Leah con su inmenso vientre hinchado. A los cinco meses parecía como si ya estuviese embarazada de nueve meses y el niño fuera a salir en cualquier momento. ¡Qué sueños raros y febriles soportaba medio echada en las almohadas, los músculos de las piernas llenos ahora de carne suave, los esbeltos tobillos hinchados, los ojos asustados de la violencia —la extrañeza— de sus ideas! ¿Eran esas ideas de ella o del niño que aún no había nacido? Sentía el poder de la criatura, y tenía la cabeza llena de sueños que la dejaban sin aliento, febril y perpleja. Podía alimentar el espíritu del niño que aún no había nacido, pero no podía ver en su mente lo que ese niño quería de ella, lo que ansiaba.
Voy a lograr algo, pensaba muchas veces, abriendo y cerrando los puños y sintiendo las uñas contra la palma de las manos. La carne suave y maleable… Yo voy a ser el instrumento, el medio por el que algo se logra, pensaba Leah.
Y los días pasaban y ella no pensaba en nada; tenía demasiada pereza, estaba demasiado aturdida por los sueños para pensar.
El pelo le caía suelto sobre los hombros porque le resultaba un esfuerzo excesivo hacerse una trenza, o pedirle a una de las muchachas que la ayudase. Estaba recostada contra las almohadas, bostezando y suspirando. Se acariciaba el estómago con la mano hinchada, como si temiese la náusea y tuviese que quedarse muy, muy quieta: porque en los momentos más inesperados le daban unas arcadas que la ponían muy nerviosa. Antes nunca se había sentido mal del estómago: se enorgullecía de ser una de las mujeres Bellefleur con buena salud, no una de las enfermizas que se compadecían de sí mismas.
Leah quieta, muy quieta. Como si escuchase algo que nadie más podía oír.
Leah con la mirada salvaje y traviesa, como si hubiese estado gozando del amor, un amor prohibido, la boca más carnosa que nunca, curvada en una sonrisa lenta y reservada.
Leah en su sala, en el viejo sillón, en un estupor de ensueños, los párpados pesados sobre los bonitos ojos, una taza de té a punto de escapársele de los dedos. (Uno de los niños la agarraría antes de que cayese; o Vernon se arrodillaría en la alfombra para sacársela con suavidad de la mano). Leah dando órdenes a los sirvientes con su nueva voz, petulante y chillona y parecida a la de su madre, aunque cuando Gideon lo dijo, quizá un poco imprudente, ella lo negó con furia. Pero ¡si Della no hacía otra cosa que quejarse todo el santo día! ¿Acaso no era Della famosa en la familia por el monótono y lastimero canto fúnebre con el que se compadecía de sí misma?
Leah más bella que nunca, con su cutis lozano y de buen color que era la envidia de las otras mujeres (el invierno les ponía las mejillas blanqueadas, les daba piel de muertas), los ojos profundos que parecían más grandes con el embarazo, de un azul muy oscuro, casi negro, entusiastas, con pestañas largas y casi siempre brillantes, como si estuviesen inundados de lágrimas, lágrimas no de pesar ni de dolor, sino de pura emoción incipiente. La risa de Leah resonando alegre, o su robusta voz de muchacha joven, o su murmullo cálido y un poco incrédulo cuando sentía gratitud (porque todos, vecinos, amigos, familiares, sirvientes, le traían regalos a todas horas, se preocupaban por ella, le preguntaban por el estado de su salud, miraban su cuerpo voluminoso con una reverencia que no fingían y era de lo más satisfactoria). Sólo su esposo veía la asombrosa elasticidad de su cuerpo, que lo asustaba bastante a medida que transcurrían los meses: su preciosa piel blanca se le estiraba cada vez más en el vientre, tirante y aún más tirante cada semana, cada día, de un blanco de alabastro, verdaderamente asombroso. Lo que estaba creciendo dentro de ella era ya inquietante por lo grande que era, y crecería aún más y estiraría su hermosa piel hasta ponerla tirante como la de un tambor, así que Gideon no hacía sino decirle palabras de amor y de consuelo mientras miraba, o se esforzaba por no mirar, ese notable montículo que estaba ahora donde su regazo había estado antes. ¿Habría engendrado mellizos otra vez, o trillizos?… ¿O una criatura de un tamaño nunca visto ni siquiera en una familia dada a engendrar niños corpulentos?
—¿Me quieres? —murmuraba Leah.
—Claro que te quiero.
—Tú no me quieres.
—Estoy lleno de amor por ti. Pero también intimidado.
—¿Qué?
—Intimidado.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo que intimidado? ¿Ahora? Pero ¿por qué? ¿A qué viene eso?
—Intimidado no —dijo Gideon, acariciándole el vientre e inclinándose para besarlo, para apoyar en él la mejilla con cuidado—, sino un poco sobrecogido. Seguro que lo entiendes…
Apretó el oído con delicadeza contra la piel tirante y empezó a oír… pero ¿qué era lo que oía que lo inmovilizaba de aquella manera, que reducía el iris de sus ojos a meros puntitos?
—Pero ¿qué estás diciendo? No te oigo, habla alto, por Dios —decía Leah agarrándolo por el pelo o por la barba y dándole tirones para que tuviese que mirarle a la cara. En momentos como ése podía echarse a llorar de pronto—. Tú no me quieres —decía—. Tú me tienes terror.
Y sí, iba a adquirir un tamaño colosal con el embarazo y en los dos últimos meses los rasgos de la cara se le pusieron descomunales: la boca y la nariz ensanchadas y los ojos muy aumentados, como si llevase una máscara mal ajustada. Los labios los tenía casi siempre húmedos, con baba en los bordes, y un cierto desaliento febril realzaba su belleza —o era el curioso poder de su belleza— y obligaba a Gideon a mirar para otro lado, sorprendido. Ella era ahora tan alta como él. O más alta: con los pies descalzos podía mirarlo a los ojos de igual a igual, con su sonrisa perversa y reservada. Y Gideon era un hombre de altura excepcional; cuando no era más que un niño tenía que encogerse un poco para pasar por las puertas de las casas corrientes. Ella tenía ahora su altura o era un poco más alta, una gigante joven, hermosa y monstruosa al mismo tiempo, y él la amaba. Y le tenía terror.
Ese invierno Leah fue la reina indiscutible de la casa. No había quien cuestionara su autoridad: Lily se mantenía con prudencia en su parte de la casa, aunque esa parte no se podía calentar bien y estaba vieja, y advirtió a sus hijos (que, entusiasmados con Leah, le desobedecieron) de que no se cruzasen en el camino de su tiránica cuñada; Aveline estaba silenciosa en su presencia, lo que no era habitual en ella, y hasta hacía lo que le mandaba su hermano Gideon; la tía Verónica aparecía unos minutos por las tardes si Leah estaba aún despierta, o entraba un rato a la acogedora sala de Leah justo antes de la cena, cuando las llamas de la chimenea se reflejaban en las ventanas oscurecidas y el bonito felino Mahalaleel podía estar adormecido a los pies de Leah; se quedaba en silencio mirando a la joven esposa de su sobrino, su cara de oveja plácida mostrando sólo un curioso interés impersonal, aunque aquel invierno le hizo a Leah varios regalitos encantadores y le daría a la recién nacida Germaine un sonajero antiguo que había sido de su propia madre y que tenía un gran valor sentimental. Hasta la abuela Cornelia empezó a tratarla con deferencia y no le devolvía una mala contestación cuando Leah le hablaba con insolencia; y la bisabuela Elvira, a menudo sin fuerzas durante varios días seguidos para bajar las escaleras, preguntaba todo el tiempo cómo estaba Leah y mandaba a los sirvientes y a los niños para arriba y para abajo con recaditos y advertencias. Della Pym volvió a la casa para estar con Leah las últimas semanas del embarazo, pese a la visible falta de entusiasmo de su yerno, y trajo con ella a Garnet Hecht, que no era exactamente una sirvienta sino una «chica que ayudaba», y hasta se vio que Della, callada y terca, se echaba para atrás ante las exigencias de su hija. Y por supuesto, todos los hombres de la casa estaban embelesados con ella. Y casi todos los niños.
Después del quinto mes Leah estuvo inmovilizada la mayor parte del tiempo. Era demasiado incómodo para ella subir las escaleras, por lo que empezó a pasar las noches en la sala que daba al jardín, medio sentada y medio recostada en las almohadas de pluma de ganso de una chaise longue. Esa habitación, a la que a veces los miembros más antiguos de la casa llamaban la habitación de Violet (aunque Violet Bellefleur, la desdichada esposa de Raphael, había desaparecido en el lago Noir hacía muchas décadas y seguramente nunca volvería, y ni siquiera Noel y Hiram, los mayores de sus nietos, la recordaban apenas), era una habitación de un atractivo especial, muy bien decorada con papel de pared de seda rojiza y paneles de madera de roble y lámparas de alabastro con globos blancos, y en un rincón había un clavicordio que hizo para Violet un joven ebanista húngaro, un instrumento pequeño de apariencia delicada pero muy robusto y resistente, confeccionado con diversas maderas: la joya de la habitación, aunque estaba resquebrajado en la parte de arriba y ya nadie lo tocaba. (Leah lo había intentado; con la euforia de su condición lo había intentado, aunque sólo recordaba vagamente, y en fragmentos, las lecciones de piano rudimentarias que había tenido en La Tour hacía muchos años y a las que se había resistido en aquel tiempo, pero pesaba demasiado para sentarse en la banqueta de finas patas de madera de roble, y en todo caso sus dedos grandísimos eran demasiado torpes para las delicadas teclas. Trató de tocar Hark the Herald Angels Sing y la escala en do mayor y una canción bullanguera, pero los sonidos que le salían —metálicos, bruscos, chirriantes— eran lamentables. Al final dio un golpe a las teclas, que protestaron un poco, cerró el instrumento y prohibió a los niños que tocasen en él, aunque Yolande lo tocaba con cuidado y sensibilidad y casi podía tocar una melodía conocida). La alfombra todavía era bastante gruesa, un laberinto de colores rojizos, verdes, blancos y azul muy oscuro; había muchas sillas antiguas, algunas de ellas con mucho relleno, y un sofá en el que a los niños les encantaba saltar; y un armario con adornos de nácar y una talla espectacular del escudo de los Bellefleur (un halcón con una serpiente enrollada en el cuello); y una chimenea de piedra. El retrato de Violet estuvo colgado encima de la chimenea durante algún tiempo, pero en los últimos años fue reemplazado por un paisaje oscuro y muy resquebrajado de origen indeterminado que se pensaba que era «renacimiento italiano». Por la habitación había cosas curiosas que los niños habían traído de otras partes de la casa: un tigre feroz (que decían que se parecía a Mahalaleel) tallado de un diente de ballena, un espejo que distorsionaba la imagen, con marco de marfil y jade, que había estado en la sala durante años y que nadie se había tomado la molestia de colgar, por lo que estaba apoyado contra la pared y, como tenía un ángulo oblicuo y extraño, a veces reflejaba todo de un modo perverso o no reflejaba nada. (Una vez que Leah se estaba atiborrando de cerezas y nueces cubiertas de chocolate y dejando que el voraz Mahalaleel le chupase los dedos pegajosos, había mirado en el espejo y le había dado un susto no ver nada de nada, ni verse a sí misma ni a Mahalaleel. Y cuando uno de los niños de Lily, Raphael, se inclinó hacia delante para que le diese un chocolate, sólo se vio reflejado en una niebla espesa. Otra vez Vernon, el del rostro suave, al entrar en la habitación se vio reflejado como una columna estrecha y serpenteante de luz; y otra vez, aunque Leah, Mahalaleel y los mellizos solían verse reflejados en el espejo, la tía Verónica, al pasar frente a ellos, no sólo no se vio reflejada sino que borró también sus imágenes y sólo quedó el rincón de la habitación).
Había una mesa en la que Leah, los niños y Vernon jugaban a las cartas ese invierno y esa primavera, y la chaise longue —que había sido en otros tiempos un mueble de extraordinaria belleza, con patas de caoba tallada y una tela suntuosa de brocado dorado— en la que la pobre Leah se recostaba con más frecuencia cada vez a medida que los meses transcurrían y el niño que llevaba en el vientre se hacía más grande y mucho más pesado. Al principio Leah había tratado de ocultar su vientre hinchado, sobre todo cuando venían a visitarla algunos amigos —Nicholas Fuhr, el mejor amigo de Gideon, que no estaba casado y que siempre había estado (o eso creía Leah) medio enamorado de ella; y la amiga de Leah de cuando eran niñas, Faye Renaud, que ahora estaba casada y tenía varios niños pequeños; y amigos antiguos de los Bellefleur, y vecinos— que traían chales, colchas y edredones. Se tomaba el trabajo de ponerse pliegues que la tapasen con decoro, se metía en vestidos oscuros y sin forma y hasta se ponía collares de perlas y pendientes largos, porque, como decía la abuela Cornelia, eso servía para atraer la atención hacia arriba. Y el tamaño de su vientre era desconcertante. (Hasta Vernon, el primo de Gideon, que tenía uno o dos años más que Leah y estaba muy encaprichado con ella: al pobre joven desgarbado nada le gustaba más que leerle poesía en aquellas tardes aburridas en las que el sol se ponía a las tres o no salía en todo el día, Blake y Wordsworth y algunos soliloquios de Hamlet, y los poemas largos, incoherentes y apasionados que él escribía y que llevaban a Leah a caer en un agradable estupor, con los grandes ojos medio cerrados, los dedos un poco hinchados entrelazados sobre el vientre como si quisiese protegerlo, uno de los mellizos —casi siempre Christabel— durmiendo la siesta sin disimulo por allí cerca: hasta Vernon, con su sonrisa tímida y su mirada esperanzada y la reverente y melódica voz cuando leía o recitaba, «Dios se muestra y Dios es luz / A aquellas pobres almas que viven en la noche / Pero una forma humana se despliega / Ante aquellos que viven de día», parecía estar intimidado por su mera presencia, y si ella se quejaba porque estaba incómoda o se llevaba la mano al vientre con alarma porque sentía un dolor momentáneo que la aterraba, o hacía una alusión sin importancia a su condición —que volvía algunas de las tareas habituales de la vida, como lavarse el pelo, bañarse o ir al baño, muy difíciles—, el pobre Vernon se ruborizaba en seguida y la miraba a la cara con los ojos más abiertos como para dejar claro que no estaba mirando para otro sitio; y sonreía con su sonrisa infantil y perpleja por detrás de la barba. Aunque él era un Bellefleur, nunca sabía cuándo los Bellefleur estaban bromeando o cuándo estaban siendo groseros a propósito para desconcertarlo, o cuándo actuaban sin malicia, como hacían a veces).
Con el correr de los meses y a medida que el largo invierno se fue convirtiendo en una primavera fría y lluviosa, el apetito de Leah, nunca escaso, se hizo voraz. Alrededor de las Navidades sus manjares favoritos eran budín de ron y queso de cabra, y después le entraron unas ganas casi insaciables de tomar puré de albaricoques y tomates en conserva de Productos del Valle, y jamón con pimienta que comía con los dedos, lo que le daba asco a Cornelia; y después, cuando la piel blanca del vientre se le estiró y los pobres tobillos y las rodillas se le hincharon, y los pechos, que siempre habían sido más bien pequeños para su cuerpo, y jóvenes y tersos, se le pusieron más grandes cada día y empezaron a dolerle y a soltar leche y hasta el cuello se le puso más grueso de modo que, aunque todavía bonito y como una columna, casi estaba del tamaño del de Ewan, empezó a devorar filetes crudos que masticaba a veces durante varios minutos, y le entraban náuseas cuando veía y olía la comida que la pobre Edna preparaba para el resto de la familia, inclusive la tarta de grosella que a Leah siempre le había gustado tanto; y después, para sorpresa de su esposo —porque Leah dejaba muy claro el desdén que sentía por los hombres que bebían y por cualquiera que mostrase esa debilidad tan despreciable— se acostumbró a tomar vasos de vino temprano por las tardes, y según trascurría el día dos o tres botellas de cerveza oscura, la preferida de Gideon y Ewan, y algún que otro whisky, y quizá al caer de la tarde, mientras jugaba a las damas o al parchís o al gin rummy, más whisky escocés (pronto adquirió un gusto por el licor favorito del abuelo Noel, y a éste le gustaba tomarlo con ella. Leah es la única mujer que tiene sentido común como para entender una broma y reírse, decía a menudo, exaltado por su éxito con ella: porque ella era una mujer joven con aire de reina, hermosa a pesar de su tamaño, e irradiaba un resplandor erótico, cálido y un poco húmedo), y después, a última hora de la tarde, cuando hasta los niños más testarudos ya estaban en la cama, comía trozos de queso Gorgonzola y bebía a grandes tragos un borgoña añejo de color muy rojo que había descubierto hacía poco en un rincón de la bodega en la que guardaba el vino Raphael y que se creía agotado desde hacía mucho tiempo, y saboreaba licores españoles, crema de menta y un brandy sin marca en el que flotaban motas de oro auténtico, y a media noche caía en un sueño aletargado del que nadie habría podido despertarla, ni siquiera Gideon, así que se quedaba en la habitación de Violet y la cubrían con edredones y cuidaban el fuego de la chimenea y traían otro plato de crema para Mahalaleel, que dormía a los pies del diván las noches —menos frecuentes a medida que llegaba la primavera— que prefería quedarse en la casa.
Se hizo cada vez más negligente —o era una actitud desdeñosa— y pensó: ¿Por qué avergonzarme de cómo estoy? ¿Por qué no sentirme orgullosa? Y dejó de tomarse la molestia de llevar perlas y pendientes, que sólo servían para ponerla nerviosa en todo caso, y si hubiera podido sacarse el anillo de boda del dedo hinchado lo habría hecho, y en vez de ponerse los vestidos abombados, oscuros, aburridos y discretos que su madre se empeñaba en poner (porque Della estaba siempre «de luto» por su joven esposo a quien los Bellefleur habían matado), empezó a ponerse, y no sólo en ocasiones especiales, cuando venían los Steadman o Nicholas Fuhr o Faye Renaud, sino en mañanas corrientes en las que no ocurría nada, vestidos de colores vivos, algunos largos hasta el suelo, que tenían mangas anchas y llamativas o plumas y abalorios de adorno, o encaje español hecho a mano: y a veces los vestidos tenían escote y los pechos maduros y asombrosos de Leah se veían en parte, y Vernon entraba inseguro en la sala, con su carpeta llena de garabatos (se sentía muy orgulloso de sus «garabatos», su poesía, pero también le daban vergüenza y se los leía sólo a Leah y a algunos de los niños y se aseguraba de que ni Gideon ni Ewan ni su padre Hiram estuviesen cerca: una invocación rapsódica y cantarina de sus maestros Blake, Wordsworth, Shakespeare y Heráclito, mezclada con reflexiones interminables —que la pobre Leah, cuya cabeza le daba vueltas aquellos días aunque no hiciera más que hojear una de las enciclopedias de ciencia de Bromwell o alguno de los libros de lectura de Christabel, no podía encontrarles el sentido; bastante difícil le resultaba reprimir los grandes bostezos que la sacudían cuando Vernon leía con voz temblorosa, atiplada y un poco de oráculo, que era la voz especial que ponía para leer poesía— sobre leyendas familiares de dudosa autenticidad: el significado de la maldición de los Bellefleur; cómo Samuel Bellefleur fue seducido por espíritus que habitaban en los mismísimos muros y cimientos de piedra de la casa solariega; cómo Raphael había muerto de verdad; por qué había insistido —no sólo con perversidad, sino por hacer algo que no era propio de él, pues siempre se había burlado de la conducta poco convencional— en que su cadáver fuese despellejado y la piel se curtiese y estirase para cubrir un tambor; por qué en la casa había fantasmas —y Leah tenía que admitir que era probable que hubiese fantasmas, pero, al igual que el resto de la familia, se mantenía alejada de las habitaciones más problemáticas, y cuidaba de que la habitación más peligrosa de todas estuviese cerrada, cerrada inclusive con candado, para que no entrasen los inquisitivos niños que olfatearían cualquier secreto por aterrador que fuese—, y de qué maneras extrañas se habían aparecido los fantasmas a través de las generaciones; cuál sería el destino de Raoul, el hermano de Gideon —aunque en presencia de Gideon, Vernon no se atrevería a tratar de ese tema tan penoso—; por qué Abraham Lincoln había escogido pasar sus últimos años recluido en la finca de los Bellefleur; qué le había pasado de verdad al bisabuelo «Lamentaciones de Jeremías»; por qué su propia madre, Eliza, había desaparecido sin avisar; por qué la familia estaba condenada, a no ser que… pero al llegar a este punto la poesía se hundía en una oscuridad aún más misteriosa, y Vernon empezaba a hablar entre dientes, y Leah recibía sólo una idea imprecisa de que la salvación residía en Vernon o en lo que él representaba, y no en los otros hombres Bellefleur o lo que ellos representaban); Vernon, con un entusiasmo que conmovía, durante un par de horas con Leah, por la tarde, cuando estaba seguro de que todos los hombres, sobre todo el esposo de Leah, estarían ausentes y los únicos que podían estar presentes eran los niños más delicados y civilizados —Bromwell, Christabel, Yolande y Raphael—, ocupados con sus libros y juegos, o tratando (con mínimo éxito) de que Mahalaleel se interesase por el más bonito y enérgico de su nueva camada de cachorritos, Vernon miraría su pecho, la parte superior, lisa y blanca, de sus pechos enormes, y se quedaría parado, y saludaría tartamudeando, demasiado afectado hasta para enrojecer, un minuto o dos…
Pero ¿por qué avergonzarme del aspecto que tengo?, pensaba Leah con rabia, aunque de hecho se sentía algo avergonzada, o por lo menos muy consciente de sí misma (recordaba cómo, de niña, se había burlado sin piedad de la idea de tener un hijo y había prometido que ella nunca se encontraría en esa repugnante condición); por qué no enorgullecerme de mí misma, tal como soy.
—Vernon, por Dios —diría con impaciencia, apretándole la mano fría, tímida y floja—, siéntate, te he estado esperando, me he aburrido toda la mañana, Gideon se ha ido a Puerto Oriskany y no volverá hoy, está negociando algo tan complicado y tan aburrido que ni siquiera me he molestado en hacerle preguntas sobre eso que no sé bien lo que es, no sé si tiene que ver con graneros o con el ferrocarril. Tu padre lo sabría, pero no le preguntes, no nos ocupemos de esas pequeñeces. Léeme lo que has escrito desde ayer. Sírveme una cerveza primero y tómate tú otra, y podrías pasarme esas almendras, si es que los niños no se las han devorado todas, y siéntate, por favor, aquí cerquita del fuego. ¡Siéntate!
Y Vernon Bellefleur, deslumbrado por ella, con las rodillas casi temblando, se sentaría muy cerca de Leah Bellefleur, con el aliento entrecortado y tocándose la barba con los dedos delgados y nerviosos. Y podía empezar por leer, en voz alta, algunas líneas de Shelley, o de Shakespeare, o de Heráclito («Este cosmos no lo hizo ningún dios ni ningún hombre; siempre fue, es y será: un fuego sempiterno que se enciende y se apaga con medida»), a los que sin duda consideraba hermanos suyos, y aunque a veces todo lo que Leah podía hacer (porque ella era una mujer con buenos modales, en principio) era aguantar las ganas de reírse a carcajadas de su vanidad, otras veces se conmovía tanto escuchándolo que una lágrima podría deslizársele por la mejilla y su hijo pequeño podría decir, con aquella voz casi clínica que tenía:
—Mamá, ¿por qué lloras?
—No tengo ni idea —diría ella, rígida y limpiándose la cara con la manga como hacían los niños.
Gideon no estaba, Gideon se ausentaba muchas veces, se iba de negocios, a los negocios de su padre y de Hiram, y por eso Vernon venía a visitarla (porque el apuesto Nicholas Fuhr, con quien muy bien podría haberse casado —una vez que aceptó que casarse era inevitable— no podía venir, ni tampoco Ethan Burnside, ni Meldram Steadman, por miedo a los celos de Gideon), Vernon que no era muy distinto a las mujeres y por quien Leah sentía mucho cariño, aunque a veces se quedaba dormida no sólo cuando le estaba leyendo, sino cuando le estaba hablando; y Gideon, si lo advertía, jamás se ponía celoso. Desdeñoso, quizá. Pero no celoso.
—Siéntate —diría Leah sofocando un bostezo—, y léeme lo que has escrito desde ayer. Llevo toda la mañana aburrida, con la cabeza pesada, sintiéndome muy sola…
Aunque Vernon aún no tenía treinta años, el pelo castaño ya se le estaba poniendo gris, sobre todo en las sienes, y la barba rala ya la tenía casi blanca. Qué pena, pensaba Leah, que no tenga una esposa —que no tenga una esposa y que nunca la vaya a tener—, porque podría decirle que se recortara la barba y esos pelos tiesos que le salen de las orejas, y que no llevase esos mismos pantalones abombados cinco días seguidos, y esa camiseta llena de grasa. Lo que le hace falta es que lo besen para que se le ponga bien la piel…
Vernon, pasando las hojas de dentro de la carpeta, manejando con torpeza las páginas de gran tamaño, miró a Leah como si —pero, por supuesto, no podía ser posible— sus pensamientos errantes y caprichosos tuviesen el poder de llegarle a él. Se quedó mirándola durante un largo e incómodo momento. Ella enrojeció y se quedó mirando el rostro delgado y cetrino del joven, y los ojos que eran un poco distintos el uno del otro (uno era azul claro y el otro castaño claro, y era el ojo azul el que parecía ver bien y mirar de forma directa; el ojo castaño se desviaba un poquito hacia la izquierda), y la maraña de sus cejas, que eran tan espesas como las de Gideon. Vernon tenía el perfil romano de los Bellefleur, nariz larga, recta y pálida como la cera en la punta, pero en otros rasgos, en la boca y en los ojos sobre todo, debía de parecerse a su madre. La frente era estrecha y alta, arrugada por años de tanto pensar y darle vueltas a todo; le enmarcaban la boca arrugas prematuras, como paréntesis; la forma de su rostro era triangular y muy rara porque la frente era estrecha y la barbilla muy pequeña y, vista de perfil, parecía como si fuese a desaparecer. Sin embargo, había algo atractivo en él, algo que era atrayente. Aunque no tenía nada de varonil, desde luego nada como Gideon o Ewan o Nicholas Fuhr, aun así, pensó Leah con convicción repentina, era atractivo de un modo que despertaba cariño, como un niño o una fiera podían ser atractivos por su vulnerabilidad. Y además, estaba el entusiasmo tímido del joven, sus modales suaves y la manera en que, cuando empezaba a leer, se olvidaba de lo que le rodeaba y se apasionaba por momentos, y su voz fina y algo atiplada se hacía más fuerte y a vibraba con intensidad. Leah no sabía nada de poesía —había aprendido de memoria poemas en La Tour para las clases de francés y de inglés, pero incluso entonces había entendido muy poco de lo que aprendía de memoria y olvidó los poemas en cuanto acabó el curso—, pero admiraba la obstinada devoción de Vernon a su arte, sobre todo porque lo dejaba en ridículo. (¡Ah, el ridículo! Lo que había tenido que aguantar desde el primer momento en que se había encaprichado con las palabras —no con su significado y ni siquiera con su sonido, sino con su peso y textura— cuando era un niño de nueve o diez años, enfrascado en los «clásicos» encuadernados en piel y dispuestos en la biblioteca de Raphael). De algún modo, ella no podía dejar de sentir por Vernon el desdén que sentía la mayor parte de la familia desde que el pobre hombre fracasaba de forma tan lamentable, y con tanta frecuencia, en una tras otra de las tareas que Hiram le había encargado (el último en la serie de fracasos había tenido lugar en el aserradero de Fort Hanna, donde Vernon había tenido un cargo «administrativo», pero se rumoreaba que se mezclaba con sus empleados y que incluso comía con ellos a mediodía y los buscaba en las tabernas después del trabajo, donde les leía, con voz temblorosa y esperanzada, poemas como ensalmos en largos versos yámbicos sobre temas tales como los propios empleados, los trabajadores de aserradero con poca o ninguna instrucción, los hijos empobrecidos de agricultores o de jornaleros o los hombres que se habían incorporado al ejército para luchar en la última guerra y nunca habían vuelto, hombres que, en la imaginación febril de Vernon, eran un canto a «la dignidad y el misterio» del honrado trabajo físico, sin sombra de pensamiento, sin estar contaminados por la obsesión de la ganancia personal que caracterizaba a la clase propietaria: todo eso, esa apoteosis de frentes lisas, músculos potentes y brillantes, la absoluta nobleza de la naturaleza animal del hombre, declamado en poemas largos y pesadísimos que los hombres no entendían, ni tenían ninguna gana de entender, hombres que lo único que querían era que los Bellefleur les pagasen más dinero y preferían tratar con Ewan y hasta con el propio viejo, al que le traían sin cuidado aquellos hombres, pero por lo menos no los hacía sentirse incómodos ni furiosos escribiendo poemas sentimentales en su honor. Y así, los trabajadores de Fort Hanna acabaron por abuchear a Vernon y hasta pudieron haberle dado una paliza una noche en una taberna a orillas del río si no hubieran temido la venganza de Ewan o Gideon: porque los Bellefleur eran famosos por vengarse). Desde que fue a vivir en el castillo como esposa de Gideon, Leah sólo había advertido a Vernon como algo periférico y sobre todo como el hijo de Hiram. Sabía el cómico episodio de Fort Hanna, aunque no todos los humillantes pormenores, y más de una vez le había cruzado por la mente que quizá ese episodio no era risible como todo el mundo pensaba (Hiram en especial), y que quizá era algo muy de lamentar y hasta trágico. Se preguntaba si Vernon se había ido corriendo a algún lugar para estar solo y llorar. ¿Era la clase de hombre que se permitía llorar?
Él estaba aún mirándola, con una extraña media sonrisa en los labios. Leah veía una fina película de sudor en su frente.
—… ¿Has preguntado si yo lloré? —dijo no muy convencido.
—¿Qué?
—Yo no…, no he oído bien lo que has dicho, Leah. Estabas diciendo que…
—Yo no estaba diciendo nada —dijo Leah.
—Justo al sentarme, pensé que te había oído decir…
—¡Te digo que no he dicho nada! —chilló Leah con la cara ardiendo—. Lo único que he dicho ha sido: «Siéntate, siéntate y deja de estar moviéndote por todas partes y sírvenos a los dos una cerveza», eso es todo lo que dije, ¿no? ¿Christabel? ¿Raphael? Vosotros estabais aquí todo el tiempo y habéis oído todo lo que dije…
El confuso ojo azul de Vernon se había quedado fijo mirándola. Fue un momento de lo más desconcertante. La habitual desenvoltura y seguridad en sí misma que Leah tenía se evaporó y se encontró arreglando los pliegues de la falda y mirándose los dedos nerviosos.
—¿Qué es este disparate de llorar? —se rió—. Yo no he dicho nada de llantos.
—No, no has dicho nada, es verdad —dijo Vernon con lentitud—, pero yo…, me pareció oír… A mí me parece que te oí…, que oí tu voz… La oí con mucha claridad, Leah. Pero…, pero… Yo sé que no dijiste nada —añadió sin convicción.
—Desde luego que no he dicho nada. He estado sentada aquí, muerta de sed, tratando de ponerme cómoda. Raphael, cielo, ¿me pasas ese cuenco de almendras? Tengo hambre y estoy un poco mareada.
Vernon se quedó mirando para la carpeta negra que tenía en las rodillas como si no la hubiese visto nunca. Se había puesto nervioso y a Leah de pronto le entraron ganas de que se fuese. ¡Vete de aquí, por Dios bendito! ¡Vete de mi sala! ¡Déjame atiborrarme de almendras, déjame tomar cerveza hasta que me caiga al suelo, por qué demonios estás aquí sentado como un idiota! No te amo, ninguna mujer podría amarte, eres un cuervo, un espantapájaros, no eres ni siquiera un hombre, ¿por qué no recoges tus necios versos y te largas de aquí?
Él se levantó con tanta brusquedad que no tuvo ni tiempo de agarrar la carpeta.
Su cara demudada y la expresión mustia de su semblante, de estar profundamente lastimado, le llegó a Leah al alma.
—Yo… Yo… Yo me voy —dijo con voz entrecortada—. No te molestaré nunca más.
—Pero, Vernon…
Él se echó atrás, pestañeando muy rápido. Ahora ni su ojo en buen estado tenía el poder de centrarse en ella.
—Pero, Vernon…, ¿qué pasa?… ¿Qué ha pasado? —dijo Leah sintiéndose culpable.
Él se echó atrás y tropezó con el damero, por lo que Christabel y Raphael protestaron con irritación, y después tropezó con la pantalla de la chimenea, todo el tiempo farfullando una disculpa deshilvanada y diciéndole a Leah que le aseguraba que nunca más la molestaría.
—Pero, Vernon…, yo no he dicho nada —exclamó Leah.
En su angustia consiguió levantarse echando todo el peso hacia delante. Por un momento se tambaleó como si fuera a caerse, pero las piernas fornidas aguantaron y, echándose un poco hacia atrás, consiguió el equilibrio. Pero ya Vernon había llegado a la puerta.
—Vernon, Vernon… No quise decir eso, no dije…
Pero él se fue y cerró la puerta al salir.
Leah empezó a llorar: era todo tan de lamentar, un malentendido tan grande, había sido grosera sin querer, y con un hombre que la adoraba…, que la adoraba, no como Gideon, sin ninguna esperanza de poseerla…
—Tía Leah, ¿por qué lloras? —preguntó Raphael sorprendido.
Su propia niñita también la miraba.
—¿Mamá?…
Vaya, se estaba volviendo excéntrica como todos ellos. Los niños pronto se reirían de ella y hablarían de ella por detrás. Pero no podía parar de llorar. El niño en su vientre dio una patadita y le apretó la vejiga.
—No estoy llorando —dijo furiosa.
Cuando Gideon volvió a casa ella le dijo en un tono lo más ligero posible que había ofendido al pobre Vernon; pero Gideon, agotado del viaje y muy desanimado por las negociaciones, contestó entre dientes algo apenas perceptible. Estaba echado de espaldas, vestido y con un brazo tapándole la frente. Leah diría, otra vez en tono ligero, que había tenido una experiencia extraña la noche pasada: había ofendido a Vernon…
—Sí. Ya me lo has dicho —murmuró Gideon.
Lo había ofendido sin decir una palabra. Como si sus pensamientos hubiesen tenido el poder de trasladarse a él, de llegar a él. Lo que era imposible, por supuesto.
—Sí. Es imposible —dijo Gideon sin quitar el brazo de la cara.
Eran los primeros días de abril. El cielo estuvo nublado casi toda una semana y la lluvia se había endurecido de pronto y convertido en granizo que golpeaba contra las muchas ventanas del castillo. Bromwell se levantó al acabar una partida de gin rummy, sacó un cuadernito del bolsillo y se puso a leer cifras y estadísticas con tanto entusiasmo que Leah no se enteró de nada.
—Bromwell, ¿qué es esto? —preguntó riéndose.
Los otros niños, que debían de saber lo que Bromwell se traía entre manos, se quedaron mirando a Leah con atención. Christabel se había metido tres o cuatro dedos en la boca. Raphael, el mayor de los niños que estaban en la sala, se quedó mirando a su tía sin sonreír, con expresión reservada. (Desde hacía algunos meses Raphael se había estado comportando de una manera rara. Nadie podía decir con exactitud qué era lo que le ocurría, ni siquiera su madre estaba lo bastante a gusto con él para preguntar, y hasta Ewan tenía ahora la costumbre de quedárselo mirando y se le notaba que casi le daban escalofríos: porque había algo extraño en su actitud furtiva, sus ojos grandes y oscuros que parecían tener moretones, su aire de mirar a los otros como si él estuviese en otro elemento, distante, bajo el mar, inaccesible). Jasper y Morna se reían con la misma actitud furtiva que sacaba a Leah de quicio.
—¿Qué pasa? —exclamó Leah.
—Mamá, estábamos seguros de que hacías trampa —dijo Bromwell.
Aunque era todavía un niño muy pequeño —Christabel había empezado a crecer más que él y ya nunca iba a poder alcanzarla—, tenía el aire de un hombre adulto, de pie con un dedo levantado. Los lentes gruesos de las gafas le distorsionaban un poco los ojos y Leah, mirándolo, no habría podido decir de qué color tenía los ojos; se dio cuenta de pronto de que aquel niño tan pedante no era alguien a quien ella conociese.
—… Tengo que reconocer que yo también pensaba eso, al principio, pero después me propuse observar de cerca. Observar lo que pasaba en cada partida. Empezando, como ya he dicho —y miró otra vez el cuaderno de notas—, el día de Año Nuevo. Así que tengo un registro completo, hasta hoy mismo. Tú tienes que haber notado, mamá, la cantidad de veces que nos has ganado la partida.
—¿Ah, sí?
—Has ganado casi todas las partidas. Gin rummy, damas, parchís, guerra. ¿No te parece raro?
—Pero estaba jugando con niños.
—Eso no tiene nada que ver —dijo Bromwell muy convencido—. Cuando juego al ajedrez con el tío Hiram, le gano tres partidas de cada cinco.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? Pero ¿desde cuándo, Bromwell?
—Mamá, no trates de distraernos. La cuestión es: ¿te das cuenta, mamá, de que tienes poderes?
—¿Que tengo qué?
—«Poderes».
Leah miró de un niño a otro. Su niñita había cerrado los ojos con fuerza y hecho una mueca, y Raphael sonreía como si le diese vergüenza.
—… ¿Poderes? —preguntó Leah con voz débil.
—Tú diriges las cartas. No importa quién baraje y las reparta, no importa que intentemos por todos los medios que no ocurra, tú diriges las cartas. Vuelan hacia ti. Me refiero a las cartas buenas, las que todo el mundo quiere.
—Pero ¡qué disparate, Bromwell! —exclamó Leah.
—Es verdad, mamá.
—¿Cómo va a ser verdad?
—Bromwell tiene razón, tía Leah —dijo Raphael en tono suave—. Parece que las cartas…, parece que se me escapan de los dedos cuando las reparto. Algunas cartas. Y si trato de que no se me escapen me cortan con esos bordes tan afilados…
—Raphael, eso no es verdad —dijo Leah mordiéndose los labios.
Se echó para atrás en el diván y cruzó las manos sobre el vientre, como si quisiese aguantarlo: aunque le era difícil, juntó los tobillos y puso los pies firmes en el suelo. Aquellos niños horribles no iban a poder con ella.
—Eso son…, no son más que cuentos. Como no sabéis jugar bien, creéis que si alguien os gana muchas veces es porque está haciendo trampa…
—Nadie habla de trampas, mamá —se apresuró a decir Bromwell—. Nadie dice que hagas trampas.
—Has dicho que las cartas vienen volando a mí… Pero ¡qué disparate! ¡Es que es un insulto!
Christabel empezó a llorar sin abrir los ojos.
—Mamá, no te enfades —dijo—. No te enfades.
—¡Mis propios hijos acusándome de tramposa! —gritó Leah.
La abuela Cornelia entró en la sala, el pelo blanco rizado e impecable alrededor de la cara alegre y maliciosa. Estaba clarísimo que había estado escuchando en el pasillo.
—¿Qué pasa, Leah? ¿Qué está pasando?
—Los niños dicen que hago trampas porque gano todas las partidas —dijo Leah con desdén.
La piel le brillaba con la indignación: el fuego de la chimenea bañaba todo de color dorado y bronceado y hasta las casi invisibles arrugas que tenía alrededor de los ojos enormes estaban iluminadas.
—Me acusan de influir en las cartas.
—Y en las damas también, tía Leah —se atrevió a decir Morna—. Y en los dados.
—Pero eso no es hacer trampas, mamá —dijo Bromwell.
Trató de tocarle la mano, pero ella la retiró y después le dio una cachetada.
—Mamá, haz el favor, no seas tan exaltada, ¿no te he explicado cómo era? Mis estadísticas, y las pocas probabilidades de que ganes, se multiplican muchísimo con cada nueva partida… y aun así sigues ganando. Mira, he hecho un gráfico. Puede que sea un poco complicado, pero me pareció que había que superponer gráficos de los demás jugadores y el porcentaje de las partidas que tú ganas y las que otros pierden en puntuación, y todo en relación con las veces que se juega… ¿Ves, mamá? ¡Es todo de lo más objetivo, no tiene por qué haber ni prejuicios ni emociones, la verdad! Nadie te está acusando de…
La abuela Cornelia tomó el cuaderno de la mano del niño y lo miró con sus lentes bifocales.
—… ¿Acusando a Leah de hacer trampas?… —murmuró.
Leah agarró el cuaderno y lo arrojó al fuego.
—¡Vaya, Leah! —dijo la abuela—. Eso sí que es una grosería…
—Quisiera que os fuerais todos al infierno —dijo Leah, agarrándose el vientre, las lágrimas cayéndole por las mejillas—. ¡Me gustaría veros a todos, tan horribles como sois, en esa chimenea, en medio de esas llamas!
—¡Mamá, no! —gritó Bromwell.
—¡Mamá, no! ¡Mamá, no! —remedó Leah con voz burlona.
—Pero nadie te ha acusado de…
—No me queréis —dijo, echándose a llorar sin reserva—. Ni vosotros ni vuestro padre ni nadie. No me queréis, tenéis celos del niño que va a nacer, sabéis que va a ser muy hermoso y muy fuerte, y que no tendrá esos ojos débiles y que no será desleal con su madre…
Lily apareció, asomando la cabeza por la puerta. Y detrás de ella estaba Aveline, con una bata de casa de lana. Y estaba Della, a la que habían despertado de su siesta, con el pelo gris liso y pegado a la cabeza.
—¿Ya le toca? ¿Tiene contracciones? —preguntó Della.
Leah no podía decidir si su madre estaba enojada o sólo alborotada.
—¡Os vais al infierno! ¡Todos! —chilló Leah.
Cerró los ojos y se meció en la chaise longue, agarrándose el vientre, agarrando al niño en el vientre, que temblaba de vida, y en ese instante vio, por detrás de los párpados, las llamas verde naranja del infierno que barrían todo lo que estaba a su alcance. Eso. Al infierno. No. Aún no. Sí. Los odio a todos… Pero no. No. No.
Y cuando abrió los ojos allí estaban, quietos: Della y Cornelia y Aveline y Lily y los niños, mirándola fijamente, ilesos.