VIII
La política en la retaguardia republicana:
Revolución y terror en la ciudad del Diablo.
Los republicanos padecieron numerosos problemas virtualmente desconocidos en la zona nacional. Nunca pudieron disfrutar de nada parecido a la unidad de propósitos existente en Salamanca. Las rivalidades políticas en la zona leal eran posibles precisamente porque la República continuó siendo una democracia, incluso durante la guerra. Estas rivalidades se vieron exacerbadas por una cuestión con la que estaban íntimamente relacionadas, a saber: la ayuda extranjera y la dependencia respecto de la Unión Soviética. Otro grave problema que afligió a la República, en contraste con el bando franquista, fue la dudosa lealtad de su personal militar. Las estimaciones acerca del número de oficiales del Ejército que se mantuvieron leales varían. A lo largo de los años setenta, los historiadores militares franquistas insistieron mucho en el hecho de que no se rebeló «el Ejército» en bloque. Y ciertamente, ha podido establecerse ahora que se rebelaron menos generales de los que se creyó en su momento. Alrededor del 70 por ciento de los generales y poco más de la mitad de los coroneles se mantuvieron ostensiblemente leales a la República. Sin embargo, el fiel de la balanza en el terreno estrictamente militar sigue inclinándose de forma decisiva del lado nacional. Además del control total de la mejor unidad operacional, el Ejército de África, los rebeldes contaban con una clara mayoría de mandos tácticos, comandantes, capitanes y tenientes, así como de un número suficiente de generales para mandarlos.
Aún tuvo mayor importancia el hecho de que los oficiales que se unieron al bando nacional eran personas convencidas de la causa por la que luchaban, y por tanto se les pudo incorporar de forma inmediata a sus destinos. No ocurría lo mismo con quienes se alinearon con la República. Se desconfiaba de ellos por el simple hecho de que muchos de sus hermanos de armas estaban en el bando rebelde. Por tanto, se temía que su lealtad a la República se basara únicamente en la casualidad determinada por el punto de la geografía española en el que se encontraban el 18 de julio. El doble juego practicado por Queipo de Llano en Sevilla, por Aranda en Oviedo y por los oficiales que tomaron Vigo y La Coruña, no contribuyó a reforzar la idea de que los oficiales del Ejército fueran honorables ni dignos de confianza. En el transcurso de la guerra se dieron en la zona republicana numerosos casos de traición, sabotaje, incompetencia deliberada y deserción. Hubo oficiales de artillería que hicieron que sus baterías fallaran los objetivos asignados, o desviaban «accidentalmente» los obuses sobre sus propias tropas republicanas. Otros cruzaron las líneas a la primera oportunidad, al frente de sus unidades, llevándose consigo los planes de batalla republicanos. Por todo ello, es plenamente comprensible el recelo con el que las fuerzas izquierdistas miraban a los militares de carrera. Incluso oficiales competentes y leales fueron utilizados a menudo muy por debajo de su capacidad real. Bajo la dirección de un fanático comunista, el comandante Eleuterio Díaz Tendero, se creó un comité con el fin de clasificar a los oficiales en facciosos (rebeldes), indiferentes o republicanos. De sus trabajos surgió el núcleo de lo que iba a ser el Ejército Popular.
Del mismo modo que el alzamiento militar había privado a la República de un porcentaje significativo de sus fuerzas armadas, también dejó al régimen desprovisto de las fuerzas del orden público. A corto plazo, la falta de unidades militares pudo suplirse de forma espontánea, aunque inadecuada, por medio de unidades de milicianos carentes de instrucción militar. Pero el problema de la Guardia Civil y de la Policía Armada, conocida como Guardia de Asalto, no pudo resolverse con la misma facilidad. En las ciudades en que ambas instituciones se mantuvieron leales, como Barcelona y Málaga, la República pudo sofocar la rebelión. Sin embargo, en general, las simpatías de ambos cuerpos se decantaron por los sublevados, e incluso donde no sucedió así, las viejas fuerzas del orden fueron víctimas de una desconfianza tan patente como comprensible. El entusiasmo revolucionario que llevó a muchos trabajadores al frente no sirvió para que se ofrecieran como policías voluntarios. A resultas de todo ello, en los dos primeros meses de la guerra se produjo una quiebra del orden público en la zona republicana.
Las autoridades republicanas se esforzaron al máximo por controlar a los elementos «incontrolados». Un ejemplo típico de la respuesta oficial fueron unas palabras que Prieto pronunció por radio. Aunque no ocupaba ningún puesto oficial, Prieto era en realidad quien presidía el gobierno entre bastidores, aunque aparentemente sirvió solo en calidad de consejero del gabinete de Giral del 20 de julio al 4 de septiembre. Desde un espacioso despacho en el Ministerio de la Marina trabajó sin descanso para imponer orden y dirección al caos del gobierno. El 8 de agosto de 1936 declaró: «Por muy fidedignas que sean las terribles y trágicas versiones de lo que ha ocurrido y está ocurriendo en tierras dominadas por nuestros enemigos, aunque día a día nos lleguen agrupados, en montón, los nombres de camaradas, de amigos queridos, en quienes la adscripción a una idea bastó como condena para sufrir una muerte alevosa, no imitéis esa conducta, os lo ruego, os lo suplico. Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa… ¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral; superadlos en vuestra generosidad. Yo no os pido, conste, que perdáis vigor en la lucha, ardor en la pelea. Pido pechos duros para el combate, duros, de acero, como se denominan algunas de las milicias valientes —pechos de acero— pero corazones sensibles, capaces de estremecerse ante el dolor humano y de ser albergue de la piedad, tierno sentimiento, sin el cual parece que se pierde lo más esencial de la grandeza humana».
Julián Zugazagoitia, director del diario El Socialista y partidario leal de Indalecio Prieto, el líder socialista moderado, escribió que «el poder del Estado residía en la calle». Zugazagoitia, a quien Azaña calificó de «vasco taciturno», utilizó su posición para hacer campaña a favor de la disciplina en la retaguardia y el respeto a la vida del adversario en el campo de batalla. Característico del tono ético que adoptó el periódico fue el artículo de fondo titulado «La ley moral de la guerra» que publicó el 3 de octubre de 1936 y que decía: «La vida del adversario que se rinde es inatacable; ningún combatiente puede disponer libremente de ella. ¿Que no es la conducta de los insurrectos? Nada importa. La nuestra necesita serlo».
Sin embargo, durante un breve período reinó en toda la zona el terror, dirigido principalmente contra el clero y los afiliados a los partidos de la derecha. Facilitó esta situación la desaparición del cuerpo de policía y la judicatura, junto con el hecho de que las multitudes revolucionarias habían abierto las cárceles y puesto en libertad a los delincuentes comunes. Por consiguiente, detrás de una retórica de justicia revolucionaria, se perpetraron actos violentos de todo tipo. Parte de la violencia fue sin duda expresión de la indignación popular ante el hecho mismo del golpe militar y su intento de destruir los avances que había hecho la República. Hubo actos de venganza dirigidos contra sectores de la sociedad en cuyo nombre actuaban los militares. Así, el odio a un sistema social opresivo encontró expresión en el asesinato o la humillación de los párrocos que lo justificaban, los guardias civiles y los policías que lo defendían, los ricos que disfrutaban de él y los patronos y agentes de los terratenientes que lo ponían en práctica. En algunos casos los actos tuvieron una dimensión revolucionaria: la quema de registros de la propiedad y del catastro. Pero también hubo crímenes, asesinatos, violaciones, robos y ajustes de cuentas personales. Los tribunales de justicia fueron sustituidos por tribunales revolucionarios creados por partidos políticos y sindicatos.
En opinión del anarquista Juan García Oliver, que iba a ocupar el cargo de ministro de Justicia en noviembre de 1936, la acción estaba justificada: «Todo el mundo creó su propia justicia y la administró por sí mismo. Algunos lo llamaron “secuestrar a una persona y darle un paseo”, pero yo mantengo que se trataba de justicia administrada directamente por el pueblo, ante la total ausencia de cuerpos judiciales regulares». Menos organizados incluso que esos «tribunales» fueron los actos incontrolados de represalia y de venganza por agravios anteriores reales o imaginados. Los «paseos» en coche a medianoche a manos de las patrullas de milicianos o de grupos de saqueadores que actuaban por su cuenta dejaban un horrible saldo de cadáveres que aparecían al amanecer esparcidos en las cunetas de las carreteras. El gobierno tomó medidas para poner fin a esa «justicia» irregular. Bajo la presidencia de José Giral, después de la matanza de la cárcel Modelo de Madrid el 23 de agosto de 1936, se promovió la creación de tribunales populares con el fin de moderar los excesos revolucionarios. Pero en las primeras semanas de la guerra la medida surtió solo efectos muy limitados.
Era imposible mantener bajo control la marea de sentimientos antiderechistas largo tiempo reprimidos, una vez desaparecidos los frenos que la contenían. Iglesias y conventos de la zona republicana fueron saqueados e incendiados. Muchos se destinaron a usos profanos como prisiones, garajes o almacenes. Los actos de profanación —la destrucción de obras de arte o el empleo de vestiduras sacras en sátiras de ceremonias religiosas— solían ser simbólicos y a menudo teatrales. El estudio más fiable de la persecución religiosa durante la Guerra Civil, obra del padre Antonio Montero, señala que fueron asesinados o ejecutados 6832 miembros del clero y órdenes religiosas. Otros muchos huyeron al extranjero. El odio popular contra la Iglesia se debió tanto a su tradicional asociación con la derecha como con la legitimación abierta de la rebelión militar por parte de la jerarquía eclesiástica. En el curso de la guerra fueron asesinados, además, en la zona republicana, casi cincuenta mil civiles. Es difícil encontrar una explicación simple a esa matanza. Algunos, como los muertos de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, fueron víctimas de decisiones basadas en la evaluación del peligro potencial que representaban para la causa republicana. Otros fueron ejecutados como quintacolumnistas reconocidos. Otros fueron víctimas de las masivas explosiones de ira que se producían cuando llegaban noticias de la represión salvaje que tenía lugar simultáneamente en la zona nacional, y en especial de las atrocidades cometidas en el sur por los moros de Franco. Los bombardeos aéreos de ciudades republicanas fueron otro detonante de la furia popular.
Fueran cuales fuesen sus razones, la violencia perjudicó gravemente la reputación de la República en el extranjero y sus esfuerzos por obtener apoyo internacional. Curiosamente, las atrocidades cometidas en su zona no disminuyeron el prestigio de los nacionales ni siquiera en los círculos de los gobiernos británico y francés, y mucho menos en Berlín o Roma. Los asesinatos extrajudiciales horrorizaron a republicanos y socialistas como Azaña, Prieto y Negrín, para los cuales la legitimidad de la República eran sus normas democráticas y su defensa del imperio de la ley. Al enterarse de lo que estaba sucediendo en la cárcel Modelo en agosto, Negrín se dirigió allí en coche para tratar de detener la matanza. Llegó demasiado tarde, pero, indignado y frustrado, su furiosa diatriba contra los perpetradores estuvo a punto de costarle la vida. A partir de entonces, en Madrid y más tarde en Valencia, saldría de noche, desarmado y sin escolta, y plantaría cara a grupos de milicianos que estaban practicando detenciones ilegales.
Incluso en la sitiada Madrid, las autoridades hicieron esfuerzos por contener la rabia popular. El 14 de noviembre el Estado Mayor utilizó la prensa y la radio para ordenar que se tratara bien a los aviadores enemigos que hicieran un aterrizaje forzoso o se lanzaran en paracaídas. «Comprendemos muy bien el sentimiento de ira y de furia que se apodera de los milicianos al ver a los fascistas destructores de nuestras casas. Pero principios de orden militar nos obligan a exigir de todas las unidades una actitud correcta respecto a los aviadores prisioneros. El piloto que salta en paracaídas, queda fuera de combate y, al mismo tiempo, es de gran valor la información que de él se puede obtener. El mando espera que no serán las medidas de castigo, sino la conciencia de los combatientes republicanos, lo que hará cumplir esta orden».
El 14 de noviembre, después de un combate aéreo en los cielos de Madrid, un caza republicano aterrizó detrás de las líneas nacionales. El piloto fue capturado y despedazado. Al día siguiente el cadáver desmembrado fue envuelto cuidadosamente y metido en una caja de madera que luego se lanzó en paracaídas en el centro de Madrid con una etiqueta que decía «Para la Junta de Defensa».
La tardanza en imponer de nuevo el orden público y organizar el esfuerzo bélico fue una consecuencia directa de la confusa relación entre las instituciones del Estado y un poder que había pasado a manos del pueblo. La ambigüedad era especialmente grave en Barcelona, y el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, líder de Esquerra Republicana de Catalunya, partido republicano burgués, lo reconoció así abiertamente. El 20 de julio de 1936, inmediatamente después de la derrota del alzamiento en Cataluña, recibió la visita de una delegación de la CNT formada por Buenaventura Durruti, Ricardo Sanz y Juan García Oliver. Con asombrosa sinceridad, no exenta de cierta astucia, les dijo: «Hoy sois los dueños de la ciudad y de Cataluña… La habéis conquistado y todo está en vuestro poder; si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo enseguida. Si, en cambio, creéis que en mi puesto, con los hombres de mi partido, mi nombre y mi prestigio, puedo ser útil en la lucha…, podéis contar conmigo y con mi lealtad como hombre y como político». La delegación anarquista, cogida por sorpresa, pidió a Companys que siguiera en su puesto. Éste les convenció después de que se unieran a los partidos del Frente Popular, al que la CNT no pertenecía oficialmente, y crearan un Comité de Milicias Antifascistas, a fin de organizar tanto la revolución social como la defensa militar de la República.
Después de largos debates, la dirección de la CNT se mostró de acuerdo con la decisión espontánea de Durruti, Sanz y García Oliver. La contradicción dentro de la Confederación entre una ideología apolítica y antiestatista y las actividades sindicales cotidianas dio como consecuencia que los anarcosindicalistas no estuvieran preparados para improvisar las instituciones necesarias para llevar adelante la organización simultánea de una revolución y una guerra. El Comité de Milicias Antifascistas representaba para ellos una solución ideal. Parecía que los trabajadores controlaban así todo el poder, pero la CNT accedió a que el Comité Central de Milicias Antifascistas fuera sencillamente un subcomité de la Generalitat. Sin embargo, Companys había conseguido garantizar en la práctica la continuidad de un poder estatal, por más que de momento quedase situado en un segundo plano. La presencia en el Comité tanto de su partido republicano liberal, Esquerra Republicana de Catalunya, como del partido de los comunistas catalanes, el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), fortalecía esa continuidad, porque el PSUC compartía con Companys y la Esquerra la idea de que era preciso frenar la revolución. Companys había inducido a la CNT a aceptar responsabilidades sin participar en un poder institucionalizado. Los anarquistas no sospecharon que su autoridad efectiva en las calles podía tener una vida efímera. A finales de septiembre la CNT ya se había mostrado de acuerdo con la disolución del Comité de Milicias Antifascistas y su propia participación directa en la Generalitat.
En Madrid, los sindicatos dominaban el gobierno a través de su control del transporte y las comunicaciones pero, en definitiva, el aparato del Estado sobrevivió, pese a las apariencias de una conquista revolucionaria del poder. En las pequeñas ciudades y en los pueblos se crearon comités del Frente Popular y comités de seguridad pública. En un ambiente frenético de entusiasmo revolucionario, la cuestión del poder del Estado parecía carecer de importancia. Camiones cargados de sindicalistas partían hacia el frente acompañados por carros blindados construidos de forma improvisada y a toda prisa. Los hoteles de lujo de Madrid y Barcelona fueron convertidos en puestos de mando, y sus comedores, en cantinas de las milicias. Los símbolos de la respetabilidad de las clases medias desaparecieron de la noche a la mañana: los sombreros, las corbatas, la propina en los restaurantes, el cortés tratamiento de «usted» al dirigirse a otra persona, todo era cosa del pasado. En Barcelona se cerraron los burdeles y los cabarets. Durante dos meses, los sindicatos lo controlaron todo. En su euforia estaban convencidos de que la incautación de los medios de producción era la revolución. Sin embargo, los progresos del Ejército de África al mando de Franco, y del Ejército del Norte de Mola, subrayaban, inevitablemente, la necesidad de la coordinación militar y económica. A finales de septiembre, el Comité de las Milicias fue disuelto y la CNT entró en el gobierno de la Generalitat junto al PSUC y la Esquerra.
La convivencia de las instituciones tradicionales del Estado con los comités revolucionarios formados espontáneamente por los trabajadores era el síntoma más evidente de la dificultad principal que arrastraba la República, surgida de las ambiciones contradictorias de los diferentes grupos que componían el Frente Popular. En definitiva, el dilema se planteaba en los términos de elegir entre dar prioridad a la guerra o a la revolución. El Partido Comunista, el ala derecha del Partido Socialista y los partidos republicanos burgueses mantenían que era necesario ganar primero la guerra, para dar a la revolución la posibilidad de triunfar después. Salvo en el caso del ala prietista del PSOE, este argumento no era enteramente desinteresado. Para los anarcosindicalistas de la CNT, el más o menos trotskista POUM y el ala izquierda del PSOE, la revolución proletaria misma constituía la condición previa esencial para la victoria sobre el fascismo. El punto de vista revolucionario queda vívidamente resumido en el aforismo: «El pueblo en armas ganó la revolución; el Ejército Popular perdió la guerra». Con todo, ni las victorias populares sobre los insurrectos en Barcelona y Madrid en los primeros días de la guerra, ni la derrota definitiva del Ejército Popular organizado por los comunistas, hacen inclinar la balanza a favor de uno u otro argumento. Después de todo, la República perdió mucho más territorio en los primeros diez meses de la guerra, antes de que los comunistas impusieran finalmente su hegemonía, que en los 23 meses siguientes, en los que asumieron la dirección de la guerra.
Después de 1939, los republicanos españoles se enzarzaron en amargas polémicas acerca de la responsabilidad de la derrota. Los comunistas y sus aliados mantenían la posición de que la Guerra Civil había sido un combate entre el fascismo, por un lado, y una República popular, democrática y antifascista, por otro. Desde este punto de vista, los movimientos revolucionarios populares constituían un obstáculo. No solo estorbaban la tarea central de crear un ejército eficiente para ganar la guerra, sino que, además, amenazaban con enfrentar a la República con una alianza de las democracias conservadoras de Occidente y las potencias del Eje. La posición contraria queda perfectamente expresada en las palabras del anarquista italiano Camilo Berneri, asesinado en Barcelona en mayo de 1937 en circunstancias misteriosas. Podría haber sido víctima de agentes soviéticos o de la policía secreta italiana, la OVRA. Escribió: «El dilema guerra o revolución no tiene sentido. El único dilema es, o bien victoria sobre Franco mediante una guerra revolucionaria, o derrota». En otras palabras, únicamente una revolución proletaria a gran escala podía destruir el capitalismo que había engendrado al fascismo. La misma idea debió atormentar las mentes de las autoridades republicanas que dudaban en armar a los trabajadores el 18 de julio. Temían, con razón, que si armaban a los trabajadores para vencer a los militares sublevados, podían desencadenar la revolución proletaria.
Ambas posiciones, diametralmente opuestas, se basan en una visión parcial de la guerra. Al denunciar a los revolucionarios como saboteadores y enemigos objetivos de la causa popular, los comunistas ignoran el hecho de que el arma principal, y prácticamente única, que poseía la República era el entusiasmo popular. Esa arma se destruyó cuando se desmantelaron las estructuras revolucionarias con métodos despiadados. Por su parte, la posición revolucionaria tiende a ignorar la situación internacional y la magnitud del poderío militar convencional al que se enfrentaba la República. Es improbable que la Gran Bretaña de Chamberlain, e incluso la Francia dividida de Blum, asistieran como observadores impertérritos a la construcción de una sociedad auténticamente revolucionaria en el confín del Mediterráneo. El argumento comunista implica que el resultado final de la Guerra Civil era inevitable. El argumento revolucionario elude esa trampa pero solo para caer en otra al mantener contra toda probabilidad que «si se hubiera desencadenado la guerra revolucionaria, Franco habría sido derrotado».
En 1969, Noam Chomsky reavivó el debate al intentar establecer un paralelismo entre la guerra de España y los movimientos de liberación popular activos en ese momento en el Sudeste asiático. El trabajo de Chomsky aportó valiosas consideraciones sobre la potencia del entusiasmo popular revolucionario. Sin embargo, sus analogías fallaron; ni Largo Caballero ni tan siquiera Durruti eran Ho Chi Minh, y lo que es más importante aún, no existía ninguna ruta de Ho Chi Minh que serpentease a través de los Pirineos hasta el territorio de un aliado fuerte. El atractivo de los argumentos de Chomsky es triple. En primer lugar, a las personas que simpatizan con la lucha del pueblo contra los elementos más reaccionarios de la sociedad española y sus aliados fascistas de otros países, la destrucción de la revolución popular por parte de los comunistas les parece un desperdicio. Al mismo tiempo, muchos historiadores conservadores se han dado la satisfacción de condenar las atrocidades de los comunistas en España contra grupos revolucionarios por los que, en otras circunstancias, no habrían mostrado la menor simpatía. Finalmente, como la posición comunista de dar primacía a la guerra sobre la revolución fue la que en definitiva se llevó a cabo, y fracasó, resulta cómodo defender el argumento contrario de que, de no haber sido por los comunistas, la República habría ganado la Guerra Civil, pese a que no hay ningún argumento serio que abone esa tesis. Contra todo ello sigue en pie la indiscutible afirmación de los comunistas, los burgueses republicanos y los socialistas moderados de que, una vez que el alzamiento había crecido hasta alcanzar las proporciones de una guerra civil, la primera prioridad para la República era ganar esa guerra.
De todos modos, era imposible ignorar sencillamente los acontecimientos revolucionarios que se desarrollaron en los primeros días de la guerra. Sus implicaciones fueron profundas, tanto en relación con la actitud de las masas hacia el esfuerzo bélico de la República como con el contexto internacional en el que esa República tenía que desempeñar su función. En toda España se habían librado varias guerras de clases antes de julio de 1936. En la zona nacional fueron aplastadas por medio de una represión draconiana. No solo fueron aniquiladas las organizaciones obreras con sus militantes; también los votantes de los partidos republicanos burgueses corrieron la misma suerte. Esa brutal solución a los conflictos de clases no fue imitada en la zona republicana; se dieron casos de dueños de fábricas y de terratenientes asesinados y los medios de producción pasaron a manos de los trabajadores urbanos o rurales. De cualquier modo, las contradicciones entre los republicanos burgueses demócratas y los socialistas moderados por una parte, y los grupos proletarios revolucionarios por otra, seguían siendo un problema latente. La derrota de la sublevación a manos de los trabajadores originó una situación de doble poder ejemplificada en la reunión de Companys con los dirigentes de la CNT. El gobierno republicano de Madrid y la Generalitat de Cataluña regían en teoría el país, pero la autoridad efectiva había pasado, aunque por muy breve tiempo, a manos de los trabajadores anarcosindicalistas en Barcelona, y de la UGT en Madrid.
La decisión de la delegación de la CNT de mantener a Companys en su puesto significaba la aceptación tácita de que la revolución libertaria debería ceder el paso a la tarea más inmediata de derrotar al enemigo común. Sin embargo, inducidas por sus bases, las organizaciones locales de la CNT ignoraron las consignas de su dirección y aseguraron la toma efectiva del poder por las masas revolucionarias. Comenzaron las colectivizaciones de todo tipo en la industria y el comercio, que no se limitaron únicamente a grandes empresas, sino que se extendieron también a pequeños talleres y oficinas. El proceso tuvo tal espectacularidad que impresionó incluso a los comunistas. Uno de ellos, Narciso Julián, un ferroviario que había llegado a Barcelona la noche anterior al alzamiento, dijo al historiador oral británico Ronald Fraser: «Resulta increíble la comprobación en la práctica de lo que uno conoce solo en teoría: el poder y la fuerza de las masas cuando ocupan las calles. De repente se percibe su fuerza creadora; no puede imaginarse con qué rapidez son capaces las masas de organizarse a sí mismas. Las formas que inventan van mucho más allá de todo lo que puedes imaginar, o de lo que has leído en los libros».
Con todo, Barcelona no era representativa del conjunto de la España republicana. La incautación revolucionaria de tierras e industrias revistió diferentes grados según las zonas. Las únicas características comunes fueron el desorden y el caos que marcaron los primeros meses de la guerra en la zona republicana. Por lo demás, muy pocas ciudades experimentaron el mismo fervor revolucionario que agitó a Barcelona. Valencia no vivió ningún cataclismo social comparable al de Barcelona. En Madrid, donde de todas formas había mucha menos industria, el ambiente era más sombrío y se vivía más la guerra que la revolución. En San Sebastián y Bilbao, la vida continuó de forma muy parecida a como era antes del 18 de julio. En la España rural, y sobre todo en las áreas latifundistas y de escasez de cultivos, los campesinos resolvieron rápidamente el problema de la tierra mediante la colectivización. En Andalucía se llegó a una austeridad socializada realmente impresionante. Se abolió la «tiranía de la propiedad» y con ella vicios tales como el consumo de café y de alcohol. En algunos lugares de Aragón sucedió lo mismo, por más que se haya exagerado la espontaneidad y la naturaleza revolucionaria de muchas de las colectivizaciones. En zonas de la Castilla republicana, la pobreza se impuso al individualismo instintivo de los pequeños propietarios; en cambio, los prósperos granjeros de Cataluña, Levante y Asturias mostraron muy escaso entusiasmo.
Las formas de organización y gestión de los colectivos variaban considerablemente. Además, no todos estaban controlados por la CNT. En Levante, por ejemplo, se dieron situaciones en que en un pueblo pequeño existían tres colectivos: uno controlado por la CNT, otro por la UGT y un tercero por republicanos de izquierda. No toda la tierra expropiada fue luego colectivizada; la cantidad de tierra incautada variaba según las regiones. Por ejemplo, un reciente estudio de la profesora Aurora Bosch muestra que, mientras en Jaén se expropió el 65 por ciento de la superficie agraria útil, y el 80 por ciento de esa tierra fue colectivizada, en Valencia solo se expropió el 13,8 por ciento de la superficie, y de ella se entregó a los colectivos únicamente el 31,58 por ciento. En general, en todas las zonas republicanas la colectivización fue más intensa allí donde la CNT tenía más fuerza. Esa norma se cumplió con particular evidencia en Aragón. Las zonas con mayor implantación de UGT estaban situadas en el oeste de la región y habían caído en poder de los sublevados. El PCE era muy débil en Aragón, y los republicanos no disponían de organizaciones locales lo bastante numerosas para poder tomar el mando. Esa situación dejaba el campo libre a la CNT, por más que el único lugar en el que disponía de fuerza real era la provincia de Zaragoza. Los anarcosindicalistas colectivizadores aragoneses se vieron respaldados, además, por la ayuda militar que les prestaron sus compañeros catalanes.
En efecto, el predominio inicial de la CNT en los comités revolucionarios de Aragón fue en buena medida consecuencia de la influencia de los milicianos catalanes. Tras el fracaso del alzamiento militar en el este de Aragón, las columnas de milicianos catalanes de la CNT tuvieron un papel decisivo en la creación del «clima» de revolución social. Según los comunistas, se impuso la revolución a punta de pistola. En la mayor parte de la región, los colectivos, lejos de formarse espontáneamente por iniciativa de los campesinos, se impusieron por la fuerza. Por añadidura, ya fueran auténticamente espontáneos o creados por la fuerza, todos toparon con el problema de cómo llevar a la práctica lo que hasta ese momento era solo una teoría abstracta. En opinión de Juan Zafón, un cenetista catalán que escribiría más tarde un libro sobre sus experiencias como consejero de propaganda en el Consejo Revolucionario de Aragón, «intentábamos poner en práctica un comunismo libertario sobre el que, triste es reconocerlo, ninguno de nosotros sabía una palabra».
El Consejo de Aragón se había establecido a comienzos de octubre de 1936 con el objetivo de llenar el vacío político creado por el alzamiento militar y las colectivizaciones a gran escala. Por ser un feudo de la CNT, desde el primer momento, el Consejo se convirtió en el blanco de la hostilidad de comunistas, socialistas y republicanos. Fue reconocido por parte del gobierno central de Largo Caballero en el mes de diciembre. Ello trajo consigo la creación de consejos municipales, y la inclusión en el Consejo de Representantes de los demás partidos del Frente Popular. El Consejo pronto se vio preso en el dilema de intentar proporcionar una estructura coherente a una serie de cuerpos locales con un alto grado de desorganización, sin por ello interferir en su «espontaneidad». Finalmente, se vio forzado a emprender una centralización económica, abandonando en consecuencia el principio anarquista de gobierno local autónomo. Las cosas llegaron al extremo de que el Consejo de Aragón fue atacado por otras organizaciones del Frente Popular por su intervencionismo, en especial respecto a la fábrica azucarera de Monzón; y en el seno de la propia CNT se le acusó de «actividades contrarrevolucionarias». Y que los comunistas denunciaran al Consejo por imponer una «tiranía de gángsteres».
La misma historia se repitió casi punto por punto en Valencia, donde había muy pocas ideas claras acerca de cómo dirigir los colectivos. Además, los delegados provinciales del Instituto de Reforma Agraria se vieron incapaces de imponer ninguna clase de orden. En consecuencia, se permitió a los colectivos agrícolas valencianos funcionar con independencia y autonomía totales. Esa situación, sumada a la violencia que acompañó a buena parte de las medidas colectivizadoras, tuvo efectos desastrosos en la economía agrícola de la región. La producción del arroz y las naranjas, que constituían una fuente crucial de divisas de la exportación para la República, quedó interrumpida. El caos económico alcanzó tales niveles que incluso los poderes revolucionarios provinciales reconocieron la necesidad de instituir alguna norma unitaria. Pero aunque se constituyó el Consejo de Economía de Valencia, tuvo escaso o ningún efecto. De hecho, los casos de colectivización total y proclamación del comunismo libertario en el País Valenciano fueron en general escasos y efímeros. La guerra no constituía el contexto más idóneo para los experimentos económicos a gran escala. Las colectivizaciones tendían a cortocircuitar la continuidad de la producción y los mecanismos del mercado, precisamente en el momento en que se necesitaban con mayor urgencia medidas de planificación y coordinación.
Como norma general, la colectivización agraria fue aceptada de forma entusiasta por los braceros sin tierra, pero mirada con desconfianza por los pequeños propietarios que veían reducirse el mercado de mano de obra, se sentían amenazados por la competencia de unidades de explotación más amplias y capaces de incrementar sus rendimientos mejorando la productividad y, en definitiva, temían la posibilidad de ser expropiados ellos mismos. A riesgo de simplificar, podría decirse que las zonas rurales de la República fueron escenario de un conflicto potencial entre el proletariado rural agrupado en los colectivos y la clase media de los pequeños propietarios agrarios. De forma semejante, en los núcleos industriales, los pequeños empresarios, que de hecho habían votado mayoritariamente a la República, miraban con recelo el proceso de las colectivizaciones. Los dos grupos en conflicto en el campo y en las ciudades buscaban apoyo en dos autoridades nacionales diferentes: los colectivistas en la CNT y la UGT, los pequeños terratenientes y empresarios en el gobierno republicano. Podía suponerse que se impondría el poder abrumador del proletariado de no haber tenido que hacer una guerra contra Franco, Hitler y Mussolini. Sin embargo, la necesidad de ayuda extranjera y el hecho de que quien la proporcionaba era la Unión Soviética, pronto hizo cambiar la correlación de fuerzas en la zona republicana. El Partido Comunista emergió de la relativa oscuridad en que se encontraba, desde su posición de canal a través del cual circulaba toda la ayuda soviética, hasta convertirse en el árbitro de la política republicana.
La política soviética en España estaba condicionada por la necesidad de Stalin de buscar aliados occidentales contra Hitler. La ayuda soviética debía asegurar que los acontecimientos políticos y sociales de España se detuvieran en el límite de lo que los estadistas franceses y británicos podían considerar tolerable. En otras palabras, debía garantizarse que la República española siguiera siendo un régimen burgués de democracia parlamentaria. En cualquier caso, los comunistas españoles estaban convencidos de que una ley de hierro histórica obligaba a España a pasar por una fase de democracia burguesa en su camino hacia el socialismo. No percibieron que tanto en términos económicos como legales España había vivido ya una revolución burguesa en el siglo XIX, aunque no fuera acompañada por una revolución política democrática. Las consignas soviéticas y los propios análisis erróneos del partido sobre la historia española determinaron así que en los potenciales conflictos de clases que se produjeran en la zona leal a la República, el nuevamente poderoso PCE volcara toda su fuerza en el respaldo a las fuerzas republicanas burguesas. La hostilidad que se desató entonces entre los comunistas y las fuerzas revolucionarias fue amarga y violenta, y debía intensificarse aún más en 1937, por la determinación de los consejeros soviéticos en España de emular los juicios de Moscú y la caza de brujas desencadenada por Stalin contra los trotskistas.
Con todo, hacer hincapié en las divisiones entre las organizaciones de la izquierda podría inducir a error. En el sombrío mundo de la depresión el experimento republicano hizo que muchos españoles y extranjeros concibieran esperanzas de un futuro igualitario. A pesar del inexorable empeoramiento de las circunstancias durante la guerra —escaseces, racionamiento, privaciones de todo tipo—, la idea de que merecía la pena luchar por la República perduró hasta bien entrado 1938. Un cambio importante que simbolizó esto fue la invasión femenina de campos que antes estaban vedados a las mujeres, tales como la política, la economía y la sociedad. La necesidad de movilizar a la sociedad para la guerra total dio a las mujeres de ambas zonas una participación espectacularmente nueva en las funciones tanto del gobierno como de la sociedad. Como en todas las guerras modernas, la violencia correspondía casi exclusivamente a los varones, lo que hizo necesario que las mujeres atendieran a la estructura económica y asistencial. En la zona republicana las mujeres de clase obrera desempeñaron papeles clave en la producción de guerra, como enfermeras, incluso como soldados, trabajadoras agrícolas e industriales en pésimas condiciones de toxicidad, conductoras de autobuses y tranvías en las ciudades, maestras en campañas de alfabetización en el frente, además de seguir preparando la comida y lavando la ropa de los hombres. Las mujeres no solo desempeñaron un papel crucial en la producción industrial, sino que, además, ocuparon puestos importantes en la organización política e incluso en la militar.
Esto no dejaba de tener sus complicaciones. Las mujeres jóvenes y políticamente comprometidas que empuñaron las armas y lucharon en calidad de milicianas combatían con mucho valor cuando se lo permitían. Sin embargo, la mayor parte de sus camaradas masculinos daba por sentado que lo mejor que podían hacer era cocinar y lavar. También estaban sometidas a considerables presiones sexuales y, tanto si sucumbían a ellas como si no, a la creencia de que eran putas. En la retaguardia las mujeres se encargaban de los servicios públicos en los transportes, la asistencia y la sanidad. Esto, sumado al desempeño del papel de principal sostén de la familia, tuvo un efecto dramático en las tradicionales relaciones entre los sexos. Fue efímero y estuvo limitado a la esfera pública. La vida doméstica raramente se democratizó y las mujeres continuaron siendo las principales encargadas de cocinar, limpiar y cuidar a los hijos incluso cuando se ocupaban de organizar los medios necesarios para la guerra.
La euforia revolucionaria duró poco en muchos aspectos. En agosto de 1936 los comunistas trabajaban para que se fijara como objetivo central del esfuerzo bélico la defensa de las instituciones legítimamente elegidas en la República democrática burguesa. Al principio apoyaron al gobierno Giral, lo que acarreó un conflicto con la realidad de la revolución en los campos y en las fábricas. Sin embargo, el PCE pronto gozaría de una ventaja firme por su posición privilegiada en cuanto a la muy esperada ayuda soviética, que podía no materializarse si no se rectificaban determinadas medidas. Así, a finales de agosto, cuando resultó obvio que era necesario reemplazar al gobierno de Giral, la Komintern mandó a los comunistas franceses André Marty y Jacques Duclos con el encargo de persuadir a Largo Caballero de que su preferencia por una Junta revolucionaria con la participación del PSOE-UGT, la CNT-FAI y el PCE era peligrosamente irresponsable. Los rusos opinaban que las potencias occidentales no tolerarían un gobierno obrero en su esfera de influencia. Lejos de tratar de hacerse con el gobierno ellos mismos, lo que querían era que la República mantuviese un gobierno con una base más amplia. Según los diarios de Georgi Dimitrov, el secretario general de la Komintern, una reunión del Politburó celebrada en el Kremlin se mostró de acuerdo con «procurar la transformación del gobierno de Giral en un gobierno de defensa nacional, encabezado por Giral, con una mayoría de republicanos, la participación de socialistas y de dos comunistas, así como de representantes de los catalanes y los vascos». Stalin dio su aprobación por teléfono.
Los comunistas deseaban vivamente que al frente del nuevo gobierno no hubiera un socialista, en particular Largo Caballero. Al informar a Moscú de que no habían podido impedirlo, citaron como atenuante el hecho de que Giral continuaba formando parte del gobierno en calidad de ministro sin cartera. El gobierno que formó Largo Caballero el 4 de septiembre incluyó tanto a los republicanos como a los representantes de los partidos obreros. La fama inmerecida que tenía Largo Caballero de ser el «Lenín español» sirvió de consuelo a los obreros, aunque también confirmó los prejuicios de los diplomáticos de Londres y París. Sin embargo, Azaña y Prieto, que confiaban poco en las aptitudes de Largo Caballero, buscaban en los comunistas la garantía de que la República burguesa se mantendría intacta.
La posición de los comunistas planteaba a los anarquistas un terrible dilema. Si los rebeldes ganaban la guerra, el experimento anarquista habría acabado sin remedio. Para la victoria de la República era esencial la cooperación activa de los anarquistas. El problema radicaba en la forma que debía revestir esa cooperación, y en el precio que debería pagarse en términos de sacrificio de las conquistas de la revolución. Los comunistas no dudaban frente a la participación de la CNT-FAI en el gobierno central, porque su doble objetivo era crear un frente político sólido y así implicar a los anarquistas en la tarea de destruir los poderes revolucionarios autónomos que habían ido surgiendo. Fueron los comunistas quienes, según relata Largo Caballero, «pidieron que se procurara por todos los medios que la CNT estuviera representada en el gobierno, y así lo prometí». Los contactos y presiones sobre la CNT dieron su fruto. El 3 de noviembre de 1936 concluyeron las negociaciones. Al día siguiente, cuatro representantes anarcosindicalistas pasaban a formar parte del gobierno, en el Madrid sitiado. Era inevitable que esa decisión creara tensiones y fricciones en el seno del movimiento anarquista. Incluso para quienes estaban de acuerdo con la participación gubernamental, se trataba de una decisión dolorosa. El ingreso en el gobierno significaba el reconocimiento de que, si la CNT se mantenía al margen, sería mucho más fácil para los comunistas controlar el aparato de toma de decisiones.
Los ministros anarquistas se opusieron de inmediato a la posición del PCE de que era necesario posponer las acciones revolucionarias hasta que la República burguesa se hubiera consolidado frente al ataque fascista. Tardaron en percibir la fuerza de la tácita alianza entre el PCE por una parte y Azaña y Prieto por otra. Ambos esperaban utilizar a los comunistas para controlar a las masas revolucionarias de la UGT y la CNT. El gobierno central inició una política de hostilidad burocrática hacia la industria y la agricultura colectivizadas. Las medidas podían justificarse por la necesidad de integrar la producción en un esfuerzo bélico centralizado; sin embargo, las restricciones de créditos, deliberadamente manipuladas, ocasionaron dificultades serias a muchos colectivos. Al mismo tiempo que cercenaban las conquistas de la revolución popular, los comunistas se atraían a las fuerzas pequeñoburguesas de la sociedad republicana. En efecto, para un amplio sector de las clases medias rurales y urbanas, la posición de los comunistas representó un inmenso alivio. Profundamente inquietos por la marcha de las colectivizaciones, se sentían desesperados por la aparente incapacidad de sus propios dirigentes republicanos para controlar la marcha de los acontecimientos. Los comunistas maniobraron conscientemente para atraerse el apoyo de los pequeños propietarios amenazados, y emprendieron una campaña de proselitismo entre oficiales del Ejército, funcionarios estatales, profesionales y pequeños terratenientes y empresarios.
En los locales y despachos del PCE había letreros que decían RESPETAD LA PROPIEDAD DEL PEQUEÑO PROPIETARIO y RESPETA LA PROPIEDAD DEL PEQUEÑO INDUSTRIAL. Vicente Uribe, el ministro comunista de Agricultura en el gobierno de Largo Caballero, legalizó la expropiación de tierras pertenecientes a franquistas, pero no la de otras tierras colectivizadas, muchas de las cuales fueron devueltas a sus dueños. Declaró: «La propiedad del pequeño campesino es sagrada y quienes atacan o intentan atacar esa propiedad deben ser considerados enemigos del régimen». Todo ello formaba parte de una política dirigida a desmantelar la revolución. Stalin escribió a Largo Caballero el 21 de diciembre de 1936:
La pequeña y media burguesía urbana debe ser atraída del lado del gobierno… No hay que rechazar a los dirigentes del Partido Republicano; por el contrario, debe persuadírseles y estimulárseles a que se entreguen al trabajo codo a codo con el gobierno… Es necesario hacerlo así para impedir que los enemigos de España la presenten como una República comunista y, por consiguiente, para evitar su intervención abierta, que representa el mayor peligro para la República española.
La política cautelosa recomendada por Stalin y puesta en práctica por el gobierno de Largo Caballero se basaba en un análisis realista de la actitud de las grandes potencias. Por desgracia, como los cinco años de existencia de la República habían hecho perder a la clase obrera cualquier ilusión que pudiera alimentar sobre la capacidad de la democracia burguesa para emprender reformas profundas, esa política afectó de un modo fulminante a la moral de los trabajadores de la zona republicana.
De forma similar, la disolución, el 30 de septiembre de 1936, de las milicias revolucionarias formadas espontáneamente, y su sustitución por unidades regulares del Ejército, disminuyó el impulso revolucionario de las masas. Con todo, se trataba de una exigencia elemental desde el punto de vista militar, habida cuenta de la serie ininterrumpida de derrotas sufridas a manos del Ejército de África en los primeros meses de la guerra. Solo desde una perspectiva romántica puede considerarse un paso atrás la creación del Ejército Popular. De hecho, es difícil negar los éxitos militares alcanzados por los comunistas españoles que, asesorados por los delegados de la Komintern y por los consejeros militares soviéticos, fueron los primeros en percibir que si la República quería evitar ser barrida por los nacionales, debía contar con tropas adecuadamente entrenadas y dispuestas a ejecutar las órdenes de un mando unificado y coherente. Los comunistas, a causa de su estructura organizativa, de la costumbre de una disciplina rígida y de su acceso privilegiado a la ayuda soviética, estaban en una posición inmejorable para organizar de inmediato el Ejército Popular. Largo Caballero se convenció de la lógica del punto de vista comunista gracias a los esfuerzos combinados del periodista soviético Mijaíl Koltsov y de Julio Álvarez del Vayo, ministro de Asuntos Exteriores socialista unido cada vez más estrechamente a los comunistas. En cualquier caso, los defectos del sistema de las milicias eran escandalosamente obvios. Su pretensión de mantener la democracia plena incluso en el campo de batalla había llevado a una costosa ineficacia. A menudo se perdieron horas vitales en discusiones y deliberaciones entre los miembros de los comités. Era casi imposible establecer la disciplina. Se dieron casos de milicianos que habían vuelto a sus casas a pasar el fin de semana, estando en servicio activo.
En cambio, los comunistas pedían «disciplina, jerarquía y organización». Las tres virtudes alcanzaron su punto más alto en el Quinto Regimiento formado por los propios comunistas, y que iba a constituir el núcleo del Ejército Popular. Modelado sobre el Ejército Rojo de la guerra civil rusa, el Quinto Regimiento estaba dirigido por una serie de notables oficiales comunistas: Enrique Castro Delgado, Enrique Líster y Juan Modesto. La eficiencia del Quinto Regimiento atrajo a miles de voluntarios a sus filas. Según José Martín Blázquez, oficial del Ejército republicano, «debe adjudicarse al Partido Comunista el mérito de haber dado el ejemplo de aceptar la disciplina. Al hacerlo así, no solo aumentó enormemente su prestigio, sino su número. Innumerables hombres que querían alistarse y luchar por su país se afiliaron al Partido Comunista». El Quinto Regimiento disfrutó además de la ventaja adicional de un trato especial en la distribución de las armas soviéticas.
Precisamente en relación con el Ejército republicano, se produjo el choque decisivo de los comunistas con Largo Caballero. Esa circunstancia determinaría en definitiva la caída del jefe del Gobierno. Los comunistas pretendían a toda costa el cese del general José Asensio, nombrado por Largo subsecretario de la Guerra. Veían en él un obstáculo para sus planes de conseguir la hegemonía en la conducción republicana de la guerra. La grosería y el descaro con que el embajador soviético, Marcel Rosenberg, trataba de imponer su punto de vista causaron roces intensos. Finalmente, las injerencias de Rosenberg provocaron un famoso incidente en el que Largo se enfrentó al embajador soviético y a Álvarez del Vayo, que habían pedido la destitución de Asensio. Al parecer el embajador ruso pasaba varias horas al día en el despacho del presidente del gobierno. Luis Araquistain, amigo y consejero de Largo Caballero, escribió más adelante: «Más que como un embajador, [Rosenberg] actuaba como un virrey ruso en España. Visitaba a diario a Largo Caballero, acompañado a veces por rusos de alto rango, militares o civiles. Durante estas visitas, que duraban infinitas horas, Rosenberg intentaba dar instrucciones al jefe del Gobierno español sobre lo que debía hacer o dejar de hacer para dirigir la guerra con éxito. Sus indicaciones, que prácticamente eran órdenes, tenían que ver principalmente con los oficiales del Ejército. Tales generales o tales coroneles debían ser destituidos, y en su lugar debían ser nombrados tales otros. Esas recomendaciones se basaban no en la competencia de los oficiales, sino en su filiación política y en su grado de sumisión a los comunistas».
Normalmente, acompañaba a Rosenberg el intérprete de más alto rango que pueda imaginarse, el ministro de Asuntos Exteriores, Julio Álvarez del Vayo. En la mañana del incidente, una reunión de dos horas finalizó bruscamente cuando se oyó gritar a Largo Caballero. Según el diputado socialista Ginés Ganga:
Las voces de Largo Caballero fueron creciendo en intensidad. De repente la puerta se abrió y se oyó decir al anciano primer ministro español, de pie frente a su mesa, con los brazos extendidos y señalando con el dedo índice la puerta, las siguientes palabras pronunciadas con una voz temblorosa por la emoción: «¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Sepa, señor embajador, que aunque los españoles somos muy pobres y estamos muy necesitados de ayuda exterior, somos también demasiado orgullosos para dejar que un embajador extranjero intente imponer su voluntad al jefe del Gobierno de España! En cuanto a usted, Vayo, mejor será que recuerde que es usted español y ministro de Asuntos Exteriores de la República, y que no vuelva a ponerse de acuerdo con un diplomático extranjero para presionar a su primer ministro».
Las relaciones entre Largo y los comunistas se deterioraron rápidamente. Demasiado tarde pudo darse cuenta de que la inmensa contribución de los comunistas a la resistencia de la República iba vinculada a una visión sectaria de la sociedad y a unos métodos dictatoriales que hacían inevitable el conflicto con otros grupos que, con abnegación, luchaban también contra Franco. Después de la caída de Málaga, en la que quedaron al descubierto de forma abrumadora todos los fallos del sistema de las milicias, Asensio fue cesado. Largo intentó entonces reducir el predominio de los comunistas en el Ejército, sin tener en realidad una estrategia alternativa coherente. Pero su intento de hacerles frente llegó demasiado tarde. Los suministros de armas soviéticas, y la eficacia de la organización de los comunistas, dejaban al primer ministro español pocas posibilidades de éxito. Sus simpatías se decantaban por los elementos revolucionarios de la izquierda que habían empezado a colectivizar la industria y la agricultura sin mostrar demasiado interés por el esfuerzo bélico. Los esfuerzos de los comunistas, en cambio, gozaban del apoyo de amplios sectores del PSOE y de los partidos republicanos burgueses que se daban cuenta de que había que dar prioridad a hacer la guerra.
Los acontecimientos llegaron a un punto crítico en mayo de 1937 en Barcelona, donde las tensiones, tanto sociales como políticas, iban en aumento desde hacía algunos meses. A esas alturas, el «contenido proletario» de los episodios revolucionarios iniciales de la guerra había quedado drásticamente eliminado. Cada vez más, el PCE, los republicanos y los socialistas reformistas iban consiguiendo el control de las estructuras políticas y militares de la República. En Cataluña el gobierno regional, la Generalitat, estaba recuperando sistemáticamente los poderes que había perdido al debilitarse el aparato del Estado por culpa del golpe militar. En el conjunto de España la tendencia a la creación de un Estado de tipo tradicional capaz de hacer una guerra convencional constituyó un desafío a los socialistas de izquierda seguidores de Largo Caballero, los anarquistas, y el POUM, grupo marxista de disidentes antiestalinistas dirigido por Joaquín Maurín y Andreu Nin, antiguo secretario particular de Trotski en Moscú. Nin había sido ministro de Justicia de la Generalitat hasta que los comunistas consiguieron desplazarle en diciembre de 1936. La CNT y el POUM habían llegado a la conclusión de que los sacrificios pedidos por los comunistas en favor de una República burguesa no tenían absolutamente ninguna influencia sobre las potencias occidentales, que eran perfectamente conscientes, en última instancia, de que Franco era para el capitalismo occidental una apuesta preferible a lo que la República jamás podría ser. Para el POUM, cuya mayor fuerza se situaba en Lérida y Barcelona, guerra y revolución eran inseparables.
Los esfuerzos de la Generalitat por recuperar sus poderes de los sindicatos revolucionarios ya estaban creando mucha tensión. Esto se vio exacerbado de forma dramática por el contexto de dificultades económicas y sociales debidas a la guerra. La llegada de 350 000 refugiados había aumentado la población en un 10 por ciento. Las escaseces y la inflación estaban controladas a corto plazo por los comités de abastecimiento de la CNT, que requisaban alimentos en el campo y los repartían entre los pobres de las ciudades. Inevitablemente, los precios bajos que imponía la CNT empujaron a los campesinos a acaparar alimentos. Las consiguientes escaseces e inflación de los precios provocaron disturbios relacionados con el pan en Barcelona. Companys ya iba camino de chocar con la CNT. Decidido a poner coto a los excesos anarquistas, ya había restablecido los cuerpos de policía normales en octubre. Además, por el bien del esfuerzo bélico ansiaba imponer el control central a la industria. El 9 de diciembre de 1936 dijo a la prensa: «Nos interesa a todos salvar el honor y la gloria de la revolución y ganar la guerra y acabar con los asesinos. Sobran juntas y juntitas, comisiones, comités e iniciativas. Hay más de una docena de razones que obligan a la constitución de un gobierno fuerte con plenos poderes, que imponga su autoridad».
La postura de Companys en todos estos asuntos contaba con el apoyo decidido del PSUC, que, por diversas razones, ya estaba haciendo campaña para sacar al POUM del gobierno catalán. Al igual que Companys, los líderes del PSUC creían que el POUM debilitaba el esfuerzo bélico al acusar a la Generalitat de contrarrevolucionaria y pedir la formación de un frente obrero revolucionario con la CNT. Además, el 12 de diciembre, en una cena con Companys, el cónsul general ruso en Barcelona, Vladimir AntonovOvseenko, recalcó que la continuación de la ayuda soviética exigía pruebas de que se estuvieran eliminando los obstáculos que impedían unificar el esfuerzo bélico. El 16 de diciembre Companys hizo cambios en su gobierno. Puso a Joan Comorera, del PSUC, a cargo del abastecimiento como primer paso para volver al mercado libre. El conflicto entre la Esquerra y el PSUC, por un lado, y los comités de la CNT, por el otro, era solo cuestión de tiempo.
La animadversión de los comunistas iba dirigida de forma específica contra el POUM precisamente a causa de puntos de vista que, si bien no eran rigurosamente trotskistas, dada la compleja relación de Nin con Trotski, era fácil presentarlos como tales. El partido se expuso todavía más a ser atacado al criticar de manera franca y pública el juicio y la ejecución de los bolcheviques viejos Kamenev y Zinoviev. Su análisis bolchevique de la traición del PCE a la revolución española era especialmente hiriente para los comunistas. Alentado por Antonov-Ovseenko, el PCE empezó a llamar a la exterminación del POUM y a denunciar como enemigos de la URSS, «espías fascistas» y «agentes trotskistas», a quienes criticaban los procesos de Moscú. Como seguidores ciegos de las orientaciones de la dirección soviética, los comunistas españoles estaban convencidos de que los procesos se dirigían realmente contra «enemigos del pueblo». Además, después de la derrota de los republicanos en Málaga, los rusos, y en particular el recién llegado delegado de la Komintern, el búlgaro Stoyán Minev («Boris Stepanov»), se obsesionaron con la idea de que se habían producido sabotajes y traiciones. De forma inevitable, esto puso en primer plano a los «trotskistas» locales, el POUM.
Sin embargo, la escandalosa persecución de que fue víctima el POUM debe verse en el contexto del interés de los rusos, que compartían los republicanos y los socialistas españoles, así como los comunistas, por la necesidad de aumentar la disciplina y la centralización del esfuerzo de guerra. Los rusos se valieron de su influencia para insistir en que se abandonaran «los experimentos izquierdistas en la industria y sobre todo en el campesinado». En el contexto del momento y a la luz de las críticas provocativamente subversivas que el POUM dirigía contra la Generalitat, era casi inevitable que las milicias del POUM dejaran de recibir armas. Orwell no fue el único en lamentarse de que las unidades del POUM tuvieran que combatir en el frente con uniformes andrajosos, equipo anticuado e insuficientes suministros de alimentos y municiones. En contraste, los regimientos comunistas de Barcelona, que hostilizaban al POUM, estaban bien equipados. Como escribió Orwell, «un gobierno que envía chicos de quince años al frente con fusiles viejos de hace más de cuarenta años, y mantiene a los hombres más fuertes y las armas más nuevas en la retaguardia, teme sin duda más a la revolución que a los fascistas».
Orwell no tenía una visión de conjunto, lo cual es comprensible si se tiene en cuenta su humilde posición en la milicia del POUM. La creciente oleada de refugiados que llegaban a Cataluña sometía el abastecimiento de alimentos a una presión cada vez mayor. La liberalización del mercado por parte de Comorera permitió a los productores rurales subir sus precios, pero eso no resolvió el problema, toda vez que Cataluña necesitaba importar alimentos y sencillamente no tenía divisas extranjeras para ello. A pesar del racionamiento, las escaseces, la inflación, la especulación y el crecimiento de un mercado negro causaron agudas tensiones sociales. Al mismo tiempo, la Generalitat y el PSUC estaban en pugna con la CNT y el POUM por el control de las industrias de guerra y los armamentos, las colectivizaciones rurales e industriales, la militarización de las milicias y el orden público. Ambos bandos afirmaban que las violentas manifestaciones en masa de mujeres contra el alza de los precios de los alimentos y el combustible apoyaban sus argumentos. La tensión fue en aumento cuando a mediados de marzo la Generalitat hizo un esfuerzo definitivo por tomar el control del orden público y disolvió las patrullas de seguridad de la CNT, a la vez que exigía que todas las organizaciones obreras entregasen sus armas. La CNT se retiró del gobierno catalán.
La tensión subió todavía más cuando el 25 de abril en uno de los choques resultantes fue asesinado Roldán Cortada, militante del PSUC y secretario de Rafael Vidiella, ministro de Trabajo y Obras Públicas de la Generalitat. Unos días después el líder del comité local de la CNT en Puigcerdà, Antonio Martín, apodado el cojo de Málaga, y otros dos anarquistas murieron en un tiroteo con un destacamento de carabineros, los guardias de fronteras que se hallaban bajo la jurisdicción del ministro de Hacienda, el doctor Negrín. El gobierno estaba imponiendo su control a las colectividades. Había choques entre las patrullas de la CNT y las de seguridad. Unidades de la policía secreta comunista empezaron a detener a militantes del POUM. En abril de 1937, la tensión en Cataluña llegó a niveles extremos. En consecuencia, la Generalitat decretó la prohibición de las tradicionales concentraciones del Primero de Mayo. Las bases cenetistas se lo tomaron como una provocación. A comienzos de mayo la crisis estalló.
El detonante inmediato de los sucesos de mayo fue el asalto a la central de La telefónica en Barcelona controlada por la CNT, ordenado el 3 de mayo por Eusebio Rodríguez Salas, jefe de policía del PSUC al servicio de la Generalitat de Cataluña. Al suceder después del empeoramiento de las condiciones y la torpeza de la policía durante los tres meses anteriores, esto hizo que estallaran luchas callejeras; una guerra civil a pequeña escala dentro de una Guerra Civil. Hubiera podido evitarse de haber retirado la Generalitat las fuerzas que rodeaban el edificio de La telefónica, pero Companys aprovechó la oportunidad para continuar la ofensiva contra la CNT. Dijo a la prensa: «Hay grupos armados por la calle y no cabe más solución que escamparlos». Subestimó la intensidad de la resistencia popular a la campaña que pretendía reafirmar el poder del Estado. Se hicieron barricadas en el centro de Barcelona. La CNT, el POUM y el grupo extremista anarquista Amigos de Durruti se enfrentaron a las fuerzas de la Generalitat y el PSUC durante varios días. Los distritos obreros y la periferia industrial estaban en manos de las masas anarquistas, pero su falta de coordinación devolvió la iniciativa a Companys.
Aunque los «sucesos de mayo» estaban profundamente arraigados en las circunstancias de la Cataluña en guerra y sus efectos en los miembros más pobres de la sociedad, el gobierno central, la Generalitat y el PSUC no desaprovecharon ninguna oportunidad de promover sus propios intereses. Los comunistas y Prieto acogieron gustosos la oportunidad de quebrar el poder de la CNT y limitar el de la Generalitat. Los combates agudizaron el dilema central de la CNT; los anarquistas solo podían vencer en Barcelona y otras ciudades catalanas a costa de un baño de sangre que para la República implicaría con toda seguridad perder la guerra. Solo podían resistir si retiraban sus tropas de Aragón y luchaban contra el gobierno central y a la vez contra los franquistas. Por consiguiente, Juan García Oliver, el ministro de Justicia, habló por radio desde la Generalitat y, en nombre de la dirección de la CNT, pidió a sus incrédulos militantes que depusieran las armas. El 7 de mayo el gobierno proporcionó desde Valencia los refuerzos policiales que decidieron finalmente el resultado del enfrentamiento. Puso como condición para ello que la Generalitat renunciara al control autónomo del Ejército de Cataluña y a la responsabilidad del orden público. Varios centenares de militantes de la CNT y del POUM fueron detenidos, aunque la necesidad de que las industrias de guerra reanudaran el trabajo limitó la escala de la represión. Hay que recordar que todo esto sucedía mientras el País Vasco caía en poder de Franco.
El POUM se vio convertido en el chivo expiatorio. Andreu Nin y el resto de la dirección del partido habían superado ampliamente a la CNT en lo que se refiere al radicalismo de sus pronunciamientos revolucionarios durante la crisis. Los comunistas, vencedores, no se mostraron precisamente magnánimos. Querían nada menos que la completa destrucción del POUM. Orwell anotó que «flotaba en el aire un peculiar ambiente maligno; una atmósfera de sospecha, temor, incertidumbre y odio velado».
En cuanto acabaron los combates de Barcelona, los comunistas pidieron al gobierno de Largo Caballero que disolviera el POUM y arrestara a su dirección. Él se negó. Para los comunistas, la negativa confirmaba su convicción de que debía irse. De hecho, la decisión se había tomado ya en marzo, en una agitada reunión del Comité Ejecutivo del PCE, a la que asistieron más extranjeros que españoles. Los consejeros de la Komintern, y en especial André Marty y «Boris Stepanov», habían insistido en el cese de Largo Caballero y chocaron violentamente con los dirigentes del PCE José Díaz y Jesús Hernández. Cuando se sometió a votación la suerte del primer ministro, los votos de estos últimos fueron los dos únicos a su favor. A continuación, los comunistas provocaron una crisis de gobierno al bloquear los planes de Largo Caballero para lanzar una ofensiva en Extremadura, y éste se quedó sin apoyos. Indalecio Prieto, socialista moderado, albergaba desde hacía tiempo un resentimiento latente contra el adusto primer ministro, y sus seguidores del PSOE vieron en el conflicto una ocasión para desbancar a los caballeristas. Pensaban en particular que Largo Caballero y su ministro de la Gobernación, Ángel Galarza Gago, no habían dedicado suficiente energía a la tarea de reimponer el orden público. Azaña, por su parte, no le perdonaba la tardanza en sacarle de Barcelona durante los sucesos de mayo. Largo Caballero se vio forzado a dimitir y Azaña ofreció la presidencia del gobierno al doctor Juan Negrín. En cierto modo, este hecho marcó el fin de la lucha por el poder entre los revolucionistas y los comunistas. En adelante, las conquistas revolucionarias de las primeras etapas de la lucha fueron sistemáticamente desmanteladas, y la guerra siguió su curso bajo la dirección de los republicanos y los socialistas moderados, que se repartieron los ministerios clave del nuevo gobierno.
Al pedir a la ejecutiva del PSOE que propusiera un nuevo presidente del gobierno, Azaña había dado por sentado que el elegido sería Prieto. Desde luego, todos los camaradas de Prieto querían que fuese él. Sin embargo, Prieto se negó categóricamente y alegó que carecía del apoyo de los anarcosindicalistas y de los caballeristas y que, de forma decisiva, los comunistas querían a Negrín. Prieto prefería seguir trabajando entre bastidores. Así pues, se hizo cargo de todo el esfuerzo bélico en un ministerio nuevo, el de Defensa Nacional, que se creó mediante la fusión de dos ministerios cruciales, el de la Guerra y el de la Marina y el Aire. A Azaña no le molestó tener que invitar a Negrín a formar gobierno: «En la presidencia, los altibajos del humor de Prieto, sus “repentes”, podían ser un inconveniente».
En el nuevo gabinete Prieto utilizó la influencia que ejercía en Negrín para que el cargo de ministro de la Gobernación se diera a Julián Zugazagoitia por su firme compromiso con la restauración del orden público. Junto con la elección de otro vasco, Manuel Irujo, para la cartera de Justicia, de esta forma quedó garantizado que en España no habría juicios como los de Moscú a pesar de la persecución que desencadenaron los comunistas contra el POUM. Al tomar posesión de su cargo, Irujo declaró: «Levanto mi voz para oponerme al sistema y afirmar que se han acabado los “paseos”… Hubo días en que el gobierno no fue dueño de los resortes del poder. Se encontraba impotente para oponerse a los desmanes sociales. Aquellos momentos han sido superados… Es preciso que el ejemplo de la brutalidad monstruosa del enemigo no sea exhibido como el lenitivo a los crímenes repugnantes cometidos en casa».
Una de las primeras cosas que hizo Irujo fue profesionalizar el servicio penitenciario. Se reformó y reforzó el cuerpo de funcionarios de prisiones para asegurarse de que no se repitieran las atrocidades de noviembre de 1936. El régimen carcelario se suavizó de una forma que era inimaginable en la zona nacional. Se puso en libertad a clérigos y religiosos católicos. Se dio a la Cruz Roja acceso total a las prisiones. A muchos presos civiles se les concedía la libertad condicional cuando había un nacimiento, una boda, una enfermedad o una defunción en su familia. A causa de estas medidas durante un tiempo la prensa anarquista acusó a Irujo de ser un cavernícola vaticanista y un reaccionario burgués, pero más adelante una delegación anarquista le felicitó por su labor. En el Ministerio de la Gobernación Zugazagoitia se valdría de su posición para salvar la vida de muchos falangistas prominentes que estaban en cárceles republicanas. Su conducta no le salvó después de la Guerra Civil. Zugazagoitia se exilió en Francia, donde fue capturado por la Gestapo y entregado a las autoridades franquistas. Murió fusilado el 9 de noviembre de 1940.
No cabe duda de que el doctor Negrín estaba interesado en terminar la tarea de restaurar la disciplina, pero, a diferencia de Azaña, que esperaba que fuese el primer paso para conseguir la mediación internacional con el objeto de poner fin a la guerra, Negrín sabía que la política que debía seguirse era continuar luchando. Estaba convencido de que la única oportunidad para la República consistía en cooperar estrechamente con los soviéticos. Negrín sigue siendo un enigma. Desde el punto de vista personal era el polo opuesto del puritano Largo Caballero: encantador, atractivo, aficionado a la buena mesa y, al parecer, poseedor de un voraz apetito sexual a pesar de su corpulencia. Habiendo trabajado en Alemania varios años como brillante investigador, obtuvo en 1922, a la edad de treinta años, la cátedra de fisiología en la Universidad de Madrid. Se afilió al PSOE en 1929, y fue elegido como diputado socialista moderado en su ciudad natal de Las Palmas de Gran Canaria. Durante los años de la República empeñó su energía en la creación de la Ciudad Universitaria de Madrid —que sería escenario de tantas batallas a lo largo de la Guerra Civil—. Se le consideraba un aliado de Indalecio Prieto. Sin embargo, en la época en que asumió la presidencia del gobierno, las relaciones entre los dos empezaban a deteriorarse como resultado de su diferente actitud hacia los comunistas. En opinión de Burnett Bolloten, «fue él, más que ningún otro español, el responsable del éxito de la política comunista en el último año de la Guerra Civil». No es un crimen tan atroz, como insinúa Bolloten, dado que los comunistas tenían como primera prioridad la derrota del fascismo en España. Ciertamente, la política de Negrín se basaba en la firme convicción de que la victoria dependía de la disciplina de las Fuerzas Armadas y del suministro ininterrumpido de armas desde la Unión Soviética. Como en el caso del envío de las reservas de oro español a Moscú, es difícil señalar qué otras alternativas podía barajar Negrín si rechazaba el apoyo comunista. Su gobierno era más homogéneo que el de cualquiera de sus predecesores. Sin embargo, esa unidad se había forjado al precio de liquidar la revolución. Era la conclusión lógica y la realización más concreta de la opción que representaba el Frente Popular: un gobierno que sellaba la alianza comunista con las fuerzas democráticas burguesas, en beneficio de las relaciones de Rusia con las democracias burguesas.
Negrín no era el único en creer que las potencias democráticas de Europa acudirían en ayuda de la República si se conseguía convencerlas de la naturaleza no revolucionaria de la lucha republicana. Su estrecha colaboración con los comunistas es, desde ese punto de vista, enteramente comprensible. Para los comunistas, una vez que Negrín asumió el cargo de primer ministro, sus objetivos prioritarios se centraron en completar la destrucción del POUM y limitar los efectos del derrotismo creciente de Indalecio Prieto, ministro de la Guerra. Presionados por los diversos consejeros rusos, intensificaron el ataque contra el POUM. El partido fue declarado ilegal a mediados de junio de 1937, su comité ejecutivo fue detenido y acusado de sedición en tiempo de guerra por su participación en los sucesos de mayo.
Un episodio horroroso fue el secuestro en Barcelona del líder del partido, Andreu Nin, por agentes rusos. Lo llevaron a una casa de Alcalá de Henares, donde fue interrogado y torturado brutalmente. Al negarse a «confesar» que era un agente nazi, lo sacaron y lo ejecutaron. Los torpes esfuerzos de la propaganda comunista para hacer creer que Nin se había fugado con la ayuda de un comando nazi de rescate no pudieron impedir las especulaciones en el sentido de que su asesinato había sido obra de la NKVD, la policía secreta soviética. De hecho, es casi seguro que lo organizó el jefe de la NKVD en España, el coronel Aleksandr Orlov (Leiba Lazarevich Feldbin). Había sido enviado a España a finales de agosto de 1936, aparentemente en calidad de agregado político, con la misión exclusiva de combatir el trotskismo. Al mismo tiempo que Nin también desaparecieron varios trotskistas extranjeros, entre ellos el escritor austríaco Kurt Landau, y José Robles Pazos, amigo del novelista John Dos Passos.
Irujo puso en marcha una investigación judicial. Zugazagoitia destituyó al director general de Seguridad, el coronel comunista Antonio Ortega, porque no pudo explicar el papel que había desempeñado en la desaparición de Nin. Los comunistas montaron en cólera, pero cedieron cuando Zugazagoitia, Irujo y Prieto amenazaron con dejar el gobierno. Negrín, que se mostró de acuerdo con la destitución de Ortega, no estaba dispuesto a permitir que nuevas revelaciones perjudicasen la unidad del gabinete y ordenó que se suspendiera la investigación. Un furiosísimo «Boris Stepanov» informó a Moscú de que Zugazagoitia era «un trotskista camuflado», e Irujo, «un jesuita», «un fascista». El caso Nin provocó muchos roces entre Negrín por un lado y Zugazagoitia e Irujo por el otro. Todavía furiosos e indignados por el asesinato, Largo Caballero, al que seguía doliéndole su destitución, y los anarquistas que habían formado parte de su gobierno fueron a visitar a Azaña y denunciaron a Negrín como traidor. Sin embargo, el presidente de la República compartía la opinión de Negrín de que no podía tolerarse una rebelión en tiempo de guerra. A Azaña no le agradaba más que a Negrín la propugnación por parte del POUM de un gobierno revolucionario de obreros y campesinos y, por tanto, no hizo caso de la petición de Largo Caballero de cesar al primer ministro. Curiosamente, alguien compartía el punto de vista de Azaña: Joaquín Maurín, el hombre que había fundado el POUM con Nin, y que había pasado los días de mayo en una cárcel franquista. Muchos años después escribió el epitafio de su propio movimiento: «El Ejecutivo del POUM no entendió nunca que lo primero era ganar la guerra. Antepuso la revolución a la guerra, y perdió la guerra, la revolución y perdió a sí mismo». No obstante, la desaparición y el asesinato de Nin, Landau, Robles y otros hicieron un daño enorme a la credibilidad del gobierno de Negrín tanto entonces como mucho tiempo después.
Al final, el resto del ejecutivo del POUM no corrió la misma suerte que su líder. No hubo más ejecuciones. En efecto, Manuel Irujo se aseguró de que Nin fuera el último trotskista asesinado. Para la represión del POUM el gobierno había creado el Tribunal Especial de Espionaje y Alta Traición, pero Irujo se encargó de que lo integrasen jueces totalmente imparciales y probos. Muchos militantes de base del POUM estaban en la cárcel, furiosos por encontrarse encerrados al lado de fascistas y saboteadores sin que aún se les hubiera acusado oficialmente. La esposa de Kurt Landau, Katia, que seguía sin saber exactamente qué le había ocurrido a su marido, se declaró en huelga de hambre y su ejemplo se propagó rápidamente por las penitenciarías de Barcelona y Valencia. Irujo la visitó en el hospital y logró convencerla de que los juicios serían justos, por lo que Katia desistió. Irujo mandó fiscales y jueces a todas las prisiones para que hicieran los trámites apropiados, y los presos los recibieron con aplausos porque vieron en ellos una garantía contra las ilegalidades estalinistas.
La seriedad del compromiso de Irujo con la restauración plena de la legalidad republicana se deduce del hecho de que en julio de 1937 ordenara que se investigase lo que había acontecido en Paracuellos en noviembre de 1936. Con gran indignación de «Boris Stepanov», ordenó que se llevara a cabo una investigación judicial del papel de Carrillo. Al celebrarse el juicio del ejecutivo del POUM en octubre de 1938, Irujo ya no era ministro de Justicia. Había dimitido a finales de noviembre de 1937 por no estar de acuerdo con las propuestas de Negrín de crear Tribunales Especiales de Guardia con poderes de excepción, y fue reemplazado por el republicano Mariano Ansó. Irujo siguió en el gobierno en calidad de ministro sin cartera tras asegurarse de que las penas de muerte que pudieran dictar los Tribunales Especiales tuviesen que ser ratificadas por el gabinete. Finalmente, el juicio de siete miembros del comité ejecutivo del POUM tuvo lugar en el clima tenso de las etapas finales de la decisiva batalla del Ebro. No obstante, tal como Irujo había prometido a Katia Landau, se celebró con todas las garantías judiciales. Dos de los acusados fueron absueltos y cinco recibieron sentencias de cárcel. Todos pudieron huir de España al terminar la guerra.
Mucho antes de entonces los comunistas habían continuado presionando a favor de una mayor centralización y el Consejo de Aragón fue disuelto. Sin embargo, al cumplir el Decreto de Disolución de 11 de agosto de 1937, Enrique Líster, el dirigente comunista, fue mucho más allá de lo previsto en la norma. Con una actitud represora innecesariamente brutal, no solo disolvió el Consejo sino que arrestó a muchos miembros de la CNT. Los efectos de esa acción, tanto para la moral de combate como para la producción agrícola, fueron devastadores. Después de Aragón, los comunistas intervinieron en contra de los colectivos existentes en Cataluña, y en 1938 quedaba muy poco de la autonomía garantizada por el Frente Popular. Otras medidas centralizadoras incluyeron la utilización del Servicio de Investigación Militar (SIM), una policía secreta que había sido objeto de una creciente infiltración por parte de los comunistas para purgar a sus oponentes. Gustav Regler se ha referido a la obsesión de la Komintern por los espías y los traidores como «la sífilis rusa». El desmantelamiento de las colectividades y la utilización de la policía secreta garantizaron que los dos últimos años de la Guerra Civil en la zona republicana fueran muy diferentes del primero. Sin el ideal de un nuevo mundo por el que luchar, los sacrificios y el hambre se hacían mucho más difíciles de soportar.
También el PCE, irónicamente, salió perdiendo. Los comunistas habían respaldado a los republicanos burgueses y a los socialistas moderados y, en las últimas etapas de la guerra ambos grupos se vieron invadidos por el derrotismo. Incluso en el interior del PCE se expresaron dudas respecto a algunas decisiones tomadas, especialmente después del acuerdo de Múnich que sugería el acercamiento entre las potencias occidentales y el Eje. El obstáculo principal que le quedaba al PCE era la presencia continuada del cada vez más anticomunista Indalecio Prieto como ministro de la Guerra. Aunque Prieto y el PCE se habían unido en su oposición al revolucionismo de Largo Caballero y de los anarquistas, cada uno vio en el otro el medio para desarrollar sus propios intereses particulares. Prieto siempre había desconfiado de los comunistas. Cuando Largo se vio obligado a dimitir, el matrimonio de conveniencia se vino abajo. Prieto, cuya tendencia natural al derrotismo y a la desmoralización encontró un eco simétrico en el estado de desesperación traumática de Azaña, quiso reducir el protagonismo de los comunistas. Esto colocó al PCE en una situación difícil. Después de insistir con tanto ahínco en la necesidad de defender una República burguesa moderada, difícilmente podía atacar abiertamente a sus representantes más destacados: Azaña y Prieto.
Paradójicamente, los esfuerzos de los comunistas contra el revolucionismo habían debilitado su propio control de la conducción de la guerra. Los métodos que utilizaron en esa situación para imponer sus puntos de vista iban a conducir, por desgracia, a comienzos de 1939, a una segunda guerra civil dentro de la Guerra Civil. El historiador inglés Ronald Fraser y el marxista español Fernando Claudín han defendido de forma convincente la tesis de que si los comunistas hubieran conseguido encontrar alguna forma de encauzar el entusiasmo revolucionario de los primeros meses, en vez de limitarse a aplastarlo, tal vez se habría ganado la guerra. Esto habría implicado una guerra revolucionaria de guerrillas en las zonas ocupadas por los nacionales. Habría requerido una genuina política revolucionaria en la zona leal. Dadas las tendencias sectarias de los comunistas, sería improbable la creación de una política aceptable para la CNT y el POUM. Más aún, a la luz de la situación internacional en los años 1936 y 1937, y de la posición de Stalin en particular, resultaba virtualmente inconcebible que los comunistas aceptaran el patrocinio de la revolución. Tal como se desarrollaron las cosas, el Partido Comunista, pese a todos sus crímenes y sus errores, tuvo una intervención decisiva en el mantenimiento de la resistencia de la República durante todo el tiempo que fue posible.