VI
«Madrid es el corazón»:
La epopeya central.
El inexorable avance de los nacionales dejó al descubierto las insuficiencias del gobierno Giral. Al igual que Casares Quiroga, Giral se había encontrado en la absurda posición de presidir un gobierno que solo representaba a un pequeño sector de la coalición del Frente Popular, ganador de las elecciones de febrero de 1936. Largo Caballero, a quien debe atribuirse la responsabilidad última de la crucial ausencia del PSOE en el gobierno, seguía empeñado en la idea de un Ejecutivo compuesto exclusivamente por representantes de las fuerzas obreras. Sin embargo, con las columnas africanas de Franco avanzando hacia Talavera de la Reina, la última villa importante antes de Madrid, y Mola a punto de tomar Irún, Largo Caballero había acabado reconociendo la necesidad de un cambio. Con cierta vacilación e incitado por su consejero, Luis Araquistain, finalmente se plegó a la opinión de su eterno rival en la dirección del partido, Indalecio Prieto, en el sentido de que, dada la situación internacional, la supervivencia de la República exigía un gobierno respaldado tanto por los partidos obreros como por los republicanos burgueses. El 4 de septiembre se formó un verdadero gobierno frentepopulista, con Largo Caballero como primer ministro y ministro de la Guerra. En el gabinete estaban representados tanto socialistas como republicanos y comunistas. Dos meses más tarde, el 4 de noviembre, con los nacionales a las puertas de Madrid, se sumaron al gobierno cuatro anarcosindicalistas de la CNT. El hecho de que la CNT abandonara sus más sacrosantos principios a fin de contribuir a la defensa del régimen democrático asediado era señal inequívoca de la gravedad de la situación.
Ya a mediados de octubre se había oído desde Madrid el fuego de artillería del cercano Ejército de África. Los ejércitos de Franco y de Mola pretendían encontrarse en la capital. Los rebeldes habían amasado una considerable cantidad de material bélico, incrementado por armamento italiano. El día 1 de noviembre 25 000 miembros de las tropas nacionales al mando del general José Varela llegaron a las afueras de Madrid por el sur y por el oeste. Su objetivo era romper las líneas defensivas por la Casa de Campo, el antiguo coto real de caza, y por la Ciudad Universitaria. A mediados de noviembre, su posición se vio considerablemente reforzada por la llegada de la Legión Cóndor alemana, al mando del general Hugo Sperrle. Se trataba de una fuerza compuesta por unidades especializadas equipadas con los últimos modelos de aviones de bombardeo y caza alemanes y con equipo bélico motorizado que debía ser puesto a prueba en España. De hecho, el gobierno republicano estaba tan seguro de que Madrid caería que el 6 de noviembre partió hacia Valencia, dejando la protección de la ciudad en manos del general Miaja, que debería improvisar la creación de una Junta de Defensa.
La decisión de trasladar a Valencia el gobierno de la República fue objeto de divisiones, y muy controvertida. Los cuatro ministros anarquistas recién incorporados, Juan García Oliver (Justicia), Juan López (Comercio), Federica Montseny (Sanidad) y Juan Peiró (Industria) se resistían a abandonar Madrid. Según Indalecio Prieto, los anarquistas «considerábanse víctimas de un engaño, creyendo que se les había nombrado ministros solamente para implicarles en medida tan grave, y se resistían a aprobarla». No obstante, la decisión de dejar Madrid no fue un acto desesperado de última hora; el cambio de sede del gobierno ya se había discutido con anterioridad. Además, no todos los miembros del gobierno veían el abandono de Madrid como la admisión de que la ciudad estaba condenada a caer en manos de los rebeldes. En el mes de octubre, los representantes del Partido Comunista en el gobierno de Largo Caballero, Jesús Hernández (Educación) y Vicente Uribe (Agricultura), habían argumentado que la defensa de Madrid y la evacuación del gobierno no eran objetivos incompatibles. No obstante, los cuatro ministros anarquistas veían el abandono de la capital como una cobardía y propusieron permanecer en Madrid mientras el resto de los ministros se marchaban. La propuesta fue rechazada con firmeza por Prieto, quien se dio cuenta enseguida de las ventajas políticas que aportaría a la CNT su alarde de valor.
Prieto, que formaba parte del gabinete como ministro de la Marina y del Aire, estaba, no obstante, disgustado por la forma en que el gobierno proponía la huida. Aunque con su característico pesimismo, Prieto, igual que Largo Caballero, estaba convencido de que Madrid caería rápidamente en poder de los rebeldes, creía que el gobierno debía haber anunciado con antelación sus planes de abandonar la capital. Más tarde afirmó que la propuesta de que el gobierno se marchara la había hecho él mismo varias semanas antes, pero a condición de que se le diera una publicidad adecuada. Prieto temía que un traslado de improviso y en el último momento diera la impresión de una huida desesperada. Consideraba recomendable que el pueblo de Madrid fuera preparado psicológicamente de modo que la medida pudiera justificarse militarmente y no como un acto inspirado por la cobardía. Y como en tantas otras ocasiones, Largo Caballero hizo caso omiso de la opinión de Prieto.
El debate del Consejo de Ministros sobre la propuesta de evacuación presentada por Largo Caballero fue extremadamente tenso. Después de pedir permiso para discutir la cuestión en privado, los cuatro ministros de la CNT se reunieron aparte, y solo después de un lapso considerable regresaron y expresaron su acuerdo. Largo Caballero anunció que la nueva sede del gobierno sería Valencia, y no Barcelona como inicialmente se había pensado, porque el presidente de la República, Manuel Azaña, ya estaba instalado allí. Prieto anunció que tenía dos aviones de transporte a disposición de los miembros del gobierno para el traslado a Valencia, pero nadie aceptó su oferta. Largo Caballero se marchó en automóvil por la carretera Madrid-Valencia. Al pasar por la población de Tarancón, un grupo de milicianos anarquistas, al mando de un tal coronel Rosal, impidió el paso de los ministros y del personal que los acompañaba. Julio Álvarez del Vayo, socialista de izquierda y titular del Ministerio de Asuntos Exteriores, fue zarandeado e insultado. Juan Peiró y Juan López, los ministros cenetistas de Industria y Comercio, fueron enviados de vuelta a Madrid y tuvieron que viajar a Valencia en avión con Prieto.
Según Prieto, Largo Caballero había tomado unilateralmente la decisión de ir a Valencia. No obstante, en sus Recuerdos Largo afirma que la decisión se tomó por unanimidad, y que Azaña cambió de idea y fue a Barcelona el 19 de octubre sin consultar con nadie. Sea cual fuere la verdad, hay pocas dudas acerca de que la manera en que el gobierno abandonó Madrid causó una penosísima impresión y permitió que el Partido Comunista asumiera la dirección de la defensa de la ciudad y, por tanto, incrementara su prestigio. Era un paso importante en el camino del control total del esfuerzo bélico republicano; mientras llegaba el momento, el problema inmediato era la situación de la capital española, repentinamente huérfana de gobierno. El ambiente de la ciudad al anochecer del 6 de noviembre se refleja en estas líneas de Mijaíl Koltsov, periodista soviético del que suele decirse que era el emisario personal de Stalin, y que aparece con el nombre de Karkov en Por quién doblan las campanas, de Hemingway.
Me dirigí al Ministerio de la Guerra, al comisariado de la Guerra… No había casi nadie… Fui a la oficina del primer ministro y el edificio estaba cerrado. Acudí al Ministerio de Asuntos Exteriores; estaba desierto… En la Censura de la Prensa Extranjera un oficial me dijo que dos horas antes el gobierno había reconocido que la situación de Madrid era desesperada… y había huido. Largo Caballero había prohibido la publicación de toda noticia sobre la evacuación «a fin de evitar el pánico»… Corrí al Ministerio del Interior… El edificio estaba casi vacío… Me dirigí al Comité Central del Partido Comunista. Se estaba celebrando una reunión plenaria del Ejecutivo… Me dijeron que en ese mismo día Largo Caballero había decidido repentinamente evacuar la ciudad. Su decisión había sido aprobada por mayoría en el Consejo de Ministros… Los ministros comunistas preferían quedarse, pero se les hizo ver que hacerlo supondría el descrédito del gobierno y se vieron obligados a marchar con los demás… No se había informado de la marcha del gobierno ni siquiera a los principales dirigentes de las distintas organizaciones, ni a los departamentos y agencias estatales. Solo en el último momento había comunicado el primer ministro al jefe del Estado Mayor General la marcha del gobierno… El ministro del Interior, Galarza, y su ayudante, el director general de Seguridad Muñoz, habían sido los primeros en abandonar la capital. El Estado Mayor del general Pozas, comandante en jefe del Frente Central, había puesto pies en polvorosa… El Estado Mayor del general Pozas, jefe del Frente Central, se ha desperdigado… Vuelvo de nuevo al Ministerio de la Guerra… Subo corriendo las escaleras y entro en el vestíbulo ¡Ni un alma! En el descansillo… hay dos viejos ujieres sentados, como figuras de cera, vestidos con librea y pulcramente afeitados… esperando en vano el sonido del timbre del despacho del ministro. Harían exactamente lo mismo si el ministro fuera el anterior, o uno nuevo. Paso ante filas y filas de despachos. Todas las puertas están abiertas de par en par… Entro en el despacho del ministro de la Guerra… ¡Ni un alma! Más allá, una hilera de oficinas: el Estado Mayor Central, con sus secciones; el Estado Mayor General, con sus secciones; el Estado Mayor del Frente Central, con sus secciones; el Cuerpo de Intendencia, con sus secciones; la Dirección de Personal, con sus secciones. Todas las puertas están abiertas de par en par. Las lámparas del techo están encendidas. Sobre las mesas se encuentran abandonados mapas, documentos, comunicados, lápices, cuadernos cubiertos de notas. ¡Ni un alma!
Con la marcha del gobierno se produjo una tremenda confusión respecto a cómo organizar la defensa de Madrid. Además, había en la capital una sensación generalizada de pánico y desorden. El socialista Arturo Barea, jefe del Departamento de Prensa Extranjera y Censura, ha descrito en su autobiografía La forja de un rebelde cómo recibió la noticia de la marcha del gobierno:
Cuando Luis Rubio Hidalgo me dijo que el gobierno se marchaba y que Madrid caería al día siguiente, no supe qué decir. ¿Qué podía haber dicho? Sabía tan bien como otro cualquiera, que los fascistas estaban en las afueras. Las calles estaban abarrotadas de gentes que, en desesperación, marchaban a enfrentarse con su enemigo en las puertas de su ciudad. Se luchaba en el barrio de Usera y en las orillas del Manzanares. Nuestros oídos estaban llenos constantemente con las explosiones de bombas y morteros, y algunas veces nos llegaban los estallidos del fusil o el tableteo de las ametralladoras. Pero ahora, ¡el así llamado Gobierno de Guerra se marchaba —huía— y el jefe de la Sección de Prensa Extranjera del Ministerio de Estado estaba convencido de que las fuerzas de Franco entrarían!… Estaba desconcertado, mientras trataba de mantener toda mi corrección.
Al marcharse, el gobierno había decidido confiar la defensa de Madrid al general José Miaja. El héroe de Madrid, como se le llamaría en breve, tenía unos antecedentes llenos de vicisitudes: había sido ministro de la Guerra durante algunas horas en el gobierno de coalición formado por Martínez Barrio la noche del 18 de julio. Convencido de que los rebeldes vencerían a la República, rehusó continuar en tal puesto con el gobierno Giral, y fue incluso acusado de haber pertenecido a la ultraderechista Unión Militar Española. Se le dio el mando de la 3.ª División en Valencia, y al fracasar en su intento de tomar Córdoba fue relevado del mando. Por tanto, se encontraba bajo sospecha cuando se le encomendó la ardua tarea de organizar la defensa de Madrid. De hecho, él estaba convencido de que su elección formaba parte de un plan deliberado para sacrificarle con lo que parecía un gesto propagandístico fútil. Según Largo Caballero, la reacción de Miaja al enterarse de su inesperado y probablemente indeseado ascenso fue palidecer, tartamudear y finalmente indicar que, aunque estaba a las órdenes del primer ministro, debía recordarse que su familia estaba encarcelada en el Marruecos nacional, y que él mismo tenía intereses comerciales allí.
Ese mismo día Largo Caballero, en su condición de ministro de la Guerra, y su subsecretario, el general José Asensio Torrado, despacharon las órdenes para la defensa de Madrid. Se entregaron en sobres cerrados, con instrucciones de no abrirlos hasta la mañana siguiente a las seis, a Miaja, el recién nombrado comandante del distrito militar de Madrid, y al general Sebastián Pozas, comandante del Ejército del Centro. Miaja y Pozas hicieron caso omiso de las órdenes y abrieron los sobres al atardecer del 6 de noviembre. Al parecer, cada uno recibió la orden destinada al otro, error que sigue siendo hoy en día fuente de controversias. Miaja recibía instrucciones para formar una Junta de Defensa con la participación de todos los partidos del Frente Popular y defender Madrid «a toda costa». A Pozas se le encomendaban algunos movimientos tácticos y el establecimiento de un nuevo cuartel general. No obstante, según testimonio de Julián Zugazagoitia, director de El Socialista y amigo de Prieto, nadie en el gobierno creía que Madrid pudiera ser defendida, y menos que nadie Largo Caballero, que conocía a fondo la situación real de confusión y desintegración militar. El primer ministro marchó de Madrid tan convencido como Prieto de que caería en manos del enemigo antes de una semana.
Sin embargo, la llegada de las fuerzas rebeldes se había retrasado debido a la decisión de Franco de liberar antes el Alcázar de Toledo. Ese hecho resultó vital para los republicanos. El respiro permitió la entrega de la ayuda soviética —que se pagó el 25 de octubre mediante el envío de la mitad de las reservas de oro españolas a la Unión Soviética—, medida que también proporcionó gran cantidad de divisas fuertes que se necesitaban desesperadamente. Permitió que Madrid se beneficiara de la llegada de las Brigadas Internacionales. Éstas fueron reclutadas y organizadas por la Internacional Comunista, que había constatado rápidamente la disposición espontánea, entre los trabajadores de toda Europa y de América, a ayudar a España. Voluntarios de todo el mundo, deseosos de luchar contra el fascismo, acudieron a España vía París, donde se encargaban de su reclutamiento varios agentes, entre ellos el futuro mariscal Tito. Empezaron a llegar a España en el mes de octubre, y fueron entrenados en Albacete bajo la dirección del brutal dirigente comunista francés André Marty. El 8 de noviembre llegaron a Madrid las primeras unidades, formadas por antifascistas alemanes e italianos, más algunos izquierdistas británicos, franceses y polacos. Distribuidos entre los defensores españoles en la proporción de uno a cuatro, los miembros de las Brigadas contribuyeron a elevar la moral de las tropas regulares y a familiarizarlas con el uso de las ametralladoras.
La Undécima Brigada Internacional, mandada por el general soviético Emilio Kléber, también conocido como Lazar Stern, y conocida por la Prensa republicana como la «Columna Internacional», tuvo un papel vital en la defensa de Madrid. Kléber era un austrohúngaro que se había preparado en la Academia Frunze de Moscú. Junto con el Quinto Regimiento formado por el Partido Comunista, fue la unidad mejor organizada y con el nivel de disciplina más alto de todo el Frente Central. La Undécima Brigada permitió a Miaja dirigir una defensa desesperada y brillante en la que colaboró todo el pueblo madrileño. A principios de noviembre, los milicianos y los moros luchaban cuerpo a cuerpo en los edificios de la Ciudad Universitaria. El pueblo madrileño combatía bajo pancartas que proclamaban NO PASARÁN y MADRID SERÁ LA TUMBA DEL FASCISMO. La apasionada oradora comunista Dolores Ibárruri enardecía a los defensores con su vibrante oratoria: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas». Y arengaba a las mujeres de Madrid: «Más vale ser viudas de héroes que mujeres de cobardes». De hecho, una brigada de mujeres participó en los combates. Los barrios obreros fueron machacados por los obuses y las bombas, aunque Franco dejó cuidadosamente intacto el barrio de Salamanca, el distrito residencial en el que vivían sus quintacolumnistas. Cuando alguno de ellos fue capturado los exasperados milicianos lo lincharon.
Voluntarios de todo el mundo llegaban a combatir por la República. Unos estaban sin empleo, otros eran aventureros, pero la mayoría tenían una idea clara de a qué habían venido: a luchar contra el fascismo. Para las víctimas de los regímenes fascistas de Mussolini y Hitler era una segunda oportunidad de luchar contra un enemigo cuya bestialidad conocían demasiado bien. Forzados a vivir fuera de su país, no tenían nada que perder salvo su exilio y, en cierto modo, luchaban por regresar a sus hogares. El batallón Thälmann recibió su bautismo de fuego en Madrid y sufrió un enorme porcentaje de bajas. Estaba formado básicamente por comunistas alemanes, y algunos británicos. Esmond Romilly fue uno de los componentes británicos del batallón Thälmann. Más tarde escribió de sus compañeros de armas:
Para ellos realmente no podía haber rendición ni huida; luchaban por su causa y luchaban también por un hogar en el que poder vivir. Recuerdo haberles oído hablar de su vida de exiliados, de la existencia miserable que llevaban en Amberes o en Toulouse, perseguidos por las leyes de inmigración y perseguidos sin descanso —incluso en Inglaterra— por la Policía secreta nazi. Lo habían apostado todo en esta guerra.
En efecto, cuando la República cayó definitivamente en 1939, muchos antifascistas alemanes e italianos estaban aún combatiendo en España. Fueron encerrados en campos de concentración franceses, y muchos de ellos cayeron en manos de las SS y murieron en las cámaras de gas.
Para los voluntarios británicos y norteamericanos, la necesidad de luchar en España obedecía a causas distintas. Su opción era más consciente: emprendían el peligroso viaje a España guiados por el sombrío presentimiento de lo que una derrota de la República española podía representar para el resto del mundo. Uno de los que tomaron tal decisión fue Jason Gurney, un escultor de Chelsea que vino a combatir a España y que recibió una herida que le imposibilitó para volver a esculpir nunca más: «La Guerra Civil española proporcionaba a un simple individuo la oportunidad de comprometerse de forma positiva y eficaz con un problema que se planteaba con una claridad absoluta. O bien te oponías al crecimiento del fascismo y acudías a luchar contra él, o te hacías cómplice de sus crímenes y te convertías en culpable por permitir su expansión». Gurney es un caso típico de los voluntarios que creían que combatiendo al fascismo en España luchaban también contra la amenaza del fascismo en sus propios países. No se les ofrecía ninguna especie de pago, ni tan siquiera una póliza de seguro. A un hombre que preguntó a los reclutadores británicos cuál era la paga por el servicio, se le contestó: «No eres la clase de sujeto que queremos para España. Largo de aquí». Todo lo que se ofrecía y todo lo que querían la mayoría de ellos era la oportunidad de luchar contra el fascismo.
En cambio, Franco siempre afirmó que no había extranjeros entre sus tropas. A pesar de que se decía que eran voluntarios, la totalidad de los 20 000 alemanes y muchos de los 80 000 italianos que combatieron al lado de los rebeldes eran soldados regulares debidamente preparados. Se les pagaba en su país de origen y eran objeto de rotación regular. De modo parecido, los «viriatos» portugueses incluían una elevada proporción de soldados regulares que percibían la paga entera y cuya estancia en España contaba en su hoja de servicios militares en Portugal. Se han dado cifras diversas sobre su número, cifras que oscilan entre cuatro mil y veinte mil, y probablemente no eran más de ocho mil. No obstante, hubo también algunos voluntarios genuinos en las filas franquistas, entre mil y mil quinientos. Había rusos blancos que habían luchado contra los bolcheviques en su propia guerra civil y volverían a combatir contra ellos en Finlandia. La ferozmente antisemita Guardia de Hierro rumana envió ocho voluntarios a ayudar a Franco en la «batalla contra la bestia de color escarlata del Apocalipsis». El batallón Jean d’Arc lo integraban unos trescientos franceses de la Croix de Feu y otras organizaciones de la extrema derecha. Había también un grupo heterogéneo formado por polacos, belgas y otros ultraderechistas, católicos, fascistas y antisemitas procedentes de toda Europa. Entre ellos se contaban al menos media docena de ingleses y un norteamericano. Uno de los ingleses, Peter Kemp, alcanzó el grado de oficial primero con los carlistas, y posteriormente con la feroz Legión Extranjera española.
Con todo, los voluntarios extranjeros al servicio de Franco que alcanzaron mayor fama fueron los componentes de la Brigada Irlandesa mandada por el general Eoin O’Duffy. Sus católicos voluntarios estaban deseosos de luchar en España gracias a los sangrientos reportajes aparecidos en la prensa sobre la persecución religiosa en la zona republicana. Para ellos la guerra era nada menos que una cruzada religiosa, como lo evidencia el siguiente párrafo del libro de O’Duffy Cruzada en España, publicado en 1938:
Antes de partir se distribuyeron entre los voluntarios rosarios, Agnus Deis y otros emblemas religiosos, donados por el Reverendísimo Monseñor Byrne, de Clonmel, deán de Waterford. En el grupo estaban representados diecisiete condados y el contingente más nutrido procedía de Tipperary. Refiriéndose a su marcha, el Reverendísimo Monseñor Ryan, deán de la archidiócesis de Cashel, dijo: «Han marchado a librar la batalla de la cristiandad contra el comunismo. Cúmulos de dificultades se yerguen frente a los hombres que manda el general O’Duffy y solo los héroes son capaces de combatir en esas condiciones. Quienes han quedado en casa pueden ayudar a la causa con sus oraciones. El Rosario es más poderoso que las armas bélicas. En la presencia de Nuestro Señor Jesucristo, prometamos ofrecer un misterio del Rosario familiar todos los días por la pobre España sufriente; y por los muchachos irlandeses que han acudido a librar esa batalla desesperada que amenaza con llevar la desolación a todo el mundo. Roguemos porque pueda evitarse la destrucción y Cristo viva y reine, y porque el comunismo y los poderes de Satán en la Tierra sean aniquilados».
El propio O’Duffy había sido jefe de la policía irlandesa hasta 1933. Después de ser destituido por razones políticas, se convirtió en líder de la Army Comrades Association (Asociación de Camaradas del Ejército), que rápidamente se convirtió en el movimiento fascista de los Camisas Azules. O’Duffy esperaba que su éxito en España facilitaría sus propias ambiciones dictatoriales en Irlanda. Llegado el momento, los voluntarios de O’Duffy de la Brigada Irlandesa no consiguieron la gloria que habría facilitado un golpe de Estado fascista en Irlanda. O’Duffy redujo la eficacia militar de su brigada al nombrar para los puestos de mayor responsabilidad a sus propios seguidores políticos, sin tener en cuenta su experiencia. Sobrevino el desastre y las primeras bajas fueron causadas, inadvertidamente, por los franquistas. En la batalla del Jarama, en febrero de 1937, una de sus compañías fue tiroteada por una unidad falangista que la confundió con brigadistas internacionales y en una pequeña escaramuza, murieron cuatro irlandeses. Su única experiencia bélica en el Jarama era parte de un ataque emprendido sin entusiasmo para ayudar al avance italiano en Guadalajara. Los irlandeses sufrieron algunas bajas que contribuyeron poco a la causa rebelde. En el verano de 1937, después de un período durante el que O’Duffy abusó de la bebida, volvieron a sus hogares profundamente desilusionados y con la reputación política de su líder seriamente dañada.
El reclutamiento de los voluntarios republicanos estaba organizado, en gran medida, por el Partido Comunista. Eso no quiere decir que fueran todos comunistas, aunque había una elevada proporción de ellos. La perspectiva que hoy tenemos sobre los ominosos crímenes de Stalin o sobre las sórdidas luchas por el poder en la zona republicana no disminuyen ni un ápice el idealismo y el heroísmo de quienes sacrificaron su comodidad, su seguridad, y en muchos casos su vida, en la lucha contra el fascismo. Los historiadores franquistas y los norteamericanos anticomunistas han presentado a los brigadistas internacionales como marionetas de Moscú. Esa tendencia ha llegado a su punto culminante en un trabajo de los años ochenta que, curiosamente, basa la mayor parte de sus conclusiones en pruebas recogidas en los informes del Comité del Congreso sobre Actividades Antiamericanas, y en los interrogatorios efectuados por la Oficina de Control de Actividades Subversivas de Estados Unidos. El hecho de que las Brigadas estuvieran en gran medida organizadas por comunistas no debería oscurecer la realidad: los voluntarios acudieron a España a luchar contra el hitlerismo. Temían —al contrario, evidentemente, que los políticos de las democracias— lo que el poeta Edgell Rickword expresó vívidamente en estos versos satíricos: «In Hitler’s frantic mental haze / Already Hull and Cardiff blaze, / And Paul’s grey dome rocks to the blast / Of air torpedoes screaming past». («En los frenéticos delirios mentales de Hitler / Hull y Cardiff están ya ardiendo / y la cúpula gris de la catedral de San Pablo / se balancea al estallar los torpedos volantes que pasan silbando»).
No obstante, se dejó que fueran los comunistas los encargados de guiar a los voluntarios en el paso clandestino de la frontera francesa, unas veces a pie y otras en autobuses. Algunos llegaron a cruzar los Pirineos calzados con alpargatas de esparto. En el autobús que conducía a Jason Gurney, un hombre empezó a gemir «No quiero ir». Para impedir que alertara a las autoridades francesas de su paso ilegal, Gurney le golpeó. Escribió más tarde que el hombre «lloró mucho esa noche en Figueras pero más tarde parecía contento y nunca me guardó rencor. Pero cuando unos meses más tarde vi su cuerpo sin vida tendido en los campos del Jarama, me sentí como un asesino». Como advertían los reclutadores, era «una guerra puta». Cuando los voluntarios llegaron a Barcelona, fueron recibidos por los vítores de una multitud. La mayoría no tenía ninguna experiencia bélica y tuvieron que ser rápidamente organizados a toda prisa en regimientos en los que recibían una instrucción rudimentaria de escasas horas. Casi siempre sin equipo adecuado, se les envió al frente, a luchar contra las tropas fascistas. Las primeras unidades llegaron a Madrid el 8 de noviembre. Geoffrey Cox, corresponsal del News Chronicle, estaba en la capital de España cuando llegaron:
Las pocas personas presentes se agruparon junto a la vía del tren, gritando casi histéricamente «¡Salud! ¡Salud!», agitando en el aire como saludo los puños cerrados, o aplaudiendo vigorosamente. Una anciana con lágrimas que le corrían por las mejillas, de vuelta de una larga espera en una cola, levantaba en sus brazos a una niña que saludaba alzando un puño diminuto.
Los soldados respondieron saludando con el puño y copiando el grito de «¡Salud!». No sabíamos quiénes eran. La gente les tomaba por rusos. El camarero se volvió hacia mí y me dijo: «Han llegado los rusos, han llegado los rusos». Pero cuando oí una chillona voz prusiana dando una orden en alemán seguida de gritos en francés y en italiano, supe que no eran los rusos. La Columna Internacional Antifascista había llegado a Madrid.
La inyección moral que supuso para los madrileños fue incalculable.
No obstante, conviene no exagerar el papel de las Brigadas Internacionales en la defensa de Madrid. Fueron uno de los ingredientes de un esfuerzo heroico en el que participó toda la población. Mujeres y niños ayudaron llevando alimentos y medicinas al frente y atendiendo las comunicaciones. El 14 de noviembre llegó la columna del legendario luchador anarquista Buenaventura Durruti. Durruti moriría una semana más tarde en circunstancias que siguen siendo objeto de controversias; su muerte tuvo lugar cerca de la Ciudad Universitaria pero lejos del escenario de los combates, y casi con seguridad se debió al disparo accidental de un fusil en su coche. Circuló el rumor de que lo había matado un francotirador nacional. Muchos anarquistas no querían aceptar una explicación tan sencilla y acusaron a los comunistas de haber asesinado a su heroico líder. Los comunistas replicaron con la acusación de que Durruti había sido asesinado por sus propios hombres, que le odiaban debido a sus esfuerzos por imponer disciplina. El 22 de noviembre, una gigantesca procesión acompañó los restos de Durruti al lugar de su sepultura. Los cientos de miles de personas que desfilaron a paso lento por Barcelona en manifestación de duelo constituyeron la última demostración pública de la fuerza de masas de la CNT. A partir de ese momento, las recriminaciones mutuas en torno a su muerte proporcionaron un tema más a la dura confrontación surgida de las interpretaciones contradictorias acerca de cómo debía conducirse la guerra contra los rebeldes. Los anarquistas acusaban a los comunistas de imponer el autoritarismo rígido de la Unión Soviética frente a la espontaneidad de la revolución social libertaria. Los comunistas replicaban con severas críticas al modo en que la ineficiencia de los anarquistas obstaculizaba la tarea de alimentar a los refugiados amontonados en la ciudad sitiada, y se burlaban del mal comportamiento de la columna de Durruti en la defensa de la Ciudad Universitaria.
Ciertamente, los nacionales, por medio de sus tropas moras, habían conseguido realizar avances significativos y pasar al otro lado del río Manzanares. En definitiva, sin embargo, su empuje quedó detenido. De hecho, los hombres de Durruti habían entrado en acción a regañadientes. Al llegar a Madrid, el dirigente anarquista había insistido en que sus hombres necesitaban descansar y reorganizarse. Pero Durruti se vio sometido a enormes presiones por parte de la Junta de Defensa recién formada en Madrid bajo la dirección de Miaja, que en su sesión del 14 de noviembre llegó a proponer que la columna anarquista se colocase directamente a sus órdenes. La propuesta resultó innecesaria porque Durruti accedió, en el último momento, a incorporarse de inmediato a las líneas republicanas. Pero sus milicianos estaban mal equipados y exhaustos después de dos meses de lucha ininterrumpida en el frente de Aragón, y muchos de ellos huyeron ante el ataque de los moros. Éstos llegaron casi hasta el centro de la ciudad, pero pudieron ser rechazados por el pueblo de Madrid después de una heroica refriega cuerpo a cuerpo. El 23 de noviembre finalizó el ataque nacional. Por el momento, la ciudad se había salvado.
El gran héroe popular de la defensa de Madrid fue el general Miaja. Sus éxitos al resistir a las fuerzas rebeldes se debían en una parte importantísima al inmediato ofrecimiento de ayuda a la Junta de Defensa por parte del Partido Comunista, de su Quinto Regimiento y del movimiento de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), dominadas por los comunistas. No obstante, fue difamado por los comunistas, después de haberle elevado al rango de una leyenda viviente. Esa actitud ha sido interpretada como una política deliberada para acceder a responsabilidades de dirección en la Junta de Defensa. Abandonado por el gobierno republicano y convencido de que se le había adjudicado el papel de chivo expiatorio, no puede sorprender a nadie que Miaja se volviera esperanzado a los comunistas. Ellos, a su vez, se dieron cuenta de que la moral maltrecha de los madrileños necesitaba un héroe. Y por tanto, Miaja se vio alzado a un pedestal y se intoxicaba con tantas alabanzas. Con una nutrida escolta de motoristas y guardias en coches blindados, una cacofonía de sirenas anunciaba su llegada. Dijo a Julián Zugazagoitia: «Cuando paso con mi coche, las mujeres me gritan: “¡Miaja! ¡Miaja!” y se gritan entre ellas: “¡Ahí va Miaja! ¡Ahí va Miaja!”. Las saludo y me saludan. Ellas quedan contentas y yo también». Durante una larga visita a los diversos frentes de los alrededores de la capital dijo una y otra vez a Largo Caballero: «¡Soy la vedette de Madrid!».
Para muchos observadores, sin embargo, el corpulento y desaliñado Miaja era una personalidad mediocre. Tanto Franco como Queipo de Llano le consideraban un cobarde incompetente. Herbert L. Matthews, el corresponsal del New York Times en Madrid, describió a Miaja como el auténtico reverso de su leyenda de leal, testarudo y valeroso defensor de Madrid. Al revés del héroe del mito, era un hombre débil, poco inteligente y sin principios. Prieto le consideraba venal y frívolo. Largo Caballero criticaba amargamente los suntuosos banquetes que se organizaban en honor de Miaja en los sótanos del Ministerio de Hacienda mientras el resto de la población pasaba hambre. Después de entrevistarse con él, Azaña comentó: «Difícil mantener con este hombre una conversación interesante. Locuaz, anecdótico, salta de una cosa a otra, como un pájaro. Sonriente, satisfecho».
El perspicaz periodista soviético Mijaíl Koltsov, mientras tanto, afirmaba que el verdadero director de las operaciones en Madrid era Vicente Rojo, de cuarenta y dos años de edad, que había entrado en el Alcázar de Toledo con las condiciones para la rendición. Rojo, que había sido ascendido a teniente coronel el 10 de octubre, fue nombrado jefe del Estado Mayor de Miaja por Largo Caballero poco antes de que el gobierno se trasladase a Valencia. Fue una elección muy acertada. Rojo había servido en África, pero su verdadera vocación había sido la de estudioso de las tácticas militares. Durante diez años, de 1922 a 1932, había sido instructor en la Academia de Infantería de Toledo. Horrorizado por la carencia de libros de texto decentes, escribió algunos nuevos y volvió a redactar los planes de formación. Había estudiado después en la Escuela Superior de Guerra con la intención de entrar en el Estado Mayor, en el que llevaba solo cuatro meses cuando tuvo lugar el golpe militar. Su especialidad era la topografía y la utilización de mapas y se apresuró a aplicar sus conocimientos teóricos. También creía fervientemente en la importancia de la moral. Con los ánimos de los defensores por los suelos después de que el gobierno se fuera a Valencia, sus habilidades de motivador serían tan cruciales como sus capacidades técnicas.
Mijaíl Koltsov anotó en su Diario el 10 de noviembre:
Miaja participa muy poco en el detalle de las operaciones; apenas sabe nada sobre el tema. Deja esas cuestiones al cuidado de su jefe de Estado Mayor y de los comandantes de las columnas y sectores. Rojo se gana la confianza de sus hombres por su modestia, que oculta sus grandes conocimientos prácticos y una capacidad de trabajo inusual. Hoy es el cuarto día que ha pasado volcado sobre el mapa de Madrid. Formando una cadena interminable, los comandantes y comisarios vienen a verle; y a todos, con voz baja y tranquila, pacientemente, como si se tratara de la oficina de información de una estación de ferrocarril, repitiendo en ocasiones veinte veces lo mismo, les explica, enseña, indica, anota en los papeles, y frecuentemente dibuja planos.
Sin embargo, el madrileño medio estaba poco informado de las intrigas políticas que se desarrollaban en el interior de la Junta de Defensa. De hecho, mientras Rojo se centraba en los aspectos técnico-militares de la defensa de la capital, Miaja se dedicó a recorrer la ciudad gozando de ser visto y para levantar la moral de la gente. Y su gran proximidad le aseguró considerable éxito en tal labor.
El sitio de la capital se prolongó, con bombardeos y cañoneos intermitentes durante casi tres años. En una ocasión, Esmond Romilly hubo de refugiarse en una estación de Metro durante un bombardeo aéreo. Su descripción dibuja un cuadro de los horrores sufridos por el pueblo de Madrid cuatro años antes de que también los sufrieran los ciudadanos de Londres:
Intentamos salir a la calle, pero una multitud presa del pánico imposibilitaba cualquier movimiento. El miedo al ahogo era mayor que el de las bombas, las mujeres gritaban y en las escaleras de acceso muchas personas se empujaban para entrar en el refugio.
Mientras oíamos el estruendo de los bombarderos encima de nuestras cabezas, recordé la muchedumbre que se agolpaba alrededor de una boca de Metro en nuestro primer día en Madrid; estaban todavía extrayendo los cuerpos de doscientas personas muertas por una bomba incendiaria que había estallado encima de un refugio a prueba de bombas.
Sin embargo, los horrores del asedio no se limitaron a los madrileños leales. Muchos simpatizantes del bando nacional temían por sus vidas, ocultos en las casas de amigos de confianza o en los edificios de las embajadas extranjeras, aterrorizados ante la idea de caer en manos de las checas. Otros no estaban tan asustados y salían de noche para hacer de francotiradores y disparar desde azoteas y ventanas a oscuras. De hecho, numerosos derechistas habían sido detenidos al principio de la guerra. Muchos habían sido asesinados en el curso de las llamadas «sacas» o traslados de presos de las cárceles de Madrid: la Modelo, Porlier, Ventas y San Antón. Antes del asedio, el asesinato de los presos derechistas fue debido a la acción de patrullas de milicianos incontrolados y con frecuencia lo provocó la indignación que causaba la muerte de numerosos civiles debido a los bombardeos de los nacionales que sufría la ciudad indefensa. La caída de la villa de Getafe, situada directamente al sur de la capital, el 4 de noviembre intensificó el pánico popular y la grave inquietud de los militares. Llegaron a Madrid noticias de las matanzas de civiles en las calles al pasar las tropas moras de Franco por el barrio de Carabanchel, en el sur de Madrid. En el centro de la capital no se oía solo el ruido sordo de la artillería, sino también el crepitar de la fusilería. Pronto se tomaría la decisión de trasladar a los prisioneros en gran número, lo cual tuvo consecuencias espantosas.
El responsable de lo que había sucedido luego era en parte el general Mola. El 3 de octubre Dolores Ibárruri, la Pasionaria, ya se había referido en el diario comunista Mundo Obrero a una emisión radiofónica anterior en la que Mola había declarado que tenía cuatro columnas preparadas para atacar Madrid, pero que el ataque lo iniciaría una quinta columna que ya se encontraba dentro de la ciudad. Ibárruri pidió que se eliminase sin vacilar a este enemigo de dentro. Volvió a hablarse de una «quinta columna» cuando el 28 de octubre, mientras el cerco de Madrid empezaba a estrecharse, Mola había trasladado su cuartel general de Burgos a Ávila para el asalto final. Mola, lleno de confianza, había anunciado ante los periodistas cómo caería Madrid. Según uno de los presentes, Noel Monks del Daily Express, el general sacó mapas que indicaban dónde se hallaban apostadas las cuatro columnas atacantes. Cuando le preguntaron cuál de las cuatro era probable que tomase la ciudad, contestó que ninguna de ellas, sino una quinta columna, «hombres que ahora están escondidos se levantarán y nos apoyarán tan pronto como nos pongamos en marcha». Las palabras «quinta columna» se hicieron así de uso corriente y el pánico se agudizó en Madrid.
Al igual que la Pasionaria antes que él, Enrique Líster, que mandaba el comunista Quinto Regimiento, reaccionó furiosamente a los comentarios de Mola. Más adelante escribió: «La fanfarronada del general fue un toque de alerta para nosotros y les costó bien cara a los fascistas. El mando de las fuerzas que atacaban a Madrid esperaba que la “quinta columna” se lanzara a la calle, nos apuñalara por la espalda y creara el desorden entre la población. Era necesario liquidar ese peligro, y si no se liquidó del todo, a la “quinta columna” se le dieron tales golpes que la dejaron impotente para acciones decisivas». No tuvo nada de extraño, pues, que asediados en la ciudad aterrorizada, tanto la población como los líderes políticos estuvieran preocupados debido al enemigo de dentro.
Aparte de los quintacolumnistas escondidos en embajadas, muchos de los cuales estaban armados, el mayor número —casi ocho mil— se hallaba en las diversas prisiones de Madrid. Como deja claro el comentario de Líster, poca o ninguna distinción se hizo entre la «quinta columna» y los presos de derechas. Con los rebeldes a solo unos doscientos metros de la mayor de ellas, la cárcel Modelo, en Argüelles, cerca de la Ciudad Universitaria, se temía que los cientos de oficiales del Ejército que había entre los presos pudieran formar la base de nuevas unidades que engrosarían el Ejército nacional previsiblemente a punto de entrar en la capital. A partir de última hora de la tarde del 7 de noviembre, el responsable oficial de todos los presos fue el comunista Santiago Carrillo, joven secretario general de las JSU, que acababa de ser nombrado consejero de orden público en la Junta de Defensa. El hecho de que ocupara una responsabilidad tan importante a la edad de veintiún años da una idea de sus especiales relaciones con los soviéticos. Entre el personal soviético presente a la sazón se encontraban el general Ian Antonovich Berzin, antiguo jefe de la Inteligencia Militar soviética, y Mijaíl Koltsov, el corresponsal de Pravda. La condición oficial de este último, que era la de periodista, no concordaba con la enorme influencia que ejercía, lo cual dio pábulo a conjeturas en el sentido de que su verdadera misión era informar a Stalin de lo que sucedía en Madrid. Koltsov se alarmó cuando le dijeron que los presos ya se estaban jactando de su inminente liberación y de su incorporación a las fuerzas rebeldes. Junto con Berzin y otros consejeros rusos, insistió en que no evacuar a los presos peligrosos sería un suicidio. De hecho, las memorias del propio Koltsov contienen muchas alusiones a un tal «Miguel Martínez», agente supuestamente latinoamericano de la Komintern con suficiente influencia para dar consejos en los niveles más altos. Muchos han dado por sentado que «Miguel Martínez» no era ni más ni menos que el mismísimo Koltsov, entre otras razones porque en una entrevista en Moscú Stalin le llamó en broma «don Miguel». No obstante, últimamente se ha sugerido que «Miguel Martínez» era otro agente soviético, un agente de penetración profunda, que llevaba algún tiempo en España.
Fuera cual fuese su identidad real, Koltsov afirma en sus memorias que «Miguel Martínez» en persona convenció a los comunistas de que era necesario evacuar a los presos, aunque es mucho más probable que en un proceso tan complejo intervinieran numerosas personas. Lo que es seguro es que el 7 de noviembre por la mañana, unas horas antes de la primera reunión oficial de la Junta de Defensa, Koltsov fue a ver a Pedro Checa, del comité central del Partido Comunista y le instó a proceder a la evacuación de los presos. También es probable que durante el día, mientras se estaba formando la Junta de Defensa, los representantes comunistas y el propio Miaja hablaran del peligro que suponían los presos. No cabe duda de que el asunto era uno de los más importantes que había que tratar.
Un documento que el periodista Jorge M. Reverte descubrió en 2005 indica que después de la primera sesión de la Junta, que empezó a las seis de la tarde del 7 de noviembre, hubo una reunión privada entre representantes de la recién creada Consejería de Orden Público de Carrillo y la federación local de la CNT. Esta reunión tenía sentido habida cuenta de que los comunistas dominaban dentro de la ciudad y de que los anarquistas tenían muchos puntos de control en las afueras. Por desgracia, el documento no da los nombres de los participantes en ella ni la hora exacta en que tuvo lugar, aunque se deduce que fue el 7 de noviembre por la noche. El documento indica que los presentes decidieron que los presos debían dividirse en tres grupos, cabe suponer que de acuerdo con la clasificación que ya se había efectuado. El destino del primer grupo, integrado por «fascistas y elementos peligrosos» debía ser la «ejecución inmediata», «cubriendo la responsabilidad». El segundo grupo, formado por presos a los que se consideraba partidarios del levantamiento militar pero menos peligrosos por su edad o su profesión, debía ser evacuado a Chinchilla, cerca de Albacete. El tercero, el «de elementos no comprometidos», sería puesto en libertad. Aunque sigue habiendo varios interrogantes en relación con este documento, está claro que la evacuación, de la que ya se estaba encargando Pedro Checa siguiendo instrucciones de Koltsov/Miguel Martínez, contaba ahora con la aprobación y la colaboración de los anarquistas.
Llegado el momento, las órdenes para la evacuación de los presos no las firmaron Carrillo ni ningún otro miembro de la Junta de Defensa, sino el número dos de la Dirección General de Seguridad, el policía Vicente Girauta Linares. De igual modo, no se han encontrado órdenes explícitas para su ejecución. No obstante, alrededor de mil doscientos presos fueron obligados a subir a autobuses de dos pisos. A 18 kilómetros de Madrid, en los pueblos de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, les ordenaron que se apearan y les fusilaron. Los comunistas han afirmado posteriormente que los autobuses habían sido detenidos en puestos de control de los anarquistas en la periferia de la capital. El propio Carrillo ha dicho una y otra vez que en medio del caos de la huida del gobierno a Valencia, con insuficientes soldados para cubrir las calles por las que podían entrar en la ciudad los rebeldes, hubo poca planificación y mucha improvisación.
Es muy posible que a los encargados de escoltar a los presos les bastara una insinuación para tomarse la justicia por su mano, puesto que estaban imbuidos del odio general a los rebeldes que se acercaban a la capital. Informes de los encargados de negocios noruego y argentino afirmaban que entre los que escoltaban a los presos se hallaba el tristemente célebre grupo de criminales capitaneado por Agapito García Atadell, miembro de las JSU que se había asignado a sí mismo la tarea de acabar con los quintacolumnistas. Su banda, que había adoptado el nombre de Milicias de Investigación Criminal, era conocida popularmente por el de la Escuadrilla del Amanecer e iba mucho más allá de la función que se había atribuido, desvalijando y matando derechistas de forma indiscriminada en Madrid. De hecho, García Atadell ya había huido de la capital porque temía ser castigado por sus crímenes. Con todo, si se confió a este grupo la misión de evacuar a los presos, pocas dudas podían tener los que mandaban de cuál sería la suerte que probablemente correrían los presos. El hecho de que algunos de los evacuados llegaran sanos y salvos hasta Alcalá de Henares concuerda con la selección de presos a la que se hace referencia en el documento que encontró Reverte, aunque también podría inducir a pensar que la escolta de cada grupo tomó sus propias decisiones.
Hace poco, en noviembre de 2005, Carrillo se negó a hacer comentarios sobre el documento descubierto recientemente y se limitó a repetir su afirmación de que los asesinatos fueron obra de elementos incontrolados: «Lo que sí había en Madrid y fuera de la ciudad era mucho odio a los fascistas; miles de refugiados de Extremadura y Toledo que acampaban como podían a sus alrededores y ardían en deseos de venganza. Y había también fuerzas incontroladas como la Columna del Rosal o la Columna de Hierro, que no se diferenciaban mucho de los que en guerras actuales son denominados “los señores de la guerra” por su total autonomía y ninguna disciplina respecto a las autoridades oficiales. Yo no puedo asumir otra responsabilidad que ésa: no haberlo podido evitar». Esta explicación es ingenua en cualquier circunstancia, pero especialmente a la luz del documento de Reverte. Además, la pretendida ignorancia de lo que ocurrió es, en el mejor de los casos, amnesia, toda vez que, según las actas de la reunión de la Junta de Defensa celebrada el 11 de noviembre de 1936, Carrillo dio cuenta detallada de las medidas que había tomado para organizar la evacuación de presos de la cárcel Modelo. En dicha reunión declaró que la operación había tenido que suspenderse a causa de las protestas del cuerpo diplomático.
En un informe posterior que presentó a Stalin, Stoyan Minev, alias Stepanov, que desde abril de 1937 era el delegado de la Komintern en España, dijo con orgullo que los comunistas habían tomado la iniciativa en la tarea de limpiar Madrid de quintacolumnistas después de la afirmación de Mola. Si se interpreta que los presos y los quintacolumnistas son lo mismo, el informe de Stepanov coincide con la rotunda declaración de Enrique Líster. Posteriormente, haciendo caso omiso del contexto de una ciudad sitiada que temía al enemigo de dentro, la propaganda de los nacionales utilizó la atrocidad de Paracuellos para crear una impresión de «barbarie roja». Los franquistas han insistido una y otra vez en que fueron 12 000 los muertos. A pesar de que Carrillo era solo una entre varias personas que tomaban decisiones, el régimen de Franco y la derecha española nunca dejaron pasar ni una oportunidad para denigrarle por ello durante los treinta años en que fue secretario general del Partido Comunista (1956-1985) y desde entonces.
Los prisioneros de Paracuellos no fueron las únicas víctimas nacionales del pánico provocado por el avance sobre Madrid. El más célebre de todos ellos fue José Antonio Primo de Rivera. Aunque el dirigente falangista estaba encarcelado en la prisión de Alicante, no podía descartarse una evasión o un intercambio de prisioneros. Numerosos nacionales prominentes habían cruzado las líneas por uno de los dos procedimientos, entre ellos, falangistas tan destacados como Raimundo Fernández Cuesta, que fue canjeado oficialmente, y Ramón Serrano Súñer, que logró escapar. Obviamente, dada la importancia de José Antonio Primo de Rivera, tanto el intercambio como la fuga estaban lejos de ser fáciles. No obstante, se llevaron a cabo varios intentos para liberarlo. El primero fue obra de grupos aislados de falangistas de Alicante. Luego, cuando a principios de septiembre los alemanes empezaron a considerar a la Falange como el componente español de un futuro orden político mundial, hubo nuevos intentos más serios, auspiciados en buena medida por el cónsul nazi en Alicante, Joachim von Knobloch. El 17 de septiembre un grupo falangista dirigido por Agustín Aznar llegó a Alicante en una lancha torpedera alemana. Sus integrantes cambiaron su plan de asaltar la cárcel por el de intentar liberar a Primo de Rivera mediante el soborno, pero fracasó cuando Aznar fue capturado y a duras penas consiguió escapar.
En octubre, Von Knobloch y Aznar reiniciaron sus esfuerzos, pero tropezaron con la actitud poco entusiasta de Franco, recién nombrado Generalísimo de las fuerzas nacionales y jefe del Estado. El Caudillo, como ahora se hacía llamar, exigió a las autoridades alemanas que José Antonio fuese rescatado sin que se pagase dinero o, al menos, que se regateara hasta la última peseta. Esto disminuía considerablemente las probabilidades de éxito, aunque los alemanes de Alicante decidieron seguir adelante. Entonces Franco dio unas instrucciones aún más curiosas sobre la suerte de José Antonio. Una vez hubiera sido puesto en libertad, como tal hecho iba a ser llevado totalmente en secreto, el líder falangista iba a ser apartado de Von Knobloch —principal enlace con el liderazgo falangista— mientras era interrogado por alguien enviado por Franco. No iba a ser trasladado a la zona nacional sin permiso específico de Franco. El Caudillo se quejó de manera estrafalaria ante los alemanes dando a entender que existían serias dudas acerca de la salud mental de José Antonio. No es, pues, sorprendente que los alemanes decidieran abortar la operación.
Eran totalmente comprensibles las razones que se escondían tras el basto y retorcido sabotaje por parte de Franco en un intento de rescate que tenía pocas posibilidades de éxito. El Caudillo necesitaba a la Falange como mecanismo de movilización política de la población civil y como medio para crear una falsa identificación con los ideales de sus aliados alemanes. Si el carismático José Antonio Primo de Rivera hubiese acudido a Salamanca, Franco nunca habría podido dominar y manipular a la Falange como hizo posteriormente. Después de todo, ya antes de la guerra, José Antonio se había mostrado reticente respecto a una cooperación excesiva con el Ejército, por miedo a que la Falange fuera simplemente utilizada como carne de cañón y adorno político para la defensa del viejo orden. En la última entrevista de su vida concedida a Jay Allen, publicada en el Chicago Daily Tribune el 9 de octubre y en el News Chronicle dos semanas más tarde, el líder falangista expresó su desacuerdo de que se diera prioridad a la defensa de los intereses tradicionales por encima de las ambiciones retóricas de su partido de impulsar un cambio social. Aun teniendo en cuenta la posibilidad de que José Antonio exagerara sus objetivos revolucionarios con el fin de despertar las simpatías de sus carceleros, era evidente el conflicto implícito entre ese punto de vista y los planes políticos de Franco.
El 6 de octubre Franco recibió en Salamanca la visita del conde Du Moulin-Eckart, consejero en la embajada alemana en Portugal. El nuevo jefe del Estado informó a su primer visitante diplomático de que su principal preocupación era la «unificación de ideas» y el establecimiento de una «ideología común» entre el Ejército, la Falange, los monárquicos y la CEDA. Dadas las relaciones de la mayoría de esos grupos con el antiguo régimen, dicha unificación solo podía llevarse a cabo a costa de la aniquilación política de la Falange, algo que su fundador difícilmente podía aprobar. Por tanto, los planes de Knobloch y Aznar no siguieron adelante y fueron relegados al olvido. Otra posibilidad de liberar a Primo de Rivera se presentó cuando Ramón Cazañas, «jefe» falangista en Marruecos, propuso organizar un intercambio con la mujer y las hijas de Miaja, presas en Melilla. Al parecer, Franco denegó los salvoconductos que pedían los negociadores, aunque la familia de Miaja fue canjeada más tarde por la del carlista Joaquín Bau. Del mismo modo, el Caudillo negó a otro falangista, Maximiano García Venero, el permiso para organizar una campaña internacional dirigida a salvar la vida de José Antonio.
José Antonio Primo de Rivera fue fusilado en la prisión de Alicante el 20 de noviembre de 1936. Testigos presenciales afirman que murió con gran coraje y dignidad. El Caudillo se regocijó en privado de que un hombre a quien siempre había odiado por ser un elegante playboy, ya no pudiera constituir una presencia incómoda en Salamanca. Le dijo maliciosamente a Ramón Serrano Súñer, muy amigo de José Antonio, que tenía pruebas de que el dirigente falangista había muerto como un cobarde. Sin embargo, Franco utilizó a fondo las oportunidades propagandísticas que le proporcionó la ejecución. Al principio adoptó, al menos públicamente, la actitud de negarse a creer la muerte de José Antonio. El líder falangista era más útil «vivo» —y dejando vacío el liderazgo de la Falange— mientras Franco preparaba la unificación política. La respuesta inmediata de Franco ante la noticia de la ejecución resulta enormemente reveladora de las peculiares represiones de su mente: «Probablemente —le dijo a Serrano Súñer—, lo han entregado a los rusos, y es posible que éstos le hayan castrado». Cuando se admitió oficialmente su muerte, Franco utilizó el culto al «Ausente» para apoderarse de la Falange; todos sus símbolos y su parafernalia externa se utilizaron para enmascarar su real desarme ideológico. Se hicieron desaparecer escritos de Primo de Rivera, y su sucesor directo, Manuel Hedilla, fue condenado a muerte y encerrado en prisión.
En Madrid, el ataque rebelde dirigido por Varela había sido finalmente detenido el 22 de noviembre, cuando Franco se vio obligado a detener los asaltos frontales por el cansancio de sus tropas. Era la primera derrota importante sufrida por el Ejército de Franco. Si la República se hubiera encontrado en posición de contraatacar, los nacionales podrían haber sufrido un serio revés. Yagüe y Varela le dijeron a un consejero militar alemán, en presencia de John Whitaker: «Estamos acabados. No podemos resistir de ninguna manera si los rojos pueden contraatacar». Pero el optimismo de Franco a largo plazo nunca decayó, consciente de la importancia de que cuatro días antes, tanto Italia como Alemania hubieran anunciado el reconocimiento de la Junta Nacional de Burgos como gobierno legítimo de España. El embajador americano en Berlín, William E. Dodd, se dio cuenta, al igual que el Caudillo, de que «al reconocer a Franco como un vencedor cuando aún no lo era, Mussolini y Hitler tendrían que asegurarse ahora de su victoria o quedarían asociados a su fracaso». A finales de diciembre de 1936, sir Robert Vansittart, subsecretario del Foreign Office, emitió una opinión similar en un informe secreto al gobierno sobre The World Situation and British Rearmament: «Los dos Estados dictadores están creando un tercer Estado y, al reconocer al gobierno del general Franco antes de que su victoria esté garantizada, se han comprometido irremediablemente a asegurar el éxito de la aventura de los rebeldes sin reparar en los medios necesarios para hacerlo».
De hecho, había otras razones para que Franco fuera optimista. En octubre, Oviedo, capital de Asturias, había sido «liberada» de los mineros que la asediaban. El 18 de octubre, el ABC de Sevilla expresó con satisfacción que las victoriosas columnas nacionales habían entrado en la capital asturiana tras una «auténtica carnicería» de mineros. También llegaron buenas noticias del norte a finales de noviembre, con el anuncio de la derrota de una ofensiva vasca. Por supuesto, Madrid seguía siendo el frente principal. Ambos bandos se atrincheraron y, durante un mes, todo estuvo relativamente en calma. El 13 de diciembre los nacionales intentaron llevar a cabo un ataque con el objetivo de cortar la carretera Madrid-La Coruña, al noroeste de la ciudad. Después de sufrir cuantiosas bajas en los combates en torno al pueblo de Boadilla del Monte, el ataque debió suspenderse. El 5 de enero se reanudó el asalto con mayor ferocidad. Un lento avance con carros de combate de los nacionales fue detenido por las fuerzas republicanas. En cuatro días los nacionales solamente habían avanzado diez kilómetros de carretera, con un coste enorme en unas pérdidas enormes de 15 000 personas en ambos bandos. Las bajas de las Brigadas Internacionales fueron especialmente altas.
Mientras tanto, los histriónicos y hasta cierto punto deshonestos esfuerzos de británicos y franceses por imponer la política de no intervención no podían impedir el suministro de la ayuda fascista a Franco. Ante la negativa de las democracias occidentales de suministrarle material bélico, el gobierno legítimo de la República se vio forzado a dirigirse a la Unión Soviética. El 17 de octubre, Largo Caballero envió una carta al embajador soviético, preguntándole si su gobierno «aceptaría una cantidad de oro de unas quinientas toneladas aproximadamente, cuyo peso exacto se determinaría en el momento del envío». La participación del socialista moderado doctor Juan Negrín, ministro de Hacienda, en dicha transferencia del oro, fue crucial. En septiembre Negrín había tomado la decisión de trasladar las reservas de oro del Banco de España a un lugar más seguro: los subterráneos utilizados como polvorín en la base naval de Cartagena. En octubre, de acuerdo con Largo Caballero, decidió enviar el oro a Moscú y tenerlo allí en depósito como garantía de futuras compras de armas. Dadas las dificultades con que la República se enfrentaba a la compra legal de armas a las democracias, era una decisión importante. Franco tenía a su disposición ayuda continua en forma de alta tecnología por parte de Alemania e Italia, además de técnicos cualificados, piezas de recambio y los manuales de instrucciones pertinentes. En cambio, la República tenía que enviar a sus emisarios, muchas veces estudiosos mal equipados, a negociar con los tiburones del libre comercio de armas y, por tanto, adquirir equipos supravalorados y obsoletos de los distribuidores privados de armamento. Con todo, Negrín ha sido acusado por los historiadores derechistas de ser el hombre de paja de Moscú.
Numerosos informes sobre las transacciones entre Madrid y Moscú demuestran que, en cierto modo, España fue estafada por la Unión Soviética. Sin embargo, los más destacados expertos en la financiación de la Guerra Civil, el diplomático español profesor Ángel Viñas y el británico Gerald Howson, consideran que, calculando las poco más de cuatrocientas toneladas de oro fino enviado a la Unión Soviética y el coste de los suministros de los equipos, con probabilidad la diferencia no era importante. No obstante, los suministros variaban drásticamente de la obsoleta artillería y armas cortas a los aviones, tanques y cañones antitanques del último modelo. El oro también tenía que servir para pagar el transporte de pertrechos a España, operación en la que algunos barcos soviéticos fueron hundidos, así como la preparación de pilotos españoles. En cualquier caso, es difícil saber qué otra cosa podía hacer Negrín sino comprar armas de la Unión Soviética con el oro español. Incluso Largo Caballero, que más tarde se pondría en contra de Negrín, confirmó que la petición del ministro de Hacienda para trasladar el oro a un escondite seguro, sin especificar, era del todo razonable dada la proximidad de las fuerzas rebeldes. Si el oro caía en manos de los nacionales, ya no habría armas para la República y la derrota sería inevitable. Según Largo Caballero, una vez se hubo trasladado el oro a Cartagena, el temor a un desembarco nacional impulsó a Negrín a enviarlo al extranjero. Dado que los círculos bancarios de Inglaterra y Francia ya habían mostrado su hostilidad hacia la República congelando algunos activos españoles, bloqueando prácticamente el crédito y obstaculizando de forma sistemática las transacciones financieras de la República, no había otra alternativa que Rusia, a donde se destinaron los fondos republicanos para pagar el armamento y los alimentos.
En contraste, los nacionales, a pesar del hecho de que las reservas de oro españolas permanecían en manos republicanas, no tuvieron muchas dificultades para financiar su esfuerzo bélico. Desde el principio, los insurgentes pretendieron obtener de las potencias fascistas tanta ayuda en material bélico como fuera posible. Mientras los italianos fueron particularmente generosos, o irresponsables, los alemanes se procuraron beneficios económicos del suministro de armas a los rebeldes. Para ello, se creó en España la Compañía Hispano-Marroquí de Transportes (HISMA) para llevar a cabo las transacciones entre España y Alemania. Desde septiembre de 1936 HISMA desarrolló todo el comercio germano-español mediante la permuta de bienes, evitando así el uso de moneda extranjera, de la que los nacionales andaban escasos. En octubre de 1936 se creó en Berlín la contrapartida de la HISMA, la Rohstoff-und-Waren-Kompensation Handelsgessellschaft (ROWAK) bajo la absoluta autoridad de Hermann Goering. Ambas compañías establecieron un monopolio total de los nazis sobre el comercio nacional con el exterior. También tuvieron un importante papel en la organización de la economía del bando nacional en pie de guerra. Además, el sistema de la HISMA/ROWAK tuvo a largo plazo unos trascendentales efectos en la economía del bando nacional. Las exportaciones españolas de mayor valor para la economía de guerra alemana eran automáticamente desviadas al Tercer Reich, reduciendo así la capacidad de los nacionales para conseguir divisas extranjeras en otros lugares.
Se pudo reunir cierta cantidad de dinero por una «suscripción nacional» a través de la cual la gente en la zona nacional entregaba sus joyas, relojes y monedas de oro. A veces el dinero y las joyas se daban de buen grado, pero también había muchas presiones. No dar nada significaba arriesgarse a ser denunciado por «desafecto». También se recaudaron sumas importantes por medio de la confiscación de las propiedades de los presos o los ejecutados. Un número muy elevado de hombres extremadamente ricos —entre los que se encontraban Juan March, Francesc Cambó y Ángel Pérez— pusieron sus fortunas a disposición de la causa nacional. Sin embargo, el mecanismo básico que utilizó Franco fue el crédito. Ángel Viñas ha calculado que durante la Guerra Civil los nacionales recibieron mercancías y servicios a crédito por un valor aproximado de unos setecientos millones de dólares. Sin embargo, gran parte de esa ayuda —sobre todo la procedente de Italia— estaba libre de intereses.
Entre diciembre de 1936 y abril de 1937 los italianos enviaron alrededor de cien mil hombres, que se estrenaron en el sur. Para compensar el estancamiento en Madrid, había continuado la campaña para acabar con el resto de la resistencia en Andalucía, campaña casi tan sangrienta como la marcha de Madrid. Las tropas del excéntrico general Queipo de Llano empezaron a avanzar hacia Málaga desde Marbella y Granada. Conocido como el «general de la radio», Queipo de Llano daba una serie de charlas radiofónicas nocturnas, contando historias llenas de insinuaciones sexuales de «Blum el judío», «Doña Manolita» (Azaña), Miaja y Prieto, y se deleitaba contando lo que sus mercenarios moros harían con las mujeres de los republicanos.
El 3 de febrero de 1937, columnas motorizadas de italianos empezaron a llegar a Málaga. Después de bombardeos aéreos por parte de los italianos y desde el mar por parte de los navíos de guerra nacionales, la ciudad cayó. La velocidad y el éxito de sus tácticas de guerra celere (versión italiana de la Blitzkrieg) iban a causar futuras dificultades a los nacionales y a sus aliados. Desde el principio, las defensas republicanas mostraron cierta desorientación, debida en gran medida a la falta de disciplina y organización militar y a la escasez de armas. Los tanques italianos, rápidos y ligeros, basaron en gran parte su éxito en la ausencia de defensas republicanas y no sufrieron ningún ataque lateral, a los que eran particularmente vulnerables. Por tanto, Franco y Mussolini llegaron a la conclusión de la invencibilidad de la Missione Militare in Spagna italiana bajo el mando del general Mario Roatta. Franco estaba furioso porque las tropas italianas fueron las primeras en entrar en Málaga y en breve dominaron rápidamente la ciudad antes de que Roatta le enviara un telegrama redactado con la siguiente falta de tacto: «Las tropas bajo mi mando tienen el honor de entregar la ciudad de Málaga a Su Excelencia». A pesar de la facilidad de la victoria y la falta de resistencia que encontraron, los nacionales de Queipo no tuvieron piedad. Después de la batalla, en la misma ciudad se asesinó a 4000 republicanos. Salieron numerosos derechistas que afirmaban haberse librado de morir a manos de los «rojos» solo porque «no les dio tiempo». Uno de los funcionarios de Queipo de Llano comentó sarcásticamente: «A los rojos, en siete meses, no les dio tiempo; nosotros en siete días tenemos tiempo sobrado. Decididamente son unos primos».
Los refugiados que huían por la carretera de la costa fueron bombardeados por la marina y la aviación. T. C. Worsley era un voluntario inglés que conducía una ambulancia por la carretera de Málaga a Almería por la que escapaban los refugiados. Su descripción es horripilante:
Los refugiados seguían llenando la carretera y, cuanto más avanzábamos, en peores condiciones se encontraban. Algunos llevaban zapatillas de caucho, pero la mayoría iba con los pies envueltos en harapos, algunos descalzos y casi todos sangrando. Llevábamos más de ciento veinte kilómetros adelantando a una muchedumbre desesperada, muerta de hambre y de extenuación y la riada humana no daba signos de disminuir. Entonces se oyó el débil zumbido de los bombarderos. Las cunetas de la carretera, las rocas y la playa se llenaron de refugiados, que se acurrucaban en todos los huecos boca abajo, apretándose contra el suelo. Los niños tendidos levantaban sus ojos asustados hacia el cielo, mientras las manos apretaban los oídos o se doblaban hacia atrás para proteger el punto vulnerable de la nuca. Por todas partes buscaban cobijo grupos de personas; madres al borde de la extenuación protegían con su cuerpo el de sus hijos, apretándolos contra cualquier entrante o hueco del terreno, y aplastándose contra la tierra pedregosa mientras los aviones rugían cada vez más próximos. Habían sufrido antes otros bombardeos y sabían demasiado bien qué es lo que debían hacer. Decidimos llenar la ambulancia de niños. Al instante nos convertimos en el centro de una masa delirante de personas que gritaban, rogaban y suplicaban ante aquella repentina aparición milagrosa. La escena parecía irreal, con los rostros vociferantes de mujeres que sostenían bebés desnudos por encima de sus cabezas, implorando, llorando y sollozando con gratitud o decepción. La muchedumbre de refugiados que abarrotaba la carretera de Málaga vivió una pesadilla. Fueron cañoneados desde el mar, bombardeados desde el aire, y finalmente ametrallados. La escala de la represión desatada en el interior de la ciudad caída explica por qué todos ellos decidieron correr tales peligros.
Animados por sus éxitos en el sur, los rebeldes reanudaron sus esfuerzos por tomar Madrid. Mientras los republicanos se preparaban para contraatacar, las fuerzas nacionales dirigidas por el general Orgaz desencadenaron una gran ofensiva a través del valle del Jarama, sobre la carretera de Madrid-Valencia, al este de la capital. Ésta fue ferozmente defendida por las tropas republicanas, reforzadas por las Brigadas Internacionales. Pero no estaban preparadas para soportar la intensidad del fuego artillero nacional, ni la peculiar habilidad de los mercenarios moros para avanzar a campo traviesa sin ser vistos. El resultado de la batalla del Jarama fue similar al de la carretera de La Coruña: el Frente nacional avanzó algunos kilómetros, pero no se consiguió ninguna ventaja estratégica. Las fuerzas republicanas habían vuelto a demostrar que aunque luchaban con un valor heroico a la defensiva, les faltaba resuello para contraatacar. Las bajas fueron otra vez enormes: los republicanos perdieron 25 000 hombres, entre ellos algunos de los más valiosos miembros británicos y norteamericanos de las Brigadas, y los nacionales alrededor de veinte mil. Los esfuerzos republicanos no se habían visto beneficiados por las discrepancias entre el general Miaja y el general Pozas, comandante del Ejército del Centro. Como el valle del Jarama correspondía al área de mando de Pozas, Miaja se negó a enviarle tropas de refuerzo mientras el gobierno no pusiera toda la zona bajo su mando directo. No obstante, fueron las Brigadas Internacionales las que llevaron el peso de la lucha. El contingente británico desapareció virtualmente en una sola tarde.
Después de numerosos estancamientos, Franco se vio presionado por alemanes e italianos a buscar una victoria rápida. En cualquier caso, quería desesperadamente montar una maniobra de distracción que permitiera algún respiro a sus tropas, exhaustas por las duras luchas en el Jarama. Se decidió realizar una nueva ofensiva hacia Guadalajara, a unos sesenta kilómetros al nordeste de Madrid. El Generalísimo se daba cuenta de que era un modo ideal de desviar a las tropas republicanas del Jarama. Los italianos, después de su triunfo en Málaga, aspiraban a una incursión resuelta y decisiva. El 1 de marzo, Franco aprobó una propuesta italiana de cerrar el círculo alrededor de Madrid con un ataque conjunto: los italianos desde Sigüenza hasta Guadalajara, respaldados por una ofensiva de las tropas nacionales desde el Jarama hacia Alcalá de Henares. El 8 de marzo las tropas italianas bajo el mando del general Amerigo Coppi rompieron inicialmente las defensas republicanas. Sin embargo, por la tarde se hizo evidente que el prometido ataque de Franco desde el Jarama no se había materializado. Y esto permitió a los republicanos ganar refuerzos desde el Jarama.
En su rápido avance sobre Madrid, los italianos habían alargado excesivamente sus líneas de comunicación y se vieron sorprendidos por una gran tormenta de nieve. Las columnas de Coppi se encontraban en gran desventaja debido al tiempo; equipados para operaciones militares en África, no estaban preparados para la nieve y el aguanieve. Sus aviones, que operaban desde campos improvisados, fueron inmovilizados en el barro, convirtiéndose en objetivos fáciles para la fuerza aérea republicana que operaba casi con toda normalidad desde aeródromos fijos. El 12 de marzo el Ejército republicano contraatacó junto con el Batallón Garibaldi de las Brigadas Internacionales y los carros soviéticos. Los ligeros tanques italianos con ametralladoras fijas eran muy vulnerables a los T-26 con cañones de torreta giratoria rusos que poseía la República. Con Roatta esperando ansiosamente la prometida acción del brazo sureño de la tenaza, Franco daba rodeos declarando de manera poco convincente que sus generales ignoraban sus órdenes.
Al cabo de cinco días los italianos fueron barridos, para gran mortificación de Mussolini. El Duce le dijo a Ulrich von Hassell, embajador alemán en Roma, que no se permitiría volver con vida a ningún italiano hasta que la victoria sobre la República hubiera borrado la vergüenza de Guadalajara. Los oficiales de Franco brindaron por «el heroísmo español, sea cual sea su color». La derrota en Guadalajara —la primera del fascismo— se debió a diversos factores —el tiempo, la baja moral, el equipo inapropiado de los italianos y el obstinado valor de los republicanos—. Sin embargo, si el ataque de Franco hubiera tenido lugar tal y como había prometido, el resultado podría haber sido muy distinto. El error del Generalísimo en confiar en sus propias tropas, y su aparente consentimiento al permitir que los italianos fueran sacrificados en un baño de sangre, hace difícil no llegar a la conclusión de que estaba utilizando a los hombres de Roatta como carne de cañón en su «amplia» estrategia de derrotar a la República mediante un desgaste lento y gradual. En el mejor de los casos, se comportó como si los italianos fueran una diversión estratégica para aliviar la presión que sufrían sus atribuladas tropas en el Jarama. Lejos de proporcionar el apoyo que esperaban los italianos para lo que consideraban como una importante operación conjunta, permitió que los italianos llevaran el peso de la lucha mientras sus propias unidades se reagrupaban.
Desde el punto de vista militar, Guadalajara fue solo una victoria defensiva de menor importancia, pero en términos de moral fue un gran triunfo republicano. Se capturó una gran cantidad de valioso material bélico y también documentos que probaban que los italianos eran soldados regulares y no voluntarios, aunque el Comité de No Intervención se negó a admitir las pruebas porque no las presentaba ninguna nación representada en el mismo. Y para subrayar aún más el hecho de que la República no podía esperar ninguna ayuda del Comité, no hubo protestas cuando el representante italiano, Dino Grandi, se hizo eco del alarde de Mussolini a Von Hassell. El 23 de marzo Grandi anunció que no se repatriaría a ningún soldado italiano hasta que no fuera prácticamente segura la victoria nacional.
Noel Monks, periodista neozelandés, envió un despacho sobre la derrota al Daily Express, que lo publicó con su firma. Fue llamado a la presencia de Franco y amenazado con ejecutarle. Al final se limitaron a expulsarle de la España rebelde. Sobre su encuentro con Franco escribió: «Ya era barrigudo entonces, en este día de marzo de 1937, en que me presenté ante él. Para ser el líder de una revuelta militar que duraba ya casi nueve meses, era la figura menos militar que he visto en mi vida. Parecía dominado por el inmenso escritorio detrás del cual estaba sentado. Su rostro era fofo y los ojos que miraban con odio los míos hubieran servido para jugar a las canicas, de tan duros como parecían».
El 24 de marzo de 1937 Vicente Rojo fue ascendido a coronel «por méritos de guerra». Los republicanos aguantaban, pero su lucha era cada vez más un esfuerzo desesperado por sobrevivir. Y lo que hizo su situación aún más difícil fue la creciente gravedad de los estériles conflictos políticos que se desataban en el interior de la zona republicana en torno al problema de cómo dirigir la guerra. La intensidad de esas divisiones iba a llegar pronto hasta el punto de hacer estallar una guerra civil dentro de la Guerra Civil.