Epílogo

Epílogo

Quienes escaparon a través de la frontera francesa tuvieron que someterse al internamiento en campos de concentración insalubres, pero aun así podían considerarse afortunados. Después de la ocupación de Cataluña, la única vía de escape que quedaba era la costa mediterránea. El 27 de marzo de 1939, mientras la República se plegaba sin resistencia al avance final de los nacionales, el coronel Casado y algunos de sus colegas de la Junta de Defensa embarcaron en un buque británico en Gandía, cerca de Valencia. El veterano dirigente socialista Julián Besteiro decidió que su deber era quedarse con el pueblo de Madrid, con la vana esperanza de mitigar de algún modo la venganza de los nacionales. Fue detenido y murió en la destartalada prisión de Carmona. Los comunistas presos en las cárceles de Madrid por orden de la Junta de Defensa de Casado fueron fusilados cuando Franco entró en la capital. Los esfuerzos por organizar una evacuación masiva resultaron inútiles. En los puertos del Mediterráneo se apiñaban los refugiados, y solo una pequeña parte consiguió evitar su hacinamiento en los campos de prisioneros organizados a la llegada de los nacionales. Pero tampoco los que se exiliaron estaban a salvo. Julián Zugazagoitia, Lluís Companys y Juan Peiró fueron capturados por la Gestapo en Francia y enviados a Franco, que los hizo fusilar. Largo Caballero estuvo internado durante cuatro años en el campo de concentración de Mauthausen y murió poco después de ser liberado. Negrín, Prieto y otros dirigentes republicanos escaparon a México, y pasaron allí el resto de sus vidas enzarzados en polémicas estériles sobre a quién correspondía la responsabilidad de la derrota. Manuel Azaña murió en Montauban el 3 de noviembre de 1940.

Desde 1939 hasta la muerte de Franco, España estuvo gobernada como un país ocupado por un ejército extranjero. La instrucción, el despliegue y la estructura del Ejército español estaban planteados con el objetivo de prepararlo para la acción contra la población nativa, más que contra un enemigo exterior. La situación era plenamente coherente con la opinión del Caudillo, expresada en 1937, de que estaba librando una «guerra fronteriza». Cuando Ciano regresó a Italia después de su visita de diez días a España en el verano de 1939, escribió un largo informe para Mussolini. Era mucho menos crítico que los comentarios privados que hemos citado en el último capítulo, pero, a pesar de ello, señalaba que diariamente tenían lugar de 200 a 250 ejecuciones en Madrid, 150 en Barcelona y 80 en Sevilla. En mayo de 1939, el Manchester Guardian calculaba que en Barcelona se estaba fusilando a 300 personas por semana. El cónsul británico en Madrid informaba en junio que había en la ciudad 30 000 presos políticos, y que doce tribunales iban juzgándolos a velocidad de vértigo. Después de visitas que duraban solo algunos minutos, se solicitaba invariablemente, y en general el tribunal así lo decidía, la pena de muerte. Fuentes del Consulado británico estimaban en 10 000, al menos, las personas fusiladas en los cinco primeros meses de la posguerra.

La matanza prosiguió hasta bien entrados los años cuarenta. En noviembre de 1939 una procesión de antorchas acompañó los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial. A lo largo del camino asaltaron algunas prisiones y hubo presos republicanos linchados. Las autoridades militares se quejaban de que al haberse habilitado para cárceles el 70 por ciento de los barracones del Ejército, la tropa debía alojarse en tiendas de campaña. Más de cuatrocientos mil españoles, entre los que había mujeres, niños, ancianos y enfermos, así como soldados heridos y mutilados, se vieron obligados a hacer frente a los horrores del exilio.

La Guerra Civil fue ganada por una coalición derechista formada como réplica a los intentos reformistas de la Segunda República. Franco rara vez dejó pasar la oportunidad de declarar que había suprimido el legado de la Ilustración, de la Revolución francesa y de otros símbolos de la modernidad. De hecho, la fuerza de los vínculos del franquismo con el viejo orden de cosas hizo que la Segunda República apareciera como un mero entreacto en la historia de España. Durante ese paréntesis, se había estructurado un ataque contra la relación de fuerzas existente en el ámbito social y económico. La respuesta defensiva de la derecha, como se ha señalado, fue doble: una violenta o «catastrofista» y otra legalista o «accidentalista». La violencia catastrofista tuvo muy pocas posibilidades de éxito en los primeros años de la República. En efecto, su fracaso más espectacular, el golpe de Estado frustrado del general Sanjurjo, se limitó a confirmar el buen juicio de quienes habían confiado en los recursos legalistas de la CEDA para defender sus intereses oligárquicos. Sin embargo, el éxito de Gil Robles en la construcción de un partido de masas, su utilización del Parlamento para bloquear las reformas y su victoria en las elecciones de 1933, llevaron a los socialistas a la desesperación. Su reformismo optimista se endureció hasta convertirse en un revolucionismo agresivo.

El levantamiento de octubre de 1934 señalaba la determinación de la izquierda de oponer toda la resistencia posible al establecimiento por la vía legal de un Estado autoritario corporativo. La represión subsiguiente sirvió para unir a la izquierda y preparó el camino para la victoria electoral del Frente Popular en 1936. La derecha no tardó en percibir la imposibilidad de defender las estructuras tradicionales por medios legales. Dada la inequívoca determinación de las fuerzas obreras de introducir reformas profundas, y la disposición similar de la oligarquía a resistirse a esas reformas, el fracaso de la táctica legalista de Gil Robles solo podía desembocar en un resurgimiento del «catastrofismo» y en el intento de imponer el Estado corporativo por la fuerza de las armas. Ese intento, en la forma del alzamiento nacional y la posterior guerra, se vio coronado por el éxito. En consecuencia, los primeros objetivos del nuevo régimen se centraron en el mantenimiento de la estructura existente de la propiedad agraria y en el control estricto de la clase obrera recién derrotada, tareas que quedaron encomendadas a una ingente burocracia política y militar adicta al régimen de Franco.

Se recortaron los salarios, y las huelgas fueron consideradas actos de sabotaje castigados con largas penas de prisión. La CNT y la UGT fueron desarticuladas, y el Estado y la Falange se incautaron de sus locales, sus fondos, sus imprentas y otras propiedades. Los desplazamientos y la búsqueda de trabajo se controlaban mediante un sistema de salvoconductos y certificados de buena conducta política y religiosa. De ese modo, los republicanos derrotados que se libraron de ser encarcelados se convirtieron en ciudadanos de segunda clase. El régimen de Franco se preocupó especialmente del mantenimiento de la estructura social rural, amenazada por la República. Ese objetivo era relativamente fácil entre los pequeños propietarios del norte, debido a su conservadurismo social y religioso. En cambio, en el sur el régimen hubo de afrontar el problema de mantener un sistema social que había llevado a la exasperación y a la militancia a los braceros sin tierra. Por consiguiente, se crearon una serie de instituciones que forzaban a los trabajadores rurales a cultivar la tierra en condiciones todavía más inhumanas que las sufridas antes de 1931. Al no existir ninguna red de asistencia social, no trabajar significaba morir de hambre. En 1951 los jornales se situaban todavía en el 60 por ciento del nivel de 1936. La Guardia Civil y los guardas jurados armados empleados por los latifundistas mantenían una severa vigilancia para evitar el merodeo de los campesinos hambrientos. Las Hermandades de Labradores y Ganaderos fueron instrumentos corporativos creados por la Falange sobre la base del mito de que los trabajadores del campo y los propietarios compartían los mismos intereses «fraternales». En el mismo fraude se basó la concepción del sistema sindical represivo que regía las relaciones laborales industriales.

De hecho, por detrás de la retórica de la unidad nacional y social, hasta la muerte de Franco todos los esfuerzos se centraron en mantener la división entre vencedores y vencidos. Se podía esperar de la Falange, como organización fascista, que intentara integrar a la clase obrera en el régimen. Sin embargo, después de una guerra victoriosa, las clases gobernantes no necesitaban ninguna operación de ese tipo. Los burócratas de la Falange seguían llenándose la boca de retórica anticapitalista pero sus frases cada vez sonaban más huecas. Sirvieron aplicadamente a sus amos afiliando obligatoriamente a la clase obrera urbana en los sindicatos corporativos y haciendo desfilar a toque de tambor al campesinado hacia las Hermandades rurales. Los aspectos antioligárquicos de los regímenes nazi y fascista no se dieron en la España de Franco; el Estado de la posguerra continuó siendo el instrumento de la oligarquía tradicional. Los propios funcionarios falangistas reconocían abiertamente la estructura de clase del régimen. José María de Areilza declaró que el Estado protegía al capital tanto de sus enemigos internos como de los externos. José Solís afirmaba: «Cuando hablamos de transformación o de reforma en el campo, nadie puede pensar que de lo que se trata es de perjudicar a los actuales propietarios». La vaciedad de la retórica falangista sobre la revolución era tan evidente que avergonzaba a algunos seguidores de José Antonio Primo de Rivera y les indujo a plantear una tímida oposición al régimen. Así nació una Falange disidente, aunque débil, dedicada a la conservación de la herencia de su fundador.

El franquismo fue el último de una serie de intentos militares de bloquear el progreso social en España. Sin embargo, a diferencia de sus predecesores, no solo sirvió a la oligarquía española, sino también al capitalismo internacional. El abandono de la República por las democracias occidentales durante la Guerra Civil tuvo su continuación en la benignidad de las medidas internacionales contra Franco después de 1945. Todo ello reflejaba el reconocimiento tácito de que una dictadura militar podía defender los intereses de los inversores extranjeros mucho mejor que una República democrática. Paradójicamente, sin embargo, la doble defensa de los intereses de los capitalistas españoles y extranjeros acabó por sentar las bases para la definitiva democratización de España. Los esfuerzos realizados por los franquistas para dar marcha atrás al reloj de la historia contribuyeron inconscientemente a crear las condiciones económicas y sociales para la transición del régimen hacia la democracia.

Las represivas relaciones laborales de los años cuarenta y cincuenta contribuyeron a asegurar unos beneficios elevados y a la acumulación de capital autóctono. También contribuyeron, junto al bien conocido anticomunismo de Franco, a la conversión de España en una opción atractiva para los inversores extranjeros. Los capitales internacionales afluyeron masivamente. En los años de auge del capitalismo europeo se produjo una doble corriente de turistas que viajaban hacia el sur y de trabajadores españoles que emigraban hacia el norte, y desde allí enviaban a casa sus ahorros en forma de divisas. Gradualmente, dentro del anticuado y rígido corsé político de la España franquista empezó a crecer una sociedad nueva, moderna y dinámica. Se repetía una de las constantes de la historia de España: el marco político quedaba desfasado respecto a la realidad social y económica. Cuando sobrevino la crisis energética de los años setenta, muchos seguidores de Franco empezaron a preguntarse si su propia supervivencia política no dependería de alguna especie de acomodo con las fuerzas de la oposición democrática.

El propio dictador había creado un complejo edificio de leyes e instituciones cuya finalidad era garantizar la continuación de su régimen mucho después de que él muriese. En virtud de una de dichas leyes, la Ley de Sucesión de 1947, se había otorgado a sí mismo la prerrogativa de elegir a su propio sucesor real. En 1969 eligió al príncipe Juan Carlos de Borbón, joven nieto de Alfonso XIII, que desde 1948 se había formado «en los principios del Movimiento». En su mensaje de fin de año del 30 de diciembre de 1969, el Caudillo declaró con confianza que «todo ha quedado atado, y bien atado». Sin embargo, estaba en un error. El príncipe se dio cuenta de que su propia supervivencia dependía de ser «Rey de todos los españoles», y no solo de los franquistas, y de que el grueso de la población quería la vuelta a la democracia que había sido destruida en 1939. En 1977, tan solo dos años después de su muerte, sus peores pesadillas habían empezado a hacerse realidad. Apoyándose en un consenso abrumador de la derecha y la izquierda, el rey Juan Carlos había presidido un proceso por medio del cual los elementos más progresistas de la elite franquista y la mayoría moderada de la oposición democrática colaboraron con espíritu de avenencia para crear una democracia para todos los españoles. La división entre vencedores y vencidos, tan grata a la ideología franquista, dejaba de tener sentido. Cinco años más tarde, los socialistas llegaban al poder en Madrid.

Debajo de todo el proceso había la firme determinación de no volver a sufrir nunca una sangrienta guerra civil ni una dictadura represiva. Fue este deseo de un futuro diferente lo que llevó al acuerdo, en octubre de 1977, de promulgar una ley de amnistía que, de hecho, dio inmunidad a los responsables de las violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Fue la base de lo que se denominaría el «pacto del olvido». La decisión política de no remover el pasado no ha hecho que desapareciera el deseo popular de saber más sobre la Guerra Civil y la represión que la siguió. Respondiendo a esta hambre de conocimiento, ha habido un interminable torrente de libros, documentales televisivos y actos públicos. Así pues, la Guerra Civil española continúa sobre el papel.