INDALECIO PRIETO
UNA VIDA
A LA DERIVA.
Pocos políticos españoles sacrificaron su vida con tanta perseverancia por la causa de la democracia como Indalecio Prieto. Hizo más que cualquier otro para crear la Segunda República, para mantenerla desde el poder, para defenderla en la guerra y, ya en el exilio y en la vejez, para restablecer con su labor constante la democracia en España. No es sorprendente que los propagandistas franquistas se dedicaran a denigrarlo. De hecho, sus peores acusaciones fueron las de ser un cobarde y «un zafio, un hombre ordinario, lleno de resentimientos y pasiones[1]». De hecho, pese a algunas severas reservas intelectuales, arriesgó la vida al servicio del partido socialista y de la República española en 1917, en 1930, en 1934 y durante la guerra civil. Como Azaña, pese a inquietantes presentimientos y dudas, nunca rehuyó lo que consideró su deber. Es un tributo a su talento y a su humanidad el hecho de que sus derrotas nunca disminuyeron su entrega al servicio público[2]. En cuanto a su vulgaridad, era un blanco fácil. Era un hombre del pueblo, al que cualquiera podía acercarse fácilmente, que cualquiera reconocía. Su corpulencia, que le hizo el favorito de los caricaturistas, no dejaba de tener relación con su legendaria experiencia de los restaurantes y de la gastronomía de las diversas regiones españolas, aunque, como su glaucoma, estaba relacionada más bien con la diabetes que padecía[3]. Indalecio Prieto era afable, bonachón e ingenioso, aficionado a contar anécdotas y chistes. Sus chanzas, como su lenguaje en privado, eran a menudo obscenas y se deleitaba sobrecogiendo con ellas a su aliado, el profesor Fernando de los Ríos, como si fuera una tía solterona[4]. Su agudeza, su humor y su ingenio le valieron una enorme popularidad, pero ocultaban una honda inseguridad.
Don Inda, que irradiaba confianza y éxito, conoció, irónicamente, más pesimismo y derrotismo de lo que toca a cualquiera. Sus apasionadas convicciones podían liberar reservas inmensas de energía, pero podía también sumirse en la desesperación. Esto fue percibido por el más agudo de los observadores, Azaña, quien lo definió así: «Es violento, y cuando no tiene una pasión que le mueva, se está como una marmota […]. Concurre en Prieto la desconfianza en todos y en todo, singularmente en sí mismo. Es tímido y pesimista, y buena persona, que acaso sea su mérito menos reconocido.»[5] El político conservador Miguel Maura escribió de él: «He conocido pocas, poquísimas personas más abnegadas, más prontas a sacrificarse por sus amigos, más dadas a la compasión, más desinteresadas, en una palabra, más buenas que Indalecio Prieto.»[6] Pese a sus orígenes muy humildes, la vida de Prieto se vio coronada por el éxito como hombre de negocios, orador parlamentario y periodista, pero sin embargo la dedicó a la política. Prieto fue un periodista brillante y acerbo, y nunca dejó la pluma, ni siquiera cuando se convirtió en propietario de un diario o en diputado. Fue también uno de los grandes oradores parlamentarios españoles, tan sarcástico, eficaz y agudo como en sus artículos periodísticos. Al leer hoy éstos es imposible no percibir su espontaneidad, su ausencia de teoría doctrinaria, su afición por las cosas concretas. Su espontaneidad y su realismo reflejaban una duda constante sobre sus propias capacidades y una humildad rarísima entre los políticos.
Esto se vio claramente en sus constantes esfuerzos para dimitir como ministro de Hacienda, en 1931, basándose en el nada usual motivo en un político de que se consideraba incompetente para ocuparse de los grandes problemas del momento. Se vio de nuevo, acaso más trágicamente, en mayo de 1936, cuando no luchó contra la oposición de su envidioso rival Francisco Largo Caballero, para ser presidente del Consejo de Ministros. Pudo verse, sobre todo, en su pesimismo durante la guerra civil. El secreto de ello se halla en su falta de ambición: «No sé sonreír. Ni quiero saberlo. Nunca hice el más mínimo esfuerzo por desdibujar mi carácter para hacerme grato. Pero en mi conducta he sido muy exigente conmigo mismo. Y aunque sea poco demócrata, diré que siempre me tuvo sin cuidado la opinión de los demás». Pero pese a su falta de ambición personal, era un animal político de pies a cabeza, como él mismo reconocía, entregado en cuerpo y alma a la vida pública[7]. Pero no lo hizo, insistimos, movido por ambición personal alguna. La facilidad con que permanecía en la sombra explica en parte por qué, dentro del PSOE, inspiraba tanta lealtad y admiración. Excepto, claro, por parte de Largo Caballero, quien escribió que «Prieto ha sido envidioso, soberbio, orgulloso; se creyó superior a todos; no ha tolerado que nadie le hiciera la más pequeña sombra[8]». Largo Caballero debería haber comprendido que el orgullo de Prieto era el de un hombre que había conocido las humillaciones de la pobreza.
La vida de Prieto fue, en sus comienzos, trágica y dura. Su padre, Andrés Prieto Alonso, un impecable funcionario municipal, tenía cincuenta y nueve años cuando nació su hijo. Su primera esposa, Josefina Martínez Orvid, había fallecido a los sesenta años, en 1881. Apenas un año más tarde, Andrés Prieto, con gran pesar del resto de su familia, se casó con Constancia Tuero, de veintiséis años y embarazada de cuatro meses. Constancia había sido la criada de la familia y había dado ya a Andrés un hijo ilegítimo, Ramón. El 30 de abril de 1883, cinco meses después de la boda nació en Oviedo Indalecio Prieto Tuero. Al cabo de año y medio, vino al mundo su hermano Luis Beltrán. La criada se había convertido en señora de la casa y tenía una criada a su disposición, prueba de que la familia vivía con cierta holgura[9].
Todo cambió dramáticamente cuando Indalecio tenía cinco años y medio y el 11 de agosto de 1888 murió su padre. Andrés Prieto no dejó ahorros, y una vez pagados los gastos del entierro, no quedó nada. Su familia volvió la espalda a la viuda, castigándola por su antigua relación extramatrimonial con el que fuera su señor. Indalecio escribió en 1930: «Nos legó a sus hijos un nombre honrado. He podido comprobar por mí mismo los tremendos inconvenientes de recibir sólo por herencia un nombre honrado». Tras vender todos los muebles, la familia tuvo que mudarse de un cómodo apartamento a una buhardilla cercana. Más tarde recordaría Prieto: «En tanto que se tramitaba el expediente para la pensión de viudedad —un expediente que nunca acababa—, los huérfanos nos distribuimos por casas de parientes. Pero o los parientes se cansaron pronto de nosotros, o nosotros de ellos. Confieso que a mí me ha estorbado siempre el orgullo. Sin duda él me movió a golpear a un primito con la misma bota que me exigía que le limpiara. Torné a la guardilla, nuestro hogar». Su madre intentó, brevemente y sin éxito, hacer frente a la situación instalando una casa de huéspedes. Se arruinó al cabo de tres meses de sostener a una compañía de circo que nunca pagó. Para deleite de su antigua criada, Constancia tuvo que buscar trabajo como sirvienta. Poco después, empujada por la vergüenza de su descenso social, tomó la arriesgada decisión de trasladarse con su familia a Bilbao. De camino, les robaron todo cuanto había de valor en su equipaje. La infancia de Indalecio fue la fuente de su agudo sentido de la justicia social, de su rectitud y de su aborrecimiento de la corrupción. Le afectó especialmente el ridículo a que le sometió la antigua criada al mofarse de su cambio de situación[10].
La familia llegó sin dinero a Bilbao justamente cuando se intensificaban una serie de violentos conflictos laborales. Tras encontrar un hogar en los tugurios de los llamados Barrios Altos, su madre consiguió mantenerlos a todos vendiendo quincallería en un puesto callejero. Como no podía pagar la escuela, el joven Indalecio asistió a las clases que ofrecía la Sociedad Bíblica Londinense, y se crió, así, como un protestante. A los ocho años de edad fue testigo de sangrientos enfrentamientos en las calles de la ciudad. Nunca fue un ideólogo, en parte porque siempre tuvo demasiado sentido del humor para ello, pero aún más porque la intensidad de sus experiencias de infancia le enseñaron un realismo fundamental que se impacientaba con las teorías. La violenta represión de la clase obrera que presenció en las calles de Bilbao, a comienzos de siglo, lo indujo, a los catorce años de edad, a afiliarse al Centro Obrero local del PSOE. Más tarde comentó que «entré en él, con la misma unción que en un templo, por las banderas rojas que tapizaban sus paredes, oír los himnos vibrantes del Orfeón Socialista, escuchar los debates de las asambleas y prestar atención a las peroraciones de los mítines. Aquélla era mi cátedra de sociología». A pesar de su falta de educación formal, leía vorazmente, a despecho de una infección ocular que a menudo lo dejaba casi ciego. Se ganaba la vida vendiendo cajas de cerillas, periódicos y abanicos, novelas por entregas y cantando como extra en los coros de las zarzuelas, un género en el que llegó a ser un experto. Aprendió mucho leyendo ávidamente los periódicos que se suponía que debía vender. Encontró trabajo de empaquetador en el periódico socialista local La lucha de clases, donde aprendió taquigrafía. Más tarde dijo que esto había sido su salvación, pues le abrió las puertas del diario La Voz de Vizcaya, donde su trabajo de tomar taquigráficamente los grandes discursos parlamentarios supuso para él un aprendizaje de la oratoria. Ascendió pronto a redactor, a los diecisiete años de edad. Un año antes, empujado por una ardiente convicción, se había adherido al Partido Socialista Obrero Español. A los veinte años, ayudó a fundar la Juventud Socialista y fue miembro de su Comité Ejecutivo[11]. A los veintiún años de edad, el 9 de abril de 1904, se casó con Dolores Cerezo González, hija de un concejal socialista de Bilbao. Dos años más tarde nació su hijo Luis. Luego vinieron tres hijas, Blanca (1906), Concha (1909) y Marina (1910), que murió a los dos meses de nacer[12].
En los comienzos de su carrera, cuando el PSOE era políticamente aislacionista, por la convicción de que el partido obrero debía luchar por los intereses obreros, Prieto se percató de la necesidad previa de establecer la democracia liberal, y en consecuencia defendió la conveniencia de una alianza electoral con los republicanos locales de la clase media. Su experiencia en Bilbao le había mostrado que los socialistas, solos, podían lograr poco, pero que con los republicanos podían conseguir el éxito electoral[13]. El establecimiento, en 1909, de la coalición republicano-socialista abrió esa perspectiva. En abril de 1911, Prieto fue elegido diputado a la Diputación Provincial de Vizcaya. Dentro del partido socialista ocupaba la posición excepcional de no contar con el apoyo de un sindicato. Su defensa de la coalición le suscitó conflictos con dirigentes locales, como Facundo Perezagua, que defendía una estrategia basada exclusivamente en la confrontación sindical a través de las huelgas. Tras una larga y agria lucha en la Federación Provincial Socialista de Vizcaya, Prieto derrotó a Perezagua y desde entonces Bilbao fue una plaza fuerte de la coalición republicano-socialista. Con esto se ganó la hostilidad para toda la vida de Francisco Largo Caballero, que amargó su existencia y tuvo devastadoras consecuencias para España. Reelegido para la Diputación en 1915, su elección fue declarada nula, pero el mismo año le eligieron para el ayuntamiento bilbaíno. A comienzos de 1917 abandonó la política vasca y se trasladó a Madrid, para ocupar un puesto en la Compañía Ibérica de Telecomunicaciones; además, fue corresponsal en la capital de una serie de diarios del Norte: El Liberal, de Bilbao; La Voz de Guipúzcoa, de San Sebastián, y El Cantábrico, de Santander. En Madrid entró en contacto con Pablo Iglesias, el fundador del PSOE[14].
Durante la Primera Guerra Mundial la economía española pasó por un buen momento, pues el país exportaba a ambos bandos. Pero la consecuencia de ello fue una fuerte inflación y muchas escaseces, que afectaron el nivel de vida de la clase obrera. En el verano de 1917 estaba preparándose una huelga general revolucionaria en protesta por el rápido descenso del nivel de vida. Iglesias ordenó a Prieto que regresara al País Vasco, donde vivió algunas experiencias proféticas. Aunque la idea de una huelga general le parecía «improcedente, absurda», obedeció por sentido del deber para con el PSOE. La huelga de agosto de 1917 tuvo lugar en un contexto de protestas militares sobre sueldos y ascensos y de rebelión burguesa contra un gobierno central defensor de los intereses de la oligarquía terrateniente. El objetivo máximo de los socialistas era el establecimiento de un gobierno provisional republicano, la convocatoria de elecciones para una asamblea constituyente y la adopción de medidas rigurosas para combatir la inflación[15]. Pese a su carácter pacífico, la huelga general fue reprimida, de manera tan sencilla como brutal, por el gobierno.
En Madrid, detuvieron y estuvieron a punto de ejecutar a los miembros del comité de huelga, compuesto por Julián Besteiro, vicepresidente del PSOE; Francisco Largo Caballero, vicepresidente de la UGT; Andrés Saborit, director de El Socialista y dirigente del sindicato de tipógrafos, y Daniel Anguiano, secretario general del sindicato de ferroviarios. Finalmente, fueron condenados a cadena perpetua y pasaron varios meses en la cárcel, hasta que salieron por haber sido elegidos diputados en las elecciones de 1918[16]. Aunque no era miembro del comité nacional de huelga, la reputación de Prieto como orador era tal que, al perderse la huelga, las autoridades lo persiguieron como inspirador de las huelgas vascas. Se fue a la montaña y permaneció fugitivo durante un mes, antes de pasar a Francia. Vivió en Hendaya y París hasta abril de 1918, cuando su nombre figuró en la lista de candidatos por Bilbao para las elecciones de aquel año. Regresó clandestinamente y organizó la campaña desde un escondite. Proclamó que «me consideraría en el Parlamento tan representante de los republicanos como de los socialistas». Triunfó, en parte debido al fraude electoral. Su entrada en las Cortes fue penosa. Era diabético y el exilio había perjudicado su salud, en especial la vista, pues padecía de úlceras en la córnea[17].
La represión de 1917, que fue más brutal en las zonas donde la influencia de Prieto era mayor —Asturias y el País Vasco—, polarizó el movimiento socialista. Muchos moderados, entre ellos Prieto, y la mayoría de la dirección nacional de la UGT, quedaron traumatizados, decididos a no poner nunca más en peligro sus éxitos electorales y las propiedades del movimiento en una confrontación directa con el Estado. Había otros, especialmente en las zonas industriales, afectadas por el colapso industrial que siguió al final de la guerra mundial, que inspirados por los acontecimientos de Rusia y por la línea insurreccional trazada por los anarcosindicalistas, empezaron a adoptar posiciones más revolucionarias. Como concesión a la izquierda radical, se rescindió la conjunción republicano-socialista. Prieto se opuso a la radicalización, y en enero de 1920, aludiendo a las «puerilidades» de los anarquistas, comentó que «lo malo es que este fulgor también ciegue a bastantes correligionarios nuestros[18] En 1918 había sido elegido miembro del Comité Ejecutivo Nacional del PSOE[19]». Pudo, así, ser testigo del agrio debate que dividió al partido durante los tres años siguientes. Se trataba, en apariencia, de fijar la relación entre el PSOE y la Komintern. De hecho, a consecuencia de la derrota de la huelga revolucionaria de 1917, lo que se discutía era si el PSOE sería legalista y reformista o violento y revolucionario.
A Prieto le parecía evidente que la política de la Restauración ya no era un mecanismo adecuado para defender los intereses económicos de las clases dirigentes. Pero su solución consistía en buscar reformas por medio de victorias electorales de un amplio frente de fuerzas democráticas. Sin vacilar, y pese a que ello le provocó cierta impopularidad en algunos sectores del partido, mantuvo, a lo largo de los debates sobre la Komintern, que el PSOE debía permanecer en la Segunda Internacional. Poco después del tercero de los tres congresos reunidos, en diciembre de 1919, junio de 1920 y abril de 1921, para discutir esta cuestión, Prieto dio una conferencia en Bilbao con el título de «La libertad, base esencial del socialismo». Dijo a los oyentes que «soy socialista a fuer de liberal», y declaró que «la sumisión del partido socialista español a las condiciones que tratan de imponer desde Moscú es para mí la negación sustancial de la esencia liberal del partido socialista». Dirigiéndose a los periodistas, dijo que si el PSOE ingresaba en la Tercera Internacional, lo abandonaría[20]. En una lucha acérrima, la tendencia probolchevique fue derrotada y se escindió para formar el Partido Comunista de España[21]. Prieto escribió: «Tengo para mí que la escisión iniciada anoche va a quedar reducida a límites verdaderamente minúsculos». De este modo se consolidó la moderación esencial que había defendido. El PSOE se apartó de las luchas sindicales que se libraban de otros frentes y, con Prieto a la vanguardia, se consagró a la campaña parlamentaria contra la guerra de Marruecos y la responsabilidad del rey en la desastrosa actuación del Ejército. Prieto, que identificaba la monarquía con la ineficacia y la corrupción, se consagró a construir una alianza de todas las fuerzas democráticas[22].
Después del desastre militar de Annual, cerca de Melilla, en julio de 1921, la posición española en la parte oriental de Marruecos se hundió por completo[23]. En septiembre de 1921, Prieto viajó a Marruecos y durante siete semanas entrevistó infatigablemente a supervivientes y acompañó a la tropa, lo que le permitió ser testigo de escenas espeluznantes. Como la lucha continuaba, y dado que las autoridades militares locales lo miraban con suspicacia, este viaje requirió no poco valor. La serie de 28 artículos en El Liberal fue un testimonio vívido de las condiciones existentes después de Annual y el primer informe digno de confianza sobre la magnitud del desastre. Eran objetivos y mostraban cierta simpatía para con los militares en campaña. Numerosos periódicos los reprodujeron[24]. Cuando como resultado de la investigación oficial dirigida por el general Picasso se inició un debate nacional, Prieto estaba bien preparado para tomar la iniciativa. Lo hizo con varios discursos poderosos, el primero de los cuales a los ocho días de su regreso de Marruecos. Puso de relieve la incompetencia del gobierno y la corrupción militar. Denunció a aquél por no proporcionar cifras sobre el número de muertos, que él calculó en ocho mil, y comentó: «Ocho mil muertos dan derecho, macabramente pero lo dan, a exigir una responsabilidad concreta.»[25] El informe Picasso calculó los muertos en más de trece mil. El 4 de mayo de 1922 Prieto pronunció otro discurso sobre el tema, pero su intervención más devastadora fue a propósito del informe Picasso, presentado el 14 de noviembre, al que defendió en un elocuente discurso en las Cortes durante dos días, 21 y 22 de noviembre de 1922[26]. La implacabilidad de sus acusaciones reflejaba tal vez la desolación que experimentó por la penosa muerte, por cáncer, de su esposa Dolores, el 19 de agosto de 1922[27].
En la primavera de 1923 fue detenido y encarcelado brevemente a causa de un explosivo ataque al rey Alfonso XIII en el Ateneo de Madrid[28]. En realidad, uno de los propósitos del golpe militar del 13 de septiembre de 1923 era silenciar a Prieto. En 1928, hablando en el XII Congreso del PSOE, y sin referirse a su propio papel, Prieto declaró que la dictadura «tuvo por objeto ahogar el debate de las responsabilidades [por Marruecos]; tuvo por finalidad destruir el Parlamento en el primer instante en que el Parlamento español iba a dar una mínima prueba de su soberanía e independencia[29]». En consecuencia, durante la dictadura, su compromiso con la democracia parlamentaria le obligó, junto con Fernando de los Ríos, a oponerse a la mayoría de su partido, encabezada por Largo Caballero, que optó por la colaboración con el régimen. Irónicamente, tanto Prieto como los colaboracionistas adoptaron sus posiciones por razones igualmente reformistas. Para Prieto, la clausura de las Cortes era un golpe a los esfuerzos por reformar el sistema político; para Largo Caballero, ante todo funcionario sindical, la primera prioridad era siempre la protección de los sindicatos, sus propiedades y sus miembros. Suspendida la lucha política por la dictadura militar establecida el 13 de septiembre de 1923, Largo Caballero aceptó la invitación del dictador a que la UGT se convirtiera en la organización sindical del régimen, tanto para proteger a los sindicatos como por la esperanza de incrementar su influencia en detrimento de la prohibida CNT anarcosindicalista. En el primer aniversario del golpe militar, Largo Caballero aceptó una invitación a formar parte del Consejo de Estado. Prieto se mostró horrorizado por este oportunismo, temiendo, con razón, que el dictador lo explotase con fines propagandísticos. Escribió al Comité Ejecutivo del PSOE reiterando su convicción de que «era indispensable un apartamiento acentuadísimo de los hombres del partido respecto a los militares que encarnan el poder». El Comité Ejecutivo contestó, hipócritamente, que el nombramiento de Largo Caballero era una cuestión interna de la UGT. Como consecuencia de ello Prieto dimitió como miembro de dicho Comité Ejecutivo[30]. Aunque desmintió los rumores de un cisma en el partido, afirmando públicamente que las discrepancias eran de tipo táctico y no afectaban la cordialidad y la unidad entre sus dirigentes, desde entonces Largo Caballero albergó un enconado resentimiento personal hacia Prieto[31].
Cuatro años de malestar obrero llevaron paulatinamente al movimiento socialista hacia las concepciones de Prieto. El aumento de la oposición socialista a la dictadura se vio claramente en el XII Congreso del PSOE, celebrado del 9 de junio al 4 de julio de 1928. Prieto y su amigo de siempre, Teodomiro Menéndez, delegado de la Federación Socialista de Asturias y colaborador político, defendieron una táctica de abierta resistencia. Aunque la mayoría siguió en favor de la colaboración, el incremento del apoyo a Prieto indujo a Largo Caballero a reconsiderar su actitud con respecto al régimen. La intensificación de las huelgas durante todo el año 1929, mostró a Largo Caballero las consecuencias contraproducentes de una relación con la dictadura. Prieto estaba en contacto constante con una dispar oposición de intelectuales, republicanos, monárquicos disidentes y, cada vez más, desafectos oficiales de los cuerpos más profesionales del Ejército, Artillería e Ingenieros, cuyo tradicional sistema de ascensos había sido vulnerado por Primo de Rivera. El aumento de la hostilidad al régimen en la base sindical empujó a un renuente Largo Caballero a asociarse a la posición de Prieto, tendente a buscar un amplio frente contra la Monarquía en alianza con los republicanos[32].
Después de la dimisión del dictador, el 28 de enero de 1930, y de su sustitución por el general Dámaso Berenguer, Prieto se convirtió en la figura probablemente más destacada del movimiento republicano de nuevo cuño. Había establecido una amplia red de contactos civiles y militares durante la campaña de las responsabilidades por el desastre de Annual y los mantuvo durante la oposición a la dictadura. Con el pleno apoyo de la Agrupación Socialista de Bilbao y de la Federación Socialista Vascongada, se consagró a la tarea de suscitar un amplio frente en favor de la República. El 9 de febrero de 1930, habló en un mitin convocado para dar la bienvenida al filósofo Miguel de Unamuno, que regresaba del exilio[33]. Largo Caballero estaba furioso por la participación de Prieto en el movimiento republicano y por la popularidad que de ello obtenía. Pidió que el PSOE le censurara por sus actos en favor de la creciente oposición —por felicitar al conservador José Sánchez Guerra por su participación en un fracasado golpe militar contra la Monarquía, por asistir a un banquete en el cual Sánchez Guerra anunció su falta de confianza en el rey, por publicar declaraciones en favor de la república en Argentina y Francia, por organizar un mitin para celebrar el regreso del exilio del republicano Eduardo Ortega y Gasset[34]—. La misma energía que tanto alarmaba a Largo Caballero condujo a Miguel Maura a afirmar que «con mucho, Prieto fue la primera figura política de esta época de la historia de España […]. La característica más destacada de Prieto fue siempre su realismo político. Jamás se dejó llevar por idealismos románticos ni por vaguedades ideológicas. Tuvo siempre una visión certera de cosas y, sobre todo, de personas, y del objetivo posible de alcanzar en cada momento[35]».
Esto se vio claramente en su conferencia del 25 de abril de 1930 en el Ateneo de Madrid, titulada «El momento político». Ante un público entusiasta e influyente declaró que los seis años de la dictadura de Primo de Rivera fueron meramente «el primer período dictatorial» y que el gobierno de Berenguer era sólo una «dictadura más disimulada, más fina, más de guante blanco». Denunció la corrupción de la dictadura y las fortunas amasadas por amigos del rey gracias a la concesión de monopolios y a los planes de obras públicas y de comunicaciones telefónicas. Finalmente, planteó la tajante alternativa: «O con el Rey o contra el Rey». Al proclamar que los hombres de buena voluntad debían unirse para cortar el nudo de la Monarquía, Prieto fijó claramente el orden del día para el año siguiente. Antes de ese momento, la mayoría de los republicanos, así como Largo Caballero y Besteiro, tenían poco sentido de la dirección estratégica y esperaban pasivamente alguna solución evolucionista, en la esperanza de que en el futuro parlamento hubiese un voto de censura por las responsabilidades de Annual. Prieto estableció de modo inevitable tanto la urgencia de la situación para el futuro de España como la necesidad de la unidad de todas las fuerzas antimonárquicas para un movimiento revolucionario que barriera al rey[36].
Después de este llamamiento a la unión, lanzado en la primavera, Prieto fue la figura central en la organización de la gran coalición republicana conocida como Pacto de San Sebastián. Dada la actitud de Largo Caballero y de Besteiro, él y Fernando de los Ríos asistieron a la reunión de mediados de agosto, en el hotel Londres, sólo a título personal. Poco después viajó con Maura y Azaña a Madrid para asegurar la colaboración de la UGT, y en el camino sobrevivió con considerable sangre fría a un choque de automóviles. Para entonces, la creciente ola de huelgas había convencido a Largo Caballero de que, si no quería quedar rezagado respecto a los militantes de base, tendría que seguir la actitud de Prieto. En octubre de 1930 se unió a Prieto y De los Ríos para oponerse con éxito a la negativa por parte de Besteiro a que los socialistas aceptaran tres puestos ministeriales en el futuro gobierno. Largo Caballero no pudo ocultar que le irritaba ver a Prieto en primera fila, pero poco después de su conversión al republicanismo igualaba a éste en entusiasmo[37]. Durante la organización del movimiento revolucionario que debía llevar al poder un gobierno provisional, la extraordinaria red de contactos de Prieto fue de enorme valor. Maura comentó que
Con la conformidad socialista quedaba el bloque republicano compacto y eficiente. Además, la seguridad de contar con Prieto y los elementos que tenía acumulados por su cuenta desde hacía ya meses, representaba un gran alivio para nosotros. Indalecio, que conocía a las gentes más heterogéneas y más pintorescas, era un catador de hombres excepcionalísimo. Cuando hablaba dos veces con alguien, ya sabía a qué atenerse respecto a la solvencia moral de su interlocutor y, sin el menor eufemismo, le calificaba para siempre. ¡Cuántas veces hubimos de comprobar lo certero de su fallo[38]!
Los firmantes del Pacto de San Sebastián se reunieron en Madrid en septiembre de 1930 para preparar el futuro gobierno provisional. Para tranquilizar a la clase media se llegó al acuerdo unánime de que el primer ministro fuera el conservador moderado Niceto Alcalá Zamora. Luego se discutió el Ministerio de la Gobernación. Maura sugirió a Prieto, por su conocimiento de las masas y su habilidad política. Largo Caballero se mostró tan hostil, que Prieto no aspiró al puesto. Al principio se le atribuyó el Ministerio de Fomento, pero después el de Hacienda, a lo que ofreció una fuerte resistencia[39]. En el plan de una huelga general revolucionaria, con la que se esperaba derrocar a la Monarquía, a Prieto se le asignó la responsabilidad de Asturias y el País Vasco. Allí, la huelga general fue casi total, pero se dio orden de abandonarla cuando se advirtió que no se mantenía el prometido apoyo militar. Alertada por una rebelión prematura en Jaca, la policía trató de detener a todos los conspiradores. Prieto escapó de Bilbao y consiguió cruzar la frontera francesa disfrazado de monje. Estuvo a punto de ser descubierto cuando en Irún un carabinero le pisó un pie, ante lo cual el fugitivo, que iba con sandalias, dejó escapar una sarta de obscenidades, para asombro del turbado y poco perspicaz guardia fronterizo. Prieto vivió en París, donde su vista, afectada por una deficiencia de vitaminas, se deterioró. El médico le ordenó que comiera mucha fruta, pero no podía permitirse comprar naranjas. Regresó a España el 16 de abril de 1931 y tomó parte en la primera reunión del gobierno de la nueva República[40].
El hombre que tanto había hecho para derrocar el régimen anterior no tenía duda acerca de la necesidad del apoyo socialista si se pretendía la consolidación de la nueva República. Besteiro argumentaba que el movimiento socialista no debía colaborar con el nuevo régimen, para no «quemarse» en lo que consideraba una tarea burguesa. Del 10 al 12 de julio se reunió un congreso extraordinario del PSOE para debatir la cuestión de la participación en el gobierno. Prieto consiguió una mayoría de 10 606 votos contra 8326 en favor de una propuesta según la cual «constituye obligación fundamental del Partido Socialista Obrero Español defender la República y contribuir, por todos los medios, a la consolidación definitiva de ésta», y de que los socialistas siguieran en el gobierno hasta que se aprobara la Constitución. Hábilmente, dejó la puerta abierta para que los socialistas siguieran en el gobierno al sugerir que «el Grupo Parlamentario, aunque responsable directamente de su gestión ante los Congresos de nuestro Partido, cuando se trata de casos de excepcional importancia en que su actitud pueda imprimir rumbos decisivos a la política española, apelará a la Comisión Ejecutiva en demanda de resolución conjunta». Esto dejaba la decisión en manos de hombres que con toda probabilidad simpatizarían con los puntos de vista de Prieto, abría el camino a una colaboración plena e implicaba claramente al PSOE en el fracaso o el éxito de la República. Pero el hecho de que la victoria de Prieto fuera por relativamente pocos votos de diferencia indicaba que la cuestión de la participación en el gobierno de la República podía conducir a divisiones[41].
En los primeros meses de la República, Prieto fue, según Miguel Maura, la verdadera fuente de energía y dirección del gobierno republicano socialista[42]. Como tan a menudo en su carrera, la energía de su acción iba de la mano con una pesimista inseguridad. Sin llegar a analizarlos, Azaña se percató de los saltos de humor de Prieto, que oscilaba entre dinámicos estallidos de energía y ataques de desanimada parálisis: «Lo que le sucede a Prieto es un resultado de su ligereza y atolondramiento. Se imagina que todo va a zanjarse en una tarde y le falta el tacto político y la experiencia de mundo necesarios para manejar a las gentes.»[43] En sus diarios de 1931 y 1932, Azaña muestra escaso respeto por Prieto y lo trata con condescendencia, ridiculizando a menudo su pesimismo y su derrotismo: «Como siempre que está desanimado, toma un acento plebeyo, como el de una criada que se conduele ante el sangriento cartel del crimen de feria». Con frecuencia describe a un Prieto hosco «sumido en su grasa, entornados los ojos miopes[44]».
Nunca dejó de esforzarse por sobreponerse a su tendencia a la depresión. Se enfrentó a su función de ministro de Hacienda con gran sentido de la responsabilidad y una completa falta de confianza en su capacidad para el cargo. Su primera acción fue reunirse con los desconfiados representantes del mundo de la banca y asegurarles que el nuevo régimen reconocería todas las deudas dejadas por la dictadura[45] Se preocupó de que a la familia real se le diera tiempo y que todas sus pertenencias fuesen embaladas adecuadamente para enviarlas desde el palacio Real[46].. Se inquietó porque, pese a sus esfuerzos conciliatorios, se enviaran fuera del país grandes capitales, con el consiguiente descenso de la peseta. Gastó grandes sumas, con poca eficacia por el momento, con el fin de mantener el valor de la moneda al mismo tiempo que seguía una política deflacionaria, de intereses altos, con la esperanza de alentar la repatriación de los fondos emigrados. Sin embargo, vaciló ante la conveniencia de adoptar grandes medidas de estabilización, que hubieran podido mover al alza el valor de la peseta pero que hubiesen minado la actividad económica. Durante su tiempo en el Ministerio de Hacienda, la peseta cayó un 22% respecto al dólar, lo cual, al favorecer las exportaciones españolas, disminuyó, sin proponérselo, la repercusión en España de la crisis mundial[47]. Su impaciente determinación de erradicar la corrupción le valió la hostilidad del mundo de los negocios. Con lo que se ha llamado su habitual «incontinencia verbal», a menudo amenazó e insultó a los banqueros, a quienes solía calificar de «ladrones[48]». El 13 de noviembre de 1931, en las Cortes, cuando salió a colación el nombre de Juan March Ordines, el contrabandista millonario, gritó desde el banco azul: «Debieron ahorcarlo en la Puerta del Sol. Y yo me habría colgado con mucho gusto de sus pies.»[49] Se mostró igualmente indiscreto al hablar de su falta de confianza en sí mismo para el cargo. A su subsecretario, Isidro Vergara, le dijo, en palabras de Azaña, que «el ministerio se le viene encima y que no acaba de penetrar en los problemas[50]». A finales de julio escribió: «Reconozco que valgo mucho menos de lo que creía valer antes de ser ministro». Para desesperación de Azaña, decía a los periodistas y a cuantos querían escucharlo que estaba «convencido de su incapacidad para la cartera de Hacienda, resultante de su absoluta falta de preparación[51]». Creía, no sin razón, que los funcionarios del ministerio que presidía saboteaban sus decisiones. Tenía un asesor conservador, Antonio Flores de Lemus, que no perdía ocasión de mostrar, en los términos más maliciosos, su desprecio por él[52].
En un contexto de depresión económica internacional y de déficit presupuestario heredado, los problemas eran enormes. La Segunda República estaba comprometida a llevar a cabo una política de obras públicas, reforma educativa y retiro voluntario con generosas indemnizaciones de los militares superfluos. Al mismo tiempo, las presiones de la crisis económica disminuían la base de ingresos estatales. De modo, pues, que no era sorprendente que, como resultado de la desesperación manifestada por Prieto en una reunión del Consejo de Ministros, el 7 de agosto, Azaña comentara que «está derrumbado moralmente, dice, se considera fracasado, aunque no le remuerde la conciencia por ningún error capital, y no quiere, ante la rápida baja de la peseta, presidir el desastre de la Hacienda española». A comienzos de agosto quiso de nuevo ser sustituido y habló de morirse. Seis semanas después, el 22 de septiembre, dejó claro en otro Consejo de Ministros, que «no tiene fe en nada ni en nadie». Cuando Maura se lamentó de la hostilidad de los bancos hacia la República, Prieto dijo otra vez que había «fracasado» y anunció su dimisión, amenazando: «Si me hostigan ustedes mucho, me voy ahora mismo al salón y lo digo desde el banco azul». Renunció a dimitir ante la presión de sus amigos; De los Ríos hasta se arrodilló, ante lo cual Prieto le dijo: «Levántese usted, que se desplancha.»[53] Se daba perfecta cuenta de que el Banco de España estaba más interesado en sus propios beneficios que en la salud fiscal del Estado. En vista de ello, presentó en octubre de 1931 un proyecto de nueva Ley de Ordenación Bancaria, lo que provocó una campaña de prensa contra él, financiada por el propio Banco de España[54]. De hecho, a pesar de su pesimismo, sus medidas para estabilizar la peseta e imponer el control del Banco de España acabaron dando resultado[55].
El martirio de Prieto en el Ministerio de Hacienda llegó a su término con la elevación de Azaña a la presidencia del gobierno. El gran discurso parlamentario de Azaña del 13 de octubre consiguió la aprobación de la Constitución y condujo a la dimisión de Maura y Alcalá Zamora. Con el entusiasta apoyo de Prieto, que desde hacía tiempo proclamaba que debería ser primer ministro, Azaña formó gobierno el 14 de diciembre. Esto no sólo era consecuencia del notable talento político de Azaña, sino del punto muerto a que se había llegado entre los dos mayores partidos de las Cortes, el radical de Alejandro Lerroux y el PSOE. Los socialistas no aspiraban a que uno de los suyos presidiera el gobierno, pero estaban decididos a que no lo encabezara alguien que ellos, y Prieto en particular, despreciaban por su corrupción y al que consideraban un facineroso. Privado de la presidencia, Lerroux pasó a dirigir una feroz oposición a la presencia de socialistas en el gobierno. La consecuencia a largo plazo sería la formación de un frente, más bien desunido, contra el PSOE, que iba desde la derecha agraria hasta la anarcosindicalista CNT, indignada por la determinación de los socialistas de aplastar su radicalismo sindical[56].
Hubo que reorganizar ligeramente el nuevo gobierno, para permitir que Santiago Casares Quiroga pasara del Ministerio de Marina al de Gobernación, en sustitución de Maura. Prieto siguió en Hacienda, pero continuaba expresando a menudo su deseo de dimitir. Esto frustraba a Azaña, que escribió: «Todo es violencia verbal, y luego nada». Sólo la dificultad de encontrar a un sucesor impedía que Prieto saliera de Hacienda. Cuando Azaña halló una persona adecuada, el hombre de negocios catalanista Jaume Carner Romeu, informó a Prieto que deseaba que pasara al Ministerio de Obras Públicas. A Prieto no le agradó, y hubiese preferido dejar por completo el gobierno con el fin de intentar salvar El Liberal de Bilbao, en el cual había trabajado, que era propiedad de su amigo Horacio Echevarrieta. Fue necesario que Largo Caballero apelase a la disciplina de partido para que Prieto accediera[57]. Sin embargo, el 12 de diciembre de 1931, después de la reunión del nuevo gobierno, le confortó la honradez y competencia de Carner y lo apoyó cuanto pudo[58].
En el Ministerio de Obras Públicas, a pesar de su mal estado de salud, Prieto desempeñó un papel con dinamismo y audacia, desde el 12 de diciembre de 1931 al 8 de septiembre de 1933. Seguía teniendo problemas de vista, y en marzo de 1932 sufrió graves dolores de pecho en el transcurso de un Consejo de Ministros, lo que hizo pensar a Azaña que podía sufrir de arteriosclerosis. Prieto, viudo, no se cuidaba, especialmente en lo relativo a la dieta[59]. Sin dejarse amilanar por la salud, trató de convertir el Ministerio de Obras Públicas en un instrumento para sacar a España de su atraso social y económico. Vio la oportunidad de poner la maquinaria del Estado al servicio de la modernización del país, por medio de las obras públicas. Favorecía sobre todo los planes que daban mucho empleo, para paliar el paro. Con la ayuda de Manuel Lorenzo Prado, completó muchos de los proyectos hidroeléctricos iniciados por la dictadura de Primo de Rivera. Al mismo tiempo estimuló con considerable energía los planes de riego en gran escala, que el régimen de Franco se arrogó después de la guerra civil. Estableció una serie de planes que fueron la base de la expansión moderna de Madrid, la prolongación de su paseo central, la Castellana, la creación de una red de trenes de cercanías con un eje central norte-sur y la edificación de un complejo de edificios, los llamados Nuevos Ministerios, así como la creación de una red de transporte público con el extrarradio para facilitar excursiones de los capitalinos al campo. Puso en marcha un gran programa de construcción de carreteras. Tras su experiencia en Hacienda, tomaba muy en cuenta el coste de los planes de obras públicas, lo que le hizo declarar en las Cortes, el 7 de enero de 1932: «Ni un kilómetro, ni un solo kilómetro más de ferrocarril nuevo ahora». Se arriesgó a provocar la enemistad de la industria siderúrgica y de los sindicatos metalúrgicos al cancelar cierto número de prolongaciones ferroviarias, para concentrar los recursos disponibles en la electrificación de las líneas que unían a las principales ciudades[60]. Se indignó al descubrir que había un mercado de pases gratuitos en los ferrocarriles, y se dispuso a erradicarlo[61].
En un momento en que las esperanzas socialistas chocaban contra la intransigencia de la derecha, se planteó de nuevo la cuestión de la participación socialista gubernamental en sendos congresos de la UGT y del PSOE, celebrados en Madrid en octubre de 1932. El XIII Congreso del PSOE se inauguró el 6 de octubre. Desde el congreso extraordinario del año anterior, Besteiro había modificado considerablemente su posición. Prieto presentó una moción apoyando continuar la participación ministerial, y Besteiro habló en favor de ella. La ambigua redacción del primero establecía que se daría «por concluida la participación del Partido Socialista en el gobierno tan pronto como las circunstancias lo permitan sin daño para la consolidación y fortalecimiento de la República». La propuesta se aprobó por 23 718 votos contra 6356. El tema principal de debate fue la fracasada huelga general de diciembre de 1930, y como se pusiera de relieve la tibia actitud de Besteiro en aquella ocasión, su prestigio salió gravemente perjudicado. El XIII Congreso del PSOE representó el último voto de confianza socialista en la eficacia de la colaboración ministerial[62].
Los primeros meses de 1933 vieron la coalición republicano-socialista sujeta a graves presiones desde la derecha y desde la izquierda. La represión de un alzamiento anarcosindicalista, en enero, fue especialmente sangrienta en la aldea gaditana de Casas Viejas. Los anarquistas y las derechas, cada uno por su lado, utilizaron este acontecimiento para atacar al gobierno. De hecho, la responsabilidad fue de la unidad local de la Guardia Civil. Sin embargo, antes de que los detalles llegaran a Madrid, los tres ministros socialistas, y de modo muy especial Prieto, habían hecho saber a Azaña que aprobaban la represión de los anarquistas[63]. La actividad del gobierno se encontró paralizada, durante los primeros meses de 1933, por una campaña de obstrucción parlamentaria montada por los radicales y la derecha. Combinada con un eficaz boicot de la legislación socialista en el campo, llevado a cabo por los terratenientes, la obstrucción parlamentaria obligó a los socialistas a enfrentarse al costo de la colaboración en el gobierno. Prieto seguía creyendo que los beneficios de la democracia parlamentaria justificaban el sacrificio de algo de su credibilidad con las masas afines al partido. Largo Caballero lo creía también, aunque comenzaba a dudar de ello. Para fortalecer la confianza en el gobierno, Prieto organizó un banquete, el 14 de marzo de 1933, al que asistieron dos mil personas. Hablando del sacrificio hecho por el PSOE para dar una base sólida a la República, declaró que los socialistas se consideraban «solamente comprometidos a cooperar desde el Poder hasta el momento mismo en que Azaña crea que es necesaria nuestra colaboración». Lo dijo sin pedir la previa autorización de la Comisión Ejecutiva. Pero cuando ésta se reunió, el 4 de abril, reafirmó seguir en el gobierno después de escuchar una enérgica argumentación de Prieto[64].
A finales de mayo de 1933, el presidente de la República, el católico Alcalá Zamora, esperaba aprovechar el aumento de la oposición al gobierno de Azaña como excusa para no ratificar la Ley de Congregaciones, que confirmaba el carácter laico del Estado español. La oportunidad se presentó a comienzos de junio de 1933, cuando Azaña tuvo que sustituir a Jaume Carner, aquejado de un cáncer terminal. Cuando propuso una reorganización del gabinete, Alcalá Zamora respondió que debía consultar con los jefes de los principales partidos. Prieto dijo que «esto es negar la confianza al gobierno», y Azaña dimitió[65]. Alcalá Zamora invitó entonces a Besteiro a que formara gobierno; rehusó, pero la ejecutiva del PSOE le obligó a declarar que lo hacía a título exclusivamente personal. Al presidente no le quedaba más remedio que hacer el ofrecimiento a Prieto, que primero se aseguró la aprobación de la ejecutiva socialista. Luego reunió al gobierno saliente y preguntó si Azaña o algún otro ministro lo consideraría desleal si trataba de formar gobierno. Alentado por Azaña, aceptó el ofrecimiento presidencial. Pidió a Azaña que entrara en él, pero dijo claramente que «no se forma ilusiones sobre su aptitud para presidir» y que sin la «autoridad moral» de Azaña, renunciaría a formar gobierno. Encantado, como siempre, de poder volver a la vida privada, Azaña se mostró renuente. Pero, como dijo a su propio partido, Acción Republicana, no quería aparecer como el principal obstáculo a que se constituyera el gobierno y aceptó, lo que conmovió mucho a Prieto. Éste trató de formar la más amplia coalición republicano-socialista posible. Sin embargo, su intento fracasó con el grupo parlamentario socialista y con la ejecutiva del PSOE, pues Largo Caballero se negó a pensar siquiera en una colaboración con los radicales de Lerroux. Después de informar de esto a Alcalá Zamora, Prieto le aconsejó al presidente que volviera a llamar a Azaña, cosa que hizo poco antes de la medianoche del 11 de junio. Los tres ministros socialistas aceptaron reintegrarse en el gobierno[66].
Alcalá Zamora volvió a la carga al cabo de tres meses. Entretanto, Largo Caballero y sus partidarios habían comenzado a pedir el fin de la colaboración del PSOE con los republicanos, con un discurso pronunciado por el primero el 23 de julio, cuando todavía era ministro. Dirigiéndose en el cine Pardiñas de Madrid a un auditorio de radicalizados miembros de la Federación de Juventudes Socialistas, declaró que los socialistas querían alcanzar el poder solos[67]. Prieto replicó en una conferencia en la escuela de verano de la misma Federación, en Torrelodones, cerca de Madrid. Defendió la participación socialista en el gobierno, señalando que no había albergado las «ilusiones pueriles» de creer que la República produciría instantáneamente las transformaciones sociales que deseaban los socialistas, sobre todo debido al contexto de desastrosas condiciones económicas en que se había establecido la República. Pidió a sus oyentes que consideraran si los socialistas estaban en condiciones de desafiar al inmenso poder económico que seguía en manos de las clases altas. Un gobierno exclusivamente socialista no era una aspiración realista, pues, dijo, «nuestro reino, por lo que respecta a España, no es de este instante». Desechando la comparación entre la España de 1933 y la Rusia de 1917, formulada por los defensores caballeristas del radicalismo, comentó proféticamente que «si España, por unas u otras circunstancias pudiese implantar un régimen plenamente socialista, ¿la Europa burguesa no pondría cerco a España, no la sitiaría, no la bloquearía?». Fue un discurso hábil, en que aceptaba la justificación moral del radicalismo pero rechazaba la noción de que debía haber un cambio drástico de la política del partido. Pero por muy realista que fuese, aquello no era lo que los jóvenes oyentes deseaban escuchar[68].
Días después, Largo Caballero complació al mismo auditorio hablando de la imposibilidad de aplicar una legislación verdaderamente socialista en el marco de una democracia burguesa[69]. En cierto modo, advertía al presidente de la República contra la idea de sustituir el gobierno de coalición republicano-socialista por uno dirigido por Lerroux. Y esto fue precisamente lo que hizo Alcalá Zamora el 11 de septiembre. Para impedir enfrentarse a una derrota parlamentaria, Lerroux mantuvo cerradas las Cortes. Se hizo caso omiso de la legislación social de los dos años anteriores. El 19 de septiembre, la ejecutiva socialista decidió romper su compromiso con los republicanos de izquierda[70]. El 2 de octubre, Prieto cumplió la penosa tarea de anunciar el final de la coalición republicano-socialista a la que había dedicado no poca parte de su vida. En un sistema electoral que favorecía a las coaliciones amplias, los socialistas iban imprudentemente solos a las elecciones. Bilbao, donde Prieto insistió en incluir a Azaña en la candidatura socialista, fue uno de los pocos lugares donde el voto de izquierdas no se dividió. En las elecciones del 19 de noviembre de 1933, los socialistas sufrieron una considerable derrota, cayendo de los 116 escaños de 1931 a sólo 58[71].
Los republicanos de izquierda quedaron prácticamente borrados del mapa electoral y los socialistas consiguieron muchos menos diputados de lo que parecía justificar la votación que obtuvieron. Sus 1 627 472 votos les dieron 58 diputados, mientras que 806 340 votos dieron a los radicales 104[72]. Aunque esto se debía en parte a que los socialistas no habían utilizado bien un sistema electoral que habían ayudado a elaborar, lo tomaron como una prueba más de la falsedad de la democracia burguesa. Por diversas razones, el partido socialista viró, ahora, espectacularmente hacia la izquierda. A la amargura por la escasez de reformas sociales entre 1931 y 1933 se agregaba el temor que la base socialista pudiera pasarse a la más militante CNT o al partido comunista, si su radicalización no encontraba eco en los elementos directivos del PSOE. Había, por encima de todo, la esperanza de que un revolucionarismo verbal asustara a la derecha y le hiciera moderar sus ataques a los progresos sociales que había hecho la República, o que, cuando menos, asustara al presidente y lo indujera a convocar nuevas elecciones. Este extremismo retórico sólo podía acelerar la polarización política puesta en movimiento por los distorsionados resultados electorales. Además, la radicalización del movimiento socialista fue hábilmente explotada por la derecha con el fin de permitir la sucesiva represión de las diversas partes del mismo, a lo largo de 1934. Se provocaron huelgas y más huelgas y se aniquiló un sindicato tras otro de la UGT[73]. Prieto se opuso a la línea revolucionaria, pero en obediencia a su inquebrantable lealtad al PSOE, que siempre guiaba su conducta, cumplió con su papel mejor que muchos de los supuestos revolucionarios. Llegó incluso a comprar un cargamento de armas y a verse envuelto en la arriesgada aventura de hacerlo desembarcar en las costas asturianas[74].
Mientras Prieto trazaba planes para un gobierno de después de la revolución y hacía arreglos para la compra de armas, Azaña se había encargado de la tarea de reconstruir la coalición republicano-socialista. Años más tarde, hablando en el Círculo Pablo Iglesias de México, Prieto hizo una devastadora autocrítica:
Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario [de octubre de 1934]. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo […]. Acepté misiones que rehuyeron otros porque tras ellas asomaba no sólo el riesgo de perder la libertad, sino el más doloroso de perder la honra. Sin embargo, las asumí […]. Colaboré en ese movimiento con el alma, acepté las misiones a que antes aludí y me encontré, ¡hora es ya de confesarlo!, violentamente ultrajado.
Parecía como si lo paralizara el sentido de la disciplina de partido. Cuando Azaña se encontró con él en Barcelona a finales de septiembre de 1934 y le reprochó la renuencia de los socialistas a establecer una alianza con los republicanos, «Prieto guardó durante toda la discusión un silencio de piedra. Probablemente, todas nuestras palabras le parecían ociosas y quizá no le faltase razón. Creía yo saber que Prieto tampoco aprobaba los propósitos de insurrección armada, pero entraba en ellos por fatalismo, por creerlos incontenibles, por disciplina de partido». Años después, Trifón Gómez explicó a Azaña que «cuando por influjo de Caballero progresaba el desatino de la insurrección armada, Prieto, en algunas reuniones de la Ejecutiva, se desesperaba, y hasta lloraba. Quería ahogar a Caballero. Besteiro le contestaba: “No hay que ponerse así, ni tomarlo de ese modo. No hay más que resistirle.”[75]».
Pero Prieto no le resistió. Se deshinchó el globo de los caballeristas y el gobierno reprimió brutalmente su movimiento revolucionario de octubre de 1934[76]. Este movimiento perjudicó gravemente al movimiento socialista. Aunque dijeran que la insurrección había sido una «victoria objetiva», constituyó una terrible derrota inmediata. Muchos destacados socialistas estaban en prisión o en el exilio, sobre todo en Francia o Rusia. Prieto se ocultó en el apartamento de la familia de un amigo, conocida por su catolicismo; luego consiguió escabullirse de Madrid por un medio asombroso dada su corpulencia: en el maletero de un Renault que pasó los controles policiales conducido por el agregado aéreo de España en Italia, Ignacio Hidalgo de Cisneros. Lerroux le dijo a Alcalá Zamora que estaba enterado del lugar donde se ocultaba Prieto y de su plan de fuga, pero que decidió ignorarlos[77].
Finalmente, los trágicos acontecimientos de octubre en Asturias galvanizaron a Prieto, que se unió a Azaña en busca de la manera de volver a formar la gran coalición electoral de 1931. El impacto de Asturias en el PSOE y la UGT fue catastrófico: encarcelamiento y tortura para muchos militantes, exilio para otros, clausura de Casas del Pueblo, acoso a los sindicatos y la prensa socialista silenciada. Las alas prietistas y caballeristas sacaron de los acontecimientos conclusiones enteramente distintas. Caballero, aconsejado por miembros de las radicalizadas Juventudes Socialistas, con los que estaba encarcelado, y varios de los cuales, entre ellos Santiago Carrillo y Amaro del Rosal, acabaron ingresando en el partido comunista, llegó a la conclusión de que debía adoptarse una línea todavía más revolucionaria. Prieto argumentaba, más racionalmente, que lo primero era reconquistar el poder para poner fin a los sufrimientos que infligía a la clase obrera la coalición de radicales y CEDA. Prieto pudo adoptar esta posición con una gran credibilidad porque, en tanto que el movimiento revolucionario había sido un fiasco en zonas controladas por los caballeristas, hubo una acción eficaz de los trabajadores justamente en las zonas dominadas por los prietistas —Asturias y el País Vasco—. Además, como para defenderse de la persecución de las derechas, los bolchevizantes negaban, no sin razón, toda participación en los acontecimientos de octubre, entregaron virtualmente a Prieto la herencia de octubre.
A lo largo de 1935, don Inda empleó esta herencia para conseguir un abrumador apoyo obrero a las iniciativas que tomaba Azaña, cuya campaña de «discursos en campo abierto» llevó a cientos de miles de españoles la idea de un renacimiento de la coalición republicano-socialista; al mismo tiempo, demostraba al ala izquierda del PSOE el enorme apoyo popular que existía para un acuerdo electoral. Desde el exilio, Prieto se ocupó de la tarea, igualmente importante, de ensanchar las zonas de coincidencia entre los republicanos y los socialistas moderados, y de neutralizar el extremismo retórico de los caballeristas. Esto determinó que Prieto fuese el blanco de la virulenta crítica de los bolchevizantes. Sin embargo, pese a los insultos a que se vio sujeto por parte de gentes relativamente recién llegadas a su partido, continuó trabajando sin vacilar por la reconstrucción de la coalición electoral.
Después de lo de Asturias, en el PSOE existía una intensa agitación en torno a la táctica electoral que debía adoptarse. Las primeras iniciativas procedieron de Prieto. Desde finales de 1934 había mantenido correspondencia con Azaña sobre esta cuestión. Compartía sus ideas el vicesecretario del PSOE Juan Simeón Vidarte, que a mediados de marzo de 1935 visitó la cárcel Modelo madrileña para exponerlas a Largo Caballero. Éste se mostró hostil hasta a la idea de una coalición, pero autorizó a Vidarte a que pidiera a Prieto una exposición más extensa de sus ideas. Prieto, en consecuencia, escribió desde París una larga carta, fechada el 23 de marzo de 1935, que debería servir como memorándum sometido a la discusión de la ejecutiva del PSOE. Se esforzó en señalar que la idea de un bloqueo obrero, defendida por Largo Caballero, conduciría casi inevitablemente a una repetición de la derrota electoral de noviembre de 1933. Prieto defendía, en cambio, una alianza circunstancial que debería extenderse a la derecha y a la izquierda del PSOE. Para Prieto, la cuestión clave residía en asegurar una votación que pusiera fin a los abusos cometidos por la coalición de la CEDA y los radicales, cosa que no era probable que se consiguiera con una alianza exclusivamente proletaria. De hecho, no había garantía alguna de unidad obrera, dada la suspicacia con que los anarcosindicalistas veían lo que consideraban imperialismo socialista. Prieto señalaba, proféticamente, que enganchar al carro del PSOE los caballos del PCE y de la CNT sería peligroso. Basándose en la carta de Prieto, Vidarte redactó una circular que se distribuyó ampliamente dentro del movimiento socialista y que, tras un debate intenso, reveló una considerable mayoría de los militantes favorables a una acción concreta para poner fin al poder de Lerroux y Gil-Robles[78].
El 31 de marzo de 1935 Prieto había recibido una carta de Ramón González Peña, héroe del movimiento de Asturias, en apoyo de su posición[79]. Seguro de que contaba con el apoyo de importantes sectores del partido, Prieto publicó el 14 de abril de 1935 un artículo en el diario bilbaíno El Liberal pidiendo la colaboración socialista con el frente amplio republicano que Azaña estaba forjando. Su argumentación era abrumadora: otra victoria electoral de GilRobles significaría el fin de la democracia en España. Aunque esto impresionaba a los militantes, que sufrían la brutalidad de la vida cotidiana bajo la coalición CEDA-radicales, enfureció a los bolchevizantes jóvenes socialistas. Carlos Hernández Zancajo, Santiago Carrillo y Amaro del Rosal atacaron a Prieto en un folleto titulado Octubre-segunda etapa, publicado en abril, y lo mismo hizo Carlos de Baraibar con su libro Las falsas «posiciones socialistas» de Indalecio Prieto, que era una réplica a un folleto publicado por Prieto titulado Del momento: posiciones socialistas, en el que se reunían cinco de sus artículos, aparecidos antes en El Liberal de Bilbao, La Libertad de Madrid y otros periódicos republicanos provinciales. Los cinco artículos constituían una razonada defensa de la necesidad de una alianza electoral. Su folleto tuvo una difusión y una influencia mayores que la polémica más bien insustancial de Baraibar. A los ojos de los caballeristas, Prieto se esforzaba en salvar una democracia burguesa condenada. Les enfurecían —y especialmente a Largo Caballero— su gracia, su aire de bon vivant y su rechazo del marxismo[80]. Largo Caballero escribió más tarde que «para mí, Indalecio Prieto nunca ha sido socialista, hablando con toda propiedad, ni por sus ideas ni por sus actos[81]». Prieto comprendía por qué ellos se sentían defraudados por la República, pero él tenía una visión más realista de la verdadera relación de fuerzas en España. El poderío de la oligarquía era tal que las amenazas de revolución aparecían como utópicas. Por este motivo, para Prieto era esencial, en la desigual lucha entre la oligarquía y los trabajadores, que éstos tuvieran de su lado, cuando menos, el aparato del Estado. Las medidas represivas del gobierno CEDA-radicales habían determinado que la retórica revolucionaria de los caballeristas encontrara eco entre los militantes. Pero, más aún, el recuerdo del octubre asturiano, la continua reclusión de miles de presos políticos y el deseo de echar a Gil-Robles y Lerroux aseguraban una acogida masiva del llamamiento de Prieto en favor de la unidad y de un regreso a la República progresista del período 1931-1933.
Mientras Prieto seguía en exilio, la tarea de llevar a las masas este llamamiento la cumplió con éxito Azaña. Las polémicas teóricas de la izquierda tenían escaso impacto en la opinión de las bases, y Prieto continuó trabajando por una alianza; así, se encontró con Azaña en Bélgica, a mediados de septiembre, para discutir el programa de la coalición que proyectaban. Finalmente, empujados por las pruebas del apoyo popular que concitaba Azaña y por la presión de sus aliados comunistas, los caballeristas aceptaron en noviembre de 1935 el punto de vista de Prieto. Quedaba por librar un agrio combate en torno al programa del Frente Popular, pero la victoria más importante fue de Prieto. Era uno más de sus servicios al PSOE y la democracia española, a costa tanto de grandes sacrificios personales como de un ahínco excepcional.
Pronto se dio cuenta Prieto de que una alianza heterogénea de reformistas y revolucionarios tenía que provocar problemas. A los dos meses del éxito electoral del Frente Popular, en febrero de 1936, le dijo a Juan Simeón Vidarte que «ese Frente Popular es una entelequia que ya se debía haber disuelto[82]». A comienzos de la primavera de 1936 se produjo un desorden generalizado cuando las expresiones de alegría popular por la victoria electoral se convertían a menudo en manifestaciones de venganza por los sufrimientos soportados durante el «bienio negro», con esporádicos incendios de iglesias y ocupaciones de tierras. Al mismo tiempo, había una orquestada oleada de violencia por parte de la derecha, que se proponía provocar represalias de la izquierda. En marzo, Prieto trabajó con energía y sentido común como presidente del comité establecido para comprobar la validez de las elecciones de febrero. Deseoso de asegurar que la derecha estuviera bien representada en las Cortes, dirigió la labor del comité con ecuanimidad y hasta cerró los ojos a abusos del sistema perpetrados por la derecha. Prieto acabó dimitiendo de este comité, en parte porque consideraba que hubiese sido políticamente más prudente no continuar con la expulsión de figuras consagradas de la derecha, por justificada que estuviera, pues estimaba que era menos peligroso tenerlas en el parlamento que conspirando fuera de él. Resentía también la presión de Alcalá Zamora para que aprobara la turbia elección de uno de sus amigos en Pontevedra, y la de Azaña para que no examinara la corrupción en La Coruña, lo cual habría puesto en peligro la elección de su ministro de Obras Públicas, Santiago Casares Quiroga[83].
En abril de 1936, preocupado como siempre por fortalecer la República, Prieto colaboró con Azaña para provocar la destitución de Alcalá Zamora de la presidencia. Ambos advertían que el presidente era hostil al Frente Popular y que había un buen pretexto por haber disuelto el parlamento por segunda vez durante su mandato. El 7 de abril, Alcalá Zamora sufrió una humillante derrota, cuando Prieto planteó la cuestión de la validez de su disolución de las Cortes anteriores. Fue una acción muy dramática emprendida con la vana esperanza de salvar la República[84]. Convencido de que Azaña era el único sustituto plausible —convicción compartida por Azaña—, Prieto puso toda su influencia al servicio de esta candidatura. La pérdida de Azaña como enérgico primer ministro sólo podría justificarse si su puesto era ocupado por Prieto. Aunque no podía haber garantía de éxito, la última posibilidad de supervivencia de la República era que Azaña, como presidente eficaz, trabajara en equipo con Prieto. Juntos podrían haber mantenido un ritmo de reformas capaz de satisfacer a la izquierda y, al mismo tiempo, desbaratar la conspiración militar, las provocaciones fascistas y las consiguientes represalias de la izquierda. Prieto apostaba a que podría hacer todo esto, a pesar de darse cuenta de que, por razones personales e ideológicas, Largo Caballero haría todo lo posible para impedirlo[85].
El primero de mayo, en un discurso pronunciado en Cuenca, donde había una segunda vuelta de las elecciones, presentó, de hecho, su candidatura a primer ministro. Fue allí «bajo la preocupación del inmediato estallido fascista que ya venía anunciando sin otro resultado que cosechar diatribas y desdenes. Según el recelo aldeano de muchos, una mezquina ambición me inspiraba tan porfiadísimos augurios». Cuando llegó a Cuenca, todavía el viento agitaba las cenizas del incendio del casino de derechas. Le acompañaba un grupo de guardaespaldas de fieles jóvenes socialistas, a los que llamaban «la Motorizada». Hablando del peligro de un alzamiento militar, señaló proféticamente al general Franco, que había retirado su candidatura por Cuenca, como su jefe probable. Comentando la acusación derechista de que el Frente Popular era la «antipatria», hizo una apasionada declaración que podría servirle de epitafio: «Me siento cada vez más profundamente español. Siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano mismo de mis huesos. Todas mis luchas, todos mis entusiasmos, todas mis energías, derrochadas con una prodigalidad que quebrantó mi salud, los he consagrado a España». Expuso un plan de gobierno que era una extensión de su labor en el Ministerio de Obras Públicas, un plan «para la conquista interior de España», para la justicia social basada en un bien planeado crecimiento económico. Denunció las provocaciones de la derecha y el desorden de la izquierda: «Lo que no soporta una nación es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad.»[86] Sus palabras le valieron el elogio de muchos políticos, desde Juan Negrín, de la derecha de su propio partido, hasta José Antonio Primo de Rivera[87].
Muchos estaban convencidos de que una fuerte combinación de un enérgico presidente de la República y un igualmente enérgico primer ministro era la única manera de defender la República frente a la subversión militar. Según Miguel Maura, «existía un solemne compromiso, contraído por los principales hombres del régimen con Azaña la antevíspera de su elección presidencial, para que fuese en el camino a emprender al tiempo de inaugurar sus funciones de presidente[88] Azaña afirmó más tarde que esto era lo que había planeado[89]». Más adelante, Prieto dudó de que así fuera[90]. Cualesquiera que fuesen sus intenciones reales, el 11 de mayo Azaña, recién elegido, dijo a Prieto que iba a pedirle que formara gobierno. Prieto cometió entonces, y por dos veces, el error táctico de consultar a la minoría parlamentaria, que presidía Largo Caballero. La noche del 11 de mayo presentó en términos generales la cuestión de una posible participación socialista en un gobierno de amplia coalición, y el grupo reafirmó el compromiso de Largo Caballero con un gobierno enteramente republicano. El 12 de mayo, cuando Prieto se presentó de nuevo, con el encargo de Azaña de formar gobierno, Largo Caballero y sus partidarios se opusieron, decididos a que no diera nueva vida a un moribundo Frente Popular. Prieto capituló en silencio. No utilizó ninguno de los argumentos que habría podido presentar en favor de un gobierno fuerte, de ancha base, y los diputados que lo apoyaban, callaron. Prieto podría haber formado gobierno a pesar de la oposición de Largo Caballero empleando el apoyo parlamentario de los partidos republicanos y aproximadamente de un tercio de los diputados socialistas. Pero no estaba dispuesto ni a escindir el PSOE ni a pedir apoyo parlamentario a la derecha. Cuando Vidarte le ofreció mediar ante Largo Caballero, Prieto, lívido, exclamó: «¡Que se vaya Caballero a la mierda!»[91]
Un año después, Vidarte le dijo a Azaña: «La Ejecutiva estaba segura de que si Prieto hubiese aceptado, respaldado por nosotros y por el Comité Nacional, y convocado el congreso del partido, éste hubiera aprobado nuestra gestión. Él no lo entendía así, quería contar con el decidido apoyo de la minoría socialista». Según Vidarte, Azaña comentó entonces: «Yo siempre creí que le había faltado valor para hacerse cargo del gobierno, ¡su pesimismo inveterado!»[92] Si en lugar de pedir el permiso del grupo parlamentario socialista, donde sabía que estaba la minoría, hubiese aceptado el encargo de Azaña, habría correspondido a los caballeristas bloquear la formación de un gobierno que sin duda habría tenido considerable apoyo popular. En el largo camino hacia la guerra civil, el que no se formase un gobierno Prieto fue probablemente el momento decisivo. Trágicamente, a Prieto le corresponde cierta responsabilidad por no decidirse a enfrentarse a Largo Caballero. Una combinación de su pesimismo depresivo y de su ciega lealtad a la disciplina del partido lo hundió. A fin de cuentas, antes de ayudar a destituir a Alcalá Zamora de la presidencia y de aceptar la propuesta de Azaña de formar gobierno, sabía que Largo Caballero se le opondría. Si no estaba seguro de poder vencer esta oposición, mejor hubiese sido dejar a Azaña como presidente del Consejo de Ministros.
Al impedirse la formación de un gobierno encabezado por Prieto se destruyó, de hecho, la última posibilidad de evitar un alzamiento militar[93]. Prieto se daba cuenta, cosa que al parecer Largo Caballero no percibía, de que las tentativas de cambio social revolucionario exasperarían a las clases medias y las empujarían hacia el fascismo y la contrarrevolución armada. Prieto estaba convencido de que precisaba restaurar el orden y acelerar las reformas. Tenía planes para destituir a jefes militares que no eran dignos de confianza, reducir el poder de la Guardia Civil y desarmar las escuadras fascistas. Deseaba también iniciar obras públicas en gran escala, planes de irrigación y vivienda, y acelerar la reforma agraria. Era un proyecto que, aplicado con energía y tenacidad, hubiese podido impedir la guerra civil[94]. Pero Largo Caballero hizo que no se pudiera llevar a la práctica la visión de Prieto. Que el partido más fuerte del Frente Popular fuese incapaz de participar activamente en el empleo del aparato del Estado para defender la República resultó más trágico todavía a la luz de la ineficacia de Casares Quiroga, el nuevo primer ministro, que no estaba a la altura de los problemas que debía resolver. Prieto escribió más tarde: «Mi misión, pues, se reducía a avisar constantemente el peligro, a vocearlo y a procurar que en nuestro campo obcecaciones ingenuas, propias de un lamentable infantilismo revolucionario, no siguieran creando ambiente propicio al fascismo, que era la única utilidad de desmanes absurdos». Caballero estaba seguro de que el alzamiento, aunque inevitable, sería fácilmente aplastado por la izquierda. Uno de sus partidarios le dijo a Vidarte: «Todo esto de una posible sublevación militar no es más que un chantaje de Prieto para vencer la resistencia de Caballero a que él forme gobierno». Casares, al parecer, todavía se daba menos cuenta de la gravedad de la situación, pues descartaba irritado los frecuentes avisos de Prieto sobre las posibles conjuras militares. En una ocasión, a finales de mayo, despidió a Prieto con este comentario despectivo: «Mire, Prieto, si usted no pudo o no quiso gobernar, tenga al menos la consideración de dejarnos gobernar a los demás. No estoy dispuesto a que nadie me marque los pasos a seguir. Si no están conformes con mi política, derríbenme ahí dentro [en el hemiciclo], pero no estoy dispuesto a soportar las exaltaciones de su menopausia.»[95]
En los dos meses anteriores al comienzo de la guerra civil, las actividades revolucionarias del ala caballerista del PSOE no fueron más allá de una espera pasiva de lo que se creía que sería el agotamiento inevitable del gobierno republicano. Sin embargo, su retórica revolucionaria intensificó los temores de las clases medias. El deterioro de la situación política indujo a muchos socialistas a considerar que el moderado realismo de Prieto era más sensato que las utopías de Largo Caballero. A finales de mayo, Prieto se sintió dispuesto a tomar la iniciativa en el PSOE, lo que se expresó en una agria campaña para la renovación de la ejecutiva del mismo[96]. El 31 de mayo, en un mitin en Écija, Sevilla, los jóvenes caballeristas recibieron a botellazos, pedradas y tiros a Prieto y a otros candidatos; sólo la rápida intervención de su amigo el doctor Juan Negrín, que llevaba pistola, y de la Motorizada logró que salieran ilesos[97]. En la lucha en la ejecutiva, la candidatura prietista se proclamó vencedora, aunque el comienzo de la guerra civil acalló la batalla verbal que siguió. El desquite de Prieto frente a Largo Caballero tardaría diez meses más en tener lugar. Que la cuestión le atosigaba se puede ver en un artículo publicado el 16 de junio de 1936 en el cual escribió: «Me ha tocado una ración de sapos vivos muy copiosa. Es el asco lo que me vence. Mi capacidad de repugnancia está desbordada.»[98] Entretanto, durante julio Prieto repitió en El Liberal las advertencias que Casares había ignorado[99]. Unos días antes del alzamiento militar, recibió —como la recibieron Alcalá Zamora y Lerroux—, la información de que éste era inminente y debía abandonar España. El ex presidente y el jefe radical pasaron rápidamente la frontera. Cuando asesinaron a Calvo Sotelo el 13 de julio, Prieto estaba en Pedernales, cerca de Bilbao. Pudo recoger a su familia y marcharse a Francia en unas pocas horas, pero regresó a Madrid para ayudar a defender la República. Una vez en la capital, se asombró al comprobar que Casares todavía se negaba a creer que la sublevación de Marruecos era parte de una conjura más amplia[100].
Cuando estalló la guerra, el Estado republicano se hundió. La convicción de Largo Caballero de que una rebelión militar sería aplastada por la revolución obrera resultó acertada solamente en parte. La sublevación militar no fue vencida en la mitad de España, pero, dentro de la zona republicana, las funciones principales del gobierno —producción, abastecimiento, seguridad, defensa, comunicaciones y transporte— cayeron, al menos por un tiempo, en manos de los sindicatos. La indecisión de los republicanos en las primeras 36 horas de la rebelión fueron otra ocasión perdida de que Prieto fuera primer ministro. A lo primero supuso que el error de mayo se remediaría de un momento a otro. Sin embargo, la revolución popular hizo imposible que Prieto encabezara una coalición moderada de republicanos y socialistas[101]. En consecuencia, con un generoso celo, Prieto fue de hecho primer ministro en la sombra cuando en apariencia era sólo un asesor del gobierno republicano de José Giral, del 20 de julio al 4 de septiembre. En un amplio despacho del Ministerio de Marina, se sobrepuso a su propio pesimismo y a su desprecio por la impotencia del gobierno de Giral y trabajó sin cesar para imponer orden y dirección al gobierno[102].
El socialista exiliado italiano Pietro Nenni escribió a mediados de agosto:
Desde hace unos días observo a Indalecio Prieto. Más que un hombre, se diría que es una prodigiosa máquina de trabajar. Piensa cien cosas a la vez. Sabe todo, lo ve todo. En el espacio de algunos minutos, recibe un grupo de socialistas, corre veinte veces al teléfono […]. Belarmino Tomás se lo lleva aparte para hablarle de dinamita, municiones y cañones. El profesor Negrín lo toma del brazo para informarle de los últimos pasos de una importante cuestión diplomática. En mangas de camisa, sudando y resoplando, Indalecio va del uno al otro, da órdenes, firma papeles, toma notas, grita por teléfono, riñe al uno y sonríe al otro. No es nada; no es ministro; solamente es diputado de un parlamento en vacaciones. Y sin embargo lo es todo: el animador y el coordinador de la acción gubernamental[103].
Aunque su incansable trabajo compensaba su pesimismo, creaba una depresión contagiosa hasta entre sus más próximos colaboradores. Ramón Lamoneda, secretario general de la ejecutiva socialista, escribió que «los miembros de la ejecutiva que lo visitábamos todas las tardes en Marina durante los primeros meses de guerra tuvimos que dejar de ir por miedo a morir de pesimismo y porque salíamos de allí aplanados: no daba por la resistencia una perra chica, y duró tres años. Eso sí: trabajaba en lo material como un burro, y en lo intelectual como un hombre inteligentísimo[104]».
A finales de agosto, con las columnas de Franco avanzando rápidamente hacia el norte y el este, por Talavera de la Reina, y las de Mola a punto de capturar Irún, Giral se convenció de que era esencial cambiar su gobierno por uno de base más amplia. Largo Caballero pidió, como precio por su colaboración, la jefatura del Gobierno y el Ministerio de la Guerra. El 26 de agosto, el periodista soviético Mijaíl Koltsov entrevistó a Prieto, que le habló francamente de sus sentimientos para con su rival: «Nuestras divergencias políticas constituyen el meollo de la lucha en el Partido Socialista de los últimos años. Y, a pesar de todo, por lo menos hoy, es el único hombre, mejor dicho, es el único nombre apropiado para encabezar un nuevo gobierno. Yo estoy dispuesto a formar parte de dicho gobierno, ocupar en él cualquier puesto y trabajar, a las órdenes de Caballero, en lo que sea. Otra salida no existe para España, ni existe tampoco para mí, si hoy quiero ser útil al país.»[105]
Prieto le había dicho a Azaña que Largo Caballero era el único primer ministro con probabilidades de incorporar a la anarcosindicalista CNT a un esfuerzo de guerra unificado. Con el tiempo, Caballero llegó a aceptar la conclusión de Prieto con respecto a que la supervivencia de la República exigía un gobierno sostenido a la vez por ambas centrales sindicales y por los republicanos burgueses[106]. El 4 de septiembre, se formó un gobierno verdaderamente de Frente Popular, bajo la presidencia de Largo Caballero, que se encargó del Ministerio de la Guerra, y Prieto en Marina y Aire. A diferencia de lo que tan escrupulosamente hizo Prieto en mayo, Largo Caballero no pidió la aprobación de la ejecutiva del partido ni del grupo parlamentario socialista. Prieto se sobrepuso a sus dudas acerca de Largo Caballero y se tragó la decepción de que se le privara de la dirección directa del esfuerzo de guerra, y dijo a la ejecutiva que «no es hora de regateos ni de mezquindades, sino una gravísima responsabilidad, y no es que yo la rehuyera aceptando la cartera de Guerra, es que Largo Caballero insiste, y yo lo considero lógico, en ser él, puesto que acepta la presidencia, quien asuma la responsabilidad de la orientación que se dé a dicho ministerio». Por cuenta de la ejecutiva del PSOE, Prieto escogió a dos ministros para el nuevo gobierno: el doctor Juan Negrín como ministro de Hacienda, y Anastasio de Gracia en la cartera de Industria y Comercio[107].
Pese a sus reservas acerca de la bancarrota política de los caballeristas, Prieto esperaba que Largo Caballero, con su reputación, nada merecida, de «Lenin español», serviría para contener la revolución. De hecho, Largo Caballero tuvo que reconocer pronto que para mejorar la situación económica y militar de la República, las milicias obreras y las colectivizaciones debían colocarse bajo un control central. Aunque de inclinación anticomunista, Prieto comprendió, a diferencia de Largo Caballero, la importancia que tenía la colaboración con el PCE. Advirtió que el aislamiento internacional de la República exigía relaciones cordiales con la Unión Soviética y, por lo tanto, con el partido comunista, que era el canal por el que se distribuiría la ayuda soviética. También estaba de acuerdo, como Azaña, con la afirmación comunista de que lo primero era ganar la guerra y, con este fin, era necesario acabar con la revolución popular. Esto indicaba su hostilidad hacia los anarquistas y también hacia la izquierda del PSOE. Para los comunistas, el aplastamiento de la revolución estaba estrechamente relacionado con las necesidades de la Unión Soviética, cuyo objetivo de una alianza con las democracias occidentales se veía amenazado por su relación con una España revolucionaria. Prieto llegó a considerar, brevemente, que sería conveniente realizar el sacrificio de fusionar el PSOE y el PCE[108]. En todo caso, le impresionó la competencia, la disciplina y la eficiencia de los comunistas en comparación con los anarquistas y otros revolucionarios. De hecho, el gobierno de Largo Caballero consiguió reafirmar algo el poder del Estado central. En términos de esfuerzo de guerra, sin embargo, se mostraba ineficaz, dividido y torpe. Por pesimismo o por disciplina de partido, Prieto no hizo nada para oponerse a Largo Caballero y se limitó a dirigir su ministerio. Le amargó mucho no poder proporcionar la aviación necesaria para contrarrestar la amenaza franquista al País Vasco y Asturias[109]. Al llegar la primavera de 1937, él y los comunistas participaban en la convicción de que había que sustituir a Largo Caballero[110].
Las vacilaciones de éste, durante los enfrentamientos entre anarcosindicalistas y comunistas, que tuvieron lugar en mayo de 1937 en Barcelona, condujeron a la crisis del gobierno que decidió la suerte de éste. Prieto colaboró en el proceso mediante el cual Largo Caballero fue descartado por los comunistas y no derramó ni una lágrima cuando lo sustituyeron, el 17 de mayo, por Juan Negrín[111]. Cuando Azaña pidió a la ejecutiva del PSOE que propusiera un nuevo primer ministro, esperaba que Prieto fuese el designado. Los colegas de Prieto en la ejecutiva deseaban unánimemente dar su nombre, pero él se negó categóricamente, alegando que no agradaba ni a caballeristas ni a comunistas ni a anarcosindicalistas. Prefirió quedar en la sombra y hacerse cargo de la dirección de la guerra en un nuevo Ministerio de Defensa Nacional, creado tras la fusión de los dos ministerios cruciales de Guerra y de Marina y Aire[112]. A Azaña no le desagradó tener que invitar a Negrín a formar gobierno: «El público esperaría que fuese Prieto. Pero estaba Prieto mejor al frente de los ministerios militares reunidos, para los que, fuera de él, no había candidato posible. Y en la presidencia, los altibajos del humor de Prieto, sus “repentes”, podían ser un inconveniente.»[113]
El nuevo gobierno parecía en todos los aspectos, salvo en el nombre, ser de Prieto. El importante Ministerio de la Gobernación fue ocupado por un prietista, Julián Zugazagoitia. En la primera reunión de gabinete, Negrín pidió a Prieto que se dirigiera por radio al pueblo, pero éste se negó «porque, necesitándose para ello fe en la victoria y no teniéndola yo, cualquiera podía dirigir la palabra al pueblo español en mejores condiciones[114]». Desde el comienzo, Prieto se enfrentó a dificultades. Largo Caballero se negó a traspasarle formalmente el ministerio y a ponerle al corriente de los problemas del momento. Pese a su pesimismo, Prieto explotó a fondo sus propias reservas de energía. Para contener el avance franquista sobre Bilbao, lanzó un ataque de diversión contra Segovia y hasta sugirió, como represalia por el cañoneo de Almería por el buque de guerra alemán Deutschland, que se realizara un bombardeo contra la flota alemana en el Mediterráneo, con la esperanza de provocar un incidente internacional y lograr la consiguiente mediación. Sus alarmados colegas desecharon esta idea[115]. Su energía resultó inútil, pues a las dos semanas de ocupar el ministerio tuvo que ver la caída del País Vasco. Estaba inconsolable y dijo a Zugazagoitia que «he tenido unas horas tan amargas y he medido tan severamente la que juzgo mi responsabilidad que, aparte de haber mandado al jefe del Gobierno una carta con mi dimisión, pensé en el suicidio. Esta idea llegó a obsesionarme y tuve la pistola a punto». Negrín rechazó su dimisión[116].
En esta coyuntura, Prieto informó a Azaña que lo mejor que podía esperarse para la República era que los franquistas consagraran todas sus energías a terminar la conquista del Norte en lugar de lanzar un ataque por Aragón, territorio que consideraba «totalmente desorganizado y mal guarnecido» a pesar de la considerable cantidad de armas allí enviadas[117]. Con la esperanza de frenar el avance nacionalista en el Norte, puso a Vicente Rojo al frente del Estado Mayor. Con Rojo, Prieto lanzó tres de las operaciones de mayor éxito llevadas a cabo por la acosada República: las ofensivas de diversión de Brunete en julio de 1937, de Belchite en agosto de 1937 y de Teruel en diciembre de 1937.
Mientras examinaba con Azaña los planes de la ofensiva de Brunete, le dijo que el Ejército Republicano del Centro era el que proporcionaba la mayor esperanza de éxito. El presidente le preguntó qué sucedería si, en caso de que las cosas fuesen mal, llegara a la conclusión de que la guerra estaba perdida. Prieto contestó: «No hay más que aguantar hasta que esto se haga cachos. O hasta que nos demos de trastazos unos con otros, que es como yo he creído siempre que concluirá esto». Reforzado así el pesimismo mutuo, Prieto se marchó «con su andar indeciso y balanceante de miope y de obeso[118]». A pesar de su falta de esperanza, Prieto se consagró a supervisar personalmente los detalles de la operación de Brunete, que se inició el 6 de julio[119]. El ataque, con más de ochenta mil soldados, contra los asediantes nacionales de la capital, consiguió un efecto inicial de sorpresa, pero reveló las deficiencias de los jóvenes oficiales de la República. Como Rojo había esperado, Franco, decidido como siempre a no ceder ni un palmo de territorio, detuvo su campaña del Norte. Envió a Madrid dos brigadas navarras, la Legión Cóndor y la Aviazione Legionaria Italiana, para meter en la cabeza de la España republicana el mensaje de que era invencible. El 18 de julio, la batalla empezaba a ser favorable a los nacionales gracias, sobre todo, al apoyo aéreo alemán[120]. Prieto se sentía muy pesimista debido a la escasez de oficiales adiestrados, de aviación y de aviadores. El 26 de julio, los nacionales volvieron a capturar Brunete[121].
Durante el resto del verano, Prieto se vio acongojado por la caída de Santander y, en el otoño, Asturias. En cierto modo, se consideraba culpable de cada derrota, y volvió a ofrecer su dimisión a Negrín, que éste volvió a rechazar[122] De los frentes recibía una serie interminable de noticias deprimentes sobre la moral baja y la falta de armamento[123].. Para aliviar la presión en el Norte, planeó con Rojo otro ataque de diversión. El 24 de agosto de 1937, con Santander ya en situación desesperada, se lanzó una ofensiva desde Cataluña hacia el oeste, con el fin de cercar a Zaragoza. Se trataba de ganar tiempo para la defensa de Asturias. El feroz ataque republicano se concentró en la pequeña ciudad fortificada de Belchite, al sudoeste de Zaragoza. Pero esta vez Franco no mordió el anzuelo, como en Brunete, y no retrasó el ataque a Asturias. Aunque envió algunos refuerzos, cedió terreno que era de poco valor estratégico. Para desesperación de Prieto, el avance republicano, como en otras ocasiones, fue inicialmente un éxito, pero tras el agotador esfuerzo de Brunete, no estuvo suficientemente apoyado por reservas y se desintegró frente a una firme defensa por parte de los nacionales. El 6 de septiembre, cayó Belchite, pero Franco vio que el amplio ataque estratégico contra Zaragoza había fracasado[124]. La sangría de Belchite no salvó a Santander, que cayó el 26 de agosto. Como hizo cuando fracasó el avance ante Brunete, Prieto se quejó de la falta de rapidez, precisión y capacidad de improvisación, cosas que atribuía a la baja calidad del cuerpo de oficiales. Tras recibir informes sobre motines y negativas a luchar entre los reclutas republicanos, dijo a Azaña que no veía de qué modo la República podría resistir otro ataque de la envergadura del que habían sufrido las provincias del Norte[125].
En el invierno de 1937, con Largo Caballero fuera de la escena, comenzó a deteriorarse el matrimonio de conveniencia entre Prieto y los comunistas. Los había unido su oposición al revolucionarismo de Caballero y de los anarquistas, y cada uno había visto en el otro el medio de alcanzar sus propios fines. Prieto siempre había sido suspicaz ante los comunistas, pero les permitió colocar a su gente en los puestos clave del Ministerio de Defensa y en el de Gobernación. Ahora, para reducir su influencia, emprendió una profunda reforma del Ejército Popular, tratando de despolitizarlo y de reafirmar el papel de los oficiales profesionales. Como esto implicaba la eliminación de los comisarios políticos comunistas, era segura su enemistad. Al cabo de un mes de encargarse del Ministerio de Defensa dijo a Azaña que la política de los comunistas «consiste en apoderarse de todos los resortes del Estado. El decreto que he publicado, prohibiendo que se hagan afiliaciones políticas en el ejército, les habrá sabido a rejalgar». Resistió la presión comunista para que rescindiera su orden prohibiendo el proselitismo político en las unidades[126]. Le enfureció un discurso de Dolores Ibárruri en las Cortes, el 1 de octubre de 1937, que consideró un ataque a su actuación al frente del Ministerio de Defensa[127]. La caída de Asturias, el 21 de octubre de 1937, lo afectó profundamente. Pero siguió trabajando con porfía. Azaña escribió en su diario: «Prieto, delante de las gigantescas dificultades que debe afrontar, se ha crecido y engrandecido. Ahora se sostiene sobre el mejor fondo de su carácter. Es de los poquitos —me sobran dedos en una mano para contarlos— que valen hoy más que antes de la guerra.»[128]
A finales del otoño de 1937, Franco planeó completar el cerco de Madrid con un ejército de más de cien mil hombres, reunidos para un ataque cerca de Guadalajara y luego un avance hacia Alcalá de Henares[129]. Prieto había llegado a la conclusión de que el Ejército republicano poseía escasa capacidad ofensiva, pero ordenó a Vicente Rojo que preparara otra operación de diversión para el 15 de diciembre, con la esperanza de apartar a Franco de Madrid. Se dirigió contra Teruel, capital de la más pobre de las provincias aragonesas[130]. Una vez más, se consiguió una sorpresa completa. Los nacionales, cogidos desprevenidos, se encontraron con que la meteorología obligaba a su aviación a permanecer en tierra, lo que permitió a las fuerzas republicanas sacar provecho de su ventaja inicial y, durante la primera semana, cerrar una bolsa de un centenar de kilómetros cuadrados y, por primera vez, entrar en una capital de provincia en poder del enemigo[131]. Aunque Teruel tenía escasa importancia estratégica, Franco contraatacó y quiso aprovechar la ocasión para destruir una fuerza republicana considerable[132]. Con gran satisfacción de Rojo, envió a Teruel fuerzas sacadas del frente de Madrid[133].
Durante el invierno de 1937-1938, Prieto se sobrepuso a su desesperación y trabajó febrilmente en el Ministerio de Defensa. Azaña escribió: «Prieto está grave y lacónico como nunca. Siente, mejor que ningún otro político —no en vano es el más sagaz—, la dificultad de la situación y las responsabilidades que tiene encima. Su caso es muy extraordinario. Su escepticismo radical, abrupto y desengañado, no le impide trabajar con ahínco ni cumplir con su deber tan bien o mejor que nadie.»[134] Su trabajo no era tan productivo como hubiese podido ser porque insistía en ocuparse de los menores detalles, hasta el punto de que examinaba personalmente los permisos a los periodistas para visitar los frentes. Su secretario, Cruz Salido, lo refería todo a Prieto[135]. Sin embargo, un Prieto inquieto llegaba a la misma convicción de Azaña: que todo estaba perdido y que era necesaria una paz negociada para evitar una pérdida sin sentido de más vidas. En mayo de 1937, se dirigió a Léon Blum pidiéndole que buscara la mediación de Estados Unidos[136]. Su mal estado de salud le indujo a decirle a Azaña que «en cuanto se acabe la guerra, de cualquier modo que sea, tengo resuelto, si salvo el pellejo, dar por terminada y liquidada mi vida política, para siempre. En el primer barco que salga para el país de habla española más lejano, tomaré pasaje[137]».
De hecho, su trabajo frenético constituía toda su vida, y cuando finalmente tuvo que abandonarlo, una gran amargura invadió sus días. Desde temprano en la mañana hasta muy entrada la noche, Prieto estaba en su despacho, pese a su mala salud. Zugazagoitia, que lo veía casi a diario en los primeros meses de 1938, escribió que «acudía frecuentemente a su despacho por un acto poco menos que desesperado de su fuerza de voluntad, y se mantenía en él, inmóvil en una butaca, arropado de mantas, combatiendo el frío con una estufa eléctrica y sofocando el padecimiento con inyecciones que le aplicaba el doctor Fraile». Dejaba de trabajar sólo cuando el dolor que le causaba su cardiopatía hacía imposible continuar. A veces, se animaría y asombraría a sus compañeros con su enorme conocimiento de la zarzuela. Después de la reconquista de Teruel por los nacionalistas, el 22 de febrero de 1938, lo abrumó una negra desesperación. Las experiencias de Brunete, Belchite y Teruel, en las cuales un éxito inicial republicano fue contrarrestado eventualmente por fuerzas nacionales superiores, le confirmaron en su convicción de larga fecha de que la República no podía ganar la guerra. Pero su creencia de que la derrota estaba apenas a dos meses vista no alteraba su ritmo de trabajo[138].
El 16 de marzo de 1938, Azaña presidió, en el palacio de Pedralbes de Barcelona, el Consejo de Ministros; se proponía plantear la posibilidad de una paz mediada. Para oponerse a su propuesta, Negrín y los comunistas habían organizado una enorme manifestación en el parque delante del palacio, en favor de continuar la resistencia. Prieto estaba indignado, entre otras razones porque había oído gritos de «¡Abajo el ministro de Defensa!». Fue el comienzo de una ruptura irrevocable entre Prieto y su antiguo protegido[139]. La causa profunda de la ruptura era la relación cada vez más emponzoñada de Prieto con los comunistas. Habían utilizado la derrota de Teruel para presionarle con el fin de que dimitiera. Ocultándose tras un seudónimo, uno de sus colegas ministeriales, Jesús Hernández, ministro comunista de Instrucción Pública, lo atacó en dos artículos titulados «Pesimista impenitente» y «El silencionismo». La situación militar empeoraba día a día tras el hundimiento del frente de Aragón. Dos semanas después del enfrentamiento de Pedralbes, en otro Consejo de Ministros, el 29 de marzo, Prieto dijo sin empacho la evidente verdad de que el esfuerzo de guerra no podía mantenerse y que la ofensiva de Franco posterior a Teruel estaba a punto de llegar al Mediterráneo, con lo que cortaría en dos la zona republicana. Esta intervención, según Negrín, «desmoralizó por completo a nuestros colegas del gobierno, al estilizar los sucesos con tintes de sombría desesperación y presentarlos como fatales». Negrín era consciente de que necesitaba a Prieto en el gobierno, pero no en el Ministerio de Defensa, sobre todo una vez conocidos por los altos mandos sus puntos de vista derrotistas[140]. Le preocupaba que se generalizara el pesimismo de su amigo, pues «profesado solamente por él carecería de importancia, ya que sabe hacerlo compatible con un trabajo apasionado e infatigable». Prieto se daba cuenta de su propio pesimismo y le irritaba, según dijo Lamoneda, «tanto como al jorobado le irrita su joroba», pero negaba que perjudicara su eficacia. Estaba dispuesto a ocupar el Ministerio de Hacienda, con el propósito de ir preparando un eventual exilio republicano. Esto era inaceptable para Negrín, para quien la misión primordial del ministerio consistía en encontrar fondos para la compra de armas. Tras un largo intercambio de puntos de vista, gracias a la mediación de Zugazagoitia, Negrín sugirió que Prieto se encargara del Ministerio de Fomento y Ferrocarriles. Prieto se sintió muy herido por lo que consideraba una degradación humillante y dimitió el 5 de abril de 1938, a pesar de que la ejecutiva del PSOE y una delegación de la CNT le pidieron que no lo hiciese. Cuando Negrín ocupó la cartera de Defensa, dijo a Prieto: «Quiero tener la tarea de mandar el ejército más directamente haciéndome cargo personalmente del Ministerio de la Guerra, pues deseo frente a él una persona que vea y enfoque los problemas bélicos con fe personal en sus resultados, y el señor Prieto, por exceso de trabajo, lo ve todo con escepticismo y duda». Un Prieto visiblemente enojado contestó que «ni estoy enfermo, ni soy un pesimista, ni veo las cosas con poca fe ni me siento cansado por el trabajo. Cierto es que he laborado más de quince horas diarias, sin descanso, durante muchos meses, pero me sobran energías para estar al frente de este ministerio durante el tiempo que pueda durar la guerra». Y se marchó despidiéndose de Negrín. Tras ello manifestó a una delegación de la Ejecutiva que «es inútil luchar, los comunistas quieren mi piel y contra esto nada podemos hacer ni Negrín ni ustedes ni yo[141]».
Después de su salida del gobierno, la actitud de Prieto con respecto a Negrín fue en apariencia cordial. Negrín elogió la labor de Prieto; Prieto habló de «la amistad entrañable que me une al doctor Negrín» y prometió ser «un decidido colaborador del gobierno[142]». Pero en la noche del 5 de abril, Zugazagoitia preguntó a Prieto: «¿Se sentirá liberado de una pesada carga? No, me contestó, me hubiera gustado seguir en el gobierno con decoro». A pesar de haberle expresado a Azaña su deseo de eludir responsabilidades políticas, se sentía perdido sin su actividad ministerial. Pronto se le oyó decir con amargura que «me han expulsado con una patada en los…»[143]. No podía creer que a pesar de su incansable trabajo, hubiese sido despedido a causa de su pesimismo. Cuando Largo Caballero le cerró el camino, contuvo su amargura con dignidad, pero ahora esa amargura iba a enconarse hasta convertirse en odio hacia Negrín, acaso porque había sido su amigo. La enemistad que siguió entre los dos aseguraba un legado de duras y estériles divisiones en el movimiento socialista. El nuevo gobierno fue una vuelta a un amplio Frente Popular, con un ministro del PCE, uno de la CNT y uno de la UGT. Prieto no presentó la crisis del gobierno como consecuencia de su derrotismo, sino como una maniobra de los comunistas, incluyendo a Negrín entre éstos. De hecho, Prieto había estado de acuerdo en colocar a los comunistas en cargos importantes y se volvió contra ellos tomándolos como chivos expiatorios de su propia humillación[144]. El Comité Nacional del PSOE se reunió el 9 de agosto de 1938 para tratar de la crisis del gobierno producida el mes de abril anterior. Negrín repitió su convicción de que el hecho de que Prieto considerara perdida la guerra hacía imposible que siguiera en el Ministerio de Defensa. Prieto contestó con una violenta diatriba, que duró tres horas, afirmando con saña que Negrín había actuado siguiendo las órdenes de los comunistas. Sus colegas recibieron esta intervención en silencio y con asombro. Dado que no existían alternativas a la política que seguía Negrín, que de todos modos era más o menos la de Prieto, el discurso de éste fue poco más que un ajuste de cuentas pendientes[145]. Desde entonces, Prieto ya no tomó parte alguna en la guerra[146]. En diciembre de 1938 marchó a Chile como enviado especial con ocasión de la toma de posesión del nuevo presidente de aquel país. Nunca más regresó a la patria, que echó profundamente de menos durante sus restantes veinte años de vida.
En el exilio latinoamericano, después de la guerra civil, se ganó la vida con el periodismo. El 2 de agosto de 1941, al iniciar una larga colaboración en el diario mejicano Excelsior, escribió estas reveladoras palabras: «Aunque las fulguraciones de la política hayan venido iluminando, a veces siniestramente, mi figura, yo soy, ante todo, periodista.»[147] Sin embargo, seguía dedicando su vida a la política. Recobrada la audacia de sus años juveniles, consiguió hacerse con el control de los fondos sacados de España en el yate Vita. Sabía que se arriesgaba —«puede llegarme la mierda hasta el cuello»— pero estaba decidido a ayudar a los refugiados españoles. Hasta sus enemigos reconocieron que no sacó ningún beneficio personal con el caso del Vita[148] Pronto aceptó la necesidad de una reconciliación nacional[149].. Fue uno de los pocos dirigentes exiliados en reconocer que hacer un fetiche de la restauración de la República garantizaría la hostilidad de las democracias occidentales hacia cualquier plan tendente a sustituir la dictadura de Franco. Por eso, condujo al PSOE a dialogar con sus enemigos monárquicos de antaño, con la esperanza de formar un gobierno de coalición que fuese una alternativa a Franco y que los aliados pudieran aceptar. Pero los monárquicos prefirieron, a fin de cuentas, llegar a un acuerdo con Franco para su eventual sucesión, con lo que el proyecto de Prieto fracasó.
Siempre honesto, siempre al servicio de su partido, Indalecio Prieto se consideró entonces obligado a dimitir como presidente del PSOE y como vicepresidente de la UGT. Se sentía desmoralizado y desacreditado por esas negociaciones en las que tanto había expuesto. En su carta de dimisión, fechada el 6 de noviembre de 1950, escribió: «Mi fracaso es completo, soy responsable de haber inducido a nuestro partido a que se fiara de los potentes gobiernos democráticos que no merecen esta confianza.»[150] Regresó a México, donde pasó el resto de su vida defendiendo los intereses del PSOE y escribiendo los brillantes artículos que han de servirnos en lugar de la inconclusa autobiografía que se proponía titular Una vida a la deriva. Pudo serlo, pues como escribió entonces, «frecuentes temporales me llevaron de un lado a otro, por mares procelosos, sin que jamás rigiera el timón de mi voluntad, cuyos goznes están oxidadísimos por la abulia[151]».
Vivió sumido en la tristeza, añorando España. Iba de vez en cuando al aeropuerto de la ciudad de México a observar los aviones que de allí llegaban[152]. Tras varios infartos, murió el 11 de febrero de 1962. Su vida había sido un ejemplo de consagración a un partido, el PSOE, y a una causa, la democracia en España. Fue una vida de sacrificio: «Yo no siento la política, me asquea, me repugna […]. Todos los días quiero salirme de la vida política […]; pero de pronto surge una gran injusticia y me quedo con el coro de los farsantes para clamar…»[153] Hizo sacrificios para llevar a España la república democrática, para defender su existencia frente a los ataques tanto de la derecha como de la izquierda radicalizada de su propio partido, y durante la guerra civil trabajó hasta el agotamiento y a pesar de su pesimismo. Cometió errores, algunos de ellos enormes; sufrió derrotas, algunas de ellas devastadoras. En 1930, escribió, refiriéndose a su propia falta de ambición: «No se concibe un político sin ambición. Ha de tenerla. O con móviles de vanidad logrera o con apetencia de gloria y designios de inmortalidad.»[154] Pero queda, como indicio de su auténtica talla, que aun tomando en consideración los errores y las derrotas, sea una de las grandes figuras políticas del siglo. Como escribiera Miguel Maura: «No dude nadie que la figura de Indalecio Prieto será respetada por los españoles de mañana, más, mucho más, que la de tantos y tantos falsos santones de la España de los años de la autocracia.»[155]