El río

Montaña arriba, a muchos metros de altura, nace el río Nautauga, más allá del Mount Blanc, detrás del Mount Beulah, por encima del puerto Tahawaus de la sierra del noroeste, en un lago glaciar sin nombre suavemente excavado en un lecho de granito, no más de doce metros en su punto más ancho.

De este lago surge el río en descenso, con un metro y medio de ancho y muy poca profundidad, transparente, salvaje en su caída, precipitándose hacia abajo, siempre hacia abajo, chocando y rompiendo contra rocas amontonadas, capturando la luz del sol y fracturándola en mil vertiginosas partículas de luz, siempre con impaciente urgencia. Metros y metros de caída en su recorrido, año tras año, alimentado por pequeños arroyos —algunos poco más que riachuelos deslizándose como serpientes entre lajas—, una telaraña de afluentes que, uniendo fuerzas, se convierten en un río torrencial, un río de verdad que tropieza con peñascales y cae muchos metros más abajo, despidiendo un vapor gélido, pulverizando el agua y produciendo un rugido atronador, ensordecedor, audible a muchos kilómetros de distancia. Llegado un momento, atraviesa un cañón escarpado y cambia de color: de pronto es magenta, rojizo, anaranjado: y siempre con un rugido ensordecedor, y siempre despidiendo nubes de neblina que se elevan sin rumbo y que hacen que las cascadas parezcan flotar en el aire, suspendidas entre las paredes del cañón.

Cuando Jedediah se acercó al borde del acantilado, cojeando y exhausto, su caballo trastabillando a su lado, sintió por un terrorífico instante la enormidad de su error —la enormidad de todos los errores humanos—, pero el ruido atronador se elevó para envolverlo y el cráneo y los dientes le vibraron, se le nubló la vista y sus pensamientos se desvanecieron.

—Dios mío, Señor mío y Dios mío… —susurró.

Pero sus palabras se las llevó el viento.

Era la última hora de la tarde. En el acantilado de enfrente había figuras teñidas de naranja que danzaban con elegancia, salpicadas por la luz del sol. Jedediah se secó la cara, se frotó los ojos con la manga. ¿Fantasmas, demonios, espíritus de la montaña? Llevaba cuatro días oyendo sus rumores, sus arrullos como de paloma, sus gritos lascivos, pero se decía a sí mismo que no había oído nada. Sin embargo, era evidente que había figuras al otro lado del río, danzando a la luz irisada y húmeda. Eran figuras iridiscentes, estremeciéndose de alegría.

De algún lugar más arriba de la montaña se desplomó una roca y provocó una pequeña avalancha de rocas y piedras y tierra. Jedediah agarró con fuerza las riendas de su caballo. La humedad de su rostro brillaba como si fueran gotas de sudor… La avalancha terminó. Las piedras sueltas cayeron centenares de metros hasta el río y se hundieron sin hacer el menor ruido.

En su alforja, además de sus avíos para dormir y otras provisiones ligeras, llevaba una Biblia encuadernada en cuero que había pertenecido a su madre. En los Evangelios podría leer sobre la expulsión de los diablos; podría volver a leer sobre los poderes prometidos a quienes creían en Nuestro Señor Jesucristo y a quienes buscaban acercarse al Padre a través de Él. Pero de momento no podía ni moverse. Se levantó, agarrando las riendas de su caballo, y fijó la mirada en los extraños pinos enanos de la otra orilla, que parecían crecer en roca maciza. Por encima de ellos, un arco iris casi invisible.

Las voces de la montaña, la música de la montaña… De vez en cuando había una claridad alarmante. Pero no tenía nada de humano, tal vez porque, a aquella altura, nada podía ser humano: el Mount Blanc tenía más de cuatro mil metros y Jedediah debía de estar a unos mil ochocientos metros como mínimo, sin ser plenamente consciente de lo que había hecho. Para él no había otra dirección posible más que el ascenso.

El arco iris tembló, casi visible. Jedediah lo miró fijamente, haciéndose sombra con la mano. Tal vez no había ningún arco iris. Tal vez el aire enrarecido de la montaña había comenzado a afectarle el cerebro. Los gemidos de los espíritus —aunque, evidentemente, no había espíritus— no eran autocompasivos ni apesadumbrados, tampoco parecían ir dirigidos específicamente a él. Pero lo rodeaban por completo. Y aunque temblaba de frío, no estaba asustado, pues sabía, sabía perfectamente, que en las montañas no había espíritus, ni siquiera en el pico más alto y remoto. El vértigo que sentía era consecuencia del rugido torrencial del río y de la altitud, eso era lo que le provocaba pensamientos entrecortados, como pellizcos.

Aquel día estuvo caminando diez horas. Le dolían las piernas, el talón del pie derecho le latía de dolor, pero se sentía eufórico pese a las criaturas invisibles que le hacían señas en la otra orilla, tentándolo a que creyera en ellas; se sentía exultante.

—Me llamo Jedediah —gritó de pronto, ahuecando las manos alrededor de la boca. ¡Qué voz tan enérgica, qué joven y pura y anhelante!—. Me llamo Jedediah. ¿Vas a permitirme entrar en tu mundo?