Pensaban algunos que la maldición de los Bellefleur tenía que ver con el juego.
Decían algunos detractores que un Bellefleur es un hombre que no actúa del todo en buena ley, que no puede resistir una apuesta, sean cuales fueren las circunstancias y sean cuales fueren las consecuencias.
Hubo, por ejemplo, aquella vez (en la madrugada, después de la fiesta de celebración del casamiento de Raoul) en que los hombres hicieron apuestas a ver quién ganaba una carrera pasando por la punta meridional del lago Noir, la laguna Olden y todo el lago Plateado: había que cruzar de noche unos sesenta y cinco kilómetros, con más de diez kilómetros de corrientes peligrosas, e ir y volver antes del amanecer. Los que ganasen repartirían mil dólares entre ellos y todo lo que quedaba del champán en la casa. Y se lanzaron a la carrera: Noel Bellefleur y Ethan Burnside, Ewan Bellefleur y Claude Fuhr, Gideon Bellefleur y Nicholas Fuhr, Harry Renaud y Floyd Jensen. Aunque era mediados de julio, el primer lago estaba cubierto con una niebla que helaba los huesos. Y en la laguna Olden había más nenúfares y juncos, y más espesos, de lo que nadie recordaba. Y el arroyo que se precipitaba en el lago Plateado era tan violento que dos de las canoas —la de Ewan y la de Harry— volcaron.
Y así hicieron la carrera, sin que las mujeres lo supiesen. Por la niebla, por las viejas sendas por las que casi no se podía pasar, llevando las canoas a hombros por turnos y bromeando con buen humor de borracho. Aunque cuando volvieron les dolían los brazos y se les doblaban las rodillas y casi deliraban con el agotamiento (Ewan y Claude ganaron, por unos cuatrocientos metros como mínimo; después llegó la canoa de Noel, luego la de Gideon y la última fue la de Harry y Floyd), no dijeron nada, por supuesto. Y durante muchos años después alardearían de la temeraria carrera nocturna, aunque trataron, con delicadeza, de hacer las menos alusiones posibles al pobre Raoul; se convirtió en uno de los clásicos relatos que contaban, el de la noche de verano en que Ewan y Claude ganaron a los otros en una carrera de ida y vuelta al lago Plateado.
Hubo aquella vez, hacía muchos años, en que los hombres se dividieron en dos grupos y abordaron dos lagunas remotas de la zona del Mount Chattaroy, donde iban numerosos venados a comer (eran tan mansos como ovejas y una canoa podía acercarse a unos metros del gamo más asustadizo) y, justo al dar las doce del mediodía del 31 de julio (los líderes de los dos grupos se aseguraron de que sus relojes de bolsillo estuviesen sincronizados para que nadie se adelantase a la «campanada» de las doce), comenzó la matanza. Los hombres se concedieron a sí mismos nada más que una hora para navegar, dado que no tenían mucha necesidad de carne de venado y en todo caso sería demasiado engorroso cargar con las dos embarcaciones y los cestos de carne desde esas lagunas remotas hasta la carretera; el grupo que matase más venados sería proclamado ganador y adquiriría unos fondos considerables. (Cuando los cazadores eran ricos, amigos de Raphael o, más adelante, de Noel, los Bellefleur apostaban más fuerte; cuando los grupos eran sobre todo de hacendados locales, los Bellefleur atenuaban con cortesía su entusiasmo. Se decía que un día, hacía mucho tiempo, cuando Jeremías, el abuelo de Gideon, no era más que un muchacho de diecisiete años, la apuesta había sido de 10.000 dólares a dividir entre seis hombres, uno de ellos Raphael, que había organizado el deporte aunque él no tenía mucho interés, según se decía, ni en cazar ni en los venados ni en el «deporte»… La cantidad de venados que se habían matado variaba según las distintas versiones: en algunas eran dieciocho y en otras llegaban a cuarenta. Pero como ni siquiera cargaban las cabezas de los ciervos para llevárselas, debe de haber sido difícil calcular con exactitud).
Y aquella vez, cuando Gideon tenía quince años y se les permitió a él y a Nicholas y a Ewan y a Raoul que acompañasen a sus padres a una carrera de caballos en Kincardine, y después, en una taberna, los hombres apostaron con el dueño de la taberna y algunos de los clientes a que ellos eran capaces de distinguir no sólo la marca del licor que les sirviesen en vasos todos iguales, sino que también podrían adivinar la graduación alcohólica; retaron a los hombres de Kincardine a un certamen en el que se desglosaban las mezclas y se daba el año de cada una e inclusive (Noel era muy diestro en esto, tras haber practicado con asiduidad) el lugar de origen. En cuanto Noel Bellefleur olfateó el primer vaso que le sirvieron, tomó algunos sorbos, lo posó con calma en el mostrador y afirmó:
—Noventa grados. Sesenta y cinco coma cinco por ciento de centeno de cinco años, veinticinco por ciento de bourbon de seis años, el resto algunos buenos licores agrios…, casi seguro del condado de Hennicutt, Kentucky; sí, del condado de Hennicutt, porque los barriles de allá son de arce cortado al medio, imposible confundirlos…
Los hombres de Kincardine querían echarse atrás de sus apuestas, pero ya era demasiado tarde.
Y hubo veces, muchas veces, en que se jugaron considerables sumas de dinero en torno a las mesas de póquer, en sesiones que duraban toda la noche. En la casa de los Bellefleur; en la posada de White Sulphur Springs, que fue durante algún tiempo el lugar de tomar las aguas más famoso de las montañas y al que acudían muchos dueños de plantaciones del sur y sus familias; en el laberíntico pabellón de madera Innisfail Lodge, antes de que se incendiara y quedara hecho cenizas («Pero estaba, por supuesto, muy bien asegurado», decían los hombres sin más y sin criticar por ello a los dueños Bellefleur); en campamentos y en casas particulares. Póquer, billar, carreras por aguas heladas. Y durante algún tiempo, carreras de planeadores (pero un accidente catastrófico en el que murieron dos muchachos jóvenes, uno de ellos primo segundo de Noel, puso fin a esas contiendas). El dinero pasaba de unas manos a otras con gran prontitud y emoción. Dinero y a veces caballos y hasta tierras. Si las mujeres lo sabían (y todas desaprobaban, algunas de ellas —como Cornelia y Delia— con indignación) decían muy poco, porque ¿qué se podía hacer?… Los hombres Bellefleur eran ricos, les apasionaba el juego, eran famosos en las montañas por sus temerarias e inventivas apuestas, y por la cortesía y elegancia con que aceptaban las derrotas (que eran muy infrecuentes, porque tenían una suerte portentosa), ¿qué se podía hacer para que no jugasen?… Al fin y al cabo, eran ellos los que controlaban el dinero.
Las carreras de caballos eran mucho más públicas, por supuesto. La mayor parte de las apuestas se hacían en público. Los hombres montaban sus propios caballos, conocían a casi todo el mundo que participaba, las carreras (en los recintos de feria de Powhatassie, en las pistas del Derby, por todo el estado de Puerto Oriskany, donde la competencia era muy seria) eran acontecimientos de gran importancia local; y por eso era bastante excéntrico y poco natural que un dueño de caballos no apostase por sí mismo. Las mujeres también lo censuraban, pero con menor vehemencia. Incluso a veces dejaban que les entrase la fiebre de las carreras: porque apostar a los caballos no era un pasatiempo inútil, como apostar en una mañana de abril cuándo empezaría a deshelarse el lago Noir, o apostar quién iba a tumbar a quién en el suelo sucio de una taberna a orillas del río durante el transcurso de una pelea, o quién podía disparar y derribar un vaso de vidrio de la cabeza de un muchacho retrasado que trabajaba para algún tabernero; esto otro tenía que ver con el orgullo del dueño por su caballo y por su propia actuación. Tenía que ver con el orgullo por la sangre de uno, por el nombre de uno.
Gideon se quedó atónito con la sugerencia de su mujer.
—Pero ¿por qué ahora? —preguntó.
Leah lo miró pensativa, con los ojos medio cerrados. Estaba sentada en un rectángulo soleado, cerca del reloj de sol que estaba en el mismísimo centro del jardín. Aunque ya no estaba tan hermosa como antes —era mediados de julio, el niño nacería en cualquier momento, tenía ojeras de cansancio, la piel había perdido el magnífico aspecto saludable y brillante y no era capaz de llevar el peso extraordinario del niño que tenía en el vientre con tanto estilo como antes—, había hecho que Garnet Hecht la peinase de la misma manera muy adornada en que se peinó de novia el día de su boda (copiado de un retrato malo, pero atractivo de Violet, la joven y bella esposa inglesa de Raphael Bellefleur: atrás un moño brillante, el pelo separado en dos bandas y atado con cinta de terciopelo, las puntas sueltas; una trenza fina en lo alto de la cabeza; y, además de todo eso, un flequillo ondulado sobre la frente fuerte, inteligente y un poco arrugada) y llevaba puesto un chal blanco de crochet sobre un vestido de tela basta y nudosa, ocre mezclado con verde, que Gideon no había visto nunca. A consecuencia de un desacuerdo que habían tenido unos días antes —a Gideon no le había gustado cómo respondió Leah a una pregunta que parecía inocente de su madre sobre el estado de salud de Bromwell—, Gideon se enfrentó a su mujer con las manos en las caderas, en pose afectada, las rodillas un poco curvadas como si estuviese a caballo y el ceño fruncido.
—Porque… —dijo Leah con lentitud—. Porque…
Los ojos oscurecidos y hundidos le daban a su rostro fatigado un débil resplandor como de calavera: pero en las últimas semanas de su embarazo con los mellizos su aspecto había sido exactamente así, y Gideon se negaba rotundamente a asustarse. Sus modales eran comedidos y su barbilla rígida. Él no había perdido la compostura durante la pelea que habían tenido, no había derramado lágrimas de rabia e impotencia, queriendo a la vez aporrearla y abrazarla, por eso le pareció que la crisis había pasado y no estaba dispuesto a sucumbir. Él prefería la voz de hoy, distraída y arrastrando las palabras, a su voz habitual, nerviosa y estridente, aunque le había parecido una colosal arrogancia que hubiera enviado a la pobre y asustada Garnet Hecht (toda codos, piernas flacas y pelo suelto, la bonita cara distorsionada cuando miraba a Gideon, de quien estaba tan enamorada que daba pena, como había dicho Leah con tono marcadamente burlesco, incluso delante de Garnet) a llamarlo para que fuera al jardín a hablar con ella, como si fuese la reina y él uno de sus vasallos. Estaba sentada en un cojín en uno de los asientos de granito de Raphael que eran como tronos, junto al inútil y oxidado reloj de sol (que estaba en la sombra y no marcaba las horas), los dos brazos apoyados ligeramente en el bulto de su regazo, que siempre parecía estar a punto de moverse y cambiar de posición, las pálidas e hinchadas piernas estiradas con torpeza, los pies hinchados en zapatillas de brocado que la propia Garnet había hecho para ella; estaba allí sentada, inmóvil, imperiosa, monumental con todo aquel peso, mirando a su esposo con la cabeza inclinada hacia atrás y los párpados caídos, por lo que parecía que lo estaba mirando desde la lejanía. Un gatito de un mes, de rayas grises y blancas y que casi no era más que una bola de pelusa con orejas grandes y una cola tiesa y respingona, jugaba con el dobladillo de su falda y ya estaba empezando a romper la tela; pero Leah no se daba cuenta.
Gideon esperó. Las rodillas le temblaban un poco, aunque no se le notaba; estuvo a punto de perder el control hacía unos días, anhelando enterrarse en ella, sollozando, reclamando…, reclamando que volviese a él, como antes: su novia virginal y feroz cuya alma, al igual que su cuerpo delgado, duro y nervioso, había estado muy atada a él y él había tenido que conquistarla, y conquistarla, y conquistarla otra vez; y ella se había puesto a llorar con lágrimas de amor por él; por él. Pero ahora… Ahora aquella mujer estaba embarazada con toda su arrogancia, con todo su esplendor. ¿Qué necesidad tenía de él? ¿Qué necesidad tenía de un esposo? Los demás no hacían sino distraerla de su incesante instinto maternal, de la preocupación obsesiva con su cuerpo y sus impulsos y sensaciones. Unos meses atrás Leah había confesado a Gideon, con desconcierto, luchando por encontrar las palabras adecuadas, que nada era tan real para ella ahora como algunos relámpagos de sensación —gustos, colores, olores, vagos impulsos y premoniciones— que ella interpretaba como el continuo soñar del niño dentro de su cuerpo. (Nuestro hijo, dijo Leah, los sueños de nuestro hijo que me arrastran, como la resaca podría arrastrarte hacia dentro del lago aunque la superficie del agua parezca calma…).
—Porque —dijo Leah, la piel de alrededor de los ojos arrugándose— me parece que es necesario.
Ella lo había mandado llamar cuando supo, debió de saberlo, que él y Hiram marchaban aquella mañana para Nueva York; lo había mandado llamar para sugerirle que hiciese una serie de apuestas, con distintos grupos, por él y por su semental, en la carrera del próximo domingo en Powhatassie.
—¿Necesario?
—No puedo explicarlo.
Llevaban muchos meses sin hacer el amor. Gideon lo recordaba vagamente y con tristeza: pero era mejor no recordar. Ella lo había echado de la cama por precaución nerviosa y sin duda prematura. (El propio Dr. Jensen le había asegurado a Gideon que las relaciones sexuales, al menos si se hacían con suavidad, no dañarían en absoluto al niño del vientre hasta el último mes. Pero eso había sido antes de que el niño creciese hasta tener aquel tamaño enorme). Ni como adulto ni como padre podía Gideon pensar cómo un hombre podía tratar con una mujer con la que no podía tener relaciones sexuales y a la que por lo tanto no podía desarmar; porque pensaba que una mujer, aunque se tratase de una mujer poco agraciada e insegura, tenía todas las ventajas…, todo el poder. No podría decir en qué consistía ese poder ni dónde residía ni cómo podía afectar a un hombre, pero conocía su fuerza siniestra.
—Tú nunca te has interesado mucho por mis caballos —dijo con frialdad—. Siempre has censurado, al igual que tu insoportable madre, el juego y esas cosas. Y ahora parece que me estés dando permiso…
Leah miró al gatito, que se había puesto a atacarle el tobillo; resoplando un poco se bajó para agarrarlo por el cuello. El animalito empezó a patalear y a emitir quejidos. Gideon, mirando al gatito, mirando a su mujer, impresionado por el espléndido cabello rojizo que brillaba en la intensa luz del sol, se sintió sacudido por una emoción que no podía comprender. La amaba, se sentía indefenso frente a su amor por ella, pero esta emoción parecía abarcar y envolver más que el amor. Al igual que otros hombres Bellefleur antes que él, como el propio Jean-Pierre muchas décadas antes, Gideon estaba mirando un rostro tan diferente del suyo, tan distante de todo lo que podría haber soñado, que pensaba que no podía ser más que obra del destino.
—Tú no me amas —dijo en voz baja.
Leah no lo oyó. Dejó caer al gatito desde una altura de casi medio metro y éste se dio la vuelta de inmediato y mostró una barriguita redondeada y con un poco de pelusa. Se puso a patalear desesperado y a dar golpes al aire, aunque la mano de Leah no estaba cerca para volverlo a agarrar.
—… Antes de que yo naciese —dijo Leah—. En tu familia. Tu padre sobre todo. No lo niegues.
Estaba aludiendo a la muerte de su propio padre, una Nochebuena hacía muchos años. Había muerto en un accidente —y había sido un accidente, sin duda— cuando se deslizaba en trineo por una de las peligrosas montañas al norte de la laguna Mink. Gideon hizo un gesto de impaciencia. Habían hablado de ese incidente muchas veces y llegado a la conclusión, que Gideon no había forzado en absoluto, de que la madre de Leah lo había imaginado todo, una conspiración contra su joven esposo, un hacer volcar el trineo a propósito, Stanton Pym arrojado contra un árbol y muerto en el acto.
—… Aquella noche, no lo niegues. Y se cobraron las apuestas —dijo Leah—. Se cobraron en el mismísimo entierro.
—Eso lo dudo mucho —dijo Gideon, con la cara ardiendo.
—Pregúntale a mi madre. Pregúntale a tu propia madre.
—Yo no tengo nada que ver con eso —dijo Gideon—. Era un niño de tres o cuatro años.
—Hubo muchas apuestas sobre la carrera en trineo y quizá sobre otras cosas también aquella noche —dijo Leah—. Y las apuestas se cobraron, en el entierro de mi padre.
—Hablas como si supieras de verdad lo que pasó, pero no lo sabes —dijo Gideon incómodo—. Sólo sabes lo que dijo tu madre…
—Tu familia siempre ha jugado. Lo lleváis en la sangre, es vuestro destino. Y por eso… Por eso se me ocurrió, la otra noche, que la carrera de Powhatassie podría ser un acontecimiento importante en nuestras vidas.
—¡No me digas! —exclamó Gideon. Pero su tono de burla era tan ligero, tan poco seguro, que Leah no lo notó—. ¿Eso te ocurrió la otra noche?…
—¿Qué hora es? —preguntó Leah con el entrecejo fruncido. Se volvió para mirar al reloj de sol, pero en éste no se veía más que una sombra gris—. No tengo mi reloj… Tú y Hiram ya os vais, ¿no?
—¿Por qué se te ocurrió esto de repente, después de tantos años? —preguntó Gideon. Estaba de pie a unos metros de ella; no se había acercado; mantenía la distancia a propósito. Podía imaginar muy bien la fragancia de su pelo rojo brillante, y la dulzura del secreto cerrado de su cuerpo—. Tú siempre lo has censurado —murmuró—. De hecho me pediste que no compitiese en carreras, cuando estábamos recién casados… Tenías miedo de que me hiciese daño.
—Ya he hablado con Hiram —dijo Leah—. Tenéis que iros.
Gideon no la oyó. Dijo, en la misma voz baja:
—¿No tenías miedo de que me lastimase?…
Leah miró para otra parte. Por un instante no dijo nada.
—Ah, pero no te lastimaste, ¿o sí? Todos aquellos años… Y antes de que nos casásemos… Las carreras en el hielo, las zambullidas en el agua, la natación, las carreras en canoa de noche, el boxeo, todas esas cosas peligrosas…, esas cosas absurdas…, esas cosas que hacen los jóvenes… No te pasó nada —dijo con un hilo de voz—. Ni te va a pasar.
—Y yo que creía que tú y Della censurabais mis apuestas, el principio en sí de apostar. ¿No es poco honrado, no es un pecado?…
—Yo no creo en el pecado —dijo Leah cortante.
—Pensé que eras de firmes principios morales, en eso de la falta de honradez.
—En lo de decir mentiras. En lo de ser mezquino, y en lo de ser intolerante, y egoísta. Pero el juego… no es muy distinto a una inversión comercial corriente, como me ha explicado el tío Hiram. Me parece que antes no lo entendía bien.
—Y ahora sí lo entiendes.
—Ahora…, ahora comprendo muchas cosas —dijo con lentitud.
El rectángulo soleado se había hecho más grande y se veía con una luz más intensa. Gideon se quedó mirando a Leah con los ojos entrecerrados. Algo que ella había dicho lo inquietaba, pero no lograba entender lo que era; el hecho de verla, de oír el tono de su voz, tratando de encontrar las palabras, pero lleno de autoridad, había empezado a fascinarlo.
—¿Muchas cosas? —preguntó.
—Los sueños que él tiene. Sus planes para nosotros —susurró.
—¿Él?…
Ella rodeó el vientre con sus brazos carnosos para protegerlo, balanceándose un poco hacia delante.
—Tienes que irte. Vas a perder el tren —dijo—. Ven aquí, dame un beso de despedida, hace tanto tiempo que no me das un beso…
En aquel momento su estado de ánimo cambió. Y le ganó el corazón a Gideon, que se acercó, se dejó caer de rodillas, los brazos alrededor de ella, con fuerza, los labios contra los de ella, al principio con timidez y después con avidez al sentir los brazos fuertes de ella rodeándole. Ah, ¡qué bonito era besarla! ¡Besarla sin más! Sus labios anchos y carnosos parecían picarlo, su lengua como una flecha le daba vértigo, el peso de su cuerpo, sus brazos apretándolo de pronto, todo ello casi le hizo perder el equilibrio y caer en su regazo. Era tan grande, tan espléndida. Podía metérselo dentro y tragárselo, y él cerraría los ojos para siempre colmado de dicha, vencido.
Al fin y al cabo, pensó Gideon ya sin voluntad, yo soy el padre. El padre soy yo.