En la primavera de 1809, tras las últimas nieves de principios de junio, Louis Bellefleur partió en busca de su hermano Jedediah, que llevaba tres años ausente. No podía aceptarlo, no podía aceptar que Jedediah se hubiese convertido en un ser solitario, uno de esos excéntricos ermitaños de los que tantas cosas se contaban (anécdotas que se repetían una y otra vez, adornándolas, meditándolas, en las tiendas rurales, en las tabernas, en las estaciones, en los establecimientos comerciales, en las carbonerías y en los graneros, donde, en invierno, acercando los pies desprovistos de zapatos a la base curva y ardiente de las estufas de hierro forjado, los hombres se reunían a charlar y a saborear whisky macerado —siempre había una vasija de whisky a mano, incluso en el mostrador de las tiendas que vendían de todo, y un cazo para los clientes que no querían molestarse en sostener vasos— y repetían historias que habían oído hacía meses, o incluso años o décadas, con una buena dosis de hilaridad, o malicia, o envidia, o sencillamente de asombro genuino ante el curso que habían tomado esas vidas ajenas). Louis tenía una ligera idea de dónde había acampado Jedediah, pues media docena de hombres lo habían visto allá arriba, detrás del Mount Beulah, y dos o tres incluso habían hablado con él y le habían llevado cartas y provisiones y regalitos enviados por Louis (un jersey tejido a mano, calcetines y mitones de lana, un gorro forrado de piel, todo hecho por Germaine). Estos cazadores y tramperos, personajes excéntricos que podían desaparecer meses enteros, volvían con informes contradictorios sobre Jedediah Bellefleur, lo que llenaba de inquietud a Louis. Un trampero juró que Jedediah tenía una barba que le llegaba a las rodillas y que parecía un hombre de sesenta años; otro aseguraba que Jedediah lo disparó cuando intentó acercarse a su cabaña, gritándole que era un espía o un demonio y que volviera al infierno, de donde nunca debió salir. Otro decía que Jedediah estaba delgado y musculoso, con el pecho al descubierto y la piel oscura, como los indios; no especialmente simpático, ni interesado en saber de su padre ni de su hermano ni de su cuñada, ni siquiera de los dos sobrinitos (lo que le dolió a Louis sobremanera: ¡cómo no iba a interesarse por sus sobrinos!), pero bastante hospitalario, dispuesto a compartir su guiso de conejo y patatas con quien lo visitara, siempre que se avinieran a bendecir la mesa con él, arrodillados, durante un rato largo. Según otro informe, descartado de inmediato por Louis y Jean-Pierre, Jedediah vivía con una india de sangre iroquesa…
Cuando Louis localizó la cabaña de su hermano, más parecida a una covacha —construida en una cadena rocosa de la falda del Mount Blanc, unos treinta metros por encima de un río estrecho y ruidoso y frente al Mount Beulah, a unos cuantos kilómetros al este—, no le sorprendió, aunque sí le desalentó, que Jedediah no estuviera. No sólo es que no estuviera, sino que, evidentemente, había escapado hacía sólo unos minutos: aún ardía una hoguera en una chimenea minúscula y rudimentaria, excavada en el suelo de tierra; sobre una especie de taburete que servía de mesa descansaba una Biblia abierta encuadernada en cuero que Louis sabía que había pertenecido a su madre, en un plato llano de madera había unas patatas grasientas todavía calientes, ¿eran para Louis? Lo cierto es que estaba muerto de hambre, después de la caminata, pero ligeramente asqueado por el olor de la cabaña; y además tenía sus propias provisiones, jamón ahumado y queso y pan de trigo integral que había hecho Germaine.
—¿Jedediah? Soy Louis…
Se quedó en la puerta de la cabaña, de cuclillas, haciéndose sombra con la mano, llamándolo durante largos minutos cada vez, aunque sabía que Jedediah sabía quién era y había salido huyendo deliberadamente, y que en aquel preciso instante (casi podía sentirlo) estaba observándolo desde más arriba de la montaña o desde la otra orilla del río.
—¡Jedediah! ¡Hola! ¡Soy yo, Louis! ¡Nadie te va a hacer daño! ¡Jedediah! ¡Hola! ¡Soy tu hermano Louis! ¡Soy tu hermano!…
Gritó hasta que se le irritó la garganta y le escocieron los ojos de lágrimas de rabia y desesperación. Qué ladino y qué desgraciado, pensó. Hacerme gritar como un idiota. Hacer que me preocupe así.
Louis examinó con detenimiento el suelo de tierra compacta de la cabaña, pero no halló nada. Después examinó la cama de su hermano (un sencillo colchón de cáscara de maíz, ya mustia, de superficie irregular, con bultos, olor a rancio y probablemente infestado de pulgas; cubierto con una pesada manta marrón, manchada de tierra, que parecía la del caballo, con correas y hebillas de cuero incluidas), y la Biblia con su encuadernación de piel gastada y sus hojas finas de bordes dorados y la letra gótica pequeña y recargada que le resultaba tan familiar, pero que lo irritaba, la sola visión de aquella Biblia lo irritaba (¿se había vuelto Jedediah, su propio hermano, un fanático religioso? ¿Se había ocultado en las montañas como uno de esos profetas del viejo testamento que se escondían en el desierto, enloquecidos con Dios, tocados por el fuego de Dios, perdidos para siempre del mundo de los hombres?), pero se obligó a echar un vistazo a las páginas abiertas, por si encerraban un mensaje que debía descifrar. (La Biblia estaba abierta por la página de Salmos 91-97. «Aquel que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Todopoderoso. Diré de mi Señor, Él es mi refugio y mi fortaleza: mi Dios; en Él confiaré… Con sus plumas te cubrirá y bajo sus alas estarás seguro»).
Salió de la cabaña y volvió a llamarlo. Hubo un leve eco, y otro.
—¿Jedediah? ¿Jedediah? Soy tu hermano…
Se dio una vuelta por el claro rocoso, con cuidado de no perder el equilibrio. Era evidente que Jedediah había construido ahí la cabaña para poder contemplar el Mount Beulah, uno de los picos más altos de las Chautauquas, coronado de nieve perpetua. Un lugar hermoso, pero poco práctico. Muy ventoso, incluso aquella mañana de junio. Vertiginoso. Cegador. A unos treinta metros por debajo estaba el río, que no se parecía mucho al arroyo ancho, de tinte marrón que había en el valle; el ruido de sus rápidos era atronador. Louis se sentó en cuclillas en el borde de los acantilados y miró hacia abajo. Agua batida, rocío blanco salvaje, cantos rodados y troncos petrificados y bolsas de espuma. Bajo sus pies vibraba el granito. Los dientes y los huesos de la cabeza comenzaron a vibrar.
—¿Jedediah? Por favor…
Jedediah lo estaba observando. Lo sabía, lo sentía; pero no podía determinar dónde estaba. Detrás de él…, delante de él…, ligeramente por encima de él…, a la derecha, a la izquierda.
—¿Jedediah? He venido a darte noticias. No he venido a hacerte daño. ¿Me estás oyendo? ¿Jedediah? No he venido a hacerte ningún daño, sólo quería saludarte, estrecharte la mano, ver si estás bien, darte noticias… ¿Cómo estás? Estás solo, ¿no? ¿Has vendido el caballo?
Se volvió repentinamente y alzó la mirada más allá de la cabaña. Pero no había más que árboles altos y tupidos. Pinos y cicuta y arces de montaña. Agitados por el viento. Pero inmóviles, en realidad; absolutamente vacíos.
—¿Jedediah? Sé que estás cerca, sé que estás escuchando. Mira…
Y en aquel momento, se quitó la bufanda roja por alguna razón y la agitó frenéticamente.
—Sé que me estás viendo, sé que me estás viendo en este preciso momento.
Le resultaba raro que su hermano pequeño lo temiera. Que él supiera, Jedediah siempre lo había querido; o al menos siempre lo había obedecido, más o menos, del mismo modo que obedecía a su padre. Siempre fue un joven dócil, menudo, tranquilo. Con ese rostro escuálido, bastante feo, cohibido, débil. En cierto sentido, un cobarde. Y, además, terco a su callada manera. Cojeaba desde que se cayó del caballo a los seis o siete años; cohibido por la cojera, más pronunciada cuando estaba cansado. Pobre criatura. Pobre desgraciado… Pero ahora había sido más listo que Louis, huyendo después de la caminata de dos días y una mañana que había hecho Louis con el fin de buscarlo.
—¡Jedediah! —gritó Louis ahuecando las manos en torno a la boca.
Era un joven fornido, de aspecto porcino, a una semana de su trigésimo cumpleaños. Tenía la mandíbula ancha, la nariz bastante larga y prominente, con los orificios nasales oscuros, ensanchados; llevaba la barba rojiza corta y áspera. Cuando gritaba, se le salían los ojos de las órbitas y las venas de la frente y del cuello se le hinchaban.
Se incorporó; le empezaban a doler las rodillas. Con cierta timidez y meticulosidad, volvió a enrollarse la bufanda roja al cuello. (La había hecho Germaine. Era probable que Jedediah se lo imaginara, si estaba observándolo con detenimiento). Como si conversara normalmente con su hermano invisible, dijo:
—Bueno, las noticias de casa son buenas en su mayoría. No puedo quejarme. En mi última carta (que sé que la recibiste, Jedediah, sé que la recibiste, aunque no te molestaras en responder, ni siquiera para decirnos si estabas bien o no, no digamos para felicitarnos: el pequeño Jacob no está solo, ya tiene dos años y crece cada día, todo lo curiosea; también está Bernard, con sólo tres meses, el ojito derecho de su madre y un gran llorón. De modo que, además de Jacob, también tenemos este bebé llamado Bernard, pero tú no has visto a ninguno de los dos, ni hablemos de ser su padrino… Pero no he venido a echarte la bronca, no he caminado ochenta kilómetros por estas malditas montañas para eso), en mi última carta te hablaba de Germaine y de los niños y de la ampliación de la casa; también te hablaba de papá y sus amigos y el Club Cockagne, que han comprado acciones de un barco de vapor, uno de esos barcos de juego —un casino flotante— donde se bebe mucho y abundan las mujeres, como es natural, y los metodistas del valle han puesto el grito en el cielo, parece que le quieren llevar una petición o algo parecido al gobernador, pero a papá no le preocupa, por qué iba a preocuparle, también va a comprar acciones de un balneario de White Sulphur Springs y quizá de una línea de autobuses que lo conecte con Powhatassie, pero todavía no sé los detalles, todo depende de un préstamo y ya sabes que papá nunca habla de sus negocios hasta que todo está hecho y nadie puede estafarlo…
Louis tenía la garganta irritada por el esfuerzo de hablar de modo que se le oyera por encima del ruido del río. Hizo una pausa, consciente de que su hermano lo estaba observando. Pero ¿dónde estaba, en qué dirección?… Jedediah podía estar agazapado tras una de esas peñas inmensas más arriba de la montaña; un movimiento repentino o un desprendimiento de tierra podía matar a Louis. Pero también podía estar subido a un árbol.
—¿Ni siquiera te importa papá, Jed? —preguntó Louis suavemente—. Papá y Germaine y Jacob y Bernard… Germaine dice que no volverás a ver a tu familia viva, que no verás a tus sobrinos, me dijo que te suplicara que volvieras…, también dijo que sería inútil… Pero si pudiera verte, si pudiera razonar contigo, no creo que fuese inútil.
En cuando dejó de hablar volvió el gran silencio. Parecía llegar hasta él desde todos los flancos, pero especialmente desde el profundo cañón del río y de la inmensidad del Mount Blanc. Mi hermano se ha quedado mudo en su soledad, pensó Louis. Ha enloquecido. Pero era enojo lo que sentía Louis, y no podía quitárselo de la boca:
—¿Es que ni siquiera te importa papá, Jed? ¿Tu propio padre? Se está poniendo viejo, va a cumplir sesenta y cinco este año, creo, aunque en realidad se supone que no tengo que saberlo. ¿No te importa? Se está haciendo mayor, por mucho que quiera disimularlo, y te echa de menos; todos los días habla de lo mucho que te echa de menos. El mensaje que me ha dado para ti es así de simple, te echa de menos y quiere que vuelvas. No está enfadado. Te lo digo de verdad, no está enfadado. Para empezar, lo del Club Cockagne le consume mucho tiempo, y ha vuelto a gastar mucho en ropa, y cada vez que va a la ciudad se peina y se tiñe el pelo, y se ha puesto dientes nuevos que relucen como el mármol, a lo mejor son de mármol, Germaine dice que no le sientan bien, pero ¿quién se atreve a decirle nada a papá, y menos algo tan íntimo? Ya sabes lo sensible que es, y lo orgulloso…
De nuevo guardó silencio, desairado y derrotado por el ruido del río; y por el opresivo silencio de las montañas. No estaba acostumbrado a estar en la naturaleza solo: si salía a cazar o a pescar, lo que sucedía con cierta frecuencia, siempre lo hacía disfrutando de la compañía de hombres de su edad. Se tomaban la caza muy en serio, y Louis se consideraba uno de los mejores cazadores, uno de los mejores tiradores de las montañas; pero también se tomaban en serio la bebida y la comida y la mutua compañía. La soledad de las montañas, la rara e implacable belleza…, que en cierto modo era fealdad…, lo dejaba perplejo. Que aquel joven hermano suyo se escondiera en aquel lugar era para él un enigma alarmante. ¡No sabes que eres un Bellefleur!, quería gritar Louis con indignación. No puedes esconderte y huir de tus lazos de sangre, de tus obligaciones…
—He venido hasta aquí, estoy agotado, sólo quiero verte y abrazarte, soy tu hermano —dijo Louis, mirando a su alrededor con impotencia, dándose la vuelta, las manos estiradas, el rostro enrojecido de una furia que no se atrevía a mostrar.
Si pudiera apretar la mano escuálida de Jedediah, si lograra agarrarlo…, tal vez entonces no lo soltaría: lo llevaría al lago Noir atado y amarrado, si fuera necesario.
—¿Jed? ¿Me estás oyendo? ¿Me estás viendo? Seguro que no pretendes ser tan cruel como para dejarme que haga el ridículo de esta forma, después de tantas horas de caminata, además, me estoy quedando corto de resuello, supongo que, Germaine decía que era peligroso que viniese solo pero lo cierto es que quería estar solo, por respeto a ti, por amor a ti, podía haber venido con algunos hombres, e incluso con perros, ese tipo de cosas, y te habríamos encontrado fácilmente husmeando el lugar, te habríamos localizado, de hecho ésa era la idea original de papá a las pocas semanas de que te fueras: interpretó tu huida como un insulto a su persona, y en cierto sentido lo es; es un insulto a todos nosotros. Sabes que Germaine quería que fueras el padrino de Jacob, y después quiso ponerle tu nombre al bebé porque pensó que quizá entonces querrías volver para verlo, pero yo le dije que de ningún modo, se ha ido tres años cuando prometió regresar en uno, no respeta ni honra sus lazos de sangre, no nos quiere, a ninguno de nosotros, ni siquiera a su padre. Y sabes muy bien que hay obligaciones que van unidas a las tierras y las inversiones de papá, Jedediah. Nos está yendo bastante bien, y el año que viene aún va a ser más interesante, con el hotel de White Sulphur Springs y la línea ferroviaria, y si ese proyecto ferroviario sale adelante, o al menos hay buenas conexiones hasta mitad de camino, podremos desbrozar buena parte del monte para comercializar la madera, papá tiene millares y millares de acres de buenos árboles productores de madera, pero todavía no ha tenido mucha suerte a la hora de sacarles provecho, aparte de esas pequeñas operaciones alrededor del lago, pero ya se están acabando, no eran más que cepas y arbustos y maleza, tierra que no vale nada, ni siquiera la puede vender a algún colono despistado porque sería demasiado difícil desbrozar el terreno, y también tuvo mala suerte con el incendio que se extendió hacia Innisfail y quemó innumerables árboles que pretendía talar. Necesita tu ayuda, Jedediah; necesitas a sus dos hijos; me dijo que había desheredado a Harlan, y si no vuelves y no demuestras un poco de respeto o amor o simple humanidad te desheredará a ti también. ¿Me estás escuchando? Maldita sea, ¿me estás escuchando?
Louis fue consciente de pronto de que su hermano lo estaba escuchando, desde detrás de la pequeña cabaña, no, desde más arriba, en el aire, en un árbol. Se agachó para recoger su escopeta. (Se había quitado la mochila y la había dejado, junto a la escopeta, cerca de la puerta de la cabaña en cuanto llegó al claro). Las venas del rostro le latían con fuerza. Se fue hacia adelante a toda prisa, la escopeta en alto, un ojo entrecerrado. ¡Ah, sí! ¡Ahí estaba! ¡Las ramas inferiores de uno de los pinos altos se movieron! Pero era un pájaro. Un pájaro enorme. Louis lo miró fijamente, sintiendo el latido del pulso. Encaramado altivamente a una rama, mirándolo desde ahí arriba sin expresión alguna había un búho, un búho real, uno de los más grandes que Louis había visto en su vida. Desde abajo parecía medir unos setenta y cinco centímetros de altura, y la cara, la cabeza rechoncha y sin cuello, era colosal. Tenía las crestas de las orejas erguidas y rígidas, las garras fuertes aferradas a la rama, los grandes ojos observadores fijos en sus cavidades y con un llamativo contorno blanco y negro, como si lo hubiera hecho el pincel de un pintor…
Jadeando, Louis alzó más la escopeta y cuando lo tuvo en la mira quiso apretar uno de los gatillos. El búho no se movió, sino que lo miró fijamente, con calma, con los ojos de Jedediah: o tal vez era la expresión de los ojos de Jedediah, y ese pico bastante pequeño, parecido a una nariz humana: y la sagacidad del animal, que lo había reconocido y sabía por qué había venido, que había escuchado atentamente sus pensamientos secretos, con esa mirada tranquila, devota y desdeñosa que, por supuesto, siempre fue la de Jedediah, aun desde pequeño. Jedediah lo miraba a través del búho. El búho era Jedediah. Por eso no mostraba ningún temor, por eso ni las plumas más finas y suaves de la panza se mecían al viento, por eso no pestañeaban sus ojos pardos, despiadados. Louis intentó a duras penas sostener bien arriba el cañón de la escopeta. Pero pesaba mucho. Jadeó un poco, gruñó queriendo apretar uno de los gatillos. Pero tenía el dedo entumecido. Tenía el dedo inmovilizado. Se le había entumecido la mitad derecha del rostro, incluso parte del cuello, estaba paralizado. Y el párpado derecho de pronto le pesaba mucho, estaba paralizado, inmovilizado.
—¿Jedediah?… —susurró.