puede amar a una cosa tan escuálida? ¿No es patética? Yo siento cariño por ella y hasta me parece hermosa, pero ¿no es patética? Tan enamorada de ti… Claro que, por otro lado, todas las mujeres están enamoradas de Gideon Bellefleur, ¿me equivoco?…

—No te muevas —susurra Gideon.

Es tan grande, está tan henchido, tan tenso por ese placer terrible y desgarrador —un placer que sólo anhela gritar con fuerza y disipar la noche—, que el cuello y la columna vertebral de la chica podrían partirse con facilidad; por eso debe quedarse lo más rígido posible, las rodillas le tiemblan por el esfuerzo sobrehumano, un sudor gélido le corre por la frente y la espalda. En su imaginación ve, mezcladas con muchas otras cosas, dos herraduras en lugar de mandíbulas, apretadas, apretadas con una violencia espantosa.

—No te muevas. Espera. No.

Las costillas son como tiras de acero que comienzan a temblar con tanta delicadeza y precisión que corren peligro de hacerse añicos: le resulta casi intolerable que los dedos aturdidos de la chica las recorran a tientas. El cuello es como una vara, el pene es como una vara: los pulmones se contraen con sabiduría infinita, porque si llegaran a henchirse todo se perdería de súbito: los ojos, con los párpados muy cerrados, comienzan a hincharse y en cualquier momento se le pueden salir de las órbitas. El pene es una vara, una vara angustiada, penetrando en la chica muy despacio, hundiéndola en la hierba, en la tierra, segundo a segundo, latido a latido. No hay forma de detenerse. No hay forma de detenerse. Pero él susurra, «No te muevas», con los dientes apretados.

El ojo de la aguja, el ojo de la aguja, vocecillas que cantan, mezcladas con el sonido del arroyuelo que corre, y Garnet, que al oírlas contiene el aliento como por instinto, se aferra a él con más fuerza: los brazos esbeltos en su espalda; las piernas, sorprendentemente fuertes, contra las de él. El ojo de la aguja deja pasar a más de una muchacha, alegre y sonriente, y ahora…, ahora pasas tú… En la boda, en el altar mismo, ella le dio un suave empujón y le dirigió una mirada que lo mareó, susurrando:

—Tú no me amas. ¡Has tenido muchas mujeres! ¡Tú no me amas!

Con su vestido deslumbrante de muaré, bordado con centenares de perlas, un velo más delicado que las estrellas cristalinas del hielo profundo del lago Noir, estremeciéndose tan llena de vida que los fuertes y poderosos latidos de su corazón se le veían en los ojos, se limitó a mirarlo: la boca grande y hermosa relajada, pero de modo casi imperceptible, para que él supiera que se había salvado. Corrió intrépida hacia el borde del acantilado y se tiró, el cuerpo caía en picado con tal estilo, tal perfección que era como si así lo ordenara: y él quería correr tras ella y tirarse al agua junto a ella, pero no podía moverse. El ojo de la aguja, el ojo de la aguja… Su cabeza, esa cabeza de potro, subió y le golpeó la mandíbula. Y rieron. Tú no me amas, eres un bravucón, decía esa voz, burlándose de él hasta el borde de la locura, nunca te perdonaré lo que le hiciste a Amor, nunca lo voy a olvidar, decía con risa estridente mientras él intentaba desvestirla y ella se escabullía corriendo a grandes pasos por el dormitorio de la suite del hotel; él la perseguía con risa asustada, una risa desconocida, con los brazos extendidos y torpes, en ese instante ella le cruzó la cara con más fuerza de la deseada y su piel estaba caliente al tacto, y sus ojos le centelleaban febriles, después le dio un beso apasionado en la boca, succionando y mordiendo, y luego se apartó, y lo empujó con la palma de la mano, y sólo entonces lo miró por primera vez, la cara hinchada de repugnancia exagerada.

—¡Mira qué aspecto tienes! ¡Pareces un oso! ¡Un babuino! ¡Mira todo ese pelo rizado que tienes! ¡Ay, Dios mío, mira qué cosa! —alzaba la voz con alegría desaforada y se le escapó una carcajada grosera de espanto—. ¡Cómo puede ser! ¡Cómo es posible! ¡Yo no me he casado con un babuino!

Al principio Gideon, herido, avergonzado, no corrió tras ella, pero intentó decir algo —qué era lo que intentaba decir—, balbuceando, farfullando, el rostro, de por sí acalorado, se le encendía cada vez más por el efecto del asco que sentía su flamante esposa… Intentaba decir que seguramente lo había visto nadar, y que no podía evitarlo —el vello en el pecho y el vientre—, no podía evitarlo, lo lamentaba, pero seguramente ya lo había visto nadar, ¿o no? Lo mismo que a otros hombres. La lluvia, como rostros diabólicos alegres e insustanciales, golpeaba los cristales de la ventana, Gideon pensó en su estado confuso que los del hotel sabían que estaban ahí y de algún modo habían subido a mirar, o quizá eran sus amigos, hermanos y primos, que habían ido a burlarse de él, mientras Leah se agazapaba en un rincón de la habitación, el cuerpo rosado a la luz de la vela, reluciente como si estuviera, al igual que el suyo, cubierto por una fina capa de sudor oleoso, y en ese instante se echó a llorar y él corrió a abrazarla, sorprendido al ver lo pequeña que era entre sus brazos y la pasión con que apoyaba el rostro contra su pecho, Ay, Gideon, te amo, te amo, te amo…

—No te muevas —dice Gideon débilmente—. No, no, no te muevas.

La chica, exhausta y sollozante, se encuentra inmóvil debajo de él, pero no puede soltarlo por el terror que le infunden las voces que oye tan cerca de su cabeza, en la hierba silvestre, y esa presencia que se desploma entre ellos. No os detengáis, vamos, qué demonios estáis haciendo aquí los dos, creéis que no estoy al tanto de esto, que no os he estado espiando todos estos meses, vamos, seguid; qué idiotas sois. Leah riéndose con ira, con júbilo, con una brizna de hierba entre los dientes para hacerle cosquillas al pobre Gideon, rozándole el rostro desde la oreja hasta los labios con la brizna invisible una y otra vez, haciéndole cosquillas y más cosquillas, metiéndosela en la oreja, rozándole el cuello de venas hinchadas, el hombro cubierto de sudor. Creeréis que no sé lo que ocurre en mi casa, que no he visto cómo os mirabais los dos, cómo os habláis con susurros, qué idiotas. Con la brizna burlona le recorría la espalda y la columna hasta que de pronto, sin ninguna advertencia, la mano cálida, húmeda y audaz se desliza por su espalda y le frota la columna hasta la parte más baja, y sigue frotando la pequeña protuberancia de la parte inferior de la columna, con una energía tan fuerte y lasciva que Gideon se sumerge de inmediato —catapultado— en un delirio del que nunca más podrá salir, aun cuando en su último paroxismo implore:

—No, por favor, no te detengas, espera, no, no…