El embarazo

Leah creyó durante años que le había caído una suerte de maldición: le parecía que no iba a poder quedarse embarazada.

Tenía a los mellizos, es cierto; además, los tuvo durante el primer año de su vida matrimonial, con sólo diecinueve años. Una chica de diecinueve años, madre de mellizos. (No es propio de ti, se lamentaba Della con cierta aprensión; a quién se le ocurre hacer algo tan…, tan extravagante, como si te hubieras propuesto complacer a esa rama de la familia). Leah no había querido casarse, ni tener hijos, pero si había que hacerlo, la idea de los mellizos no le disgustaba en absoluto. En toda la historia de los Bellefleur del Nuevo Mundo —con unos setenta y ocho nacimientos, no todos con vida, por supuesto, además de que en aquellos tiempos muchos de los que nacían no superaban el largo invierno— jamás había habido un solo caso de gemelos.

(La tía Verónica hizo un pequeño comentario al respecto durante el transcurso de una cena, mientras melindreaba con la comida como solía hacer, esparciéndola por el plato con una escrupulosa pose de fina indiferencia. Se había criado en los tiempos en que las mujeres de alcurnia no acostumbraban a comer en público, sino que satisfacían sus apetitos más burdos en la intimidad de la alcoba, aun cuando sus generosas figuras desmintieran tales pretensiones ascéticas. La tía Verónica descendió la mirada, pero dirigió a Leah su comentario: mi prima Diana, la pobre, sí que tuvo mellizos, o trillizos, o algo parecido. Se casó con un buen chico de la Brigada Ligera de Nautauga, pero la sangre de su familia debía de ser defectuosa. Eran los Bishop de Powhatassie y me parece que eran banqueros, o tenían un gran hotel en el lago, no lo recuerdo bien. Además, eran otros tiempos y ya nadie se acuerda de nada, ni siquiera recuerdan a la pobre Diana. El caso es que tuvo mellizos, o trillizos o cuatrillizos, o como quiera que se llamen; todos arrugados y unidos entre sí, la cabeza de uno en el estómago del otro, o tenían dos estómagos, pero les faltaban otros órganos vitales. Muy desagradable, pero también muy triste, como es lógico; una auténtica tragedia. Recuerdo que intenté consolarla, pero ella no hacía más que gritar y gritar; no dejaba que nadie se acercara. Quería amamantar a esas patéticas criaturitas, pero nacieron muertas, como es natural; no llegaron nunca a respirar. ¡Es una bendición!, decían los demás, agradecidos. También recuerdo que se les planteó un problema teológico de cierta envergadura, aunque ahora no sabría decir por qué, supongo que no sabrían cómo bautizarlos, ni cómo enterrarlos, pero de algún modo lo resolvieron, y además, no sé por qué te cuento todo esto, Leah, porque no se parece en nada a lo tuyo. Los mellizos son una hermosura y están completamente separados, jamás estuvieron unidos ni un centímetro, el caso no es ni remotamente parecido).

Lo cierto es que después del fascinante nacimiento de Bromwell y Christabel, no hubo ninguno más.

Dos bebés, un niño y una niña, los dos muy guapos, y los dos con buena salud. Durante el año que siguió, Leah se alegraba de no estar embarazada porque no sentía el menor deseo de tener más hijos, aun con la constante supervisión de niñeras y sirvientas y con la presencia de Edna en la casa. Pero pasaron los meses y los años, y cuando al fin se le antojó otro hijo, no ocurrió nada de nada. Una mañana, echada en la cama junto a su esposo, que dormía profundamente, pensó que pronto cumpliría treinta años, y luego treinta y cinco, y cuarenta… y cuarenta y cinco. Y eso sería el fin. La parte femenina de su vida habría concluido.

La familia ejercía su presión, por supuesto. En la casa había adoración por los niños, o al menos por la idea, el concepto, de los niños. Creced y multiplicaos y poblad la tierra, pues para eso está, para ser poblada por Bellefleur. Lo que fuera con tal de que el linaje de los Bellefleur no menguase como habían menguado tantas familias aristócratas del Nuevo Mundo: Raphael, que logró fecundar diez veces a su neurasténica esposa, Violet, hablaba a menudo de la necesidad de tener el mayor número posible de hijos porque contaba con que no todos sobrevivirían (y tenía razón). Le daba pavor, un pavor rayano en la superstición, la posibilidad de que les ocurriera lo mismo que a los Brendel (que a comienzos de la década de 1800 habían sido dueños de un vasto territorio en las montañas de extensión parecida al de Jean-Pierre, pero lo perdieron todo por ser dados a la especulación y por una absoluta falta de sensatez, originada, según Raphael, por un debilitamiento del intelecto producto del exceso de dinero y de lujos. Los hombres desaparecieron, o sencillamente no se casaron, o, si se casaron, no tuvieron hijos varones) y los Bettenson (Raphael tenía doce años cuando Frederich enloqueció y se perdió en el ventisquero al enterarse de que su empresa de maderas había entrado en quiebra. Los hijos se dispersaron y nunca más se supo de ellos) y los Wyden (cuyo «nombre» sobrevive aún gracias a una familia negra de Fort Hanna, encabezada por un descendiente blanco de uno de los esclavos de Wyden). La bisabuela Elvira tenía la firme opinión de que a su suegro no le gustaban los niños, de hecho no les hacía el menor caso, pero estaba obsesionado con tener descendencia, sobre todo hijos varones, y nunca llegó a superar la trágica decepción que sufrió con su hijo mayor, Samuel (que, de haber sobrevivido, sería tío abuelo de Germaine, aunque a decir verdad no creían que hubiese muerto, en sentido estricto de la palabra, sino que aún vivía o que, en cualquier caso, estaba presente en la mansión cuando Bromwell y Christabel eran pequeños). El linaje Bellefleur estuvo a punto de extinguirse, de erradicarse, cuando no había hecho más que empezar, con el asesinato del pobre Louis en Bushkill’s Ferry junto a sus dos hijos y su única hija; el único Bellefleur que sobrevivió era un ermitaño a quien nadie había visto desde hacía años. Milagrosamente, no se extinguió… aunque prevalecía un temor constante a que así fuera, con el riesgo de que todas las tierras y la fortuna, o lo que quedara de ella, cayese en manos ajenas.

De modo que, pese al impetuoso y femenino desdén que sentía por esas cosas, Leah quedó atrapada en el hechizo de la familia del lago Noir y pronto advirtió, con su característica sagacidad, que a Noel Bellefleur le volvían loco las mujeres embarazadas, incluso las de corpulencia y temperamento poco «femeninos» según los parámetros convencionales, como era su caso. Cuando se quedó embarazada vio con cierta sorpresa que había perdido su vitalidad de siempre y aumentado el interés por las mujeres de la familia y sus actividades (hacer colchas, labores de ganchillo, bordar, supervisar las conservas anuales, manipular compromisos y noviazgos, organizar veladas sociales —una agenda interminable de eventos sociales, sobre todo en invierno— y llorar amargamente las sucesivas muertes que hubiera). Todo ello sin hipocresía, sin ánimo de experimentar; estaba más sosegada, más cariñosa, lloraba con facilidad y nada le gustaba más que acurrucarse en los brazos de Gideon. Durante aquel primer embarazo, pasó la mayor parte del tiempo sumida en sueños profundos: a veces no lograba sacudirse la modorra ni siquiera una hora después de despertar, como si estuviera exhausta (la misma joven inquieta que había participado en las innumerables competiciones ecuestres del valle con su espléndido caballo alazán, que a los dieciséis años nadó hasta la mitad del lago Noir un día lluvioso de fines de septiembre para demostrar su osadía, esencialmente), con serias dificultades para mantenerse erguida en cualquier comida o cena, bostezando sin cesar, dormitando en cualquier parte del ala habitada de la casa y más de una vez en algún rincón frío y deshabitado. Pero lo más asombroso era su falta de energía para discutir con Gideon o censurar las absurdas peroratas de su familia. Embarazada de los mellizos, aún estaba más hermosa. Tenía la piel dorada, los labios perfectos formaban una media sonrisa perpetua, inconsciente y fascinante; los ojos, aunque hundidos y ligeramente ensombrecidos, mostraban un curioso brillo infantil, como si acabaran de bañarse en lágrimas. Ya antes del triunfal nacimiento de los mellizos, su suegro quedó cautivado por ella y cambió de opinión (en público) respecto al dudoso casamiento de Gideon con una prima de la otra orilla del lago.

(No era sólo que Leah fuese prima hermana de Gideon, sino su condición de pariente «pobre», lo que le preocupaba; tampoco era el hecho de que Della despreciara abiertamente al resto de la familia. Para entender sus reservas había que remontarse a varias décadas atrás, cuando la familia entera, encabezada entonces por Jeremías y Elvira, sus padres, se opuso en bloque al romance de la pobre Della con Stanton Pym alegando que el joven banquero no era más que un advenedizo dado a impresionar con su vestimenta moderna y su automóvil importado, un cazafortunas desvergonzado, presumido y astuto, y por lo tanto todo lo que naciera de aquella unión sería defectuoso, aunque la esbelta y fornida Leah no lo pareciera a simple vista).

Pese a todo, se celebró el matrimonio y nadie dudaba de la mutua adoración que Leah y Gideon se profesaban. Además, Leah se quedó embarazada pronto —pero no excesivamente pronto, lo que habría importunado a los mayores de la familia tanto como a la propia Della— y dio a luz a los mellizos tras un parto largo, pero no desmesurado ni particularmente difícil; y todo iba bien. Durante un tiempo. Por unos años. Después… ¿Sabes lo que me gustaría?, le susurró a Gideon en una ocasión. Me gustaría tener otro hijo. ¿Te parece una locura? ¿Crees que los mellizos son demasiado pequeños?… Y a partir de ese momento comenzaron sus anhelos de tener otro hijo, soñaba despierta, inventaba nombres absurdos, hasta se hizo amiga de su cuñada Lily, que vivía en la mansión mucho antes de la llegada de Leah y siempre mostró cierto desdén hacia la flamante esposa de Gideon (¡no le hagas caso, son celos!, le aseguraba Gideon). Con su carácter competitivo desde la infancia, ya fuera montando a caballo o nadando, o en los estudios (nunca fue buena estudiante dada su inquietud innata, su imaginación excesivamente festiva), Leah comenzó a ser competitiva también de mayor, como mujer, como madre, como aspirante a madre. Tenía envidia de Lily, aunque no le envidiaba el marido, ni los hijos (salvo Raphael, con sus ojos de azabache, sus buenos modales, su timidez y su visible admiración por ella) sino la facilidad con que su cuñada se quedaba embarazaba. Tampoco quería ser una yegua de cría (como dijo una noche sin contemplaciones delante de Cornelia, indiferente al efecto de aquel agravio en su suegra), pero no le importaría, no le importaría en absoluto, tener otro hijo, sólo uno más. Aunque fuera una niña.

Con el paso de los días, empezó a sentir un deseo febril que iba en aumento y hacía el amor con Gideon apasionadamente y con mucha frecuencia; a veces uno de los dos sentía la intensa mirada del otro y se volvía para corroborar, con una punzada de deseo tan fuerte que era casi espasmódica (a menudo en público, incluso en las grandes reuniones sociales de la vecindad), la existencia de aquellos ojos penetrantes y reveladores, y entonces no podían sino balbucir alguna excusa y salir juntos a toda prisa. A duras penas lograban alcanzar la intimidad de su alcoba para, ya a salvo, arrancarse la ropa y besarse con avidez y gemir en voz alta con la violencia del deseo. Un día no llegaron a la mansión y se quedaron en el viejo depósito de hielo, junto al lago. En otra ocasión, cuando volvían de una boda en Nautauga Falls, Gideon decidió salirse de la carretera y cruzar con audacia un terreno de lo más accidentado antes de detenerse junto a una base de cicuta quemada, sin llegar a esconderse del todo.

El amor de Gideon por su mujer se intensificaba más y más con los años. De hecho, era como si hubiera sucumbido —tenía la sensación de estar hundiéndose, precipitándose, desapareciendo— a una irresistible pasión por ella, a la voracidad de su deseo femenino, a su cuerpo deslumbrante, inimaginable cuando eran novios. Cada día se enamoraba más de ella y cada día la temía más. Durante el turbulento noviazgo, Leah lo atemorizaba un poco, pero también se divertía con ella, tan insolente y virginal, tan empeñada en demostrar a su joven primo su absoluto desprecio por el amor y el matrimonio y el sexo y especialmente por los hombres en general y su naturaleza animalesca. Pero una vez casada, y tras el nacimiento de los mellizos, le pareció que la frecuente ferocidad con que ella se aferraba a él dejaba entrever una Leah más profunda, más impersonal y mucho más asombrosa de la que había imaginado, diferente a la Leah con quien se había casado. Se le antojaba como una mujer impersonal, una mujer que podía ser cualquiera y no la joven a quien tanto amaba.

En el delirio de la pasión, su piel femenina adquiría un tono mortecino y a Gideon le parecía que la boca maravillosa, los ojos seductores y los orificios de la nariz, ligeramente acampanados, eran lágrimas amargas en aquella piel, la boca luchando por liberarse. No había abrazo que le bastara, ni podía penetrar en ella lo suficiente. Cuando hacían el amor olía a calor, a intensidad despiadada y violenta, y aunque susurraran al oído sus nombres, «Leah», «Gideon», y se dijeran palabras de amor secretas, ninguno de los dos tenía la certeza de que los involucrados fueran «Leah» y «Gideon». El sabor de sus labios secos y angustiados, de los labios de él, el vello más fino de sus cuerpos retorcidos y entrelazados, resbaladizos por el sudor, fragmentos de piel súbitamente abrasivos, ásperos como el papel de lija. ¡Cuánta lucha! ¡Cuánto combate! El mero hecho de no ahogarse era un esfuerzo, pensaba a veces Gideon con tristeza, mientras yacía exhausto junto a su mujer dormida, oyendo su respiración aún agitada, irregular e inquieta, aunque el sutil rubor rosáceo tiñera ahora sus mejillas y parte del rostro. En los inicios de su vida matrimonial creyó que se trataba de una ferocidad virginal, y en cierto sentido le agradaba fingir alarma ante la fuerza considerable —ante la fuerza física considerable— de su mujer; ante la visible crudeza de su deseo, su necesidad imperiosa y entrecortada, el anhelo singular (nunca antes imaginado, pues tanto la amaba que lo único que él quería era protegerla de toda ofensa, incluidas las suyas propias) de mostrar cierto… descaro. En la agonía desesperada de los últimos minutos del amor, cuando todo indicaba que quizá —la probabilidad era alta— no alcanzaría el clímax que su cuerpo exigía con tanta violencia, estaba más que dispuesta a implorarle: pronunciaba su nombre con gemidos y gruñía sin saber lo que decía, de su garganta podían salir todo tipo de groserías y toscas palabras. Leah Pym, su orgullosa primita, de alta estatura y espaldas anchas, con una seguridad arrolladora, muy consciente de la valía de su belleza, de su espléndida cabeza de cabellos fuertes y rojizos, del valor de su alma (que flotaba a cierta distancia del cuerpo, indiferente y arrogante y rápida a la hora de emitir juicios, tanto sobre ella misma como sobre los demás). ¿Cómo ha sido?, se preguntaba Gideon, con culpabilidad placentera. ¿A qué se debe esta transformación?

¿Seré yo, Gideon, el que la ha transformado?, pensaba a menudo.

Hace mucho tempo, cuando jugaban juntos de pequeños, siempre había un momento en el que Gideon se quedaba sin habla y sumamente disgustado. Veía a Leah en contadas ocasiones, pues nadie veía con buenos ojos que buscara su compañía: era la hija de Della Pym (Della, la que detestaba a toda su familia), de modo que las oportunidades de verla y participar en los mismos juegos no abundaban. Pero recordaba una ocasión en particular. Sucedió en el antiguo centro comunitario del pueblo, cuando él era demasiado mayor para ese tipo de juegos y por lo tanto proclive a crear problemas. (A Ewan ya le habían prohibido participar en determinadas actividades: su actitud era excesivamente desenvuelta e intimidatoria, tenía un físico de adulto e inspiraba temor en los demás niños). El juego se llamaba «El ojo de la aguja». Cantos infantiles de voces trémulas y entusiastas, niños y niñas cogidos de la mano en posiciones alternadas, dando vueltas en corro, la cara arrebolada, la mirada fija en unos y en otros, un juego que había trascendido a todas las generaciones. Leah con doce años y bastante más alta que el resto de las chicas, su hermoso rostro colorado, como si el viento lo hubiera curtido, sus ojos oscuros evitando los de él. Gideon se colocó dentro del corro y entrelazó las manos con una de las chicas de la familia Wilde, que vivía río abajo, alzándolas por encima de los niños del corro sin perder el compás de la consabida cantinela, pero sin prestarle la menor atención, pues no hacía otra cosa que mirar —mirar y remirar— a su joven prima de cabello rojizo y largo hasta la cintura, senos altos y pequeños que empezaban a aflorar en su suéter de ganchillo azul.

«El ojo de la aguja deja pasar / el hilo de la verdad. / Más de una muchacha ha pasado ya / y ahora pasas tú. / Más de una y más de dos / han pasado ya / alegres y sonrientes / Y ahora pasas tú». La pareja de Gideon no quería descender los brazos arqueados sobre la cabeza contrariada de Leah, ya fuera por celos o por simple temor a que le diera un codazo en las costillas, pero Gideon forzó el descenso y logró atrapar a su prima. Los niños que estaban agarrados a ella la soltaron y allí se quedó Leah, ruborizada de ira, la mirada clavada en el suelo, mientras los niños volvían a cantar «El ojo de la aguja», ahora con bríos renovados y un deje de violencia apenas contenida. Leah tenía que dejarse besar. En público. Delante de todo el mundo. Leah Pym, sus mejillas de un rosa subido, el labio inferior protuberante, muerta de vergüenza. «El ojo de la aguja deja pasar / el hilo de la verdad…».

Gideon no acostumbraba a ponerse melancólico con el pasado; no solía pensar de ese modo, quizá no solía pensar, sin más; no estaba en su naturaleza. Pero ante el recuerdo de aquel juego estúpido se le llenaron los ojos de lágrimas, y el pulso le latía muy rápido, pues en el fondo de su alma seguía siendo ese muchacho de dieciséis años que miraba a su hermosa prima con los labios secos y separados. Su prima, que no habría cruzado más de doce palabras con él en toda su vida. ¡Cómo la amaba, ya entonces! Y qué humillación, qué agonía lo que tuvo que vivir… Cuando se adelantó para sujetarla por los hombros y darle un beso (además del privilegio, también era una obligación, según las reglas del juego: los adultos que los supervisaban no se metían en esos juegos de niños, ni les daba por gritar «¡Basta de tonterías! ¿Será posible que seáis tan desvergonzados?»), ella protestó refunfuñando y, presa del pánico, intentó escapar, para lo cual agachó la cabeza como si fuera un acto reflejo y el pobre Gideon recibió un cabezazo en la boca. Los niños se rieron a carcajadas y Gideon tuvo que cortar la hemorragia del labio presionando la herida con el pañuelo de una anciana alarmada. Leah había salido del salón a todo correr.

Gideon se mesó la barba negra y áspera y se frotó la cara con las manos, después lanzó un suspiro. ¿Seré yo, Gideon, el que la ha transformado?

Pensó en hablar con su hermano Ewan, sincerarse con él. Informarse. Hablar de mujeres, de mujeres deseosas de tener hijos. (Aunque lo más probable era que, viendo a su mujer, apocada y paliducha, no llegara a comprender lo que a Gideon le atormentaba, o se lo tomara con humor y lo transformara en una broma ordinaria). También podría hablar con su padre. O con su tío Hiram. O con alguno de sus primos de Contracoeur, a los que casi nunca veía por una desavenencia surgida a raíz de la renta de un terreno a orillas del río… O con su primo Harry, con quien siempre había congeniado, aunque en los últimos tiempos se habían distanciado por un asunto de finanzas relacionado con su padre y con Hiram, maniobras administrativas de las que Gideon sabía muy poco.

Pero su familia no hablaba nunca de cosas serias. ¿Por dónde empezaría?… Enfermedades, accidentes, deudas, problemas económicos de toda índole, cualquiera de estas cosas era motivo de bochorno. Corría el riesgo de desatar la ira y la fingida ignorancia del abuelo Noel. La rotunda jocosidad era la actitud oficial de los Bellefleur. Los hombres saboreaban licores, salían a cazar. No había nada, por importante que fuera, que no pudiera solventarse con humor. Con gritos. (En la otra orilla del lago vivía Jonathan Hecht, un ebanista que había trabajado para la abuela Elvira hacía años y padecía una enfermedad «debilitante» por causa de viejas heridas de guerra. Pasaba la mayor parte del día en la cama, instalada en la sala de la planta baja o, cuando el tiempo acompañaba, en la galería: era evidente que el anciano señor se estaba muriendo, a veces la debilidad era tal que ni siquiera podía levantar la mano para saludar, pero cuando el padre de Gideon iba a verlo a lomos de su caballo, le hablaba en tono festivo y hasta severo, con un deje de acusación sutil, se acercaba a la cama con grandes zancadas y se quitaba el sombrero rápidamente, todo con mucho ajetreo, oliendo a caballo y a cuero y a tabaco. «Bueno, Jonathan, ¿cómo diablos estás esta mañana tan hermosa? ¡Por lo que veo, mucho mejor! Te sientes bien, ¿eh? ¡Ya verás qué pronto estás por ahí danzando! Y cuando lo hagas vamos a tener que esconder a las chicas… ¿Sabes lo que estoy pensando? Hay dos cosas que te dejarían como nuevo: un trago de este brebaje que he conseguido camuflar sin que tu mujer me viera y un par de horas conmigo en el lago, salir a pescar sólo por ver qué pescamos. Unas cuantas bocanadas de aire puro son la mejor medicina. No me extraña que estés tan débil y atontado con el olor que hay aquí…».

La nieta del anciano, Garnet, una chica tímida con aspecto de anémica y el cabello rubio, largo y despeinado, una maraña de enredos, intentó advertir al padre de Gideon, apaciguarlo, pero éste no le hizo el menor caso. Había ido a Bushkill’s Ferry a lomos de su viejo semental Fremont para «animar a ese pobre diablo», como él mismo dijo, y no iba a consentir que ninguna de las mujeres bobaliconas de la familia Hecht lo disuadieran).

Tampoco podía Gideon hablar con Nicholas Fuhr, su amigo de la infancia, ni con sus otros amigos de la zona; eso vendría a ser una violación de su matrimonio, un acto equiparable a la infidelidad.

De modo que Gideon no habló nunca con nadie de sus inquietudes conyugales, ni mucho menos con su mujer, no podía confiarle algo tan profundo, tan íntimo. No podía decirle que él, su marido, pensaba que ella se había obsesionado con…, con el deseo de…, con el deseo en sí mismo… Que a veces llegaba a parecerle un tanto… desequilibrada… Esa pasión, ese forcejeo grotesco y falto de alegría, esa competición entre ellos dos, ¿era sólo por el anhelo de tener otro hijo? Nunca se atrevería a hablar con ella de tales menesteres, no entraban en el vocabulario que tenían. Podría herir los sentimientos de Leah irrevocablemente. Eran capaces de reírse a carcajadas cuando imitaban a determinados miembros de la familia con toda crudeza (Leah imitaba a su cuñada Lily, Gideon a Noel o a su tío Hiram, tan pedante), de hablar sin rodeos de las decisiones que tomaba Noel sin consultar a Gideon, de reprenderse mutuamente cuando uno de los dos se ponía de mal humor (por lo general Gideon, últimamente), pero no podían hablar de su vida íntima física, de su vínculo sexual, de su amor. La sola idea de semejante transgresión lo impulsó a levantarse apresuradamente y dirigirse a los establos, donde podía relajarse una hora o más, sin pensar en nada, sin amargarse siquiera, le reconfortaba respirar sin más en aquel lugar oscuro y aspirar el olor a paja y estiércol y caballo, cuyo efecto era muy tranquilizador. No, no podía hablarle de esas cosas. Además, pensó que cuando al fin concibiera, cuando volviera a quedarse embarazada, la obsesión se desvanecería.

Sin embargo, por increíble que pareciese, no lograba concebir.

Pasaba un mes y otro mes y seguía fracasando en el intento, fracasaba una y otra vez, y era esa misma palabra la que repetía sin cesar —fracaso, fracasar— y la que Gideon tenía que soportar. A veces era un susurro asustado «sigo fracasando, Gideon»; otras veces una afirmación cortante y rotunda, «seguimos fracasando, Gideon». Bromwell y Christabel gozaban de excelente salud. Bromwell echó a andar unas semanas antes que Christabel, pero los dos aprendieron a hablar más o menos a la vez y todos admiraban la simpatía de los mellizos: ¡Qué afortunada eres, Leah! ¿No te parecen adorables? «Claro que me parecen adorables», podía contestar ella, ligeramente abstraída, y a los pocos minutos decirle a Lettie que se los llevara. Los adoraba, pero probablemente representaran para ella un logro pasado, un golpe maestro y misterioso que logró dar a la edad de diecinueve años; pero ahora tenía veintiséis, después veintisiete, pronto llegarían los treinta…

Por si fuera poco, pronto comenzaron los comentarios de la familia. Las preguntas de rigor. La tía Aveline, que era la abuela de Cornelia, la tía Matilde, hasta la mismísima Della. ¿No crees que…? ¿Nos os gustaría a los dos…? Los mellizos ya tienen cinco años, ¿no crees que va siendo hora de…?

—No es que no lo hayamos intentado, Madre; prácticamente no hacemos otra cosa —le soltó una vez Leah a su suegra y la respuesta se repitió por todas partes; según la opinión general, era propia de la naturaleza «indiscreta» de Leah Pym. Pero era tan hermosa, con aquellos ojos hundidos y azules, un azul pizarra, muy oscuros, y con su prominente mentón, sus labios perfectos y amplios, y su actitud orgullosa, audaz, vibrante, que todos la perdonaban, al menos todos los hombres de la familia.

Mientras tanto, Lily no paraba de tener hijos. Debe de ser una sencilla proeza, tal vez lo único que hace falta es simple integridad, pensaba Leah al mirar a su cuñada con una débil sonrisa en los labios que ocultaba un desprecio absoluto. ¿O habrá algún truco, algún ritual secreto? ¿Estratagemas supersticiosas? Una mañana se despertó, semanas antes de la llegada de Mahalaleel, y pensó con toda claridad: «Yo no creo en nada, soy atea por naturaleza, pero si me diera por experimentar con…, con ciertas creencias…». (No, le resultaba del todo imposible «creer» en nada. Se reía de los presagios, de las señales, de todas las habladurías sobre los espíritus y los muertos y los mandamientos bíblicos que se habían propagado y que nacían —eso lo tenía clarísimo— de la frustración sexual de un ermitaño del desierto malhumorado; del mismo modo que rechazaba de plano, tal vez con excesiva impaciencia, el cuento autocompasivo de su madre referente al sueño «profético» que tuvo la noche en que murió su joven esposo por accidente). Sin embargo, estaba dispuesta a experimentar, a jugar con hipótesis. Como es natural, ella no creía en nada porque era demasiado inteligente, y demasiado escéptica y tenía un sentido del humor extraordinario… pero podía creer a medias, quizá. Era atea por naturaleza, pero si se lo proponía, tal vez podía creer a medias.

No creo en nada, pensó enfurecida.

Pero si creyera…

No, no creo en nada. Me resulta imposible. No puedo esconder tonterías debajo de la almohada, ni recitar oraciones en voz baja, ni calcular cuándo concebí a los mellizos, o la cena que comimos Gideon y yo aquella noche…

Pero si creyera…

Cuando hacía el amor con Gideon se agarraba con fuerza a sus nalgas y cerraba los ojos pensando «ahora, ahora, en este mismo instante, ahora», pero las palabras le sonaban absurdas y se arrellanaba en la cama, con sensación de impotencia, medio llorando, hundida en la miseria. Quería morirse. Pero no: no quería morirse en absoluto. Quería vivir, que es muy distinto. Quería tener otro hijo y vivir, y a partir de ahí todo iría bien, y nunca volvería a querer nada más en su vida.

¿Nunca?

Nunca.

¿Nada? ¿En toda tu vida?

En toda mi vida.

¿Otro hijo… y nada más, en toda tu vida?

Nada más en toda mi vida.

De modo que probó otra serie de trucos absurdos que sobra mencionar y de vez en cuando murmuraba alguna que otra plegaria, pero no pasaba nada. Por muy dispuesta que estuviera a hacer el ridículo, no pasaba nada. La languidez se apoderaba de ella y caía en estados depresivos que la llevaban a renegar —y herir profundamente a Gideon al expresarlo en alto— de haberse casado.

—Tendría que haber entrado en un convento. No sé por qué me dejé embaucar de esta manera —decía en tales ocasiones sacando el labio inferior como si tuviera doce años.

—Porque me amabas —protestaba Gideon.

—No, no te amaba. ¿Cómo iba a amarte, si no sabía nada del amor? No era más que una niña ignorante —respondía ella a la ligera—. Fuiste tú el que insistió en que nos casáramos. Intimidabas a cualquiera. ¡Cedí por miedo! ¡Miedo a que me trataras como tratabas a esa pobre araña que no hacía nada!

—Leah, estás tergiversando el pasado —decía Gideon con la cara enrojecida de sangre—. Eso es pecado…

—¡Pecado! ¡Pecado, dices! ¡Lo que me faltaba por oír! ¡Ahora resulta que decir la verdad es pecar! —exclamaba ella con risa nerviosa antes de estallar en llanto. Sus cambios de humor eran tan antojadizos, tan violentos, que era como si ya estuviera embarazada.

No quiero seguir siendo mujer, pensaba.

Pero al rato: Dios mío, cómo deseo tener otro hijo. ¡Sólo uno más! ¡Uno tan sólo! No volveré a pedir nada más en la vida. Ni siquiera tiene por qué ser varón…

Le pareció un buen augurio no sólo la llegada del gran Mahalaleel a la mansión, sino su clara debilidad por ella. También mostraba cierto apego por Vernon y por la tía abuela Elvira, que sabía rascarle la parte posterior de la cabeza con los nudillos. A veces toleraba las caricias y los mimos de la divina Yolande, pero el resto de los ocupantes de la casa le traía sin cuidado, incluyendo los sirvientes que le daban de comer. En una ocasión, Leah oyó el bufido enojado que le dirigió a Gideon cuando se agachó a acariciarle la cabeza.

—Está bien —masculló Gideon mientras se volvía a poner de pie, resistiendo el impulso de darle una patada—. Vuelve al infierno del que nunca debiste salir.

Puesto que el criterio de Mahalaleel en cuanto a amistades era muy selectivo, el hecho de que se acurrucase a los pies de alguien pasó a ser una señal de buena suerte, lo mismo que si se frotaba contra las piernas de alguno, con ese chisporroteo gutural que solía emitir. Tenía la costumbre de acercarse, tanto a Leah como a Vernon, por detrás y meter la cabeza entre sus manos obstinadamente, exigiendo caricias. Era algo extraordinario y nunca dejaba de sorprender y maravillar a Leah.

—¡Serás descarado! —reía Leah—. ¡Sabes muy bien lo que quieres y cómo conseguirlo!

Ella y su sobrina Yolande se dedicaban a cepillarle el tupido y difuso pelaje con el cepillo de pelo de Leah, bañado en oro, y cuando intentaban levantarlo se echaban a reír por lo mucho que pesaba. Si estaba de buen humor, toleraba dosis asombrosas de atención, pero cuando los demás niños se acercaban se ponía tenso: Christabel no era bienvenida, ni los niños de Aveline, que alborotaban mucho, ni los de Lily (salvo Yolande y Raphael), ni siquiera el prudente Bromwell, que fruncía el entrecejo tras los lentes que llevaba y lo único que quería era «observar» y tomar notas sobre Mahalaleel. (Había empezado a escribir un diario que abundaba en minuciosas observaciones y medidas y resultados de diversas disecciones practicadas en pequeños roedores). En cuanto tomó posesión de la casa, Mahalaleel echó a los otros gatos y redujo a las gatas a simples subordinadas coquetas. Los seis o siete perros de la casa se mantenían a prudente distancia. Él podía rondar por donde se le antojara. Al principio dormía en la cocina, en la enorme y cálida chimenea de piedra, después eligió una cómoda silla de cuero que tenía muchos años y estaba en la habitación conocida como la biblioteca de Raphael; una noche durmió en el armario de ropa blanca que había en la primera planta, echado voluptuosamente sobre el fino mantel español de la abuela Cornelia; a los pocos días lo vieron en una de las salas que menos se utilizaba, bajo el sofá victoriano de terciopelo rojo, roncando ligeramente entre pelusas de polvo. A veces desaparecía un día entero, o una noche entera; en una ocasión desapareció tres días seguidos y Leah estaba desconsolada, convencida de que la había abandonado. ¡Eso sí que sería una señal de mala suerte en toda regla!… Pero de pronto reapareció, de hecho apareció en sus propios talones, con ese ronroneo gutural y ronco y esa forma de golpearle las manos con la cabeza.

Al abuelo Noel le ponía nervioso que se le acercara sigilosamente por detrás y lo observara fijamente con esos ojos entre verdes y pardos, tan separados, como si fuera a contarle algo. Mahalaleel molestaba en la cocina todo lo que podía hasta que alguien le daba comida, y utilizaba todo tipo de artimañas sin ningún pudor: cuando lograba que alguien le diera algo de comer, engatusaba a otra sirvienta para que hiciera lo mismo, y después a otra, pero nunca maullaba como un gato hambriento, jamás condescendía a implorar comida. Pronto llegó a convertirse en una especie de enigma doméstico. ¿Cómo era posible, se preguntaban los niños, verlo dormir profundamente junto a la chimenea del salón y que en cuanto te ibas de la habitación o te dabas la vuelta hubiese desaparecido, desaparecido sin más? Albert y Jasper juraron haberlo visto en lo alto de un pino de un camino forestal, a más de dos kilómetros de la casa. Era uno de esos pinos altos de tronco liso cuyas primeras ramas están a unos veinte metros del suelo, si no más. Y ahí estaba Mahalaleel, encaramado a una de las ramas más bajas, absolutamente inmóvil, el pelaje gris y difuso, la cola inmensa curvada para cubrirse las patas, la cara ancha, inteligente y observadora, atemorizante como la del imponente búho real antes de abatirse sobre su presa. ¿Cómo podía un gato tan grande trepar hasta allí arriba?, se preguntaban los niños. ¿Se habrá quedado atrapado y tendrán que ayudarlo a bajar? Lo llamaron varias veces, pero él se limitó a mirarlos por un instante como si no los conociera de nada. Trataron de sacudir el tronco, sin éxito.

—¡Mahalaleel, te vas a morir de hambre allí arriba! ¡Baja y ven a casa con nosotros!

Estaba anocheciendo, de modo que echaron a correr hacia la casa con la intención de volver con una linterna y algo de comida para tentarlo, pero en cuanto irrumpieron en la cocina lo vieron allí, al pie de la chimenea, lavándose las patas desmesuradas con toda delicadeza.

—¿Cuándo ha regresado? —quisieron saber.

—Hace unos minutos —dijo Edna.

—Pero ¡si estaba atrapado en lo alto de un pino del bosque! ¡Y no podía bajar! —exclamaron atónitos.

Mahalaleel era un cazador avezado. Las mujeres de la casa no querían ni saber la cantidad de ratas de campo que traía en sus fauces fornidas hasta la puerta de la cocina, ni tampoco el tamaño de las mismas; Leah fue la única que se atrevió a entrar en el comedor la gélida mañana en que Mahalaleel sacó de la nada una liebre gigantesca que devoraba con avidez —es más, ya se había comido gran parte del cuello y de la cabeza—, y cuando alzó la mirada con lascivia casi humana, repantigado en la mesa de caoba pulida que Raphael había importado de Valencia, advirtió en sus dientes restos de carne cruda, reluciente de sangre.

—¡Qué haces, Mahalaleel! —gritó Leah.

Al ver aquella imagen de la liebre a medio comer y el hocico sangriento de su querido gato y sus ojos verdosos y centelleantes, con el iris enormemente dilatado, se sintió desfallecer. Fue una sensación aterradora, como si fuera a perder el equilibrio al borde de un precipicio. Y sin embargo, a pesar del momento crítico —tambaleándose, casi sin ver—, se preguntó si no estaría embarazada. Al fin y al cabo, los desmayos eran uno de los síntomas de embarazo.

Mahalaleel adquirió pronto la costumbre de seguir a Leah hasta su alcoba y hacerse la cama a los pies de la enorme cama de Leah y Gideon. A Gideon le molestaba:

—¿Y si tiene pulgas?

—Tú sí que tienes pulgas —respondía Leah con aspereza—. Mahalaleel es muy limpio.

Para complacer a su esposa, Gideon fingía admirar al gato; hasta acariciaba su arrogante cabeza y toleraba su desdén. No podía impedir la absurda decepción que sentía cuando el gato se negaba a ronronear con sus caricias.

Con Leah, no sólo ronroneaba con verdadero placer, sino que se ponía panza arriba para que le hiciera cosquillas en el estómago gris rosáceo, y jugueteaba como si fuera un gatito arañándola amistosamente con uñas y dientes. ¡No quería ni pensar lo que ocurriría si de pronto olvidaba que estaba jugando, si sacaba las uñas de verdad y le clavaba los dientes en la piel!… Gideon se tiraba en la cama con apatía, recostado en las almohadas, y contemplaba cómo Leah aparentaba atacar a Mahalaleel y el inmenso gato se retorcía y gorjeaba y arremetía y sacudía su cola de penacho. Más de una vez, en semejante tesitura, se le ocurrió que si el gato llegaba a herir a su mujer, lo mataría de una paliza sin dudar un segundo, con sus manos si era necesario. En el dormitorio no había ninguna pistola. Ni cuchillos. Leah fingía aborrecer esas cosas. Pero Gideon Bellefleur, con sus brazos y sus hombros musculosos, sus dedos largos y ágiles, era más que capaz de matar a una criatura como Mahalaleel con sus propias manos.

—Cuidado, Leah —decía—. Estás jugando con excesiva brusquedad.

Leah retiró la mano con un movimiento súbito. El gato le había clavado la uña en la manga de su camisón de seda y una leve línea roja, no más ancha que un pelo, afloró en el antebrazo.

—Gideon, tu voz le pone nervioso —le increpó—. ¿Es necesario que hables tan alto cuando no hay nadie más que nosotros tres en esta habitación?…

Al poco tiempo, Mahalaleel ya no se contentaba con dormir a los pies de la cama, acurrucado sobre la colcha de brocado en tonos turquesas y crema (que ya estaba manchada con sus pelos y sus patas sucias). Durante la noche, avanzaba de puntillas, con una delicadeza impropia de una criatura tan grande y se tumbaba entre Leah y Gideon. Gideon no sabía nunca en qué momento el gato hacía la jugada, pero debía de ser cuando él estaba en su sueño más profundo e intenso, porque nunca se despertaba y no era sino al amanecer cuando advertía que estaba en el extremo derecho de la cama y que había sido desplazado por ese condenado de Mahalaleel.

—Esta noche duerme en la cocina —advertía Gideon.

—Esta noche duerme aquí —respondía Leah.

—¡Su lugar está en el granero, con los demás animales!

—Éste es su lugar —insistía Leah.

Y ésa era la discusión, que a menudo terminaba en pelea, pero Mahalaleel seguía durmiendo con ellos, dejando todo perdido de pelos multicolores. Hasta Gideon se descubría pelos, para su indignación, en las pestañas, en la barba. En una ocasión tuvo que disculparse ante su padre, su tío Hiram, Ewan y un directivo del banco con quien se habían reunido en Nautauga Falls porque se le había metido algo en el ojo y le lloraba tanto que las lágrimas le surcaban la mejilla: como no podía ser menos, resultó ser un pelo del gato.

Recordaba bien la aparición de Mahalaleel aquella noche lluviosa. Una rata. Una comadreja. Con esa cola escuálida y horrenda. Bien podía haberlo pisoteado con saña hasta matarlo ahí mismo, en el vestíbulo; y Leah no habría podido detenerlo, y nadie lo habría culpado. Ahora era demasiado tarde, si Mahalaleel desaparecía, Leah lloraría amargamente su pérdida. (No estaba en su sano juicio últimamente, no lo estaba desde hacía meses, siempre con las lágrimas a flor de piel, proclive a la furia, al desánimo aciago). Leah sabría al instante que Gideon era el culpable de la desaparición y jamás lo perdonaría.

De modo que Mahalaleel siguió durmiendo en el dormitorio y cuando amanecía, Gideon se despertaba sobresaltado al ver que el gato lo miraba fijamente, impertérrito, a menos de quince centímetros de distancia. Los ojos de aquella criatura eran de color dorado verdoso y no había en ellos un solo defecto, como las joyas; había algo fascinante en aquellos ojos. Pero Gideon no era tonto, sabía que los gatos no tenían la menor consciencia de su propio ser. Al fin y al cabo, ningún animal se crea a sí mismo, y sin embargo, no podía quitarle los ojos de encima. El pelaje sedoso, suave y difuso al elevarse, revelando todo tipo de colores inverosímiles al menor rayo de sol; no sólo aquel inquietante gris cristalino y ese blanco marfil, sino también azafrán, rojizo, dorado, y hasta un toque de verde lavanda. El diseño sutil e indistinto, oculto entre capas de pelo y pelusa, con rayas dispuestas como el arco iris, ligeramente atigradas, de un colorido que abarcaba todo tipo de matices y profundidad; la nariz respingona y de color uva con sus orificios nasales, perfectamente definidos (tanto que incluso de cerca parecía que alguien los había dibujado con una pluma de punta fina y tinta negra); los bigotes blancos y plateados que medían, según su hijo Bromwell, veintidós centímetros de punta a punta, siempre erguidos y afanados en la limpieza; la punta de la lengua, tan húmeda y tan rosa, que a menudo sobresalía entre sus dientes incisivos por las mañanas —apenas unos milímetros— como muestra de un regocijo ocioso, de total satisfacción. La actitud de Gideon, en público, hacia la mascota de su mujer seguía siendo de indiferencia o desprecio: a fin de cuentas, él era hombre de caballos, como su padre, y nunca se había preocupado en exceso por los perros, ni siquiera por los perros de caza más avezados de la finca. De modo que cuando estaba abajo no le hacía el menor caso. Pero a veces, en privado, podía sentir una suerte de admiración por la criatura… Se quedaba mirando sus ojos calmos, misteriosos, imperturbables, y él le devolvía la mirada sacando la puntita de la lengua, sus patas desmesuradas y huesudas iniciaban a veces una danza sutil: rasgaban la almohada en la que reposaba la cabeza de Gideon, sacando y metiendo esas imponentes uñas curvas.

Una mañana Gideon se despertó muy pronto y vio a Leah sentada en la cama, el cabello largo y oscuro suelto por los hombros, con mechones desordenados que le cruzaban el pecho. El gato dormitaba entre ellos dos, una enorme sombra cálida. Antes de que Gideon abriera la boca para hablar, Leah extendió la mano y le cogió el hombro, después el antebrazo. Lo agarraba con fuerza sorprendente. Gideon temía lo que iba a decirle. Pero resultó ser la mejor noticia que podía darle: tenía la certeza, afirmaba, de que estaba embarazada.

—Siento algo distinto. No son figuraciones mías, siento algo muy dentro; nada parecido a la otra vez, es muy distinto, muy particular. Siento que estoy embarazada. Lo sé.

Y lo estaba. Y fue así como nació Germaine.