El torbellino

En aquella tarde de verano, muchos años atrás, varias semanas antes del nacimiento de Germaine, hubo en la feria de Powhatassie el mayor número de espectadores jamás visto, deseosos todos ellos de ver a Gideon Bellefleur montar su semental blanco, Júpiter, contra otros seis caballos del valle, incluido Marcus, el semental alazán de tres años que tenía Nicholas Fuhr. Aunque Júpiter partía como favorito en la carrera de seis kilómetros y medio, se rumoreaba que su edad —seis años— comenzaba a hacer mella; también se decía que no había hecho gran cosa durante los entrenamientos secretos de la pista de los Bellefleur, y que las apuestas de los más entendidos ahora favorecían a Marcus. De los demás caballos sólo uno parecía prometedor: una hermosa yegua torda de sangre árabe e inglesa, de unos quince palmos de alzada, quinientos kilos de peso, mucho más pequeña y ligera que los sementales de los Bellefleur y los Fuhr. Pertenecía a un granjero de apellido Van Ranst, que también era jinete y vivía en el extremo oriental del valle, un desconocido para los Bellefleur (que continuó criando caballos para competir no sólo en las pistas del estado, sino también en Belmont Park, y en Kentucky, y en Texas, e incluso en Jamaica, Cuba y las Islas Vírgenes); la torda se llamaba Ángela (en cuanto se enteró de esto Leah, quien había apostado por Júpiter mucho más de lo que nadie sabía, ni siquiera Hiram, tuvo un arranque de desesperación).

Un día de verano claro y despejado. Más de cuarenta mil personas se apiñaban en el hipódromo, concebido para alojar poco más de la mitad de aquella cifra. Los Bellefleur, a excepción de Gideon (que no tenía tiempo para esas tonterías) estaban inmensamente satisfechos, pues los organizadores de la feria anunciaron un récord de asistencia y no cabía la menor duda de que ese récord de asistencia era en honor a Gideon. Para entonces la fama de Júpiter no se limitaba al valle del Nautauga y la región montañosa de las Chautauquas. A centenares de kilómetros a la redonda se hablaba de un semental color blanco marfil que, a pesar de su tamaño y su cuerpo robusto, podía correr una carrera de seis kilómetros y medio en 7,36 minutos, montado no por un jinete de poco peso sino por su dueño, uno de los jóvenes Bellefleur, de cierta fama en la región. Ver a aquel semental albino correr era como dejarse hechizar: la criatura era de un blanco deslumbrante, un blanco más intenso que el mismo blanco, hasta los magníficos cascos atronadores eran blancos (y siempre inmaculados), las crines y la cola largas y sedosas, suaves como el cabello de un niño; según decían, tal era la habilidad de su amo que caballo y hombre parecían en la pista una sola criatura afanosa, algo maravilloso de contemplar. No eran sólo las mujeres quienes sentían por el caballo y el jinete una adulación tal vez extrema, rayana en la desazón.

—¡Te encanta ser el centro de todas las miradas, a mí no me vas a engañar! —exclamó Leah con un dejo de amargura.

Gideon, cepillándose el abundante cabello, con las rodillas levemente flexionadas para poder verse en el espejo, evitó responder.

—Están locas por ti. Se mueren por ti. Acuérdate de lo que pasó el pasado julio, cuando esa criatura patética de río abajo, que, además, estaba comprometida con uno de los jóvenes de Nautauga Trust, se abrió paso a empujones para llegar a ti como fuera, con el cabello en los ojos y el rostro manchado: ¡y todo para ofrecerse a ti sin el menor reparo! Como si yo, tu esposa, no existiera.

—Exageras —musitó Gideon—, no fue así.

—Había bebido. Estaba desesperada. Hasta me habría compadecido de ella de no ser porque prácticamente me quitó de en medio con un empujón…

—¿Te habrías compadecido de veras, Leah?

—Como mujer podía comprender su desvarío.

—¡Era Júpiter a quien deseaba, no a mí!

—¡Entonces con más razón la podía comprender!

Gideon sacudió los hombros, como si se riera en silencio.

De camino a Powhatassie, marido y mujer se sentaron juntos, pero no se rozaron; ni siquiera se hablaron. Se hablaba del premio —veinte mil dólares—, que era el más generoso del estado; se hablaba de apuestas clandestinas; de la amenaza de que los reformistas realizaran una protesta en la feria, y de la posibilidad de que uno de los principales pastores evangelistas de la zona se pusiera a predicar contra las carreras de caballos desde un carro de heno justo cuando llegara la multitud. Un rumor infundado, como luego se vería, aunque la carrera de Powhatassie era, para los futuros reformistas, el ejemplo más claro del mal que encierran tales eventos, en los que el demonio se mezcla libremente con los espectadores para corromperlos con sueños malsanos de riqueza inmediata y entusiasmarlos con promesas de antojadiza violencia. También se hablaba de Nicholas Fuhr y Marcus, quienes sin duda le harían sudar tinta a Gideon… Se hablaba de muchas cosas en la limusina, pero Gideon y Leah permanecían sentados en silencio, mirando al frente, Gideon con las manos inquietas en las rodillas, Leah con los brazos cruzados sobre el vientre inmenso.

Hiram, en el papel de agente de Leah, había contratado a cierto corredor de apuestas de Derby para que a su vez actuara como su agente; y apostó por Júpiter una suma considerable a su nombre. Pero como Júpiter era el caballo favorito, había que jugarse una auténtica fortuna para cobrar muchos dólares por cada dólar apostado.

—Si perdiéramos… —dijo Hiram meditabundo, presionando sus gafas contra el puente de la nariz.

—No vamos a perder —sentenció Leah—. No podemos perder.

—Pero si por algún casual, por el simple hecho de conjeturar, si se diera el caso de que perdiéramos, querida mía, ¿cómo se lo diremos a los demás?… —preguntó Hiram.

—No diremos nada, ¿qué quieres decirles? —y se apresuró a añadir—, no hay ninguna posibilidad de perder. ¿No te ha quedado claro? Simplemente, lo sé.

—Lo sabes, ¿lo has visto? —preguntó Hiram con ciertas reservas.

—Sí, lo sé —afirmó Leah enérgicamente—. Lo he visto.

Además, por medio de otro agente que sospechaba, aunque no sabía, su identidad, Leah hizo otra cuantiosa apuesta por su cuenta. Como es natural, no tenía dinero para cubrirla —no tenía dinero propio, ni propiedades—, pero poseía un collar de perlas, y un anillo de zafiro con borde de diamantes, y un saco de lona con piezas de plata georgianas robadas de los escondrijos de una alacena de la cocina, y un par de jarrones holandeses de Delft del siglo dieciocho, obra de Matheus van Boegart, que había robado de una de las habitaciones del tercer piso; y una daga medieval de doble filo con una inmensa empuñadura incrustada con piedras preciosas que halló por casualidad en un baúl lleno de vestidos, zapatos de mujer y baratijas religiosas. Cuando hizo la transacción, Leah llevaba puesto uno de los viejos sombreros de Violet Bellefleur, un vetusto armatoste de gasa amarillenta bastante estrafalario y grande como la rueda de una carreta. Apestaba a naftalina y el velo, que le cubría el rostro convenientemente hasta la pronunciada barbilla, le confería un anonimato espeluznante, como el de una estatua.

—Esta apuesta —dijo el agente, sorbiéndose la nariz de puro nerviosismo—, esta apuesta es un asunto muy serio. Quiero decirle, por si no lo sabe —tal vez percibía, bajo la calma aparente de Leah, un terror paralizante que ni ella ni el niño que llevaba en el vientre comprendían— que es una cifra importante.

—Entiendo —contestó Leah en voz baja.

Como una doncella, como una chica muy joven, la chiquilla que en realidad nunca había sido, Leah se entregó a los cálculos que el agente hacía a lápiz y aceptó, sin la menor protesta, el hecho de que si ganaba —es decir, si ganaba su esposo— ganaría mucho menos de lo que podía perder. Lo uno sería maravilloso, lo otro catastrófico.

Como entre ellos siempre había cierta reserva, Leah no se atrevió a preguntarle a Gideon cuánto dinero había apostado él, y tampoco deseaba hacerlo. Pero tras un prudente interrogatorio a Ewan, concluyó que se trataba de una cifra bastante modesta —por la que cobraría unos doce mil quinientos dólares—, no más de quince mil.

—Pero ¿es que no confía en ganar? —exclamó Leah de manera intempestiva, con la mirada fija en su cuñado.

Ella y Ewan rara vez se miraban: tal vez porque el aspecto osuno de Ewan, su cabello gris y rebelde y ese cutis enrojecido, parecían una parodia de ciertos instintos de su marido, que era mucho más atractivo; o tal vez porque, para Ewan, Leah era más afín a él que su propia esposa —corpulenta, arrogante, rolliza, voluptuosa— y no se atrevía a mirarla ni siquiera a modo especulativo.

—Claro que confía en ganar, siempre confiamos en ganar y de hecho siempre ganamos —afirmó Ewan, herido en su dignidad, lo que cautivó a Leah (pues, al igual que Della, Leah creía que los Bellefleur del lago Noir eran esencialmente brutos)—, pero, al fin y al cabo, también existe la posibilidad de que no ganemos.

—Pues yo no admito esa posibilidad —dijo Leah, respirando con dificultad. Si Ewan lo advirtió, es probable que lo atribuyera a su embarazo—. Esa posibilidad no existe —agregó—. No puede perder. Júpiter no puede perder.

—Estoy de acuerdo —expresó Ewan, asintiendo, como cuando se da la razón a una persona ofuscada o a un niño muy pequeño que balbucea cosas ininteligibles—. Por supuesto que estoy de acuerdo. No sería un Bellefleur si no lo estuviera —dijo—. Pero de todas maneras…

—¿De todas maneras? —bramó Leah.

—De todas maneras —dijo Ewan con énfasis.

Leah lo observó por un largo instante, con los ojos azules entrecerrados, enfocándole con tal intensidad que al pobre y desconcertado Ewan pudo parecerle una mirada estrábica. Finalmente ella dijo, negando con la cabeza:

—No puede perder. Lo sé. Me jugaría todo lo que tengo, hasta la vida, o incluso la vida de este niño.

En una ocasión, cuando no tenían más de ocho o nueve años, Gideon y su amigo Nicholas se habían adentrado en el bosque de la finca de los Bellefleur cuando se toparon inesperadamente con un oso negro adulto que estaba al otro lado del arroyo. La criatura parecía mirarlos fijamente, con la cabeza inclinada hacia un lado; pero al cabo de una larga pausa, dio media vuelta y volvió al bosque con total indiferencia. Tal vez tenía mala vista y en realidad no los vio con claridad…, o tal vez fue porque tenían el viento a favor… Los dos niños temblaban sin parar. Gideon, que era el más alto de los dos, miró a Nicholas y se echó a reír.

—¡Mira qué cara tienes! —dijo limpiándose la boca—. Tienes los labios blancos.

—Tú sí que tienes los labios blancos, maldito seas —dijo Nicholas.

El recuerdo de aquel oso los acompañó durante el resto de su niñez, incluso después de haber visto y hasta cazado otros osos: el pecho blanco y centelleante de la criatura, la cabeza obtusa y cautelosa, las orejas levantadas como las de un perro, la postura en sí del animal, bastante perruna, alzado con inquietud sobre las patas traseras.

—Mira qué cara tienes tú —dijo Nicholas dándole a Gideon un empujón que éste le devolvió como algo natural. Las entrañas de ambos contraídas por el miedo. El pulso les latía con fuerza.

—Los osos negros no atacan nunca —se dijeron—, no había ningún peligro, ¿has visto cómo se ha ido sin más? No quería que le diéramos problemas.

Había nacido uno de los mitos de su niñez.

Cuando tenían catorce años y salieron de cacería con sus padres y hermanos mayores, en las estribaciones del sur del Mount Blanc, se toparon, desde diferentes ángulos, con un ciervo de cola blanca que pastaba en una zona anegada y se les oyó disparar a la vez; los dos disparos alcanzaron al ciervo, que lanzó un solo gemido de ira e impotencia antes de dar media vuelta, saltar y desplomarse, sangrando profusamente por las dos heridas profundas abiertas en el pecho. ¡Habían dado en el blanco! ¡Los dos disparos fueron certeros! ¡Dos disparos con dos armas y los dos en el blanco! En un primer momento, es probable que Gideon sintiera una punzada de rencor hacia Nicholas, por tener que compartir el triunfo vertiginoso de su primera matanza, y que también sintiera el resentimiento de su amigo hacia él: pero en cuestión de segundos, según corrían hacia la presa salpicando barro por el terreno anegado, aullando y gritando como locos, los dos se reconciliaron y hasta es posible que se sintieran secretamente satisfechos. («Nicholas es mi mejor amigo», le dijo un día de Navidad Gideon a su padre. Al parecer, pasaba más tiempo en casa de los Fuhr que en la suya. «Pero la amistad nunca debe anteponerse a la familia», contestó su padre).

El oso negro de su niñez los contempló con esa misteriosa solemnidad tan propia de la naturaleza y probablemente los evaluó y consideró que eran insignificantes. Se dio la vuelta y se marchó, sencillamente. Pero el ciervo de cola blanca —¡ah, el magnífico ciervo con su cornamenta de setenta y seis centímetros!—, el ciervo era otra historia, la historia de su primera caza importante. Y habrían de contarla en numerosas ocasiones.

Nicholas Fuhr, que ahora tenía treinta años, todavía soltero, todavía con la misma fama de siempre en el valle (desbancando a Gideon desde que éste se casó, hacía años), era un joven apuesto y lampiño, casi tan alto como Gideon, de cabellos castaños y rizados, espaldas anchas y ligeramente encorvadas. Tenía la costumbre de echar la cabeza hacia atrás cuando reía, lo que resultaba entrañable para sus amigos, y de reír con estentóreas y elogiosas carcajadas. Provenía de una familia de granjeros que gozaban de una cómoda prosperidad; al igual que sus vecinos, los Bellefleur, habían amasado una pequeña fortuna vendiendo grandes cantidades de madera y hasta extrayendo mineral de hierro —al igual que los Bellefleur, a mediados del siglo diecinueve— en un yacimiento extenso aunque superficial situado en las estribaciones de la montaña. Los Fuhr se asentaron en la región algunas décadas antes de que Jean-Pierre cruzara el océano Atlántico y habían vendido a la colonia el mineral de hierro que luego se transformaría en la famosa cadena de 1757 que cruzó el río Nautauga en su punto más estrecho, Fort Hanna, para bloquear el paso de los barcos franceses. (¡Una cadena que cruzaba el río! ¡No me lo creo!, decía Gideon de niño mientras caminaba con Nicholas por el risco que había encima del Nautauga. A veces le parecía que en tiempos pasados se lograban cosas sorprendentes con mucha facilidad, mucho antes de que él o incluso su padre hubieran nacido; le parecía que había una velocidad mágica, una fluidez mágica entre la concepción de una proeza y su ejecución. ¿Y no había también peligrosos indios iroqueses por doquier, o expediciones de indios algonquinos, en lugar de estos mestizos agrios y frustrados que perseguían ciervas preñadas y que ya casi habían agotado las truchas del arroyo con tanta pesca? A veces se los veía los domingos por la mañana en Bellefleur o en Contracoeur, tirados en medio de la calle e inmersos en un sopor etílico, con la ropa sucia de vómito y rostros que casi ni parecían humanos. ¿Y no había entonces panteras negras gigantescas y lobos grises, temerarios por el hambre, que bien podían salir a algún claro del bosque y llevarse a los niños? ¿No había acaso muchos más coyotes y linces rojos y osos negros, y criaturas altas que nadie había visto con exactitud, entre osunas y humanas? Lo único que quedaba de aquella época eran los buitres del pantano, o los buitres del lago Noir —a veces llamados buitres Bellefleur, aunque nunca en presencia de algún Bellefleur— y se comentaba que incluso éstos empezaban a escasear, pues preferían adentrarse en el pantano que estaba al norte del lago; hacía años que no se veían).

Antes de la carrera Gideon le estrechó la mano a Nicholas, a quien no veía desde hacía meses; se miraron los dos fijamente, sonrieron con timidez y conversaron un poco sobre banalidades (durante años se divirtieron pensando toda serie de groserías hilarantes a raíz de la boda de un primo lejano de Nicholas, Denton Mortlock, y Aveline, la remilgada hermana mayor de Gideon; cuando eran adolescentes, a menudo encendidos por pensamientos obscenos y escandalosos, se mofaban tratando de imaginar escenas de sexo entre esas dos personas tan flemáticas y corpulentas; aunque lo cierto es que Aveline tuvo tres hijos con Denton, por lo tanto ¿qué había pasado exactamente?). Gideon masculló algo de los Mortlock, que ya estaban en el palco de los Bellefleur, en la recta final; Nicholas balbuceó una broma grosera casi sin pensarlo y Gideon se rió, pero de pronto no hubo más que decir. En otras circunstancias, Nicholas le habría preguntado a Gideon por Leah, de quien estaba medio enamorado, según se decía con cierto sentimentalismo; pero la tensión de la carrera iba en aumento, flotaba en el ambiente. Además, en los últimos meses había notado que cuando iba a visitarlos, Leah adoptaba una pose de rareza deliberada. ¿No era acaso un embarazo excesivamente lascivo y evidente? Y todo para que el pobre Nicholas, que había soñado en incontables ocasiones con el cuerpo de Leah Pym, se sintiera mareado en su presencia y hasta cierto punto asqueado; y los sueños que tenía con ella resultaban ahora discordantes. En otras circunstancias, Nicholas le habría preguntado a Gideon por sus padres, y por Ewan, y por los mellizos, y por los demás; pero hoy estaba distraído, parecía nervioso, algo inusitado en él, como si hubiera sentido en el fuerte apretón de manos lo mucho que Gideon necesitaba que él perdiera.

Gideon le acarició el cuello a Marcus con aire pensativo. Siempre le había tenido mucho cariño al semental —hacía un año se lo había querido comprar a Nicholas—, pero ahora le parecía más alto y con ijadas más fornidas de lo que se acordaba. Un hermoso alazán con una estrella asimétrica en la frente, y de las cuatro patas tres eran blancas de la rodilla hacia abajo. Marcus tembló al sentir la mano de Gideon y se dio la vuelta para acariciarlo con el hocico. Pero Gideon sabía que debía tener cuidado.

Retrocedió unos pasos y con un ceremonioso saludo de despedida, dijo:

—Quizá quieras venderlo, después de la carrera —y sonrió para demostrar que no hablaba en serio.

Nicholas soltó una carcajada. Sus ojos grises se encontraron con los de Gideon y se arrugaron de excesivo regocijo.

—Quizá no puedas pagarlo —exclamó en voz alta.

Y así se separaron los dos amigos. Y de esa manera, con el rostro familiar de su amigo un poco distorsionado y el puño alzado a modo de advertencia humorística para burlarse de su gesto de despedida, recordaría Gideon a Nicholas…

Ensillaron los caballos. En el aire cálido se oyó el grito de «¡Saquen los caballos!». Mientras desfilaban hacia la casilla de salida, los espectadores comenzaron a gritar: «¡Vamos, Júpiter!» o «¡Vamos, Marcus!» o (tal vez porque las apuestas eran muy atractivas). «¡Vamos, Ángela!». El cielo seguía despejado. La suave brisa de antes fue amainando hasta desaparecer. El público se puso de pie para intentar ver a Gideon Bellefleur montado en su gigantesco semental color blanco marfil y a Nicholas Fuhr en su semental alazán; y a la esbelta torda montada por un muchacho que no parecía tener más de dieciocho años y que sonreía nervioso ante el rugido de la multitud; y a los demás caballos, que temblaban de emoción. Un minuto para que comience la carrera. Treinta segundos. Y ahí estaba el repique del tambor. Leah, sentada entre los mellizos y la abuela Cornelia en el palco de los Bellefleur (Della, como es natural, se había negado a acudir. Con la mirada fija en Leah durante un largo y doloroso momento, le dijo con tono severo: «Sé lo que habéis hecho, Leah; tú y Hiram, y el pobre infeliz de Gideon también, lo sé perfectamente, y sé lo que os merecéis»), con los brazos cruzados sobre el vientre, vio impasible la salida de Marcus como una flecha, junto a la valla. Pero, bueno, Marcus era rápido, siempre lo había sido. A pocos metros venía la torda, en una posición estratégica; después Júpiter y los demás.

Leah observaba sin inmutarse. Se quedó sentada mientras los demás se pusieron de pie de un salto. Marcus y Ángela… y Júpiter (que, en el resplandor hechizante de la pista, bajo el peso formidable del jinete, parecía con creces el caballo más viejo de todos)… y a poca distancia de Júpiter, alcanzándolo, un zaino de crines y cola muy oscuras que ondeaban al viento con desenfreno; el jinete, impaciente e inclinado en exceso hacia delante en la silla, le daba golpecitos rápidos con la fusta.

En el primer kilómetro y medio Marcus permaneció a la cabeza, la torda grácil podía superarlo en cualquier momento, Júpiter y el zaino peleaban por el tercer puesto y el resto iba a la zaga; los gritos de los espectadores disminuían y volvían a aumentar en histeria colectiva. Leah entrecerró los ojos. Y fue entonces cuando vio al caballo de los Bellefleur, su caballo, y a su propio marido, ponerse a la cabeza, las crines y la cola sedosas y ondulantes en el aire diáfano. No podemos perder, pensó con calma. El hijo que llevaba en el vientre se lo había asegurado. Le había permitido ver el futuro; le había permitido saber. No podemos perder, se dijo con rotundidad. El futuro ya está aquí.

Abrió los ojos, aturdida ante el alboroto de la muchedumbre, y vio que ahora el zaino iba tercero y que el magnífico caballo blanco iba en cuarta posición con gran esfuerzo, como es lógico…, y la pequeña yegua aguerrida había superado al mismísimo Marcus. (Júpiter, sin lugar a dudas, tenía resistencia. Podía correr más tiempo que los demás. Pero Marcus también era un caballo fuerte y nunca había corrido tan bien como hoy, liderando la carrera desde la salida. ¿Qué estaría pensando Nicholas? Era imposible que deseara ganar a Gideon). Los mellizos se habían puesto de pie en el asiento, hasta Cornelia estaba de pie, mascullando algo entre dientes. Los niños de Ewan se desgañitaban. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! Leah hizo una mueca de dolor —tal vez por el ruido o por un repentino y ligero dolor en el vientre— y pensó que los Bellefleur debían tener dignidad, todo el mundo los estaba mirando. Pero hasta el abuelo Noel gritaba y agitaba los puños en alto. Tenía la cara arrugada y enrojecida, las venas de la frente resaltaban como lombrices, Leah nunca lo había visto tan furioso en toda su vida. El traje blanco de lino que vestía con elegancia, a petición de su familia, con el chaleco a lunares y la corbata a juego, le bailaba encima, todo arrugado, como si en esos pocos minutos hubiera perdido varios kilos de tanto sudar. No podemos perder, quería reconfortarlo Leah, ten cuidado —no te exaltes tanto—, tu hijo no va a decepcionarte, estoy segura.

Cuando llegaron a la curva para entrar en la recta final, Júpiter dio el paso decisivo. Tal y como esperaba Leah. Júpiter, Gideon, los Bellefleur; Leah, el niño por nacer. Los espectadores comenzaron a gritar. La torda defendía la primera posición con heroísmo, de vez en cuando el jinete miraba hacia atrás por encima del hombro para ver a qué distancia venía Marcus —que venía muy cerca— y le daba unos golpecitos con la fusta para que acelerara el paso. El zaino venía tercero. Júpiter maniobraba para rodearlo. Gideon estaba muy inclinado sobre el magnífico cuello del semental y no necesitaba usar la fusta. Leah no apartaba la vista de los innumerables cascos atronadores de los caballos. Las crines y las colas al viento, las patas veloces, eran unas criaturas tan extraordinarias que ya no importaba cuál de ellas ganara, todas eran magníficas, hermosas. Pero tenía que ganar Gideon. Tenía que ganar Júpiter. Los cubría una especie de aureola, luz trémula, humedad, diminutos arcoíris atrapados en ella, a pesar de la velocidad. La valla blanca. La valla blanca, infinita. El semental blanco ahora parecía gigantesco: hasta su sombra, que volaba por la pista, era inmensa. Leah tragó saliva y le supo a polvo. Había mucho polvo en el aire. Alzó la vista y vio que el cielo se había oscurecido. Se había oscurecido de repente. Por detrás de una nube negra y descomunal, asomaba un sol blanco y diminuto, como burlándose.

Y entonces llegó el torbellino. La espiral de polvo. Repentinamente, sobre la pista, en la recta final. Danzando en dirección a los caballos. Con sus tres o cuatro metros de altura. Ondulante. Serpenteante. Con todo, no parecía tener mucha prisa. Y sin embargo, danzaba veloz y se acercaba más y más… Ahora Júpiter acortaba distancias a toda velocidad, había ganado la valla en la curva y de pronto el zaino fue quedando atrás, exhausto, por mucho que el impaciente jinete le diera golpecitos con la fusta; y hasta parecía —¿o sería que el extraño resplandor que había en el aire, un único rayo de luz penetrante, lo había distorsionado todo?— que Júpiter y el jinete no sólo aceleraban sino que aumentaban de tamaño, tanto que hasta el robusto Marcus parecía un pony surcando el polvo a todo galope, con inútil nobleza. Leah abrió la boca. Estuvo a punto de gritar. No a su marido, sino a Nicholas. A Nicholas montado en el alazán, esforzándose por avanzar, con la cabeza extrañamente agachada; al Nicholas que amaba; al que amaba como a un hermano; como el amigo querido de su esposo; como a un hombre al que quizá alguna vez pudo…, en otra vida…, tal vez… La yegua, aterrada por el torbellino, comenzó a flaquear y ya había perdido el ritmo. El torbellino se dirigía hacia ella con asombrosa gracilidad. La acosaba. La invadía. Ella sacudió la cabeza, a ciegas; probablemente relinchó de terror y dio un brusco viraje hacia la valla; y se chocó contra ella; caballo y jinete cayeron. La multitud vociferaba. Leah advirtió que se había tapado los oídos con las manos. Tenía los labios secos, cubiertos de polvo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Aturdida, echó un vistazo alrededor y vio que el aire estaba lleno de polvo. Sí, era polvo. El sol blanco y diminuto iluminaba cada partícula mientras chocaban unas con otras como luciérnagas o como canicas, alegres, eufóricas. Christabel comenzó a toser. La abuela Cornelia jadeaba trepidante intentando respirar y cubriéndose la boca con un pañuelo blanco de encaje. ¿Qué estaba pasando? ¿Era esto lo que tenía que suceder?, se preguntaba Leah mientras se levantaba poco a poco, parpadeando y con un ardor intenso en los ojos. La carrera estaba llegando a su fin. Los espectadores tosían y gritaban, y agitaban los brazos con frenesí. En el último tramo, Nicholas, con la cabeza gacha y frotándose los ojos con una mano enguantada, comenzó a gritarle a Marcus y a utilizar la fusta. Pero el caballo estaba extenuado, y el torbellino giraba a su alrededor como burlándose de él; y Júpiter se adelantaba con rapidez, corriendo como si hubiera despertado de un sueño, ajeno al torbellino y al polvo que ahora cubría la pista como un manto en todas direcciones. Las lágrimas surcaban las mejillas de Leah. Sí, Júpiter iba a ponerse en cabeza. Sí, Júpiter iba a ganar… Pero Nicholas usaba la fusta con más fuerza, desesperado, y Marcus, aunque empezaba a flaquear, trataba de tomar impulso brincando extraordinariamente con las patas de atrás; a pesar de la provocadora espiral de polvo, logró acelerar el paso a base de brincos desesperados. Las ijadas broncíneas parecían palpitar, bañadas en sudor, los ojos se le ponían en blanco y por la boca abierta le brotaba espuma. Júpiter, que ahora estaba a la par, no mostraba ninguna señal de cansancio, ni parecía notar la espiral de polvo, que ya alcanzaba una altura de unos cuatro metros y acompañaba a los caballos rumbo a la meta. Leah, de pie, con los pies separados para equilibrar el peso, advirtió que se había aferrado a la barandilla con ambas manos de tal forma que los nudillos se le habían puesto de un blanco mortecino, y los huesos le sobresalían por la piel. Gideon, suplicaba Leah. Nicholas. Era evidente que el caballo albino era mucho más grande que el alazán. Mientras adelantaba a Marcus, con su sombra extraordinariamente oscura e intensa siguiéndolo por debajo y por detrás, el caballo más pequeño comenzó a temblar visiblemente. Nicholas se frotaba los ojos con la mano. Caballo y hombre dieron un grito cuando un súbito tentáculo de polvo los asaltó, penetrando en los ojos del caballo y enroscándose como una serpiente entre sus piernas. Marcus dio un brusco viraje y Gideon, con gran pericia, logró que Júpiter lo esquivara, pero de pronto Marcus tropezó, se cayó, salió despedido hacia delante y tiró a su jinete, que salió volando por encima de la cabeza del caballo y cayó en la pista; Júpiter pasó a toda velocidad sin vacilar un instante.

Y así fue como Gideon Bellefleur, montado en su semental blanco marfil, Júpiter, ganó la carrera de Powhatassie. Y también ganó (según se decía por toda la región) una cuantiosa suma de dinero. Porque los Bellefleur, célebres por su adicción a las apuestas, habían apostado fuerte en la carrera; se comentaba que habían hecho numerosas apuestas, con seudónimos, y que aquel día hicieron una pequeña fortuna, aunque en la familia no se hablara jamás de tales cosas, como es natural. Si un vecino se encontraba con Noel Bellefleur en el pueblo, o montado en su esbelto semental, Fremont, y le decía «¡Qué bien que os fue el otro día!», Noel ponía cara de asombro y farfullaba algo sobre el premio: que con eso aseguraban el alimento de los caballos y el whisky de sus hijos todo el año.

Se decía que Gideon le había ofrecido todo el premio, 20.000 dólares, a la familia Fuhr. Pero los Fuhr lo rechazaron, como es lógico. ¿Por qué iban a aceptar el dinero de los Bellefleur, dadas las circunstancias? No lo quiero, no lo merezco, es un dinero amargo, repetía Gideon en tono apagado, pero ¿por qué iban a hacerle caso los Fuhr? ¿O incluso los mismos Bellefleur? En el velatorio, el padre de Nicholas le dio la espalda a Gideon, aunque sabía muy bien —tenía que saberlo— que Gideon no había tenido nada que ver con la muerte de su hijo. (Marcus se quebró el cuello y murió en el acto; pero Nicholas murió tras un día y una noche de agonía, con el pecho destrozado, las piernas y los brazos fracturados… La yegua, Ángela, también había muerto: resultó tan malherida que su dueño no tuvo más remedio que sacrificarla con un disparo en la frente. Pero el jinete, aunque con heridas graves y posiblemente lisiado para siempre, no corría peligro de muerte, afortunadamente).

Gideon no había tenido nada que ver con la muerte de Nicholas, pero los Fuhr no querían volverlo a ver, ni siquiera oír su nombre. No querían la compasión de los Bellefleur ni sus lágrimas, ni las suntuosas flores —azucenas, lirios blancos— que enviaron los Bellefleur al funeral. Estaba claro que Gideon no había provocado el accidente; y estaba claro que tampoco se lo podía culpar, y hasta el más afligido de los Fuhr lo sabía, como lo sabía todo el mundo, pero aun así no querían oír sus explicaciones, su pena profunda, no querían verle los ojos inyectados en sangre de tanto llorar ni sentir su aliento dulzón de whisky.

Y, desde luego, no querían su dinero.