Desde los trece años y medio, aproximadamente, hasta los dieciocho, edad en la cual Gideon Bellefleur la cortejó con audacia y ganó su corazón, la madre de Germaine tuvo como mascota a una araña de tamaño y belleza considerables a la que llamó Amor.
—Ay, ¿no os parece una hermosura? Mirad qué belleza —solía decir Leah, mientras la araña se balanceaba en su brillante tela de baba (que era un obra de arte en sí misma; a Leah le habría gustado dibujarla a lápiz y tinta, con todos los detalles exquisitos), o cuando correteaba por las paredes y por el techo de su dormitorio (donde, para disgusto de su compañera de cuarto y de la directora de La Tour, Madame Mullein, y después para angustia de su madre, solía dejar una película traslúcida o baba que si bien era casi imperceptible al principio, luego se oscurecía y dejaba marcas imborrables), o cuando le trepaba por el brazo con cariño hasta el hombro para acurrucarse junto a su cuello, sedosa y audaz, con toda su negritud.
—Es lo más dulce que hay, ¿a que sí? Jamás haría daño a nadie.
Leah sabía que eso no era del todo cierto. Amor sí picaba cuando la irritaban, de hecho tenía los dedos llenos de pequeñas picaduras inflamadas, similares a las de los mosquitos, que se enrojecían si se las rascaba con impaciencia; o cuando no la alimentaba nada más levantarse por la mañana (con moscas y demás insectos muertos; incluso con arañas muertas, migas de pan, migas de galleta, leche y azúcar y pedacitos de carne; todo ello ofreciéndoselo con unas pinzas), a veces se bajaba de la tela de un salto y la picaba con saña en el dorso de la mano. Si había alguien presente (y en La Tour había chicas de su edad o menores que, fascinadas y asqueadas por Amor, entraban sigilosamente al cuarto de Leah muy temprano, antes de la misa, para ver cómo desayunaba la espléndida araña), Leah se limitaba a respirar hondo y gritar:
—¡Ay! ¡No seas mala! ¿Es que no puedes esperar un poco? —y succionaba la pequeña herida, riéndose con ligereza mientras sus ojos, veloces y brillantes, recorrían aquel público de niñas silenciosas y absortas, vestidas con camisones y batas de lana que les llegaban al suelo, niñas de cabellos largos como el suyo, sueltos durante la noche y con algún que otro mechón caído por los hombros estrechos.
—Por la noche se muere de hambre, porque para ella es demasiado tiempo —explicaba Leah.
Con cierta frecuencia, una de las niñas se quedaba rezagada cuando las otras ya se habían ido y le preguntaba a Leah con timidez si algún día podría alimentar a Amor, o dejar que se le subiera al dedo, o al hombro, como solía hacer airosamente con Leah cuando estaba de humor.
—No la lastimaría, ni la aplastaría, ni nada —le prometían las niñas cuando Amor era aún bastante pequeña, del tamaño de un centavo, con una modesta pancita; pero después, según transcurrían las semanas y Amor devoraba con avidez las docenas de comiditas que Leah le ofrecía a diario, fue creciendo más y más (primero como una cucaracha y luego como un colibrí) y las niñas decían, temblando y abrazándose:
—No me va a dar miedo, no la voy a tirar, ni se me caerá, ni gritaré. ¡Por favor, Leah!
Aunque Leah siempre aceptaba la comida que traían las niñas, y más aún si era turrón de nuez (pues no sólo era una de las comidas favoritas de Amor, sino también de ella, y Della nunca, pero nunca, le mandaba turrón a La Tour), jamás permitía que las niñas participasen del ritual alimenticio de Amor. Era su hallazgo, su mascota, y punto. Jamás en la historia del Internado Femenino La Tour había habido nada parecido, ni nunca lo habría, y Leah se sentía tan infeliz allí, tan sola, inquieta y contrariada, y a la vez tan orgullosa y altanera (por algo era Bellefleur: pertenecía a la familia Bellefleur y, que los demás supieran, bien podía ser de la rama adinerada de los Bellefleur), que no sólo rechazaba casi todo lo que le pedían sus compañeras respecto a Amor, sino también sus tímidos, torpes y silenciosos intentos de hacer amistad. Y también estaba la posibilidad, la posibilidad real, de que Amor picara con saña a una de las niñas y ésta traicionara a Leah y corriese a contárselo a Madame Mullein. ¿Y si Amor (y la idea le parecía tan espeluznante que rara vez se le cruzaba por la mente) se decantara de pronto por otra niña; por el dedo tembloroso, el brazo suave y pecoso, el dulce y cálido aroma del cabello de otra niña?…
Faye Renaud, la compañera de cuarto de Leah, era una niña de estatura mediana y, por consiguiente, bastante más baja que Leah. Tenía el cabello crespo y rebelde, facciones anodinas y tartamudeaba un poco, cosa que en ocasiones exasperaba a Leah (quien, cuando alguna profesora o alguna alumna mayor que ella la intimidaba, respondía con rapidez y osadía, pues tenía claro que nadie la iba a humillar) y en otras ocasiones le resultaba enternecedor. Faye era su mejor amiga del colegio, su única amiga, en realidad, y a veces les gustaba aparentar que eran hermanas. Pero aun cuando Faye le suplicaba que le dejara acariciar el pelo fino, negro y satinado de Amor («¡Leah, por favor, no se lo voy a contar a nadie!», le susurraba al oído), Leah pensaba que lo mejor era negarse.
—Además, Amor es una criatura salvaje —decía con dignidad.
Una noche, cuando era muy tarde y todo estaba a oscuras, las luces desconectadas por el interruptor general que controlaba la directora, Leah, insomne, añorando las montañas, la caricia del aire de las Chautauquas y el olor salobre del lago Noir; incluso añorando a su madre (aunque jamás lo admitiría), creyó oír algo debajo de su cama. Lo oyó, o lo sintió. De alguna forma lo percibió… Cuando era pequeña vivía atemorizada con la idea de que debajo de la cama se escondían criaturas desagradables y espantosas. Eran vagamente acuáticas, aunque oscuras, oscuras y lentas, como anguilas retorciéndose en el barro; poseían una insólita astucia humanoide, aunque, por otro lado, no eran más que sombras oscuras, y esto es lo que más la aterraba. Estaban muy pendientes de ella, de todos sus movimientos en la cama, y por eso era menester quedarse completamente inmóvil, con los brazos rígidos pegados al cuerpo y respirando sólo superficialmente.
Pero había crecido y ya no temía a esas ridículas criaturas. Lo único que había debajo de la cama eran pelusas de polvo, pensaba Leah.
Así que, mientras Faye dormía a pocos metros de distancia, Leah se recostó en el borde mismo de la cama y metió el brazo debajo. Tanteó el suelo con gran audacia. ¡No había nada, por supuesto! ¡Qué iba a haber! Sus dedos atraparon una pantufla y la apartó. Después encontró una pelusa de polvo. (Solían regañarla por su «falta de atención a las normas de higiene», pues ni la ropa, incluso ni las manos, los pies o el cuello estaban nunca tan limpios como debían estar). A continuación, encontró otra cosa…, al principio parecía una pelusa de polvo, era suave, delicada, vaporosa… pero después advirtió que era más consistente…, le hacía cosquillas… ¡Y se movía! ¡Se movía!… fue entonces cuando sintió el picotazo.
Estaba tan sorprendida que ni siquiera sacó el brazo; se limitó a correrlo unos centímetros. Y se quedó ahí echada en la oscuridad, paralizada, con los ojos abiertos de par en par.
Al cabo de unos segundos, volvió a sentir esa suavidad…, volvió a sentir el cosquilleo… de aquella cosa que le subía por la mano. Se quedó quieta, a la espera. Le iba a picar. Sabía que le iba a picar. Ese pinchazo punzante, como de aguja… Pero ahí se quedó, en el dorso de la mano. ¿Un ratón? ¿Un ratoncito? Como es lógico, Leah había visto muchísimos ratoncitos y sufría mucho cuando los gatos los atormentaban, cuando correteaban de un lado a otro a ciegas, chillando, gritando como si les fuera la vida en ello; hasta las crías de rata le parecían adorables. Pero ¿qué hacía un ratón debajo de su cama? ¿Había ratones en su cuarto? ¿Ratas?
Retiró la mano con cuidado. ¿Dónde estaba esa pantufla? Si se daba prisa, tal vez podría aplastar esa cosa antes de que escapase…
Pero con notable presteza y un estilo casi humano, aquella cosa volvió a saltar a su mano y comenzó a subir por el brazo lentamente, como si fuera consciente de su temor…, subía despacio por el brazo…, las patitas delicadas le rozaban el fino vello del brazo… Leah estaba paralizada con la mirada fija en el techo apenas iluminado por la luz de la luna, y pensó, mientras la criatura trastabillaba un poco al subir por el doblez del codo, que ahora se caería: no tenía punto de apoyo; se iba a caer y ella entonces se levantaría de un salto por el otro lado y gritaría pidiendo auxilio. Pero la criatura no se cayó. Se dio la vuelta y se abrió paso hasta el hombro, con ese mismo ritmo lento y pausado, como si fuera plenamente consciente de ella y pudiera leerle el pensamiento.
Leah no se atrevía a moverse. No dejaba de ser curioso que el corazón le siguiera latiendo con calma, que no entrara en pánico. Era una niña extraordinariamente tenaz, incluso estoica, y despreciaba a las chicas «femeninas» y remilgadas del internado, pero en alguna que otra ocasión —cuando Ángela se encabritó por temor a una víbora cobriza, o cuando un niño más pequeño que Leah comenzó a hundirse, a ahogarse inexplicablemente mientras nadaba en el lago Noir— había caído presa de un estado de pánico absolutamente irracional. Además, tenía muy mal humor: era una criatura de lo más temperamental y voluble: a veces, le gritaba Della, estaba poseída por un demonio y lo único que la curaba era una paliza en toda regla. Pero aquella noche, mientras Amor se deslizaba con delicadeza por la piel suave de su brazo para detenerse en el hombro, moviendo las patitas como si fuera una bailarina, fijando en ella con inteligencia sus ojos agudos y penetrantes, Leah no entró en pánico, no balbuceó pidiendo auxilio, aunque deseaba, deseaba con toda su alma, gritar: «¡Faye, ayúdame! ¡Faye, haz algo! ¡Agarra un zapato, una bota, mátalo, por favor, aplástalo, por favor, Faye!», pero no sucumbió al pavor que sentía, sino que permaneció inmóvil, sin atreverse apenas a respirar.
Y por la mañana, al amanecer, cuando la habitación se iluminó al fin lo bastante como para ver algo (el peso ligero que tenía en el hombro, muy cerca de la oreja, inmóvil aunque aparentemente inocuo, no le permitió dormir: hasta lo oía respirar en su imaginación), giró la cabeza muy despacito, entrecerrando los ojos, mordiéndose el labio inferior, y ahí estaba: la hermosa araña, por entonces de un tamaño apenas más grande que el de cualquier araña, pero sumamente elegante, con unos ojos diminutos que parecían dos gotitas brillantes, y el pelo de un negro bruñido, tan delicado y tan grueso que parecía piel.
—Así que eres una araña —susurró Leah con asombro.
Amor, que fue un secreto para Faye por poco tiempo y para las otras chicas varias semanas, crecía con rapidez. Su comida favorita eran pedacitos de insectos machacados con leche con azúcar, y trocitos diminutos de carne. (Un trozo de ternera grasa del tamaño de una moneda de plata de un dólar, que subía del comedor clandestinamente, envuelto en una servilleta, monopolizaba la atención de Amor durante varias semanas). Desde un principio, Amor se hizo muy sensible a los estados anímicos de su ama; si estaba llorosa, se frotaba contra sus tobillos, como los gatos, o echaba a correr por su cuerpo para arrimarse al cuello y a las mejillas; si estaba nerviosa, correteaba por las paredes, tejiendo telas frustradas, con los hilos sueltos, oscilantes, sensibles al menor movimiento de aire. Cuando Leah estaba muy animada, Amor se mantenía a prudente distancia, casi con resentida dignidad: tejía su tela fascinante en un rincón alto de la habitación y se posaba en el medio, vigilándola con aire de censura, inmóvil, ofendida. En tales ocasiones, Leah daba unas palmadas y la llamaba, con las mejillas ruborizadas y los ojos brillantes de la locura que suponía tener —ella, Leah Pym— una araña como mascota. Una araña negra, de ojos amarillos y diminutos, patas peludas y porte sumamente elegante, como mascota.
—¡Ven aquí! ¡Ven aquí ahora mismo! —gritaba mientras juntaba las palmas a toda prisa—. ¿Es que no vas a comer en todo el día? ¿No te importa un comino? ¡Eh, Amor! ¡Escúchame cuanto te hablo!
Pero a Amor no le gustaba que le dieran órdenes, ni tampoco que la cortejaran. Se acercaba a su dueña sólo cuando estaba de humor: a veces la sorprendía tirándose desde la pared a su cabeza y metiéndose entre el cabello (los domingos y los miércoles por la noche, la cena era «formal» y Leah y Faye se peinaban mutuamente, a veces con entusiasmo, a veces con impaciencia: el peinado de Leah para tales ocasiones era bastante elaborado, además del moño denso, también separaba unos mechones y unas trenzas que se enrollaba alrededor de la cabeza y un flequillo tupido, sedoso y ondulante que casi le tapaba las cejas: y siempre era en aquel peinado fino y pretencioso en el que se introducía Amor un par de minutos antes de que tocara el timbre para convocar a las chicas en la planta de abajo), o, con mayor frecuencia, trepando a toda prisa por la pierna enfundada en una media hasta llegar a las bragas de algodón para meterse dentro y recorrer, aplastada y pícara, la curva de su estómago mientras Leah chillaba y la manoteaba y saltaba por toda la habitación tratando de que se cayera de ahí, volcando de paso la silla del escritorio, las cosas del té, la palangana de agua, el helecho que la pobre Faye había plantado en una maceta, el montón de astillas para encender el fuego, que descansaba junto a la pequeña chimenea. En otras ocasiones (sobre todo al regresar de Bushkill’s Ferry, de casa, cuando Amor era mucho más grande, casi tan grande como un gorrión), Amor percibía de algún modo que Leah tenía la cabeza en otra cosa mientras la alimentaba o la acariciaba y entonces, enloquecida repentinamente y con mala intención, la picaba con toda su maldad en el dorso de la mano, o en el pecho, o incluso en la mejilla. Los alaridos de Leah, su conmoción, sus lágrimas repentinas e infantiles de algún modo aplacaban a la araña en tales momentos.
—¡Me has hecho daño, me has hecho daño! Lo has hecho a propósito, ¿verdad? Lo tenías calculado. ¿Es que no me quieres? ¿No me he portado bien contigo? ¿Quieres que te lleve al bosque y te suelte? ¿No me quieres, Amor? —susurraba Leah.
La hermosa y joven Leah Pym y su gigantesca araña negra (de la que se decía, erróneamente, que era una viuda negra) adquirieron cierta fama en el valle. En realidad eran muy pocos los que habían visto a la araña, y menos aún los que la habían visto encaramada al hombro de Leah como un pajarillo amaestrado, o hecha un ovillo entre su cabello; pero todos tenían una opinión al respecto.
La primera vez que Leah regresó del internado La Tour, presentándose sin previo aviso en la puerta de su madre, llorosa y débil y de una delgadez preocupante (había perdido mucho peso al sucumbir a una angustiosa melancolía que ni siquiera el odio que sentía por sus compañeras y profesoras y por la directora del lugar podía disipar), se dijo que había contraído una enfermedad mortal en las llanuras de abajo. (La Tour estaba a unos ciento cincuenta kilómetros o más en dirección al sur, era una ciudad comercial bastante próspera de tamaño moderado, a orillas del río Hennicutt; los que vivían en las montañas afirmaban que el aire de aquellos lugares de tan abajo era sucio y que les costaba mucho respirar, sobre todo a través de la nariz, porque era muy denso y muy desagradable). También corría en secreto el rumor de que había tenido un romance desastroso —¿con uno de los profesores? Pero ¿había profesores en el internado? ¡Ah, entonces la habrá maltratado alguna chica!—, pero, como era de esperar, Della, la imperiosa y reservada Della, se negaba a discutir la situación. Corrió la voz de que la niña había estado muy rara las últimas semanas de colegio: dejó de comer, arrancaba hojas de su diario y de los libros de texto y las quemaba, regalaba ropa porque ya no le servía, le iba demasiado grande; regalaba joyas; regaló incluso un hermoso sombrero de visón que a su vez le había regalado su tío Noel y del que siempre había presumido. Se había negado a ir a la capilla. Y a las clases. Se consumía de añoranza por Bushkill’s Ferry, por el lago Noir, por las montañas. Había perdido todo el interés por su yegua alazana y no le importó dejarla en el establo del internado cuando se marchó tan de súbito. Y para colmo, la niña tenía una mascota de lo más insólita…
Esta hija de Della Pym, hija única, nacida a los cinco meses del fallecimiento de su padre, tenía fama de ser terca y vanidosa y malhumorada, aunque Della no la había mimado ni mucho ni poco. Uno de los primeros y gratos recuerdos que tenía Gideon Bellefleur de su hermosa prima era un berrinche violento que tuvo a los tres años: algo le había provocado tal iracundia que pateó y dio patadas a diestro y siniestro y se tiró al suelo y se desgarró con violencia la parte delantera de su vestido blanco de raso, con cuello y puños de encaje flamenco, hasta que uno de los mayores tuvo que llevársela mientras sollozaba. En otra ocasión, se enfurruñó durante la boda de una prima de Innisfail y bebió todo el champán que pudo, copa tras copa, y retó a algunos de sus primos a una pelea de lucha libre (que tuvieron el acierto de rechazar) y, en un alegre estado de embriaguez, se metió en un arroyo arremangándose la falda larga e inflada por el viento hasta la mitad del muslo y chapoteó en el agua negándose a salir cuando su madre la llamó. Por aquel entonces no tenía más de once años, pero ya se le empezaban a redondear las caderas y en los senos aún pequeños se adivinaba una plenitud y una suavidad tan propiamente femeninas que a Gideon y sus hermanos les perturbaba sobremanera. El incidente terminó de golpe cuando Leah regresó a duras penas a la orilla, mojada, sin aliento y con la cara pálida, sollozando por motivos que nadie alcanzaba a comprender, «¡No quiero! ¡No quiero!». Qué era lo que no quería, nadie lo sabía, ni tampoco ella lo podía explicar. «¡No quiero!», lloraba con lágrimas que le surcaban las mejillas redondeadas. Y Gideon, que por entonces tenía quince años, no pudo sino quedarse mirando.
(No dejaba de ser curioso que Della y Leah acudieran tan a menudo a las celebraciones de los Bellefleur. Daba la impresión de estar siempre estorbando de un modo u otro y, por si fuera poco, Leah tuvo el descaro de llevarse en un par de ocasiones a su pequeña y peluda mascota. Aunque Della detestaba a sus parientes adinerados, siempre aceptaba las invitaciones a bodas y bautizos y reuniones festivas porque sentía que en realidad no querían que fuera y contaban con su negativa, y ¿por qué iba a darles ese gusto? «Hazlo por mí, Leah. Compórtate como una señorita», decía siempre, pero cuando, inevitablemente, su hija se portaba mal, nunca la regañaba con seriedad. «Llevas la sangre de ellos, a fin de cuentas», solía decir con apatía).
Leah tenía dieciséis años cuando, tirándose al lago Noir desde un risco de granito, se puso a nadar en medio de una lluvia gélida de septiembre hasta la mitad del lago encrespado y con ello provocó que Gideon se enamorara perdidamente de ella. Él sabía en cierto sentido que llevaba años enamorado de ella, por etapas, pero aquella asombrosa visión —aquella chica fornida, corpulenta, muy morena por el sol, con su traje de baño verde de una sola pieza, zambulléndose sin dudar en el agua que estaba a unos cinco o seis metros más abajo, coordinando a la perfección todos sus músculos— no fue sino el golpe final. Leah nadaba con una fortaleza como la del propio Gideon, el cabello oscuro y pesado enrollado a la cabeza como si fuera un casco, la cara pálida y obstinada por el esfuerzo. Él había querido —pero fue incapaz— correr por el acantilado y tirarse a su lado. Había querido con toda su alma perseguirla y adelantarla y transformarlo todo en una broma bulliciosa. Pero no se movió, se limitó a mirarla, a contemplar ese cuerpo esbelto y enérgico moverse en el agua como si fuera una anguila, atenazado por una emoción en la que el amor y el deseo se entrelazaban de un modo tan inextricable que se quedó literalmente sin aliento.
(Mucho después, cuando Noel se encerró con su hijo, y le suplicó y trató de razonar con él y le gritó, y hasta osó ponerle la mano encima, lo único que respondió Gideon, perplejo y malhumorado, fue: «¡Yo no quiero quererla; además de ser mi prima, es la hija de esa arpía insufrible! ¿Qué te crees, padre, que todo esto es voluntario?»).
Cuando aún era jovencita, Leah tuvo varios pretendientes, algunos de los cuales, como Francis Renaud y Harrison McNievan, le sacaban diez años o más; pero también hubo chicos de la edad de Gideon que mostraban sumo interés por ella, naturalmente. A todos, sin embargo, les intimidaba la araña Amor. La gente hablaba, y no exageraba demasiado, de la fortuita crueldad de Leah al permitir que la araña trepara por los hombros de algún visitante, e incluso que lo picara de vez en cuando. (Lo lógico habría sido, murmuraban, que la señorita Pym le guardara el debido respeto al pobre Harrison, con ese brazo lisiado, herido de guerra, por no mencionar todas las tierras que había heredado). A la edad de diecisiete o dieciocho años, Leah gozaba de una perversa popularidad en toda la región, pese a su frecuente y apenas disimulado desprecio hacia los hombres y su conducta caprichosa y hasta mojigata cuando estaba a solas con alguno de ellos. Tal vez era su propio nerviosismo lo que quería ocultar con sus peticiones descabelladas (a Lyle Burnside le mandó a buscar una bufanda de seda que se le había volado —¿o había dejado que se le volara?— por un profundo barranco cercano a la carretera militar), o bromas de chiquilla rayanas en la maldad (consintió en reunirse con Nicholas Fuhr en la colina Sugarloaf un día de verano y en su lugar mandó a una chica mestiza, gorda y con un leve retraso mental), o súbitos arranques de mal genio (en un velatorio —¡en un velatorio, precisamente!— se volvió hacia Ewan Bellefleur, que la había estado observando con una sonrisa poco sutil, y lo acusó de ser perverso, de jugar y perder dinero, de ser infiel a su prometida —a la que por entonces Leah no conocía: sólo sabía que Ewan se iba a casar con una chica de la familia Derby, de riqueza sorprendentemente modesta— y de ser el padre de hijos ilegítimos, un ataque que desconcertó sobremanera a Ewan, no porque mencionara nada que no estuviera en situación de negar, sino porque no fue en absoluto provocado: ¿Acaso no le había halagado su mirada de interés sincero y afectuoso?).
—Eso es obra de Della —le dijeron a Ewan—. Quiere indisponer a su hija contra los hombres, en especial contra los hombres Bellefleur.
El episodio más atroz —¿o fue el más divertido?— tuvo como protagonista a un joven llamado Baldwin Meade, del que se decía que estaba emparentado con la familia Varrell, en tiempos numerosa en el valle, antes de que la famosa contienda con los Bellefleur, allá por la década de 1820, acabara con la vida de tantos miembros de las dos familias. Era probable que a Leah le atrajera Baldwin Meade precisamente por su parentesco, pues ¿qué otra cosa podía enfurecer más a sus adinerados parientes que una relación con uno de sus enemigos, aun cuando la contienda fuera cosa del pasado y poco más que un motivo de vergüenza para todos? (Esto no era del todo cierto. Ewan y Gideon y Raoul habían jurado, de niños, vengarse cuando surgiera la ocasión: rechazando lo que se afirmaba en el estado, a saber, que Jean-Pierre Bellefleur II había asesinado a dos miembros de la familia Varrell aquella noche en Innisfail, junto a otros nueve hombres; los chicos calcularon que habían matado a seis de los Bellefleur contra sólo tres o cuatro de los Varrell, lo que les parecía una injusticia monstruosa).
Si Baldwin Meade estaba emparentado con la familia Varrell, desde luego no lo pregonaba, tampoco se parecía a ellos en lo más mínimo: los Varrell eran morenos, fornidos de cintura para arriba, altura nada más que moderada, cuerpos velludos y barbas que les nacían a mitad del rostro; huelga decir que, además, los legendarios enemigos de los Bellefleur eran iletrados, ordinarios, brutos e incapaces de expresarse como corresponde. («¡Mira qué aspecto! Ni que te hubieras incorporado a la raza humana hace sólo unas semanas», se le oyó decir a Harlan Bellefleur, con verdadero asombro, cuando alzó la pistola mejicana para volarle la mitad del rostro; a los presentes les impresionó el digno comportamiento de Harlan, su forma de vacilar unos segundos antes de apretar el gatillo, como si la idea misma, la noción de que el hombre que se encogía de miedo ante sus ojos no fuera del todo humano tuviera un profundo significado que había que contemplar, aunque no fuera en aquel momento). Por el contrario, Baldwin Meade era alto y esbelto, bien afeitado, conversador animado aunque tal vez falto de criterio, y aunque sus modales fueran los que cabía esperar de la gente de montaña, no era ordinario en absoluto y se cuidaba mucho de blasfemar o de decir obscenidades en presencia de mujeres consideradas damas. Nadie sabía cómo se comportó exactamente aquella noche del cuatro de julio, ni lo que le dijo a Leah, ni lo que quiso hacerle, o le hizo: ella nunca lo explicó, y era inútil sacar el tema con su madre.
Al regresar del concierto de la banda y de los fuegos artificiales del Parque Nautauga, en un carruaje de dos plazas tirado por un caballo ruano castrado, recorriendo la carretera de Bellefleur a oscuras, Leah y su pretendiente de veintiséis años debieron de discutir en algún punto de la intersección entre ese camino, la carretera militar y el pueblo de Bellefleur, pues no fue sino a pocos centenares de metros de las antiguas forjas (que en tiempos pertenecieron a los Fuhr), cerca de la cima de una colina muy larga y empinada, donde encontraron al joven a la mañana siguiente. No estaba muerto, pero casi: lo encontraron delirando y desvariando y llamando a su madre a gritos: tenía el brazo derecho y el lado derecho del rostro hinchados como un melón, una imagen grotesca. Leah había conducido el carruaje de regreso a Bushkill’s Ferry y fue lo bastante considerada (siempre atendía las necesidades de los animales, aunque los caballos hubieran dejado de interesarla) como para quitarle los arreos y dar de comer y mojar al caballo, y llevarlo a la vieja cuadra de los Pym; tampoco ocultó el hecho de que el carruaje estuviera en la propiedad de su madre, lo había dejado a la vista, en la entrada de cenizas, para que lo viera todo el que quisiera. Pero nunca explicó el incidente, se limitaba a encogerse de hombros y a reír y hacer gestos con la mano diciendo que la gente «exageraba» y que si realmente querían saber lo que pasó, ¿por qué no se lo preguntaban al propio Baldwin Meade? Según los hombres que lo recogieron y el doctor Jensen, que fue quien lo atendió, al pobre chico le había mordido una víbora cobriza en tres lugares y era una verdadera suerte que lo hubieran encontrado pronto, de lo contrario habría muerto hacia el mediodía. ¡Una víbora cobriza!, decían todos. Hacían una mueca con aire pensativo, esbozando una sonrisa pícara. ¡Una víbora cobriza! Muy improbable.
Cuando Gideon Bellefleur visitó a Leah por primera vez en calidad de pretendiente, y no de niño, o de primo, se sintió humillado y ultrajado al ver que Leah, con un escotado vestido de tirantes y estampado de lunares, el cabello todo en tirabuzones hechos con tenacillas de rizar, y rizos y ondulaciones, con el claro objetivo de realzar no sólo su belleza sino su arrogante confianza en esa belleza, lo recibió en una lóbrega sala lateral que olía a humedad de la casa vieja de los Pym, con la araña negra encaramada a su hombro, en su propia piel.
Ella fijó sus ojos de color azul muy oscuro en él con una concentración casi burlesca mientras él hablaba, pero para Gideon, ruborizado y con patente tartamudeo, estaba claro que no estaba escuchando sus palabras. (De hecho, lo que pensaba mientras miraba a su apuesto primo, con su espeso cabello oscuro que se elevaba desde la frente como un cepillo, la mandíbula más bien cuadrada, y los ojos tan prominentes, casi saltones —de tanto ¿qué? ¿entusiasmo? ¿energía?— era que probablemente cualquier otra chica se enamoraría de él en cuestión de segundos, pero que ella no era esa clase de chica. Y mientras acariciaba perezosamente el lomo peludo de Amor para calmarla —parecía más agitada que de costumbre, percibía los latidos de su diminuto corazón— le pareció que aunque podría ser divertido aparentar un estado de enamoramiento de Gideon Bellefleur, pues escandalizaría no sólo a los Bellefleur del lago Noir sino, sobre todo, a la propia Della, la travesura podría acarrear consecuencias imprevisibles. La reputación de Gideon no era tan mala como la de Ewan, pero era jugador, y todo el mundo sabía que él y Nicholas y uno o dos jóvenes más hacían carreras de caballos en pistas ilegales y se relacionaban con fulanas en las montañas y en Derby y en Puerto Oriskany; además, había sido muy cruel con una conocida de Faye Renaud, la hija de un ministro unitario que había asumido, a raíz de dos o tres citas inocentes, siempre en compañía de otras personas, que Gideon Bellefleur pronto iba a comprometerse con ella. Con todo, lo que le parecía más interesante es que Gideon vivía en el castillo, y Della odiaba el castillo y a menudo lo demostraba —una demostración absurda, en opinión de Leah— tapándose los ojos para no verlo, cuando los días eran especialmente nítidos y su figura fantasmagórica y dispersa adquiría una tonalidad entre cobriza y rosácea y parecía flotar por encima del lago, mucho más cerca de lo que en realidad estaba. Y Leah sentía curiosidad por el castillo, pues lo único que había visto a lo largo de los años era el parque, y el jardín amurallado, y dos o tres habitaciones de la planta baja, las más grandes, que en realidad eran casi espacios públicos, abiertos a todos los invitados de los Bellefleur. Leah anhelaba. —¡Cómo lo anhelaba! No podía evitar anhelarlo pese a las advertencias de Della— ver todas y cada una de las habitaciones, todos los recovecos y pasadizos secretos, todos los rincones de aquella monstruosidad. Los ojos se le empañaron mirando a Gideon fijamente, imaginándose cómo avanzarían los dos juntos, Gideon agarrándola de la mano, descendiendo los escalones de piedra que conducían al sótano abovedado…, donde las telarañas les rozarían los rostros ávidos, y los ratones huirían correteando por los rincones, y el aire olería a humedad, a moho, a putrefacción, a una oscuridad negra como la boca del lobo, una oscuridad diez veces más negra…, y la linterna de Gideon iluminando rápidamente la escena…, y si ella se tropezaba, le agarraría la mano con firmeza…, y si se ponía a temblar de frío, él se volvería hacia ella y…).
Gideon dejó de hablar sin terminar la frase y le dijo con brusquedad que no quería aburrirla; que lo mejor era marcharse. Había pensado pedirle que lo acompañara a la boda de Carolyn Fuhr, pero estaba claro que a ella no le interesaba…
—Tú sigue acariciando a esa cosa que tienes en el hombro —dijo—. Esa cosa horripilante que tienes en el hombro.
Leah se ruborizó y se puso a Amor en el regazo para acariciarle la espalda y los costados, y hacerle cosquillas en la abultada pancita, o pancitas, con el dedo índice. Se miraron los dos con detenimiento un minuto entero y después ella dijo, ruborizándose aún más:
—¡No es horripilante! ¡Cómo te atreves a decir una cosa así!
Gideon se levantó, con la airosa dignidad que a veces era capaz de mostrar, hizo una leve reverencia socarrona con la cabeza y, sin más, se fue de la sala y de la casa y se alejó por el camino de ladrillo.
Pero en su segunda cita volvió a sentirse insultado, pues en esta ocasión no sólo estaba presente Amor (aunque no en el regazo ni en el hombro de su amada, sino estremeciéndose en el centro de una telaraña de un metro y medio, tejida en lo alto de una esquina de la sala hacía tan poco que se veía húmeda y brillante, de una belleza casi glacial, cristalina… Se estremecía, advirtió Gideon con repugnancia, al devorar con avidez los pedacitos de comida que le habían puesto en la telaraña), sino Della… Della y su sombrío ir y venir, sus faldas negras y largas que parecían (como decía Cornelia) ¡hechas con morrales viejos!… Della con su rostro sagaz, feúcho, reseco y esa cabeza pequeña que parecía formada por pedazos de hueso mal encajados y su sonrisa de avispa ¡y su obvia y complaciente aversión por él!… Della entraba y salía de la sala trayendo a la joven pareja té y unos trozos duros de bizcocho de zanahoria, preguntando a Gideon por su familia con fingida cortesía, frunciendo los labios en gesto de compasión al enterarse de que Noel estaba en cama con gripe y que Hiram se había lastimado durante sus recorridos sonámbulas y que los ciervos y los puercoespines se comían todo lo que se les ponía por delante. Aquella tarde, Leah parecía algo más agradable, aunque no estaba del todo seguro: la sonrisa con hoyuelos, la mirada calma y serena, de un encanto embriagador, la postura erguida, las manos fuertes entrelazadas a la altura de las rodillas, su manera de asentir murmurando levemente… ¿Qué quería decir todo aquello? ¿Le estaba haciendo señas a Gideon a espaldas de Della? ¿O eran más bien señas perversas a Della mientras Gideon miraba sin comprender? Y la enorme y horripilante criatura en su tela de araña, devorándose los trozos de bizcocho de zanahoria que le habían dado a él, estremeciéndose ante el éxtasis de la comida…
No había transcurrido ni una hora cuando Gideon dejó la casa de los Pym, el rostro ardiéndole de frustración. Había logrado arrancar a su prima la vaga promesa (de la que se desdijo al día siguiente, a través de un mensajero) de que lo acompañaría a una fiesta en el jardín de un antiguo senador, un hombre llamado Washington Payne; pero tenía el extraño y exasperante presentimiento de que en realidad no lo estaba escuchando, de que no le prestaba la menor atención.
De modo que decidió no verla durante varias semanas e hizo lo posible por no pensar en ella, y tuvo una pelea violenta con su hermano Ewan cuando éste se mofó de él hablándole de ella, y pasó todo el tiempo que pudo con los caballos. (Su caballo preferido por aquel entonces era el semental Rensselaer, descendiente de los purasangres ingleses de Raphael, un nieto, muchas veces trasladado, del mismísimo Bull Rock). Pero, como es natural, pensaba en ella obsesivamente, le parecía que todos los sentidos confluían en ella a la menor provocación. La voz animada de alguna chica, el olor a moho y a humedad, la visión de telarañas en la hierba reluciente por el rocío…, niños chapoteando en la orilla del lago…, un vestido de lunares que vestía su propia hermana Aveline, poco agraciada…
Una noche se dirigió a Bushkill’s Ferry a lomos de su caballo Rensselaer, rumbo a la vieja casa de ladrillo rojo de los Pym y, con el temple necesario y la audacia fortalecida por dos o tres tragos de buen whisky de malta remojada, nada más, calculó desde el suelo cuál era la habitación de su prima, se subió a un roble cuyas ramas largas y descuidadas sobresalían convenientemente y logró, moviendo las manos con habilidad y rapidez, no sólo abrir la ventana desvencijada, sino abrirla sin hacer el menor ruido; de modo que entró y de pronto se vio en la habitación de su prima (que era amplia y agradable, aunque bastante más desordenada de lo que esperaba), a sólo unos metros de ella, que en aquel momento dormía y su oscuro cabello revuelto caía en cascada por las almohadas, los labios húmedos y mohínos levemente separados. Pero Gideon apeló a la sensatez y no hizo más que mirar a la chica dormida. Se dirigió de inmediato a la enorme telaraña que se extendía del suelo al techo y, sin darse tiempo para pensar, sin darse tiempo para sentir el temor que lógicamente habría sentido, alargó la mano sin más para agarrar la araña: una negra sombra tupida y pesada rondando en la telaraña, los ojos amarillos abiertos, las múltiples patas comenzando a agitarse. Tal vez otro hombre habría matado a Amor con una pistola, o hasta con un rifle; otro hombre podría haber utilizado un cuchillo afilado de caza; pero Gideon no hizo ninguna concesión a la inmensa fealdad de la criatura, salvo sus propios guantes, unos guantes de piel hermosos, finos, suaves, con adornos de ante, hechos a medida para ajustarse a sus dedos largos.
Aquella cosa emitió un chillido agudo, no muy distinto al de los murciélagos, y lo atacó repetidas veces con la boca (que tenía dientes, o algo parecido a dientes, y una mandíbula con bordes dentados muy afilados) y lo pateó desenfrenadamente con sus múltiples patas (que a pesar de ser escuálidas, eran bastante fuertes y elásticas) y se agitó con tal violencia que a punto estuvo Gideon de perder el equilibrio y tropezar hacia atrás. No había calculado con exactitud cómo matarla —estrangularla era imposible, no tenía cuello—, pero con la excitación del momento sus guantes actuaron como por instinto, como si, en el pasado remoto de los Bellefleur, hubieran matado ya muchos Amores, limitándose a sujetarlos con avidez, agarrarlos con avidez y apretar…
Pese a lo mucho que forcejeó Amor, pese al notable tamaño de la araña, el episodio no duró más de dos o tres minutos. Para entonces Leah ya estaba despierta, como es lógico. Y había encendido la lámpara de queroseno de la mesilla de noche. Y estaba sentada en la cama, arropándose el pecho con las sábanas, el cabello cayéndole a ambos lados del cutis pálido y hermoso, como densas cortinas de color rojo oscuro, con las puntas rizadas y asustadas. Cuando Gideon, jadeando, se volvió al fin hacia ella y con un gesto de desprecio majestuoso dejó caer lo que quedaba de Amor en el borde mismo de la cama, en un edredón de algodón doblado hacia los pies, Leah lo miró huraña y con un tono de voz tan bajo que tuvo que agacharse para oírlo, dijo:
—¡Mira lo que has hecho, Gideon!