La laguna Mink, un kilómetro escaso al norte del cementerio de los Bellefleur. En una base de cicuta y arce y fresno de montaña. En un lugar secreto moteado por el sol.
La laguna Mink, en la que Raphael Bellefleur, el hijo de doce años de Ewan y Lily, jugaba y salpicaba con el agua, nadaba y pasaba muchas horas echado en la pequeña balsa que había hecho con troncos de abedul y alambre, mirando en el agua. Casi todos los días el agua estaba clara y podía ver hasta el fondo cubierto de lodo, a dos o tres metros de profundidad todo lo más.
La laguna Mink, tan nueva y tan secreta que los Bellefleur mayores no sabían nada de ella. Si alguien preguntaba a Raphael dónde había estado toda la mañana y él decía, deprisa y con voz que apenas se le oía, «En ningún sitio, en la laguna», su abuelo Noel daría por supuesto que estaba hablando de una laguna que estaba justo al otro lado del huerto de perales. Hay mucha lubina ahí, decía el abuelo, y yo he visto manadas de rabos blancos paciendo por allí, una vez conté más de treinta y cinco y uno de los ciervos tenía unos cuernos de un metro, créeme… pero ¿sabes una cosa?, en esa laguna también hay tortugas que muerden, y esas bribonas son peligrosas. Le dio a Raphael unos golpecitos con el dedo índice y soltó una risita. ¿Sabes lo que le puede hacer una tortuga de esas que muerden a un muchachito que va vadeando en el agua? ¿O que es tan bobo como para tirarse a nadar? Y cuando Raphael se sonrojaba y estaba deseando escapar (porque era un niño tímido que rara vez alzaba la voz y hacía todo lo que podía por evitar la bulliciosa compañía de los otros niños), el viejo se reía con rudeza, balanceándose de un lado a otro, apretando las manos contra su panza incipiente, oprimida contra el chaleco y los pantalones. ¿Sabes lo que una de esas fornidas bribonas puede hacer, si muerde la carne tierna y calentita que se le pone delante?
La laguna Mink, el descubrimiento de Raphael, detrás del cementerio en el que ninguno de los niños jugaba. El día siguiente a aquel en el que se desbordó el riachuelo Mink, turbulento con la nieve que se derretía en las montañas, y que se desbordó más que ninguno de los otros riachuelos que desembocaban en el lago Noir, Raphael se echó a caminar con las botas de goma y las manos hundidas en los bolsillos para que se le calentasen, aunque era abril y casi primavera y se decía que aquel invierno terrible ya había pasado. (Arriba en las montañas había grandes gargantas y valles llenos de nieve, decía la gente. Había tales glaciares de hielo denso, cruel y azul plateado, y barrancos a los que no llegaba el sol, que quizá nunca se fundiría y habría otra época glaciar, y entonces ¿qué? ¿Tendrían los Bellefleur que ir de un lado a otro en trineo, como en los viejos tiempos, o andar con raquetas en los pies, como Jedediah? ¿Tendrían que vivir en la casa solariega tutores para que instruyesen a los niños, o no habría ninguna enseñanza?). Pero la nieve se derretía y los riachuelos se ponían turbulentos y se desbordaban, y a medida que la nieve acababa por derretirse, y los riachuelos se ponían turbulentos y se desbordaban, y a medida que caía la templada lluvia de primavera, aquel mundo atrapado en hielo de las montañas más altas gruñía y renunciaba a ser hielo y se convertía en agua que se precipitaba con ferocidad cuesta abajo por cientos de sendas —la senda del laurel, la de la sangre, la de la liebre, la de Colombina—, caía en ríos y riachuelos que iban derechos al lago y después por terrenos más bajos y después, se decía, para el mar, que quedaba a cientos de millas y que los niños no habían visto nunca. Raphael, cuando estudiaba el espléndido globo terráqueo que estaba en la biblioteca (era tan grande que ni siquiera Ewan, que tenía los brazos largos, podía juntar los dedos de las manos si lo rodeaba), ni siquiera podía encontrar el lago Noir, y se mareaba pensando en la inmensidad del mar. Era tan grande, dijo a su primo Vernon, que tendrías que pasar toda la vida haciendo que tu mente fuese igual de grande… No quiero ver nunca el mar.
El riachuelo Mink en temporadas menos turbulentas era un riachuelo ancho y serpenteante en el que los caballos y el ganado y las ovejas de los Bellefleur abrevaban; aunque se estrechaba y se hacía más empinado en terreno más alto, se explayaba en las praderas y se volvía con pereza sobre sí mismo en una serie de eses. En algunas partes no era muy profundo y en otras tenía cuatro o cinco metros de profundidad. En las orillas crecían densos y desordenados arbustos y matorrales de enea, juncia, aliso y sauce. Por todas partes había grandes cantos rodados, muy blancos, que había tirado un gigante de mal genio que vivía en lo alto del Mount Blanc, les habían dicho a los niños. Pero ¿cuándo ocurrió eso?, preguntaron. Hace cien años, les dijeron. Pero ¿eso fue verdad?, preguntaron. ¿Cómo que si de verdad?… ¿No veis los cantos? ¡Pues vosotros diréis!
Raphael se puso a seguir el riachuelo corriente arriba una mañana, solo, pensando que descubriría dónde nacía. Su tío Emmanuel era famoso en el valle (aunque la gente se reía también de él: desde luego Ewan y Gideon se reían de él) por los mapas minuciosos que había hecho de las montañas y que mostraban cada río, riachuelo, arroyo, senda, laguna y lago; Emmanuel desaparecía a veces durante mucho tiempo, podían ser ocho o nueve meses, y todos los niños, o por lo menos todos los niños varones, lo admiraban. Cruzó por la cabeza de Raphael que él podría escaparse de la casa e irse a vivir con su tío, en algún lugar en lo alto de las montañas… Pero después de andar casi cinco kilómetros se rindió, exhausto. El lecho del riachuelo y gran parte de la orilla era un revoltijo de roca, pizarra suelta, árboles caídos y extrañas bolsas y remolinos de espuma que se retorcían; algunas de las cascadas tenían una altura de tres metros y la rociada era helada y cegaba. Raphael calculó que había subido sólo unos cuantos metros en la montaña, pero se había quedado sin aliento. La cara le escocía donde las ramas de los sauces la habían golpeado, los oídos le tronaban con el estruendo de las cascadas, las avispas zumbaban furiosas alrededor de su cabeza, había asustado —y él se había asustado al verla— a una serpiente de anillos que estaba tomando el sol en un tronco (su hermano Garth había traído a la casa una vez, triunfante, una de más de tres metros enroscada en el cuello como una bufanda) y cuando se sacó las botas para frotarse los pies doloridos descubrió medio docena de sanguijuelas entre los dedos, pegadas a la piel blanca. Cosas feas, horribles, repugnantes, chupándole la sangre… Y tan pegadas a la carne… Casi se dejó llevar por el pánico al verlas y se puso a lloriquear como un niño pequeño. Cuando volvió a la casa le estallaba la cabeza de tanto sol y todos los nervios de su cuerpo frágil estaban agitados.
—¿Por qué habrá creado Dios a las sanguijuelas? —preguntó Raphael a su hermana mayor Yolande—. ¿Es que no sabía lo que estaba haciendo?
Yolande, la bonita Yolande, que llevaba un pañuelo en el cinturón con un delicado olor a colonia, ni siquiera lo miró. Miró su imagen reflejada en el espejo y siguió cepillando el largo cabello que era castaño, rubio y color caoba, todo a la vez, pero que se le dividía en rizos sobre los hombros, cosa que la exasperaba.
—No seas niño, Raphael —dijo, distraída—, sabes que ni hay un Dios en el cielo ni un demonio sentado en un trono en el infierno.
En la clase de la mañana siguiente Raphael le hizo a Demuth Hodge la misma pregunta. Hodge, a quien pronto despedirían de la casa de los Bellefleur (sin que nunca se supiera con exactitud el porqué: él había creído que estaba enseñando latín, griego, inglés, matemáticas, historia, literatura, redacción, geografía y «ciencia básica» con gran éxito, teniendo en cuenta la distinta aptitud, paciencia e interés de los niños Bellefleur), masculló algo así como que no le estaba permitido, en su calidad de tutor, hablar a los niños de asuntos religiosos.
—Supongo que sabrás que tu familia está dividida en ese tema, hay los que creen y los que no, y ninguno de los dos bandos tolera la postura del otro. Así que me temo que no me atrevo a responder a tu pregunta, salvo para decirte que es una pregunta noble y profunda y que podrías pasar el resto de tu vida buscando contestación…
El último de todos fue el primo Vernon, que enseñaba a los niños, de forma esporádica, «poesía» y «elocución», por lo general en tardes oscuras y lluviosas en las que no podía salir a dar paseos por los bosques. Pero Vernon habló con una certeza extática que perturbó a su sobrino. Yo te digo que todas las cosas son dioses, todas las cosas son Dios. El Dios vivo no es distinto, mi querido muchachito confundido, de Su creación.
El riachuelo era peligroso en los terrenos más altos y el lago estaba encrespado hasta en días templados, agitado por corrientes de fondo; pero la laguna Mink no era peligrosa. No era peligrosa, estaba escondida y era su laguna. A los otros niños no les interesaba nada. (No había peces en la laguna Mink, sólo pececillos de agua dulce y ni siquiera muchas ranas). Los hermanos y primos de Raphael y sus amigos remaban en el lago, o iban a caballo al Nautauga, donde podían pescar lucio y perca y cabeza de toro negra y aletas satinadas y barbo. Para qué diablos querría ir nadie a esa laguna de nada, le decían a Raphael. No es más que un agujero para abrevar.
La laguna Mink, la laguna de Raphael. Donde podía esconderse muchas horas y nadie lo molestaría. El abuelo Noel hablaba de la laguna, pero estaba claro que no sabía de lo que hablaba, su memoria debía de estar confusa, porque el terreno de más allá del huerto de perales no era más que un prado pantanoso y encharcado en el que anidaban totis de ala roja y urogallos; allí no había ninguna laguna.
—¿Por qué el abuelo está siempre hablando de la laguna con las tortugas que muerden? —preguntó Raphael a su padre—. Nunca he visto esas tortugas que muerden. No hay ninguna laguna donde él dice.
—Puede que tu abuelo esté mezclando las cosas —dijo Ewan, cortante. Se ocupaba muy poco de los niños, ni siquiera de su favorita, Yolande; estaba siempre corriendo para ir a inspeccionar a los arrendatarios de tierras, o para dar con el paradero de una vaca enferma, o para ir en automóvil a Nautauga Falls y reunirse con alguien del banco. Su rostro estaba a menudo rojo como el ladrillo, de rabia, una rabia de la que no podía hablar porque eso significaría otra pelea con Gideon, su hermano más joven, y todos los niños eran lo bastante prudentes como para echarse a un lado cuando él pasaba y no atraer nunca su atención hacia ellos a la hora de las comidas. Le dijo a Raphael con severidad—: Ten respeto por tu abuelo. No quiero oír nunca más cómo te burlas de él.
—No me estaba burlando de nadie —protestó Raphael.
La laguna Mink. Donde hasta el aire era plácido y escuchaba. Si él dijese algo en voz baja lo oiría, no dudaría de sus palabras ni lo desafiaría, era su secreto, sólo suyo. A veces pasaba horas entre los juncos que le llegaban a la cintura y miraba las libélulas y las arañas pescadoras y los escarabajos como molinillos, que no se cansaban nunca. De vez en cuando pensaba que el mero hecho de que existiesen era de lo más asombroso. Y que él existiese en el mismo mundo que ellos… Su mente abandonaba la tierra firme. Rozaba la superficie del agua con los insectos, o se hundía despacio hasta el fondo de la laguna que se oscurecía al irse hundiendo; pero a él no le inquietaba esa oscuridad que se acercaba, tan distinta a la oscuridad de su habitación, con el techo alto y las ventanas con corrientes de aire y el olor a polvo y rabia. ¿Hay algo en el mundo que quieras más que esa laguna tuya?, le preguntaba Lily, la madre de Raphael, agachándose para besarle la frente caliente, sin adivinar la verdad que estaba oculta en sus palabras; como ocultas están las ranas de piel leopardo en las hierbas de la orilla de la laguna, las que saltan con ruido al agua cuando él se acerca.
Ocurrió, sin embargo, una fría tarde de octubre, una semana después de la llegada de Mahalaleel a la casa, que Raphael estuvo a punto de ahogarse en su laguna.
A punto de ahogarse, ésa es la verdad. Porque se le echó encima, cuando soñaba echado en su balsa, un muchacho llamado Johnny Doan al que apenas conocía.
El tal Doan era un chico de quince años, de una familia de ocho hijos que vivía en una finca de cinco acres varios kilómetros al sur de la propiedad principal de los Bellefleur, en las afueras del pueblecito de Bellefleur (que, desde que había cerrado el granero, era poco más que un depósito de ferrocarril y unos cuantos almacenes). Muchos años antes, los Doan —mujeres y niños además de hombres— trabajaban en los enormes campos de lúpulo de Raphael Bellefleur; es más, los habían traído al valle del Nautauga por esa razón, junto con otros trabajadores, y los habían alojado al borde de los campos en construcciones tipo cuartel con tejados de zinc y una fontanería de lo más rudimentaria. Hubo un tiempo, en el momento cumbre de Raphael, en que empleaba a más de trescientos trabajadores y obtenía la cosecha de campos de más de seiscientos acres. Se decía por allí en aquellos tiempos (aunque no era del todo verdad) que la plantación de lúpulo de los Bellefleur era la mayor del mundo. El propio Raphael se enorgullecía de la calidad de su lúpulo, que según él era más sutil que el lúpulo que se plantaba en tierras más bajas (en Alemania, por ejemplo), y de la disciplina que sus capataces imponían en los trabajadores. Yo no estoy aquí en el mundo para que me quieran, decía con frecuencia a su mujer Violet, sino para que me respeten. Y desde luego sus trabajadores no lo querían, ni tampoco sus capataces ni los gerentes ni los distribuidores y asociados ni los otros tres o cuatro hacendados muy adinerados de las Chautauquas, pero era sin duda respetado.
Los días de cultivo de lúpulo en el valle habían pasado hacía mucho tiempo, pero quedaban por toda la zona un buen número de descendientes de los trabajadores de los Bellefleur. Algunos trabajaban en las grandes fábricas de conserva de Nautauga Falls y de Fort Hanna, en las que se envasaban tomates, guisantes y varios cítricos y se hacían conservas en vinagre; la familia de los Bellefleur era en parte propietaria de Productos del Valle, la empresa más grande. Algunos hacían trabajitos aquí y allá y trabajo temporero, y en las ciudades siempre podían acogerse a la seguridad social y cobrar el seguro de desempleo; a algunos les fue bastante bien y adquirieron a lo largo de los años fincas pequeñas que eran de ellos, aunque esas fincas no estaban casi nunca en las tierras más ricas del valle, que eran las que tenían los Bellefleur o los Steadman o los Fuhr. Algunos de los descendientes de los trabajadores de Raphael Bellefleur estaban ahora contratados por Noel Bellefleur y sus hijos como agricultores arrendatarios, o trabajaban en aserraderos y graneros en Innisfail y Fort Hanna; o, como los Doan, trabajaban en la recolección, o en la cosecha de fruta o como jornaleros de una clase u otra (cavar las acequias de regadío, construir edificaciones anexas), aunque Gideon Bellefleur prefería importar trabajadores del sur, o de Canadá, o incluso de una de las reservas de indios, ya que había llegado hacía poco a la conclusión de que no se podía fiar uno de la mano de obra local. Si un trabajador no trabajaba el día completo, no recibiría un jornal completo. «El hombre que tiene un contrato para hacer un trabajo y no trabaja como debería no es más que un ladrón», decía Gideon con frecuencia. Los Doan también trataban de ganarse la vida con su pequeña finca cubierta de maleza, cultivando trigo, maíz y unas habas de soja de aspecto enfermizo, y criando un pequeño rebaño de vacas. No tenían ni idea de cómo hacer para que la capa superior del suelo no se secara y se la llevara el viento, o quizá no tenían interés en esas cosas, por lo que su finca se estaba convirtiendo en polvo y en unos cuantos años no podrían pagar la hipoteca ni la maquinaria agrícola (lo poco que de eso había) y se vendería la casa en subasta (una casucha de dos pisos con tejado de cartón alquitranado y balas de heno mal puestas contra los cimientos de cemento, para calentar en los largos inviernos), y los Doan desaparecerían y se irían a una de las ciudades del sur, quizá a Nautauga Falls, o a Puerto Oriskany, y nadie volvería a saber de ellos…
Johnny Doan era el tercero de cinco chicos, y a pesar del mal régimen de carne grasienta, féculas y azúcar refinado con que la señora Doan los alimentaba, él había crecido tanto que a los quince años tenía el tamaño de un hombre hecho y derecho. Llevaba siempre caídos los anchos hombros, y la cabeza, más bien pequeña, inclinada hacia delante, con lo que parecía estar mirando la tierra con desconfianza. Holgazaneaba por la finca de su padre, la mirada apagada, cara de comadreja, el pelo descolorido y lacio cayéndole por la frente, una gorra gris de algodón sucísima con las iniciales RI (Recolector Internacional) en la cabeza. Cuando alguien de fuera de la familia lo saludaba, enseñaba los dientes manchados de tabaco en una sonrisa rápida y medio burlona, pero nunca contestaba; algunos pensaban que le gustaba hacerse el tonto y otros que era un poco retrasado. Por supuesto, le habían permitido que dejase la escuela comarcal a los trece años para trabajar con su padre.
Pero él no trabajaba mucho para su padre. Ni tampoco sus hermanos mayores. Andaban por el campo en automóvil, cuando podían comprar gasolina. Hacían trabajitos, pero los dejaban en cuanto recibían la primera semana de sueldo. Johnny Doan, con su pantalón de peto, sin camisa, a veces descalzo o con botas viejas salpicadas de barro, era una figura conocida en el pueblo de Bellefleur; y a veces se le veía en las carreteras algunos kilómetros más allá de la casa, caminando solo con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza un poco inclinada. En respuesta a una queja del padre de un niño que iba a la pequeña escuela pública de Bellefleur, el sheriff de la comarca de Nautauga fue en automóvil a casa de los Doan un domingo por la tarde y habló con Johnny y con su padre (según se dijo, Johnny se hacía el matón con los niños más pequeños), y después de eso Johnny rara vez aparecía por el pueblo, aunque se le veía como siempre caminando por las carreteras, atravesando los pastizales, sentado por las cunetas y solo del todo, sin compañía, el gorro gris en la cabeza y la expresión flácida y contenta.
—¡Eh, Johnny! —podía llamarlo efusivamente algún amigo del señor Doan—. ¿Quieres que te lleve a alguna parte? ¿Vas a algún sitio? —aminorando la velocidad del automóvil o de la camioneta para que Johnny pudiera alcanzarlo.
Pero los dientes manchados asomaban en una mueca vacía, los ojos castaños de mirada perdida seguían perdidos, Johnny nunca se dignaba a aceptar que lo llevasen. También pudiera ser que no tuviese ningún sitio a donde ir.
Una tarde dejó caer la horquilla en el estiércol del patio del establo encharcado y se fue. Andando sin parar. Cruzó el prado de su padre, lleno de maleza y con afloramientos de roca que irritaban la vista, y el maizal de un vecino en el que los tallos secos crujían al pasar por una pista de tierra batida que llevaba a las estribaciones. No era al niño Raphael Bellefleur al que quería lastimar, ni siquiera eran las chicas Bellefleur a las que quería espiar —¡la bonita Yolande, la hermosa Vida! Y la mujer de Gideon Bellefleur, la que tenía el cabello castaño rojizo y el mentón cuadrado y los pechos altos y grandes, sí, ¡esa!—, ni quería tropezarse con los chicos Bellefleur, a los que con razón temía. Era el castillo lo que quería ver. Lo había visto ya varias veces y quería verlo otra vez. Y quería entrar en él, así que marchó por campos de hierbas silvestres y juncia y sauce y se convirtió en perro, con la lengua fuera y la cabeza hacia delante para que los hombros se le hundiesen. Era un día de octubre, claro y frío. Llegó al riachuelo Mink y fue corriente abajo por un tiempo, tratando de que no se le mojasen las patas; con miedo de la corriente veloz; nervioso al ver las tierras montañosas del otro lado. Al fin llegó a una curva con poca profundidad en la que los niños Bellefleur habían colocado piedras grandes para cruzar, cruzó y saltó al otro lado. Era una criatura de larga cola amarillenta, parte perro de caza y parte sabueso. Tenía la lengua de color rosado húmedo y las encías de color muy oscuro. Los dientes eran marrón manchado, pero muy afilados.
El cementerio de Bellefleur encima de una colina, lleno de hierbas y de maleza. Una valla de hierro forjado, muy oxidada. Una verja de hierro forjado con pretensiones de elegancia, las puntas de abajo clavadas en la tierra, inmóviles desde hace años. Levantó la pata trasera izquierda y orinó en la verja, después fue corriendo adentro y orinó en la primera de las lápidas. Mármol, ángeles, cruces, granito, musgo y liquen y una pequeña selva de helechos. Loza de barro cocido puesta encima de las tumbas. El armazón seco de plantas y flores. Olisqueó un letrero grande y cuadrado que tenía la parte de delante muy lisa y reluciente, con bordes irregulares y ásperos; pero, por supuesto, no podía leer lo que decía. Las largas hierbas se movían. Había roncos cuchicheos, gritos apagados. Estaba asustado, pero no echaría a correr. Los hombros se le levantaron, la nariz se le bajó al suelo, se le tensó la piel por encima de las prominentes costillas, pero no saldría corriendo, los Bellefleur no lo asustarían. En vez de eso marchó con deliberación hacia lo que parecía una casita: un templo de unos cinco metros de altura, con cuatro columnas y ángeles y cruces talladas y otro letrero de letras grandes que no podía leer y no tenía ganas de leer, sabiendo que no decía más que «Bellefleur» y alardeaba de que alguien que estaba muerto sería resucitado. Johnny se detuvo un largo minuto para inspeccionar una extraña figura raquítica que tenía cabeza de perro —¿era un perro?, ¿era aquella cosa un ángel?— y guardaba la entrada al templo. La olisqueó y después levantó otra vez la pata de atrás y se marchó con desdén.
Cerca de uno de los túmulos más recientes dio una patada a varias urnas de barro que estallaron en varios trozos. Agarró con los dientes una banderita minúscula, una bandera de los Estados Unidos, y trató de hacerla trizas. Veréis lo que soy capaz de hacer, dijo. Veréis lo que los Doan son capaces de hacer. Con uno de los trozos de arcilla puntiagudos se puso a rascar su nombre en una lápida negra como el ébano, pero no pudo. Le harían falta un cincel y un martillo…
¡Veréis lo que pueden hacer los Doan!
Pero de pronto le entró el miedo. No sabía si había hablado en voz alta o no. No podía distinguir entre lo que se gritaba, lo que se susurraba y lo que estaba sólo en su pensamiento, y quizá los Bellefleur estaban escuchando, quizá uno de los hombres que contrataban estaba de patrulla en el cementerio y le dispararía… Aquella tierra era tierra prohibida, como todo el mundo sabía. Había avisos por todas partes de que no se podía entrar sin autorización y corría el rumor de que los chicos Bellefleur disparaban a los intrusos con rifles de calibre 22 nada más que para divertirse; y el tribunal de justicia de la comarca nunca los declararía culpables, el sheriff nunca los arrestaría…
Estaba asustado y furioso también. Primero una ola de miedo y después otra ola más fuerte de furia. Empujó una de las viejas cruces, pero no consiguió que cayera. Era muy vieja, las fechas 1853-1861 para él no tenían ningún significado, salvo que el cuerpo de debajo de la tierra hundida no debía de ser más que huesos, tumbados allí sin poder hacer nada y mirando hacia él, nada más que huesos, pensó soltando una risita, lleno de júbilo, y levantó la pata otra vez para orinar. Decían que eran espíritus, pero él no creía en los espíritus. Más bien no creía en los espíritus cuando era de día y había claridad.
Dio unas vueltas por allí, olfateando, y de pronto empezó a pensar en las niñas Bellefleur a las que había visto la semana anterior, a caballo, trotando por la vieja carretera militar. Dos niñas más jóvenes que él, una con el pelo largo y rizado color trigo: sabía que se llamaban Yolande y Vida, y quería gritarles: «¡Yolande, Vida, yo sé quiénes sois!», pero, por supuesto, se había quedado escondido. El pasado mayo había estado espiando en la boda de los Fuhr en el pueblo, en la vieja iglesia de piedra, y había visto, en medio de la multitud de hombres y mujeres alegres y bien vestidos, a Gideon Bellefleur y a su mujer Leah: Leah, de cuerpo rotundo y arrogante, hermosa con su vestido turquesa y el moño sobresaliendo por debajo de un elegante sombrero de ala redonda, Leah que era más alta que la mayoría de los hombres, mucho más alta que el padre de Johnny… Johnny se había acercado, mirándolo todo. Nadie lo vio, o eso parecía: por qué iban a darse cuenta aquellas gentes adineradas: y se quedó mirando y mirando a Leah Bellefleur, que llevaba una sombrilla de color crema que hacía girar, inquieta, entre los dedos enguantados. Podía oír —casi podía oír— la voz ronca y provocativa de la mujer. Se habían alejado un poco de los demás, ella y uno de los Fuhr, y estaban hablando y riéndose juntos de una manera que hizo contraer el corazón de Johnny, porque él quería —él quería— tener a Leah, él podría haber gritado: «¡Yo sé quién eres! ¡Todos te conocemos!». El joven con quien hablaba era casi tan alto como Gideon. Era de pelo rubio, sin barba, muy apuesto y, aunque se reía y bromeaba con Leah, la miraba también con una emoción que Johnny entendía bien. Le dio a Johnny placer quedarse con la imagen de la mujer Bellefleur y someterla, en la intimidad de la noche, a algunas torturas adecuadas: torturas con cuchillos de matar cerdos, hierros candentes y látigos (el mismísimo látigo que su padre usaba para golpear a Johnny y a sus hermanos, robado del establo de los Bellefleur hacía años): justo lo que ella se merecía.
Un pájaro carpintero empezó a chillar y él aguantó el impulso de salir disparado del cementerio. Echó a andar, ahora con prisa de marcharse, pero la valla, la valla con puntas de hierro… Encontró una abertura y se metió por ella, gimoteando, a cuatro patas, con el rabo escuálido temblando y pegado a las ancas.
Él no creía en los espíritus, ni siquiera en el cementerio de Bellefleur. No de día.
Ahora se veía en la distancia el castillo. El castillo de los Bellefleur. Los tejados cobrizos, las torres gris rosado. El vapor subiendo del oscuro lago. Y detrás de la casa monstruosa un cielo de mármol azul y blanco, con colores fuertes y deslumbrantes.
Se detuvo y se quedó mirando. Estaba jadeando: el pájaro que chillaba lo había asustado, se dijo, aunque sabía que eso no era verdad.
El castillo de los Bellefleur. Más grande de lo que él recordaba. Aun así podía destruirse. Podía incendiarse. Aunque era de piedra podía incendiarse, desde dentro quizá. Y aunque la piedra no se quemase, lo de dentro se quemaría, la carpintería de filigrana, las alfombras, los muebles, las cortinas.
Podría caer una bomba desde lo alto. En una revista que era casi toda de fotografías, él había visto fotos en blanco y negro de ciudades incendiadas, él había visto y admirado a los jóvenes pilotos con cascos que sonreían desde las cabinas y que parecían de su edad. Allí estaban el castillo, los establos de piedra, el jardín detrás del alto muro secreto, la avenida curvada de gravilla flanqueada por árboles cuyos nombres Johnny no conocía… Ah, pero más cerca estaban los viejos cobertizos de madera que se usaban en otros tiempos para secar el lúpulo y ahora los cubrían las enredaderas, los techos casi podridos del todo y a punto de derrumbarse; esos cobertizos sí que se quemarían.
Echó a correr cuesta abajo y se encontró con que estaba acercándose otra vez al riachuelo. Había dado unas vueltas y ahora corría a través de los pastizales; en algunos sitios la orilla de arcilla roja tenía casi dos metros de altura y en otros —donde el ganado venía a beber— descendía poco a poco hasta el agua. Un letrero que decía «Prohibida la entrada» le saltó a la vista. Aunque él no podía descifrar las palabras y no podría haberlo deletreado, entendió el mensaje.
—Bellefleur —susurró.
Podían disparar a alguien como él, si querían. Por furia o por deporte. Si querían. Si lo veían. Había rumores, cuentos desagradables: perros deambulantes a los que se les disparaba, pescadores que no hacían caso de los letreros a los que se les disparaba (era lo que decía Dutch Gerhardt, aunque él había estado pescando en el sendero de la Sangre, en lo alto de la montaña, que era propiedad de los Bellefleur, sí, pero a varios kilómetros de la casa)… y después, hacía cinco o seis años, cuando algunos de los recolectores de fruta del valle hablaban de hacer huelga, encontraron a ese joven del sur que trató de organizarlos con discursos cargados de furia, apaleado, ciego de un ojo, en un campo desde el que se veía el río Nautauga… Y cuando Hank Varrell, un amigo de Eddy, el hermano de diecinueve años de Johnny, dijo algo sobre una de las mujeres Bellefleur —una chica de Bushkill’s Ferry, pariente lejana—, llegó no se sabe cómo a oídos de los Bellefleur, y el propio Gideon fue a buscar a Hank y lo habría matado seguramente si otras personas no hubieran estado allí… Johnny se sacudió para no dormirse. Había caminado mucho, mirando al suelo. Cuando alzó la vista vio la laguna: vio el sol pasando por la cicuta y las hojas doradas del arce de montaña, reflejado en la laguna: y vio al niño en la balsa, estirado boca abajo, un dedo metido en el agua. Vio la laguna y el niño a la vez.
Pelo oscuro, fino. El perfil de los Bellefleur, reconocible incluso a varios metros de distancia: perfil romano, nariz larga, ojos hundidos.
—Bellefleur —susurró Johnny.
Ya se estaba tambaleando con el peso de las piedras. Tres o cuatro en los bolsillos, otras mal puestas en los brazos. Arrojó la primera de ellas antes de llamarlo, pero ni siquiera entonces habló: lo que salió fue un grito, una burla, un chillido, ruido nada más, no del todo humano.
El niño levantó la cabeza. La expresión de su cara era un vacío total de asombro, más allá del miedo, más allá de la sorpresa. Johnny corrió hasta el borde de la laguna, gritando, y arrojó otra piedra. La primera no había acertado, la segunda le dio al niño en un hombro. El rostro de los Bellefleur: Johnny lo habría reconocido en cualquier parte, aunque este niño tenía el cuerpo pequeño y la piel se le había puesto blanca como la de los muertos.
—¡Bellefleur! ¿Cómo te gustaría que te rompiese la cara? ¿Cómo te gustaría que te hundiese esa maldita cara en el agua?
El niño gritó y levantó una mano, y eso le dio a Johnny ganas de reír. ¿Creía que podía proteger su preciosa carita? ¿Esa carita, tan pequeña y delicada como la de una niña? Johnny entró chapuzando en la laguna y arrojó otra piedra, gruñendo. No le dio al niño, ni siquiera levantó mucha agua, y Johnny sintió una llamarada en el estómago y en la ingle, iba a matar a aquel desgraciado, le iba a enseñar a él y a todos los Bellefleur lo que podía hacer. Otra piedra, una más pequeña, le dio al niño en la frente y lo tumbó; y en seguida salió mucha sangre brillante y roja; y Johnny vaciló, de pie ahora con el agua hasta las rodillas. La barbilla le había empezado a temblar. Estaba jadeando, los hombros alzados y encorvados.
—¡Bellefleur! —susurró por tercera vez, echado hacia adelante para escupir en el agua.
Si el chico no hubiese empezado a llorar, si no hubiese empezado a sollozar y gemir y llorar como un niño pequeño, Johnny podría haber mostrado clemencia, pero el niño lloró y se quedó tan flojo echado para un lado, como si alguien lo hubiese herido de verdad, que la llamarada surgió otra vez en el estómago de Johnny y lo agitó hasta el fondo de la garganta. Empezó a gritar y a arrojar otra piedra, y otra, y otra, y cuando paró, pestañeando para quitarse el sudor de los ojos, vio con asombro que el niño se había ido: se habría caído de la balsa y hundido en la laguna.
Johnny se quedó quieto por un momento, mirando. Tenía la última piedra en las manos y no podía decidir qué hacer con ella. Medio consciente, razonó que, si la dejaba caer, lo salpicaría… Pero era igual porque ya tenía los pantalones mojados… Pero si el niño se subía a la balsa le haría falta la piedra para arrojársela… Aunque quizá el niño se había ahogado… Tal vez lo había matado…
—Eh, Bellefleur —dijo en voz baja y ronca.
No había hablado lo bastante alto como para que lo oyera aunque el niño hubiera salido del agua. Tenía la voz cascada e insegura, como si no hubiese hablado desde hacía tiempo, y el esfuerzo le hacía daño. Tenía el fondo de la garganta en carne viva, como si hubiese estado gritando.
—¿Bellefleur?…
Puede que fuese un truco, pero el niño no salió a la superficie. La laguna parecía bastante profunda, el agua se estaba rizando cada vez más, unos cuantos escarabajos de agua, asustados por la conmoción, estaban ahora volviendo, y el silencio de los pájaros se llenaba con el chirriar furioso de las ardillas.
Johnny Doan retrocedió, dejó caer la piedra y se puso a correr. Ahora no era más que un muchacho, un muchacho con la cara enrojecida, los pantalones mojados y una vieja gorra de paño en la cabeza. La gorra se le cayó, pero se dio cuenta en seguida, paró para recogerla y la caló hasta el fondo de la cabeza, hasta que le cubrió la frente. Para no dejar pruebas. Se alejó de la laguna Mink, se fue hasta la carretera de Innisfail unos kilómetros al oeste y llegó a la finca de su padre a tiempo para la cena; y aunque la barbilla le temblaba un poco y tenía los ojos llenos de una humedad que no era de lágrimas, estaba borracho de júbilo y no podía parar de sonreír burlón.
—Bellefleur —susurró, limpiándose la nariz con la mano y soltando una risita nerviosa—. ¡Ya veis lo que somos capaces de hacer!