Caballos

Fue cuando iba montado en un caballo castrado de color castaño, sin nombre y sin gran belleza ni garbo pero de buena disposición, cuello corto y con una media blanca en la pata izquierda —caballo que había ganado jugando a las cartas con oficiales británicos tres semanas antes del disturbio de Golden Hill en enero— cuando Jean-Pierre Bellefleur, que, con su elegante sombrero de tres picos de terciopelo negro y sus caras botas nuevas de cuero, parecía algo mayor que los veintiséis años que tenía, vio por primera vez a Sarah Ann Chatham: en aquel entonces una niña que no tenía más de once o doce años, de rasgos finos, nariz respingona, rostro ovalado y un poco pecoso, de una belleza inquietante, cabellos dorados y sedosos y un porte que era a la vez infantil e imperioso; y…, y aún antes de que la niña se echase a reír y se quedase mirándolo (su caballo, asustado por una diligencia que se acercaba, se había levantado sobre las patas de atrás y relinchaba, y Jean-Pierre empezó a gritar en francés); antes de que la niña mostrase al reír unos dientes aniñados y se soltase de la mano de aquella robusta inglesa de cara rojiza que estaba a su lado (¿un aya, una institutriz?… Era demasiado fea para ser una persona allegada); aún antes de que Jean-Pierre, sentado en el estiércol húmedo, frío y amarillento, tuviese la oportunidad de mirarla bien, se había enamorado… Durante el resto de su vida recordaría no sólo la sorpresa de la caída desairada y el frío del estiércol, y no sólo el grito bonito y regocijado de la niña un momento antes de que la sirvienta la obligase a seguir caminando (porque ella había respondido al accidente de Jean-Pierre como si fuese una bufonada para hacerla reír), sino la extraña e indescifrable dicha del momento, una dicha que surgió de una certeza total, un sentido de que su destino estaba ahora completo, su vida misma completa, puesta ante él con un trazado invisible, pero trazada al fin, y a la espera de que él lo reconociese. Se había enamorado. Arrojado al suelo, objeto de burla y diversión de los demás (porque los otros también reían sin disimulo: que él fuese tan francés era, claro está, parte del regocijo que suscitaba) y con la ropa de dandi echada a perder, estaba enamorado. Todo lo que le habían contado cuando era niño y todo lo que había leído del Nuevo Mundo: que aquí vivían indios nativos de proporciones clásicas asombrosas que andaban desnudos hasta en el invierno, en bosques de prodigiosa belleza y junto a ríos repletos de salmón y trucha (solo había que meter una red de mano para capturarlos); que había monstruos inimaginables, algunos de una altura de nada menos que de casi cinco metros, que vivían libres en las montañas y organizaban ataques inesperados de vez en cuando llevándose como presa hasta hombres hechos y derechos; que había en algunos lugares diamantes y rubíes y zafiros y grandes bloques de jade en el suelo, y depósitos de plata y oro de un brillo nunca visto en la tierra; que se podían hacer fortunas en seis meses, y que nunca había pesares…, todas esas maravillas quedaban opacas ante la espontaneidad de una niña de nariz respingona a la que ni siquiera conocía, por entonces, y que era la hija menor de un enfermizo comisionado de aduanas de Nueva York, un funcionario de la Corona que antes de que transcurriese un año trasladaría a su familia a Inglaterra y dejaría a Jean-Pierre privado de felicidad para siempre.

(Hubo, desde luego, otros caballos. Muchísimos caballos. Hasta hubo un albino de calidad casi tan alta como la que tendría, décadas después, el famoso Júpiter de Gideon, con la misma piel rosada, las patas blancas y una alzada de quince palmos y cinco centímetros, ochenta centímetros desde la cincha hasta el suelo; un deslumbrante caballo blanco como la nieve que se veía y casi no se creía; podía compararse con los caballos andaluces que su avieso hijo Harlan le robaría una noche ventosa. En la época de prosperidad que precedió y que lo condujo a su catastrófica temporada en Washington como diputado del Congreso, Jean-Pierre comenzó unas memorias rapsódicas de sus experiencias con caballos, El arte ecuestre, que, aunque nunca finalizada, aparecería publicada por entregas en el modesto periódico de la región norteña que él adquiriría a principios de 1800. Hubo otros caballos, muchos caballos, al igual que habría muchas mujeres, pero era al caballo castrado castaño y sin nombre al que recordaría, con ferocidad y amor: el primer caballo del Nuevo Mundo que había montado, ¡el primer ganador de los muchísimos premios conseguidos!).

Pepper, el joven caballo negro castrado que arrojó al suelo a Jedediah y después reculó y tropezó con el niño que gritaba, y le rompió la pierna justo por debajo de la rodilla, era otro caballo «bonachón». Después de aquel accidente, la madre de Jedediah quiso que lo vendiesen o regalasen, pero Jean-Pierre se negó a hacerlo. El caballo no tenía la culpa, dijo, de que se le acercase demasiado un tonto despreciable que llevaba botas y ropa que apestaban a sangre…, el caballo no tenía la culpa de que su hijo no fuese lo bastante sensato como para agarrarse al pomo de la silla de montar. Cuando Jedediah aún cojeaba después de que el hueso se le recompusiera, su padre le preguntaba a menudo por qué lo hacía.

—¿Pretendes echármelo en cara? —le decía—. Podrías andar bien, si lo intentas.

En algún momento se vendió el caballo, cuando Jean-Pierre necesitó dinero rápido y la mayor parte de sus propiedades estaban paralizadas en complicados trámites jurídicos. Pero permanecería en la imaginación de Jedediah, en lo más oscuro e impenetrable de su mente, el resto de su vida: un animal gigantesco y quejoso, negro del todo, a la vez como un espectro y como una piedra, levantándose sobre las patas de atrás, inclinándose hacia atrás, dejando caer su increíble e irrevocable peso en la rodilla desnuda del niño. En el delirio surgido de su soledad, Jedediah despertaría sin habla de visiones oníricas en las que aparecía el caballo, no como Pepper, no como uno de los caballos de su padre, ni siquiera como un caballo, sino como un aspecto del mismísimo Dios.

Después hubo un animal feo y belicoso de raza mezclada, árabe, belga, un caballo de montar: Bonaparte, el semental de Louis, al que luego llamarían Huesos Viejos. El nombre que le pusieron no era por el megalómano emperador, sino por el hermano mayor de éste, José, el cual, viajando de incógnito y disfrazado del melifluo Conde de Survilliers, había adquirido, por medio de La Compagnie de Nueva York de Jean-Pierre, 160.260 acres de tierra yerma inhabitable y que no se podía cultivar, bajo la equivocada impresión de que, como formaba parte de la Nueva Francia, resultaría un retiro razonable y hasta idílico para el propio emperador vencido, cuando escapase de Santa Helena. (Por desgracia, Napoleón estaba vigilado muy de cerca en Santa Helena y su escape no fue nunca una posibilidad. Y los 160.260 acres eran de verdad inhabitables, a pesar del entusiasmo de Jean-Pierre Bellefleur y de sus sueños de las carreteras, ferrocarriles y canales que se construirían). El Bonaparte mayor era estrábico, como también lo era el semental de Louis. Pero aunque el caballo, hasta en su juventud, era desgarbado y temperamental, también era resistente, astuto y valiente, y tan terco como su amo. Quizá para provocar la hostilidad de su padre, a Louis le gustaba decir que él no era jinete, que no era ecuestre, y ridiculizaba la afición a criar caballos purasangres. Él había leído en un periódico que a la larga, en un plazo de muchos años y muchas carreras, no era tanta la ganancia que traían los purasangres a sus propietarios.

Era el semental ruano Bonaparte el que Louis montaba aquella tarde de abril de 1822, cuando salió para echar fuera del asentamiento de la orilla sur del lago Noir (que no se llamaría Bellefleur hasta pasados algunos años) a la turba de gentes que hacían ruido y daban gritos, a ellos, al juez de paz que iba asustado y riéndose, y al muchacho indio al que habían condenado (atado con alambre de púas a la silla de montar de un hombre llamado Rabin, un conocido comerciante indio, y forzado a correr al lado del caballo de Rabin). Cuando Louis les gritaba a los hombres que quizá se equivocaban con el muchacho, que sería mejor que lo sometiesen a juicio, que sería preferible que llamasen al sheriff y que hubiese una investigación, uno de los Varrell, un hombre de la edad de Louis y del mismo tamaño aproximadamente, pero de pómulos muy oblicuos y pelo liso y negro apagado, que se balanceaba borracho en su silla de montar, dio un puñetazo a Bonaparte en el cuello y le gritó a Louis que se largase y se fuese al diablo. El semental relinchó alarmado y dio un brinco, con los grandes ojos dando vueltas para un lado y para otro, pero no retrocedió; y Louis, aunque asombrado de que alguien hubiese tenido la audacia de arremeter contra él, fue lo bastante inteligente como para no hacer nada más que tranquilizar a su caballo y aguantarse las ganas de devolverle el golpe mientras él y Varrell estaban a caballo. Porque, al fin y al cabo, lo que quería era salvarle la vida al muchacho…

Fue en una yegua de trote suave y cabeza alta en la que Harlan Bellefleur apareció después de años de ausencia, cuando regresó para vengarse de la matanza de su familia: los habitantes de Nautauga Falls vieron el notable caballo de cuello arqueado y musculoso, crin abundante de color gris y trote danzarín, vieron el jinete de atuendo elegante que llevaba guantes de color amarillo limón y un sombrero de ala caída de lana negra suave, y murmuraron que nunca habían visto nada parecido; era «extranjero». (En efecto, el caballo era peruano, elegante, pardo, de ojos brillantes, grandes y expresivos, muy separados, orejas pequeñas y una boca casi delicada. El propio Harlan por aquel entonces parecía más español que francés, pero cuando se inclinó desde la silla de montar para preguntar con cortesía cómo se iba al lago Noir —¿o preguntó sin rodeos, como afirmaban algunos testigos, dónde podría encontrar a los Varrell?— advirtieron, por el acento algo nasal, que era nativo de la región: es más, que era un Bellefleur. Después de su muerte la yegua fue confiscada por las autoridades locales y desapareció, pero reapareció unos meses después en el establo de Tennessee del famoso Reverendo Hardy M. Cryer, que pronto se convertiría en el «asesor de carreras de caballos» de Andrew Jackson).

Raphael Bellefleur manifestaba su admiración por los caballos, tenía varios purasangres buenos y asentía a todo lo que se decía cuando estaba con sus muchos asociados aficionados a los caballos; pero, a decir verdad, apenas lograba distinguir un caballo de otro, un caballo árabe de un Morgan, un caballo ligero de un percherón. Era todo ello demasiado físico, crudo y rudo, y paralizaba su imaginación; a él le gustaba pensar en términos de dólares, toneladas multiplicadas por dólares y divididas por costos. Antes de que la política le trastornara los nervios y de que llegase a sentir interés por sus magníficas propiedades, si no auténtico afecto, se le veía a menudo en un elegante vehículo inglés de dos plazas, recorriendo los senderos cubiertos de grava, siempre vestido impecable a pesar del polvo rojizo que se elevaba en nubes caprichosas y el sol despiadado del verano (que, hasta en las montañas, podía hacer que el aire fino y enrarecido ascendiera a la temperatura alarmante de 40.º C en tardes sin viento). Sus caballos eran todos purasangres ingleses, porque era cierto, como se rumoreaba, que Raphael Bellefleur despreciaba a los franceses y afirmaba que no entendía una palabra del idioma de su abuelo; ¿acaso no viajó en buque a Londres para adquirir una mujer inglesa anémica de pecho estrecho y saliente que se llamaba Violet Odlin, y no estaba intentando amueblar su castillo tal como imaginaba que los hacendados ingleses amueblaban sus castillos? Su caballerizo principal se jactaba en la ciudad de que uno de los sementales que tenían era descendiente del mismísimo Bull Rock: Bull Rock era, como sabían los aficionados a los caballos, el primer purasangre inglés que se había importado, traído a la colonia de Virginia en 1730; y hasta los caballos más corrientes de Raphael habían conseguido premios. Pero a él no le interesaban las carreras ni los concursos, y toda forma de cacería le repelía; así que a los sementales los cuidaba principalmente el personal de los establos y, después de su muerte, cuando la fortuna de los Bellefleur había disminuido mucho y el pobre Lamentaciones de Jeremías se hizo cargo de las propiedades, los caballos que quedaban se fueron vendiendo uno a uno…

Durante sus primeros años de América, cuando todavía era una esposa razonablemente joven, antes de que sus diez embarazos pudiesen con ella y de que algo muy parecido al mal humor de los Bellefleur le envenenara el organismo, a Violet se la veía con frecuencia en el vehículo de dos plazas o en el carruaje lustroso y ornamentado de su marido, conducido por un negro vestido de librea que llevaba un fez dorado y escarlata, no un esclavo, sino un hombre libertado que era de la Costa de Marfil, ágil y elegante en el manejo de la fusta y con una habilidad «mágica» para tratar con los caballos. Llevaba en el carruaje a la esposa de Bellefleur a visitar amigas, las esposas de otros hombres, que vivían en los castillos y las mansiones señoriales de imitación que había por el valle (porque aquellos eran tiempos, en las décadas de 1850 y 1860, de embriagadora prosperidad en algunas zonas del norte), y a los que los veían pasar les impresionaba la belleza aristocrática de los purasangres emparejados —la piel muy cuidada de color castaño oscuro que brillaba con aceites fragrantes de importación, la crin cepillada y, a veces, trenzada— y la belleza de la mujer lánguida, derrumbada, medio pidiendo disculpas, medio encogida, que iba dentro del carruaje que llevaba grabada la insignia heráldica de los Bellefleur en las portezuelas: «Ahí va lady Violet», decían los más respetuosos, que quizá supieran que Violet Odlin no era más que la señora de Raphael Bellefleur, pero adivinaban las pretensiones heroicas de su esposo…, las de su esposo, no las de ella. Porque Violet, con el ala de un enorme sombrero de velo y flores casi siempre inclinada sobre el rostro de rasgos finos, tenía muy pocas pretensiones. Y al final no tenía ninguna.

El hijo mayor de Bellefleur, Samuel —que diría, muy poco antes de su trágica desaparición, aunque la frase se había atribuido a lo largo de los años a diversos miembros de la familia, «El tiempo no es un reloj: no se puede hacer nada más que tratar de contenerlo, y hacerlo es como llevar agua en un tamiz»— recibió como regalo cuando cumplió veinte años uno de los purasangres ingleses más bonitos de su padre, un caballo bayo anguloso, de tórax ancho y patas largas que se llamaba Herodes. El joven Samuel, el orgullo de su padres, era oficial de la Brigada Ligera de las Chautauquas, y la gallardía de los Bellefleur —barbilla fuerte, nariz recta, ojos bien dibujados— resaltaba en aquel uniforme de oficial de guarnición (como se podía comprobar incluso en daguerrotipos pálidos y cobrizos que no hacían justicia a los heroicos colores —sombrero alto de armiño, elegante chaqueta blanca, pantalones verdes con la raya blanca, guantes blancos ajustados, adorno escarlata en la funda de la espada— que a los jóvenes Bellefleur de las generaciones más tardías, irreverentes y poco sentimentales, les parecerían ridículos). Montado en el majestuoso Herodes parecía, hay que decirlo, la quintaesencia de la aristocracia del Nuevo Mundo; ¿cómo no comprender el profundo orgullo que su padre sentía por él? Samuel Bellefleur era la envidia de sus compañeros oficiales e incluso de sus superiores. (¡Ah, sus compañeros oficiales! Todos ellos eran, como Samuel, los hijos de prósperos hacendados; a ellos y a los miembros varones de sus familias les encantaban los caballos de raza, los desfiles militares, las ocasiones ceremoniosas, los sables, los mosquetes, las últimas novedades en armas y estrategia militar, y la necesidad de reprender, castigar y de hecho subyugar a los traidores confederados. También los conmovía profundamente la música militar. Las marchas más conocidas les llenaban los ojos de lágrimas y hacían que sus corazones rebosaran de esa necesidad instintiva y casi física de entrar en combate. A excepción de Samuel Bellefleur, todos ellos irían cabalgando a la guerra en 1861 y, si bien no todos murieron en combate, ni uno solo se libró de un penoso sufrimiento; y sus hermosos corceles no sobrevivieron más que unos cuantos meses).

Félix (al que más tarde su quizá ya trastornado padre le dio el nombre de Lamentaciones de Jeremías) quería mucho, cuando era niño, a su pony Barbary, un shetland de ojos grises, grandes y expresivos, maravillosa piel moteada blanca y gris y pelo largo y grueso que, muy cepillado, parecía soltar galaxias de luz desde dentro; cuando era un niño de cinco o seis años se le veía por las propiedades de los Bellefleur, por los nuevos senderos de gravilla y conchas marinas color rosado, en un carretón llevado por un pony, carretón que había sido hecho (eso era lo que se decía, y el rumor había surgido de los vecinos de Raphael) para un príncipe de Prusia. A veces el cochero era el reservado negro de la Costa de Marfil, con su fez y su chaqueta trenzada; otras, un simple muchacho de la localidad, el hijo de un encargado de un campo de lúpulo que, muy incómodo con su traje negro y una ligera fusta más apropiada para la mano de una mujer, iba sentado muy tieso y se negaba a hablarle al tímido y esperanzado niño que llevaba a su cargo y que no tenía amigos y en realidad ni siquiera hermanos, dado que Samuel, mucho mayor que él, no le hacía ningún caso y Rodman, que le llevaba dos años, había decidido mantener su precaria autoridad intimidando a Félix. Era el hijo del encargado del campo de lúpulo el que iba de cochero del elegante carretón aquella mañana de agosto en que tuvo lugar el secuestro, y cuando —tras haberlo encontrado en una cuneta con la cabeza rota— no hubo duda de que había desobedecido las instrucciones de Raphael Bellefleur y conducido el carretón hacia el río, donde, según decía Raphael, cada vez más paranoico, aunque con acierto a fin de cuentas, estaban al acecho ladrones y secuestradores (porque la historia de los aristócratas del valle no era plácida: al haber quedado los chautaucuanes sin poder cazar ni pescar en un territorio que habían creído propio, o que no pertenecía a nadie, y al ser acusados de entrar en propiedad ajena si se salían de sus propias fincas pequeñas, empezaron a vengarse, algunas veces con actos pequeños y siniestros, provocando incendios, destruyendo diques y envenenando al ganado, y otras con actos más graves y vistosos, arrancando de los carruajes a sus acaudalados vecinos cuando los llevaban de paseo por aquí y por allá: la puntería de los chautaucuanes era legendaria), cuando fue evidente que el cochero no sólo había causado su propia desgracia, sino una desgracia aún mayor, la del secuestro de Félix Bellefleur, Raphael dijo ante testigos:

—Si esa mala bestia hubiese estado vivo cuando lo encontraron, yo mismo le habría destrozado la cabeza…

A Félix lo encontrarían tres semanas después, en Nueva Orleans, sin haber sufrido daño alguno; por aquel entonces ya había empezado a hablar con acento del Sur, arrastrando las palabras con suavidad. No pudo dar razón de su secuestrador o sus secuestradores, y cabe la posibilidad de que fuese la plácida indiferencia con que reaccionó, sin tener en cuenta las tres semanas de angustia de su padre, más que el hecho del secuestro en sí, lo que había llevado a Raphael a ponerle el nombre de Lamentaciones de Jeremías.

—Pero ¿qué le ha pasado a Barbary? —gritaba el niño—. ¿Dónde está Barbary?… Nunca encontraron al dócil shetland, aunque sí encontraron el carretón volcado en un pinar cercano.

—¿Dónde está Barbary? ¿Qué habéis hecho con Barbary? ¡Quiero a Barbary! —lloraba el niño, rechazando no sólo a su padre sino también a su madre, que estaba enloquecida por la angustia.

De toda la progenie de Jeremías, de los tres hijos que sobrevivieron, sólo el dinámico e inquieto Noel se aficionó a los caballos, y se jactaba, ya de mayor sobre todo, de que un buen caballo lo volvía loco: si la administración de las propiedades no le hubiese llevado tanto tiempo (porque su padre, cuando aún no andaba más que por los cincuenta años, se había vuelto cada vez más negligente y olvidadizo), Noel habría viajado más por todo el país y habría llegado incluso a México y a Sudamérica en busca de caballos para los establos de los Bellefleur. Habría cuidado él mismo a los caballos de carreras, habría contratado jinetes de profesión y habría comprado pistas de carreras como la de Havre de Grace y la de Bennings y hasta la del propio Belmont Park. Su hermano Hiram, que había estudiado los clásicos en Princeton y que, como era propio de un hombre joven, estaba obsesionado con «el mundo», como él decía, de la finanzas, no sentía ningún interés por los caballos, ni siquiera advertía el donaire que tenían, el olor inefable que emanaban y su presencia mágica (que tanto reconfortaba en tiempos difíciles a Noel y a su hijo Gideon; más de una vez padre e hijo habían descubierto, un poco avergonzados, que el otro también había ido al oscuro establo nada más que para estar con el brazo alrededor del cuello de un caballo que se dejaba abrazar, la mejilla apretada contra la crin seca y áspera de un caballo que olía a cosas maravillosas: a sol, a calor, a campo raso, a carreteras libres en las que uno podría galopar eternamente, levantando nubes de polvo). En cuanto al hermano mayor de Noel, Jean-Pierre II, manifestó durante algún tiempo cierto interés por caballos magníficos, un interés propio de los jóvenes bien nacidos de su clase social, pero era mal jinete, nunca cuidaba a sus propios caballos, usaba con ineptitud la fusta de jinete y, cuando era niño, acababa siempre en el suelo tras haber tropezado con las ramas bajas de los árboles hacia los cuales corría a propósito, creía él, el caballo que montaba; a los treinta años de edad desistió de montar a caballo. (Lo que constituyó el argumento más sólido en su defensa durante el juicio en el que se le acusó de homicidio premeditado. Porque la única testigo de la fuga del supuesto homicida afirmó que Jean-Pierre se había ido a lomos de un caballo oscuro con manchas blancas en las patas y crin y cola de pelo corto, un caballo que sí que estaba en el establo de Bellefleur, a no ser, claro está, que la testigo hubiese mentido a propósito, a no ser que todo el juicio y quizá incluso el asesinato de los once hombres —de los cuales sólo dos eran Varrell, los demás poco conocidos en la localidad— hubiese sido ideado para perseguir, confundir, avergonzar, humillar y destruir a la familia Bellefleur. La testigo era la locuaz y ruin esposa del tabernero, que, por algún motivo que Jean-Pierre no podía explicar, había sentido violenta aversión por él desde el principio; y, como es natural, en la confusión de aquella noche, con la interrupción de los juegos de naipes, las mesas y sillas volcadas, los gritos, chillidos y alaridos, la indescriptible realidad de aquella trágica noche en Innisfail…, como es natural, en la mente de ella se había fijado la idea de que Jean-Pierre era el homicida, y el abogado de la defensa, a pesar de lo bien dotado que estaba en el arte de interrogar y de dirigirse al jurado y al juez con un aire de complicidad inteligente que, dada su elegancia, no podía dejar de halagarlos, fue incapaz de arrancarla de la «historia» que contaba: el asesino era Jean-Pierre Bellefleur, y se había escapado montado en un caballo que tenía manchas blancas en las patas y crin y cola de pelo corto, un caballo negro, o castaño muy oscuro; y se había escapado en el caballo, afirmaba desafiante la detestable mujer, montándolo mejor que nadie: como si fuera el mismísimo demonio).

A la madre de Germaine, Leah, que entonces se llamaba Leah Pym, le gustaban mucho los caballos cuando era una muchacha joven y, montada en su alegre y esbelta yegua alazana, habría participado en competiciones con otros jóvenes si se lo hubieran permitido, pero se daba por hecho que a las mujeres jóvenes no se les permitía tomar parte en esas competiciones. Podían competir unas con otras, pero las victorias que alcanzaban en esas carreras contaban poco y despertaban poco interés. Durante algún tiempo en La Tour, fascinada quizá por las aficiones de otras muchachas más adineradas, Leah participó en majestuosos espectáculos en los que demostraba su destreza en el manejo de los caballos y la reacia destreza de su yegua en algunas maniobras complicadas y casi danzarinas. Con el pelo de los espolones recortado, la piel suave y brillante y de un color algo más claro que el cabello castaño y grueso de Leah, exhaustivamente lavada por la propia Leah, cepillada con un cepillo primoroso y después lustrada (¡con un paño de lino!) hasta que brillaba, la crin sujeta y entrelazada con cintas rojas que ondeaban en la brisa a la par de las airosas ondulaciones de las puntas de la cinta de terciopelo verde que caía del moño de Leah, la yegua ágil respondía a la perfección todas las órdenes que se le daban —«Paso largo», «Rodeo», «Vuelta», «Media vuelta y cambio», «Medio paso»— y actuaba con precisión, si no siempre entusiasmo, un poco como la propia Leah. Años después, saciada ya de la edad adulta y la riqueza y las maniobras incesantes que todo ello demandaba, y nostálgica con el recuerdo de una juventud que de hecho había detestado (¡ah, las décadas de duelo de Della, sus comentarios mordaces y ariscos sobre los hombres, en particular sobre los hombres Bellefleur!, su fingido empobrecimiento cuando, como todo el mundo sabía, su hermano Noel les daba todo el dinero que necesitaban y, no sólo pagaba el precio exorbitante de la enseñanza que recibía Leah en La Tour —a donde no había enviado a su propia hija Aveline, alegando, con toda la razón, que no era lo bastante inteligente como para ir a esa escuela— y los gastos de sus espectáculos ecuestres, sino que se abstuvo, como un caballero, de decir nada cuando Leah se marchó de repente una mañana, en medio de un ejercicio de gramática francesa, y volvió a Bushkill’s Ferry con una sola maleta…), recordaría Leah que el nombre de la yegua era Ángela.

Júpiter, el semental de Gideon, era famoso en todo el estado. ¡Un albino criado para las carreras, para llevar con garbo y desenvoltura a un hombre del tamaño de Gideon! Júpiter era un caballo altísimo, de unos dieciocho palmos de alzada, y tenía una piel más de color marfil que blanca, la cola y la crin muy llamativas, y una cabeza, unos ojos, unas orejas y un perfil de misteriosa belleza… Había que verlo para creerlo, decía la gente. Un caballo gigantesco y con garbo. Fogoso, muy fuerte, quizá hasta obstinado (Gideon tenía que usar las rodillas para controlar a su caballo, que estaba siempre estremeciéndose y temblando y deseando salir con ímpetu hacia adelante, correr en libertad con o sin su amo en el lomo), quizá hasta peligroso. (Se rumoreaba, aunque no era verdad, que Júpiter había matado a su dueño anterior. O a un caballerizo de los Bellefleur. O que había tratado de matar al propio Gideon). Cuando aparecía Gideon en las competiciones locales con su semental albino, siempre suscitaba murmullos entre el gentío. El joven Gideon Bellefleur, con el pelo oscuro y abundante y la barba oscura, los pómulos salientes, la nariz fuerte, una piel que parecía siempre bronceada, pero con un bronceado cálido y de color miel que no lo hacía parecer ordinario, que no era aceitunado ni quemado como el de los indios. El joven Gideon Bellefleur tan apuesto, tan distante aunque cortés, y tan garboso para ser un hombre de su tamaño y corpulencia. ¿Era cierto, preguntaba la gente, que los Bellefleur seguían siendo millonarios, o tal vez era cierto que no tenían un centavo y que habían hipotecado el castillo más de dos veces y que pronto se verían forzados a declararse en bancarrota? Se quedaban mirando con fijeza a Gideon y sentían envidia y resentimiento por esa misma envidia, aunque también sentían un curioso afecto vehemente, porque él —él y Júpiter y el orgullo evidente que sentían el uno por el otro— era en cierto modo más real, más indiscutiblemente genuino que los otros hombres y sus caballos. Aunque hubiese perdido —y, por supuesto, no perdía— lo habrían mirado con esa misma fascinación, llamándolo de algún modo, anhelando una mirada de reconocimiento por su parte, por parte del arrogante Bellefleur, mirada que jamás lanzaba, evidentemente, que era incapaz de lanzar. Gideon Bellefleur. Y Júpiter, su legendario albino…

Con todo, Gideon vendería el semental después de la carrera de Powhatassie, y habría vendido todos los caballos del establo de los Bellefleur si Noel no lo hubiese detenido.