PRÓLOGO

PRÓLOGO

Este libro es un intento de ofrecer una perspectiva diferente a la complejidad de la guerra civil española a través del estudio de las vidas de nueve de sus protagonistas más importantes. En mayor o menor medida todos fueron responsables de la gestación del enfrentamiento. Todos tuvieron un papel importante en el conflicto. Por su parte, la guerra supuso un impacto dramático en la vida de todos. Dos de ellos, Julián Besteiro y José Antonio Primo de Rivera, morirían como resultado directo de la contienda. Cuatro —Manuel Azaña, Indalecio Prieto, Salvador de Madariaga y Dolores Ibárruri— se verían obligados a un duro exilio. Solamente la Pasionaria volvería a España, y eso después de treinta y ocho años de echar de menos a su patria. Tres serían los beneficiarios de la victoria. De ellos, dos, Francisco Franco con José Millán Astray como uno de sus fieles seguidores, serían triunfalistas y vengativos, disfrutando los frutos de la victoria y dedicando la mayor parte del resto de su vida a mantener vivo el espíritu de la guerra civil española.

La tercera, Pilar Primo de Rivera, representa un caso diferente. Su existencia se vio perjudicada por la muerte de dos de sus hermanos, Fernando y José Antonio. Aunque no hay duda de que el proyecto de su vida, la Sección Femenina, benefició al régimen, estuvo marcado por el dolor de la pérdida de sus hermanos.

En cada una de las nueve vidas que se retratan aquí, el esfuerzo de relacionar la vida personal del individuo con su papel político ha dado más énfasis a la tristeza, el dolor y la tragedia de la guerra civil. Con la excepción de Franco y Millán Astray, quienes usaron la violencia y el terror como instrumentos de su propia ambición, el papel político de cada uno de los personajes estudiados recoge una catástrofe personal. En realidad, la vida de los nueve personajes que aparecen en este libro mueve a reflexión sobre la profundidad de la tragedia sufrida por los españoles. La disposición de aquellos dos para sacrificar la vida de sus compatriotas y la agonía mental y las dudas sufridas por los otros siete les convierten a todos en personajes representativos de aquella tragedia.

Es una conclusión comúnmente aceptada que la guerra civil española fue una lucha entre extremos llevada a cabo por fanáticos apasionados de la derecha y de la izquierda, por fascistas contra comunistas, por católicos militantes contra ateos convencidos, por separatistas contra centralistas, por campesinos hambrientos contra terratenientes. No es difícil encontrar los conflictos amargos que parecían hacer la guerra inevitable en los años anteriores a 1936. Sin duda, la guerra civil no era una sola guerra sino muchas, que coexistieron y se solapaban de tal manera que acentuaron el odio. Extremismos que ya existían y hostilidades latentes se vieron estimulados por muchos aspectos de la confrontación. En cualquier guerra se suele dar rienda suelta a los odios reprimidos. Esto se acentuó con el colapso de la legalidad republicana en toda España, al ser sustituida en la zona nacional por militares, curas y falangistas y en la zona republicana por milicias sindicalistas y comités políticos. Fue una oportunidad para vengarse de los resentimientos acumulados. Hubo muchas atrocidades y, junto con las muertes en batalla, provocó el deseo de venganza entre familias y compañeros de las víctimas.

Entre los de izquierda y los de derecha había muchos que consideraban la guerra civil como la oportunidad de resolver conflictos que se habían intensificado durante los últimos cinco años. Una minoría importante fue responsable de los brotes de odio ciego y matanzas irresponsables en toda España. Por ambos lados hubo sacas. Odios religiosos y de clase provocaron atrocidades tremendas en ambas zonas. A menudo fueron llevadas a cabo por grupos incontrolados que preferían matar civiles en la retaguardia a enfrentarse a la dureza del frente. En una anécdota que me contó el político catalán Miquel Roca i Junyent se ejemplariza el aspecto inconsciente de tales extremismos. Su abuelo materno era un carlista catalán importante, Miquel Junyent i Rovira. El 22 de julio de 1936, un grupo de milicianos de la Federación Anarquista Ibérica se presentó en casa de los Junyent y exigió que les acompañara. Como era un político importante de derechas, no había duda de sus intenciones hostiles. Sin embargo, había muerto de un ataque al corazón el día anterior. Cuando la viuda les informó, sospecharon que se trataba de un engaño e insistieron en ver el cadáver. Cuando les llevó hasta el ataúd abierto, enfrentados a la prueba evidente de su fallecimiento, uno de ellos se dirigió a los otros y les dijo: «¡Cojones! Ya os decía que teníamos que haber venido ayer.»[1]

El sectarismo descontrolado y frívolo que existía detrás de un millar de incidentes parecidos fue algo que las autoridades republicanas en Cataluña y en el resto de España se esforzaron en eliminar, no siempre con éxito. En la zona nacional fue más bien un instrumento político que aprovecharon. En ciudades como Salamanca y Valladolid, las matanzas se convirtieron en un espectáculo público al que asistían personas educadas de la clase media[2]. Mientras tanto, la guerra de extremismos no implicaba a todos los que participaban en ella. Había muchos, probablemente la mayoría de la población, incluso de la clase política, para quienes la guerra era algo terrible. Entre los que no aprobaban el hecho de que los intereses partidistas se solucionasen con sangre, había unos cuantos que tenían los medios financieros o capacidades profesionales para poder vivir en el extranjero, y se exiliaron inmediatamente. El resto se vio sumido en la guerra con una sensación de terror. Se vieron involucrados de mil maneras, o como víctimas pasivas de ataques aéreos o en las acciones vengativas de las tropas vencedoras, o más activamente como soldados, porque creían sencillamente que tenían que cumplir con su deber o tenían que hacerlo para sobrevivir. Su implicación involuntaria en la guerra hace difícil asociar a esta gente con las categorías normales de extremismo de la guerra civil española.

Durante los últimos años se ha reconocido que en realidad existían tres Españas más que dos bandos antagónicos. Los casos clásicos han sido personas como Salvador de Madariaga y José Ortega y Gasset, que se negaron a tomar parte en la guerra. Madariaga fue objeto de muchas críticas porque pasó gran parte de la contienda intentando negociar un tratado de paz —probablemente un esfuerzo mal dirigido que sin embargo significó un valor y un sacrificio considerables—. Aunque se consideró que había abandonado la causa republicana, fue criticado duramente dentro de la zona nacional. Otros que no participaban en la guerra eran centristas como el ex presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora y el líder del Partido Radical, Alejandro Lerroux. No fueron aceptados en ninguna zona. Sin embargo la actitud de Madariaga y Ortega y algunos otros de «abstenerse de la guerra», para usar la frase de Madariaga, fue un lujo permitido sólo a una pequeña minoría de intelectuales y políticos. Ellos pertenecían a la «tercera España», pero no eran los únicos.

El concepto de una tercera España se puede ampliar a un reducido grupo de exiliados y a grandes sectores de ambos bandos durante la contienda. Había otros que sufrieron de varias maneras, a manos de los de izquierda y de los de derecha, a causa de su moderación. Un caso típico fue el de Manuel Portela Valladares, centrista que había sido primer ministro desde finales de 1935 hasta las elecciones de febrero de 1936. Se había negado a autorizar el intento del general Franco, en aquel momento jefe de Estado Mayor Central, de utilizar el Ejército para invalidar la implantación de los resultados electorales[3]. Portela era un hombre rico, con importantes intereses en bancos y periódicos, casado con una aristócrata, la vizcondesa de Brillas. Cuando se produjo el alzamiento militar se encontraba en su palacete entre la Diagonal y el Paseo de Gracia de Barcelona. Consciente del peligro, y con la ayuda de la Generalitat, atravesó la ciudad disfrazado de mujer, llegó al puerto y se embarcó hacia Francia. En ambas zonas se confiscaron sus propiedades y se saquearon sus domicilios. A lo largo de su exilio sufrió grandes dificultades en la Francia de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial, ya que Franco intentó su extradición para juzgarle en España[4].

Otro exiliado de Barcelona fue el político catalán católico Joan Baptista Roca i Caball, uno de los fundadores de la Unió Democràtica de Catalunya. Durante la campaña electoral de febrero de 1936, Roca había rechazado la oferta de Lluís Companys de dos puestos en la lista electoral del Frente Popular, argumentando que un partido que se define como cristiano no puede participar en una lista electoral en la que se incluyen marxistas. Al empezar la guerra, la hostilidad de la FAI hacia este católico devoto le obligó a abandonar Barcelona y marcharse a París donde colaboró con el filósofo católico Jacques Maritain en el Comité Pour la Paix Civile en Espagne. Como catalanista, fue persona non grata en la España de Franco. Cuando finalmente se le permitió volver años después de la guerra, evidentemente no pudo recuperar sus propiedades confiscadas[5].

Manuel Carrasco i Formiguera, amigo de Roca Caball, sufrió un destino mucho peor cuando la FAI le expulsó de Cataluña. Navegando hacia el País Vasco, fue capturado y ejecutado por los franquistas[6]. El arzobispo de Tarragona, cardenal Francesc Vidal i Barraquer, fue el progresista más conocido de la Iglesia española. Al principio de la guerra, a pesar de su enorme popularidad, fue detenido en Tarragona por las milicias de la FAI. La Generalitat logró su liberación y, por motivos de seguridad, le consiguieron un pasaje para Italia, donde dedicó denodados esfuerzos a conseguir un acuerdo de paz. Franco nunca autorizó su vuelta a España[7].

El destino de muchos vascos católicos moderados fue igualmente trágico. Los franquistas ejecutaron a catorce sacerdotes vascos durante el otoño de 1936 a causa de su nacionalismo. Después de la caída del País Vasco en el verano de 1937 se encarcelaron, exiliaron y trasladaron a cientos de curas y seglares[8]. Otro caso doloroso, pero no tan trágico, fue el de Mateo Múgica y Urrestarazu, obispo de Vitoria, que se declaró a favor de los militares rebeldes pero sufrió la persecución de Franco. Había sido expulsado por la República en 1931 por su oposición al régimen. Sin embargo, como nacionalista vasco, fue víctima de frecuentes humillaciones y amenazas de muerte por oficiales franquistas y falangistas. Creía que la Junta de Burgos planeaba su muerte. El arzobispo de Valencia, Prudencio Melo y Alcade, intervino y convenció a las autoridades militares de las posibles repercusiones internacionales. Por lo tanto se decidió citar a Múgica en Burgos y que un grupo de falangistas dirigidos por Ramón Castaños, jefe provincial de la Falange de Álava, le asesinara durante el viaje. Se negó a marcharse. Fue acusado de haber proclamado que el nacionalismo vasco era tan católico como cualquier otro partido nacionalista español. Luego el cardenal Isidro Gomá informó a Múgica que debería abandonar España. Fue expulsado de la España franquista y obligado a exiliarse en Italia. Denunció ante el Vaticano el bombardeo de Guernica y como consecuencia Franco decidió que nunca se le permitiría volver a su diócesis. Aunque siempre mantuvo su apoyo general a la causa franquista, se negó a firmar la Carta Colectiva de la jerarquía española a favor de los nacionales, «A los obispos del mundo entero», publicada el 1 de julio de 1937. Cuando explicó su decisión al Vaticano, escribió: «Según el Episcopado español, en la España de Franco la justicia es bien administrada, y esto no es verdad. Yo tengo nutridísimas listas de cristianos fervorosos y de sacerdotes ejemplares asesinados impunemente sin juicio y sin ninguna formalidad jurídica.»[9]

Estos casos no se limitaron a Cataluña y al País Vasco. Luis Lucia, dirigente católico de la Derecha Regional Valenciana, fue otro personaje acosado por ambos bandos. A pesar de denunciar el alzamiento militar, fue perseguido por la izquierda y encarcelado. Al final de la guerra fue juzgado por los franquistas por haber condenado el golpe[10]. Un destino parecido fue el de los republicanos valencianos del Partido de Unión Republicana Autonomista. Varios miembros conocidos del partido fueron asesinados al principio de la guerra por milicianos de la izquierda; su crimen fue el apoyo a los gobiernos de derecha en 1934 y 1935. El dirigente de la PURA, Sigfrido Blasco, hijo del novelista Vicente Blasco Ibáñez, se refugió y finalmente consiguió escapar a Italia. Después se exilió en Francia junto con otros miembros de la PURA. Al final de la guerra, como castigo por su pasado republicano, confiscaron sus propiedades. Permaneció en el exilio hasta la muerte de Franco[11].

Hubo muchos casos de militares que sufrieron a causa de su distanciamiento de ambos lados. Un ejemplo curioso es el del general Miguel Campins, antiguo amigo de Franco y vicedirector de la Academia General Militar de Zaragoza. Campins fue juzgado el 14 de agosto en Sevilla por el delito de rebelión. Como gobernador militar de Granada, había tardado dos días en unirse al alzamiento. Campins fue sentenciado a muerte y ejecutado el 16 de agosto[12]. Campins no era en realidad republicano. Fue sencillamente víctima del extremismo fanático de Queipo de Llano. Los dos generales encargados de hacer frente a las rebeliones asturiana y catalana de octubre de 1934, Eduardo López Ochoa y Domingo Batet, fueron atacados por la izquierda por ser instrumentos de represión y por la derecha por no aplicar un régimen de terror ejemplar. Ambos perdieron la vida en la guerra a manos de extremistas. Eduardo López Ochoa fue detenido en Madrid acusado de excesos llevados a cabo durante la represión en Asturias. Un grupo de descontrolados le sacó del hospital militar de Carabanchel y le asesinó[13] Batet se negó a incumplir su juramento de lealtad a la República y unirse a la insurrección de Burgos. Por lo tanto fue juzgado y ejecutado. Franco se interesó personalmente por el caso [14]. Se ha comentado que lo hizo para vengarse de Queipo de Llano, que intercedió por Batet, y por su papel en la ejecución de su amigo Campins[15].

Existen numerosos casos de personas que no se incluyen en la tercera España porque apoyaron lealmente a uno u otro bando, pero que nunca se encontraron cómodos y sufrieron moralmente. Otro caso notable del bando nacional fue el dirigente de la CEDA, José María Gil-Robles, que no fue suficientemente extremista para encajar en el Cuartel General de Franco. Al principio de la guerra se había refugiado en Biarritz, en el sur de Francia. Expulsado de ese país, se dirigió a Portugal, donde ayudó a Nicolás, hermano de Franco, a establecer una embajada nacional no oficial o «agencia de la Junta de Burgos», en el hotel Aviz de Lisboa. Gil-Robles tuvo un papel importante en la organización de la compra de armas y otros suministros, propaganda y ayuda financiera de la causa rebelde. Sin embargo, durante varias visitas a la España rebelde, se encontró cada vez peor recibido. Fue acusado de ser responsable de lo que ocurría en España, a causa de su táctica accidentalista durante la Segunda República y necesitaba protección de los militares contra los falangistas hostiles.

A pesar de que durante la guerra sus declaraciones públicas eran las de un subordinado entusiasta, Gil-Robles se convirtió en persona non grata en la zona nacional. Dio la bienvenida a la unificación forzada de Franco de las diferentes fuerzas políticas de la zona nacional. Su partido, la CEDA, se disolvió y sus jefes y militantes de base se unieron al Movimiento franquista. Varios de los dirigentes de la CEDA fueron ascendidos por Franco, pero Gil-Robles no fue uno de ellos. Seguía siendo acusado en la zona nacional de haber retrasado la guerra inevitable contra una democracia corrupta. El hecho de que hubiese aceptado la unificación no le sirvió de nada. En el ambiente cargado de guerra, la posición legalista de Gil-Robles durante la República no tenía ningún sentido. Cuando los grupos catastrofistas que habían luchado para derrotar la República se implicaron cada vez más en la matanza, estuvieron todavía más dispuestos a considerar a Gil-Robles y su «accidentalismo» como una simple traición. Esta experiencia en manos de sus correligionarios contribuyó a que Gil-Robles evolucionara en la posguerra hacia una oposición monárquica democrática al régimen franquista[16].

Las dificultades de Julián Besteiro fueron de otra clase. Se encontraba tan poco cómodo en la zona republicana que se retiró a un exilio interior. Después de una exhaustiva meditación terminó por traicionar a muchos camaradas de toda la vida a causa de su odio al comunismo. Dolores Ibárruri resumió amargamente las contradicciones que torturaban a Besteiro cuando escribió: «En una reunión de la ejecutiva del Partido Socialista celebrada en Barcelona en noviembre de 1938, en la que se discutió la situación de la República, Julián Besteiro declaró que “sin la participación de los comunistas no había posibilidad de ganar la guerra; pero si la guerra se ganaba, España sería comunista”. Él no aceptaba, no podía aceptar esto. Por tanto, la conclusión era lógica: “Perder la guerra para que no triunfasen los comunistas”. A esta conclusión llegaba la insensatez anticomunista del “honorable” profesor de lógica[17]». Tomó parte en la Junta del coronel Segismundo Casado que rechazó la autoridad del gobierno de Negrín durante los días finales de la guerra, y por lo tanto tenía responsabilidad por una miniguerra civil dentro de la guerra civil.

Creyendo inocentemente que ayudaba a evitar la división de España, se había puesto en contacto con la Quinta Columna nacional dentro de la zona republicana. Su contacto, el catedrático de derecho internacional Antonio Luna, le informó que «el Generalísimo ofrecía garantía de vida y libertad a todos aquéllos que, sin haber cometido crímenes comunes, contribuyesen a la entrega de los rojos sin derramamiento de sangre; estas condiciones, que se comunicaron directamente por el que declara a los militares, se extendieron a los civiles que colaborasen con aquéllos[18]».

Estas circunstancias se aplicaron plenamente a Besteiro y nadie hizo más que él (hasta el punto de traicionar a muchos de sus compañeros republicanos) en su esfuerzo por conseguir la rendición. Sin embargo, fue encarcelado y abandonado a morir sin la necesaria asistencia médica. Años después Antonio Luna, en aquel momento embajador en Austria, contó a un cura que «de parte de Franco les había prometido vida y libertad si evitaban una masacre al final de la guerra. Ellos aceptaron, cumplieron y luego me los fusilaron a casi todos[19]». El que la honestidad esencial de Besteiro le llevara a sobrestimar la humanidad de Franco es un comentario triste sobre el Caudillo.

Se puede argumentar que estos individuos, Lucia, Carrasco i Formiguera, Roca i Caball, Batet, Vidal i Barraquer, los sacerdotes vascos y Besteiro, pertenecen todos a la tercera España. Todos sufrieron por el extremismo de un bando o de ambos. Dicho esto, no significa que fuesen de alguna manera moralmente superiores a los que sirvieron con lealtad en ambos lados. Solamente dos de los personajes estudiados en este libro —Madariaga y Besteiro— encajan plenamente en la categoría de la tercera España. Tres —Franco, Millán Astray y Dolores Ibárruri— encajan completamente en las conclusiones generales sobre el extremismo, pero aun así, aunque Ibárruri nunca dudaba de su compromiso con la victoria de la República, la dirigente comunista nunca mostró la crueldad sangrienta que era habitual en los dos generales. Millán Astray fue probablemente la persona que más contribuyó a la temprana brutalidad de Franco y la exaltación propagandística de la violencia del bando nacional. Pero la violencia de Millán Astray fue ensombrecida por la de su amigo adjunto. Cuando fue entrevistado en Tánger el 28 de julio de 1936, el general Franco dio muestras de haber aprendido las lecciones del fundador de la Legión Extranjera Española. Contó al corresponsal de guerra americano Jay Allen: «Pronto, muy pronto, mis tropas habrán pacificado el país, y todo esto —el general movió la mano señalando hacia España— pronto parecerá una pesadilla». Allen le preguntó: «¿Eso significa que tendrá usted que fusilar a media España?». Franco sacudió la cabeza, y sonriendo dijo: «Repito, cueste lo que cueste.»[20]

La fría falta de piedad de Franco contrastó con la humanidad de su adversario principal, Manuel Azaña; el Caudillo decidido a redimir la nación por la sangre, frente a la actitud de Azaña, el hombre de la razón y la paz. Azaña declaró el 17 de julio de 1937: «Ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario, no sólo (y ya es mucho) porque moralmente es una abominación, sino porque es materialmente irrealizable: y la sangre injustamente vertida por el odio, con el propósito de exterminio, renace y retoña y fructifica en frutos de maldición; maldición no sobre los que la derramaron, desgraciadamente, sino sobre el propio país que la ha absorbido para colmo de la desventura.»[21] El mismo día Franco se entusiasmó con su propia «epopeya gloriosa» en la que alabó «sus victorias más sangrientas, el asalto de Badajoz y la toma de Málaga». Los españoles contra quienes se habían logrado estos triunfos eran «turbas de criminales, asesinos y ladrones[22]».

¿Si Julián Besteiro pertenece a la tercera España, no se puede defender el caso de Azaña, que se quedó en su puesto, aunque horrorizado por la guerra y la matanza por ambos lados? ¿O incluso el de Prieto, cuyos sentimientos eran casi iguales? Quizá sería ampliar demasiado la definición, pero permanece el hecho de que Azaña y Prieto, e incluso José Antonio Primo de Rivera, encarcelado, no entran en la categoría convencional de extremismo. Prieto escribió a finales de 1938: «Data de muchísimo tiempo la afirmación filosófica de que en todas las ideas hay algo de verdad. Me viene esto a la memoria a cuenta de los manuscritos que José Antonio Primo de Rivera dejó en la cárcel de Alicante. Acaso en España no hemos confrontado con serenidad las respectivas ideologías para descubrir las coincidencias, que quizá fuesen fundamentales, y medir las divergencias, probablemente secundarias, a fin de apreciar si éstas valían la pena de ser ventiladas en el campo de batalla.»[23] En realidad, la humanidad y patriotismo que inspiraban las palabras de Prieto se habían demostrado mucho antes del comienzo de la guerra. El 1 de mayo de 1936, en un discurso pronunciado durante la campaña por la repetición de las elecciones en Cuenca, Prieto había declarado: «Me siento cada vez más profundamente español. Siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta en el tuétano mismo de mis huesos. Todas mis luchas, todos mis entusiasmos, todas mis energías, derrochadas con una prodigalidad que quebrantó mi salud, los he consagrado a España». Con estas palabras Prieto se ganó el aplauso de José Antonio Primo de Rivera, entre otros[24]. En 1935, casi con humor, Miguel de Unamuno escribió sobre José Antonio Primo de Rivera: «Es demasiado fino, demasiado señorito y, en el fondo, tímido para que pueda ser un jefe y ni mucho menos un dictador. A esto hay que añadir que una de las cosas más necesarias para ser un jefe de un partido “fajista” es la de ser epiléptico». Sea lo que sea lo que hizo antes, José Antonio Primo de Rivera había evolucionado de manera considerable, ideológica e intelectualmente, entre el momento de su arresto el 14 de marzo de 1936 y su ejecución el 20 de noviembre de 1936[25]. Se podría argumentar lo mismo de Dolores Ibárruri y Pilar Primo de Rivera: ninguna de las dos mostró la sed de sangre necesaria para cometer atrocidades y matanzas vengativas.

No es de sorprender que Azaña intentara salvar la vida de José Antonio Primo de Rivera[26]. Como Prieto, Azaña fue abatido por el estallido de la guerra. Le provocó una depresión de la que nunca se recuperó[27]. El recurso a la guerra significó la destrucción de su proyecto de toda la vida de racionalizar la política de España. Su protesta patriótica se intuye en la emisión de su discurso al pueblo español la noche del 23 de julio de 1936: «Y aquellos causantes de este destrozo, los que llevan sobre sí el horrendo delito de haber desgarrado el corazón de la patria, los que llevan sobre sí la horrenda culpa de que por ellos se vierta tanta sangre y se causen tantos daños, ¿no están ya convencidos de que su empresa ha fracasado? ¿Hasta cuándo van a persistir en su empeño? ¿Hasta cuándo van a tener escandalizado al mundo, desacreditando el nombre de español y haciéndonos verter a todos lágrimas de dolor por las víctimas que se causan, por las víctimas inocentes de la ambición y del delito?»[28] Hablando en el ayuntamiento de Valencia, el 21 de enero de 1937, dijo: «Hacemos una guerra horrible, guerra sobre el cuerpo de nuestra propia patria; pero nosotros hacemos la guerra porque nos la hacen.[…] Vendrá la paz, y espero que la alegría os colme a todos vosotros. A mí, no. Permitidme decir esta terrible confesión, porque desde este sitio no se cosechan, en circunstancias como ésta, más que terribles sufrimientos, torturas del ánimo de español y de mis sentimientos de republicano […]. La victoria será impersonal porque no será el triunfo de ninguno de nosotros, ni de nuestros partidos, ni de nuestras organizaciones […]. No será un triunfo personal, porque cuando se tiene el dolor de español que yo tengo en el alma, no se triunfa contra compatriotas. Y cuando vuestro primer magistrado elija el trofeo de la victoria, su corazón de español se romperá, y nunca se sabrá quién ha sufrido más por la libertad de España.»[29]

El mismo sentido de ultraje y desesperación envolvió a Prieto. Igual que Azaña, a pesar de su desesperación, mantuvo la dignidad de su puesto, Prieto, no menos desesperado y aún más pesimista, movilizó inmensas reservas de energía para el esfuerzo de guerra republicano.

Azaña habló en Barcelona en el segundo aniversario del comienzo de la guerra civil. Sus palabras eran un epitafio para los que habían muerto en ambos bandos y una condena terrible de la política de los victoriosos: «No voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio, de que “no hay mal que por bien no venga”. No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acuerden si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de estos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, piedad y perdón[30]».

Se tardarían treinta y nueve años en aplicar el mensaje de reconciliación de Azaña a la transición pacífica de la democracia. Los derrotados que quedaron en España sufrieron una vengativa represión y los obligados a abandonar sus casas pasaron por un exilio doloroso. Prieto y Salvador de Madariaga pasaron la mayor parte del resto de su vida intentando hacer realidad la petición de Azaña por la «paz, la piedad y el perdón». Prieto había muerto cuatro meses antes de que los esfuerzos de él y Madariaga trajeran sus frutos. Monárquicos, católicos y falangistas arrepentidos de dentro de España —dirigidos por Gil-Robles— se encontraron con socialistas y nacionalistas vascos y catalanes exiliados —dirigidos por Madariaga— en Múnich en el IV Congreso del Movimiento Europeo del 5 al 8 de junio de 1962. El Congreso de Múnich fue en muchos aspectos un ensayo para la pacífica transición posterior a la democracia.

Por lo tanto, no sorprende que Franco lo denunciara en términos durísimos. En realidad su régimen represivo duró catorce años más. Sin embargo, el mensaje de Múnich fue uno que se iba a reflejar en el comportamiento político de la mayoría de la población española durante los años posteriores a 1976. Traumatizados por los horrores del extremismo sectario experimentado durante la guerra civil y la represión de la posguerra, la mayoría de los españoles rechazó la violencia política y la herencia de Franco, su deliberada política de mantener la división entre vencedores y vencidos. Dolores Ibárruri volvió a España y participó en las primeras elecciones desde la guerra civil, elecciones llevadas a cabo con un espíritu de reconciliación nacional. En este sentido, las dos Españas que lucharon en 1936 se habían convertido en la tercera España de consenso democrático prevista en el discurso de Azaña en Barcelona.