La llegada de Mahalaleel

Fue hace muchos años, en aquellos tiempos oscuros, caóticos, insondables, previos al nacimiento de Germaine (casi doce meses antes de su nacimiento), durante el transcurso de una noche del fin de septiembre, una noche agitada por vientos frenéticos, como espíritus que hubieran entrado en liza —ora con pesar, ora con ira, ora con la sutil delicadeza del violonchelo, capaz de erizar la piel de los brazos y el cuello—, una noche tan sofocante y movida, tan llena de anhelos silenciados que Leah y Gideon Bellefleur volvieron a discutir en su enorme cama bañados en lágrimas, porque su amor era demasiado voraz como para ser contenido por simples cuerpos mortales; y sus palabras balbucientes, desconsideradas, angustiadas, parecían cintas de seda salvaje entrelazadas con violencia (pues cada uno pensaba que el amor del otro no era equiparable al suyo, ni nunca podría serlo: Leah sospechaba que ningún hombre era capaz de sentir un amor profundo y silencioso, como la laguna de un bosque; Gideon sospechaba que ninguna mujer comprendía la naturaleza de la pasión masculina, una pasión que podía desgarrarlo, dejarlo quebrado y extenuado, vulnerable como un niño). Fue aquella noche turbulenta, azotada por la lluvia, cuando llegó Mahalaleel a la mansión Bellefleur, a orillas del lago Noir, donde viviría casi cinco años.

La mansión era conocida por los lugareños como el castillo Bellefleur, algo que a la familia nunca le gustó, ni siquiera a Raphael Bellefleur, que construyó la imponente mansión muchas décadas atrás gastándose casi un millón y medio de dólares, en parte para su esposa Violet y en parte como estrategia para su campaña política. A Raphael Bellefleur le ofendía e incomodaba la palabra «castillo», que para él representaba el Viejo Continente, el pasado, el cementerio putrefacto que era Europa (así se refería al continente con frecuencia, con esa voz nasal, entrecortada y formal que parecía siempre dirigida a un gran público), y cuando el abuelo de Raphael, Jean-Pierre Bellefleur, fue expulsado de Francia y repudiado por su propio padre, el duque de Bellefleur, el pasado dejó de existir, sencillamente.

—Ahora somos todos americanos —decía Raphael—. No tenemos más remedio que ser americanos.

La mansión se alzaba en lo alto de una colina cubierta de hierba y rodeada de pinos y arces y falsos abetos. Desde allí se veía el lago Noir y a lo lejos el Mount Chattaroy, siempre entre la neblina, el pico más alto de las Chautauquas. Su silueta imponente y sus torres almenadas anunciaban la presencia de un castillo: el estilo general era gótico inglés con cierta influencia morisca (Raphael estudiaba con afán los planos de innumerables castillos europeos mientras despedía a un arquitecto tras otro, lo que iba alterando el espíritu de la edificación de modo gradual), una belleza cruda y violenta en constante expansión, algo jamás visto en aquel rincón del planeta. Para ello hizo falta un pequeño ejército de obreros que invirtió más de siete años en su construcción. Fue en aquellos tiempos cuando el nombre de «Bellefleur» se dio a conocer en todo el estado, provocando los más diversos elogios y halagos (que pronto cansaron a Raphael, a pesar de considerarlos justos) además de algún que otro comentario burlesco en la prensa (para su asombro absoluto, que prevalecía sobre la furia. Ningún ser civilizado y en su sano juicio podía dejar de conmoverse ante la grandiosidad de la mansión Bellefleur). «Mansión Bellefleur», «castillo Bellefleur», «monumento de los Bellefleur», «monumental capricho de los Bellefleur»: ésos eran los comentarios. Pero todos coincidían en que jamás se había visto nada igual en el valle del Nautauga.

El edificio de sesenta y cuatro habitaciones era una construcción de piedra caliza y granito traído de las canteras Bellefleur de Innisfail: para la mezcla de argamasa hubo que transportar, en carros de caballos, toneladas de arena de los areneros del lago Plateado, pertenecientes a la familia. La casa estaba dividida en tres partes, un ala central y dos laterales, todas ellas de tres plantas, protegidas y coronadas por torres almenadas que brindaban una armonía sólida y particular. (Las torres fueron concebidas para contrarrestar el efecto de los torreones moriscos, más pequeños y ornamentados, que se alzaban en las esquinas de varias fachadas de piedra). Sobre los miradores y los inmensos arcos se utilizó piedra caliza de matices más claros, con diseño de cintas en espiral, muy agradable a la vista. Casi todo el tejado era de pizarra importada, aunque había partes de cobre que a veces resplandecían al sol de tal modo que la mansión parecía estar en llamas: ardiendo, nunca consumida. Desde la otra orilla del lago Noir, a muchos kilómetros de distancia, la mansión adquiría diversas y sorprendentes tonalidades de misteriosa belleza a ciertas horas del día: gris rosáceo, malva, verde pálido. El efecto fúnebre y pesado de las paredes, columnas y almenas y el perfil de sus tejados inclinados se diluía en la distancia y la mansión Bellefleur se veía ligera y etérea, como los colores difusos del arco iris…

La lentitud de las obras siempre impacientó a Raphael, y cuando al fin terminaron no quedó muy satisfecho con el resultado. Le habría gustado un vestíbulo más amplio, un paso de carruajes diferente, y lamentaba que las dependencias del cochero no fueran de piedra más oscura. El grosor de los muros exteriores, de ciento ochenta centímetros, se le antojaba escaso (su temor eran los incendios, que ya habían destruido en la zona más de una mansión de estructura de madera); y la logia de la segunda planta, con sus gruesas columnas separando la primera y la tercera planta, le parecía poco agraciada. Además, no estaba seguro de que las sesenta y cuatro habitaciones fueran suficientes. ¿Qué pasaría si algún día organizaba una reunión del partido en la mansión Bellefleur? Necesitaría una habitación de invitados de extraordinarias dimensiones y gran belleza para los huéspedes de alcurnia (la Habitación Turquesa se construyó poco después); necesitaría tres torres de entrada en lugar de dos, y la entrada central tendría que haber sido más amplia. Ésas eran sus tribulaciones mientras iba de aquí para allá evaluando lo que veía, sin saber si era tan hermoso como decían o tan disparatado como él creía. Pero ya no había marcha atrás, tenía que seguir adelante. Cuando el último carro de caballos trajo la última carga de materiales desde Nautauga Falls, cuando colocaron el último vitral importado y llegaron los últimos muebles de época y demás antigüedades, cuando colgaron todos y cada uno de los cuadros y tapices y pusieron las alfombras persas y turcas, cuando los parques y jardines tomaron forma y los caminos de gravilla fueron transitables, cuando empapelaron la última habitación con papel importado y fijaron los grandes picaportes y pestillos a los portones de acero, y el último carpintero (los hubo alemanes, húngaros, belgas, españoles) colocó el último panel, o poste de caoba, o suelo de madera de teca; cuando colocaron la última repisa de mármol blanco importado de Italia para las chimeneas y colgaron del techo la última araña de oro y cristal; cuando todas las tallas, esculturas, mosaicos, cortinajes y paneles que a Raphael se le antojaron estaban en su lugar…, miró a su alrededor, empujando con firmeza sus anteojos contra la nariz, y lanzó un suspiro de resignación. Había construido aquel lugar y ahora tenía que vivir ahí.

(Raphael padecía desde la niñez el temperamento de los Bellefleur, una desafortunada mezcla de pasión y melancolía para la que no había remedio).

Sin embargo, cuando Mahalaleel llegó a la mansión ya no era lo mismo. A lo largo de las décadas la servidumbre de entonces, formada por treinta y cinco personas, se redujo en gran medida y muchas de las habitaciones se cerraron. La bodega mermó considerablemente y las estatuas de mármol del jardín sufrieron un notable deterioro por falta de cuidados. Cuando los árboles japoneses, de suma delicadeza, enfermaron y murieron, plantaron en su lugar árboles autóctonos más robustos, robles, cipreses, abedules, fresnos. Los niños habían rayado y estropeado algunos de los muebles más hermosos, por más que tuvieran prohibido jugar en la mayor parte de las habitaciones, como es natural. En los tejados de pizarra había goteras dispersas, las torres sufrieron daños considerables a causa de las tormentas, los hierbajos y la maleza invadían el lugar pensado para la piscina exterior, el entarimado del vestíbulo quedó visiblemente maltrecho cuando el joven Noel Bellefleur entró a caballo en la casa sin explicación aparente. Gavilanes, palomas y demás aves anidaron en las torres abiertas (los esqueletos de pequeñas criaturas cubrían el suelo de piedra de estas rudimentarias estructuras); en la casa había termitas, ratones, y hasta ratas y ardillas y mofetas y mapaches y serpientes; muchas de las puertas se combaron y no cerraban bien, al igual que las ventanas, algunas de las cuales no se podían abrir ni forzándolas. Nadie atendió los tuliperos cuando los ciervos hambrientos y los puercoespines los agredieron, como nadie tampoco se ocupó del magnífico olmo escocés después de que un rayo partiera sus ramas más altas. El tejado del ala este no fue reparado a conciencia a raíz de los estragos causados por una mala tormenta primaveral, y la misma noche en que llegó Mahalaleel la chimenea más alta de ese tejado también sufrió daños considerables. Pero ¿qué se podía hacer? ¿Acaso había remedio? Vender la mansión Bellefleur era impensable (y tal vez imposible), volver a hipotecarla no era viable…

El abuelo Noel cabalgaba por la finca a lomos de su viejo semental Fremont, anotando en su librito negro de contabilidad los arreglos que debían hacerse antes de que finalizara la estación, calculando (sin entrar en detalles) el dinero que iba a hacer falta. Lo que más lo alteraba era el deterioro del cementerio, donde las elegantes lápidas de mármol antiguo y alabastro y granito, y, sobre todo, el mausoleo de Raphael, con sus refinadas columnas corintias, se encontraban en un estado lamentable. ¡Morir y tener que ser enterrado ahí!… ¡Qué rencor almacenarían en su espera los muertos!…

Sin embargo, no hacía sino quejarse mecánicamente ante su mujer y los demás, y la cantinela era a esas alturas tan sabida que sus hijos Gideon y Ewan no hacían ya el menor esfuerzo por fingir que escuchaban. Su hija Aveline aprovechaba para insistir:

—Si me pusieras a mí al frente de esta casa, y no a Gideon y Ewan, esto sería otra cosa…

Pero al abuelo Noel lo gobernaban la apatía y la inercia, le tiraban de los tobillos, incluso de los tobillos de su caballo, y era muy capaz de hacer una pausa en medio de un discurso exaltado y, con un gesto brusco de resignación, darse la vuelta y desaparecer. No hay remedio, nada se puede hacer con estos tiempos funestos que nos asolan, parecía decir, es el destino de los Bellefleur, nuestra maldición, no hay escape posible mientras vivamos…

Los Bellefleur siempre destacaron entre sus vecinos del valle, no sólo por su relativa riqueza, o por su conducta controvertida, sino por su notable historial de infortunios. El destino les deparó una cuota justa de buena suerte, pero después contrarrestó con excesivas dosis de mala suerte. Es imposible describir la experiencia de nuestra familia, pensaba Vernon Bellefleur: ¿Estamos abocados a la tragedia, o simplemente a la farsa, o al melodrama? ¿Son bromas del destino, pura casualidad indescifrable? Hasta los muchos enemigos que tenían los Bellefleur reconocían que éstos eran excepcionales. Se decía que la «sangre» Bellefleur acarreaba cierta melancolía caprichosa, una predisposición a la vitalidad y la pasión que en cualquier momento podía quedar neutralizada por la desolación más aterradora, por un peculiar vacío de visión: en una ocasión el tío abuelo Hiram intentó explicar el fenómeno refiriéndose a la exuberancia del chorro de agua que sale por la tubería… y se va agotando, arremolinándose en torno al desagüe y desapareciendo poco a poco… aspirada por la fuerza de la gravedad y devuelta a la tierra. Tan pronto somos una cosa como la otra, como si nos aspiraran…, como si aspiraran nuestra exuberancia…, sin poder hacer nada para remediarlo. Nada.

Las mujeres de la familia, si bien no eran indiferentes a estos misteriosos vaivenes de energía, solían minimizar el fenómeno diciendo que no eran más que estados de ánimo, fases, una racha que alguien estaba pasando.

—Bueno, parece que hoy no estás de humor para nada —podía decir Leah a Gideon con la mayor naturalidad al verlo tirado en la cama vestido de pies a cabeza, con las botas de montar embarradas, la cabeza colgando por el lateral, el rostro oscurecido por la sangre y la mirada incierta.

Y aunque no respondiera, aunque pudiera quedarse así horas enteras, paralizado, sin respirar apenas, para ella no era más que un estado de ánimo particular.

—¿Dónde está Gideon? —preguntaría Cornelia, la suegra de Leah, cuando se sentaran todos a cenar en el comedor pequeño (el grande, situado en el ala central, con sus lúgubres mesas y sillas alemanas, sus taciturnos lienzos holandeses, sus revoques decorativos y sucios y sus imponentes lámparas de cristal en las que las arañas habían tejido galaxias enteras de telarañas, y unas chimeneas de más de dos metros de altura que con el pasar de los años se asemejaban, y olían, cada vez más a tumbas abiertas, llevaba años sin usarse) y Leah se encogería de hombros, unos hombros espléndidos, con total indiferencia y respondería:

—Ha sucumbido al humor contemplativo, madre.

Y su suegra asentiría con conocimiento de causa y no haría más preguntas. A fin de cuentas, su hijo mayor, Raoul, también se había consagrado a un humor particular, más bien siniestro, y según decían su cuñado Jean-Pierre, que por entonces cumplía condena en la cárcel de Powhatassie, había cometido un delito, o delitos, de tal magnitud que de ser culpable (que no lo era: el juez y el jurado, haciendo gala de sus prejuicios contra la familia, se negaron a hacerle un juicio justo) había que atribuirlo sin duda alguna al efecto de un humor demoníaco y tenebroso, y a nada más. Y cuando el tatarabuelo Jedediah se refugió en la falda del Mount Blanc para ver a Dios en su esencia viviente, también se consagró a un humor particular, traicionero…, un humor que bien pudo destruir todo el linaje de los Bellefleur desde sus inicios. Otro ejemplo fue el primo del abuelo Noel, que al oír los planes que su familia tenía para él y en un verdadero arranque de iracundia, se tiró a las cuchillas giratorias de una voluminosa sierra que había en uno de los aserraderos de Fort Hanna, pertenecientes a la familia. Y todo por abandonarse a uno de sus múltiples humores, decían las malas lenguas con visible desdén… La propia Leah, a quien su familia política más inmediata consideraba de una serenidad rayana en el mal gusto, también tuvo sus rarezas de conducta violenta de pequeña. (Era dada a tener las mascotas más estrafalarias, según decían. Los caprichos más inauditos).

Probablemente fue un humor particular lo que le llevó aquella noche de septiembre, excepcionalmente calurosa, a discutir con su marido, un humor que la impulsó a bajar corriendo y dar refugio a Mahalaleel. Sabía perfectamente, conjeturaban los demás, que la presencia de Mahalaleel enloquecería al pobre Gideon…

Fue así como sucedió.

Durante todo el día se vieron en el cielo destellos de luz pálida sobre el lago Noir, surcado por franjas de tonos verdes y anaranjados, como las del atardecer. El sol se puso por el borde mismo del Mount Chattaroy, a menos de ochenta kilómetros de distancia. Las montañas del norte no se veían. El aire era malévolo. Al anochecer comenzó a caer una lluvia cálida, al principio ligera, pero poco a poco fue tomando cuerpo hasta encrespar las aguas del lago con más y más violencia. Al rato comenzó a soplar el viento. El lago Noir, oscuro por lo general, adquirió un tono aún más tenebroso por el azote del viento, las olas crecían por momentos, esbeltas y plomizas, y rompían veloces contra la orilla con aire de contrariada impaciencia. Se podía oír, o casi oír, sus voces.

El joven Vernon Bellefleur, que estaba caminando por los pinares, pensó si no debería refugiarse en los viejos barracones de los peones, más abajo del cementerio, o echar a correr hasta llegar a casa. Tenía pavor a las tormentas: era cobarde por naturaleza. Oía voces en el viento, oía sus gritos lastimeros pidiendo auxilio, o queriendo llamar la atención sin más. A veces le parecía, para su horror, reconocer alguna, o tal vez eran imaginaciones suyas, fruto del terror… Oía a su abuelo Jeremías, desaparecido en una riada hace diecinueve años, durante una tormenta de parecidas dimensiones, oía a su hermano Esaú, que sólo vivió unos meses, a su propia madre, que después de arroparlo y besarlo —«Buenas noches tesoro, buenas noches mi vida, mi dulce ratoncito»— desapareció para siempre… Todo eso escuchaba, presa del pánico, sin atreverse a dar un paso.

El pequeño Raphael, viendo cómo se acercaba la tormenta en una de las habitaciones más altas del ala este, una de las que habían cerrado, se tapó los ojos cuando el cielo se resquebrajó con un rayo. Lanzó un grito de sorpresa. Por un instante brutal, el Mount Blanc se iluminó: de pronto adquirió un raro aspecto nítido y compacto, aplanado, como un recorte de papel, y emitía una luz que parecía salir de dentro. Raphael también oía gritos incorpóreos volando a merced del viento, como las hojas de los árboles. Eran los espíritus de los muertos, que buscaban refugio en noches así, pero al ser invidentes les resultaba imposible calcular lo cerca que estaban de los vivos.

Ya entrada la noche, antes de desvestirse para meterse en la cama, Gideon Bellefleur comprobó puertas y ventanas, y gruñó con resignación al ver las goteras que había en todas y cada una de las habitaciones en las que entró, además del mal estado de los marcos de las ventanas, pero ¿de qué servía enojarse? Los Bellefleur eran ricos, estaba claro que eran ricos, pero no tenían dinero, no tenían dinero suficiente; no para arreglar la mansión a fondo, que era lo que hacía falta. Los remiendos que pudieran hacer eran del todo inútiles. Se afanó en cerrar una contraventana que golpeaba la pared repetidamente, la cabeza inclinada, el gesto torcido, los labios apretados para no mascullar obscenidades. (Leah no toleraba las obscenidades, ni de él ni de ningún hombre. «Quieres profanar la vida —le gritaba— profanando sus orígenes: te prohíbo decir esas groserías en mi presencia». Pero era ella quien las decía a menudo. Cuando se impacientaba o se sentía frustrada, maldecía con palabrotas de colegiala, con exclamaciones infantiles, «¡Esto es el colmo! ¡Maldita sea! ¡Qué demonios!», lo que desagradaba a su suegra, pero fascinaba a Gideon, que veía en todo ello un encanto irresistible. Claro que su joven esposa era tan hermosa y admirable que su atractivo nunca se desvanecía, saliera lo que saliese por su boca). Fue en aquel instante cuando Gideon vio, o creyó ver, que algo se movía en la oscuridad del jardín, dos plantas más abajo. Avanzaba contra el viento con elegancia y presteza, como una araña de agua gigantesca, sin rozar apenas la hierba. «Dios mío», murmuró Gideon. Aquella criatura, acobardada por el muro del jardín, vaciló unos instantes antes de subirse a él y recorrerlo, ahora más torpe, tanteándolo como si estuviera ciega.

Gideon se asomó a la ventana para seguir observándola. Se detuvo en la cara, en su pelo largo y grueso, en la parte superior del cuerpo, empapada por la lluvia. Habría gritado —lo que fuera—, pero tenía la garganta agarrotada y, además, hacía tanto viento que sus palabras habrían vuelto a entrar en la habitación. Después hubo un relámpago y advirtió que la enorme y desaliñada glicina, que crecía en exceso contra el muro, sufría los azotes del viento y daba la impresión de avanzar hacia la casa. No era más que eso, no había ninguna criatura, los ojos lo habían engañado.

La tormenta amainó al fin y todos se acostaron, pero el viento comenzó a soplar con bríos renovados y pronto se hizo evidente que nadie dormiría mucho aquella noche. Leah y Gideon se abrazaron en la cama y hablaron inquietos de temas que habían pactado no volver a tocar: el mal estado de la casa, la madre de Leah, la madre de Gideon, el hecho de que Leah quisiera tener otro hijo y no pudiese, no podía, por alguna razón no se quedaba embarazada a pesar de haber concebido ya a los mellizos (que por entonces tenían cinco años, la hermana de Germaine, Christabel, y su hermano Bromwell); y después acabaron peleándose; sollozando, Leah le dio un puñetazo en la mejilla izquierda a Gideon, y éste, aturdido primero y después furioso, la cogió por los hombros y la zarandeó. «¿Puede saberse qué estás haciendo? ¿A quién te crees que estás pegando?», exclamó antes de soltarla de un empujón contra la cabecera de la cama antigua (una pieza veneciana del siglo dieciocho, una góndola con dosel y tallas elaboradas, enormes almohadas de plumas de ganso y plumón. Era una de las adquisiciones más disparatadas de Raphael Bellefleur y el mueble preferido de Leah, maravillosamente vulgar, suntuoso, absurdo. Había rechazado la cama que les dieron sus suegros cuando llegó a la mansión de recién casada para quedarse con ésta después de recorrer las habitaciones cerradas sabiendo exactamente lo que quería: de pequeña había ido a menudo a jugar a la mansión, era una de las primas de Gideon, de la rama «pobre» de los Bellefleur, en la otra orilla del lago). Leah respondió con una patada y él se abalanzó sobre ella, y forcejearon, se insultaron, gruñeron y jadearon, y cuando más bramaba la tormenta hicieron el amor, por segunda vez aquella noche, murmurando «Te amo, te amo con toda mi alma», y ni siquiera los espíritus de los muertos, con sus gritos enardecidos y desgarradores, podían penetrar sus pálpitos apasionados y extasiados…

Después todo acabó y se quedaron dormidos. Gideon nadaba sin esfuerzo por lo que parecía ser un bosque inundado, indiferente a los árboles arrancados de cuajo, a los detritos, incluso a algún que otro cadáver arrastrado por la corriente; con una inmensa sensación de triunfo. Como si estuviera de nuevo de cacería, persiguiendo al buitre del Noir, esa enorme criatura de alas blancas, hombros encorvados y cara simiesca, moteada, desnuda… Leah inmersa en sueños profundos, embarazada, por supuesto, incluso embarazada de nueve meses ya: el vientre inmenso palpitando con vida.

Pero entonces despertó de súbito.

Abajo, delante mismo de la casa, oyó a lo lejos unos gritos desesperados pidiendo refugio.

Los oía perfectamente, eran llantos, imploraciones, arañazos en la puerta, necesidad de entrar.

Leah salió del sueño pesado, cálido, hipnotizante y afloró a la realidad, donde la tormenta seguía bramando y una criatura pedía cobijo con gritos lastimeros. Sin la menor vacilación, se levantó desnuda de la cama y se puso la bata de seda, una de las pocas prendas de vestir que aún pertenecía al ajuar de hace seis años, ya muy raída y ligeramente sobada en los puños. Su marido alargó el brazo hacia ella y murmuró su nombre entre sueños con tono quejumbroso, posesivo, pero ella fingió no oír nada.

Encendió una vela, protegió la llama con la mano y el cuerpo para no molestar a Gideon y salió descalza a toda prisa. Ya en el pasillo, oyó a la criatura con total claridad. No era un llanto humano, no hablaba en ningún idioma, pero ella lo entendió al instante.

Y fue así como la madre de Germaine decidió abrirle la puerta a Mahalaleel, desnuda bajo la bata de seda que le llegaba a los pies; una mujer alta, excepcionalmente alta y fuerte y esbelta, de piernas largas y escultóricas, cuello erguido, una trenza gruesa de cabello rojizo que le caía entre los omóplatos con todo su peso y recorría su espalda hasta la cintura. Una gigantesca beldad en cuyo rostro de ojos hundidos, nariz romana, larga y recta, y labios carnosos y entreabiertos oscilaba y relucía la luz trémula de la vela como una caricia.

—¿Sí? —exclamó Leah según descendía por la escalinata de caoba—. ¿Quién es? ¿Quién anda ahí?

Bajó con paso acelerado sin mirar los viejos tapices de pliegues desvaídos ni las hornacinas de las paredes de piedra con bustos —Adonis, Atenea, Perséfone, Cupido— que habían acumulado capas y capas de mugre con los años y más parecían mulatos de sexo indeterminado; pasó delante del curioso tambor de la guerra civil que adornaba el rellano de la escalera de la primera planta y que Raphael Bellefleur hizo cubrir a su muerte con su propia piel, con el borde de latón, oro y nácar (¡pobre abuelo Raphael! Creyó que le rendirían homenaje todas las generaciones venideras y ni el más ocioso de los infantes reparaba siquiera en él). Leah bajaba a toda prisa, descalza, hundiendo los talones con fuerza en la raída alfombra carmesí, sosteniendo en alto la vela temblorosa, la frente surcada por mechones sueltos de cabello rojo oscuro, los ojos bañados en lágrimas incontables.

—¿Sí? ¿Quién es? ¿Quién es? ¡Soy Leah, ahora mismo te abro la puerta!

Tal fue el alboroto, entre los arañazos y los gemidos de la puerta y los gritos de Leah a pleno pulmón, que el resto de los ocupantes del castillo —ya despiertos por la tormenta, o durmiendo superficialmente— no tardó en levantarse. Por aquel entonces, los mellizos estaban muy pegados a su madre, sobre todo Christabel: en ese momento salieron de su cuarto sin despertar a Lettie y echaron a correr por el pasillo de la primera planta, Bromwell lloriqueando mientras se ajustaba las gafas de montura metálica y Christabel con el pelo alborotado y también llorosa, sujetándose el camisón que le caía por el hombro.

—¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Mamá! ¡Es un fantasma, que quiere entrar en casa!

Como es natural, los primos saltaron de la cama, los más bulliciosos —los de Ewan y Lily— se apiñaron en la barandilla de la escalera para contemplar la escena con los ojos muy abiertos. Y al propio Ewan, que por tamaño parecía un oso y estaba perplejo, con la cara enrojecida y el pelo cano erizado e indómito, como si un gusano de seda hubiera tejido allí su asombroso capullo, lo seguía la tía Lily tirándole del brazo, con un chal de cachemir tapándole los hombros y atado bajo el pecho caído, su rostro, lánguido, tan difuso como una acuarela borrosa.

—¿Y ahora qué sucede? ¿Qué ha pasado, Ewan? ¿Es Gideon? ¿Es Leah? ¿Qué demonios están haciendo?

En lo alto de la escalera apareció Vernon temblando, las dos partes del pijama desparejadas y excesivas para su notable delgadez. No dejaba de tirarse de los cuatro pelos albinos que tenía en la barbilla, convencido como estaba de haberse salvado de milagro de caer en manos de los espíritus del bosque aquella tarde, corriendo como una exhalación y oyendo sus voces, sus gritos, sintiendo que le agarraban de la manga, que le pellizcaban las orejas y que lanzaban besitos ardientes y burlones a sus labios apretados, pero ahora sabía que el más audaz de los espíritus lo había encontrado y en cualquier momento echaría la puerta abajo y subiría al rellano de la escalera para reclamarlo… Con todo, no gritó a Leah para que no abriera la puerta, como sí hicieron los demás.

Edna, el ama de llaves, se levantó y se puso la bata de franela cruzada a duras penas por su voluminoso pecho; también se levantaron los sirvientes Henry y Watson, y el tutor de los niños, Demuth Hodge, con el pelo cómicamente encrestado, y por último la pobre Lettie, que al despertar vio que los niños no estaban en la cama y que el viento azotaba la casa y que una lluvia torrencial golpeaba las ventanas como si fueran guijarros lanzados a mano por algún loco.

—¡Bromwell, Christabel! ¿Dónde estáis? —gritaba (aunque en realidad, ¡pobre Lettie!, pensaba sólo en el padre de las criaturas).

El abuelo Noel se asomó en ropa interior, bochornosamente sucia. Su cabello, entre cano y amarillento, vagaba por su cráneo y el rostro, excesivamente pequeño y afilado, lívido de cólera.

—¡Leah! ¡¿Qué pasa aquí?! ¿Se puede saber a qué se debe todo este caos? ¡Te prohíbo abrir esa puerta, Leah! ¿Acaso no sabes lo que sucedió en Bushkill’s Ferry? ¿Es que no habéis aprendido la lección? —exclamó arrastrando su pronunciada cojera, resultado de la explosión de una mina que a punto estuvo de volarle el pie derecho poco antes de concluir la guerra.

También estaba la tía Aveline, con su bata de raso acolchada y el cabello recogido en rulos de tela. Tras ella iban su marido, Denton, con ese rostro de molusco anodino, y sus hijos pequeños, Morna, de nariz afilada, y Louis, que tenía trece años y sonreía de soslayo creyendo que uno de los enemigos del tío Gideon había venido a buscarlo. Jasper, el menor de los hermanos, pura fibra, se soltó de la mano de su madre y echó a correr detrás de Leah escaleras abajo.

—¡Tía Leah! ¿Necesitas ayuda? ¿Quieres que te ayude a abrir la puerta?

Inevitablemente, los hijos de Lily y Ewan también bajaron a todo correr, las pequeñas Vida y Yolande armando el mismo alboroto que sus hermanos Garth y Albert. El único que se quedó atrás fue Raphael. Lo cierto es que de todos los Bellefleur, Raphael fue el que pasó más miedo aquella noche turbulenta en la que llegó Mahalaleel. Arriba se oía de lejos a la abuela Cornelia murmurar entre dientes mientras trataba de ajustarse la peluca sin la atenta ayuda de su sirvienta (la anciana mujer creía que un rayo había incendiado la casa y que debía abandonar su dormitorio sin perder un segundo, pero su orgullo le impedía aparecer ante sus hijos y nueras y nietos, ni siquiera ante su marido, sin su nueva peluca francesa). La bisabuela Elvira se movió un par de veces en la cama, pero no llegó a despertarse del todo: los vientos encarnizados la zarandeaban de aquí para allá y vio con toda claridad cómo crecían las aguas del Nautauga (cosa que ocurrió en realidad aquella noche: durante el punto álgido de la tormenta las aguas crecieron medio metro), y volvió a discutir airadamente con su marido Jeremías, disuadiéndolo de rescatar a los caballos, tal como hiciera hace diecinueve años. Como era de esperar, el testarudo anciano no le hizo el menor caso, a pesar de tener la ropa y la poblada barba negra empapadas, y la bota izquierda llena de sangre por algún objeto punzante que se la había perforado y a pesar de la escabrosa cicatriz de la frente —una herida de guerra motivo de orgullo absurdo— lívida de temor.

—¿Es que quieres ahogarte? ¡¿Acaso quieres que te lleve la corriente?! —le gritaba ella—. ¡Porque si es así, no cuentes conmigo para ir a buscarte! ¡No seré yo quien vaya a buscar tu infeliz cadáver para enterrarlo! —como en efecto ocurrió.

Contra todo pronóstico, el tío Hiram, que era dado al sonambulismo, sobre todo en aquella etapa de su vida, dormía profundamente en la cama de su amplio y elegante dormitorio con vistas al jardín y no se enteró del revuelo que había en toda la casa hasta el día siguiente, cuando le sorprendió sobremanera tanto la llegada de Mahalaleel como la obstinada conducta de Leah. («¿Por qué no puede Gideon controlar a su esposa?», le preguntó a su hermano Noel. «¿No te parece que está un poco avergonzado de la relación?»). La tía Verónica tampoco bajó, aunque llevaba horas despierta, evidentemente; oyó los gritos y le picó la curiosidad, pero permaneció en la cama vestida de pies a cabeza, con una capa de lluvia cubriéndole los hombros, simplemente a la espera —¿a la espera de que pasara la tormenta?—, a la espera sin más.

Al fin apareció el propio Gideon en lo alto de la escalera, subiéndose los pantalones a toda velocidad. El pecho terso y musculoso relucía de transpiración bajo la mata de vello oscuro. La boca era un círculo rojo e iracundo en medio de la barba, los ojos desorbitados.

—¡Leah! —gritó—. ¿Se puede saber qué demonios haces ahí? ¡Quien quiera entrar a esta casa tendrá que vérselas conmigo! «¡Sal de la puerta ahora mismo!».

Pero ya era tarde. Con la ayuda de Jasper y Albert, Leah logró abrir el cerrojo y empezó a mover la puerta con todas sus fuerzas (era la puerta del antiguo vestíbulo del ala central y hacía años que no se usaba: roble macizo por los dos lados, marco de acero a prueba de incendios, unos cincuenta kilos de peso y tanto las bisagras como los pestillos estaban muy oxidados). Pero de pronto se abrió del todo y el viento la empujó con fuerza hacia la pared de dentro, la lluvia entró en avalancha y allí mismo, en el inmenso arco de entrada, escabulléndose a toda prisa y con ignominiosa desesperación, se refugió una criatura esquelética a los pies de Leah. No era más grande que una rata, el pelaje oscuro empapado por la lluvia, las costillas protuberantes, los bigotes plateados los tenía partidos, arrastraba una cola flácida y más delgada que el cordón de los zapatos. ¡Qué criatura tan repugnante! ¡Qué cosa tan desdeñable y sucia y chorreante y asquerosa!

Gideon bajó el último tramo de escalera a toda prisa y gritando. Aquello era una rata y pensaba matarla de una patada. Garth, el hijo mayor de Ewan, hizo un primer amago con una silla. Jasper dio unas cuantas palmadas al aire cantando a la tirolesa para asustarla. El abuelo Noel se desgañitaba diciendo que todo era una trampa, una trampa para despistarlos, estaban en peligro, entre los arbustos de fuera se habrían agazapado los Varrell, ¿cómo es que a nadie se le había ocurrido coger una pistola? La criatura, aterrorizada, se guareció entre las piernas de Leah, con el estómago aplastado contra el suelo. Bromwell dijo que era un ratón almizclero y por lo tanto inocuo. ¿Podía quedárselo? ¿Podía quedárselo como mascota? Gideon seguía gritando, convencido de que era una rata, un animal sucio y portador de enfermedades al que había que matar. Alguien cerró la puerta —la lluvia era torrencial— y la pobre criatura ya no tenía escape. Gideon se acercó, pero Leah quiso alejarlo de un empujón:

—¡Déjalo en paz! ¿Qué culpa tiene de ser feo?

Los niños avanzaron en semicírculo con fuertes pisotones, haciendo mucho ruido. El animal bufó y retrocedió; pero al verse acorralado saltó hacia delante y se metió entre las piernas de Gideon, después comenzó a correr como loco pegado a la pared, chocándose con las patas de la mesa, topándose con los tobillos desnudos del abuelo Noel. Todos gritaban: unos con miedo, otros con entusiasmo. ¡Una rata! ¡Una rata gigante! ¿O era un ratón almizclero? ¡O una comadreja! ¡O un gato montés! ¡O un cachorro de zorro!

Corría de lado a lado de la habitación enseñando los dientes, con las orejas hacia atrás. Leah se agachó para cogerlo.

—¡Ven! ¡Ven conmigo! No te voy a hacer ningún daño, pobrecito —gritó.

El animal vaciló un instante tan sólo y en cuanto vio que Gideon se le echaba encima con expresión de pocos amigos dio un salto y se encaramó a los brazos de Leah. Pero tal era el revuelo, y tan escandalosos los niños, que la criatura entró en pánico y comenzó a gruñir y arañar y rasguñar con los dientes los brazos que la sujetaban.

—¡Ya está! ¡Ya está! ¡No temas, pobre diablo! —gritó Leah sin dejar de sostener al pobre animal, que era mucho más musculoso y pesado de lo que su esquelético aspecto sugería y no dejaba de retorcerse. Aunque sangraba por algunos de los rasguños que tenía en los brazos y en las mejillas, Leah no lo soltaba por nada del mundo; hasta le canturreaba bajito como si fuera un bebé. Della, su madre, apareció en el vestíbulo con un camisón negro hasta los pies y en la cabeza, pequeña y casi calva, un gorro de dormir transparente. Al ver a su hija comenzó a gritar:

—¡Leah, suelta ese bicho ahora mismo! ¿Se puede saber qué haces? «¡Te digo que lo sueltes ahora mismo!».

Dicho esto, intentó manotearle los brazos, pero Leah se apartó a tiempo; Gideon también quiso arrebatárselo, pero ella no flaqueó.

—Pero ¿qué os ha hecho esta pobre criatura? ¿Por qué sois tan crueles?

El animal seguía retorciéndose en sus brazos, lacerándola sin remisión, y Leah se lo alejó un poco del cuerpo. En sus hombros había magulladuras de cierta gravedad, lo mismo que en uno de sus hermosos senos, blancos y tersos: eso debió de enloquecer a su marido.

—Conque estás enfadado, ¿eh? —dijo Leah en tono exultante, impostando la voz—. ¿Quieres que te responda con la misma moneda? ¡Espera y verás!

—Leah, por el amor de Dios. Déjame sacarlo de aquí —insistió Gideon.

Pero era imposible razonar con ella cuando se le metía una cosa entre ceja y ceja.

Levantó a la criatura por encima de su cabeza para que no le rozaran las uñas del animal, que seguía muy agitado. Se le tensaron los músculos de sus magníficos hombros y brazos. Sin dejar de canturrear logró calmar a la extraña criatura y finalmente pudo acariciarle la cabeza.

—Pobre animalito; está muerto de frío y empapado y aterrorizado. ¿Tienes hambre? Ahora mismo voy a darte algo de comer y después te quedarás dormido junto a la chimenea. ¿Qué culpa tendrás tú de ser tan feo?

Bajó al animal y lo acunó en sus brazos, aunque seguía tiritando convulsivamente.

—Pobrecito, estás perdido, como todos nosotros —murmuró Leah.

Y así fue como llegó Mahalaleel a la mansión Bellefleur: Leah lo rescató y lo llevó a la cocina, a la lumbre de la chimenea, y le dio comida, leche, restos que había en una de las sartenes, cortezas de panceta, huesitos de pollo. El animal se lanzó a todo ello con visible entusiasmo, temblando, moviendo los ojos a toda velocidad, como las ratas, con su cabeza huesuda y angulosa, apoyando la cola flácida y escuálida en el suelo. Después lo secó con una toalla grande y susurró:

—Ahora estarás calentito, sano y salvo, y nada ni nadie volverá a hacerte daño —dijo desoyendo los consejos de su madre y de su marido, que insistían en que se curara las heridas cuanto antes. Gideon vio los rasguños, el brillo de la sangre, y se hundió en la miseria, y se le nubló la vista, y sintió, con inmensa amargura, que se le partía el alma, pues no había forma de que su joven y bonita esposa, su prima Leah, la madre de los mellizos a quienes tanto quería, tanto que no podía soportarlo, le obedeciera. Todos los habitantes del valle del Nautauga le tenían un temor reverencial, no había un solo hombre en toda la zona que osara hacerle frente, pero su propia mujer, ¡su propia mujer!, lo desafiaba por sistema. ¿Qué podía hacer? La amaba. La amaba con toda su alma, y le habría arrancado al escuálido Mahalaleel de sus brazos y retorcido el cuello con un golpe maestro si hubiera servido de algo, lo que seguramente había percibido el animal, mirándolo encubiertamente a través de sus pestañas plateadas.

—Ven a la cama, Leah —dijo Gideon con voz cansina.

Los demás ya se habían ido. Volvió el silencio a la casa, hasta la tormenta había amainado. ¿Faltaría poco para el amanecer? Leah se estiró y entrecerró los ojos de puro placer, el cuerpo ondulándose, como los peces, como si no reparase en la presencia de Gideon. A sus pies, en la chimenea de losa, la desdichada criatura se durmió al fin.

—Vamos a la cama —dijo Gideon cogiéndole la mano.

Ella no se resistió. Se cubrió el pecho con recato, cruzándose la bata rasgada y sangrienta, y se volvió hacia su marido como para apoyar la cabeza en su hombro.

—Debes de estar agotada —dijo él.

—Tú sí que estarás agotado —respondió ella.

A la mañana siguiente, cuando Edna entró en la cocina y echó un vistazo al animal que descansaba junto a la chimenea, un solo vistazo, dio un alarido y salió corriendo en busca de la señora. Lo que vio no fue esa especie de rata despreciable y famélica de la noche anterior, sino un gato de extraordinaria belleza: un gato enorme de pelo largo y color entre rosa y cobrizo, mullido y sedoso, con una cola elegante parecida a un penacho y unos bigotes plateados, largos y fuertes que rebosaban vida.

—Mahalaleel —dijo Leah sin dudar un instante, aferrándose a un sonido que nunca había oído, pero que le pareció idóneo, absolutamente acertado, como si un diablillo se lo hubiera susurrado al oído. (Después supo que Mahalaleel era un nombre bíblico y a punto estuvo de cambiar de opinión, por algo pertenecía a la rama familiar de los que despreciaban la Biblia con visible orgullo).

—Mahalaleel —murmuró Leah—. ¡Qué hermoso eres!…

El gato se movió majestuosamente y abrió los ojos —unos óvalos cristalinos, casi glaciales, en los que parecían flotar lánguidamente dos oscuras rendijas— antes de emitir un ligero ronroneo de asentimiento, como si la reconociera. Probablemente la reconocía.

—¿Mahalaleel?…

Leah se arrodilló delante de él, maravillada. Acercó la mano para acariciarlo, pero el animal se puso tenso, echó las orejas hacia atrás unos milímetros y ella vaciló un instante.

—Esto sí que es una sorpresa. ¡Qué hermoso eres! —murmuró Leah, relamiéndose—. Ya verás cuando te vean los demás.

Le ordenó a Edna que le calentara un poco de leche; no, mejor un poco de crema, Mahalaleel se merecía un festín. Y ella misma se la dio en un cuenco de Sèvres descascarillado. El animal consintió al fin sus caricias, tímidas al principio, después más firmes. Leah se estremeció de sólo pensar que aquella enorme criatura pudiera atacarla a traición, como le había ocurrido con un perro de caza, viejo y medio ciego, cuando no era más que una niña revoltosa. Si en un arranque de cólera la arañaba con esas uñas, o mordía su cuerpo desnudo con esos colmillos… pero era un riesgo que estaba más que dispuesta a correr, y el corazón le latía con fuerza, presa de un enorme y curioso regocijo. Le acarició el lomo sedoso y tupido, le rascó detrás de las orejas, le hizo cosquillas en la barbilla y le sacó varias ortigas incrustadas regodeándose con el ronroneo gutural y crepitante que salía de las profundidades de su garganta. ¡Qué hermosura! ¡Qué belleza de criatura! Cuando lo vieran los demás se quedarían estupefactos. El animal apuró toda la crema del cuenco y Leah se levantó para ir a buscarle algo más de comer, fiambre, una pata de pollo fría. Era una delicia ver cómo se lo devoraba todo con gusto exquisito. Su inmensa cola con forma de pluma, en la que se mezclaban infinidad de colores, bronce, azafrán, gris, negro, blanco, plateado, se alzó lentamente hasta erguirse del todo, temblando ligeramente de placer.

Leah se sentó a poca distancia, envolviéndose los pies con el faldón de la bata y rodeando las rodillas con sus brazos, sin dejar de contemplar al animal. Mahalaleel debía de pesar unos catorce kilos, calculó. Y estaba claro que no era mezcla de lince ni de gato montés, era un gato de raza, un perfecto aristócrata, como el gato persa que Leah había codiciado hacía muchos años, cuando estudiaba en el internado La Tour. El gato era de la directora, Madame Mullein, y las niñas que, por su docilidad, o sus buenas notas o su perspicacia eran del agrado de Madame Mullein podían acariciarle la cabecita en ocasiones señaladas. Pero Leah, que era revoltosa y traviesa y rebelde, no había tenido nunca semejante privilegio. ¡Maldita Mullein! Le había deseado la muerte más de una vez, deseo que a aquellas alturas ya se había cumplido. Y para colmo ahora tenía su propio gato, la criatura más hermosa que había visto en su vida, por si fuera poco. (También le habían entusiasmado los caballos, sobre todo de pequeña; y desde los doce años hasta casi los diecinueve, cuando se comprometió con Gideon Bellefleur, tuvo una mascota de lo más extraordinaria, una inmensa araña de color negro satinado por la que sentía una veneración desmesurada, casi perversa; los numerosos perros de caza de los Bellefleur también despertaban en ella un fuerte vínculo emocional, además de los múltiples gatos y gatitos de la finca, pero ninguna de estas criaturas iba a significar tanto para ella como Mahalaleel).

—Un prodigio de la naturaleza, eso es lo que eres; un verdadero tesoro —murmuraba Leah, incapaz de quitarle los ojos de encima al animal, que en aquel momento se limpiaba las patas a lametazos rápidos y ágiles con su lengua rosa, ajeno a los ojos que lo miraban.

Había algo de hechizo en aquel pelaje rosáceo, brillante, sedoso y ligero como una pelusa de algodón, y a la vez sorprendentemente grueso y fuerte; y qué fascinante y evocador el dibujo indescifrable de toda esa infinidad de pelos, cada uno aportando su color sutil. A cierta distancia parecía de un solo color, un gris rosado brillante; de cerca se teñía de otra tonalidad más broncínea. Desde otro ángulo, cuando el sol matinal penetraba en sus orejas finas y delicadas, de considerable tamaño, era de una transparencia misteriosa. Y cuando te apartabas un poco y veías la cola, larga y espesa, y los pies, casi excesivos con sus almohadillas entre grises y rosadas, parecía inmenso, una criatura corpulenta y musculosa, oculta bajo un pelaje de hermosura engañosa, casi frívola, un pelaje ligero como el plumón de las aves. ¡Qué magnífico espectáculo! Leah no podía dejar de contemplarlo.

Con los brazos alrededor de las rodillas y la trenza despeinada colgando por el hombro derecho, Leah miraba al animal al que había decidido llamar Mahalaleel. Era un presagio, sin duda alguna, un presagio favorable de buena fortuna. Con qué languidez se lavaba, completamente ajeno a ella… Ligeramente ensimismada, se palpó los rasguños que el gato le había hecho la noche anterior, presa del pánico. Aún le dolían y ahora empezaban a picarle. Con la yema de los dedos advirtió, con singular indiferencia y desconcierto, las finas crestas de sangre coagulada y endurecida que tenía en el antebrazo y en los hombros, en la parte inferior de la mejilla derecha y hasta en su seno derecho. Qué extraño placer, buscar esas heridas y rascárselas con cuidado, burlonamente; qué extraño placer toparse con esas curiosas e inesperadas texturas en su propia carne, donde hace tan sólo un día no había más que piel suave y tersa. Si aquella criatura hermosa la había herido en su afán de escape, no fue a sabiendas de lo que hacía y por lo tanto era del todo inocente.

—¿Mahalaleel? ¿Por qué has venido a esta casa? —susurró Leah.

El gato continuaba lavándose las patas y las orejas, después se estiró y bostezó mostrando sus dientes de marfil, tan fuertes y afilados que Leah se asustó. ¿Y si la atacaba de pronto?… ¿Y si le hundía en la carne aquellos dientes grandes, como los del ocelote? Se inclinó con cautela hacia delante para hacerle más mimos. Con el característico desdén aristócrata, el gato se alejó un poco y después consintió que le acariciara la cabeza.

—Mi hermoso Mahalaleel —dijo ella.

Cuando los ocupantes de la mansión vieron a Mahalaleel el asombro fue generalizado, como era de esperar. ¡Esa especie de rata escuálida que habían visto por la noche, esa pobre bestia inmunda…, transformada en semejante belleza!

El abuelo Noel habló en representación de todos y dijo tartamudeando:

—Es…, es increíble…

Mahalaleel se estiró una vez más y se dio la vuelta; a continuación se hizo un ovillo delante de la chimenea y allí se quedó sin hacerles el menor caso.

Desde aquel día, la misteriosa criatura Mahalaleel vivió con los Bellefleur. Disponía del castillo a sus anchas y contaba con la admiración de todos…, excepto la de Gideon. Gideon lamentaba de vez en cuando no haberle retorcido el cuello aquella noche tormentosa. Tenía la idea (aunque nadie sabía por qué) de que todo se desencadenó aquella noche. Y una vez en marcha, no hubo forma de detenerlo.