INTRODUCCION
La Guerra Civil al cabo de setenta años.
El 19 de octubre de 2005 Santiago Carrillo, de noventa años de edad, fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Autónoma de Madrid. Carrillo fue secretario general del Partido Comunista de España durante tres decenios, de 1956 a 1985. Fue una figura crucial, aunque controvertida, de la resistencia contra la dictadura de Franco. El título de doctor le fue concedido en gran parte como señal de reconocimiento por su papel en la lucha por la democracia y sus «extraordinarios méritos, y de forma significada a su contribución a la política de reconciliación nacional, y su decisiva aportación al proceso de transición democrática en España». Carrillo era objeto de gran veneración por su papel moderado y moderador en una etapa muy importante de la transición de la dictadura a la democracia. Sin embargo, durante la Guerra Civil, a los veintiún años de edad, había sido jefe de seguridad de la Junta de Defensa de Madrid cuando numerosos presos de derechas fueron asesinados. Debido a ello, la ceremonia de investidura fue interrumpida por extremistas que gritaban «¡Paracuellos, Carrillo asesino!». No fue la primera vez que Carrillo había sido blanco de violentos ataques de los ultraderechistas. Desde su regreso a España en 1976 había sido vilipendiado por su supuesta relación con las matanzas de Paracuellos. El 16 de abril de 2005 estaba previsto que pronunciara unas palabras con motivo de la presentación de un libro del historiador Santos Juliá titulado Las Dos Españas, pero el acto fue interrumpido por extremistas de derechas que causaron estragos en la librería donde se estaba celebrando. Apenas había transcurrido una semana cuando en una pared cerca del bloque de pisos donde vive, alguien garabateó las palabras «Así empezó la guerra, y ganamos», «Carrillo, asesino, sabemos dónde vives» y «¿Dónde está el oro español?».
Estos incidentes fueron sintomáticos de que la Guerra Civil todavía es un asunto candente en la España de hoy. A escala geográfica y humana, y dejando aparte los horrores tecnológicos, la Guerra Civil se ha visto empequeñecida por conflictos posteriores. No obstante, ha generado alrededor de veinte mil libros, epitafio literario equiparable al de la Segunda Guerra Mundial. En parte, esto refleja la medida en que incluso después de 1939, la guerra siguió librándose entre los nacionales victoriosos y los republicanos derrotados y exiliados. Pero además, y sobre todo por lo que respecta a observadores extranjeros, la pervivencia del interés por la tragedia española estaba íntimamente ligada a la prolongada vida de su vencedor. El ininterrumpido disfrute del general Franco de un poder dictatorial, logrado con la ayuda de Hitler y Mussolini, suponía una afrenta exasperante para los oponentes del fascismo de todo el mundo. Además, nunca se permitió que la destrucción de la democracia en España se convirtiera en un desaparecido vestigio de las humillaciones del período vergonzoso durante el cual las democracias intentaban apaciguar a Hitler y a Mussolini; lejos de intentar cicatrizar las heridas de la contienda civil, Franco se esmeró por mantener la guerra como una llaga viva y ardiente, tanto dentro como fuera de España.
El recuerdo de la victoria franquista sobre el comunismo internacional fue frecuentemente utilizado para ganar el beneplácito del mundo exterior. Tal fue el caso cuando justo después de la Segunda Guerra Mundial se hicieron frenéticos esfuerzos por disociar a Franco de sus antiguos aliados del Eje. Ello se hizo subrayando su oposición al comunismo, al tiempo que se restaba importancia a su igualmente firme oposición a la democracia liberal y al socialismo. Durante la guerra fría se utilizó el irrefutable anticomunismo del bando nacional para consolidar una imagen de Franco como baluarte del sistema occidental, como el «centinela de Occidente» según la frase acuñada por sus propagandistas. En el interior de la propia España, los recuerdos de la guerra y de la consiguiente y sangrienta represión fueron cuidadosamente alimentados para mantener lo que se ha llamado «el pacto de sangre». El apoyo social al dictador provenía de una insólita coalición entre los más privilegiados —terratenientes, industriales y banqueros— y lo que se ha dado en llamar las «clases de servicio» del franquismo —aquellos miembros de las clases media y trabajadora que por diversas razones (oportunismo, creencias o circunstancia geográfica durante la guerra) compartieron su suerte con la del régimen—, y finalmente aquellos católicos españoles comunes que apoyaron a los nacionales como defensores de la religión, la ley y el orden. Los recuerdos de la guerra iban a ser muy útiles para reafirmar la vacilante lealtad de alguno de estos grupos, o de los tres.
En general, los privilegiados más patricios se mantuvieron distanciados de la dictadura y despreciaron su propaganda. Sin embargo, aquéllos que se implicaron en las redes de corrupción y represión del régimen, los beneficiarios de las matanzas y del pillaje, eran especialmente susceptibles a las sugerencias de que solamente Franco se interponía entre ellos y las venganzas de sus víctimas. En cualquier caso, para muchos que trabajaban para el dictador en la gigantesca burocracia de su partido único, el Movimiento, en su organización sindical o en su amplia red de prensa como policías, guardias civiles, humildes serenos o porteros, la Guerra Civil era una parte esencial de su currículum y su sistema de valores. Y fueron ellos quienes, en los años setenta, constituyeron lo que se conoció como el búnker, los franquistas intransigentes, dispuestos a seguir combatiendo por los valores de la Guerra Civil desde los sótanos de la Cancillería. Pero un compromiso similar y aún más peligroso los consagraba como defensores de la herencia de lo que los derechistas españoles llamaban el 18 de julio (por la fecha del alzamiento militar de 1936). Desde 1939, en las academias militares se había educado a los oficiales en la creencia de que su misión era defender a España del comunismo, el anarquismo, el socialismo, la democracia parlamentaria y los separatistas que pretendían destruir su unidad. Por tanto, después de la muerte de Franco, el búnker y sus partidarios militares intentaron, una vez más, destruir la democracia en España en nombre de la victoria del bando nacional de 1939.
Quizá para estos ultraderechistas los esfuerzos de la propaganda nacional por mantener los odios de la Guerra Civil eran gratuitos. Sin embargo, el régimen consideraba esencial tal propaganda de cara a aquellos partidarios españoles que prestaron a Franco un apoyo pasivo que abarcaba la renuencia. Los católicos y los miembros de las clases medias que experimentaron horror ante la visión de los desórdenes republicanos y el anticlericalismo promovido por la prensa izquierdista, fueron inducidos a cerrar los ojos a los aspectos más repulsivos de la sangrienta dictadura mediante un recuerdo constante y exagerado de la guerra. Al cabo de unos meses del cese de las hostilidades, se publicó una voluminosa Historia de la Cruzada en fascículos semanales, que glorificaba el heroísmo de los vencedores y retrataba a los vencidos como marionetas de Moscú, como miserablemente egoístas o como locos sanguinarios perpetradores de sádicas atrocidades. Hasta muy entrados los años sesenta, una sarta de publicaciones, muchas de ellas dirigidas a los niños, presentaban la guerra como una cruzada religiosa contra la barbarie comunista.
Más allá de las fronteras herméticamente cerradas de la España de Franco, los derrotados republicanos y sus simpatizantes extranjeros rechazaban la interpretación franquista de que la Guerra Civil había sido una batalla de las fuerzas del orden y la verdadera religión contra una conspiración judeo-masónica-bolchevique. Por el contrario, sostenían que la guerra había sido la lucha de un pueblo oprimido en busca de una calidad de vida decente contra la oposición de las atrasadas oligarquías españolas terrateniente e industrial y de sus aliados nazis y fascistas. Por desgracia, las opiniones profundamente divididas sobre las razones de su derrota les impedían presentar una visión monolíticamente coherente de la guerra, como hicieron sus oponentes franquistas. De un modo que debilitó su voz colectiva, pero que enriqueció enormemente la literatura sobre la Guerra Civil, se enzarzaron en un vociferante debate sobre si la habrían ganado en el caso de que hubieran desencadenado la guerra revolucionaria abogada por los anarquistas y los trotskistas, en oposición al aumento del esfuerzo bélico impuesto por los todopoderosos comunistas del PCE.
Posteriormente, los simpatizantes republicanos se enzarzaron en un debate sobre «guerra o revolución», incapaces de ponerse de acuerdo sobre las causas de la derrota de la izquierda. Durante la guerra fría, este debate fue utilizado con éxito para difundir la creencia de que fue la opresión estalinista de la revolución en España lo que permitió la victoria de los nacionales. El Congreso para la Libertad de la Cultura, dependiente de la CIA, patrocinó numerosas investigaciones sobre la Guerra Civil que propagaron tal idea. El éxito de la antinatural alianza entre anarquistas, trotskistas y los partidarios de la guerra fría ha oscurecido el hecho de que Hitler, Mussolini, Franco y Chamberlain —y no Stalin— fueron responsables de la victoria del bando nacional. Sin embargo, las nuevas generaciones han seguido investigando la Guerra Civil, a veces estableciendo paralelismos con las luchas de liberación nacional de Vietnam, Cuba, Chile y Nicaragua, y otras veces buscando en la experiencia española solo el idealismo y el sacrificio asociados de manera tan singular y actualmente ausentes de la política moderna.
La significación de la Guerra Civil tanto para los partidarios de Franco como para los militantes de izquierda de todo el mundo no explica del todo la fascinación aún más amplia que hoy todavía sigue ejerciendo el conflicto. A la sombra de la Segunda Guerra Mundial, Corea y Vietnam, la guerra española solo puede resultar insignificante. Como ha señalado Raymond Carr, comparado con Hiroshima o Dresde, el bombardeo de Guernica parece un «pequeño acto de vandalismo». Y sin embargo provocó una polémica más encendida que casi cualquier otro incidente de la Segunda Guerra Mundial. Y esto no se debe —como algunos podrían pensar— a la fuerza del lienzo de Picasso, sino porque fue la primera destrucción total de un objetivo civil indefenso mediante bombardeo aéreo. En consecuencia, la Guerra Civil española ha quedado grabada a fuego en la conciencia europea, no solo como el ensayo de una guerra a escala mundial que se iba a producir más tarde, sino como un presagio de la apertura de las compuertas de una nueva y horrible forma de guerra moderna, universalmente temida.
Debido al compartido temor colectivo hacia lo que podía significar la derrota de la República española, hombres y mujeres, trabajadores e intelectuales, se unieron a las Brigadas Internacionales. En 1936, la izquierda europea vio claramente lo que durante tres años la derecha democrática decidió ignorar: España era el último baluarte contra los horrores del hitlerismo. En una Europa que todavía ignoraba los crímenes de Stalin, las Brigadas organizadas por los comunistas parecían luchar por cosas que aún merecía la pena salvar, como los derechos democráticos y las libertades sindicales. Los voluntarios creían que luchando contra el fascismo en España, también lo combatían en sus propios países. El buceo en las sórdidas luchas de poder en la zona republicana entre comunistas por un lado, y socialistas, anarquistas y trotskistas del POUM por otro, no puede disminuir el valor del idealismo de las personas implicadas en ellas. Además, hay un matiz inmensamente trágico en los refugiados italianos y alemanes que huían de Mussolini y Hitler y que, finalmente, pudieron alzarse en armas contra sus perseguidores para verse derrotados otra vez.
Pero hacer hincapié solamente en el impacto de los horrores de la Guerra Civil y en la importancia de la defensa contra el fascismo es perder de vista uno de los aspectos más positivos de la experiencia republicana: el intento de empujar a España hacia el siglo XX. En la Europa gris de los años de la Depresión, lo que estaba sucediendo en el país parecía un experimento emocionante. El célebre comentario de Orwell lo veía así: «De inmediato reconocí que aquél era un estado de cosas por el que valía la pena luchar». Los logros culturales y educativos de la República eran solo los aspectos más conocidos de una revolución social que tuvo más impacto en el mundo contemporáneo que los de Cuba y Chile en los años sesenta; España no solo era cercana, sino que sus experimentos sociales se realizaron en un contexto de desencanto generalizado respecto a los errores del capitalismo. En 1945 la lucha contra el Eje estaba íntimamente ligada a la conservación del viejo mundo. En cambio, durante la Guerra Civil la lucha contra el fascismo aún se veía, simplemente, como el primer paso para la construcción de un nuevo mundo igualitario y libre de los males de la Depresión. En el transcurso de la guerra, las exigencias del esfuerzo bélico y los conflictos internos iba a interponerse en el camino hacia el pleno florecimiento de las colectivizaciones industriales y agrarias de la zona republicana. No obstante era, y es, fuente de estímulo el modo en que la clase obrera española se enfrentó a la doble tarea de combatir el viejo orden y construir uno nuevo. El líder anarquista Buenaventura Durruti expresó a la perfección ese espíritu cuando le dijo a un periodista: «No nos dan miedo las ruinas, porque vamos a heredar la tierra. La burguesía puede hacer estallar o arruinar su mundo antes de abandonar el escenario de la historia. Pero nosotros llevamos un nuevo mundo en nuestros corazones».
Todo ello sugiere que quizá el interés por la Guerra Civil española se base en la nostalgia por parte de los que la vivieron, desde la derecha y la izquierda, y en el romanticismo político por parte de los jóvenes. Después de todo, hay motivos suficientes para presentarla como «la última gran causa». No fue casual que la contienda inspirara a los más grandes escritores de la época de un modo que no se ha repetido en ningún conflicto posterior. Sin embargo, dejando de lado la nostalgia y el romanticismo, es imposible exagerar la verdadera importancia histórica de esta guerra; más allá de su impacto en la propia España se convirtió, en gran medida, en el centro de gravedad de los años treinta. Baldwin y Blum, Hitler y Mussolini, Stalin y Trotski tuvieron papeles importantes en el conflicto español; fue en España donde se forjó el Eje Roma-Berlín a medida que quedaban implacablemente expuestas las insuficiencias de la política de apaciguamiento de los dictadores. Por encima de todo, se trató de una guerra española, o más bien de una serie de guerras españolas, y también fue el gran campo de batalla internacional del fascismo y el comunismo. Y mientras el coronel Von Richthofen experimentaba en el País Vasco las técnicas de la Blitzkrieg (guerra relámpago), que más tarde perfeccionó en Polonia, agentes de la NKVD soviética se esforzaron por reconstruir los juicios de Moscú con los cuasitrotskistas del POUM como protagonistas, pero no lo consiguieron porque se lo impidió la insistencia de los republicanos españoles en que se siguieran los procedimientos judiciales apropiados.
Tampoco carece de relevancia el conflicto español desde el punto de vista contemporáneo. En cierto modo, la guerra surgió de la violenta oposición de las clases privilegiadas y sus aliados ante los intentos reformistas de los gobiernos republicano-socialistas para mejorar las condiciones de vida de los miembros más desfavorecidos de la sociedad. Apenas necesitan señalarse los paralelismos con el Chile de los años setenta o la Nicaragua de los ochenta. Del mismo modo, la facilidad con que la República española se desestabilizó mediante desórdenes hábilmente provocados tuvo ecos sombríos en Italia, e incluso en España en la década de los ochenta. Afortunadamente, en 1981 la democracia española sobrevivió a los intentos de derribarla llevados a cabo por militares nostálgicos de una España franquista de vencedores y vencidos. La Guerra Civil también se debió a la determinación de la extrema derecha en general, y del Ejército en particular, de aplastar los nacionalismos vasco, catalán y gallego. España no presenció una «limpieza étnica» como la llevada a cabo en la guerra civil de la ex Yugoslavia. Sin embargo, Franco intentó, sistemáticamente, durante y después de la guerra, erradicar todos los vestigios de nacionalismos locales, políticos y lingüísticos. El genocidio cultural llevado a cabo por el nacionalismo centralista de Castilla ha provocado comparaciones entre las crisis española y bosnia.
En la propia España, el cincuenta aniversario de la guerra en 1986 se caracterizó por un silencio casi ensordecedor. Hubo programas de televisión y algunas discretas conferencias académicas, una de las cuales, bajo el título de «Valencia, capital de la República», tuvo su póster publicitario diseñado por el artista y poeta Rafael Alberti, que se basó en la bandera republicana, extraoficial pero efectivamente prohibida. No hubo conmemoración oficial de la guerra. Era un acto de prudencia política por parte del gobierno socialista, plenamente consciente de las susceptibilidades de una casta militar educada en los odios antidemocráticos del franquismo. Más aún, era una contribución a lo que se ha llamado el pacto del olvido, acuerdo tácito y colectivo de la gran mayoría del pueblo español de renunciar a cualquier ajuste de cuentas tras la muerte de Franco. Un rechazo de la violencia de la Guerra Civil y del régimen surgido de ésta prevaleció sobre cualquier sentimiento de venganza.
De hecho, en 1986, año del cincuenta aniversario del estallido de una guerra que condenó a España al ostracismo internacional durante casi cuarenta años, el país fue formalmente admitido en la Comunidad Europea. Diez años más tarde, se demostró el continuo debilitamiento del franquismo y la lenta consolidación de la democracia cuando el gobierno español, con el apoyo de todos los partidos, concedió la ciudadanía española a todos los miembros supervivientes de las Brigadas Internacionales que habían luchado contra el fascismo durante la Guerra Civil. Era un tardío, pero bienvenido, gesto de gratitud y reconciliación, recuerdo de una España violenta y ensangrentada que ojalá haya desaparecido para siempre.
Cabía dar por hecho, pues, que en 2006 el interés apasionado por la Guerra Civil española ya se estuviera desvaneciendo. No ha sido así. En realidad ocurre lo contrario. Para muchas familias hasta años recientes no se había empezado a prestar atención a un importante asunto pendiente como es el de localizar los muertos para enterrarlos y llorarlos como es debido. Es un proceso que para la mitad de España quedó terminado hace más de sesenta años. Que hasta hace tan poco se negara esta posibilidad a la otra mitad del país es una de las razones principales por las cuales la Guerra Civil continúa despertando pasiones.
El 26 de abril de 1942 el gobierno de Franco puso en marcha una masiva investigación, la llamada «Causa General», cuyo primer objetivo era recoger pruebas de las fechorías de los republicanos. El «material» que se reunió iba desde documentos fehacientes hasta rumores no confirmados. Era una invitación a todos los que tenían motivos fundados para sentirse agraviados —los parientes de los que habían sido asesinados o encarcelados o cuyas propiedades habían sido confiscadas o robadas en la zona republicana— a dar rienda suelta a sus deseos de vengarse. También permitió que los que tenían alguna cuenta personal que saldar o codiciaban las propiedades o la esposa de otro difamaran a sus enemigos. Aunque los procedimientos eran extremadamente laxos, las declaraciones que se prestaban, fueran corroboradas o no, se utilizaban para intensificar la imagen generalizada de depravación republicana. Formaba parte de una pauta general que se había visto desde julio de 1936 en toda la zona nacional a medida que los sublevados iban ocupando territorio republicano. Una vez los nacionales se hacían con el control de una zona, los derechistas asesinados por la izquierda eran identificados y enterrados con honor y dignidad en ceremonias a las que con frecuencia seguían actos de violencia extrema contra la izquierda local. En el caso de víctimas famosísimas de la guerra, tales como el líder falangista José Antonio Primo de Rivera o el primer líder del golpe militar, el general José Sanjurjo, se exhumaban sus cadáveres para volverlos a enterrar en recargadas ceremonias.
La consecuencia de estos procedimientos diversos fue que la gran mayoría de las víctimas de crímenes en la zona republicana fue identificada y contada. Sus familias pudieron llorarlas y muy a menudo veían sus nombres grabados en placas de honor póstumo en las criptas de las catedrales o en las paredes exteriores de las iglesias, con cruces o indicaciones de dónde habían muerto, o incluso, en algunos casos, se daba su nombre a una calle. Las estructuras del orden público desaparecieron en la zona republicana a causa del golpe militar y se tardaron varios meses en restaurarlas. Por consiguiente, las atrocidades en la zona republicana eran frecuentemente obra de elementos criminales o extremistas incontrolados, aunque también, con menor frecuencia, de la política deliberada de grupos izquierdistas decididos a eliminar a sus enemigos políticos. Durante casi cuarenta años la propaganda del régimen victorioso, escrita en gran parte por policías, sacerdotes y militares, presentó esta gran variedad de crímenes como si fuera la política oficial de la República. Lo que se pretendía con ello era justificar el golpe militar de 1936, la matanza que provocó y la subsiguiente dictadura. Por medio de la prensa y la radio del Movimiento, el sistema de enseñanza y los púlpitos de las iglesias españolas se difundió una única y monolítica interpretación de la Guerra Civil. Hasta 1975 la propaganda oficial alimentó con esmero los recuerdos de la guerra y de la represión sangrienta tanto para humillar a los vencidos como para que los vencedores recordasen lo que debían a Franco. A los que eran cómplices de las redes de corrupción y represión del régimen les recordó que necesitaban a Franco y su régimen para defenderse del retorno de sus víctimas, a las que imaginaban deseosas de cobrarse una sangrienta venganza.
Para la izquierda no había habido un proceso de cierre equivalente. Hubo miles de «desaparecidos» cuyos cadáveres no se localizaron a la vez que tampoco se confirmó cómo habían muerto. A diferencia de las familias de las víctimas nacionales de la violencia republicana, los parientes de las víctimas republicanas de la represión nacional no podían llorar abiertamente a sus muertos, y mucho menos enterrarlos. Incluso después de la muerte del dictador el problema de afrontar el recuerdo de la contienda civil continuó siendo inmensamente difícil debido a que los odios de la guerra habían estado enconándose durante treinta y siete años desde su fin oficial. La dictadura había impuesto una visión única del pasado, pero existían muchos otros recuerdos ocultos y reprimidos. Muchos miles de familias querían saber lo que les había sucedido a sus seres queridos y si, como se temían, habían sido asesinados, dónde yacían sus restos. En los primeros meses de la transición a la democracia el miedo a una nueva Guerra Civil luchó con el deseo de conocer el pasado republicano. Al final, el deseo de garantizar la restauración y, más adelante, la consolidación de la democracia pesó más, tanto en lo que se refería a los políticos como al grueso de la población corriente. La renuncia oficial a la venganza, condición previa esencial para el cambio, quedó consagrada en una amnistía política que abarcaba no solo a los que se habían opuesto a la dictadura, sino también a los culpables de crímenes contra la humanidad cometidos al servicio de la misma. El texto de la amnistía del 14 de octubre de 1977 fue apoyado por la mayor parte del espectro político. Los fantasmas de la Guerra Civil y de la represión franquista pesaban sobre España, pero para evitar que volvieran a abrirse viejas heridas, sucesivos gobiernos, tanto conservadores como socialistas, mostraban una prudencia extrema a la hora de proporcionar fondos para conmemoraciones, excavaciones e investigaciones relacionadas con la guerra.
El deseo de la gran mayoría del pueblo español de garantizar una transición incruenta a la democracia y evitar que se repitiera la violencia en otro conflicto civil no solo se impuso a todo deseo de venganza, sino que también causó el sacrificio del deseo de saber. Esta decisión colectiva de contribuir por todos los medios posibles a la restauración de la democracia llevó a lo que ha dado en llamarse un «pacto del olvido», un bajar un telón de silencio ante el pasado por el bien de una democracia todavía frágil. En consecuencia, hubo muy pocas iniciativas oficiales dirigidas a conmemorar el pasado y hubo cierta reticencia en el sistema de educación en lo que se refería a enseñar la historia de la guerra y la posguerra. No obstante, en el nivel local muchos historiadores siguieron investigando la represión franquista, y para muchas víctimas la presencia de su nombre en las listas que aparecían en sus libros fue su única lápida o monumento conmemorativo. A pesar de su gran valor en términos políticos y de su importancia como indicación de la gran madurez política del pueblo español, el «pacto del olvido» no incluía a los historiadores. De hecho, desde el principio en La Rioja, Cataluña y Aragón se han investigado mucho los aspectos más desagradables de la Guerra Civil, a pesar del «pacto». En otras regiones la tregua precaria con el pasado no tardó en infringirse con la aparición de varias obras importantes sobre la represión en Andalucía, Extremadura, Galicia y otras regiones que se encontraron dentro de la zona nacional durante todo el conflicto o parte de él. Durante los diez últimos años lo que empezó como un goteo se ha convertido en un torrente de libros que, aunque escritos desde gran número de perspectivas muy distintas, han producido una visión generalmente crítica de los militares insurrectos de 1936.
Además de la avalancha de obras de historia, durante los cinco últimos años ha surgido un movimiento popular a favor de la reconstrucción detallada de la guerra y la dictadura a nivel local; la creación de una serie de organizaciones y asociaciones dedicadas a lo que ha dado en denominarse «la recuperación de la memoria histórica». Detrás de este fenómeno hay varios factores. Por un lado, existe la sensación de que la democracia está ahora suficientemente consolidada para soportar un debate serio sobre la Guerra Civil y sus consecuencias. Subyacente a ello hay también un apremio terrible que es fruto de la conciencia de la inevitable desaparición de los testigos que aún viven. Sin meternos en el espinoso asunto de que existen numerosos recuerdos históricos diferentes de los mismos acontecimientos, la verdad es que el concepto de recuperar la memoria ha surtido un efecto profundo en un pueblo cuya memoria colectiva estuvo entre rejas durante tantos decenios. Ha empezado un proceso que lleva aparejadas la excavación de fosas comunes, la anotación de los testimonios de los supervivientes y la producción de innumerables documentales televisivos sobre lo que sucedió. El resultado ha sido que a los setenta años de su comienzo la Guerra Civil española y sus secuelas vuelven a provocar discusiones apasionadas y a veces enconadas.
La ruptura del tabú asociado con el «pacto del olvido» ha tenido un efecto dramático e inesperado. La creación de asociaciones dedicadas a la recuperación de la memoria histórica y los esfuerzos por localizar los restos mortales de los desaparecidos han contribuido a que se cerraran las heridas emocionales de numerosas familias. Los periódicos publican con regularidad reportajes sobre exhumaciones. Apenas pasa una semana sin que se publique una crónica detallada de la represión en alguna villa o provincia y el número de víctimas conocidas va en aumento. De hecho, después de diez años en que esas cifras disminuyeron, ahora ascienden hacia los niveles que en otro tiempo calcularon los horrorizados testigos presenciales durante la guerra e inmediatamente después de ella. En algunos lugares se han creado «itinerarios urbanos y rurales de memoria» que permiten ver los escenarios de atrocidades o de actos de resistencia. Todo esto ha dado origen a un enorme malestar y no solo entre los que fueron los perpetradores o están emparentados con ellos. La indignación se ha extendido incluso más allá de los que añoran la dictadura. También ha afectado a amplios sectores de la sociedad que a lo largo del tiempo se beneficiaron del régimen. Es a este público al que ha ido dirigida una serie de polémicas históricas cuyo éxito ha sido inmenso.
Mientras un verdadero ejército de investigadores serios se ocupaba del asunto, ha aparecido un pequeño grupo de escritores y figuras de la radio y la televisión que gritan desde las gradas como los gamberros del fútbol. Afirman que los sufrimientos de las víctimas republicanas fueron menos graves de lo que se ha dicho y que, en todo caso, la culpa fue de ellas mismas. Por consiguiente, la Guerra Civil española se está haciendo otra vez sobre el papel. Los que se autodenominan «revisionistas» alegan que los avances historiográficos de los treinta últimos años, con toda su variedad infinita, son el resultado de una conspiración siniestra. Curiosamente, afirman que prácticamente todos los historiadores, tanto los profesionales como los aficionados, están involucrados en dicha conspiración. Acusan a una nutrida serie de historiadores, desde conservadores y clérigos hasta liberales e izquierdistas, así como nacionalistas regionales, de unirse para imponer una interpretación monolítica y políticamente motivada de la historia de la Guerra Civil española y del régimen que la siguió. En lo que se refiere a la investigación, pocas novedades aportan las obras «revisionistas». Resucitan las tesis fundamentales de la propaganda franquista, de escritores como Tomás Borrás o los miembros de la policía secreta Eduardo Comín Colomer y Mauricio Karl. En algunos casos incluso han reciclado los títulos de famosos textos franquistas. La única novedad es la añadidura, tanto en los libros como en incendiarias tertulias radiofónicas, de las técnicas de la reality television insultando a los autores de nuevas obras historiográficas en vez de debatir con ellos.
La consecuencia ha sido añadir un nivel de tensión áspera al discurso político cotidiano de España. El grueso de la historiografía de la guerra lo constituyen obras de historia que son fruto de investigaciones más o menos serias y que responden a una demanda popular de la que no suele gozar este tipo de obras. En contraste, las obras de los «revisionistas» tienen exactamente el propósito político contemporáneo que denuncian en los demás. Las críticas que lanzan contra la República son implícitamente críticas de los valores republicanos que han perdurado hasta la actual democracia española o han renacido en ella. Así es en particular en lo que respecta a los elementos federales de la actual estructura de España, puesto que las iras «revisionistas» se han despertado a causa del patrocinio activo del estudio de la represión por parte de la coalición de izquierdas que actualmente gobierna en Cataluña. Incluso antes de eso la derecha se indignó debido a la campaña catalana, que acabó teniendo éxito, a favor de la devolución de toneladas de documentos que los franquistas robaron en 1939. Se llevaron esta documentación, que se guarda en Salamanca, para buscar en ella los nombres de izquierdistas y liberales. Organizada por técnicos en archivos que proporcionó la Gestapo, se utilizó, junto con documentos obtenidos de forma parecida en otras zonas conquistadas, para formar un fichero que pasó a ser el instrumento infraestructural de la represión. Al modo de ver de los «revisionistas», que son ferozmente anticatalanistas, la República estaba «balcanizando» España y, por extensión, lo mismo está haciendo el actual gobierno socialista. Los «revisionistas» también se han visto favorecidos por la reaparición en Estados Unidos de una visión de la Guerra Civil española que es fieramente propia de la guerra fría y presenta a los vencidos como marionetas de Moscú. Esta forma de ver el asunto y la respuesta que ha provocado en historiadores españoles y británicos también han contribuido a la actual renovación de la historiografía sobre la contienda civil española.
Es posible que los que se llaman a sí mismos «revisionistas» estén ayudando sin darse cuenta a consolidar la democracia porque la Guerra Civil nunca dejará de ser un fantasma en el banquete de la democracia hasta que se hayan desahogado los resentimientos y los odios asociados con ella. Han subrayado que la tarea es urgente, no para remover las cenizas, como, según ellos, hacen los historiadores de la represión, sino para investigar, para demostrar y para recordar lo que realmente fue la Guerra Civil española; no fue una guerra entre el bien y el mal según los prejuicios del que escriba sobre ella, sino una experiencia traumática, de sufrimiento inmenso, en la que ganaron pocos y perdieron muchos. Como dijo recientemente uno de los historiadores más serios de la represión, Francisco Espinosa Maestre, «el olvido no es lo mismo que la reconciliación y la memoria no es lo mismo que la venganza».