La maldición de los Bellefleur

Según la leyenda de la montaña, había una maldición en la familia de Germaine. (Pero no era sólo una leyenda local: en la capital del estado, a ochocientos kilómetros de distancia, y en la ciudad de Washington se hacía libre referencia a ella; y cuando los hombres Bellefleur lucharon en la Primera Guerra Mundial dijeron que hubo más de un soldado que los reconoció por su nombre, por su reputación, y que acto seguido se alejaban por temor supersticioso. Nos vais a traer la desgracia a todos, les decían).

Sin embargo, nadie sabía en qué consistía la maldición.

Ni cuál era la causa, ni quién —o qué— la había conjurado.

Tenemos una maldición, dijo Yolande con apatía la noche antes de escaparse de casa. Tenemos una maldición y ahora ya sé en qué consiste, afirmó. Pero le hablaba a Germaine y Germaine sólo tenía un año en ese momento.

Las maldiciones no existen, decía Leah. Si queremos conservar la cordura, tenemos que liberarnos de esas viejas supersticiones tan ridículas… ¡Nunca digas eso en mi presencia! (Pero esto pasó mucho tiempo después. Después del embarazo de Germaine, después de su nacimiento. Durante su infancia, e incluso después de haberse casado, Leah se comportó de forma supersticiosa en numerosas ocasiones; aunque se habría enojado si alguien de la familia lo hubiese advertido).

Los Bellefleur mayores —el abuelo Noel, la abuela Cornelia, la bisabuela Elvira, la tía Verónica, el tío Hiram, la tía Matilde, la madre de Leah, Della, Jean-Pierre y el resto (y, por supuesto, todos los fallecidos)— sabían muy bien que había una maldición y, aunque en la juventud pudieron entusiasmarse conjeturando sobre la naturaleza de la misma, ahora guardaban silencio. Se puede encarnar una maldición aunque no seamos capaces de expresarla, dijo el tío Hiram, poco tiempo antes de morir. Como los murciélagos de pelo plateado que llevan la marca distintiva de su especie en el lomo.

Gideon dijo una vez, con un aire pensativo inusual en él, que la maldición era de lo más sencilla: las muertes de los hombres Bellefleur son interesantes. Casi nunca mueren en la cama.

¡Nunca mueren en la cama!, se jactaba Ewan entre risas. (Estaba claro que morirse en una cama, fuera cuando fuera y del modo que fuera, no entraba en sus planes).

Las muertes de los hombres Bellefleur son absurdas, decía la abuela Della cansinamente. (Tal vez pensaba en la muerte de su esposo Stanton, aquella Nochebuena hace muchos años; y la de su propio padre; y también la del bisabuelo Raphael, que murió por causas naturales, pero dejó escrito en su testamento que mutilaran su cuerpo de forma grotesca después de morir). Las muertes de los hombres son absurdas, decía Della, y las mujeres están destinadas a sobrevivir y a llorar sus muertes.

Las muertes no son absurdas sino necesarias, señalaba el tío Hiram con pedantería. (Él se había escapado de la muerte en infinidad de ocasiones: durante la Primera Guerra Mundial y en incontables accidentes a lo largo de los años debido al sonambulismo que padecía y que ningún médico podía curar). «Todo lo que sucede en este universo, sucede por necesidad, por brutal que sea».

Siempre se decía que el tatarabuelo Jedediah, a quien todos consideraban un santo, había tenido una muerte extraordinariamente tranquila a los pocos años de morir su esposa Germaine: se quedó dormido, sin más, la noche antes de su cumpleaños número 101, murió en la cama sencilla de pilares de pino y en un colchón viejo de pelo de caballo, como él quería, en el ala de la servidumbre (en teoría, era una habitación, estrecha y bastante oscura, destinada a uno de los sirvientes, pero él insistió en ocuparla porque se sentía incómodo en las habitaciones más elegantes y refinadas). Enunció sus últimas y crípticas palabras con una sonrisa beatífica: «Las fauces devoran, las fauces son devoradas». También estaba el caso de otro Bellefleur llamado Samuel, uno de los hijos de Raphael, que desapareció en una de las habitaciones más amplias del castillo… y nunca lo encontraron. (Se desvaneció en la Habitación Turquesa, ahora llamada la Habitación de la Contaminación y clausurada de por vida para los niños Bellefleur, que la habrían explorado con todo gusto). Hace mucho tiempo corrió el rumor de que la tía abuela Verónica había fallecido después de una larga y destructiva enfermedad, durante la cual el hermoso cutis se volvió céreo y los ojos, luminosos en sus cuencas oscurecidas; pero era obvio que aquello no era sino un absurdo, pues la tía abuela Verónica seguía viva, gozaba de muy buena salud, hasta había aumentado de peso en los últimos años y tenía un aspecto asombrosamente juvenil para su edad. En el caso de las mujeres, la desdichada esposa de Raphael, Violet, sí había fallecido de forma insólita, se creía que por amor: se adentró en las profundidades del lago Noir una noche, cuando Raphael no estaba y nadie la acompañaba; nunca encontraron su cuerpo. También estaban, como es lógico, las muertes prematuras, desafortunadas: Jean-Pierre y su hijo Louis, y los tres hijos de Louis y su hermano Harlan, del que se sabía muy poco; y el hermano de Raphael, Arthur, el cohibido y testarudo Arthur, que murió al intentar rescatar a John Brown. Y hubo otras muchas muertes, incontables, en su mayor parte de niños que fallecían por distintas enfermedades: escarlatina, tifus, neumonía, viruela, gripe, tos ferina…

¿O sería cierto, como pensaba Vernon, que la maldición era de lo más sencilla?…

Lo que se haya ganado se perderá. Tierras, dinero, hijos, Dios. (Pero ¿qué podía saber el primo Vernon? Tan escuálido y nervioso, un infeliz crónico con barba escasa y prematuramente canosa, enamorado de Leah en secreto, siempre con sus libros negros de contabilidad —tomados del escritorio del viejo Raphael— llenos de garabatos inclinados y con manchones que él denominaba poesía y que algún día transformarían el mundo y revelarían la tiranía de su familia…, ¿qué podía saber él? Por eso nadie lo escuchaba, o lo escuchaban sólo a medias y le pedían que se retirara con un gesto impaciente de la mano. Su padre Hiram era el más impaciente de todos, pues Vernon no había salido como él esperaba: tenía la sangre de su madre, que había sido un rotundo fracaso como esposa Bellefleur y era mejor olvidarla. Cuando se fugó de la mansión, hace ya muchos años, Hiram guardó un silencio inusitado en él, y con muy mal genio construyó con granito barato una placa de poco más de medio metro con la leyenda «Que en paz descanse Eliza Perkins Bellefleur», y la situó en un rincón del cementerio, en la misma pendiente en la que yacían Queenie, Sebastian, Whitenose, Chinaberry, Sweetheart, Bitsy, Amor, Pegs, Mustard, Buttercup, Horace, Baby, Daisy, Bat, Pinktail, entre otros: las distintas mascotas de los niños. Perros, gatos, una tortuga, una araña de extraordinario tamaño y atractivo, un mapache de buenos modales, un lobezno gris que no llegó a ser adulto y un cachorro de lince rojo que tendría el mismo destino; incluso había un topillo y una mofeta casi inodora, y muchos conejos y una liebre americana y al menos una hermosa culebra de collar. Recurriendo a la prudencia, Vernon se negaba a hablar de la ubicación de su madre en el cementerio de los Bellefleur; era evidente que se trataba de una ubicación simbólica porque su cuerpo no estaba enterrado ahí, de hecho no estaba muerta).

Pero quizá la maldición tuviese algo que ver con el silencio. Como solía decir Della, la madre de Leah, los Bellefleur no hablaban de los asuntos que era necesario discutir. Empleaban su tiempo en actividades absurdas, como pescar y cazar y jugar (¡cómo les gustaba jugar a los Bellefleur! Jugar a lo que fuera: naipes, rompecabezas, damas, ajedrez, sus propias variaciones extravagantes de las damas y el ajedrez y otros juegos que se inventaban durante los largos y crudos inviernos de la montaña; y todas las variaciones imaginables del escondite, que organizaban con frenético entusiasmo por todos los rincones laberínticos del castillo, una costumbre temeraria, como se demostró en una ocasión en que uno de los niños corrió a esconderse en algún rincón de la tenebrosa bodega y nunca lo encontraron, después de días de búsqueda desesperada; ni siquiera se encontraron los huesos) con el desenfreno de los niños pequeños que agarran las cosas sólo para arrojarlas acto seguido, como si el tiempo fuera una fuente inconmensurable, inagotable, en lugar de algo más parecido a la bodega del viejo Raphael, famosa en tiempos, pero diezmada rápidamente en los años que siguieron a su muerte y a la decadencia de la fortuna de los Bellefleur. Conversan sobre asuntos intrascendentes, solía decir Della con amargura; ella vivía la mayor parte del tiempo al otro lado del lago, en una casa georgiana de ladrillo rojo en el centro del pueblo Bushkill’s Ferry y, aunque su familia no podía divisar su casa en la distancia, ella sí podía distinguir la de ellos con toda facilidad; de hecho, la vista siempre recaía en la mansión Bellefleur de la colina, no había forma de eludir el castillo, ni siquiera en el ocaso, cuando los rayos lentos e inclinados del sol, rojizos y anaranjados, la iluminaban y el mismo lago comenzaba a hundirse en la misteriosa oscuridad. Hablan sobre cochinillos asados y manzanas acarameladas y el tamaño de la cornamenta de los animales, decía Della, mientras todo se desmorona a su alrededor. En Nochebuena se deslizan por la ladera en trineo y uno de los suyos muere, pero al día siguiente abren los regalos como si nada hubiese ocurrido y jamás hablan del asunto, se niegan a hablar de ello. (Sin embargo, a su esposo, Stanton Pym, que de hecho murió en un accidente de trineo, apenas seis meses después de la boda, y cuando la pobre Della transitaba el cuarto mes de embarazo de Leah, nunca lo habían considerado uno de los suyos: así que tal vez la acusación de Della era injustificada).

Por otro lado, quizá la maldición consistía en la irremediable y apasionada discordia de los Bellefleur en todos los temas. El tío de Germaine, Emmanuel, a quien ella había visto sólo una vez en la vida, y que visitaba el valle muy de vez en cuando y de forma impredecible, ya que decía sentir un violento rechazo por lo que él denominaba «la vida de ciudad» y las «habitaciones excesivamente calurosas» y las «charlas de mujeres», incluía en todos sus mapas de la región el nombre aborigen de la zona —Nautauganaggonautaugaunnagaungawauggataunagauta—, que significaba, en esencia, pues era imposible de traducir literalmente, espacio-donde-tú-remas-para-tu-lado-y-yo-remo-para-el-mío-y-la-muerte-rema-entre-nosotros. Esos ridículos nombres indios, decían las mujeres Bellefleur, ¿por qué no decían directamente lo que querían decir, como nosotros? La veneración de Emmanuel por los indios y por la cultura india del lugar (que apenas podía decirse que existiera desde que los tratados de 1787 desterraron a todos los indios de las montañas y las tierras de labranza fértiles junto al río, y sólo algunos millares vivían en una sola reserva al norte de Paie-des-Sables) era objeto de burla de gran parte de la familia, que no sabía exactamente cómo interpretarla. Cierto es que Emmanuel era «raro»; pero eso no acababa de explicar su afecto por los indios, o por las montañas, a las que profesaba un afecto aún mayor. Era como un resurgimiento de Jedediah, sin duda; y tal vez del mismo Jean-Pierre, que degeneró hasta el extremo de tomar como amante a una india de sangre iroquesa poco antes de morir. (Pero ¿había «estado» Emmanuel alguna vez con una mujer? A sus hermanos, Gideon y Ewan, les encantaba discutir este tema; es más, era uno de los pocos temas que no representaba controversia. Mientras que Gideon estaba convencido de que Emmanuel tenía que haber vivido alguna experiencia sexual, Ewan solía agregar que dicha experiencia podría no haber sido con una mujer necesariamente, lo que les provocaba sonoras carcajadas. Sin embargo, nunca hablaban de su hermano mayor, Raoul, que vivía a ciento sesenta kilómetros hacia el sur, en Kincardine, y cuya vida sexual era muy extraña). Como dijo una vez Emmanuel, los Bellefleur siempre estaban en pie de guerra, tenían el temperamento de los visones y él no quería formar parte de su maldición. (También se decía que el mismo Emmanuel estaba bajo el efecto de una maldición o encantamiento; de modo que, ¿cómo se atrevía a juzgar a los demás?).

Mucho antes de que el hermano de Germaine, Bromwell, abandonara a los Bellefleur y forjara su reputación —la suya propia— en el vasto y sombrío mundo al sur de las montañas, solía enunciar, con el ceceo natural y autoritario de los niños, que era improbable que existiera una «maldición»; pero si alguien lograba trazar el patrón ondulante de algún fenómeno que pudiera parecerse a una «maldición» a lo largo de las generaciones de la misma familia, podría reclamar sin duda alguna cierta validez científica: como herencia genética, no como superstición disparatada. Bromwell, que era hombre de letras y prematuramente calvo, aun en su niñez, con sus delicados anteojos de montura de alambre y la frente pálida y austera con una coraza de huesos duros y planos, soldados con cierta inquietud, y los deditos finos siempre alrededor de un lápiz muy afilado, tenía el don teatral de elegir la palabra incorrecta con absoluta corrección: de despertar a su audiencia (que a veces lo escuchaba con ojos vidriosos… ¿Quién podía aguantar sermones de cincuenta minutos sobre la naturaleza improbable del «infinito» o los hábitos de apareamiento, bastante monótonos, de las algas, o la sutil atracción gravitatoria de la Tierra hacia el Sol —como analogía, se apresuraba a explicar con mordaz inteligencia el niño, de la noción teológica de la dependencia de Dios en su única criatura de libre pensamiento: el Hombre—? ¿Quién podía aguantar, incluso entre las viudas y abuelas y tías más beatas de la mansión, duras de oído y de rostro amigable, semejantes observaciones de un niño que ni siquiera tenía diez años?), con un repentino y agudo arrebato de vulgaridad, que siempre confirmaba en sus oyentes la incómoda opinión de que no sólo era brillante (como sospechaban, con reservas, del hijo desgarbado de Hiram, Vernon, a pesar de su excentricidad) sino que, además, estaba en lo cierto.

De modo que la maldición se heredaba en la sangre; o se respiraba en el aire fresco, gélido y en cierta medida acre de los pinos; o no era más que una forma de negar la afirmación racionalista y discordante de que no había nada, absolutamente nada —ni Dios, ni el destino, ni los designios— que intentara hincar sus fauces en la piel perecedera de los Bellefleur, generación tras generación. Moviendo con la uña acicalada una de las fichas de ébano tallado del juego de damas y con los labios fruncidos y apretados frente al tablero, el tío Hiram murmuraba que él, con todos sus defectos, con sus tropiezos y desatinos (aunque, en realidad, era un jugador de damas astuto y hasta malicioso; no se permitía perder ni siquiera contra un niño enfermo) y con el ojo derecho medio ciego por un incidente acontecido durante la guerra y del que no quería hablar (parece que abandonó la tienda de campaña y se dirigió sonámbulo hacia las trincheras enemigas justo cuando una gran explosión de llamas destruyó no sólo la tienda y los jóvenes soldados que allí dormían, sino a unos cincuenta soldados en total. Pero Hiram Bellefleur salió ileso, salvo la pequeña brasa que le impactó en el ojo), pese a todos sus defectos y a no ser más que un astuto jugador, era, sin embargo, más astuto que el Dios de la creación, a quien calificaba desdeñosamente de senil: no le cabía la menor duda de que Dios «existía», pues era, por extraño que parezca, uno de los «religiosos» de la familia Bellefleur, pero este Dios era de una limitación irrisoria, estaba prácticamente agotado y en los últimos siglos carecía del ánimo necesario para inmiscuirse en los asuntos de los hombres. De modo que la «maldición» era sólo una casualidad: y una «casualidad» es algo que simplemente ocurre.

En tales ocasiones, Hiram podía estar jugando a las damas con Cornelia, o con Leah, o con alguno de los niños: tal vez con el joven Raphael, que estaba particularmente callado desde que estuvo a punto de ahogarse en la laguna (en unas circunstancias que nunca quiso explicar del todo a su familia). Si Hiram jugaba con una de las mujeres, era muy probable que la mujer en cuestión restara importancia a sus comentarios extravagantes, comentarios que ni siquiera habría oído, casi con seguridad; si jugaba con Raphael, el niño encorvaba sus hombros delgados sobre el tablero, estremeciéndose, como si las palabras de su tío abuelo le dieran escalofríos, pero no pudieran rebatirse.

Sí, afirmó Hiram con placer sardónico, la famosa maldición de los Bellefleur no es más que una casualidad… y la casualidad no es otra cosa que lo que sencillamente ocurre. Por eso, los que aspiramos a tener cierto nivel de control, por no hablar de inteligencia moral, no podemos ser víctimas de esas grotescas ridiculeces, como todos vosotros.

Sin embargo, las personas ajenas a la familia, incluso las que vivían a centenares de kilómetros, en las llanuras, y oían sólo los rumores más indirectos y exagerados del clan Bellefleur, nunca dudaban al hablar de la maldición de los Bellefleur, como si supieran con exactitud lo que decían y no hubiese ningún misterio al respecto. Se decía que la maldición de los Bellefleur era muy sencilla: estaban destinados a ser Bellefleur, desde el útero hasta la tumba y más allá.