IX
Derrota a plazos.
Apenas pudo sorprender, dadas las divisiones internas que aquejaban a los republicanos, que incluso después de la derrota de Guadalajara, que supuso la aniquilación del importante contingente de tropas italianas, los nacionales mantuvieran la iniciativa. Ese hecho quedó claramente demostrado por la facilidad con que irrumpieron en el norte durante la primavera y el verano de 1937. En marzo, Mola había concentrado un ejército de cerca de cuarenta mil combatientes para el asalto al País Vasco, e inició su campaña a finales del mes con una amenaza a la que dio amplia publicidad: «Si la rendición no es inmediata, arrasaré Vizcaya, empezando por las industrias de guerra. Tengo medios para hacerlo». A pesar de los evidentes deseos del general de conseguir una victoria rápida, la campaña se desarrollaba con más lentitud de la deseada por los rebeldes y sus aliados alemanes. Los riscos, las colinas boscosas y las vías de comunicación deficientes retenían el avance, y la encarnizada defensa de los vascos se cobraba además un precio muy alto entre las fuerzas atacantes. La hábil utilización de las minas anticarro y los laberintos de alambradas de espino parecían nada más que el preludio de lo que pasaría cuando los rebeldes llegasen al famoso «cinturón de hierro» defensivo que rodeaba Bilbao, la llamada «ciudad de los sitios» por su resistencia en las guerras carlistas del siglo XIX.
Mola disponía de la cobertura aérea de la Legión Cóndor alemana, cuyo jefe de Estado Mayor y posteriormente comandante era el teniente coronel Wolfram von Richthofen, primo del «Barón Rojo». Von Richthofen, que dirigiría más tarde la invasión nazi de Polonia, utilizó la Legión Cóndor para ensayar las técnicas del bombardeo en picado y bombardeo de saturación, que se incorporarían posteriormente a la Blitzkrieg en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Von Richthofen era un comandante profesional exigente y metódico que estaba firmemente convencido del uso del terror. Aconsejó a Mola: «No es irrazonable ninguna medida capaz de destruir la moral del enemigo y es preferible hacerlo rápidamente». Esa misma noche, el 25 de abril, Mola lanzó desde la emisora de radio rebelde la siguiente advertencia al pueblo vasco: «Franco está a punto de asestar un golpe poderoso contra el que toda resistencia es inútil. ¡Vascos! Rendíos ahora y ahorraréis el sacrificio de vuestras vidas».
A primeras horas de la tarde del día siguiente, lunes 26 de abril, día de mercado en la pequeña población de Guernica, la Legión Cóndor atacó. Guernica, un símbolo de importancia capital para el pueblo vasco, fue destruida en una sola y siniestra tarde de bombardeos continuados. Las dimensiones de la atrocidad cometida intentaron paliarse con los posteriores esfuerzos de la propaganda nacional negando toda responsabilidad en el suceso. George Steer, corresponsal de The Times, fue uno de los primeros periodistas en llegar al lugar. El director de The Times, Geoffrey Dawson, publicó, no sin cierto recelo, el siguiente reportaje de Steer el 28 de abril:
Guernica, la ciudad más antigua del pueblo vasco y el centro de su tradición cultural, ha quedado completamente destruida por una incursión aérea rebelde. El bombardeo de esta ciudad abierta, situada a una gran distancia del frente, duró exactamente tres horas y cuarto, durante las cuales una poderosa flota aérea compuesta por tres tipos de aparatos alemanes, bombarderos Junker y Heinkel y cazas Heinkel, descargó de forma ininterrumpida bombas de hasta mil libras de peso y, según se calcula, más de tres mil proyectiles incendiarios de aluminio de dos libras de peso cada uno. Los cazas, mientras tanto, efectuaban pasadas en vuelo rasante sobre el centro de la ciudad y ametrallaban a la población civil que buscaba refugio.
Dawson escribió más tarde: «Hice lo que pude, noche tras noche, para tachar todo lo que pudiera herir la susceptibilidad (de los alemanes)». Steer era un corresponsal de guerra de primera línea. Los franquistas, en el intento de desacreditar su reportaje, hicieron grandes esfuerzos para denigrar su integridad personal y profesional.
El servicio de prensa extranjera franquista, dirigido por Luis Bolín, optó en primera instancia por sostener que el bombardeo no había tenido lugar. La posición adoptada por Bolín, antiguo corresponsal en Londres del diario monárquico ABC, se debía en gran medida a su preocupación por la posible reacción de la Iglesia Católica inglesa. Cuando resultó evidente que la negación pura y simple de los hechos era insostenible, los propagandistas de Franco recurrieron a la tesis de que Guernica había sido dinamitada por los propios vascos, supuestamente para intentar de ese modo cargar sobre sus enemigos una acusación fabricada con fines propagandísticos. Algunos historiadores han mantenido esa versión hasta ya entrados los años setenta. Por desgracia para Bolín, sin embargo, existían testigos muy fiables. El padre Alberto Onaindía, agente diplomático oficioso del País Vasco en París, había llegado a la ciudad el día del ataque alemán. Declaró a The Times:
Llegué a Guernica el 26 de abril, a las cuatro cuarenta de la tarde. Apenas había bajado del coche cuando comenzó el bombardeo. La gente estaba aterrorizada. Los campesinos huyeron, abandonando sus animales en el mercado. El bombardeo duró hasta las siete cuarenta y cinco. Durante ese tiempo no pasaban cinco minutos sin que el espacio se viera ennegrecido por los aviones alemanes. Los aviones volaban muy bajo, arrasando los caminos y bosques con fuego de ametralladora, y en las cunetas de las carreteras se amontonaban juntos, tirados en el suelo, hombres, mujeres y niños. Al cabo de no mucho tiempo era imposible ver nada a una distancia de doscientos metros, por la humareda. El fuego envolvía la ciudad. Se oían gritos de dolor por todas partes, y las gentes, llenas de terror, se arrodillaban, levantando las manos al cielo, como si implorasen a la divina providencia… Como sacerdote católico, declaro que no podía infligirse mayor ofensa a la religión que el tedéum celebrado a la gloria de Franco en la iglesia de Guernica, milagrosamente salvada por el heroísmo de los bomberos de Bilbao.
No todos los franquistas intentaron negar el bombardeo de Guernica. Virginia Cowles, periodista norteamericana, hizo un largo viaje por la España rebelde en compañía del capitán Gonzalo de Aguilera, el excéntrico aristócrata que atribuía a las alcantarillas el estallido de la guerra. Después de saludar a unos soldados alemanes en el norte, él comentó: «Buenos chicos, los alemanes, pero quizá demasiado serios; nunca se les ve acompañados de una mujer, aunque supongo que no han venido para eso. Si matan suficiente número de rojos, puedo perdonarles cualquier cosa». La periodista visitó las ruinas de Guernica acompañada por otro encargado de la prensa franquista, Ignacio Rosalles:
Cuando llegamos a Guernica solo encontramos un caos de vigas de madera y ladrillos, como si se tratara de las excavaciones de una antigua civilización. Apenas se veían tres o cuatro personas por las calles. Un viejo removía los cascotes. Acompañada por Rosalles, mi oficial de escolta, me acerqué y le pregunté si había estado en la ciudad cuando fue destruida. Asintió con la cabeza y, al preguntarle qué es lo que había sucedido, levantó los brazos y nos contó que el cielo estaba negro de aviones: «Aviones —dijo— italianos y alemanes». Rosalles estaba atónito. «Guernica fue incendiada», le contradijo con vehemencia. Pero el viejo se mantuvo en sus trece, e insistió en que después de cuatro horas de bombardeo quedaba muy poco que incendiar. Rosalles me llevó aparte: «Es un rojo», me explicó indignado. Un par de días más tarde, charlábamos con unos oficiales de estado mayor. Rosalles les contó nuestro viaje a lo largo de la costa y comentó el incidente de Guernica. «La ciudad estaba llena de rojos —dijo—. Querían hacernos creer que fue bombardeada, y no incendiada». El oficial más alto replicó: «Pues claro que fue bombardeada. La bombardeamos y la bombardeamos y la bombardeamos, y bueno, ¿por qué no?». Rosalles le miraba con la boca abierta, y cuando estuvimos de vuelta en el coche me dijo: «Creo que yo no escribiría sobre ese tema, si estuviera en su lugar».
Los intentos de intimidación de este tipo no eran infrecuentes, aunque en general no resultaron especialmente eficaces. Luis Bolín, en particular, que ya había amenazado al cámara francés René Brut con ejecutarle por haber filmado la matanza de Badajoz, estaba acostumbrado a someter a la prensa a su voluntad. En última instancia, sin embargo, el mito de los dinamiteros vascos fue contraproducente. Si las autoridades nacionales hubieran adoptado la misma línea de conducta que el despreocupado oficial de Estado Mayor, tal vez el bombardeo habría podido excusarse como una lamentable secuela de la guerra. En cambio, la polémica suscitada convirtió a Guernica en el símbolo central de la guerra, inmortalizado por el cuadro de Pablo Picasso. Hoy en día no existe la más mínima duda de que Guernica fue destruida por la Legión Cóndor alemana; más aún, ese hecho es el que da al suceso un significado militar, porque la ciudad fue la primera en la historia del mundo en quedar enteramente destruida por un bombardeo aéreo. La única polémica que aún subsiste en relación con ese hecho atroz es si se realizó con el conocimiento del Alto Mando franquista, o por una iniciativa exclusiva de los nazis. El doctor Herbert Southworth, la mayor autoridad mundial en el asunto de la destrucción de Guernica, llegó a la conclusión inequívoca de que la población resultó destruida por bombas explosivas e incendiarias lanzadas desde aviones de la Legión Cóndor pilotados por alemanes, y que el bombardeo se realizó a petición del Alto Mando nacional, con el objeto de destruir la moral de los vascos y debilitar la defensa de Bilbao.
La destrucción de Guernica significó ciertamente un golpe terrible para la moral de los vascos. Las reuniones entre el general Mola y el teniente coronel Von Richthofen en la noche del 25 de abril y la mañana del 26 sugieren que, precisamente, a esa razón se debió el bombardeo. De no ser la propia ciudad el objetivo, el blanco táctico más plausible de la operación podía haber sido el puente de Rentería, sobre el río Nundaca, un punto clave para la retirada de las tropas vascas. Sin embargo, las bombas incendiarias ligeras no eran el tipo de proyectil adecuado para utilizarlo contra un puente de piedra. Además, Von Richthofen, un militar caracterizado por su austera eficiencia, disponía de los nuevos bombarderos en picado Stuka, los aviones más idóneos, con diferencia, para el bombardeo de precisión a pequeña escala; y sin embargo, no los utilizó. Aun así, testigos oculares han confirmado que los bombarderos convencionales que se emplearon en la acción volaban lo bastante bajo como para poder lanzar sus bombas con puntería, y que su formación de vuelo era demasiado amplia para suponer que concentraban su ataque sobre un blanco de pequeñas dimensiones. De hecho, parece que fue debajo del puente de Rentería donde encontraron los vascos el refugio más seguro durante el bombardeo de Guernica.
Si la clave de la defensa de Bilbao, las fortificaciones del «cinturón de hierro», pudo ser conocida por los nacionales fue gracias a la traición de un oficial vasco, el comandante Alejandro Goicoechea, que desertó en el mes de marzo con copias de los planos. A finales de mayo las tropas de Mola tenían rodeada Bilbao. El presidente vasco, José Antonio Aguirre, hizo caso omiso de las órdenes de Prieto, ministro de Defensa Nacional, de destruir las instalaciones industriales. Los constantes ataques aéreos nacionales permitieron la ruptura de las líneas defensivas el 12 de junio; una semana más tarde caía Bilbao. El nuevo alcalde impuesto por los rebeldes, el falangista vasco José María de Areilza, en un intento de minimizar la ventaja de los nacionales al disponer de la información filtrada de las defensas de la ciudad, exaltó la victoria en los siguientes términos:
Bilbao ha sido conquistada por las armas. Nada de tratos y favores póstumos. Las reglas de la guerra —duras, viriles e inexorables—. La pesadilla revolucionaria, siniestra, atroz, conocida como Euskadi, ha caído para siempre. Habéis caído para siempre, egoísta, pendenciero, indigno, servil nacionalista vasco presidente Aguirre. Usted, que se ha preocupado por componer una figura elegante durante once meses, de crímenes y robos mientras los pobres soldados vascos eran cazados en los pueblos como alimañas, y sus pellejos se diseminaban a lo largo y a lo ancho de los montes de Vizcaya. En cuanto al nacionalismo vasco, desde ahora existe un argumento que reemplaza a toda sofistería histórica así como maniobras legalistas. Este argumento, escrito con la sangre vertida en Vizcaya, ha vuelto a formar parte de España pura y simplemente por la conquista de las armas. España ha recuperado la plena independencia de su soberanía. Y la utiliza para proclamar su amistad hacia las grandes naciones europeas que la han apoyado en estos tiempos trágicos de cruzada nacional. Me refiero a la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, y al Portugal de Oliveira Salazar.
Treinta años más tarde, después de una brillante carrera al servicio de Franco, Areilza se arrepentiría de su pasado y se alinearía con la oposición moderada.
Para Indalecio Prieto, que se había hecho cargo del Ministerio de Defensa Nacional hacía solo dos semanas, fue un golpe demoledor. Su frenética energía no había servido de nada. Estaba inconsolable y dijo a Zugazagoitia: «He tenido unas horas tan amargas y he medido tan severamente lo que juzgo mi responsabilidad que, aparte de haber enviado al jefe del Gobierno una carta con mi dimisión, pensé en el suicidio. Esa idea llegó a obsesionarme y tuve la pistola a punto». Negrín insistió en que siguiera en el Ministerio de Defensa Nacional.
Tras la caída de Bilbao, las campañas franquistas en el norte encontraron pocos obstáculos. Un ejército de 60 000 hombres, ampliamente provisto con tropas y equipamiento italianos, maniobró fácilmente ante las desorganizadas milicias republicanas, y entró en la elegante ciudad costera de Santander enarbolando retratos gigantes de Mussolini. En Italia, la prensa magnificó la gesta en tono triunfalista, como una revancha de Guadalajara, aunque en realidad, las tropas italianas no encontraron virtualmente resistencia. A esas alturas, las tropas vascas que defendían la Santander castellana se sentían totalmente desalentadas tras la pérdida de su propia tierra. Temerosos de la actitud vengativa de los franquistas, intentaron negociar la paz con el general italiano Ettore Bastico. Sin embargo, Franco tuvo noticia del plan y envió rápidamente más tropas para cortar las negociaciones. Después de la caída de Santander, el resto de la cornisa norte fue ocupado rápidamente en los meses de septiembre y octubre. Con gran desesperación de Prieto, que volvió a presentarle la dimisión a Negrín, las ciudades asturianas de Gijón y Avilés cayeron el 21 de octubre, y a finales del mes toda la industria del norte trabajaba para los rebeldes. Con ello, su ventaja era ya decisiva. Los nacionales, que ya antes superaban a sus rivales en aviones y carros de combate, podían ahora consolidar su superioridad militar mediante el control de la producción de hierro. Además, el servicio militar impuesto en toda la zona rebelde daba a los nacionales una ventaja de aproximadamente doscientos mil hombres respecto a los republicanos.
Al empezar la guerra, las fuerzas nacionales contaban con 80 000 hombres. Al concluir las campañas del norte entre la primavera y el otoño de 1937, las Fuerzas Armadas de Franco habían aumentado considerablemente. En el norte tenía diez divisiones consistentes en 140 000 hombres y durante los meses siguientes se incorporaron 100 000 más que eran prisioneros de guerra republicanos. Al principio eran internados en campos de concentración improvisados y sometidos a interrogatorios y purgas. Los oficiales y los comisarios políticos eran ejecutados sumariamente. Los soldados que se habían presentado como voluntarios fueron utilizados en batallones de trabajo forzado en posiciones de primera línea. A los reclutas se les tenía por suficientemente apolíticos para ser absorbidos por las filas nacionales. Muchos de ellos eran veteranos curtidos que el Ejército republicano podía reemplazar solo con novatos. Además de este Ejército en el Norte, las fuerzas de Franco consistían en los Ejércitos del Centro y del Sur, ambos con amplias reservas. En diciembre de 1937 Franco ya había movilizado once reemplazos, que iban de 1929 a 1939 y sumaban 413 500 hombres. Junto con los voluntarios y los desertores y prisioneros republicanos, a finales de 1937 tenía 772 000 hombres sobre las armas.
Franco no tenía ni la intención ni la capacidad profesional para utilizar esta superioridad numérica en rápidos ataques estratégicos que, a su modo de ver, eran apropiados solo en la guerra contra un enemigo extranjero. Tenía un Ejército enorme y las vidas de sus propios hombres no le preocupaban, todo lo cual sencillamente le ofrecía la posibilidad de machacar a la República en una larga guerra de desgaste. Su intención eran aplastar por completo al Ejército republicano, lo cual, junto con la represión en las zonas conquistadas, tenía por objeto echar los cimientos de una dictadura duradera. Explicó su proyecto al embajador de Mussolini, Roberto Cantalupo, el 4 de abril de 1937. Refiriéndose a «las ciudades del campo que ya he ocupado pero que aún no han sido redimidas», declaró ominosamente que «debemos llevar a cabo la tarea necesariamente lenta de redención y pacificación, sin la cual la ocupación militar será en gran parte inútil. La redención moral de las zonas ocupadas será larga y difícil porque en España las raíces del anarquismo son antiguas y profundas». Redención significaba sangrientas purgas políticas como las que habían tenido lugar a raíz de la toma de Badajoz y Málaga: «Ocuparé España villa tras villa, pueblo tras pueblo, ferrocarril tras ferrocarril… Nada me hará abandonar este programa gradual. Me dará menos gloria, pero mayor paz interior. Siendo así, la Guerra Civil aún podría durar otro año, dos, quizá tres. Querido embajador, puedo asegurarle que no me interesa el territorio, sino los habitantes. La reconquista del territorio es el medio, la redención de los habitantes, el fin. No puedo acortar la guerra ni siquiera en un día… Incluso podría ser peligroso para mí llegar a Madrid por medio de una elegante operación militar. No tomaré la capital ni una hora antes de lo necesario: primero debo tener la certeza de poder fundar un régimen».
A lo largo del verano los republicanos intentaron detener el proceso, al parecer inexorable, por el cual su territorio iba reduciéndose progresivamente. Una ofensiva cuidadosamente planificada en Brunete, en terreno árido y cubierto de maleza, a unos treinta kilómetros al oeste de Madrid, consiguió el 6 de julio la ventaja de la sorpresa inicial. El ataque fue planeado por el coronel Vicente Rojo, sagaz jefe del Estado Mayor republicano. Su idea consistía en romper las líneas nacionales por su punto más débil. Cerca de cincuenta mil hombres consiguieron abrir brecha en las líneas enemigas, pero el enorme calor y la confusión hicieron quebrar la disciplina republicana. Las rivalidades políticas obstaculizaron la explotación eficaz de la ventaja y al cabo de dos días el general Varela pudo concentrar suficientes refuerzos para taponar la brecha. A pesar de la irrelevancia estratégica de Brunete, Franco retrasó su campaña en el norte. Como demostraría más adelante en Teruel y en el Ebro, su concepto de una guerra de redención moral por medio del terror no permitía a Franco ceder ni un palmo de territorio conquistado ni desaprovechar oportunidad alguna de recalcar con sangre republicana el mensaje de su invencibilidad, prescindiendo de la pérdida de vidas en su propio bando. Brunete ofrecía una tentación irresistible de aniquilar a gran número de soldados republicanos.
Durante diez días, en uno de los choques más sangrientos de la guerra, los republicanos defendieron el saliente que habían conquistado frente a una abrumadora superioridad aérea y de artillería del enemigo. Los nacionales recibieron un importante refuerzo con la aparición en la batalla de Brunete del nuevo caza alemán Messerschmitt BF 109, que tan importante papel iba a desempeñar en la Segunda Guerra Mundial. En unas condiciones de caos total, en que ambos bandos bombardeaban por error sus propias posiciones, los nacionales obligaron gradualmente a los atacantes a regresar a sus bases de partida. Los aliados de Franco opinaron que su decisión de aceptar el desafío de Brunete fue un error estratégico. Franco no estaba de acuerdo porque la República, en una de las batallas más sangrientas de la guerra, solo consiguió retrasar la caída de Santander unas cinco semanas, además de perder mucho material valioso y 20 000 de sus mejores soldados, y éste era un objetivo al que Franco concedía la mayor importancia. Más notable que la decisión de abandonar la campaña del norte para luchar en Brunete fue la respuesta de Franco a la victoria de Varela. La carretera de Madrid estaba abierta y Varela deseaba vivamente perseguir a los republicanos que se retiraban a la capital. Se quedó estupefacto al ordenarle Franco que se atrincherase porque, según dijo, era importante reanudar la guerra en el norte antes de que la niebla y la nieve obstaculizasen el avance de los nacionales allí. Franco no tenía nigún interés en tomar pronto Madrid ni en poner en peligro su avance en el norte. Probablemente la caída de la capital hubiera puesto fin a la guerra. Pero Franco no quería la victoria sin antes haber limpiado hasta el último rincón de España de izquierdistas y liberales.
Sin embargo, a pesar del coste de Brunete, los republicanos prosiguieron sus esfuerzos por apoderarse de la iniciativa. En agosto de 1937 se realizó una nueva ofensiva en el frente de Aragón, zona elegida, en parte, por el deseo del gobierno de acabar con el control de las líneas por parte de los anarquistas. El objetivo, debido nuevamente al cerebro del coronel Rojo, era rodear Zaragoza con un audaz movimiento de pinza. Sin embargo, la captura de los pueblos que jalonaban el camino, como Belchite, tropezó con serias dificultades y la ofensiva debió detenerse a mediados de septiembre. La historia de Belchite fue similar a la de Brunete. Los republicanos obtuvieron una ventaja inicial, pero luego quedaron atascados debido a la combinación del intenso calor de la canícula y las malas comunicaciones. Como anécdota, la estrategia del comandante de los carros soviéticos acabó, en buena parte, en desastre, debido a su insistencia en dar las órdenes en ruso. Una vez más, una feroz resistencia ante el contraataque nacional determinó bajas muy numerosas. La ofensiva republicana se vio obstaculizada, también en este caso, por conflictos políticos. La determinación comunista de controlar la conducción de la guerra tuvo como resultado que las milicias de la CNT se viesen carentes del armamento adecuado. La fuerza republicana de ataque se resintió en su conjunto de esas divisiones políticas internas, pese a la disciplina del Ejército Popular. Junto a él combatían las unidades de las Brigadas Internacionales y los restos de las antiguas columnas milicianas anarquistas, resentidas todavía por su militarización forzosa.
El Ejército republicano requería una reconstrucción considerable cada vez que sufría una gran derrota. Los nacionales tenían reservas abundantes que les permitían rotar sus tropas para que descansasen y se recuperaran, cosa que raras veces era posible en el caso de los republicanos. Los soldados del Ejército Popular y, en particular, los hombres de las Brigadas Internacionales pasaban largos períodos ininterrumpidos en el frente. A finales de 1937 la República ya había llamado a filas a los reemplazos de 1930 a 1939, lo cual le había proporcionado un ejército de aproximadamente ochocientos mil hombres bajos de moral. Muchos oficiales procedían directamente de las milicias. Aunque algunos destacaban por su talento, la mayoría sencillamente carecía de suficiente preparación. Las derrotas en el frente y la moral baja en la retaguardia provocaron numerosas deserciones a pesar de las feroces medidas disciplinarias, entre ellas el fusilamiento sin juicio previo y el castigo de las familias de los desertores.
Las decepciones de las campañas de Brunete y Aragón intensificaron las recriminaciones que dividían el campo republicano. Largo Caballero había insistido mucho en favor de una ofensiva en Extremadura para aislar Andalucía del resto de la zona rebelde, pero la oposición de los comunistas, en particular de Miaja, hizo que su plan quedara descartado. Ahora, Indalecio Prieto, ministro de Defensa Nacional, atacaba a los comunistas por su comportamiento en la ofensiva de Aragón. El hecho confirmó al cada vez más pesimista dirigente del PSOE como el principal enemigo de los comunistas en el gobierno. Prieto también se vio atacado por los anarquistas, debido a su papel al sancionar la disolución del Consejo de Aragón en agosto de 1937. Siempre negó haber autorizado la brutal destrucción de las colectividades anarquistas debida a la brutalidad del coronel estalinista Enrique Líster; no obstante, era cada vez más evidente que las disputas políticas estaban socavando la moral de la zona republicana.
En la zona franquista no había disputas de ese tipo. La muerte del general Mola, el 3 de junio, permitió a Franco dirigir la guerra sin interferencias, mandando a sus fuerzas sin verse afectado por problemas de insubordinación o de indisciplina. Sin embargo, el comandante en jefe rebelde se mostró excesivamente pródigo con las vidas de sus soldados en una serie de decisiones de un valor estratégico muy cuestionable. Después de perder la oportunidad de entrar en Madrid por su insistencia en liberar el Alcázar de Toledo, empleó a sus hombres en costosas contraofensivas, particularmente en Brunete. La táctica bélica de Franco reflejaba su carácter cruel, despiadado y vengativo. Esos atributos, sin embargo, tenían el inestimable valor de permitirle imponer su voluntad sin discusión en la zona rebelde. Una vez muertos sus mayores rivales potenciales, Franco podía controlar no solo la dirección militar, sino también la política nacional.
El predominio político del Caudillo se confirmó a comienzos de 1938. El 30 de enero nombró su primer gabinete regular. Finalizaba así el cometido de la Junta de generales de Burgos. Ramón Serrano Súñer, el «cuñadísimo», fue nombrado ministro del Interior, y los restantes cargos se distribuyeron entre una selección cuidadosamente equilibrada de militares, monárquicos, carlistas y falangistas. El tono dominante, con todo, era el militar. Los Ministerios de la Guerra, Orden Público y Asuntos Exteriores fueron encomendados a generales. El Nuevo Estado, como era conocido, se formalizó por medio de la Ley de Administración Central del Estado, según la cual, «la organización creada por la presente Ley estará sujeta a la constante influencia del Movimiento Nacional. La administración del nuevo Estado estará imbuida del espíritu de sus orígenes: noble e imparcial, fuerte y austero, profundamente español hasta la médula». La Falange se vio recompensada con el control del movimiento sindical y, con ello, una fuente enormemente lucrativa de patronazgo. También se recompensaron los servicios de la Iglesia con la concesión de su autoridad exclusiva sobre la educación. En parte se premiaba así el reconocimiento formal de Franco por parte del Vaticano, en agosto de 1937. La ideología del Nuevo Estado se volcó enteramente hacia el pasado, preocupándose por encima de todo de la destrucción de los símbolos del progreso como la democracia parlamentaria y el sindicalismo. Sus objetivos políticos se concretaron en la reconstrucción de España a imagen y semejanza de su pasado imperial. La única novedad la constituían las concentraciones patrióticas y otros elementos decorativos adoptados para facilitar la incorporación del país al orden mundial fascista soñado por Hitler y Mussolini.
El hecho de que Franco tuviera tiempo suficiente para organizar su futuro político era un claro indicio de que la balanza militar se inclinaba del lado de su victoria definitiva. Después de la ofensiva republicana en Aragón, se produjo un período de calma en los frentes. Hacia finales de 1937, sin embargo, Franco decidió lanzar un nuevo ataque sobre lo que se había convertido virtualmente en su obsesión: Madrid. Su plan consistía en romper el frente por el sector de Guadalajara y avanzar directamente sobre la capital. Sin embargo, los republicanos consiguieron descubrir el plan de ataque de Franco mediante una misión de espionaje culminada con éxito total. Según el historiador franquista Ricardo de la Cierva, el espía fue el comandante anarquista del IV Cuerpo republicano, Cipriano Mera, que cruzó las líneas, disfrazado de pastor. Ahora bien, en sus memorias, el propio Mera dice taxativamente que apenas sabía nada de lo que estaba ocurriendo. Sea de quien fuere el mérito, la información obtenida permitió a los republicanos desencadenar en diciembre un ataque preventivo, con la idea de distraer a Franco de su cerco de Madrid. El ataque republicano se dirigió contra Teruel, capital de la más desierta de las tres provincias aragonesas. Las líneas nacionales estaban allí relativamente desguarnecidas, y la ciudad se encontraba prácticamente rodeada por fuerzas republicanas.
Una vez más la estrategia la había preparado hábilmente Vicente Rojo. El 22 de septiembre de 1937 el gobierno le había ascendido a general. La iniciativa había salido de Indalecio Prieto, que no había dicho nada a Rojo, cuya modestia era legendaria, porque temía que rechazara el ascenso. Rojo se enteró por la prensa. Al igual que ofensivas anteriores planeadas por él, se consiguió una total sorpresa. La campaña tuvo lugar en uno de los inviernos más crudos que jamás se hayan sufrido en España, y el frío punzante era más intenso en el terreno pedregoso que rodea Teruel. Los nacionales, cogidos por sorpresa, vieron inutilizados por el mal tiempo los aparatos alemanes e italianos de sus fuerzas aéreas. Los vehículos de transporte que aportaban los refuerzos quedaron detenidos por la nieve y el hielo de las carreteras. Todo ello permitió a las fuerzas republicanas, compuestas principalmente por unidades del Ejército Popular, explotar a fondo su ventaja inicial. Los rebeldes se vieron, en consecuencia, obligados a aplazar su planeada ofensiva sobre Madrid para desplazar a parte de sus fuerzas hacia Teruel. Pero el contraataque nacional, dirigido por los generales Varela y Aranda, quedó paralizado por las terribles condiciones meteorológicas. El 29 de diciembre había dejado de nevar, pero dos días más tarde se registraron las temperaturas más bajas de todo el siglo. En esas condiciones, la única estrategia posible para ambos bandos era la de desgaste, en la que los nacionales disponían de clara ventaja. Con más armas y hombres a su disposición, y la inflexible determinación de Franco de recuperar a toda costa el territorio perdido, los rebeldes podían confiar en que su resistencia sería superior a la de las tropas leales.
Después de una lucha sangrienta, casa por casa, los republicanos forzaron la rendición de la guarnición nacional de Teruel el 8 de enero. Desde ese momento se vieron sometidos a un intenso fuego de artillería y a bombardeos constantes. El ambiente gélido contribuía a minar la moral de los soldados. Las muertes por congelación fueron numerosas en ambos bandos; muchos hombres murieron mientras dormían, en parte por efecto del alcohol que habían ingerido para calentarse. Era inevitable que volviesen a producirse conflictos de orden político. Indalecio Prieto visitó el frente e hizo mordaces comentarios sobre la ineficacia de la operación. También entre los comandantes de las tropas se intuían rivalidades peligrosas: Valentín González, el Campesino, comandante comunista analfabeto y feroz, lanzó años después la acusación de que, en el curso del contraataque nacional sobre Teruel, «las posiciones avanzadas cayeron, y rápidamente me vi rodeado con mi fuerza de 16 000 hombres. A las afueras de la ciudad estaban Líster y Modesto, al mando de seis brigadas y dos batallones. Podían ayudarme, y no hicieron el menor gesto para intentarlo. Peor aún, cuando el capitán Valdepeñas se ofreció para acudir a rescatarme, le prohibieron que lo intentase». Según la versión de el Campesino, su división solo consiguió escapar rompiendo el cerco en una salida desesperada. Sin embargo, otros testigos afirmaron que el comandante huyó presa del pánico dejando a sus hombres a merced del destino. Algunas brigadas se negaron a obedecer las órdenes. Líster y el Campesino consiguieron convencerles; pero 46 amotinados de la CNT fueron ejecutados. El Campesino, más tarde, hizo la afirmación descabellada de que los comunistas habían saboteado deliberadamente la operación de Teruel a fin de impedir que Prieto reforzara su posición en el gobierno. No hay fundamentos para una afirmación que no se hizo hasta 1950, ya en plena guerra fría, cuando el Campesino era utilizado por el Congreso para la Libertad de la Cultura, organización patrocinada por la CIA, con el fin de denigrar la función que desempeñaron los comunistas durante la Guerra Civil.
En cualquier caso, después de una nueva y costosa defensa de lo conquistado en un pequeño avance, los republicanos tuvieron que retirarse el 21 de febrero de 1938, cuando Teruel estaba a punto de quedar cercada. Las bajas fueron enormes por ambos bandos: más de cincuenta mil hombres del lado franquista y por encima de sesenta mil republicanos. Los fracasos sucesivos de las ofensivas republicanas de Brunete, Belchite y Teruel demostraron que la neta superioridad material de las fuerzas rebeldes prevalecía en todos los casos sobre el valor de las tropas leales, y los republicanos se mostraron incapaces de explotar la ventaja inicial que habían conseguido. En parte, la situación se debía también a los conflictos políticos en el interior de la zona republicana; pero la razón principal residía en el hecho de que, a comienzos de 1938, Franco poseía una abrumadora ventaja en hombres y en equipo. La reconquista de Teruel, aprovechando a fondo esa superioridad, representó el punto de inflexión decisivo, en términos militares, de la Guerra Civil.
El resultado de estas graves pérdidas fue que el gobierno republicano se vio obligado ahora a llamar a filas a los reemplazos de 1923 a 1929, 1940 y 1941. Por consiguiente, su Ejército tenía que preparar a hombres más viejos y a hombres más jóvenes. En la gran batalla final de la contienda, la del Ebro, muchos soldados republicanos serían adolescentes de diecisiete años. En cambio, a finales de 1938 Franco solo había echado mano de otros tres reemplazos, los de 1927 y 1928, 1940 y los nueve primeros meses de 1941. En consecuencia, junto con los voluntarios y los desertores y prisioneros republicanos, antes de la batalla del Ebro su Ejército consistía en 879 000 hombres. El contraste era muy grande. Durante la batalla el Estado Mayor de Franco dio parte de que muchos prisioneros habían sido capturados el día después de salir de Barcelona, donde habían recibido solo cinco días de preparación.
Así pues, fue con una acentuada superioridad numérica y material que los nacionales se prepararon entonces para consolidar su victoria con una ofensiva masiva, a través de Aragón y Castellón, hasta el mar. Cien mil hombres, con una cobertura de doscientos carros y cerca de mil aviones alemanes e italianos, comenzaron a avanzar el 7 de marzo de 1938. El coronel Wilhelm von Thoma, al mando de la unidad rápida de carros de la Legión Cóndor, quería utilizar las tácticas de la Blitzkrieg (guerra relámpago), pero entró en conflicto con el instinto conservador de Franco. A imitación de los generales de la Primera Guerra Mundial, Franco concebía la utilización de los carros únicamente como apoyo de la infantería. Von Thoma defendía su opinión, pero la cuestión perdió importancia dadas las circunstancias de la lucha. Después de una preparación con fuego artillero y bombardeos desde el aire, los nacionales encontraron unas fuerzas republicanas agotadas, carentes de armas y munición y, en general, mal preparadas; la desmoralización por la pérdida de Teruel se sumó a la confusión organizativa. En la última semana de marzo, las tropas nacionales cruzaron el río Ebro. La población huía aterrorizada ante el avance de Franco. Apilaban sus muebles y pertenencias en carros a los que ataban el escaso ganado que poseían, y en esas condiciones eran ametrallados desde el aire. A comienzos de abril los rebeldes llegaron a Lérida, que cayó después de ser defendida valerosamente por la división de el Campesino. Luego descendieron por el valle del Ebro, aislando así a Cataluña del resto de la República. La retirada de los republicanos la cubrió valerosamente el grupo de montaña del coronel Gustavo Durán, que se había formado con los restos de otras unidades en Morella, en las inhóspitas y áridas montañas del Maestrazgo, entre Aragón y Castellón. El 15 de abril, los nacionales llegaron al mar, en el pueblo pesquero de Vinaroz. En la playa de Benicàssim, los alegres soldados carlistas pudieron chapotear en las olas. Serrano Súñer declaró que la guerra se aproximaba a su fin. De hecho, debido a la determinación de Franco de aniquilar la República, la lucha continuaría un año más.
Al proseguir el avance, los principales centros urbanos de la zona republicana se llenaron de refugiados. Inevitablemente el hambre afectó la moral y la solidaridad. El sufrimiento se intensificó a causa de los continuos bombardeos aéreos que sufrían villas que disponían de poca artillería antiaérea e infrecuente cobertura por parte de aviones de caza. Estos problemas alcanzaron la mayor gravedad en Cataluña. En el otoño de 1936 Madrid había sido bombardeada de forma constante y en el invierno de 1937 Barcelona ya había sufrido bombardeos de saturación. No obstante, el 16 de marzo de 1938 Mussolini ordenó que se adoptara una nueva técnica de bombardeo que consistía en repetidas oleadas de ataques que acabarían con la eficacia del sistema de alarma porque dejaría de ser claro si las sirenas anunciaban el comienzo o el fin de un ataque. La noche del 18 de marzo los barrios obreros donde se apiñaban los refugiados sufrieron un duro castigo que causó casi mil muertos. La gente huyó al campo. Como los aviones italianos despegaban de Mallorca y llevaban distintivos españoles, podían actuar con impunidad. Los bombardeos continuarían durante todo 1938 y se extenderían a las ciudades portuarias de la costa de Levante: Valencia, Gandía, Alcoy y Alicante.
Dividida en dos, desmoralizada por los bombardeos, la República se encontraba en una situación crítica y sufría intensamente por la falta de alimentos. La Unión Soviética había empezado a espaciar sus entregas de armas. De hecho, las perspectivas eran tan sombrías que el siempre descontento Indalecio Prieto empezó a compartir la vieja convicción de Azaña de que todo estaba perdido y era necesario alcanzar una paz negociada para evitar la pérdida absurda de más vidas. Este planteamiento dio a los comunistas la oportunidad que buscaban para librarse del ministro de Defensa Nacional. Después de una tensa reunión del gabinete celebrada el 16 de marzo de 1938 en el palacio de Pedralbes, en Barcelona, con manifestantes (orquestados por el PCE) gritando contra los derrotistas, Prieto secundó la propuesta de Azaña de pedir la mediación del gobierno francés para poner fin a la guerra. Negrín, esta vez con Zugazagoitia de su parte, reafirmó su convencimiento de que la guerra debía seguir. Dos semanas más tarde, el 19 de marzo, en otra reunión del gabinete, Prieto declaró que era imposible seguir luchando cuando las fuerzas de Franco estaban a punto de llegar al Mediterráneo y cortar la República en dos. Negrín, consternado, comentó que lo que había dicho Prieto «desmoralizó por completo a nuestros colegas de gobierno, al estilizar los sucesos con tintes de sombría desesperación y presentarlos como fatales».
Negrín pidió luego a Zugazagoitia que persuadiera a Prieto para que aceptara el cargo de ministro de Obras Públicas y Ferrocarriles en una remodelación del gabinete. Prieto se negó y presentó su dimisión en el Consejo de Ministros del día 5 de abril, pese a las peticiones de la Ejecutiva del PSOE y de una delegación de la CNT para que permaneciera en su puesto. Negrín dijo a Prieto que no podía permitirse tener a un pesimista en el Ministerio de Defensa. Prieto se sentía irritado por su propio pesimismo, según comentó un amigo, «tanto como al jorobado le irrita su joroba», pero opinaba que no disminuía su eficacia. Estaba dispuesto a aceptar la cartera de Hacienda, con el fin de preparar el terreno para el exilio republicano que juzgaba inevitable. Negrín rechazó la sugerencia porque, a su modo de ver, la misión del Ministerio de Hacienda era financiar las compras de armas. Hondamente humillado, Prieto dijo a Zugazagoitia: «Me han expulsado con una patada en los…». Prieto optó por cerrar los ojos ante el papel de su propio derrotismo en la remodelación del gabinete e interpretarlo como un complot que habían tramado contra los comunistas con Negrín como marioneta complaciente. Olvidó limpiamente que él mismo había sido cómplice servicial en la colocación de comunistas en puestos importantes.
Su amargura aumentó al descubrir que Zugazagoitia había renunciado a la cartera de Gobernación con el fin de convertirse en secretario general del Ministerio de Defensa bajo Negrín mismo. Zugazagoitia pensaba que él sería el ministro real con Negrín como simple figura decorativa. Con todo, dada la energía inagotable de Negrín, fue Zugazagoitia quien se encontró prácticamente sin nada que hacer. Prieto se vengaría de Negrín en una reunión del Comité Nacional del PSOE que se celebró el 9 de agosto de 1938 para analizar la crisis del gabinete del mes de abril anterior. Negrín repitió su opinión de que un derrotista como Prieto no podía quedarse en el Ministerio de Defensa. Prieto replicó con una feroz diatriba de tres horas en la que acusó a Negrín de obedecer las órdenes de los comunistas. El incidente creó entre ellos una enemistad que dejaría un legado de división áspera y estéril dentro del movimiento socialista hasta mucho después de la Guerra Civil.
Franco estaba tan convencido como Prieto de que el fin se aproximaba. Sugirió cautelosamente a los alemanes que podían repatriar sus tropas, como lenitivo para la sensibilidad de británicos y franceses. Por su parte, Hitler pensaba que los técnicos alemanes ya no tenían nada que aprender del conflicto español. Con todo, los dos líderes fascistas no habían contado con la tenacidad de la resistencia republicana. Los nacionales iban a descubrir que aún no podían prescindir de la cobertura de la Legión Cóndor. Por otra parte, la apertura de la frontera francesa en el mes de marzo había aportado a los defensores de la Segunda República española suministros y nuevas esperanzas.
Las armas que pudo obtener la República con la apertura de la frontera francesa detenían el avance nacional, o al menos disminuían su ritmo hasta convertirlo en un penoso arrastrarse de risco en risco. De hecho, Negrín, apesadumbrado por la atmósfera de estancamiento y de desgaste del bando republicano en la guerra, buscaba una paz negociada, pero Franco aceptaría solamente una rendición incondicional. Ése era el motivo por el que perseguía una guerra de aniquilación. Para él no podía haber entendimiento con la República. Si hubiese lanzado una ofensiva contra Cataluña, donde se encontraba toda la industria bélica que le quedaba al bando leal, probablemente habría conseguido finalizar la guerra mucho antes. No tenía ningún interés ni en un final rápido de la guerra, ni en un armisticio por el cual tendría que hacer concesiones a los derrotados. Así pues, en julio, desencadenó una importante ofensiva contra Valencia.
La decisión de Franco estaba motivada en parte por el temor de que, después del Anchsluss de Austria por parte de Alemania en marzo, los franceses se mostraron dispuestos a intervenir en Cataluña al lado de la República. A Hitler le preocupaban también las posibles repercusiones si los nacionales conseguían una victoria total tan poco tiempo después de la anexión de Austria. En su opinión, expresada ya en noviembre de 1937, «una victoria al ciento por ciento de Franco» era indeseable «desde el punto de vista alemán», porque a Alemania «le interesa más la continuación de la guerra y el mantenimiento de la tensión en el Mediterráneo». En realidad, las preocupaciones de Hitler eran infundadas. La segunda administración Blum, que nacía ya con plomo en las alas por la falta de una mayoría clara, duró solamente un mes, y Daladier se hizo cargo del gobierno francés en abril. En junio se cerró de nuevo la frontera con España. Gran Bretaña, entretanto, seguía la vía propugnada por Chamberlain de contemporizar a cualquier precio. En abril firmó un tratado con Italia en el que admitía tácitamente la intervención italiana en España. Aún peor fue, en el verano, la reacción británica ante la crisis de Checoslovaquia. Para evitar el riesgo de una guerra con Hitler, Checoslovaquia fue, prácticamente, entregada a los nazis por el Tratado de Múnich de 29 de septiembre. Los republicanos esperaban el resultado de la reunión de Múnich con una penosa angustia. Las ingenuas esperanzas de Negrín de una guerra europea en la que la España republicana pudiera convertirse en un aliado vital para las democracias occidentales se derrumbaron ante el cinismo de éstas. Como dijo Prieto, Europa había traicionado a España.
La respuesta inmediata de Negrín al tratado anglo-italiano consistió en lanzar una ofensiva diplomática propia. En busca de una fórmula que facilitara las negociaciones de paz, propuso sus «Trece puntos», inspirados por Ivor Montagu, productor de cine comunista británico. En ellos se proponía una España libre de interferencias extranjeras, con elecciones libres y plenos derechos civiles. Las democracias occidentales no se inmutaron, pese a la moderación de la propuesta. En Estados Unidos, las esperanzas de que se levantara el embargo de la venta de armas se estrellaron contra el poder del lobby católico. Un telegrama del reaccionario embajador en Londres, Joseph Kennedy, aseguraba que el cese del embargo de la venta de armas significaría un riesgo cierto de extender la guerra más allá de las fronteras españolas. El propagandista derechista, padre Coughlin, hizo un llamamiento radiado a los católicos americanos para que inundaran de telegramas la Casa Blanca. De esa forma agitaron un fantasma que asustó al presidente Roosevelt. Dijo a su secretario del Interior, Harold Ickes, que temía «la pérdida de todos los votos católicos en el otoño próximo». El presidente ordenó que se mantuviera el embargo. Su esposa Eleanor, que simpatizaba con la República, consideró que la medida era «un trágico error», y lamentó «no haberle presionado con más fuerza». El 11 de mayo, Portugal procedía al reconocimiento diplomático del régimen de Franco. Dos días después, los ruegos de Álvarez del Vayo a la Sociedad de Naciones para poner fin a la política de no intervención caían en oídos sordos. La República estaba condenada.
Sin embargo, la ofensiva de Franco contra Valencia no había salido como estaba planeada. Una vez más, los republicanos demostraron su heroica tenacidad en la lucha defensiva. Los generales nacionales José Varela, Antonio Aranda y Rafael García Valiño se encontraron con que el avance por el terreno rocoso del Maestrazgo hacia la costa resultaba lento y agotador; de hecho, habían subestimado la capacidad de los republicanos para contener a las tropas franquistas. Mandados con brillantez por el general Leopoldo Menéndez López y el coronel Durán, los republicanos se defendieron tenazmente. Mediante el uso de trincheras bien trazadas y de líneas de comunicación adecuadamente protegidas, los republicanos conseguían infligir a los nacionales grandes bajas, sufriendo a cambio relativamente pocas. Pese a todo, el avance rebelde era inexorable, aunque trabajoso. El 23 de julio de 1938 Valencia quedó directamente amenazada por las tropas nacionales, situadas a menos de cuarenta kilómetros. Si Valencia caía, la guerra habría terminado en realidad. Como respuesta, Negrín decidió preparar una contraofensiva espectacular, que contuviese la continua erosión del territorio republicano.
Negrín era muy consciente de la represión salvaje que imponían los franquistas a los territorios que conquistaban. Dijo a su amigo Juan Simeón Vidarte: «Yo no entrego indefensos a centenares de españoles, que se están batiendo heroicamente por la República, para que Franco se dé el placer de fusilarlos como ha hecho en su tierra, en Andalucía, en las Vascongadas, en cuantos pueblos ha puesto su pezuña el caballo de Atila». Por consiguiente, esperaba que si la República podía seguir luchando durante otro año, encontraría la salvación en la guerra general que creía inevitable.
El siempre previsor estratega del mando republicano, general Vicente Rojo, planeó un asalto a través del río Ebro, con el objetivo de restablecer el contacto con Cataluña. Iba a librarse la batalla más dura de toda la guerra. Con vistas a la ofensiva, se formó un Ejército especial del Ebro, bajo el mando del tiránico general comunista Juan Modesto. Todos los comandantes de división lo eran también, aunque algunos de ellos, como Líster, habían tenido divergencias con Modesto. El comandante del XV Cuerpo era el teniente coronel Manuel Tagüeña, que a la edad de veinticinco años era ya un jefe militar destacado. Al empezar la guerra Tagüeña estudiaba matemáticas y física en la universidad. Se alistó en la milicia de las JSU, ascendió de soldado raso y mandó sucesivamente una compañía, un batallón, una brigada, una división y finalmente todo un cuerpo de ejército. Como en las anteriores ofensivas, las mejores armas se distribuyeron a los comunistas. Los nacionales encargaron la defensa al abrupto general Juan Yagüe, un hombre sin pelos en la lengua. Una vez más, por un exceso de confianza sumado al deficiente trabajo de los servicios de información, los nacionales subestimaron la importancia y las dimensiones del ataque republicano.
Se había transportado en secreto hasta la orilla del río a una gran concentración de hombres, alrededor de ochenta mil. Las primeras unidades del ejército de Modesto cruzaron el río en botes, en la noche del 24 al 25 de julio. El resto lo cruzó al día siguiente en pontones. El avance abarcó una curva inmensa del Ebro desde Flix en el norte hasta Miravet en el sur. La sorpresa en las desguarnecidas líneas nacionales fue total. El Ejército Popular infligió severas pérdidas a los hombres de Yagüe, aunque la 14.a Brigada Internacional sufrió bajas cuantiosas y se vio obligada a retirarse. Río arriba, sin embargo, las fuerzas republicanas consiguieron establecer una sólida cabeza de puente aprovechando un amplio recodo del río. El día 1 de agosto llegaron a Gandesa, a cuarenta kilómetros del punto de partida, pero allí quedaron detenidos. El personal de Franco estaba inicialmente desmoralizado debido al éxito estratégico republicano, pero, como de costumbre, Franco se mantuvo impasible. Pidió refuerzos, incluida la Legión Cóndor, para taponar la brecha, y dio comienzo una desesperada, y en definitiva absurda, batalla por la reconquista del territorio cedido.
La aparente tranquilidad de Franco empezó a crear dudas entre sus valedores italianos. Mussolini se vio invadido por el pesimismo respecto a España, y dijo a Ciano: «Apunta en tu diario que hoy, 29 de agosto, profetizo la derrota de Franco… Los rojos son luchadores, Franco no». Esa batalla iba a durar tres meses. Pese a la insignificancia estratégica de la banda de terreno ocupada por los republicanos, Franco estaba decidido a recuperarla a toda costa. Parecía satisfecho con la oportunidad que se le presentaba de atrapar a los republicanos, rodearlos y destruirlos. Podía haber contenido a los republicanos y avanzar hasta una cercana e indefensa Barcelona. En cambio, prefirió, al margen de las bajas humanas, convertir Gandesa en un cementerio para el Ejército republicano. Con cerca de un millón de hombres alineados bajo sus banderas, podía permitirse el lujo de despilfarrar vidas. Su educación militar en las guerras de África no le predisponía a comportarse de otro modo.
Negrín tenía depositadas sus esperanzas en un aumento de la tensión europea que alertase a las democracias occidentales de los peligros que el Eje representaba para ellas. Franco era muy consciente de que una guerra general en Europa pondría en peligro la victoria de los nacionales. Sabía que la República se alinearía con Francia y Rusia contra Alemania y temía que si los republicanos recibían abundantes pertrechos, los nacionales se encontrarían prácticamente aislados de las potencias del Eje y amenazados por el Ejército francés. Por tanto, sintió un gran alivio cuando en la práctica la República fue condenada a muerte por la reacción británica a la crisis de Checoslovaquia. El Tratado de Múnich truncó las esperanzas de Negrín.
Los nacionales abrieron los diques de los ríos pirenaicos tributarios del Ebro y lograron con ello aislar a las fuerzas republicanas que se hallaban atrapadas en terreno montañoso con poca cobertura y escasos pertrechos. Tenían órdenes de no retirarse y resistieron tenazmente a pesar del feroz bombardeo de la artillería. Quinientos cañones dispararon contra ellos más de trece mil quinientos proyectiles diarios durante casi cuatro meses. Bajo un calor sofocante, con poca agua, a veces sin ella, bombardeados del amanecer al crepúsculo, siguieron resistiendo. Consciente de que Múnich había acabado con la última esperanza de Negrín de encontrar la salvación en una guerra europea, y cada vez más decidido a aniquilar al Ejército republicano, Franco reunió más de treinta mil soldados de refresco. Para tener garantizado el suministro de grandes cantidades de material alemán nuevo con el que pertrechar a estas tropas, hizo concesiones importantes al Tercer Reich relacionadas con el incremento de la participación en empresas mineras de la península y el Marruecos español. Fue una renuncia a la soberanía española que superó ampliamente las que hizo la República ante la URSS. El ministro de Asuntos Exteriores de Franco, el conde de Jordana, informó al embajador alemán de «la firme intención de la España nacional de continuar orientándose a Alemania en los planos político y económico una vez finalizada la guerra». Con la frontera francesa cerrada y la disminución de la ayuda soviética a la República, el material alemán obtenido así dio a Franco una ventaja crucial para la ofensiva final.
Los nacionales utilizaron la táctica de concentrar el fuego de la artillería y la aviación en zonas pequeñas previamente elegidas, y lanzar después contra ellas, al asalto, a los batallones de infantería. Incidentalmente, fue en la batalla del Ebro donde el as de la aviación alemana, teniente Werner Mölders, ensayó las tácticas con cazas que más tarde se convertirían en reglamentarias. A mediados de noviembre, con un terrible coste en bajas humanas, los franquistas habían empujado a los republicanos hasta las posiciones de partida que ocupaban en el mes de julio. Los restos del Ejército republicano, bajo el mando de Manuel Tagüeña, abandonaron la orilla derecha del Ebro a altas horas de la noche del 15 de noviembre de 1938, utilizando el puente de hierro de Flix para cruzarlo y volándolo después. Muchos tuvieron que cruzar el río a nado.
Durante 113 días casi doscientos cincuenta mil hombres habían chocado en una zona montañosa de aproximadamente quinientos kilómetros cuadrados. Ambos bandos sufrieron cuantiosas bajas durante la batalla del Ebro, aunque sigue siendo muy difícil conocer el número exacto. Un total aproximado de 13 250 españoles y extranjeros murieron: 6100 (el 47 por ciento) franquistas y 7150 (el 55 por ciento) republicanos. En proporciones parecidas, unos ciento diez mil resultaron heridos o mutilados. La muy fértil Terra Alta se convirtió en un inmenso cementerio; decenas de miles de hombres fueron enterrados a toda prisa, a muchos los dejaron donde habían caído y otros se ahogaron en el río. Todavía hoy es frecuente encontrar restos humanos en la región. La batalla echó a perder la cosecha de trigo y cebada en julio, la de almendras en agosto, la de uva en septiembre y la de aceitunas en noviembre. Al retirarse, los republicanos dejaron muchos muertos y gran cantidad de material precioso. Inmediatamente después de la contienda prisioneros republicanos obligados a trabajar para los Servicios de Recuperación del nuevo régimen recogerían 75 000 toneladas de material de guerra nuevo y bombas sin estallar. Durante años los habitantes de la región se ganarían la vida buscando metralla y chatarra (viure del ferro). Muchos civiles murieron al estallar las bombas que recogían.
La República había perdido su Ejército. El último esfuerzo desesperado había hecho que los nacionales se apuntaran una victoria decisiva. La República nunca se recuperaría y los franquistas pronto penetrarían en Cataluña. Y, así y todo, Vicente Rojo había alcanzado varios de sus objetivos al impedir la ofensiva contra Valencia y tentar a las principales fuerzas franquistas a librar una batalla en un terreno que impidió que su superioridad material y numérica tuviera el efecto esperado. Se habían infligido grandes pérdidas al enemigo, aunque a un precio muy elevado, y se había prolongado la guerra de acuerdo con la esperanza de Negrín de que las democracias tomaran conciencia de las ambiciones agresivas del Eje. Fue Múnich lo que convirtió el Ebro en una derrota rotunda.
En efecto, la República estaba derrotada, aunque se negó simplemente a aceptar el hecho. Madrid y Barcelona se vieron inundadas de refugiados, y la población llegó al límite de la depauperación. Negrín empezó de nuevo a buscar una fórmula que posibilitara un compromiso de paz. Como gesto de buena voluntad, la República propuso la retirada de los voluntarios extranjeros. Fernando de los Ríos, embajador de la República en Estados Unidos, insistió en la propuesta del gobierno: «España, desde el principio, ha estado en favor de la retirada de todos los elementos extranjeros, por dos razones. Primero, porque los elementos extranjeros no deben inferir en un conflicto puramente doméstico. Y segundo, porque estamos seguros de que, en el momento en que esos elementos desaparezcan, el fin de la Guerra Civil estará muy próximo». La propaganda republicana presentaba la guerra cada vez más como un combate patriótico para expulsar de España a los invasores extranjeros. Junto a la liquidación de los últimos residuos de la revolución y la reapertura de las iglesias, todo ello constituía un vano esfuerzo por preparar una posible paz negociada.
El 29 de octubre de 1938 tuvo lugar en Barcelona un desfile para despedir a las Brigadas Internacionales. En presencia de miles de españoles que aplaudían con lágrimas en los ojos, la dirigente comunista Dolores Ibárruri, la Pasionaria, pronunció un discurso emotivo y conmovedor: «¡Camaradas de las Brigadas Internacionales! Razones políticas, razones de Estado, la salud de esa misma causa por la cual vosotros ofrecisteis vuestra sangre con generosidad sin límites, os hacen volver a vuestra patria a unos, a la forzada emigración a otros. Podéis marchar orgullosos. Sois la historia. Sois la leyenda, sois el ejemplo heroico de la solidaridad y de la universalidad de la democracia… No os olvidaremos, y cuando el olivo de la paz florezca, entrelazado con los laureles de la victoria de la República Española, ¡volved! Volved a nuestro lado, que aquí encontraréis patria». Ante la mirada lúgubre del presidente Azaña desfilaron entonces los brigadistas mientras el público echaba flores a su paso.
Es difícil calcular el número exacto de voluntarios. Las cifras varían entre un mínimo de 40 000, a un máximo de 60 000, los cuales vinieron de cincuenta países distintos para luchar contra el fascismo en España. Casi el 20 por ciento de ellos había muerto y la mayoría había sufrido heridas de distinta gravedad. En octubre de 1938 permanecían en España 12 673. Comenzaron el lento viaje de vuelta a sus casas o al exilio, y en muchos casos hacia un destino más aterrador todavía que todo lo que habían sufrido. Muchos cayeron en manos de los nazis cuando ocuparon Francia, y otros, procedentes del este, murieron en las purgas estalinistas, culpados de haber visto la vida en Occidente. Los supervivientes no podrían regresar a España hasta después de la muerte de Franco, treinta y siete años más tarde. Sin embargo, parte de la profecía de Dolores Ibárruri se hizo realidad cuando a finales de 1995, el gobierno socialista de Felipe González otorgó la ciudadanía española a los brigadistas supervivientes.
La marcha de las Brigadas Internacionales no dejaba a la población republicana ninguna duda acerca de la inminencia de la derrota. Solo se mantenía la resistencia bélica por el miedo a la determinación de Franco, difundida por todos los medios, de acabar con el liberalismo, el socialismo y el comunismo en España. El 7 de noviembre Franco dijo al vicepresidente de la United Press, James Miller: «No habrá mediación. No habrá mediación porque los delincuentes y sus víctimas no pueden vivir juntos». Y añadió en tono amenazador: «Tenemos en nuestro archivo más de dos millones de nombres catalogados con las pruebas de sus crímenes». El nuevo embajador alemán, el barón Von Stohrer, escribió a la Wilhelmstrasse el 19 de noviembre de 1938: «Los principales factores que separan todavía a las partes beligerantes son la desconfianza, el miedo y el odio. El primero de ellos afecta en especial a los blancos y el segundo a los rojos, mientras que el odio y el deseo de venganza afectan casi por igual a ambos bandos». Franco tenía ya plenamente experimentada su política de venganza institucionalizada. Los archivos y la documentación política capturados en cada una de las ciudades caídas en poder de los nacionales se guardaban en Salamanca. Cuidadosamente revisados, proporcionaron un inmenso índice de fichas de los miembros de partidos políticos, sindicatos y logias masónicas. Apenas puede sorprender en tales circunstancias que la zona republicana se mantuviera en pie de guerra, por temor a las represalias franquistas.
El 23 de diciembre de 1938, Franco puso en marcha su ofensiva final. Disponía de nuevo equipo alemán y de tropas suficientes para poderse permitir relevarlas cada dos días. Los abatidos republicanos solo pudieron oponer una débil resistencia. A principios de 1939 Barcelona era una ciudad llena a rebosar de decenas de miles de refugiados hambrientos procedentes de toda España. Poco duró su respiro de la implacable persecución por parte de las tropas del general Franco. El gobierno republicano, que se había trasladado de Valencia a Barcelona en octubre de 1938, siguió su camino hacia el norte y se instaló en Gerona el 25 de enero de 1939. Al día siguiente los rebeldes entraban en la exhausta capital de Cataluña. Las calles estaban desiertas. El siempre desagradable Luis Bolín comentó: «El hedor era espantoso. Las calles, sin barrer durante años, estaban cubiertas de hojas marchitas y de basura, parte de la suciedad acumulada que los rojos iban pasando a cada ciudad que ocupaban… El polvo del Ritz, el mejor hotel de la ciudad, tenía varios dedos de espesor». Mientras Bolín iba organizando unas mujeres de limpieza, cerca de medio millón de refugiados marchaba penosamente hacia el norte.
Cuando el 23 de enero se recibió la noticia de que los nacionales habían llegado al río Llobregat, unos cuantos kilómetros al sur de la ciudad, empezó un éxodo colosal. Centenares de miles de mujeres, niños y ancianos aterrorizados y de soldados vencidos emprendieron el camino de Francia. Bajo un frío atroz, soportando aguanieve y nieve, por carreteras bombardeadas y ametralladas por aviones nacionales, muchas personas andaban envueltas en mantas y aferrando unas cuantas pertenencias, algunas niños de pecho. Hubo mujeres que dieron a luz junto a la carretera. Hubo recién nacidos que murieron de frío y niños que perecieron pisoteados. Los que podían se apretujaban en todos los tipos de transporte imaginables. A partir del 28 de enero el gobierno francés permitió de mala gana que los primeros refugiados cruzasen la frontera. La retirada de la desdichada masa humana que avanzaba lentamente hacia el norte fue cubierta por el heroísmo desesperado de los restos del Ejército republicano.
Lo que quedaba de las Cortes republicanas celebró su última reunión en Figueras, cerca de la frontera francesa. El domingo 6 de febrero, pese a que Negrín intentaba aún convencerle de que volviera a Madrid, el presidente de la República, Manuel Azaña, optó por el exilio. Las circunstancias de su marcha, descritas unos meses más tarde en carta a su amigo Ángel Ossorio, simbolizaban la situación de la República. Partió al alba, con el presidente de las Cortes Diego Martínez Barrio, en un pequeño convoy de coches policiales. El coche de Martínez Barrio se averió y Negrín, que les acompañaba, intentó apartarlo a empujones del camino. El presidente hubo de cruzar la frontera a pie. Tres días más tarde le seguían el primer ministro Negrín y el general Rojo. Miaja quedaba al mando del resto de las fuerzas republicanas. A finales de febrero Azaña dimitió, y su sucesor designado constitucionalmente, Diego Martínez Barrio, se negó a regresar a España. Como Gran Bretaña y Francia habían anunciado ya el reconocimiento del gobierno de Franco, la República quedó presa en un atolladero desde el punto de vista constitucional: ni siquiera estaba clara la legalidad del gobierno Negrín.
Sin embargo, una amplia zona que representaba aproximadamente el 30 por ciento del territorio español seguía todavía en manos de la República. Se había asignado el mando global de esa zona central al general Miaja, aunque residía la mayor parte del tiempo en Valencia. Negrín y Álvarez del Vayo viajaron por vía aérea de Francia a Alicante el día 9 de febrero. Negrín alimentaba todavía la vana esperanza de resistir hasta el estallido de una guerra europea que obligara a las democracias occidentales a comprender que la República había estado durante toda la guerra española librando su misma lucha. Aunque la resistencia militar era ya imposible, los comunistas estaban decididos a proseguirla hasta el amargo final con objeto de capitalizar políticamente la «deserción» de sus rivales. En cambio, los republicanos no comunistas deseaban una paz en los mejores términos que pudieran negociarse. Sus esperanzas tenían muy poco sentido a la luz de la Ley de Responsabilidades publicada por Franco el 13 de febrero, en la que se condenaba a los seguidores de la República de un crimen, el de rebelión militar, que en el confuso mundo moral de Franco significaba oponerse a su golpe militar. Con independencia de la convicción de Negrín de las posibilidades de salvación de la República en el caso de que estallara una guerra europea, no parecía quedar más opción que seguir luchando. Regresó a España y convocó a los mandos militares para exhortarles a continuar la resistencia. Solo los comunistas le apoyaron.
El 4 de marzo, el ascético coronel Segismundo Casado, comandante del Ejército republicano del Centro y sustituto efectivo de Miaja, decidió por su cuenta poner fin a lo que veía cada vez más como una carnicería sin sentido. Junto a los desilusionados líderes anarquistas y al distinguido catedrático de lógica y socialista Julián Besteiro, Casado formó una Junta de Defensa Nacional anti-Negrín, con la esperanza de que sus contactos con Burgos facilitarían la negociación con Franco. Tal vez confiaba también en que si protagonizaba un levantamiento militar «para salvar a España del comunismo», de algún modo Franco le trataría con mayor benevolencia. Se ha sugerido que Casado era un agente de los británicos. Es poco probable, pero ciertamente estaba en contacto con representantes británicos en Madrid, que probablemente le animaron en sus esfuerzos por poner fin a la guerra. Casado era un hombre sin ambiciones personales y un militar capaz, que actuó motivado por el disgusto que le producía oír hablar a Negrín y a los comunistas de resistir hasta el final, mientras al mismo tiempo hacían gestiones para sacar fondos de España y apalabraban los aviones que debían transportarles al exilio. La revuelta de Casado contra el gobierno republicano fue la chispa que encendió lo que era ya la segunda guerra civil dentro de la Guerra Civil, en la zona republicana.
La acción de Casado recibió un apoyo inesperadamente amplio porque la población ya estaba muy cansada de la guerra. El hambre y la desmoralización habían cundido en la zona central, donde la hostilidad que en los anarquistas y los socialistas despertaban los comunistas y su política de resistencia hasta el fin no hacía más que reflejar el deseo de que la guerra terminase. La contribución de Besteiro tuvo una importancia capital. Besteiro había cultivado esmeradamente su fama de hombre recto, por lo que su participación en la Junta Nacional de Defensa dio a esta una legitimidad que en otro caso no hubiera tenido. La decisión de Casado y Besteiro quitó sentido al derramamiento de sangre y los sacrificios de los tres años anteriores al emular el golpe militar del 18 de julio de 1936 contra un supuesto peligro comunista. Casado pecó de ingenuo al creer que Franco pensaría en la posibilidad de algún armisticio y Besteiro pecó de ignorancia culpable al minimizar la represión que probablemente se desataría en la posguerra. Ya había establecido contacto con la «quinta columna» franquista y, al parecer, se creía capaz de ser la barrera moral entre los vencedores y los vencidos. Al igual que hicieron en toda España muchos hombres menos inteligentes y menos cultos que él, aceptó la afirmación franquista de que todas las personas que no fuesen culpables de delitos comunes no tenían que temer por su vida y su libertad.
Lo sucedido en Madrid despertó ecos en todas partes. El gobernador militar de Valencia, general José Aranguren, se negó a entregar su mando al tosco Enrique Líster. La decisión de Negrín de nombrar al comandante comunista Francisco Galán para hacerse cargo de la base naval de Cartagena desencadenó una rocambolesca serie de acontecimientos. Un grupo de oficiales de artillería, de ideas similares a las de Casado, se rebeló contra Galán. Pronto se sintieron confusos al ver secundada su acción por simpatizantes franquistas, derechistas jubilados y falangistas locales. Los falangistas se apoderaron de la emisora de radio local. Se produjeron refriegas esporádicas entre Galán, los artilleros republicanos anticomunistas y los franquistas. Finalmente, las fuerzas fieles a Negrín restablecieron el control, no sin que las baterías costeras hubieran disparado sobre la flota.
Mientras tanto, en Madrid habían empezado las detenciones de comunistas el 6 de marzo. El general Miaja accedió tardíamente a unirse a la Junta y fue nombrado presidente de la misma. La mayor parte de la dirección del PCE había abandonado ya España. Desde Francia denunciaron a la Junta de Casado en términos virulentos. El 7 de marzo, Luis Barceló, comandante del Cuerpo del Ejército del Centro, decidió emprender una acción más directa. Sus tropas rodearon Madrid, y durante varios días se produjeron violentos combates en la capital de España. El IV Cuerpo, mandado por el anarquista Cipriano Mera, consiguió finalmente una posición ventajosa y el día 10 de marzo se acordó el alto el fuego. Barceló y otros oficiales comunistas fueron arrestados y ejecutados. Con ello finalizó el predominio comunista en la zona central. La relativa facilidad con la que la Junta de Casado estableció su control de la situación revela lo absurdo de las acusaciones de que la República estaba en las garras soviéticas. Mientras tanto, Casado intentaba negociar una capitulación con Franco. Como era de esperar, el Caudillo solo estaba interesado en oír hablar de rendición incondicional. Su determinación de no llegar a ningún tipo de compromiso se reflejó después de la guerra en los campos de trabajo, en los 500 000 presos y en las 150 000 muertes sobre las que edificó su dictadura. Casado y todos los miembros de la Junta de Defensa excepto Besteiro marcharon al exilio. Besteiro se quedó en Madrid creyendo que podría ayudar a otros a escapar, pero alegremente inconsciente de que la acción de Casado había saboteado de forma grave toda posibilidad de organizar como era debido la evacuación de quienes corrían peligro. Acusado de «rebelión militar», sería sometido a un consejo de guerra por parte de generales rebeldes y condenado a treinta años de cárcel, donde moriría.
Al quedar brutalmente en evidencia la bancarrota de los planes de Casado, en todo el frente las tropas republicanas empezaron a rendirse o sencillamente a marchar de vuelta a sus casas, aunque algunos se refugiaron en las montañas y organizaron allí una resistencia guerrillera que duraría hasta el año 1951. El 26 de marzo Franco inició un gigantesco avance en un amplísimo frente sin encontrar virtualmente oposición. Los nacionales entraron en un Madrid silencioso y aterrado el 27 de marzo. Luis Bolín se mostró tan despectivo como en Barcelona hacia las personas desconcertadas y pobremente vestidas que recibieron a los vencedores, así como hacia el hecho de que la ciudad «oliera horrible y estuviera sucia». El 31 de marzo de 1939, toda España estaba en poder de los nacionales. El parte final emitido desde el cuartel general de Franco, el día 1 de abril, decía: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, nuestras tropas victoriosas han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Franco tuvo la satisfacción de recibir un telegrama del Papa agradeciéndole el inmenso gozo que le había producido la «victoria católica» de España. Era una victoria que había costado más de medio millón de vidas y que iba a costar más todavía. Los republicanos que consiguieron apoderarse de algún medio de transporte se precipitaron hacia los puertos mediterráneos. Después de esperar en vano su evacuación en el puerto de Alicante, algunos se suicidaron para evitar caer en manos de la Falange. Quienes consiguieron pasar la frontera francesa se vieron sujetos a toda clase de humillaciones y, finalmente, hacinados en campos de concentración. Las mujeres, los niños y los ancianos fueron conducidos a campos temporales para prisioneros. A los soldados los desarmaron y llevaron a campos insalubres que se habían improvisado apresuradamente en la costa marcando con alambradas de púas secciones de la playa. Bajo la mirada inexpresiva de guardianes senegaleses, improvisaron refugios excavando la arena húmeda.
Gustav Regler, un comisario comunista alemán que había luchado con las Brigadas Internacionales, estaba en la frontera buscando a algunos de sus hombres. Más tarde describió así las degradantes escenas que presenció:
Aquella tarde llegaron las tropas republicanas. Fueron recibidos como si se tratara de vagabundos… Se preguntó a los españoles qué llevaban en los macutos y las bolsas de mano, y contestaron que al rendirse habían tenido que entregar los fusiles y todas las armas que poseían. Pero los franceses señalaron desdeñosamente los macutos y pidieron que los abriesen. Los españoles no entendían. Hasta el último momento persistían en el trágico error de creer en la solidaridad internacional… El camino polvoriento que pisaban aquellos hombres desarmados no era únicamente la frontera entre dos países, era un abismo abierto entre dos mundos. Ante los ojos del Prefecto y de los generales, los hombres de la Garde Mobile tomaron las bolsas y mochilas que contenían los efectos personales de los españoles, y las vaciaron en una zanja rellena de cal viva. Nunca he visto tanta rabia e impotencia como las que reflejaron los ojos de aquellos españoles. Estaban rígidos como si se hubieran vuelto de piedra; no entendían lo que ocurría.