Muy por encima del río envuelto en neblina. A la luz polifacética, vibrante de humedad, que desprendía la montaña. (¿El nombre de la montaña? Jedediah lo ha olvidado. Sólo con esfuerzo comprende que a las cosas —incluso a las más extensas e inexploradas— les han dado un nombre).
En sus andanzas no pierde de vista la montaña. Es uno de las pocas cumbres nevadas de las Chautauquas, que según dicen son montañas antiguas, erosionadas durante milenios. En un sueño comprendió que era una montaña sagrada presidida por espíritus que, como los ángeles, no son humanos; pero tampoco son, exactamente, Dios. Están relacionados con Dios. Pero no son Dios. No exactamente… No pierde esa cumbre de vista. A veces permanece inmóvil y la mira fijamente, observa cómo, a medida que pasan los minutos o, tal vez, las horas, que pasan silenciosas, sin contratiempos, el casquete «blanco» se mueve y se desdibuja en el sol, como si se acicalara para él. Tiembla, se retuerce, se sacude.
¿Dios?
Pero Dios se esconde en Su creación.
Algunas veces, dependiendo de la luz, la neblina se convierte en llamas. Se le corta la respiración, sus ojos se llenan de lágrimas involuntarias. ¡El mundo entero podía arder en llamas con suma facilidad!… De no ser por la meticulosa misericordia de Dios. Que frena al sol. Que calcula lo que el hombre puede soportar.
Jedediah contemplando a «Jedediah». Le parece que habita un cuerpo. Lo utiliza para caminar. Los ojos —sus ojos— son, evidentemente, el medio por el que atrae a Dios. Cuando leía la Biblia, en los días previos a que los cantos y tarareos y susurros dulces y tímidos de los espíritus lo distrajeran («¿Jedediah? ¿Jedediah? ¡Ven con nosotros!»), era evidente que Dios, aunque fuese un espíritu, debía ser evocado a través de las letras en un libro: a través de todos y cada uno de los versos de aquel libro viejo, encuadernado en cuero. «Atiende mis plegarias, Señor», susurraba Jedediah, «y deja que mi grito llegue a ti. No ocultes tu rostro de mí… Mis días se consumen como humo y mis huesos están en llamas… Mi corazón está afligido y marchito como la hierba». Le escocían los ojos por el humo de la pequeña hoguera, tenía la voz ronca por el anhelo. Pero no levantaba la voz; no imploraba; de ningún modo le exigía nada a su Señor. Susurraba suavemente: «Dios mío, no guardes silencio; no conserves la paz, no permanezcas inmóvil, Señor».
Pasarían muchas semanas, reflexionaba Jedediah con calma, hasta que Dios se revelara ante él.
Uno de los espíritus de la montaña se escabulló riendo bajo las mantas y, con un gesto infantil y depravado, recorrió los muslos de Jedediah con sus dedos fríos y delgados. Jedediah se volvió al instante para abrazarla. Con fuerza. Con fuerza. A pesar de que sus cuerpos estaban juntos en la oscuridad, a pesar de tener su boca hambrienta contra la de ella, la veía con toda claridad.
Gimió ante la sorpresa de verla. De ver esa presencia.
Era extraño; en la casa de su padre, en la de su hermano, sólo había visto un rostro bonito y pequeño y cálido. Cabello, ojos, hombros. Manos expresivas y tímidas. La había mirado a menudo, encubiertamente, pero nunca la había visto.
Ahora la veía con toda nitidez. Con su mirada penetrante.
La veía con su propia piel.
El lunar junto a su ojo izquierdo, la delicada vena de la frente. Las pequeñas, blancas, casi invisibles arrugas alrededor de la boca, que era la boca de una niña. No recordaba que su cabello lacio y de puntas rizadas fuera tan fino, fino como las plumas, y que se agitara con su aliento a medida que él se acercaba.
¿Germaine?
Ella sonrió. Y al hacerlo asomaron los dientes, que eran levemente grises y torcidos, para mayor atractivo. Los incisivos eran unos milímetros más largos que las paletas, por lo que su sonrisa le daba un aire fugaz, fantasioso, tímido y un poco perverso, como si fuera una criatura de los bosques: un lobezno, un zorro. ¿De qué color eran sus ojos? ¿Marrón? ¿Marrón grisáceo? ¿Avellana con motas doradas? En el momento en que su carne, dura, ávida, desesperada, penetró en la suya —cuando la suave y cálida resistencia del cuerpo de ella cedió de pronto— los párpados de ella vibraron y los ojos se quedaron en blanco, en sus cuencas hundidas.
Germaine, gimió él.
Y después se despertó; el corazón le palpitaba con tanta violencia que pensó que estaba sufriendo un ataque: se agarró el pecho con las dos manos, tratando se sujetarse el corazón agitado. Tenía los labios tan entumecidos que no podía rezar.
Luego vio lo que había ocurrido, la broma que le había jugado aquel espíritu, y se despertó del todo, humillado, furioso. A medida que se apaciguaron las palpitaciones y volvió a respirar normalmente, la imagen de ella se desvaneció con toda rapidez. Se dio cuenta con un placer rencoroso de que había olvidado su nombre. Igual que había olvidado el nombre de la montaña y el nombre del río que caía más abajo, con un sonido tan ensordecedor que ya no lo oía.
¿La carita agitada de ella? Desaparecida, borrada. ¿Los movimientos rápidos y atrevidos de sus manos? Nada, ya no estaban.
Ella era la esposa de su hermano, la esposa adolescente de su hermano. ¡Una niña de dieciséis años casada con ese pendenciero bruto e ignorante! Recordaba el nombre de Louis con precisión, por supuesto, pero no recordaba el de ella…, rogándole que se quedara hasta que naciera el bebé. ¿No quieres conocer a tu sobrinito? ¿No vas a ser el padrino? La cadencia insinuante y nerviosa de su voz ocultaba todo indicio de súplica en su reclamo.
Ahora nunca pensaba en ella. Nunca pensaba en ninguno de ellos.
Salvo en momentos inesperados, cuando su alma se colmaba de una debilidad inexplicable, aguada como una papilla, y se encontraba a sí mismo mirando fijamente a su padre a través de sus pestañas; con la cabeza gacha; en actitud de súplica. Ahí estaba aquel hombre que era su padre. El hombre que Dios había empleado para traerlo al mundo. Al transcurso del tiempo; al sufrimiento; al pecado. Qué significaba aquello, se preguntaba Jedediah mientras se agachaba para frotarse el tobillo que le latía con dolor en tales momentos (a pesar de todo el dinero que poseía, Jean-Pierre Bellefleur tenía fama de mezquino y tal vez era cierto: se negó a llevar a su hijo a Manhattan a un carnicero «demasiado caro» y decidió ponerlo en manos, después del accidente, de un compañero de juerga, el doctor Magjar, que había cruzado la frontera desde Quebec y hablaba muy poco inglés, y muy mal: Jean-Pierre argumentaba que para arreglar unos cuantos huesos no hacía falta tener un cerebro deslumbrante). ¿Qué significaba aquello? ¿Con qué propósito había determinado Dios que él, Jedediah, debía nacer de las entrañas de aquel hombre?
El choque, la repugnancia de aquel primer viaje al norte del país. Dos semanas de caza, pesca, canoas. Indios. Iroqueses. ¡Hasta un guía iroqués! Y niños iroqueses. De vuestra edad. Y lagos y montañas. ¡Tierra salvaje por doquier!…
Harlan y Louis y Jedediah, por entonces un niño pequeño. Su madre, como es natural, se quedó en la residencia de la ciudad, con sus doce habitaciones, y Jean-Pierre no mencionó su nombre ni una sola vez durante esas dos semanas. Por el contrario, en los campamentos a orillas del lago, en las posadas y tabernas de la ribera, había otras mujeres, asombrosamente amigables, bulliciosas, alegres: mujeres que echaban la cabeza hacia atrás y reían a carcajadas. Una de ellas, que no era más joven que la madre de Jedediah y mucho menos atractiva, pasó los dedos bruscamente por el cabello de Jedediah y le dijo que tenía unos ojos hermosos y oscuros, como los de su padre, ojos de Satanás. Olía a sudor, como un hombre.
Jean-Pierre, que arrastraba las palabras por el alcohol, con los párpados caídos, abrazaba a los niños. A Jedediah y a Louis; Harlan logró zafarse; después Louis se apartó. Abrazado sólo a Jedediah, que no podía moverse. Si te enamoras demasiado joven, decía Jean-Pierre con estridencia, estarás solo para siempre. Se llamaba Sarah. Su nombre… para ti no significará nada…, no significaría nada hoy… Si te enamoras demasiado joven y la cosa no cuaja, te quedarás solo el resto de tu vida. Y en tal caso más vale abrir las puertas. Que entre todo el que quiera. Una, dos, una docena, dos docenas, qué diablos, qué más da…
Jedediah quiso liberarse del abrazo de su padre, pero no tuvo el valor de moverse.
Su padre, la voz de su padre. En la cabaña con él. Sentía el peligro de la intimidad de aquella voz.
Era de suponer que su padre podía mandar a buscarlo. Podía redactar una orden de arresto. O pagar a una panda de hombres para que lo trajeran de vuelta. (Colgado del lomo de un caballo, atado de pies y manos. Como un ciervo muerto. Un ciervo destripado). Durante el primer año de soledad creyó que Dios se revelaría ante él en cualquier momento… pero las únicas sorpresas que tuvo, las únicas visitas, fueron de hombres: tramperos, cazadores, hombres como él que deambulaban por las montañas, a algunos los conocía de la otra vida, de la vida de allá abajo; pero en su mayoría eran desconocidos. Cada tantas semanas se acercaban uno o dos hombres a la cabaña gritando su nombre. (Porque ellos sí lo conocían a él). Salvo en pleno invierno, protegido por montículos de nieve de cuatro metros y medio, aquellos visitantes que no eran bienvenidos irrumpían en su soledad con tanta frecuencia que a veces le parecía (aunque en realidad era una fantasía, en el fondo sabía que no era cierto) que su padre y su hermano empleaban a aquellos hombres no sólo para llevarle cartas y provisiones y regalos que no deseaba, sino para quebrantar su paz. Durante ese primer año…, quizá más de un año… le ponían las cartas en sus manos reticentes… y hasta le pedían que las respondiera…, unas palabras, unas líneas…, para llevarlas de vuelta a casa. Pero siempre se negó a hacerlo, por supuesto. A veces con ira; otras con desconcierto. ¡Una respuesta! ¿Por qué? ¿A quién? Él había renunciado a ellos. Se había entregado a Dios.
Sin embargo, hojeaba las cartas, sujetándolas con el brazo extendido. Quizá Dios se comunicaría con él a través de la voz de otra persona. A través de los garabatos de su hermano, con sus errores ortográficos y los numerosos signos de exclamación. («¡Prepárate para cuando veas al fin a tus sobrinitos! ¡Ya verás lo rápido que crecen! Y la ciudad también crece, papá ha comprado una línea ferroviaria y un transbordador, y un par de cosas más, pero ¡¡no te las digo para que te sorprendan!! Pregunta mucho por ti y te envía saludos…»). Pero nunca leía las cartas con atención, los ojos iban a toda velocidad, entraba en pánico y, por lo general, terminaba doblando las cartas y quemándolas para no caer en la tentación de leerlas en otro momento. Y tenía razón al hacerlo; lo comprobó una mañana cuando examinó una hoja de papel que sólo tenía quemados los bordes: al parecer, su padre pasaba ahora la mayor parte de su tiempo en White Sulphur Springs, en un lugar llamado Chattaroy Hall, donde los sureños más acaudalados pasaban el verano y llevaban a sus hijas, a sus hijas casaderas, y Jedediah ya tenía edad de casarse y asumir las responsabilidades de un adulto, y si viera alguna de aquellas chicas adorables (que no se cansaban de escuchar anécdotas sobre él, que lo adoraban de entrada por vivir solo en las montañas…).
En otra parte se encontraba el mandato «Amar y honrar a tu padre».
Una noche, afiebrado, con un calor del todo abrasador en la frente, las mejillas y la parte superior del pecho, Jedediah salió a la oscuridad tropezándose bajo la lluvia y alzó su rostro asombrado hacia el cielo, convencido de que alguien lo había llamado por su nombre. ¿Dios? ¿Era Dios? ¿Era Dios, que lo llamaba por encima del ruido del río y la lluvia estrepitosa?
Llevaba varios días enfermo. Los intestinos se le habían enfermado, se le habían aguado; una fina niebla gris pasaba ante sus ojos. Dormía y se despertaba y se volvía a dormir, a veces se despertaba con escalofríos convulsivos, a veces con ronquidos, como los de los ciervos: tenía la garganta muy reseca, deshidratada.
¿Dios? ¿El Dios de Abraham, Isaac y Jacob? ¿El Dios de la ira y la majestuosidad infinita?
Un Dios de gotas de lluvia como puños. Cayendo del cielo. Qué raro, qué manera tan rara y hermosa de caer: con tanto peso, con tanta fuerza. Miró boquiabierto hacia el cielo. No había cielo, no veía nada, sólo gotas de lluvia inmensas y resplandecientes golpeándolo como si fueran guijarros. Jedediah pensó con cierto vértigo que había vivido toda su vida sin venerar al Dios de la lluvia. Nunca se había quedado bajo la lluvia con la cabeza al descubierto, totalmente sumiso, suplicante, virginal como una novia joven, con el rostro entregado a la fuerza violenta que descendía de Dios.
Calma. Silencio. Silencio en el estruendo ensordecedor. Silencio en el tumulto de las venas, en el parloteo del cráneo.
¿Dios? ¿Ahora? ¿A estas horas?
Una hora era todas las horas; una gota, todas las gotas. Dios en cada una de ellas, en todas, duras como el hielo, penetrantes. Hacía mucho frío. Pero no había viento. Sin embargo, era verano. ¿No era verano acaso? El primer verano después del verano de su despedida…, o quizá el segundo verano…, el segundo o el tercero… Un verano era todos los veranos, del mismo modo que una sola gota era todas las gotas, y lo único que debía hacer era quedarse ahí de pie, con la cabeza y el pecho al descubierto, suplicante, sumiso ante Dios, abierto al amor de Dios.
¡Lluvia portentosa y resonante! ¡Lluvia incesante! ¡Gotas de lluvia grandes como huevos, como puños! Cautivantes. Cegadoras. (Ni siquiera veía el borde de la loma, apenas veía la puerta de la cabaña a sus espaldas).
La sensación abrasadora desapareció. Ahora temblaba, agradecido. La lluvia le surcaba la frente, las mejillas, el pecho, recorría su cuerpo como gélidos arroyos que lo acariciaban, no eran muchas gotas, sino una sola, un torrente inmenso, benevolente y relajante.
¿Dios?, susurró suavemente.
Fue entonces cuando, por alguna razón, se dio la vuelta y ahí estaba, en la puerta de su cabaña, el mismo espíritu de la montaña que lo había burlado y atormentado, que lo había incitado al pecado: tenía los brazos extendidos hacia él, aunque no de forma descarada ni atrevida: su pequeño rostro ovalado era pálido y muy familiar, y su voz, aunque superaba el estruendo, era delicada. «Vas a tener que regresar, Jedediah. A mí».