Fue en las ruinas suntuosas del antiguo jardín, tras los muros de granito musgoso de casi cinc o metros de altura, donde Germaine le reveló a Leah la naturaleza de la tarea que iba a tener que cumplir.
—¿Qué quieres de mí? ¿Qué se espera de mí? —preguntó Leah, entusiasmada.
La niña la observaba con aquellos ojos extraordinarios. Abría y cerraba las manos pequeñas.
—Sí, Germaine. ¿Qué es? Dime.
Leah se asomó a la cuna con forma de góndola casi sin atreverse a respirar. En momentos como ése, los poderes de la niña eran de tal magnitud que Leah sentía un latido que no era el suyo, un pulso desenfrenado y demandante que no era el suyo y que palpitaba dentro de ella. Era como si la criatura no hubiera nacido aún, como si todavía permaneciera en su vientre, alimentándose de su cuerpo y alimentándola a ella a su vez, llevando sangre a cada rincón de su cuerpo.
—Sí, Germaine, ¿qué quieres de mí? ¿Tiene algo que ver con… la casa, la familia, la fortuna o las tierras? —susurró Leah.
Cuando no había nadie cerca, la pequeña la miraba fijamente. Leah se sentía como mareada al ver esos ojos. La niña también movía los labios, pero no profería palabra: sólo gorjeos balbuceantes y chillidos agudos que Leah no podía descifrar.
—¿Sí? ¿Qué es lo que quieres de mí? Eso, dímelo, por favor, no me voy a asustar —suplicó Leah.
Cuando había visitas, Germaine volvía a ser un simple bebé; más grande de lo normal, sin duda, pero nada fuera de lo común. Resollaba, lloraba a pleno pulmón, se ensuciaba los pañales, se quitaba de encima la manta de verano, como cualquier niño temperamental. De modo que Leah volvía a ser una simple madre otra vez y asumía el papel con bastante entusiasmo, cambiando pañales, meciendo la cuna, aceptando los excesivos halagos que sabía que Germaine detestaba. (¡Huy, qué rápido crece la pequeña! Es increíble que haya crecido tanto en sólo una semana, ¿no te parece?). Cogía a la niña en brazos, tambaleándose a causa del peso sorprendente para el que nunca estaba preparada, y sonrojándose, riéndose de orgullo, sí, es cierto que crece mucho, y tiene un apetito insaciable, toma más leche que los mellizos juntos, ¡y aún quiere más!
Cuando se marchaban las visitas, se disipaba el parloteo y Leah les ordenaba a las sirvientas que también se fueran porque quería estar a solas con su hija. Entonces le diría casi con timidez, asomándose por el costado de la inmensa cuna:
—¿He hecho el ridículo delante a ellos? ¿Te he avergonzado? ¿Tenía que haberles dicho que se fueran de inmediato?…
Fue un día particularmente caluroso del mes de mayo cuando, dormitando con el brazo atravesado sobre la cuna de la niña, Leah entendió cuál iba a ser su tarea.
¡Era tan simple, tan claro! ¡Qué lúcido era el deseo de Germaine!
«La familia debe recuperar todas las tierras perdidas desde los tiempos de Jean-Pierre Bellefleur. No sólo debe recuperar todas las tierras —¡un imperio considerable!— sino que también debe luchar para demostrar que Jean-Pierre Bellefleur II es inocente».
—¡Por supuesto! —gritó Leah pasmada—. Por supuesto.
Se puso de pie, muy conmovida. El corazón le latía como un péndulo fuera de control.
—Claro, claro…, por supuesto.
La pequeña la observaba con detenimiento. Los ojos pequeños y brillantes no parpadeaban siquiera.
—¿Cómo he podido ser tan lerda, tan tonta? —murmuró Leah—. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora?… El nombre de los Bellefleur: el imperio de los Bellefleur. Tal como fue en tiempos. Y como debería serlo hoy. Y el pobre Jean-Pierre, un hombre inocente pudriéndose en la cárcel de Powhatassie, ¡cómo puede ser que mi familia se haya olvidado de él durante todos estos años!
Su suegra Cornelia, su propia madre y hasta se decía que su propio marido la acusarían de tener ideas imprudentes e irreflexivas; pero en realidad Leah llevaba tiempo dándole vueltas a la situación de los Bellefleur, incluso antes del nacimiento de Germaine. ¿Cómo era posible, qué clase de mala administración y mala suerte había hecho que los Bellefleur, otrora dueños de un tercio de la región montañosa y de millares de hectáreas del valle, hubieran perdido tanto? ¿Cómo era posible, qué clase de conspiraciones diabólicas de sus enemigos (y en ciertos casos hasta era probable que sus «amigos» se hubieran unido a sus enemigos para tenderles una trampa) y con qué maniobras flagrantes y descaradas los habían obligado a vender grandes parcelas de tierra, centenares de hectáreas, a toda prisa?… Y el juicio de Jean-Pierre no había sido el único que terminó mal: Elvira le contó a Leah una serie de juicios menores contra los Bellefleur relacionados con límites de la propiedad y derechos sobre minerales e indemnizaciones de obreros. Si bien hubo una época en que los jueces locales fallaban a favor de los Bellefleur, aun cuando era probable que estuvieran en falta (Leah admitía que Jean-Pierre, el primero de todos ellos, se había involucrado en asuntos turbios, y hasta el mismo Raphael, hombre de negocios escrupuloso si los hay, un caballero hecho y derecho, sin duda se había extralimitado en sus derechos de vez en cuando), con el correr de los años los Bellefleur fueron cayendo en desgracia, de algún modo perdieron su poder, y más que beneficiarse, sufrieron a causa de su fama exagerada (pero ¿cuál era exactamente la fama de los Bellefleur? Ahora que Leah vivía en el castillo, ahora que era una auténtica Bellefleur, ya no recordaba lo que decían los forasteros). Los jueces habían fallado en su contra una y otra vez; y los miembros de los jurados eran menos confiables todavía (pues estaban más que dispuestos a aceptar sobornos e intimidaciones de los enemigos de los Bellefleur); después de la asombrosa sentencia en la que Jean-Pierre II fue declarado culpable, y de que las dos apelaciones que siguieron fueran rechazadas, en la familia se decía a menudo que ningún Bellefleur podía esperar justicia en esta parte del mundo. A los dieciocho años, Hiram fue a la Universidad de Princeton con el fin de recibir una buena formación académica en humanidades y después entrar en la facultad de derecho para que algún día ocupara un cargo en la magistratura, por elección o nombramiento, y ayudara a revertir la escandalosa situación que su familia tenía que soportar. Pero nada de eso resultó, Hiram confesó que el derecho le aburría sobremanera y que no conseguía ponerse a estudiar (le gustaba mucho más especular sobre el papel y amasó una cuantiosa fortuna realizando inversiones fantasma en la bolsa); de modo que se limitó a regresar para contribuir a la administración de la finca y ahí quedó todo. Los Bellefleur ya no tenían amigos poderosos ni conocidos en el gobierno. El gobernador, por ejemplo, era un desconocido para la familia y, según Leah, ¡él era precisamente quien podía indultar a Jean-Pierre en el momento que quisiera! Ésas eran las atribuciones de que gozaba el gobernador, y sin duda habrían sido utilizadas a su favor en tiempos de Raphael Bellefleur; pero las cosas habían cambiado.
—Tendríamos que colocar a alguien de los nuestros en la mansión del gobernador —decía Leah sin rodeos—. Tendríamos que tener un senador. Tendríamos que recuperar todas las tierras. ¡Si uno se pone a mirar los mapas antiguos de Raphael y ve todo lo que nos han quitado con malas artes dan ganas de echarse a llorar! Nos quieren dejar sin nada. (Llegado ese punto, a veces desenrollaba uno de los mapas de pergamino de más de un metro de longitud, lleno de anotaciones de trazos delicados, que había encontrado por casualidad en un baúl viejo por lo demás destinado a almacenar uniformes de caballería manchados que en su momento pertenecieron a alguno de ellos: un ridículo sombrero de armiño, pantalones verdes, cordones escarlata, botas, hebillas, guantes blancos manchados. Lo vio durante aquellas extrañas semanas de euforia e impaciencia en las que Leah llevaba a su bebé en brazos todo el tiempo, a pesar del peso, y merodeaba por el castillo a altas horas de la noche, tarareando y cantando para calmar a la pequeña (que desde el principio mostró su capacidad para lanzar unos alaridos asombrosos y entrar en paroxismos de iracundia) con pasos ligeros, desbordante de entusiasmo, triunfante, como impulsada por la vitalidad inagotable de Germaine, que extenuaba a los demás.
—Si colocamos a alguien en la mansión del gobernador, conseguiríamos el indulto para el tío Jean-Pierre —agregaba.
Los mapas, mapas antiguos, mapas topográficos en su mayoría: ¡abarcaban todo un reino! Como decía Leah, era para echarse a llorar. Así fue como logró encender los sentimientos del abuelo Noel y hacer que Hiram, por lo general escéptico y apático, se enojara. Con un lápiz o una vieja pluma (que sacó del escritorio de Raphael), les señalaba todo lo que había sido de ellos, y lo que les quitaron, paso a paso, parcela por parcela. Algunas de las tierras eran las mejores de la región, a la vera del río, otros eran terrenos de la zona del Mount Kittery ricos en minerales. Una cosa era que Hiram y Noel supiesen muy bien cómo había sido, pero otra muy distinta era oírla en esos términos, narrada por la joven esposa de Gideon, entusiasmada y feroz, que no dudaba en interrumpirlos en medio de una frase cuando intentaban explicar sin convicción las circunstancias de tal o cual venta forzosa, la mayoría de las cuales habían tenido lugar en tiempos de Jeremías. Era muy distinto ver a Leah hacer rápidos bosquejos para demostrarles que esos terrenos originales, esas ochocientas mil hectáreas, se habían dividido como un rompecabezas, pero podían volver a unificarse.
—Aquí, y aquí, y aquí, y en toda esta parte de aquí —murmuraba Leah cuando los hombres se acercaban, trazando líneas imaginarias, entrecerrando los ojos al inclinarse sobre el papel rígido, que a menudo tenía que apartar de las manos ávidas de la niña, deseosa de agarrarlo («¡Qué pesada! ¡Todo lo quiere manotear! ¡Todo se lo quiere llevar a la boca!», exclamaba Leah)—. ¿Veis esta zona de aquí? Ahora es de los McNievan. Y esta zona de la orilla del río, ¿no es la cantera Gromwell? Y esta sección triangular de aquí, desde White Sulphur Springs hasta el lago Plateado, ¿sabemos a quién pertenece? Ya veis lo fácil que sería volver a unificar todo esto, como corresponde. El terreno es sólo uno y debe constituir una sola sección, esta división es ofensiva y poco natural, ¿no os parece?
Aquella fiebre de rectitud moral ensalzaban su belleza, los ojos de color azul pizarra brillaban con tal intensidad que los hombres no podían sino responder:
—Sí, sí, es cierto. Estamos de acuerdo, tienes toda la razón.
El jardín, el jardín amurallado. Un revoltijo confuso y alegre de besos, de cálidos abrazos, y reprimendas, de flores carmesí y mariposas blancas y amarillas, de semillas de arce revoloteando en el calor de mayo. Un cielo azul intenso en el que rondaban rostros gigantescos. ¡Qué niña tan guapa! ¡Qué grande es! Aromas embriagadores: plátanos y crema, mermelada de frambuesas, pastel de chocolate, té con limón. Leche y miel que se sorbían con avidez.
Una cucharada de algún puré. El sabor metálico de la cuchara, su dureza. Una súbita iracundia, como una explosión: patadas, chillidos, la comida que vuela por los aires.
Está claro que tiene su propia opinión de las cosas, reía Leah, limpiándose el borde del vestido con una servilleta.
El jardín amurallado, esos días cálidos de primavera. Los restos de las estatuas importadas de Italia por el tatarabuelo Raphael, manchadas por las inclemencias del tiempo: una estatua de Hebe de tamaño de una mujer mortal, sobresaltada y desilusionada, los ojos de párpados caídos y abatidos, los brazos gráciles cubriéndole el cuerpo levemente; una estatua de mármol de Cupido agazapado, con ojos saltones y sonrisa dulce y pícara, y alas de plumas rizadas, talladas con esmero por un escultor anónimo amante de los detalles; una estatua de un apuesto Adonis con la mejilla derecha manchada, como surcada por lágrimas oscuras, y la base cubierta de zarzas. (Como es lógico, la pequeña se tropezaba con las zarzas pese al ojo avizor de Leah. Como es lógico, los alaridos que helaban la sangre se escuchaban en todas direcciones, por lo que varios de los niños que jugaban a orillas del lago regresaban a todo correr para ver a quién estaban asesinando).
El jardín amurallado donde Leah contemplaba sus mapas, bebiendo café durante horas, mordisqueando pasteles, acunando a Germaine en el regazo y tarareándole canciones. Un sonido constante, una música constante interrumpida por voces ajenas, como la de Christabel (que quería sostener a la niña y rogaba para que la dejara darle de comer y hasta cambiarle los pañales) y la de Bromwell (que, hasta que Leah terminó con ello de súbito, se había dedicado a pesar y medir y examinar con minuciosidad a su hermana día a día, y a experimentar con su capacidad de concentrar la mirada, de agarrar objetos, de reconocer personas, de sonreír y responder a estímulos y juegos y preguntas sencillas —calor, sonido, color, cosquillas, pellizcos— en distintos grados de intensidad: llevaba un registro exhaustivo de todo lo referido al crecimiento de la niña con fines científicos y se enojaba con su madre por su actitud posesiva e ignorante, propia de los campesinos, añadía) y la de la abuela Cornelia (que pasaba horas y horas observándola, pero era reacia a cogerla en brazos, incluso a tocarla, incluso a presenciar el momento en que le cambiaban el pañal o la bañaban. «Esos ojos verdes me atraviesan con la mirada», murmuraba. «Me atraviesan una y otra vez, como si no terminaran nunca de atravesarme»), y la del primo Vernon (cuya barba desgreñada y cosquillosa y cuya voz cantarina cuando recitaba poesía provocaban la sonrisa inmediata de la pequeña) y la de Noel y Hiram y Lily y Aveline y Garnet Hecht (que a menudo ayudaba a cuidar a Germaine cuando Leah estaba de humor —y no siempre lo estaba— y toleraba la actitud servil de la chica) y la de los niños, los muchos otros niños… Como es lógico, Gideon aparecía de vez en cuando: alto y esbelto, colosal, imperioso. El único que gozaba del derecho (un derecho que ninguno de los otros hombres parecía tener, ni siquiera el abuelo Noel) de coger a Germaine en brazos y lanzarla hacia arriba, lo que provocaba gritos y chillidos que resonaban por todo el jardín. Y también voces desconocidas, rostros desconocidos, demasiado numerosos como para contarlos.
La única que no aparecía por el jardín era la tía Verónica. Se decía que estaba de luto perpetuo y sólo se permitía salir de sus habitaciones durante la noche, pero para entonces la niña ya estaba durmiendo.
Sol, abejorros, palomas que picoteaban migas con avidez y se iban volando espantadas cuando Germaine se les acercaba agitando los brazos. Mahalaleel, el inmenso gato, se dejaba caer sobre la hierba y se revolcaba con las patas hacia arriba para que Leah o uno de los niños le acariciara la panza. (¡Con qué rapidez se clavaban las uñas invisibles en la piel de alguien! Siempre por accidente, y siempre había una gotita de sangre). Libélulas, grillos, conejos que salían asustados entre los arbustos, culebras rayadas, carboneros de capucha negra. Los restos de un laberinto de setos en el que los niños corrían a sus anchas y fingían que estaban perdidos. Había una araucaria moribunda que alguien había traído de Sudamérica y un árbol del paraíso que ya no daba flores, plantado, según decía la tradición familiar, por el amor perdido de la tía Verónica. Había un gigantesco cedro del Líbano con más de treinta ramas, cada una del tamaño de un árbol de proporciones normales. Al fondo del jardín había olmos de montaña, abetos blancos, píceas blancas. Y hiedra y rosales trepadores que crecían por donde se les antojaba y ahogaban a las otras plantas.
El jardín, donde Leah garabateaba borradores de cartas inclinada sobre un viejo escritorio portátil que había encontrado en un altillo: cartas dirigidas a abogados, a jueces, al gobernador del estado. Las escribía ella o se las dictaba a Garnet Hecht. (A través de Elvira se enteró de que Jean-Pierre estuvo varios meses preocupado y temeroso de que pudiera sucederle alguna desgracia; él no tenía enemigos, pero la familia sí, y era sabido que los hermanos Varrell planeaban algún tipo de ataque. A través de Noel y Hiram, hermanos de Jean-Pierre, se enteró al detalle de los prejuicios de los jueces: el primero, Phineas Petrie, lo había sentenciado a cadena perpetua más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, más noventa y nueve años, y según afirmaban algunos testigos, pronunció la sentencia con una crueldad empalagosa. El odio que profesaba a los Bellefleur se remontaba a décadas atrás, cuando un joven soldado Petrie y el joven soldado Bellefleur formaron parte de la expedición de Big Horn de 1876; Petrie bajo el mando del teniente coronel Custer y Bellefleur bajo el mando del general Terry, uno de ellos murió y el otro sobrevivió. El juez que actuó en primera instancia, Osborne Lane, había sido rechazado por una hermosa joven que después salió con Samuel Bellefleur, y por lo tanto no podía ni oír hablar de los Bellefleur. Y el juez que actuó en segunda instancia, y que desestimó la apelación rotundamente, era un antiguo rival político del senador Washington Payne, financiado generosamente por los Bellefleur, o al menos eso era lo que se decía). Leah les leía las cartas a los niños y a veces se detenía en medio de una oración, arrugaba las hojas de papel y las tiraba al suelo.
—¡Esto ya no le importa a nadie, sólo a mí! —decía con rabia—. ¡Los demás se han dado por vencidos! ¡No sé cómo no les da vergüenza! ¡Los Bellefleur se han dado por vencidos!
Fue en el jardín, dormitando bajo los rayos oblicuos del sol cálido y dulce, donde Leah recordó el parto de Germaine: un parto que no duró más de una hora y después el milagro del bebé, que comenzó a mamar con vigor en cuanto lo pusieron entre sus brazos; y Gideon a su lado, tomándola de la mano. Tú fuiste la más fácil de todos, murmuró Leah. No me diste ningún trabajo. Apenas sangré…
Ahora tenía un cardenal en el vientre. Y el vientre, la cintura y los muslos estaban flácidos. Y el pecho caído. Pero poco a poco iba perdiendo peso, los tobillos y las pantorrillas habían vuelto a su estado normal, y en el rostro se veían algunas arrugas de cansancio, nada más. ¡Qué buen aspecto tienes, Leah! le decían. Tu mujer está hermosa, le decían a Gideon… (Y Gideon esbozaba una sonrisa forzada de agradecimiento, ¿qué otra cosa podía hacer?).
El jardín, el zumbido de los insectos. Las comidas, las siestas. Gatitos que se revolcaban y daban volteretas a los pies. Jugar al escondite alrededor del reloj de sol, alrededor de la imponente estatua de Hebe. Bajo las ramas más bajas del cedro del Líbano. (Donde descubrieron una mañana una comadreja medio devorada que Mahalaleel había arrastrado por encima del muro del jardín). Leah rompiendo sobres para abrirlos, dejándolos caer al suelo de la terraza. Leah llamando impaciente a alguno de los sirvientes. Leah hundiendo la nariz contra la nariz respingona de la niña, o limpiándole la boca, o paseando con tranquilidad con la niña en brazos, ladeándose hacia un costado. Leah agitando el sonajero —de madera tallada, con adornos de plata y coral— que la tía Verónica le había obsequiado a Germaine. O inflando un globo rojo y dejándolo volar a gran velocidad hasta que caía agitándose sobre la hierba para regocijo de Germaine. Leah alzando en brazos a Germaine para sacarla de la vieja fuente, cubierta de hojas secas y quebradizas. ¿Qué has hecho, por el amor de Dios? ¿Quieres quedarte ciega?, decía con voz resonante mientras la niña lloraba.
Fue en el jardín, una mañana de mayo, cuando Gideon estaba por emprender un viaje de cinco días al noroeste del país para vender unos caballos, donde Leah le mencionó por primera vez el tema de su tío Jean-Pierre, al que debían liberar de prisión, y la necesidad de recuperar todas las tierras —todas las tierras— que los Bellefleur habían perdido. Gideon estaba asomado a la cuna de la niña, que le había agarrado el dedo índice con una fuerza sorprendente; él lanzó un gruñido que podía tomarse como una señal de aprobación.
—Entonces, ¿me vas a ayudar, Gideon? —preguntó Leah.
Ella se movió para rodearle la cintura con el brazo, pero luego vaciló. Gideon observaba los ojos de su hija, de color entre verdoso y avellana, que tanto lo cautivaban: parecían agarrarlo, inmovilizarlo donde estuviese. Nunca había comprendido del todo el hecho de haber tenido mellizos, de que él hubiera engendrado a Christabel y a Bromwell, y ahora le sobrepasaba, le sobrepasaba inexplicablemente, que aquella criatura fuera suya también. Por otra parte era de lo más natural, incluso rutinario, hasta había ayudado a escoger el nombre, todos se habían comportado con total naturalidad respecto al parto (él sabía que había sido un parto difícil, por supuesto, pero no estaba al tanto del nacimiento en sí), estas cosas suceden todo el tiempo, era preferible abordar el asunto con ligereza, no asombrarse en exceso, no darle muchas vueltas… Cuando intentó retirar el dedo, la niña lo apretó con más fuerza.
—¡Qué fuerza tiene! ¡Es una maravilla, qué rapidez! —exclamó Gideon riéndose—. ¡Tiene mucha fuerza!
—¿Me vas a ayudar? —preguntó Leah.
Gideon se incorporó y se apartó el cabello de la frente con las dos manos, en brusco ademán. Después le sonrió a Leah sin mirarla del todo.
—Por supuesto —respondió—, haré lo que quieras.
—¿Lo que quiera? —dijo Leah rodeándole la cintura con el brazo.
—Lo que quieras, lo que quieras, lo que quieras —dijo Gideon, retrocediendo.