El frasquito de veneno

Desde hacía más de cincuenta años, el abuelo de Germaine, Noel Bellefleur, llevaba siempre encima, en secreto, un frasquito de unos cinco centímetros de largo con pequeñas incrustaciones de rubíes y diamantes baratos (o quizá eran vidrios de color y diamantes de imitación) que contenía cianuro. Nadie sabía del frasquito de veneno: ni siquiera su esposa, ni siquiera su madre. Lo llevaba encima a todas horas, salvo cuando dormía, pero ni durante las horas de sueño lo dejaba a más de unos metros, escondido en el cajón. Años después, cuando Cornelia y él ya no compartían la cama y a veces —según Cornelia, debido a los fuertes ronquidos— ni siquiera la habitación, él comenzó a guardar el frasquito debajo de la almohada. Para ponerlo a buen recaudo, pensaba. Cuando se despertaba en plena noche, tras un sueño perturbador o sin haber soñado nada, solía buscar debajo de la almohada con inquietud y ahí estaba ese objeto diminuto cubierto de piedras, de una aspereza placentera para las yemas de sus dedos, tibio por el calor de su cuerpo.

De vez en cuando desenroscaba el minúsculo tapón y olía el contenido, con los párpados caídos. El olor del veneno era acre y maravilloso. Igual de fugaz y sorprendente que el de las bolas de naftalina o el amoniaco o las mofetas: olores que en cierta medida le gustaban, en sus formas moderadas. A veces, hasta arrojaba los cristales blancos sobre una superficie y los examinaba. ¿Era posible que el veneno, incluso un veneno de una eficacia tan prodigiosa perdiera su milagrosa capacidad de matar al cabo del tiempo?… Aunque había incontables libros de consulta en la biblioteca de su abuelo para hojear, y aunque también podía preguntarle de forma casual a su nieto Bromwell (quien, para esa época, cuando Germaine no era más que una niña, había acumulado una notable biblioteca propia sin el permiso explícito de nadie: el crío se limitaba a encargar todo lo que quería: una colección completa de la enciclopedia Libro del Mundo, tomos de biología, astronomía, química, física, matemáticas, hasta un telescopio completo que llegó con grandes embalajes al depósito de Bellefleur, donde acudió Gideon, perplejo, a pagar cuatrocientos dólares por lo que quiera que fuese aquello que había encargado ahora su hijo pequeño y testarudo), y aunque, por supuesto, podía preguntarle al doctor Jensen, que los visitaba con frecuencia para ver a Leah y a la recién nacida, nunca le dijo nada a nadie: el veneno era su secreto, que él consideraba sagrado, impronunciable. A veces cambiaba el contenido del frasquito y lo llenaba de cianuro «fresco».

Noel Bellefleur en su edad avanzada tenía la apariencia astuta y un poco temeraria del águila pescadora al emerger del agua salobre con un pez movedizo en el pico. Había en él algo turbio y sucio. Tenía una leve protuberancia en la nariz, las mejillas relativamente tersas pero muy brillantes; la cicatriz de una vieja herida de guerra relucía intensamente en la frente como un tercer ojo: un ojo mucho más definido que sus propios ojos, que, tras las lentes de sus gafas, se veían vaporosos y desenfocados, como si estuvieran en remojo. Padecía una severa cojera y caminaba con lo que parecía ser una deliberada torpeza. En casa vestía ropa sin forma definida: pantalones caídos en las caderas, ya resecas, y camisas blancas que, al no estar apresadas por el cinturón, podían inflarse y quedar holgadas como los camisones o los delantales de la servidumbre. Aun cuando se mostraba en público, nunca llevaba la ropa blanca muy limpia. De hecho, para Germaine era como un pájaro: un pájaro con pico de gancho en un nido enmarañado. A nadie le habría sorprendido que le colgaran plumas y plumón. Cuando se tomaba la molestia de afeitarse, cosa que no ocurría a menudo, lo hacía bastante mal y más de una vez aparecía en la sala del desayuno con varios tajos pequeños y sangrantes, indiferente a las quejas de la familia y a veces hasta molesto por sus protestas. Una vez cada varios meses, llamaban a un peluquero de Nautauga Falls para que atendiera a Noel y a su anciana madre Elvira (que recibía al hombre en la intimidad de su alcoba). Si Noel era un viejo pájaro escuálido, atento y desenfadado, su esposa Cornelia era una rolliza gallina de Guinea que aún conservaba un atractivo singular, con manos y pies pequeños y bonitos, y cabellos blancos como la nieve, siempre impecablemente peinados.

Al igual que los pájaros, de vez en cuando se daban picotazos impacientes, irritables, pero sin violencia. Si Cornelia hubiese sabido de la existencia del frasquito secreto, habría exclamado: «Ese viejo chiflado lo hace para fastidiarme, lo que quiere es humillarme. Se tragará el cianuro y me abandonará, y todo el mundo me señalará: ¡Allí va esa mujer cuyo marido tuvo que suicidarse para escapar de ella!».

Sin embargo, Noel había adquirido el preciado objeto cuando, a sus diecisiete años, sufrió, quizá con más dolor que Hiram y Jean-Pierre, la prolongada humillación de su padre: la decadencia de la fortuna familiar, la liquidación de las tierras, el desmantelamiento de las vías ferroviarias del viejo Raphael (¡los fantásticos vagoncitos y hasta las traviesas se vendieron como chatarra!, y el mobiliario, que nadie quería, se guardó en uno de los graneros de lúpulo inutilizados que la lluvia destruyó al poco tiempo), el intento desesperado por ganar dinero con la cría de zorros… «¿Y ahora qué?», rezongaba Hiram, suspirando con un ruido sordo, y Noel, a quien el cuidado de los caballos no le ocupaba todo el tiempo, por más que quisiera, comenzó a holgazanear por la casa, un niño escuálido, desgarbado, desganado, afectado por el malestar Bellefleur, tan grave como el de cualquiera, sintiéndose demasiado débil y demasiado triste como para mover un dedo. En aquella época, Jean-Pierre, así llamado en honor al viejo Jean-Pierre, era el preferido de su madre, caprichoso y malcriado y muy apuesto, con rizos oscuros y ojos negros, astutos, infantiles, y era capaz, pese a los problemas financieros de los Bellefleur, de pasarse mucho tiempo jugando a las cartas en Falls y en ciertas tabernas de triste fama junto a la ribera: a sus veinte años, frente a los diecisiete de Noel, y con su inocencia e infinita bondad, se habría llevado a su hermano menor a sus expediciones para sacarlo de ese «estado»; pero Noel siempre rechazaba la invitación. Sin embargo, había adquirido a través de Jean-Pierre (que se lo había ganado en una partida de póquer) el frasquito enjoyado.

—Es para guardar sales aromáticas o algo así —dijo Jean-Pierre, y se lo arrojó a Noel—. Tal vez, opio. Lo que sé es que yo no lo voy a usar.

—Cianuro —dijo rápidamente Noel.

—¿Qué? —preguntó Jean-Pierre con una sonrisa—. ¿Qué has dicho?

Escondió el frasquito y no se lo enseñó a nadie. Cuando lo llenó de veneno, cobró vida, adquirió un espíritu propio particular —como si fuera un Bellefleur más, otro miembro de la familia— pero, al mismo tiempo, era indiscutiblemente suyo. Noel se abstraía pensando, en los últimos años de la adolescencia y ya cumplidos los veinte, asediado por violentas y morbosas fantasías sexuales que, lógicamente, no podía controlar, en el suicidio; la sola idea de suicidarse, la idea de escapar…, ¿por qué le resultaba tan voluptuosa?

Con frecuencia palpaba el frasquito, oculto y a salvo en el bolsillo del pantalón, mientras soportaba la conversación de sus primas y tías en la sala de estar o durante cenas interminables. El suicidio, la idea del suicidio, la idea voluptuosa del suicido, ¿por qué esbozaba una sonrisa repentina y se le iluminaba el rostro de regocijo? Sobre todo cuando en realidad nunca pensó usar el cianuro. Nunca. Pero la sola idea, el mero tacto del frasquito, era de lo más gratificante.

(En la familia había leyendas de «suicidios» peculiares. Por ejemplo, el de la abuela de Noel, que se ahogó en el lago Noir…, y quizá el de su propio padre, Lamentaciones de Jeremías, que se empecinó en salir durante una tormenta asesina a pesar de que toda la familia intentó detenerlo. ¿No fue acaso una forma de suicidio? Lo más extraño fue la muerte artificiosa, el «asesinato» del presidente Lincoln, amigo íntimo del abuelo Raphael…, o eso decía la leyenda, aunque Noel, que era escéptico, tenía sus reservas. Según la versión de la familia, Lincoln había amañado su propio «asesinato» para poder retirarse del mundo de la política y de las riñas y pesares domésticos y pasar el resto de sus días como huésped exclusivo de la mansión Bellefleur. El pobre hombre llegó a aborrecer su vida, con sus cargas públicas y privadas, y sus delitos absolutamente reales: muchos millares de hombres caídos en la guerra a los que ninguna noción de justicia política podía absolver, centenares de civiles encarcelados en Indiana y en otras partes, sin el debido procedimiento de la ley, sólo bajo su orden imperial. Se decía que Lincoln había perdido la esperanza en la vida y lo único que quería era cavar un pozo en la tierra, arrojarse en él y perderse para siempre… Y así, mediante un plan que Noel nunca comprendió del todo, financiado de principio a fin por Raphael Bellefleur y tal vez hasta ideado por él, habían «asesinado» al Lincoln público para que el Lincoln privado pudiese vivir. De todas las formas de suicidarse, pensaba Noel, ésa era la que tenía más estilo).

En el funeral del pobre niño Fuhr, que murió en aquel inesperado accidente, Noel, probablemente el más alcoholizado de los presentes (aunque su hijo Gideon había bebido ingentes cantidades de whisky, sólo que, pensaba Noel resentido, Gideon era joven y controlaba bien su estado, como él había sabido hacer en el pasado), palpó el preciado frasquito y se abandonó a los pensamientos de muerte.

La muerte. Qué inesperada y repentina podía ser cuando uno no la deseaba. Qué reacia a aparecer cuando uno más la anhelaba. Nicholas Fuhr había muerto: había sobrevivido a muchos accidentes de equitación, y peleas y Dios sabe qué otras cosas más: pero de pronto estaba muerto, su pobre cuerpo, quebrado. Había varios hombres a los que Noel deseó la muerte en su momento: los Varrell, cómo no, antes que de que los asesinaran (y culparan a Jean-Pierre por error); un par de rivales que tuvo a la hora de pedir la mano de Cornelia; los enemigos perversos de su nación en la guerra. Pero nunca había matado a nadie. Ni siquiera cuando fue soldado. No había tenido deseos de matar a nadie, de provocar una muerte y le atormentaba pensar que, llegado el momento (¿cuándo llegaría?, ya era anciano, estaba perdiendo la visión, ya habían sacado los salmones del lago, Fremont estaba cada vez más debilitado), tal vez fuera incapaz de tomarse el cianuro al que se había aferrado durante tantas décadas… Le resultaba raro cómo siguió viviendo su abuelo Raphael. Un anciano amargado. Todavía conservaba su fortuna, pero era un fracasado: un fracasado en la política, un fracaso como esposo y (eso pensaba y decía) un fracaso como padre. Era evidente que deseaba morir; vivía prácticamente recluido desde hacía muchos años con la única compañía de su huésped honorífico (un compañero de política, fracasado como él, que conoció durante su campaña; un gacetillero del partido a quien, por razones que nadie conocía, le debía algún favor: el rumor, absurdo, por supuesto, era que el anciano de barba era ¡Abraham Lincoln!) y sus libros y periódicos. Tuvo que desear la muerte, pensaba Noel, pero no tuvo el coraje, o la amargura, de matarse.

Noel, en cambio, sí tendría el coraje. Cuando llegara el momento.

Sin embargo, ahora daba sorbos de whisky y meditaba sobre el pasado y le resultaba excesivo esfuerzo reaccionar y consolar a Gideon, que tanto consuelo necesitaba, como un niño grande; le había dicho varias veces que el accidente de Powhatassie no fue culpa suya, no fue su culpa en modo alguno, tenía que olvidarlo, o si no podía olvidarlo (a fin de cuentas, Nicholas era su mejor amigo), tenía que intentar soltarse del accidente, en su recuerdo: y, sobre todo, no podía sentirse culpable por haber ganado la carrera, que él y Júpiter ganaron con todo merecimiento, ni por haber ganado tanto dinero. (No es que Noel supiera exactamente cuánto dinero había ganado. Sospechaba en parte que Hiram se había embolsado una buena suma, en secreto; y tenía una vaga idea de que la misma Leah también había ganado lo suyo. Él, por su parte, ganó una suma modesta, sólo seis mil dólares). Pero dejó que Gideon se fuera y desoyó los comentarios quejosos de su esposa, siguió saboreando whisky, mordisqueando puros, acariciando toscamente la cabeza de los gatitos y haciéndoles cosquillas en la pancita hinchada como un globo, pensando en el pasado, en todo lo que había salido mal: no sólo era que las cosas salían mal, pensaba Noel aturdido, sino que se enredaban y enmarañaban, todo ello tan enrevesado como el mareante diseño de los edredones extravagantes que hacía su hermana Matilde (porque eran extravagantes, con esos colores entretejidos y entrelazados que aturdían a cualquiera. Muy difícil de absorber para su cerebro. ¡Ay, sus hermanas, Matilde y Della! Le apenaba pensar en ellas. Tal vez no debería pensar en ellas. Della le echaba la culpa, injustamente, del accidente mortal de su marido y fue capaz de susurrarle la palabra «asesino» casi tres décadas después; hasta lo culpaba —y esto demostraba la obcecación de la anciana— de que Gideon y Leah se hubieran enamorado e insistieran en casarse a pesar de ser primos. Y Matilde. Absolutamente lúcida al conversar, bondadosa y siempre de buen humor cuando la visitaba, pero estaba loca, eso era incuestionable. Si no, ¿cómo se explicaba que viviera en la orilla norte del lago, en la vieja cabaña de cazadores situada en lo poco que quedaba del campamento de veinte hectáreas construido por Raphael para huéspedes adinerados? —Entre ellos, Stephen Field, juez del tribunal supremo, que logró mantener su cargo y su poder más de tres décadas turbulentas; o el industrial Hayes Whittier, que ejercía mucha influencia en el partido republicano y cuyo hijo, de veintiún años, pero con el físico de un niño de diez, se estaba muriendo de tuberculosis: a Raphael se le ocurrió que los bosques del norte, sus bosques, podían salvar al joven—. ¿Por qué diablos elegía Matilde ese obstinado aislamiento, ese rechazo al dinero que Hiram y él le ofrecían, por qué prefería cultivar sus propias verduras y criar unas gallinas esqueléticas y hacer el ridículo en el pueblo —¡en el pueblo que llevaba el distinguido nombre de la familia!— comprando harapos y ropa vieja y vendiendo esos edredones extravagantes y, de vez en cuando, huevos, pan casero y verduras? No, no pensaría en ella).

¿Y Jean-Pierre? ¿Podía permitirse pensar en Jean-Pierre? En cuyo juicio (o juicios, pues en el primero no hubo acuerdo entre los miembros del jurado) no sólo había palpado el frasquito de veneno sino que lo había agarrado pensando si debía usarlo en caso de que declarasen culpable a Jean-Pierre o si debía dárselo a su hermano sin que nadie se diera cuenta… Pero Jean-Pierre era demasiado cobarde para tomar cianuro, como también era demasiado cobarde para matar a diez u once hombres; se habría echado a llorar y seguramente se lo habría dicho a su madre. Tras la condena, una mezcla de vergüenza, furia y rabia se apoderó de Noel y ya no quería morir, ni siquiera para huir de la deshonra divulgada en todos los periódicos, motivo de risa entre los muchos enemigos de los Bellefleur, a quienes no les importaba que se burlara la justicia con tal de que los Bellefleur salieran perjudicados. No quiso morir, pero el frasquito —su mera existencia, la promesa que aseguraba— era para él un gran consuelo.

También estaba su hijo mayor, Raoul, que administraba uno de los aserraderos de la familia en Kincardine y que, al estar atrapado en un matrimonio peculiar o, mejor dicho, en un hogar peculiar (Noel no sabía mucho de la situación, hacía callar a las mujeres cuando empezaban a hablar del asunto porque no le gustaban los cotilleos que no fueran los suyos), nunca, pero nunca, iba a visitarlos. Ni siquiera cuando Cornelia se enfermó hacía años. Ni cuando Noel tuvo que recluirse un invierno por una gastroenteritis que le hizo perder ocho kilos.

—Ese chico no nos quiere —decía Noel con amargura.

—Tiene sus propios problemas —decía Cornelia.

—No nos quiere. Si nos quisiera, vendría a vernos —decía Noel—. Así de simple.

Jean-Pierre, su hermano apuesto, elegante y atractivo, ahora en la cárcel de por vida, cumpliendo una condena de noventa y nueve años más noventa y nueve años más noventa y nueve años… Y su hijo mayor, Raoul, a quien había considerado, en su vanidad, el más parecido a él… Y Della, que lo odiaba, y Matilde que no lo necesitaba (robusta, con las mejillas del color de las manzanas, persiguiendo a una gallina gritona para que saliera de la cocina y Noel pudiera sentarse, sonriendo amablemente y respondiendo sus preguntas: cómo estaba, si necesitaba leña, si necesitaba provisiones, si necesitaba dinero…, si lo necesitaba a él). Y Cornelia, que lo atormentaba, que no lo respetaba como una mujer debe respetar a su marido. (Su matrimonio comenzó a descarrilar en la luna de miel. Es más, en la misma noche de bodas. A pesar de que habían planeado el viaje en secreto y sólo lo sabían algunas personas de la familia, los amigos y compañeros de juerga se dieron cita en la posada de White Sulphur Springs, donde la pareja pasaría la noche, y les dedicaron una escandalosa «celebración»: una serenata de campanas, cacerolas, petardos y bocinas de varios tipos, todo ello acompañado por un despliegue de gritos y alaridos insolentes; y Noel, siguiendo la tradición de la montaña, más que dispuesto a seguir la tradición de la montaña, invitó a pasar al grupo beodo y les ofreció más copas y puros, y hasta jugaron unas partidas de póquer. A la mañana siguiente, se quedó perplejo al ver que la novia se había ofendido). Y también estaba su padre, Lamentaciones de Jeremías, que se había extenuado tratando de recuperar las pérdidas de la familia y nunca superó la decepción que sentía su propio padre por él, y ese nombre, cruel y ridículo, que le fue impuesto con tanta premeditación. Casi veinte años atrás, el pobre Jeremías fue arrastrado por la Gran Inundación y nunca recuperaron su cuerpo, nunca pudieron darle un entierro digno…

Los vivos y los muertos. Entrelazados. Trenzados. Un extenso tapiz que abarca siglos de historia. Noel comenzó a beber el día de la muerte de Nicholas y siguió bebiendo durante el otoño, se emborrachaba junto a la chimenea y derramaba whisky y tabaco y cenizas… Los vivos y los muertos. Siglos. Un tapiz. ¿O era, tal vez, uno de los ingeniosos edredones de Matilde que a simple vista parecían obra de un demente, pero que (si le permitías que te lo explicara, que señalara las conexiones) podían tener sentido, aunque fuera confuso?… Lloraba la muerte de su padre y el encarcelamiento de su hermano e incluso la muerte de su hijo, que no llegó a tener nombre y murió a los tres días de su nacimiento, hace ya tanto tiempo; se lamentaba por Eliza, la joven y bonita esposa de Hiram; y por su hijo mayor, Raoul; y por los demás. Los demás. Tantos que no podía enumerarlos. Tuvo un desencuentro con Claude Fuhr tiempo atrás y su amistad de décadas concluyó con un cruce de gritos del que ninguno de los dos se disculpó. Tal vez Noel debería haber tomado la iniciativa, pues, como Bellefleur que era, tenía más marcado el don de la caridad… Pero no se había disculpado y ahora culpaban a Gideon por la muerte de Nicholas y todo había salido mal, todo se había convertido en una maraña de nudos que sólo podía desenredarse con un trago rápido del frasquito enjoyado.

Después de la emoción por la llegada de la recién nacida, las mujeres vieron a Noel junto a la chimenea y estuvieron un rato mimándolo, inclusive Cornelia («¿Es que no quieres conocer a tu nueva nieta? ¡Es una hermosura!»), y Verónica, que casi nunca le prestaba atención. (Se creía, en líneas generales, que Verónica era una de las hermanas de Noel, pero en realidad era su tía. Si bien era unos años mayor que Noel, tenía un aspecto marcadamente joven: el rostro llenito y redondo, sin arrugas de expresión, las mejillas un poco toscas y sonrosadas, los ojos color avellana, más bien pequeños, muy juntos y de mirada apacible, y el cabello del color de la miel, probablemente teñido, y teñido con pericia; en una ocasión Noel quiso calcular la edad de la mujer, pero su cerebro se resistió y decidió servirse otro trago). Hasta Lily, que en general tenía celos de Leah, se le acercó para levantarle el ánimo y decirle que tenía que conocer a la pequeña —y tenía que hacerlo ya mismo, crecía a toda velocidad—, pronto iba a dejar de ser bebé.

Entre gruñidos, pedía que lo dejaran en paz. «Hay un momento para todo y un tiempo para todos los propósitos bajo el cielo: un momento para nacer y un momento para morir… Un momento para matar y un momento para sanar; un momento para demoler y otro para edificar… Un momento para reír y un momento para llorar».

Sin embargo, un día se asomó a la puerta abierta del tocador de Leah y vio…, vio a Leah con una bata de seda verde, un seno al descubierto, redondo y blanco como la cera, el pezón alargado, de un marrón rosáceo asombroso; vio a una de las sirvientas alzar a la niña y colocársela a Leah en los brazos; paralizado, vio a la bebé (de un tamaño saludable, agitando brazos y piernas con energía) comenzando a mamar, con esa boquita, ciega y glotona, aferrada al pezón. Permaneció de pie, con la mirada fija, las manos en los bolsillos, las rodillas hechas agua y las gafas empañadas. Ay, Dios mío, pensó.

Leah lo llamó con audacia. ¿Por qué se quedaba ahí, pasmado? ¿Nunca había visto un bebé? ¿Nunca había visto un bebé mamando?

—¡Qué hambre tiene esta mañana! —exclamó Leah.

Se estremecía, se reía. Su voz tenía un curioso tinte de euforia y regocijo que excitaba a Noel.

—¡Mírala! ¿No te parece una hermosura?

Movía las manitas como si quisiera agarrar algo en el aire. Tenía los ojos entrecerrados de puro placer; después los abría mucho, como alterada —eran de un verde claro y profundo—, como si corriera el peligro de que alguien le arrebatara el pecho de su madre.

—¡Eres una cerdita! —rió Leah.

—Un bebé muy…, muy saludable… —dijo Noel débilmente.

—Bueno, es bastante grande. Y cada día crece un poco más.

Noel se secó y limpió las gafas. Y tomó asiento con timidez, como si fuera un pretendiente, en el sofá de Leah. Su nuera nunca había estado tan hermosa: la tez candente, como si la concentración se la calentara; los ojos azules con un brillo triunfante; los labios carnosos y húmedos. Una cantidad considerable de leche le había mojado la parte delantera de la bata de seda y el aroma era tan tibio, rancio y dulce que Noel se mareó un poco. ¡Cuánto le habría gustado alimentarse del pecho de Leah!

¿Por qué se había escondido todas estas semanas, amargándose por cosas que no podía cambiar, escupiendo a la chimenea como un anciano?

Aquella tarde se quedó hasta que Leah lo echó. Regresó a la mañana siguiente y se quedó, se quedó mucho tiempo. No sabía si debía envidiar a Gideon o no; había un matiz de gentileza, un formalismo casi excesivo en la relación de Gideon y Leah: ya no discutían delante de la familia, ni se pegaban; ya no se apretaban la mano ni se susurraban al oído, ni se besaban escandalosamente. Gideon se había recortado la barba y el bigote y, tras aquellas semanas negras y desoladoras que siguieron a la muerte de Nicholas, comenzó a actuar con excesiva caballerosidad; y Leah se dirigía a él con una leve sonrisa fría y discreta. En los primeros tiempos del matrimonio, Cornelia se escandalizaba de cómo se «manoseaban» en público… Pero, al parecer, aquellos días ya eran historia.

Con todo, Noel envidiaba a su hijo. Porque Gideon era el esposo de esta mujer, al fin y al cabo. Su esposo y el padre de aquella criatura hermosa.

Leah siempre se había mantenido al margen cuando contaban historias de la familia, y confesaba su aburrimiento cada vez que surgía el tema de la «fortuna» de los Bellefleur, cosa que ocurría a menudo. Sin embargo, ahora demostraba un interés repentino por todo, quería saber todo lo que Noel pudiera contarle, desde los tiempos del primer Jean-Pierre…, el hijo menor del Duc de Bellefleur…, desterrado de su tierra patria por Luis XV debido a sus «ideas radicales» sobre los derechos individuales…, un hombre que llegó a Nueva York sin un centavo y, sin embargo, a los pocos años, amasó una fortuna que, en la década de 1770, le permitió adquirir 1.169.000 hectáreas de tierra virgen a dieciocho centavos la hectárea… A Leah le fascinaba que aquel hombre extraordinario quisiera, en un momento dado, dominar la frontera noreste de los recién formados Estados Unidos de América (lo que significaba controlar las vías fluviales y el comercio con Montreal y Quebec) y que hasta hubiese planeado —Leah no sabía si lo había considerado seriamente— independizar su reino virginal del resto del estado, y de la nueva nación, para establecer su propia soberanía. Iba a haberse llamado Nautauga y habría tenido estrechos vínculos diplomáticos y comerciales con la región francesa del Canadá.

—Nautauga… —susurraba Leah—. Claro, Nautauga, Qué sencillo… Un millón doscientas mil hectáreas, todas suyas. Nautauga.

El único retrato de Jean-Pierre Bellefleur que poseía la familia era un grabado de mala calidad que apareció en el frontispicio del Almanaque de riquezas, un libro de encuadernación rústica publicado en 1813 por Jean-Pierre y un tipógrafo amigo, una burda imitación del Almanaque de Ben Franklin: en la borrosa reproducción, le brillaban los ojos bajo unas cejas oscuras y pobladas y astutas. Un hombre apuesto, con peluca y barba muy oscura y elegante. De mediana edad, quizá. No era anciano. Leah estudió la fotografía, sosteniéndola a la luz. Sí, un hombre apuesto; con un halo de nobleza.

—Contadme todo lo que sepáis de él —les pedía Leah a los mayores. Tras una pausa, agregaba con valentía—: Incluso las circunstancias de su muerte.

Y así transcurrieron los días. El otoñó se sumió, como debe ser, en el invierno; el sol dibujaba un paréntesis lacónico en el cielo y desaparecía muy temprano, a las tres de la tarde; a veces, ni siquiera se asomaba. Sin embargo, Noel Bellefleur nunca se había sentido tan feliz.

—¿Qué es esa melodía machacona que tarareas todo el día? —preguntaba Cornelia con recelo—. ¿Por qué sonríes tanto para tus adentros?

—¿Crees que papá le está dando al whisky desde la mañana? —preguntaba Aveline.

Leah, el motivo de su locuacidad y su buen humor, fingía no percibir nada raro en él. (El padre de su marido, tenaz y resuelto, siempre había sido uno de los Bellefleur más alegres). Noel se pasaba horas enteras hablando con ella, incansablemente. Y si le decía: «Ay, Leah, debo de estar aburriéndote con todas estas historias viejas y marchitas», ella protestaba siempre con vehemencia. ¿Cómo podía decir eso? ¿Cómo iba a aburrirse con la historia de los Bellefleur?…

El viejo Jean-Pierre, un hombre extravagante. Nautauga en sus inicios. La vieja casa en la otra orilla del lago, en Bushkill’s Ferry. (El lugar de la tragedia; pero Noel no quería pensar en eso). El imperio de Jean-Pierre, los años turbulentos como miembro del Congreso, las alianzas comerciales para adquirir hoteles turísticos, buques de vapor, líneas ferroviarias, tabernas; el Almanaque de riquezas (que, pese a su falta de originalidad, había vendido ¡trescientos ejemplares!); el plan para traer a Napoleón a las Chautauquas; el antiguo Club Cockagne; los proyectos madereros; el escándalo del estiércol del alce ártico; las incontables mujeres o historias de mujeres… Noel parloteaba alegremente. Ni siquiera sus propios hijos se habían interesado nunca por aquellas historias, salvo por la masacre de Bushkill’s Ferry —necesariamente abreviada— y le parecía casi milagroso que Leah Pym, la esposa más hermosa que había habitado la mansión Bellefleur, mostrara un interés tan intenso e insaciable. Noel estaba radiante de felicidad. Una pregunta de Leah podía disparar un relato de una hora o más. A menudo le parecía que, durante esas largas tardes invernales, a la luz de la lámpara, el mismo Jean-Pierre Bellefleur estaba con ellos en la habitación, de espaldas al fuego, apoyado contra la repisa de la chimenea, fumando una pipa hedionda y temblando de alegría…

Un mediodía, Noel reunió a un grupo de niños para llevarlos de paseo a la otra orilla del lago Noir en su trineo tirado por caballos. El hielo estaba sólido —de una solidez maravillosa—, con una superficie congelada de medio metro o más. (¡El hielo del lago Noir! Un fenómeno que los residentes daban por sentado, pero que bien valía la atención de los visitantes curiosos: ¿cómo era posible, se preguntaban los forasteros, que el hielo —que a fin de cuentas no era más que agua— pudiera tener el matiz e incluso la textura del ónix, y que se negara a derretirse con las cálidas brisas de abril, conservando su estado sólido mucho tiempo después de que las lagunas y los lagos helados que había bastante más arriba empezaran a resquebrajarse?… Si se examinaba por trocitos de hielo o por gotas de agua, el lago Noir no tenía un tono oscuro, ni siquiera turbio; parecía «normal»; y cuando el joven Bromwell lo examinó meticulosamente con su microscopio, no halló en él nada excepcional. Sin embargo, tomado en su conjunto era particularmente oscuro y parecía reflejar o irradiar una especie de brillo renegrido, como el de las plumas de un cuervo. Según una de las leyendas de la familia, los Bellefleur que fallecían —si bien se los enterraba oficialmente en el cementerio— se iban a vivir al lago Noir, a sus turbias profundidades, y los que estaban cerca de la muerte a veces los veían bajo el hielo, de pie, boca abajo, con los pies contra la superficie helada. Pero los niños creían aquella historia sólo cuando tenían ganas de asustarse).

Tras una carrera sobre el hielo, varios de los nietos —Christabel, Louis, Vida— se cobijaron a su lado, bajo un edredón forrado de lana y plumas, y Noel tuvo una idea repentina: hurgó en su bolsillo en busca del frasquito y ahí estaba, como siempre. Pero ya no lo consolaba. Ya no le parecía importante. ¿Veneno? ¿Una muerte rápida? ¿Suicidio? Pero ¿por qué? (Así imaginaba Noel a su nuera, cuestionándolo, con las mejillas encendidas y los ojos magníficos y resplandecientes).

¿Y te consideras… Bellefleur? ¿Buscando consuelo en la cobarde idea del suicidio?

Su primer impulso fue arrojarlo; pero, claro, el hielo era sólido y alguien podría encontrar el frasquito. De modo que volvió a guardárselo en el bolsillo. Por la tarde iban a visitar al pobre Jonathan Hecht (su estado había empeorado, no se esperaba que sobreviviese al Año Nuevo) y Noel pensó que lo mejor sería dejarle el frasquito a su viejo amigo. ¡Eso! Se lo dejaría a Jonathan.

—Ese pobre hombre —pensó Noel, con el corazón rebosante de compasión.