Jedediah: 1806. Un peregrinaje a las montañas. A los veinticuatro años. Seré guía de montaña, si es necesario, le dijo a su padre enojado, viviré completamente solo un año entero, le dijo a su hermano escéptico, por favor, que nadie se preocupe por mí, no penséis siquiera en mí.
Jedediah Bellefleur, el más joven de los tres hijos de Jean-Pierre e Hilda (que abandonó a su esposo en 1790 y por aquel entonces vivía aislada con sus padres, adinerados aunque ya mayores, en Manhattan), relativamente menudo para ser un Bellefleur, sobre todo para alguien que quería explorar en soledad la sierra occidental. Con las botas gruesas de cuero no medía más de un metro setenta. No pesaba más de sesenta kilos cuando partió. (Cuando volvió —¡ah, cuando volvió!— apenas rondaba los cuarenta y cinco kilos. Pero eso fue mucho después). A diferencia de sus hermanos Louis y Harlan, y por supuesto, a diferencia de su renombrado padre, Jedediah hablaba con voz suave y era reservado por naturaleza; su silencio a veces se interpretaba como desapego, o incluso desdén. Tenía un rostro alargado y triangular rodeado de una mata de pelo oscuro, electrizado, siempre rebelde, como si lo agitara la mente excesivamente inquieta. Jean-Pierre lo obligó a montar a caballo cuando era muy pequeño y, a causa de un accidente inesperado (el caballo estaba castrado y por lo general era muy dócil, pero entró en pánico al oler a sangre en la ropa de alguno de los acompañantes: era noviembre, época de la matanza del cerdo), el caballo lo tiró y Jedediah sufrió heridas graves que le provocarían una ligera cojera el resto de su vida. Si se quedó resentido —aunque Jedediah no era un resentido—, si alguna vez contempló la posibilidad de guardarle rencor a su padre, jamás dio muestras de ello: había aprendido con astucia a no revelar a su padre nada de su vida secreta.
Sin embargo, no era a su padre a quien Jedediah abandonaba; tampoco era —de eso estaba seguro— a la joven esposa de su hermano, en quien pensaba obsesivamente. Si lo que se proponía era huir de Germaine, podría haberse ido a cualquier otro lugar, no era necesario sufrir tantas adversidades. Y en cierto modo, tampoco veía tanto a su cuñada últimamente. Apenas la «vio» después de la boda y de la posterior celebración: tuvieron la imprudencia de celebrarla en Fort Hanna Inn, una taberna ruidosa, marco de peleas y reyertas a orillas del río, en la que Jean-Pierre había invertido algún dinero. Era un lugar idóneo para todo tipo de festejos etílicos que los invitados más respetables y aburridos abandonaban al comenzar la noche, y a los que los indios de la zona —las mujeres indias, más bien— eran invitados a participar, inmunes a las leyes estatales y condales que regulaban su presencia en establecimientos que servían alcohol; a los pocos días, la fiesta de inauguración de la casa que la joven pareja tuvo la valentía de ofrecer (pues no fue sólo el padre del novio el que terminó en un estado lamentable de ebriedad el día de la boda, dispuesto a pelearse con el dueño de la taberna porque, según decía, le había estafado «millares de dólares de las rentas», sino también el padre de la novia —un irlandés llamado Brian O’Hagan que se las arreglaba como podía en tierra virgen atrapando castores y especulando con terrenos a orillas del río Nautauga que al parecer tenían plata y oro en abundancia, o ése era el rumor, un «rumor» que corría entre los que tenían interés en endosar esas mismas tierras a alguien) en la elegante casa de troncos, con su amplia galería y varias chimeneas de losa, que el padre les había entregado como regalo de bodas. Después de estos incidentes, Jedediah no volvió a ver a Germaine. Tenía su imagen vívida y la veía sin el menor esfuerzo, sin poder evitarlo. En los momentos más insospechados— cuando se arrodillaba en el suelo de madera de su dormitorio para rezar, cuando intentaba a duras penas ensillar la yegua ruana, de cuerpo pequeño pero misteriosamente fuerte, que pretendía llevarse para su peregrinaje, cuando se lavaba la cara al amanecer, salpicando sus ojos aún dormidos con agua helada —sentía su presencia, como si se le hubiera acercado sin hacer ruido y estuviera a punto de ponerle la mano en el brazo.
Germaine O’Hagan tenía dieciséis años. Louis veintisiete. No era más alta que una niña, lista y ágil y muy bonita, de tez oscura y ademanes tímidamente «refinados» que había aprendido a base de observar a las mujeres en la iglesia; ante la presencia de los Bellefleur se ponía muy erguida, juntando las manitas justo debajo del pecho, los ojos grandes y oscuros e intensos. No se dejaba intimidar fácilmente, aunque podía sorprenderse con el exuberante encanto de Jean-Pierre: sus cumplidos exagerados, que siempre sonaban burlones cuando iban dirigidos a las mujeres, y que, de hecho, eran maliciosamente burlones cuando se los dirigía a su propia mujer; sus gestos displicentes e histriónicos; sus prolongadas e inverosímiles anécdotas de la «frontera», aprendidas en clubs privados de Manhattan, alrededor de mesas de caoba de Wall Street, durante los años febriles de su «ascenso» y su imprudente e indiscreta familiaridad con las familias más importantes del país, y con los políticos de Washington, generalmente despreciables, pero poseedores de rasgos de personalidad sumamente admirables, no muy distintos a los que se le atribuían a Jean-Pierre Bellefleur, por algo era hijo de un duque, al fin y al cabo. No, Germaine no se dejaba intimidar, ni siquiera alarmar, puesto que su propio padre… Sí, su padre. El que todavía intentaba vender las acciones de Jean-Pierre en toda la ribera del Nautauga. El que se bañaba dos veces al año, en mayo y en septiembre, antes de las primeras heladas.
Germaine se quedó embarazada a los dos meses de la boda.
Embarazada, una niña de dieciséis años que parecía, aun de cerca, una cría de doce años.
Jedediah llevaba años planeando su partida, soñaba con las montañas, los lagos de la cumbre, la soledad del bálsamo y el alerce y el abedul amarillo y el abeto falso y la cicuta y los pinos blancos tan altos, algunos de más de dos metros de grosor en la base del tronco, de incomparable belleza y eternos, anteriores aún a los actos públicos más deshonrosos de su padre (los otros, los que habían destrozado a su madre, fueron sin duda peores), anteriores al día en que su hermano trajo a casa a la pequeña O’Hagan, con quien pensaba casarse, como anunció desde el principio, sin importarle los planes que pudiera tener para él Jean-Pierre, como los tenía para todos sus hijos, planes con ricas herederas de linaje holandés, alemán y hasta francés; anteriores al día en que los periódicos pregonaron los secretos de «La Compagnie de Nueva York» y también posteriores, y coetáneos; si hubiera querido huir de Louis y Germaine y de su unión paralizante, del hecho de que compartieran la misma cama noche tras noche, por rutina, sin timidez siquiera (aunque Jedediah no lograba abarcar tamaña inmensidad en su pensamiento) podía haber seguido los pasos de Harlan y establecerse en el oeste, o quedarse y trabajar las tierras de labranza a lo largo del Nautauga, ya que su padre poseía millares de acres de tierra en el valle y se las habría arrendado o vendido a buen precio (no se las habría regalado, al menos hasta que se casara). Pero era la región del norte lo que captó su interés. Era el norte lo que necesitaba. Para perderse. Para encontrar a Dios. Para ascender como los peregrinos, confiando en que Dios esperaba.
Seré guía, si es necesario, le dijo a su padre, que al principio enmudeció de ira: cuando se firmara el trato de las Antillas, iba a necesitar hombres de confianza como supervisores, hombres que no se anduvieran con pequeñeces a la hora de tratar a los esclavos con firmeza. Viviré en la más completa soledad un año entero, de junio a junio, le dijo a su escéptico hermano Louis, que sufrió bastante con la noticia —aunque fuera de manera descuidada y un tanto abusiva, tenía adoración por su hermano— y le asustaba, en principio, plantearse la vida con la familia tan reducida. Pues la familia lo era todo.
(Primero huyó su madre, tras sufrir un colapso nervioso. Después de que su padre cayera en el oprobio públicamente —o ésa era la impresión, si uno juzgaba la situación no por sus comentarios despreocupados, sino por los comentarios sumamente explícitos de los demás: el segundo trimestre de Jean-Pierre Bellefleur como congresista finalizó abruptamente, acusado de escándalo y corrupción. Pero nunca se supo exactamente qué había hecho porque hubo otros muchos involucrados, tanto empresarios como políticos, y se hablaba de leyes inadecuadas y gobernadores notoriamente «acomodaticios», así los llamaban. Tras varias semanas de exposición periodística de La Compagnie de Nueva York, una organización accionarial cuyo objetivo era fundar una Nueva Francia en las montañas para familias de la nobleza francesa despojadas de sus bienes a raíz de la revolución, a tres dólares el acre (Jean-Pierre y sus socios habían pagado mucho menos por sus tierras a raíz de esta otra revolución, cuando las grandes extensiones de terreno que en principio pertenecieron a los británicos o a los simpatizantes de los británicos volvieron a manos del gobierno y los administradores de fincas estatales fueron autorizados a vender todo el terreno que fuera posible con el objetivo de poblar la región del norte y establecer una zona intermedia entre los nuevos estados y el Canadá británico), tras semanas enteras de reuniones secretas— presencia de desconocidos en la residencia de los Bellefleur, fluctuaciones de humor de Jean-Pierre, del pánico a la euforia más ordinaria y jactanciosa —quedó más o menos claro que no había ninguna acusación formal. Ninguna. Ni Jean-Pierre ni sus socios de La Compagnie tuvieron que pagar siquiera una multa. Para entonces su matrimonio ya había fracasado, aunque no podía decirse que echara de menos a su esposa. Al cabo de unos años, Harlan también huyó, pero decidió llevarse un tiro completo de caballos andaluces, además de rodear su delgada cintura con un cinturón lleno de dinero y todas las joyas que quedaban de su madre).
Y ahora Jedediah. El joven Jedediah, siempre tan temeroso de la vida.
—¡Un año! —se rió Louis—. ¿Y crees que vas a aguantar un año entero en las montañas? Amigo mío, a finales de noviembre ya estarás de vuelta en casa.
Jedediah no se defendió. Su forma de ser era a la vez humilde y arrogante.
—¿Y qué pasará si te quedas demasiado tiempo y los pasos de montaña se cubren de nieve? —preguntó Louis—. Estarás a quince grados bajo cero, allá arriba. Lo sabes, ¿no?
Jedediah hizo un gesto impreciso.
—Tengo que retirarme de este mundo —dijo con suavidad.
—¡Retirarte de este mundo! —se jactó Louis—. ¡Mira lo que dice…, ni que fuera un predicador! Ten cuidado, a ver si acabas retirándote del todo —añadió.
Jedediah trató de explicarse mejor con Germaine, pero aquellos ojos llenos de lágrimas que lo miraban sin pestañear lo distrajeron.
—Tengo que hacerlo, y quiero hacerlo… Ya sabes, mi padre y sus amigos…, y esos planes que han hecho de talar árboles… y construir carreteras y traer arrendatarios…
Germaine lo miraba fijamente.
—Pero, Jedediah —dijo casi susurrando—… ¿Y si te pasa algo? Allá arriba, tan solo…
—No me pasará nada —respondió Jedediah.
—¿Y qué harás si no puedes salir cuando caigan las primeras nevadas, como ha dicho Louis?
Jedediah comenzó a temblar. Le inquietaba el hecho de recordar —ver incluso— el rostro de aquella jovencita cuando la abandonara al fin.
—Quiero…, quiero retirarme del mundo y ver si soy digno de…, del amor de Dios —dijo ruborizándose por momentos.
Su voz temblorosa denotaba algo parecido a la osadía asustada de un fanático.
La chica hizo un ademán repentino y desesperado, como queriendo tocarle el brazo. Y Jedediah retrocedió.
—No me va a pasar nada —dijo de manera cortante.
—Pero si te vas ahora…, si te vas ahora…, no estarás cuando nazca el niño —dijo Germaine—. Y habíamos pensado… Louis y yo pensamos que… Los dos queremos que seas el padrino…
Pero Jedediah se retiró, y se libró de ella.
Abrazada a su joven esposo, no lograba conciliar el sueño, estaba aturdida y sorprendentemente resentida, por primera vez desde que se casaron.
—No nos quiere —susurró.
Iba a huir, iba a abandonarlos, iba a jugarse la vida en las montañas, a lo mejor se transformaba en uno de esos ermitaños desquiciados de los que a veces se oía hablar: hombres que enloquecían por un exceso de soledad.
—No quiere ser padrino de nuestro hijo —susurraba Germaine—. No nos quiere.
Oyéndola sólo a medias, Louis le acariciaba el cuello y murmuraba:
—Vamos, vamos, ya pasó.
—Justo cuando vamos a tener nuestro primer hijo —insistía Germaine.
Louis se echó a reír y le hizo cosquillas, después hundió su cálida boca, rodeada de barba, en el cuello.
—Pero estará de vuelta cuando nazca el segundo, y el tercero, y el cuarto —decidió.
Germaine no buscaba consuelo. Con los ojos muy abiertos, insomne, advirtió que estaba bastante enojada. No estaba en su naturaleza: pero en realidad ninguna persona de aquella familia la conocía bien, creían que era una jovencita tierna y dócil. Y era cierto, así era cuando le convenía.
—No estará cuando nazca ninguno —dijo—. Nos ha abandonado.
Al igual que otros parientes suyos de Dublín —mujeres de la familia—, la pequeña Germaine se enorgullecía de ser clarividente —de vez en cuando, pero siempre de modo imprevisible—, de tener un sexto sentido. De modo que lo sabía, lo sabía. Jedediah no sólo no iba a volver para el nacimiento de sus otros hijos, sino que jamás vería a sus sobrinos, jamás en la vida.
—¡Ah! ¿Y cómo lo sabes? —rió Louis, empujando su cuerpo fornido hacia ella.
—Lo sé —respondió.