Nocturno

Cuando, tras más de diez meses de gestación, y de un parto de setenta y dos horas con un dolor tan desgarrador y una agitación tan implacable y febril, Leah, que se había mostrado estoica y no había expresado abiertamente su pavor durante todo el embarazo, quedó reducida a poco más que un animal apaleado y sollozante, cuyos gritos resonaban a través de las ventanas abiertas, penetrando en la oscuridad, y hasta se oían, según dijeron, al otro lado del lago (por lo que Gideon no tuvo dónde esconderse, ni siquiera lo salvó el sopor etílico al que sucumbió)…; cuando, tras el suplicio de un parto tan colosal que Leah jamás encontraría palabras para describirlo (y que, según su teoría particular, no había comenzado aquella calurosa y agobiante tarde de agosto después de cenar, cuando gran parte de la familia se encontraba en el lago, y sólo Della la atendía, con gesto adusto y silencioso, con su luto tedioso; sino que había comenzado aquel domingo en Powhatassie, después de la carrera, cuando se llevaron a Nicholas de la pista en camilla —cuando aún no se sabía que estaba tan malherido, aunque estaba inconsciente y sangraba— y ella sintió un dolor intenso, como si le hubiera alcanzado un rayo y le hubiera nublado la vista, como si no sólo los ojos, sino todo su cuerpo, su visión completa, se le hubiera enceguecido), llorando y vociferando incoherencias, Leah imploró la ayuda no sólo de su madre o del pobre Gideon (a quien días antes había desterrado de la habitación porque decía que no soportaba ver su desdichado padecimiento, que bastante tenía ella con el suyo propio: «¡Vete! ¡Sal de aquí! ¡No lo soporto! ¡No quiero que estés aquí! ¡Eres un cobarde, no eres más que un bebé, vete a jugar al póquer con tus amigos y a emborracharte, ya que tanto te gusta! ¡Llevas todo el mes emborrachándote! ¡Vete de mi lado, sal de aquí!», le había gritado, el rostro empapado en sudor, cuyas gotas parecían haberle surcado las mejillas, por más que Della o Cornelia las secaran) sino del mismísimo Dios, en quien nunca había creído y de quien se había mofado frívolamente incluso de niña (a veces delante de su madre, pues molestar a Della era siempre un gran placer)…; cuando el hedor de la sangre inundó la habitación y se vio al fin la cabeza de la criatura entre los muslos manchados de Leah, provocando el desmayo no sólo de la tía Verónica sino del mismo doctor Jensen (que había asistido el parto de los mellizos con gran pericia, hablándole a Leah todo el tiempo, incluso presionándole el abdomen en el momento decisivo y respirando con ella a la par, marcada y profundamente, como si los pulmones de él pudieran informar a los de ella; como, de hecho, ocurrió: tras un parto de diez horas, todo había salido milagrosamente bien)… Cuando todo eso sucedió y el pobre cuerpo atormentado de Leah se liberó de aquello que albergaba, la primera que habló fue Cornelia y dijo:

—Hay que asfixiarlo de inmediato.

La bisabuela Elvira dijo:

—Podrían llevárselo… a Nautauga Falls, por ejemplo, y dejarlo en la puerta de algún orfanato…

Y Della, apartando a las demás con un codazo, sin prestar atención a los gemidos de su hija (porque Leah, en su delirio, quería aquella criatura), dijo sin más:

—Yo me haré cargo, yo sé lo que hay que hacer.

Si Leah era una rosa exuberante, voluptuosa, de color rojo oscuro y múltiples pétalos, mimada al extremo tras años de cuidados en suelo fértil y bien abonado, Garnet Hecht era una rosa silvestre descuidada, un capullo raquítico y anémico pero bello, con pétalos que se marchitan casi de inmediato. Esa clase de rosas silvestres suelen ser blancas, o rosa pálido, y poseen pistilos frágiles y cubiertos de polvo como las alas de una polilla; hasta las espinas ceden sumisas cuando se las presiona contra el tallo.

De todas maneras, pensó Gideon mientras corría, con la mano diminuta de Garnet aferrada con fuerza a la suya (¡tan delicada era que los huesos parecían los de un gorrión!), de todas maneras, esas rosas son bellas cuando se las examina con detenimiento.

—Gideon, no sigas, por favor, Gideon.

Pero no podía recobrar el aliento, él la arrastraba con rapidez, a través del bosque que bordeaba el lago, ya avanzada la noche, con la luna en cuarto menguante (del color de la leche cortada, emitiendo un resplandor furioso) y un puñado de estrellas como testigos. Corrían juntos por el pinar que estaba al norte de la mansión; los pies resbalaban sobre la pinaza y Garnet gritaba asustada, casi sin resuello.

—Gideon, por favor, yo no quería… Tengo mucho miedo, Gideon.

Los pinos estaban en perfecta alineación. Las siluetas de un negro intenso. Por delante, la escabrosa oscuridad del lago Noir, con el débil reflejo de la luna (incluso aquella luna resplandeciente y vibrante), pero no el de las estrellas.

Por detrás de ellos, a lo lejos, se oyó el grito lastimero de una mujer y Gideon corrió aún más deprisa. Jadeaba con fuerza. No decía palabra. La pobre Garnet se tambaleaba a sus espaldas, con el brazo delgado extendido y la mano infantil aferrada con fuerza a la de él, sollozando, sin atreverse a aminorar el paso.

—Pero, Gideon, yo no quería…, por favor.

Fue Della Pym quien dijo a Garnet que le llevara algo de comida a Gideon (unas lonchas de pavo frío, jamón y media hogaza de ese pan integral que tanto le gustaba, y también un poco de pan de dátiles y nueces) pues, cuando Leah se puso de parto, Gideon se recluyó en el tercer piso, en el ala este, y allí dormía desde la carrera de Powhatassie, cuando podía conciliar el sueño, acompañado sólo por una botella de whisky y su rifle Springfield (con el que disparaba desde la ventana a los halcones y los cuervos que aparecían en el cielo, al menos hasta que las aves aprendieron a evitar aquella parte de la casa). Dormía en el suelo, sobre una alfombra vieja y sucia, con la ropa puesta, y su madre aseguraba que no se había lavado, ni afeitado ni enjuagado la boca desde el funeral de Nicholas, aunque esto no era del todo cierto. Si Leah no iba a consolarlo (cosa que no hizo, ya que su debilidad le daba asco y miedo), no iba a dejar que nadie lo consolara, por más que tiraran la puerta abajo a golpes, por más que murmuraran o dijeran su nombre a gritos y con firmeza, como hizo Noel:

—¡Gideon, qué demonios estás haciendo! ¡Gideon, abre la puerta de inmediato!

Garnet subió las escaleras hasta el tercer piso temblando, y caminó sigilosamente por el pasillo en penumbra, con una vela en una mano y en la otra una bandeja de plata llena de comida y cubierta con una servilleta de lino blanco. Como sabía que enmudecería al estar frente a él (si es que eso llegaba a ocurrir, porque Gideon no le abría la puerta ni siquiera a Cornelia últimamente), antes de llegar susurró:

—Te amo, Gideon Bellefleur. Te amo. Te amo. Te amo desde el primer día que te vi… Sí, a lomos de tu semental blanco, montabas tu semental blanco por la calle principal de Bellefleur y no viste cómo te observaba, no miraste en mi dirección… No desviaste la mirada ni a derecha ni a izquierda, recorrías el pueblo como un príncipe. Te vi por primera vez a lomos de tu semental blanco y te amé de inmediato, y siempre te amaré, aunque nunca me mires, aunque ni siquiera sepas mi nombre…

Ebrio, con una sonrisa torcida en el rostro y olor a sudor masculino, Gideon abrió la puerta; se recostó sobre el marco de la puerta y la observó.

—No me parece haber oído la puerta —dijo—. No has llamado con mucha fuerza, ¿no? No eres muy fuerte que digamos.

Le arrebató la bandeja de las manos, tiró la servilleta a un lado y comenzó a comer. Con voracidad, como un animal; como un lobo. Garnet lo observaba, con el rostro ardiendo. Devoraba la carne con la cabeza ladeada, como un lobo. Los dientes fuertes y blancos relucían a la trémula luz de la vela.

Ella sintió un mareo tremendo y pensó que se iba a desmayar, pero no lo hizo. Permaneció de pie inmóvil en un rincón, observando a Gideon Bellefleur. Te amo, susurró en secreto.

—Eso no puede vivir.

—Hay que sacrificarlo… o sacrificarlos.

—¡Que no lo vea Leah! ¿Está despierta?

Las voces revoloteaban alrededor de la cama. Siluetas altas, grandes, vacilantes.

El sabor de la sangre, de la sal, del fuego rojizo y ardiente que atraía todas las sensaciones a la lengua…

Leah había dado a luz y ahora estaba inmersa en un delirio.

Gritos de asombro, susurros. ¡Qué tragedia! ¡Qué se podía hacer! La tía Verónica llevó una palangana llena de agua junto a la cama, y cuando vio aquella criatura que se retorcía, dio un leve grito y cayó desvanecida. Y Floyd Jensen, que casi no había dormido en esas setenta y dos horas, observó a la criatura durante un largo instante; no era sólo un bebé (y gigantesco, a decir verdad) sino dos. Pero tampoco eran dos bebés (lo que habría sido algo natural) sino uno y medio: una sola cabeza del tamaño de un melón, dos hombros escuálidos y, en el torso, algo espantoso que parecía, en la febril imaginación de Jensen antes de desmayarse, parte de otro embrión.

La criatura sólo tenía dos brazos, dos puños diminutos que sacudía con furia. Y, como es lógico, berreaba sin parar.

—¡Que no despierte a la pobre Leah! Ay, qué vamos a hacer…

—Deberíamos sacrificarlo, asfixiarlo de inmediato…

—Pero vive, está vivo…

—¿Se está despertando? ¿No? Vamos a sujetarla…

—¡Hay que sacrificarlo!

—¿Por qué no lo llevamos a la ciudad? Allí nadie sabría nada. Un orfanato, un hospital…, las escalinatas de la catedral de Winterthur…

La abuela Della, con su vestido negro manchado, el cuero cabelludo rosado asomando entre el cabello ralo, blanco amarillento, con un destello inusual en la mirada, no hizo sino quitar de en medio a Cornelia de un empujón. ¡A Cornelia, esa esposa mocosa y engreída de su hermano! Dio un paso adelante con autoridad, como lo había hecho años atrás, en el extraordinario nacimiento de Bromwell y Christabel, cuando alzó a sendos infantes para despejarles los pulmones, sacudirlos y lograr que estallaran en llanto. Porque, aunque censurara a su hija o al matón de su marido, ¿no era ella la abuela, a fin de cuentas, la madre de la madre? Aquella criatura pesaba mucho más que los mellizos. Pero la levantó. Y observándola con franqueza y una curiosa sonrisita, medio de asco, medio de satisfacción, dijo:

—¡Míralo! ¡Qué desvergüenza! Pretendía ser una niña, pero ¡mira eso otro que le sobresale! ¡Mira qué barbaridad! Le cuelgan casi hasta los tobillos, jamás he visto nada parecido…

Leah estaba débil y deliraba entre las sábanas empapadas de sangre y sudor.

—Madre, Gideon, Dios Santo. Madre. Gideon. Dios, por favor, Dios Santo. Ayúdame… Dame a mi bebé.

A través de la ventana se veía la luna amarillenta. No se oía ningún ruido nocturno, ni siquiera el canto de los grillos. Los gritos de Leah habían silenciado todo.

El bebé chillaba. Pateaba, luchaba. Quería respirar. Quería vivir. Del abdomen de lo que parecía una niña perfectamente formada, aunque un poco grande, salían dos piernas algo más cortas, parte de otro abdomen y unos genitales masculinos rojizos como de goma, al parecer más grandes de lo normal, aunque a Della le resultaba difícil calcularlo en medio de aquella conmoción. Las piernas de la niña eran más largas y tenían aspecto normal, la vagina diminuta y sin vello entre esas piernas inquietas era de un rosado purpúreo y saludable, del tamaño de la uña del dedo más pequeño de Della.

—Yo sé lo que hay que hacer —afirmó Della en voz alta.

Gideon, con manos que parecían actuar por sí solas, le arrancó la ropa a la chica. Después la suya. Tal vez hasta le habría arrancado la piel si hubiera podido: ¡con qué ansia, con qué desesperación rasgaban aquellos dedos la tela! No quería que nada se interpusiera entre ellos, ni un soplido, ni un pensamiento.

Ella luchó por librarse de él, pero él la forzó, se impuso ante ella con todo su peso, y la penetró; apretó su boca contra la de ella casi con furia y sintió aquellos dientes duros y aniñados que se resistían. A lo lejos, en algún lugar, se escuchó un grito (o quizá fue el graznido de un somormujo), pero Gideon, sumergido en la chica cuyo nombre no recordaba, no oyó nada.

… Ella lo miraba con ojos trastornados, perdidamente enamorada. Sus palabras se desvanecían en el aire ante su presencia. Las manos largas y delgadas, los dedos huesudos, las uñas en carne viva de tanto mordérselas, una costumbre que a él le daba asco. Leah se burlaba. Sí, se burlaba abiertamente. La chica era tonta… Aun así, fue una sorpresa encontrarla en el pasillo, la repentina visión de aquellos cabellos, aquellos ojos, aquella barbilla pequeña y respingona que la hacían hermosa a sus ojos soñolientos y aturdidos…, su tímido aroma de jabón…, la mano diminuta aferrada con fuerza a la suya… Ella lloraba, sollozaba de amor. Amor. Él no escuchaba, ya no sabía ni dónde estaba. ¿Quizá en el pinar de arriba del lago, sobre el suelo frío, cubierto de pinaza? Algo que no era la chica tiró de él hacia abajo con violencia, como si el suelo se hubiese abierto de golpe y él se hubiera sumergido en la tierra misma: ingrávido, incorpóreo, indefenso. Una caída continua. Cada vez más profunda. El deseo de aplastar, de aniquilar. De sofocar esos gritos. Sumergirse. Rasgar.

Un demonio le golpeteaba el rostro con la lengua caliente y afilada, le respiraba con descaro en el rostro. La lengua en la oreja. ¡Tan húmeda, tan perturbadora! No podía controlarse. La chica murmuraba en su aturdimiento, Amor, amor, ay, te amo, murmuraba un nombre que debía de ser el suyo, pero él no escuchaba: entonces lo agarró por la espalda, que era un racimo de músculos apretados, elevándose, arqueándose furiosa, como podía haberla agarrado Leah en el pasado, como lo había hecho, hacía mucho tiempo.

—Gideon, te amo…

Gruñendo, Della llevó a la agitada criatura hasta el armario de nogal que había en un rincón de la habitación, desoyendo los gritos de su hija, apartó una sopera ridícula de porcelana china con forma de cabeza de jabalí —trastos caros que su familia había acumulado y que a ella le hubiera encantado quemar en una pira— y colocó allí al bebé. Dando la espalda discretamente a los demás, bloqueándole la vista a Leah por si intentaba verla apoyándose en los codos, resolvió el problema de una vez por todas: tomó un cuchillo y le dio uno, dos y hasta tres tajos.

Después se dio la vuelta. Respirando profundamente por primera vez en todo ese tiempo, dijo con voz triunfante:

—Ahora sí es lo que tenía que ser, lo que Dios quería. Ahora es una y no dos; ahora es una niña y no un varón. Ya estoy harta de tanto varón, no quiero saber nada más de ellos, esto es lo que pienso… —y con un movimiento del brazo repentino y majestuoso tiró al suelo las partes mutiladas y sanguinolentas, los restos de las pequeñas piernas y el pequeño pene y los testículos y el escroto—…, ¡lo que pienso de los varones!