VII
La política en la retaguardia nacional:
Reacción y terror en la ciudad de Dios.
Si Stalin era cauteloso en su manera de ayudar a la República española, Hitler y Mussolini eran, en comparación, pródigos en su ayuda a Franco. La actitud de Stalin se resume en su advertencia a los asesores soviéticos de alto rango enviados a España: «Manténgase fuera del alcance de la artillería enemiga». No obstante, más importantes que el grado de entusiasmo con que se prestaba la ayuda extranjera eran los hilos que se movían en torno a ella. En la misma medida que la Unión Soviética, las potencias fascistas querían el derecho a intervenir en los asuntos internos de España como exacción complementaria por su ayuda. No se trataba solo de oficiales alemanes exigiendo con arrogancia las mejores habitaciones en los hoteles, que les sirviesen antes que a nadie en los restaurantes o que el resto de los comensales se pusiera en pie cuando cantaban el himno nazi, el Horst Wessel Lied, y tampoco de que jactanciosos oficiales italianos cortejaran a muchachas españolas. Franco había expresado sus peticiones de ayuda empleando términos que parecían prometer que si ganaba la guerra, su España sería un satélite de las potencias fascistas. Llegado el momento, Franco se resistiría a los intentos de Mussolini de inyectar apremio y dirección italiana en su torpe estrategia militar, pero concedería abundantes recursos minerales y derechos de extracción a los alemanes.
No obstante, la ayuda del Eje tuvo consecuencias menos complicadas que la que los rusos prestaron a la República. El modo en que se manipuló la dependencia de la ayuda soviética para hacer crecer la influencia del Partido Comunista y las interminables y violentas polémicas entre sus diferentes facciones sobre cómo se debía dirigir la guerra exacerbaron la debilidad de la República. En cambio, la ayuda del Eje fue menos complicada. Los adornos y símbolos de la Falange proporcionaban el necesario barniz de solidaridad fascista internacional. Hubo intentos individuales de potenciar la Falange. El primer enviado de Hitler, el general Wilhelm Faupel, se entrometió inútilmente en apoyo de los elementos más pronazis de la Falange. En marzo de 1937 Mussolini mandó a Roberto Farinacci, el poderoso jefe fascista de Cremona, con el encargo de persuadir a Franco para introducir un «Partido Nacional Español» de estilo fascista que controlara por completo la vida política. Ambos fueron desoídos cortésmente. Además, los oficiales de carrera alemanes e italianos destacados en España tendían a simpatizar mucho más con los valores tradicionales de sus hermanos de armas españoles que con la retórica antioligárquica del falangismo. En la competencia por el poder en la zona nacional, la Falange no se vio favorecida por alemanes e italianos con la misma fuerza con que el Partido Comunista se vio elevado a una posición dominante por el concienzudo respaldo de los rusos. Por tanto, los nacionales gozaron en su retaguardia de un mayor nivel de unidad que los republicanos.
Esa unidad procedía en gran parte de la preeminencia de los militares. Mientras los soldados se dedicaban a la tarea de ganar la guerra, todas las demás cuestiones quedaban relegadas. Así, aunque a lo largo de la Segunda República existían distintos grupos políticos de derecha que competían entre sí —la CEDA, los falangistas, los carlistas y los monárquicos alfonsinos—, en la práctica se produjo una tregua en la actividad política a raíz del estallido de la guerra; esto no resultó excesivamente difícil dado el nivel de cooperación que había existido entre los grupos derechistas antes de 1936. Las escuadras de terror de la Falange habían sido financiadas por los monárquicos de Renovación Española, y sus actividades utilizadas por la CEDA para presentar a la República como un régimen sumido en el caos y el desorden. Todos los grupos debían una gran parte de su ideología al carlismo, fuente original de todo el pensamiento reaccionario español. La izquierda consideraba las divisiones tácticas y retóricas de los distintos grupos derechistas como una trivial cortina de humo detrás de la cual todos compartían una serie de intereses comunes, como si fueran unidades especializadas de un ejército. Compartían la determinación de establecer un Estado corporativo autoritario, de desarticular las organizaciones de la clase obrera y desmantelar las instituciones democráticas. Cada uno de ellos hablaba en los mítines de los demás y escribía en sus periódicos. Habían estado unidos en las Cortes y en las elecciones. Y ahora, durante la Guerra Civil, aceptaban sin discusión que su supervivencia futura dependía del éxito del levantamiento militar. Por consiguiente, aunque la zona nacional no estuvo del todo libre de rivalidades, los problemas a los que se enfrentaron los generales para imponer la unidad en las filas de la derecha fueron relativamente pocos.
Para quienes no compartían los valores y las aspiraciones del «Movimiento» y tuvieron la desgracia de hallarse en la zona nacional, la unidad se impuso mediante un terror salvaje. A medida que los nacionales conquistaban un nuevo pedazo de territorio, se mataba por millares a los miembros de los partidos del Frente Popular y de los sindicatos. Al principio de la contienda, en Castilla la Vieja y Galicia y en los territorios nuevamente conquistados, una Falange en proceso de expansión con la incorporación de nuevos miembros se convirtió en la sangrienta fuerza represiva auxiliar que liberó a los militares de la tarea de purgar políticamente a sus enemigos civiles de la izquierda. En su fervor religioso los requetés carlistas también fueron a menudo culpables de bárbaros excesos. Los detalles de las terribles atrocidades cometidas contra hombres y mujeres por las tropas nacionales fueron publicados por el Colegio de Abogados de Madrid. Y lo que hacía que esos horrores parecieran aún más graves era el hecho de que se llevaban a cabo ante la mirada benévola de la Iglesia y sus perpetradores eran las fuerzas del orden: el Ejército, la Guardia Civil y la Policía.
El arzobispo de Zaragoza, Rigoberto Doménech, declaró el 11 de agosto de 1936 que «la violencia no se hace en servicio de la anarquía, sino lícitamente en beneficio del Orden, la Patria y la Religión». Mientras que los bombardeos o las noticias de atrocidades en otros lugares a menudo provocaban actos violentos por parte de la chusma en la zona republicana, la violencia en la zona nacional raramente era «incontrolada». Un ejemplo de ello es lo que sucedió el 21 de octubre de 1936 cerca de Monreal, pequeña villa situada al sudeste de Pamplona. Tres días antes, en la villa de Tafalla, después del entierro de un teniente requeté que había muerto en el campo de batalla, una multitud enfurecida se dirigió a la cárcel del lugar con el propósito de linchar a los 100 hombres y las doce mujeres que estaban encerrados en ella. Cuando la Guardia Civil impidió una matanza, una delegación fue en busca del permiso por escrito de las autoridades militares. Tres días más tarde, a primera hora de la mañana, 66 presos fueron llevados a Monreal y fusilados por un pequeño grupo de requetés. El tiro de gracia lo disparó el coadjutor de Murchante, uno de los numerosos sacerdotes navarros que habían dejado a sus feligreses para ir a la guerra. La frecuencia con que se asesinaban presos después del entierro de soldados carlistas impresionó al obispo de Pamplona, monseñor Marcelino Olaechea Loizaga, lo suficiente como para decir lo que pensaba en un sermón que pronunció el 15 de noviembre. El texto, que no encontró eco en ningún otro ámbito de la Iglesia, decía: «Ni una gota más de sangre de venganza».
Puede que hasta 180 000 masones, liberales e izquierdistas perdieran la vida a causa de la represión franquista, aunque las cifras exactas todavía son objeto de controversia. Los franquistas siguen presentando cifras falseadas que disminuyen el número de las víctimas izquierdistas. Sin embargo, en los últimos años se han realizado numerosos estudios locales que indican que, por más que las primeras estimaciones fueran exageradas, las cifras reales siguen siendo horripilantes.
Tres ejemplos son suficientes: Sevilla, Córdoba y Navarra. El jefe de propaganda de Queipo de Llano, Antonio Bahamonde —que, impresionado por lo que había presenciado, huyó a la zona republicana— afirmó que en Andalucía las ejecuciones alcanzaban la cifra de 150 000 personas, de las cuales 20 000 solo en Sevilla, a finales de 1938. En julio de 1939, el conde Ciano informaba que en Sevilla seguía fusilándose a unas ochenta personas por día, aunque en 1938, Bahamonde calculó una cifra diaria que oscilaba entre veinte y veinticinco. La más citada de las autoridades franquistas en materia de represión, el general Ramón Salas Larrazábal, en el estudio a escala nacional que hizo en 1977, dio la cifra de 2417 asesinados en Sevilla. La investigación detallada en curso a cargo de historiadores locales, que usan solo datos verificables, ya ha alcanzado la cifra de 11 500 para Sevilla, y de más de cincuenta y cinco mil para toda Andalucía. En Navarra, provincia en la que la izquierda era relativamente débil, el sacerdote vasco Juan José Usabiaga Irazustabarrena («Juan de Iturralde») logró encontrar en los años cuarenta los nombres de 1950 personas asesinadas por la derecha. En 1983 el general Salas Larrazábal alcanzó la cifra de 893 para Navarra. Con todo, las investigaciones que en los años ochenta y noventa llevó a cabo la colectividad navarra Altaffaylla Kultur Taldea han hallado pruebas de 2789 muertes. En todas las provincias la pauta de investigación detallada, pueblo por pueblo, tiende invariablemente al aumento de las cifras en dirección a los cálculos contemporáneos más horripilantes.
En 1946 un exnotario de la CEDA calculó que el total de personas ejecutadas en la provincia de Córdoba fue de 32 000. La cifra de víctimas de la represión de los nacionales en la provincia que el general Salas Larrazábal dio en 1977 fue de 3864. Las investigaciones exhaustivas de Francisco Moreno Gómez dieron en 1985 la prueba definitiva de las ejecuciones efectuadas durante la guerra: 7679 víctimas entre hombres y mujeres en el conjunto de la provincia, de las cuales 2543 corresponden a la capital. Sin embargo, el doctor Moreno Gómez calculó que sin duda esta cifra era inferior a la real, entre otras razones porque, una vez terminada su investigación, durante los años de régimen democrático muchas personas perdieron el miedo y dieron cuenta de la muerte de parientes suyos durante la guerra. El doctor Moreno Gómez siguió investigando y lo mismo hicieron colegas suyos de Córdoba. En 1987 añadió la cifra de 1594 víctimas de la represión en Córdoba durante la posguerra. En 2001 ya había encontrado pruebas de otras 379 personas que murieron a causa de la represión que sufrieron los guerrilleros de la resistencia en los años cuarenta. En 2005 la cifra provisional es de 9652, a la que habría que añadir 756 personas que murieron a causa del hambre y los malos tratos en las prisiones y otros 223 cordobeses que se exiliaron para huir del franquismo y murieron en campos de concentración alemanes. Estas cifras distan mucho de ser definitivas.
El periodista Noel Monks fue testigo de numerosas atrocidades y de los problemas para escribir sobre ellas. En sus memorias comentó:
En Talavera, debido a que en el frente no pasaban muchas cosas, uno era alimentado con una dieta ininterrumpida de propaganda sobre atrocidades; las cosas que hicieron los rojos al replegarse a Madrid. Y lo extraño era que los soldados españoles con los que hablé —legionarios, requetés y falangistas— se jactaban sin disimulo ante mí de lo que habían hecho al reemplazar a los rojos. Pero en este caso no eran atrocidades. Oh, no, señor. Ni siquiera lo fue encerrar a una miliciana joven en una habitación con veinte moros. No, señor. Eso fue pasarlo bien. Y me señalaron a la esposa de un oficial falangista que solía seguir a los piquetes de ejecución y disparar el tiro de gracia con el revólver de su marido al tiempo que gritaba «¡Viva Franco!».
Empecé a experimentar extraños reparos sobre este gran país católico que luchaba por la Fe. Lo que era un crimen, una atrocidad, en un bando, era solo limpia diversión y devoción al deber en el otro. La gente humilde, sencilla, entre la que viví durante cuatro meses vestía de luto perpetuo, parecía aturdida por todo lo que pasaba. Los censores de Franco estaban al tanto, sin embargo. Podías informar de tantas atrocidades «rojas» como desearas, pero si tratabas de escribir algo sobre las cosas de las que se jactaban las tropas, no solo las suprimían de tus despachos, sino que el jefe de los censores te echaba una buena bronca. Por supuesto, ambos bandos perpetraron atrocidades diabólicas en España, como descubriría más adelante. Pero por alguna razón las que se cometían en nombre de Franco gozaban de cierta dispensa, en lo que se refería al mundo exterior, que no se daba al bando del gobierno.
La percepción de Monk era totalmente correcta. En gran parte fue resultado de la habilidad con que los franquistas sacaron publicaciones como la titulada Preliminary Official Report on the Atrocities Committed in Southern Spain in July and August, 1936, By the Communist Forces of the Madrid Government [Informe oficial preliminar sobre las atrocidades cometidas en el sur de España en julio y agosto de 1936 por las fuerzas comunistas del gobierno de Madrid], que era una crónica tremendamente exagerada, y a menudo ficticia, del desorden en los pueblos del sur. Antonio Bahamonde, que había huido de Sevilla asqueado por las mentiras que se había visto obligado a difundir, describió el proceso por medio del cual se falsificaban las fotografías de «atrocidades». Quemaban y mutilaban los cadáveres de los fusilados, les arrancaban los ojos, les amputaban extremidades, les abrían el estómago, luego los fotografiaban como «prueba» de las «atrocidades rojas». Esto, más otros dos «informes» y el apoyo decidido de la prensa conservadora y católica, aseguró una respuesta favorable a la pretensión franquista de que los sublevados estaban llevando a cabo una cruzada legítima contra la barbarie «roja».
Un síntoma claro de ello fue la actitud que Winston Churchill adoptó al principio ante la situación en España. Cuando el nuevo embajador español, Pablo de Azcárate, llegó a Londres, a principios de septiembre de 1936, lord David Cecil le presentó a Churchill. A pesar de que Azcárate había sido un funcionario muy respetado de la Sociedad de Naciones, Churchill rechazó con enojo la mano que le tendía el embajador al tiempo que farfullaba «Sangre, sangre…». En un artículo publicado en el Evening Standard el 2 de octubre de 1936 con el título de «Spain: Object Lesson For Radicals» [España: demostración perfecta para radicales], Churchill afirmó: «La matanza de rehenes cae a un plano decididamente inferior; y la matanza sistemática, noche tras noche, de adversarios políticos desamparados e indefensos, sacados a rastras de sus hogares para ejecutarlos por el único crimen de pertenecer a las clases que se oponen al comunismo, y que han gozado de propiedades y distinciones bajo la Constitución republicana, está al nivel de las torturas y las atrocidades diabólicas en el pozo más hondo de la degradación humana. Aunque, al parecer, es costumbre de las fuerzas nacionales fusilar a una proporción de los prisioneros a los que capturan con las armas en la mano, no se les puede acusar de haberse rebajado al nivel de cometer las atrocidades que son obra cotidiana de los comunistas, los anarquistas y el POUM, como se llama la nueva y más extrema organización trotskista. Sería un error tanto en la verdad como en la prudencia que la opinión pública británica clasificara ambos bandos en el mismo nivel».
El propósito del terror como arma destinada a generar miedo por todas partes quedó claro en las emisiones radiofónicas del general Mola en el norte y, de forma más sistemática, las del general Queipo de Llano en el sur. Sus descripciones obscenas de las atrocidades sangrientas se oían todas las noches desde Sevilla y puede que contribuyeran a provocar algunas de las que perpetraron sus oyentes. El salvajismo que las fuerzas coloniales infligían a las villas que conquistaban era sencillamente una repetición de lo que hacían cuando atacaban un pueblo marroquí. En una emisión del 23 de julio Queipo de Llano declaró: «Estamos decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros; que si lo hiciereis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad».
Cuando las noticias de los asesinatos llegaban a villas que se veían amenazadas por fuerzas derechistas, se tomaban represalias contra los elementos de derechas porque se daba por sentado que pensaban hacer lo mismo. Las milicias incontroladas de la República no eran lo mismo que las tropas disciplinadas de los rebeldes, que perpetraban atrocidades empujadas por sus oficiales. En la alocución que hemos citado Queipo de Llano dijo también «Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombre de verdad. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen».
Los horrores de la represión militar en Sevilla y el resto de la Andalucía occidental en 1936 se extendieron paulatinamente al resto de España a medida que Franco fue conquistando cada vez más territorio. Las mujeres fueron víctimas de considerable crueldad en nombre del concepto franquista de la redención: violaciones, confiscaciones de bienes, ejecuciones debido a las ideas políticas del hijo o el esposo. Los nacionales representaban a las mujeres «rojas» como putas y «no mujeres». Estas acusaciones, que reflejaban el miedo que la liberación de la mujer por parte de la República había despertado en los hombres de derechas, iban dirigidas de forma específica contra las mujeres que participaban activamente en política como Dolores Ibárruri y Margarita Nelken, y de modo más general, contra las mujeres de izquierdas.
Al conquistar las fuerzas franquistas territorio republicano, en Castilla y Galicia en los primeros días, en las provincias del sur a finales del verano de 1936, en la costa del norte en 1937 y luego en toda España al terminar la guerra el 1 de abril de 1939, la revolución feminista de la Segunda República fue anulada con extremo salvajismo. En La Coruña el gobernador civil, Francisco Pérez Carballos, fue fusilado el 24 de julio de 1936. Su esposa, Juana Capdevielle San Martín, se hallaba en avanzado estado de gestación. Fue detenida y encarcelada. Al recibir la noticia de la suerte que había corrido su esposo, abortó espontáneamente. La pusieron en libertad, pero al cabo de unos días fue detenida por una escuadra paramilitar falangista, violada y asesinada. Las mujeres republicanas eran castigadas con humillaciones públicas y privadas por haberse escapado brevemente de los estereotipos de género. Las arrastraban por las calles después de afeitarles la cabeza, las emplumaban o las obligaban a ingerir aceite de ricino y a causa de ello se ensuciaban en público. En las cárceles de los nacionales sufrían palizas y torturas. La humillación sexual consistía desde obligarlas a recorrer desnudas las calles hasta el acoso y la violación. Esto quedaba justificado por la propaganda franquista que acusaba a todas las mujeres izquierdistas de ser putas.
El general Franco, austero y sin sentido del humor, había aprendido a inculcar la lealtad por medio del miedo durante sus años en África. Su estilo militar, apropiado para una guerra colonial de menor significación, también reflejaba su experiencia marroquí: era frío, reservado y despiadado. Su taciturna reserva gallega tendía a ocultar una falta de ideas políticas claramente definidas. Pero nadie podrá poner en duda su tenacidad política. Esta cualidad quedó completamente clara en su forma de dirigir la guerra. Vacilante a la hora de tomar decisiones importantes, se ha dudado sobre su capacidad como militar. Ciertamente, su estilo de mando testarudo y rutinario era la desesperación de sus aliados alemanes. A lo largo de la guerra sacrificó vidas y desperdició tiempo en campañas innecesarias para ganar un territorio militarmente irrelevante. Sin embargo, su lenta estrategia de tortuga facilitó la eliminación de izquierdistas y liberales, lo que iba a ser uno de sus más firmes pilares después de 1939. Su decisión de liberar el Alcázar dio un respiro a los republicanos y, en términos militares, era indefendible, pero afianzó su control del poder dentro de la Junta Nacional. En discursos y entrevistas dejó claro que su estrategia de desgaste perseguía un objetivo político a largo plazo. No habló del equivalente español del Reich de mil años de Hitler, sino que se propuso erradicar de España el socialismo, el comunismo, el anarquismo, la democracia liberal y la francmasonería durante las centurias venideras.
Después de su nombramiento como jefe del Gobierno del Estado español, Franco se ocupó de neutralizar las amenazas a su liderazgo personal a largo plazo en los distintos grupos políticos derechistas. Todos ellos respaldaban unánimemente a los militares en su deseo de aplastar definitivamente a la izquierda, pero cada uno de ellos alimentaba la ambición de marcar su propia impronta en el régimen autoritario al que todos aspiraban. Los monárquicos querían la restauración; los carlistas, una verdadera teocracia presidida por su propio pretendiente; la Falange, un equivalente español del Tercer Reich alemán. La CEDA había desaparecido del todo, con sus militantes distribuidos entre los grupos más extremistas, aunque su líder, Gil Robles, aspiraba a un papel importante en el futuro. Dado que los generales esperaban una rápida toma del poder, habían pospuesto resolver los problemas de la organización política hasta después de la prevista victoria. Sin embargo, cuando se hizo evidente que sería necesaria una lucha larga, se reconoció la necesidad de crear alguna forma de estructura política para unificar la zona nacional.
Con astucia y determinación, Franco ya había cortado el paso a posibles desafíos a su propio poder. Había saboteado la escasa posibilidad de rescatar a José Antonio Primo de Rivera. El propio Gil Robles se había eliminado del todo como posible rival, pues al principio de la guerra, se la había jugado al resistirse a la llamada del general Mola a destacados derechistas para que fueran a Burgos a fin de prestar su apoyo al alzamiento. Fue un error del que Franco se aseguró de que no se recuperara nunca. Pasó el primer mes de la guerra en Lisboa recolectando dinero, comprando armas para los rebeldes y actuando como intermediario extraoficial entre Franco y el líder portugués, Oliveira Salazar. No obstante, cuando en otoño e invierno de 1936 empezó a visitar la zona rebelde, fue recibido con honda hostilidad. En la febril atmósfera de Salamanca, la táctica legalista utilizada por el «Jefe» durante la República fue tachada de traición a los intereses derechistas al retrasar el inevitable enfrentamiento contra la democracia y la izquierda. La oposición a su ascenso/redención fue suficiente y acabó, con la aprobación general, en la cola.
En general, los monárquicos civiles más importantes eran aún menos peligrosos para Franco. Nunca habían tenido un número importante de seguidores, no tenían verdadero apoyo de masas, y así estaban encantados de insinuarse como consejeros de Mola y Franco. Ante el primer resquicio de amenaza para esta privilegiada posición, Franco actuó con rapidez; a mediados de diciembre de 1936, recibió una carta de don Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII y heredero del trono, pidiéndole permiso para tomar parte en el esfuerzo bélico nacional. Como antiguo oficial en la Royal Navy, don Juan quería unirse a la tripulación del crucero de guerra Baleares, que estaba casi al completo. El joven príncipe prometió abstenerse de cualquier contacto político, pero Franco se asustó ante la posibilidad de que se convirtiera en cabeza visible de los alfonsinos monárquicos, muchos de ellos en el Ejército. Existía el peligro de que, con don Juan en España, los alfonsinos se convirtieran en grupo político igual que los falangistas y los carlistas. La respuesta del Caudillo fue simple pero muy hábil. Tardó algunas semanas en responder a don Juan y entonces rechazó elegantemente la proposición con la excusa de que no podía responsabilizarse de poner en peligro la vida del heredero del trono. Consolidaba así su posición entre los monárquicos mientras, al mismo tiempo, sacaba considerable provecho político dentro de la Falange al dejarle creer que había excluido a don Juan a fin de facilitar la futura revolución falangista.
A pesar de eliminar las posibles amenazas representadas por don Juan, Gil Robles y José Antonio Primo de Rivera, aún había un problema mayor; como el Ejército de África aún se enfrentaba a crecientes bajas, Franco tuvo que confiar más en el reclutamiento de la milicia, cuya lealtad primera era para los grupos políticos que habían hecho la contribución más sustancial: la Falange y la Comunión Tradicionalista Carlista, cuyo peso político aumentó inevitablemente. Este hecho per se no cambió ni puso a prueba la situación de Franco, pero dadas las distintas ambiciones políticas a largo plazo de los dos grupos, se dio cuenta de las potenciales amenazas tanto para su mando único de las Fuerzas Armadas como para su propia hegemonía política. Sin José Antonio, la Falange estaba sin rumbo. Por tanto, los carlistas representaban, a corto plazo, una dificultad mayor. Desde finales de octubre, el presidente de su Junta Nacional de Guerra, Manuel Fal Conde, se había convertido en acérrimo defensor de la autonomía carlista. Para este fin, cuando el Alto Mando franquista anunció su decisión de conceder el rango de Ejército regular a los oficiales de milicia y crear programas para convertirles a corto plazo en alféreces provisionales, los carlistas rápidamente crearon una Real Academia Militar de Requetés. Como no se había solicitado el permiso de Franco, éste aprovechó la oportunidad para cortarle las alas a Fal Conde. Primero neutralizó al conde de Rodezno, atolondrado jefe de la Comunión Tradicionalista, y después le dio a Fal Conde 48 horas para abandonar España o enfrentarse a un juicio sumarísimo por rebelión. Entonces agrupó a todos los grupos de milicia, tanto de la CEDA como de la Falange o los carlistas, bajo el mando militar.
El modo concluyente con que Franco había depuesto a sus rivales nacía de su propia creencia de que el poder político era, sencillamente, una extensión de la estructura del mando militar. La visión de que aquéllos que desobedecían eran culpables de rebelión, simplificaba numerosos problemas. Sin embargo, la consolidación de la incontestable autoridad del Generalísimo no era lo mismo que crear una infraestructura civil permanente para su mandato. Además, a principios de 1937, Franco era consciente de que tanto Queipo de Llano como Mola alimentaban ambiciones políticas a largo plazo. En el contexto de cualquier futura lucha política iba a ser decisivo el control de los grupos políticos que, cada vez más, nutrían el grueso de las tropas nacionales, la Falange y los carlistas. Franco estaba, pues, decidido a imponer su mando, tanto sobre subordinados como sobre rivales. Además, sus cercanas relaciones con Hitler y Mussolini, y su deseo de que como Caudillo se le viera al mismo nivel que a éstos, le indujo a copiar sus sistemas de partido único.
El cerebro oculto de la creación de una completa y formal estructura de Estado fue Ramón Serrano Súñer, cuñado del general. Figura destacada en la JAP, el movimiento juvenil extremista de la CEDA, en la primavera de 1936 había contribuido a traspasar parte de su militancia a la Falange. Presenció la muerte de amigos en prisión en la zona republicana, y consiguió escapar de las «sacas», en las que sus dos hermanos, José y Fernando, fueron asesinados. Por ello, se convirtió en un enemigo visceral, y absolutamente convencido, de la democracia. Después de escapar de Madrid en febrero de 1936 llegó a Salamanca, donde vivió con su familia en el ático de la residencia y cuartel general de Franco, el palacio del obispo, donde tuvo acceso diario al Caudillo. Y, efectivamente, dado que el frío y receloso Franco tenía pocos confidentes, se daba por cierto que su cuñado representaba el poder detrás del trono del Generalísimo. Lenguas maliciosas bautizaron rápidamente a Serrano Súñer con el apelativo gemelo de «el cuñadísimo».
En los paseos diarios por los jardines episcopales, Serrano Súñer explicó a Franco que un «Estado campamental», que tenía que armar constantemente sus tiendas de campaña, necesitaba ser sustituido por una maquinaria política permanente. Brillante abogado, el atractivo Serrano Súñer poseía tanto el intelecto como las credenciales políticas para ser el principal artífice del Estado franquista. Y era grato a Franco por sus lazos familiares y porque no poseía su propia base de poder. También era aceptado por numerosos «camisas viejas» falangistas debido a su larga amistad personal con José Antonio Primo de Rivera. Además, existían otros miembros recién reclutados, pragmáticos e ideológicamente menos militantes, que habían sido seguidores suyos en las JAP.
Junto al hermano de Franco, el amable y cínico Nicolás, Serrano Súñer elaboró un plan para llenar el vacío político que se había producido en el bando nacional. No había duda de que los vehículos más idóneos para la creación de un movimiento político de masas eran la Falange, cuya afiliación había subido hasta rondar a principios de 1937 el millón de personas, y la Comunión Tradicionalista Carlista. Desde el otoño de 1936 Nicolás Franco había jugado, sin éxito, con la idea de unir ambas fuerzas. Ahora la idea despegó. La tarea era más fácil debido a que la Falange se había visto debilitada por el arresto de muchos de sus líderes nacionales y provinciales aun antes de que estallara la guerra. Decapitado el partido por la ejecución de su fundador, estaba ahora a merced de una lucha de poder cada vez más encarnizada que iba a ser utilizada con cierta astucia por Serrano Súñer, Nicolás Franco y otros miembros del personal político que operaba desde el cuartel general de Franco.
A un lado de la Falange se encontraban los seguidores radicales del jefe provincial de Santander, Manuel Hedilla, designado como sucesor provisional de José Antonio, un fascista tosco e ingenuo. Existía otro grupo, enfrentado al anterior, conocido como los legitimistas, formado por amigos y familiares de José Antonio, y liderado por los agresivos jefes de las milicias falangistas, Agustín Aznar y su primo, Sancho Dávila. En un estilo muy snob, calificaban a Hedilla de demasiado proletario. Franco y Serrano Súñer también le creían demasiado pronazi y sabían que se inclinaban por tomar al pie de la letra las advertencias de José Antonio acerca del peligro que la Falange se convirtiera en un adjunto domesticado del Ejército. Sin embargo, para llevar a cabo sus propósitos, Hedilla presentaba la ventaja de una cándida ingenuidad. Serrano Súñer y el cuartel general dejaron que Hedilla creyera que si no se oponía a la inevitable unificación de la Falange y los carlistas, se le iba a permitir dirigir el nuevo partido. Y se le dijo que, primeramente, debía aplastar la rebelión legitimista.
Falangistas armados de ambos grupos llegaban en tropel a Salamanca. El 16 de abril, los legitimistas estallaron primero destituyendo a Hedilla del liderazgo. Creyendo que tenía el apoyo de Franco, Hedilla envió a un grupo de hombres para asaltar los cuarteles generales del partido y arrestar a Aznar y a sus partidarios. A primeras horas de la mañana del 17 de abril, hubo una sangrienta reyerta en la que dos falangistas murieron por disparos. Franco actuó: Aznar fue arrestado, acusado de provocar el desorden en la retaguardia. No se tomaron represalias contra Hedilla, que en aquellos momentos aún estaba a tiempo de representar un papel subordinado en la orquestada toma de poder de Franco con respecto a la Falange. El 18 de abril, el Consejo Nacional de la Falange eligió a Hedilla como Jefe Nacional. Cuando fue a decírselo al Caudillo, se encontró con que este iba a anunciar la fusión de la Falange y los carlistas. Asomado a un balcón del palacio del obispo, Franco le abrazó delante de una gran muchedumbre. En las crónicas de la prensa y la radio apareció como si el recién nombrado Jefe Nacional hubiera depositado sus poderes en manos del Caudillo. Un decreto de unificación, publicado el 19 de abril, anunciaba que el nuevo partido iba a llamarse Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. Cuando se anunció la dirección del nuevo partido cuatro días más tarde, Franco era el Jefe Nacional y Hedilla sencillamente un vocal de la Junta Política. Aceptar esto era condenarse a la impotencia y Hedilla, sobrevalorando el apoyo que tenía entre los «camisas viejas», rechazó el cargo y conminó a sus jefes provinciales a obedecer solo sus propias órdenes. El 25 de abril Hedilla fue arrestado junto con numerosos falangistas disidentes. El 29 de mayo fue juzgado, acusado de planear el asesinato de Franco. Después de la intervención de Serrano Súñer, la pena de muerte de Hedilla fue conmutada, pero tuvo que pasar todavía cuatro años en una cárcel franquista.
Serrano Súñer había redactado para Franco el decreto de unificación, junto con el perturbado escritor fascista Ernesto Giménez Caballero, sin discutir los detalles con Hedilla ni con la dirección carlista. Los carlistas estaban furiosos pero, en beneficio del objetivo principal de ganar la guerra, silenciaron la afrenta. Los militantes de la zona nacional acogieron positivamente la unificación, que veían como un medio de poner fin a las fricciones entre los distintos grupos. Sin embargo, al ser desde ese momento el nuevo partido la única formación política permitida en la zona nacional, la independencia del movimiento fascista español entró en declive. En adelante, el «Movimiento», como se llamó al nuevo partido único, gozó de muy escasa, por no decir nula, autonomía. Los falangistas se vieron forzados a aceptar a Franco como su nuevo líder, su rol ideológico fue usurpado por la Iglesia y su partido fue convertido en una maquinaria para la distribución de prebendas, mientras su «revolución» quedaba pospuesta indefinidamente. Mientras tanto, Serrano Súñer había iniciado el proceso de convertir la Falange en franquista, aunque nunca logró hacer de Franco un falangista.
La unificación respondía a la determinación de Franco de eliminar a cualquier posible rival político. No era una tarea difícil. Calvo Sotelo había muerto y su sucesor, el oscuro Antonio Goicoechea, aceptó disciplinadamente el decreto de unificación y disolvió Renovación Española. Gil Robles estaba acabado políticamente, al menos en lo que respecta al bando nacional. Al parecer Franco le detestaba por el hecho de que, como ministro de la Guerra, en 1935 había sido su superior. Su exagerada aceptación de la unificación no reforzó su posición, de la misma forma que tampoco se vio reforzada cuando en febrero dio instrucciones de que los últimos vestigios de Acción Popular desistieran de cualquier actividad política. Aunque se había hecho poco para facilitar los intentos de salvar a José Antonio Primo de Rivera de la ejecución, una vez que éste murió, Franco no tuvo ningún escrúpulo en permitir que su ejecución se mitificara como un martirio, como forma de atraer a nuevos seguidores. El culto a su memoria se generó de modo que legitimara el liderazgo de Franco del nuevo partido.
Los competidores de Franco en el seno del Ejército también fueron drásticamente eliminados. Sanjurjo se mató al principio de la guerra, y Goded y Fanjul fueron ejecutados por los republicanos en agosto de 1936. Así, solo quedaba Mola como posible, aunque remoto, rival. Aunque fuera únicamente en la mente suspicaz del propio Caudillo, Mola representaba siempre una alternativa implícita. De hecho, las relaciones entre ellos empeoraron después del acceso de Franco al poder. Decidido y flexible en asuntos militares, Mola deseaba terminar la guerra en el norte, y el laborioso estilo de liderazgo militar de Franco le volvía loco. Además, quizá por un deseo de recalcar la subordinación de Mola, Franco puso continuos obstáculos al desarrollo de la campaña del norte. Se inmiscuyó en el funcionamiento de la fuerza aérea de Mola, y a menudo retiró tropas del frente del norte para emplearlas en estériles ofensivas contra Madrid. Parecía avecinarse algún tipo de conflicto entre ambos, cuando Mola murió en un accidente aéreo.
El 3 de junio de 1937, Mola viajó de Pamplona a Vitoria, y desde allí despegó hacia Valladolid para inspeccionar el frente. Su avión se estrelló en Alcocero, provincia de Burgos, y no hubo supervivientes. Franco recibió la noticia con frialdad. Wilhelm von Faupel, embajador alemán ante el gobierno nacional, escribió el 9 de julio a la Wilhelmstrasse: «Sin duda Franco se siente aliviado por la muerte del general Mola. Recientemente me ha dicho: “Mola era una persona muy terca, y cuando le daba órdenes que diferían de sus propios puntos de vista, solía preguntarme: ‘¿Ya no confías en mis métodos?’”». Hitler comentó en una ocasión: «La muerte de Mola es la auténtica tragedia para España; era él el auténtico cerebro, el dirigente real… Franco llegó al poder como Poncio Pilato en el Credo».
Se han hecho muchas conjeturas acerca de lo sucedido. Abundaron los rumores de conspiración y sabotaje. Lo más probable parece que el aparato fuera abatido por error por cazas nacionales. El padre del piloto muerto, coronel Chamorro, guardó desde entonces dos pistolas cargadas en una mesa de su hogar, esperando el día de poder matar a los asesinos de su hijo. Tal como sostenía la versión oficial, en medio de una densa niebla, el avión debía de haber chocado, sencillamente, contra una colina conocida como el monte de la Brújula. Mola volaba en un Airspeed A. S.6 Envoy de construcción británica, el cual fue llevado hacia la zona nacional por un piloto desertor. Sus distintivos ingleses, similares a los aviones utilizados para enviar suministros por aire a la República desde Francia, no habían sido borrados del todo. Es, por tanto, posible que al aparato le hubieran disparado erróneamente los cazas nacionales.
Franco quedaba sin ningún competidor serio. Desde el primer piso del palacio episcopal de Salamanca, dirigía ahora personalmente el esfuerzo bélico nacional. Todavía había de pasar algún tiempo antes de que el proyecto de creación de Estado de Serrano Súñer cristalizara en una burocracia organizada. La improvisación con que se abordaban diferentes asuntos quedó reflejada en el ascenso a posiciones importantes de algunos tipos excéntricos. El varias veces mutilado general Millán Astray, a quien le faltaban un brazo y un ojo, fue nombrado jefe del Departamento de Prensa y Propaganda. Conocido como el fanático fundador de la Legión Extranjera española, difícilmente podía ser la persona más adecuada para presentar la causa nacional ante el mundo exterior. El 12 de octubre de 1936 aportó un considerable descrédito internacional a dicha causa con su comportamiento durante la celebración del aniversario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón. Después de arengar a los asistentes con el grito legionario de «¡Viva la muerte!», Millán Astray entonó el triple vítor nacional de «¡España!», coreado por las respuestas rituales de «¡Una!», «¡Grande!» y «¡Libre!». Cuando el filósofo Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca, le reprochó su actitud, Millán Astray, al borde de la apoplejía, gritó «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos».
Unamuno contestó sugiriendo que la sed de sangre de Millán Astray era fruto del deseo de ver a los demás tan mutilados como él mismo. Millán Astray volvió a interrumpirle gritando «¡Mueran los intelectuales!» Cuando quedó ronco de tanto gritar en medio de un tumulto ensordecedor, Unamuno volvió a levantarse. Rodeado de un tenso silencio, con la violencia flotando en el aire, Unamuno habló en tono sereno. «¡Éste es el templo de la inteligencia! ¡Yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España». Los guardaespaldas de Millán Astray le amenazaron y salió de la sala con la ayuda de la esposa de Franco, Carmen Polo. Unamuno fue cesado de su cargo en la Universidad y murió a finales de diciembre de 1936 bajo virtual arresto domiciliario.
El 13 de diciembre de 1936 Unamuno mandó una carta a su amigo Quintín de Torre en la que hablaba de «la más bestial persecución y asesinatos sin justificación». Sobre Franco escribió: «En cuanto al caudillo —supongo que se refiere al pobre general Franco— no acaudilla nada en esto de la represión, del salvaje terror de retaguardia. Deja hacer. Esto, lo de la represión de retaguardia, corre a cargo de un monstruo de perversidad, ponzoñoso y rencoroso, que es el general Mola… Dije, y Franco lo repitió, que lo que hay que salvar en España es la “civilización occidental, cristiana” puesta en peligro por el bolchevismo, pero los métodos que emplean no son civiles, ni son occidentales, sino africanos —el africano no es, espiritualmente, Occidente— ni menos son cristianos. Porque el grosero catolicismo tradicionalista español apenas tiene nada de cristiano. Eso es militarización africana pagano-imperialista… Y así nunca llegará la paz verdadera. Vencerán, pero no convencerán; conquistarán, pero no convertirán».
Como jefe de propaganda, Millán Astray recomendaba insistentemente a sus ayudantes que amenazaran con fusilar a los periodistas extranjeros. Uno de ellos era Luis Bolín, que había ayudado a organizar el viaje de Franco de las islas Canarias a Marruecos. Poco después conseguirían una resonante notoriedad sus esfuerzos por demostrar que el bombardeo de Guernica no había ocurrido en realidad. Otro fue el notorio capitán Gonzalo de Aguilera, conde de Alba de Yeltes, que recibió la misión de explicar a los visitantes extranjeros las razones por las que combatían los franquistas. Peter Kemp, el voluntario británico del Ejército de Franco, opinaba que el conde hacía más daño que otra cosa:
Aunque se trataba de un amigo leal, un crítico intrépido y un compañero estimulante, no puedo evitar el preguntarme si sus cualidades se adaptaban realmente a la tarea que se le encomendó de explicar la causa nacional a los visitantes extranjeros de importancia. Por ejemplo, contó a un distinguido visitante inglés que el día en que estalló la Guerra Civil, puso en fila a los trabajadores de su finca, eligió a seis de ellos y les mató delante de los demás: Pour encourager les autres, ya me entiende.
Tenía algunas ideas originales sobre las causas fundamentales de la Guerra Civil. La causa principal, si mi memoria no me engaña, era la introducción del alcantarillado moderno.
También cita las teorías del capitán Aguilera sobre los males aportados por las modernas alcantarillas Charles Foltz, corresponsal de Associated Press durante la guerra:
Todos nuestros males vienen de las alcantarillas. Las masas de este país no son como sus americanos, ni como los ingleses. Son esclavos. No sirven para nada salvo para hacer de esclavos, y solo son felices cuando se les hace trabajar como esclavos. Pero nosotros, las personas decentes, cometimos el error de darles casas nuevas en las ciudades en donde tenemos nuestras fábricas. En esas ciudades construimos alcantarillas, y las hicimos llegar hasta los barrios obreros. No contentos con la obra de Dios, hemos interferido en Su Voluntad. El resultado es que el rebaño de esclavos crece sin cesar. Si no tuviéramos cloacas en Madrid, Barcelona y Bilbao, todos esos líderes rojos hubieran muerto de niños, en vez de excitar al populacho y hacer que se vierta la sangre de los buenos españoles. Cuando acabe la guerra destruiremos las alcantarillas. El control de natalidad perfecto para España es el que Dios nos quiso dar. Las cloacas son un lujo que debe reservarse a quienes las merecen, los dirigentes de España, no el rebaño de esclavos.
También confió a Peter Kemp su teoría de que los nacionales habían cometido un grave error al no fusilar de inmediato a todos los limpiabotas:
¡Querido amigo, cae por su propio peso! Un individuo que se arrodilla para limpiarte los zapatos en el café o en plena calle está predestinado a ser un comunista, luego ¿por qué no matarlo en seguida y librarse de esa amenaza? No hace falta juicio, su misma profesión es la evidencia de su culpabilidad.
Millán Astray, Bolín y Aguilera se situaban en el margen extremo de la propaganda nacional. Mucho más eficaz desde el punto de vista internacional fue la legitimación de la causa franquista aportada por la Iglesia Católica. La larga hostilidad de la Iglesia respecto al racionalismo, la masonería, el liberalismo, el socialismo y el comunismo, tuvo un papel central en la vida política de la zona nacional. Con la excepción del clero vasco, la mayoría de los sacerdotes y religiosos españoles se alinearon con los nacionales. Desde los púlpitos denunciaron a los «rojos». Bendijeron las banderas de los regimientos nacionales y, algunos —especialmente sacerdotes navarros— incluso combatieron en sus filas. Los clérigos adoptaron el saludo fascista. A mediados de agosto de 1936 el obispo de Pamplona Marcelino Olaechea ya había acusado a los republicanos de ser «los enemigos de Dios y de España». En la última semana de agosto el obispo Olaechea y dos arzobispos, Rigoberto Doménech de Zaragoza y Tomás Muñiz Pablos de Santiago de Compostela, declararon que la guerra que hacían los rebeldes era una cruzada religiosa. En su Congreso de Burgos, en septiembre de 1936, la Acción Católica aprobó una entusiasta declaración en favor del alzamiento.
A comienzos de septiembre José Álvarez Miranda, obispo de León, asoció la República con «el laicismo-judío-masónico-soviético». El provincial jesuita de León escribió a Roma el 1 de septiembre para prevenir contra cualquier iniciativa de paz por parte del Vaticano: «Los católicos ven en esta guerra una verdadera cruzada religiosa contra el ateísmo, y la juzgan totalmente inevitable: o se vence en ella o el catolicismo desaparece de España». La más célebre designación del alzamiento militar como cruzada fue la que salió de la pluma de Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca. El 28 de septiembre este obispo publicó una larga y erudita carta pastoral titulada Las dos ciudades, basada en la imagen de san Agustín de las ciudades de Dios y del Diablo. Allí declaraba que «en el suelo de España luchan hoy cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la tierra»… «Los comunistas y anarquistas son los hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto de la virtud y por ello les asesinan y les martirizan»… «Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil; pero, en realidad, es una cruzada».
El mismo día el cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de España, en una alocución por Radio Navarra a los defensores del Alcázar, se alegró de su liberación y de la liberación de «la ciudad del cristianísimo Imperio español». Para él la victoria de los sublevados era el punto culminante de la guerra, «el choque de la civilización con la barbarie, del infierno contra Cristo». Clamó contra «el alma bastarda de los hijos de Moscú», «judíos y masones, envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros y mongoles aderezados y convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita». El joven sacerdote Vicente Enrique y Tarancón, quien como cardenal iba a colocar todo el peso de la Iglesia al servicio de la democratización de España, estaba perplejo por la militancia de los eclesiásticos más veteranos. En una visita a Burgos asistió a un Te Deum en la catedral para celebrar la conquista nacional de una capital de provincia. Cuando el capitán general y el arzobispo de Burgos hablaron ante la multitud, Tarancón se quedó atónito cuando oyó al general hablar en términos exclusivamente religiosos, mientras el arzobispo lanzaba una agresiva arenga militar. La militancia eclesiástica fue recompensada con la iglesia a rebosar. No oír misa en la zona nacional podía suponer para una persona la pérdida de su empleo o colocarle la etiqueta de sospechoso político.
Para el cardenal Gomá, la causa de Franco era la causa de Dios. Después de la destrucción de Guernica, cuando muchos católicos empezaron a cuestionar la santidad de la causa franquista, prestó al Caudillo un servicio inestimable. En respuesta a la petición de una afirmación pública del respaldo de la jerarquía, organizó una carta colectiva dirigida «a los obispos del mundo entero». El texto describía la «Cruzada» como un «plebiscito armado» y se felicitaba porque antes de ejecutarlos se concedía a los enemigos de los nacionales la oportunidad de confesarse y reconciliarse con la Iglesia. Firmaban la pastoral dos cardenales, seis arzobispos, 35 obispos y cinco vicarios generales. No la firmaron el cardenal Francesc Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona (Cataluña), ni monseñor Mateo Múgica, obispo de Vitoria (País Vasco). Múgica se sentía especialmente afectado por la ejecución, ante un pelotón franquista, de catorce sacerdotes vascos a finales de octubre de 1936. Según el derecho canónico, un acto de esta gravedad debía llevar aparejada la excomunión de los responsables. Ni el Vaticano ni la jerarquía de la Iglesia española condenaron las ejecuciones. Muy al contrario, se indicó a Múgica que no podía garantizarse su seguridad personal en la zona nacional, por lo que hubo de seguir exiliado.
Los católicos de todo el mundo se identificaron con la causa franquista. Los obispos alemanes publicaron una pastoral colectiva el 19 de agosto de 1936 para reafirmar el apoyo de Hitler a Franco. En Estados Unidos, los esfuerzos de los militantes católicos, y en especial las emisiones radiadas del padre Coughlin, contribuyeron probablemente a la decisión de bloquear las ayudas a la República. La campaña desarrollada en Gran Bretaña y otros países para presentar a la República como el verdugo sanguinario de curas y monjas recibió el cualificadísimo refuerzo de la Santa Sede al considerar oficialmente mártires a las víctimas de los republicanos. El Vaticano reconoció en la práctica al gobierno de Franco el 28 de agosto de 1937, y envió a España a un delegado apostólico, monseñor Ildebrando Antoniutti, el 7 de octubre. El reconocimiento de jure sobrevino el 18 de mayo de 1938, cuando el arzobispo Gaetano Cicognani fue nombrado nuncio apostólico, y Franco envió un embajador a la Santa Sede. La actitud del catolicismo internacional respecto a Franco puede resumirse en la carta enviada a Franco el 28 de marzo de 1939 por el arzobispo de Westminster, el cardenal Arthur Hinsley, agradeciéndole el envío de una fotografía autografiada: «Le considero el gran defensor de la verdadera España, el país de los principios católicos donde la justicia social católica y la caridad se aplicarán al bien común bajo un gobierno firme y pacífico». El recién elevado a la silla pontificia papa Pío XII saludó la victoria definitiva de Franco con un mensaje que empezaba con estas palabras: «Con inmenso gozo…». La Iglesia vio recompensados sus esfuerzos al servicio de la causa nacional con el control exclusivo de la educación en todo el territorio del Estado de la posguerra.
El catolicismo era solo uno de los elementos de la panoplia ideológica de los nacionales. Se utilizaron las imágenes de la Reconquista de España frente a los árabes para exaltar y reforzar la noción de la guerra como una «cruzada» emprendida para «liberar» a España de las hordas ateas de Moscú. El «Imperio» se convirtió en un concepto clave desde el punto de vista ideológico. Los franquistas se basaron en la afirmación elaborada por el carlista Víctor Pradera de que «el Nuevo Estado no es más que el Estado español forjado por los Reyes Católicos». Sin embargo, la verborrea imperial y las referencias a Isabel y Fernando se combinaban con elementos más modernos tomados del fascismo y del nazismo. El símbolo falangista del yugo y las flechas, como la cruz gamada y el fascio, unían la simbología antigua y la moderna. Los pensadores políticos del régimen se dedicaron a elaborar su propio Führerprinzip o teoría de legitimación del líder —la llamada «teoría del caudillaje»— a partir de las doctrinas del nacionalsocialista alemán Karl Schmitt. La democracia parlamentaria y el Estado de derecho se arrumbaron como supervivencias anticuadas de la época liberal. Todo ello iba encaminado a garantizar que el poder real descansara exclusivamente en las manos del general Franco. Este iba a demostrar ser un guardián celoso de dicho poder.
Tal vez por el deseo cínico de conservar la buena voluntad de sus benefactores, el Caudillo alababa sin reservas el nazismo. Dijo a periodistas alemanes: «Lo que la nación alemana ha logrado ya con su lucha de liberación, constituye, por muchos conceptos, un modelo que tendremos presente por nuestro propio resurgir». También intercambió excesivos telegramas con Mussolini. Los tres primeros beneficiarios de la Gran Orden Imperial del Yugo y las Flechas, máxima condecoración del «Nuevo Estado», fueron el rey Vittorio Emmanuele, Benito Mussolini y Adolf Hitler. Tras la unificación de abril de 1937, todos los periódicos del bando nacional debían incluir en sus cabeceras el eslogan «Una Patria, un Estado, un Caudillo». La reaparición del antisemitismo también debe considerarse una importación alemana. Se reimprimieron Los protocolos de los sabios de Sión en ediciones amplias y baratas. Se adoctrinaba a los falangistas diciéndoles: «Camarada, es tu deber erradicar el judaísmo junto a la masonería, el marxismo y el separatismo». El magnate catalán Francesc Cambó, que había optado por el exilio, fue denunciado como «el Judío errante». Las campañas de recogida de fondos para colaborar en el esfuerzo bélico nacional utilizaron eslóganes como «Quien oculta su oro cuando la Patria lo necesita es un judío». Cuando el distinguido filósofo católico francés Jacques Maritain criticó los bombardeos de Barcelona por los nacionales, fue denunciado por Ramón Serrano Súñer, que le llamó «este judío converso». Afirmando que las palabras de Maritain se hacían eco de las de los sabios de Sión, dijo de él que «recibe ya el homenaje de las logias y de las sinagogas».
El «Nuevo Estado» gobernado por Franco constituía una amalgama más o menos satisfactoria de todos los grupos componentes del bando nacional. Los aristócratas y los oficiales del Ejército se estremecían cuando los falangistas se dirigían a ellos llamándoles «camarada» y tuteándoles. Los ácidos comentarios sobre la «FAIlange» (la FAI era la Federación anarquista) reflejaban la incomodidad de los conservadores respecto a algunos exizquierdistas que afluían a las filas del Movimiento para escapar de la represión. Las pañerías de la zona nacional agotaron sus existencias de tela de color azul porque todo el mundo se precipitaba a encargar la preceptiva «camisa azul». Se la conocía como el «salvavidas», y llegó a publicarse un decreto prohibiendo la venta de paño azul sin autorización escrita de los mandos de la Falange. Los elementos más conservadores del bando franquista miraban a la Falange con disgusto, pero la aceptaban como un mal necesario. Podrían haberse consolado con la idea de que, dejando de lado las apariencias superficiales, el «Nuevo Estado» estaba mucho más cercano a su visión del futuro político que a la de los elementos más radicales de la Falange.
La fórmula «legal» que sustentaba al Estado nacional procedía de las ideas del grupo monárquico Renovación Española. El Movimiento y el papel de Franco se justificaban como una especie de interregno militar cuyo objetivo era erradicar de España el veneno de las ideas liberales e izquierdistas. Cuando se hubiera cumplido esta tarea, la monarquía sería no restaurada, sino «instaurada», para subrayar la ruptura de la continuidad con el pasado. Las instituciones franquistas, y en especial los Sindicatos «Verticales» (es decir, gestionados por el Estado, no representativos y basados no en la confrontación sino en la cooperación de las clases), se fundamentaban en el modelo de la Italia fascista y constituían una concesión a los falangistas, que veían su papel muy disminuido respecto a lo que esperaban. Ya desde la época de la guerra, el régimen utilizó a fondo una retórica ultracatólica, nacional y centralista que agradaba a todos los sectores de la derecha. Los nombres vascos y catalanes quedaron excluidos en los bautizos. El uso de las lenguas autóctonas, el catalán y el euskera, se convirtió en una actividad clandestina. Cuando las fuerzas franquistas llegaron a Tarragona a mediados de enero de 1939, se celebró en la catedral una ceremonia rebuscada en la que intervino una compañía de infantería. Durante el sermón, el sacerdote oficiante, José Artero, que era un canónigo de la catedral de Salamanca, se dejó llevar por la emoción hasta el punto de gritar: «¡Perros catalanes! No sois dignos del sol que os alumbra». No hubo nada en la zona republicana que pudiera compararse con la cohesión ideológica o con la claridad de los objetivos que planteaban la Iglesia Católica y el Movimiento unificado.
Los valores dominantes en la vida cotidiana de la zona nacional estaban impregnados de catolicismo, de jerarquía y, hasta cierto punto, de puritanismo. Estaba mal visto comer en un restaurante en mangas de camisa. Se recomendaba a las mujeres que vistieran con modestia y propiedad, que no fumaran ni usaran maquillaje. Las mangas debían llegar hasta la muñeca, y los escotes hasta el cuello; las faldas debían ser largas y amplias. Los niños de más de dos años debían bañarse con traje en las playas. En las condiciones de trastorno social, inseguridad y desamparo de la época bélica, sin embargo, se llegó a un grado de licencia sexual que horrorizaba a las autoridades. Y además, la necesidad económica y la demanda de las tropas de paso llevaron a un boom de la prostitución. Se publicaron decretos prohibiendo el «tráfico carnal».
En el clima reaccionario de la zona nacional no hubo nada comparable con la emancipación de la mujer que llevó a cabo la República. La Iglesia y la Sección Femenina de la Falange se encargaron de difundir la imagen de las mujeres nacionales como vírgenes o buenas madres, guardianas sin tacha, pasivas, sumisas del orden moral. Había un contraste de imágenes dirigido contra las «putas rojas». En general se esperaba de las mujeres nacionales que contribuyeran al esfuerzo bélico alistándose en alguno de los servicios sociales que organizaba la Sección Femenina. Allí, dentro de los servicios médicos franquistas y de la organización de beneficencia, el Auxilio Social, las mujeres podían tener una existencia pública que hasta entonces se les había negado, aunque duraría poco. La tendencia ideológica del naciente régimen de Franco hacía hincapié en el papel de la mujer como ama de casa y madre de los guerreros falangistas. Lo irónico es que la difusión de este mensaje se encomendara a mujeres solteras e independientes.
La vida intelectual fue opresiva en grado sumo. Las quemas rituales de libros no solo eliminaron los residuos de la cultura liberal sino muchas cosas más. Los libros editados en la zona nacional llevaban normalmente impreso el nihil obstat y se fechaban, no según el calendario, sino como I, II o III Año Triunfal. Los mayores éxitos de ventas consistían en detalladas descripciones de las atrocidades rojas, alabanzas de las victorias nacionales e indigestos ensayos de teoría falangista. El arte era puramente representativo y la música virtualmente no existía. No hubo ningún equivalente a los debates políticos de la zona republicana. La propaganda era monótona y ubicua. Un típico eslogan que se pintaba en las paredes de toda la zona nacional rezaba así: «Honor - Franco, Fe - Franco, Autoridad - Franco, Justicia - Franco, Eficacia - Franco, Inteligencia - Franco, Voluntad - Franco, Austeridad - Franco». Bajo la superficie de exaltación religiosa y patriótica afloraba una vena de chabacanería lasciva y barata. Se describía a Azaña como un monstruo creado por Frankenstein más que nacido de mujer. Otros dirigentes republicanos eran descritos como pervertidos sexuales. Algunas de las más absurdas afirmaciones se deben a la pluma de Ernesto Giménez Caballero, cuyas novelas primerizas podrían situarle hoy en día como el padre del surrealismo español. Sus opiniones sobre las causas de la guerra no desmerecen de las del capitán Aguilera: «Si no hubiesen enseñado tanto los muslos las mujeres francesas en los vodeviles y piscinas de París, donde se educaron nuestros republicanos; si no hubieran jugado tanto a la pelotita las yanquis que llenan las pantallas de nuestros cines desde hace años, y si no se hubiesen entregado al culto del sol y del tueste en esas playas nórdicas que el “europeísmo” de hace algún tiempo puso de moda, quizá no hubiese estallado esta horrible guerra civil de España». Entre sus fantasías más extravagantes ambicionaba el proyecto de crear una nueva dinastía fascista a través de la fecundación de una mujer española, la remilgada y confiada Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio, por parte del nórdico Hitler.
Es significativo de la atmósfera de la zona nacional el modo en que el tono belicoso y triunfal de la propaganda oficial se trasplantó al comercio. Los bodegueros jerezanos González Byass celebraron la liberación del Alcázar bautizando uno de sus caldos con el nombre de Imperial Toledano, para cuya publicidad se hizo uso del nombre del general Moscardó. Los sombrereros apuntaban que solo los rojos iban con la cabeza descubierta. Los periódicos estaban llenos de anuncios que al mismo tiempo contribuían al esfuerzo bélico y buscaban lucrarse con él. Un laboratorio farmacéutico de Málaga anunciaba: «Ahora que la ciudad ha sido liberada de las hordas marxistas [nuestros] productos están a la venta en todas las mejores farmacias de Sevilla». La compañía Firestone expresaba su confianza en Franco a través de una campaña publicitaria que identificaba burdamente sus productos con la marcha de la guerra: «La victoria sonríe a los mejores. El glorioso Ejército nacional siempre vence en los campos de batalla. Neumáticos Firestone ha obtenido su decimonovena victoria consecutiva en las 500 Millas de Indianápolis». El tono de apoyo mutuo se expresa de forma mucho más adecuada y gráfica en el siguiente anuncio: «Araceli (fajas y sostenes) saluda entusiásticamente al Ejército nacional. ¡Viva Franco! ¡Arriba España!».
La vida diaria era mucho más agradable en la zona nacional que en la republicana, con tal de tener dinero y mostrarse de acuerdo con la atmósfera política predominante. Había comida en abundancia, y los restaurantes estaban brillantemente iluminados y abarrotados de clientes. Aunque es poco representativo, el siguiente resumen hecho por Juan Antonio Ansaldo de un día de guerra durante la campaña del Norte, puede indicar, hasta cierto punto, la espectacular diferencia entre la vida de un patricio de San Sebastián y la atmósfera sombría y angustiada del Madrid republicano sitiado. El lector recordará que Ansaldo era el piloto que conducía el avión en el que murió Sanjurjo. Su ardua jornada de combate transcurrió así:
Hay un abismo entre ese programa y las raciones diarias de «píldoras de la victoria del doctor Negrín», las lentejas, que constituían la dieta de la mayoría de la población madrileña.