V. «Detrás del pacto de caballeros»: Las grandes potencias traicionan a España

V

«Detrás del pacto de caballeros»:

Las grandes potencias traicionan a España.

La reacción de las grandes potencias determinó en gran medida tanto el curso como el resultado de la Guerra Civil. Este hecho no puede sorprender a nadie, ya que el conflicto español fue, desde el punto de vista internacional, únicamente la última y más encarnizada batalla de una guerra civil europea que, a intervalos, había sido atroz a lo largo de los veinte años anteriores. La Revolución rusa de octubre de 1917 significó para la izquierda de toda Europa un sueño y una aspiración. Desde entonces, la derecha en Europa había estado procurando, tanto a nivel nacional como a nivel internacional, construir barreras contra amenazas revolucionarias reales o supuestas. La represión salvaje de las revoluciones en Alemania y Hungría después de la Primera Guerra Mundial, la destrucción de la izquierda italiana por obra de Mussolini, el establecimiento de dictaduras en España y Portugal, e incluso la derrota de la huelga general en Gran Bretaña, habían formado parte de ese proceso, que prosiguió con el aplastamiento de la izquierda en Alemania, en 1933, y en Austria en 1934. Desde una perspectiva más amplia, el miedo y el recelo hacia la Unión Soviética habían determinado en gran medida la diplomacia internacional de las potencias occidentales a lo largo de los años veinte, y de manera todavía más acusada en los años treinta. La rápida tolerancia mostrada hacia Hitler y Mussolini en el terreno internacional era una señal tácita de aprobación de su política hacia la izquierda en general y hacia el comunismo en particular. No obstante, gradualmente empezó a resultar evidente que el corolario del reajuste de la correlación de fuerzas interna en Italia y Alemania en favor del capitalismo iba a ser una tentativa de alterar el equilibrio de la competencia de fuerzas en el ámbito internacional mediante políticas de agresión imperialista. La simpatía residual de los políticos de las grandes potencias hacia el fascismo hizo que su primera respuesta consistiera en un intento de desviar esas ambiciones dándoles un contenido anticomunista y, en consecuencia, una dirección rumbo al este.

Durante todo el período de la República, tanto la derecha como la izquierda españolas fueron profundamente conscientes del papel que representaban en un contexto europeo más amplio. Gil Robles asistió a una concentración nazi en Nuremberg y basaba gran parte de la propaganda de la CEDA en las técnicas aprendidas durante un viaje de estudios por la Alemania nazi. Tanto Renovación Española como los carlistas mantenían cercanas relaciones con los fascistas italianos. La Falange recibía entonces subvenciones del gobierno italiano. Los accidentalistas y los catastrofistas nunca se cansaban de expresar su admiración y su determinación de emular a Hitler y a Mussolini. La izquierda también se mostraba sensible a paralelismos con otros países de Europa, y su prensa diaria estaba llena de relatos sobre el horror fascista. Exiliados alemanes, italianos y austríacos escribieron en las publicaciones de la izquierda española graves advertencias sobre la necesidad de combatir contra el fascismo. Por tanto, cuando estalló la guerra en España, ambos bandos eran conscientes de que tomaban parte en un conflicto con amplias ramificaciones internacionales. Sin los aviones alemanes e italianos los generales rebeldes no habrían podido transportar a sus mejores tropas a la península. Del mismo modo, las armas soviéticas tuvieron un papel decisivo en la defensa de Madrid. En último término, por consiguiente, el acceso a los créditos y a los suministros de armas internacionales fue un tema de significación tan destacada que puede decirse sin exageración que el resultado de la guerra se decidió en las cancillerías de Europa, más que en los campos de batalla españoles.

Y sin embargo, la postura oficial internacional respecto a la crisis española fue la «no intervención». Los británicos informaron a Léon Blum, primer ministro francés, y que al principio era partidario de ayudar a la República, de que si, como resultado de ayudar a España, se producía una guerra contra Alemania o Italia, Gran Bretaña no le ayudaría. Se esperaba que si se imponía la no intervención, la guerra languidecería por falta de armas y de munición. Cuando la crisis española se desencadenó en el verano de 1936, ninguna de las grandes potencias tenía una política preparada. Cada una de ellas aplicó el principio de no intervención de la manera que mejor cuadraba a su política general seguida hasta aquel momento: las potencias fascistas con una agresividad instintiva, y las democracias con prudencia. Tal fue particularmente el caso de Gran Bretaña. Por tradición, y como reacción ante los horrores de la Primera Guerra Mundial, los británicos estaban resueltos a evitar una guerra general. Los republicanos españoles, sin embargo, consideraban de una importancia suma que tomaran conciencia de la necesidad de evitar el fortalecimiento de la Alemania nazi. Cuando la Guerra Civil ya había finalizado, el socialista Julio Álvarez del Vayo, ministro republicano de Asuntos Exteriores en los gobiernos de Largo Caballero y de Negrín, escribió: «No pasó un día, hasta casi el final, en el que no tuviéramos nuevas razones para esperar que las democracias occidentales sentarían la cabeza y nos devolverían el derecho a comprarles armas. Y cada día nuestras esperanzas resultaban ilusorias». No obstante, los británicos veían el conflicto español en un contexto más amplio de política internacional que abarcaba cuestiones mucho más complejas que el derecho de la República a comprar armas. El gobierno británico, igual que el francés, trabajaba a fondo para disminuir a cualquier coste los peligros de una conflagración europea. Además, un objetivo implícito en la política conciliatoria de Gran Bretaña consistió en convencer a los alemanes de que miraran hacia el este si querían expandirse. De ahí el sacrificio espontáneo de Austria y Checoslovaquia. De ahí también los intentos de Chamberlain de librar a Gran Bretaña de su pacto de ayuda a Polonia en caso de agresión exterior. Todo ello era el complemento lógico de la política británica a partir de 1935, cuando cerró los ojos ante el rearme abierto de la Alemania nazi y a la invasión italiana de Etiopía, estado miembro de la Sociedad de las Naciones.

En Gran Bretaña la opinión pública estaba abrumadoramente a favor de la República española. En enero de 1939, cuando la derrota ya era segura, todavía el 70 por ciento de los encuestados consideraba que la República era el gobierno legítimo. Sin embargo, entre la pequeña proporción de los partidarios de Franco, nunca más del 14 por ciento, y a menudo menos, se encontraban los que tomarían las decisiones cruciales. En lo que se refería a la guerra de España, los conservadores que tomaban las decisiones tendían a permitir que sus prejuicios de clase prevalecieran sobre los intereses estratégicos de Gran Bretaña. Un diplomático británico dijo al periodista Henry Buckley que «lo que es esencial recordar en el caso de España es que se trata de un conflicto civil y que es muy necesario que apoyemos a nuestra clase». Esto fue obvio desde el principio. El 28 de julio de 1936 el conde Galeazzo Ciano dijo claramente a Edward Ingram, el encargado de negocios británico en Roma, que creía que el apoyo pleno y abierto de Portugal a los militares españoles sublevados sencillamente no sería posible sin el aliento británico. Ingram contestó que «el Ministerio de Asuntos Exteriores británico había comprendido el significado exacto de la iniciativa italiana».

Que el apoyo británico a los sublevados se daba por sentado en gran parte de la derecha europea se puso de manifiesto al día siguiente cuando el propio Franco, en una entrevista con el diario de Toulouse La Dépêche, declaró: «La cuestión no es solo nacional sino internacional. Ciertamente, Gran Bretaña, Alemania e Italia deberían mirar nuestros planes con simpatía». Franco nunca reconocería públicamente que la «pérfida Albión» contribuyó en enorme medida a su victoria final. Sin embargo, ya el 10 de agosto el Ministerio de Estado que se había creado apresuradamente en Burgos dijo a la Junta de Defensa Nacional «que en conjunto la actuación inglesa nos es favorable; puede apreciarse en la franca, abierta y admirable ayuda que nos está prestando Portugal, ligado a los intereses británicos de tal manera que es preciso admitir que Oliveira Salazar cuenta en absoluto con el beneplácito del gobierno inglés para ayudarnos en la medida que lo hace». A principios de agosto Juan de la Cierva, el inventor español del autogiro, que había ayudado a organizar el vuelo de Franco de las islas Canarias a Marruecos, dijo al encargado de negocios italiano en Londres, Leonardo Vitetti, que había comprado todos los aviones que estaban en venta en el mercado libre de Gran Bretaña y se disponía a mandárselos a Mola. De la Cierva dijo que «las autoridades británicas le habían dado todas las facilidades aunque sabían de sobra que los aviones van destinados a los sublevados españoles».

Los considerables intereses comerciales británicos en España, con importantes inversiones en minas, vinos, textiles, aceite de oliva y corcho, les indujeron a ser cualquier cosa excepto solidarios con la República. La comunidad mercantil se inclinaba inevitablemente hacia el bando nacional, dada la creencia de que los anarquistas y los demás revolucionarios españoles estaban dispuestos a requisar y a colectivizar las propiedades británicas.

Del mismo modo, numerosos miembros del gobierno y del cuerpo diplomático británicos, por razones de clase y de educación, simpatizaban con los objetivos contrarrevolucionarios de los nacionales, como también simpatizaban con Hitler y Mussolini. Era corriente que los aristócratas españoles y los vástagos de las principales familias exportadoras de jerez se educaran en colegios privados católicos de Inglaterra como Beaumont, Downside, Ampleforth y Stonyhurst. Hablaban el mismo lenguaje que los ingleses de clase alta ante los que abogaban por la causa de Franco. Había, pues, un nexo de contactos y amistad de clase alta que intensificó la hostilidad subyacente de los conservadores británicos contra la República española. Todos esos factores, añadidos a la determinación de evitar la guerra, desembocaron en la consecuencia lógica de la adopción de la política de no intervención. Por encima de todo esa política debía servir para neutralizar y localizar la guerra de España; pero presentaba ventajas adicionales para los conservadores británicos: la no intervención consideraba a los dos bandos de la Guerra Civil igualmente censurables, aunque uno de ellos era el gobierno legal y el otro un grupo de generales rebeldes. Se negaba ayuda a los dos bandos por más que, según las leyes internacionales, la República tuviera derecho a comprar armas y suministros. Al negar a la República ese derecho, la no intervención absolvía a los británicos de cualquier posible ansiedad de estar ayudando a las fuerzas de la revolución.

Los informes escalofriantes de Norman King, el cónsul británico en Barcelona, se imprimieron y distribuyeron entre los miembros del gabinete en Londres. King, que creía que los españoles eran «una raza sanguinaria», declaró el 29 de julio que si la rebelión militar era derrotada, «España se sumirá en el caos de alguna forma de bolchevismo y cabe esperar actos de salvaje brutalidad». Sir Henry Chilton, el embajador británico en España en 1936, era abierta e implacablemente hostil al gobierno ante el cual estaba acreditado. El embajador norteamericano, Claude Bowers, escribió que Chilton «fue violentamente contrario a los republicanos desde el primer día y solía llamarlos “rojos”». Desde su espléndida residencia en la ciudad francesa de Saint-Jean-de-Luz, donde permaneció hasta jubilarse a finales de 1937, Chilton mantuvo relaciones cordiales con los militares rebeldes del otro lado de la frontera. Las relaciones cotidianas con el gobierno republicano se dejaron en manos de un encargado de negocios, George Ogilvie Forbes, primero en Madrid y más adelante en Valencia.

A finales de noviembre de 1937 el gobierno británico nombró un representante oficial ante la España nacional en la persona de sir Robert Hodgson. Casado con una rusa blanca ferozmente anticomunista, había representado a Gran Bretaña ante el «gobierno panruso» del almirante Kolchak en Omsk durante la guerra civil rusa y desde entonces odiaba a los comunistas. En lo que se refería a Hodgson y su esposa, la Guerra Civil española ofrecía una oportunidad de invertir la victoria de los bolcheviques. Hodgson no ocultaba que compartía la opinión de los nacionales de que los republicanos eran «hordas controladas por los comunistas, inspiradas por la Komintern y apoyadas por la escoria, en gran parte extranjera, entre la que se reclutan las fuerzas republicanas». Los despachos que mandaba desde Burgos se referían en términos líricos a los nacionales. Después de su primera entrevista con Franco, informó al Ministerio de Asuntos Exteriores británico de la «muy atractiva personalidad» del Caudillo y la «acentuada bondad de expresión» que emanaba de sus ojos. En sus memorias Hodgson habló orgullosamente de «la causa», con lo cual se refería al esfuerzo bélico de los nacionales.

Todo ello no significa, sin embargo, que no hubiera opiniones divididas entre los partidos conservador y laborista en torno a los sucesos de España. Entre los católicos británicos simpatizantes del bando nacional se relataban historias atroces llevadas a cabo por anarquistas españoles saqueadores y obsesos sexuales. A través del Right Book Club (Club del Libro de la Derecha) y de la prensa conservadora, tales historias tuvieron un impacto considerable entre el público de las clases medias. Aun sin sus esfuerzos, la mayoría de los conservadores aceptaba la política de apaciguamiento de Chamberlain prácticamente a cualquier precio. Pero se le oponía también una significativa minoría de su propio partido. Anthony Eden, por ejemplo, se fue inclinando cada vez más a desconfiar de las intenciones de los italianos. Churchill creía que Gran Bretaña debía continuar siendo neutral. Sin embargo, cambió gradualmente de actitud al reflexionar sobre la escala de la intervención alemana e italiana.

Refiriéndose a la crisis española en el Evening Standard del 10 de agosto de 1936, Churchill escribió: «Es de la mayor importancia que Francia y Gran Bretaña actúen juntas en el cumplimiento de la más rigurosa neutralidad ellas mismas y el esfuerzo por fomentarla en otros. Aunque los rusos regalen dinero a un bando o el otro reciba aliento de los italianos y los alemanes, la seguridad de Francia e Inglaterra exige una neutralidad absoluta y la no intervención por su parte. La parcialidad francesa a favor de los comunistas españoles o la parcialidad británica a favor de los sublevados españoles podría perjudicar profundamente los lazos que unen al Imperio británico y la República francesa. Este galimatías español no es de la incumbencia de ninguno de nosotros. Ninguna de estas facciones españolas representa nuestro concepto de la civilización». Sin embargo, durante 1938 las protestas del embajador republicano, Pablo de Azcárate, y de la conservadora duquesa de Atholl, que estaba a favor de los republicanos, acabaron empujándole a un replanteamiento.

El 16 de abril de 1938, Chamberlain firmó el pacto anglo-italiano. Azcárate protestó porque el pacto permitía a los italianos mantener tropas en España a pesar del acuerdo de no intervención. Churchill escribió a Eden: «Un triunfo total para Mussolini, que obtiene nuestra cordial aceptación de su fortificación del Mediterráneo contra nosotros, de su conquista de Abisinia y de su violencia en España». Temiendo que la España franquista pudiera convertirse en un satélite del Eje, Churchill sostuvo una conversación amistosa con Azcárate, en la que expresó su simpatía por la República, después de una cena en la embajada soviética. Churchill dijo a un periódico de Buenos Aires: «Franco tiene toda la razón de su parte, porque ama a su país. Además, Franco está defendiendo a Europa contra el peligro comunista… si desea usted expresarlo en esos términos. Pero yo… yo soy inglés y prefiero el triunfo de la mala causa. Prefiero que gane el otro bando porque Franco sería un contratiempo para los intereses británicos». En realidad, Churchill, pese a su conocida hostilidad hacia la izquierda española, llegó a la conclusión de que si se ayudaba a la creación de una España fascista, el estatus de gran potencia de Gran Bretaña en el Mediterráneo correría peligro.

En el Partido Laborista, la división se basaba en consideraciones menos imperiales. Las simpatías por la democracia española se equilibraban por la muy acusada hostilidad entre los sindicalistas hacia los comunistas, quienes solo en fechas muy recientes habían recibido instrucciones de la Internacional Comunista para dejar de denunciar a los partidos reformistas y socialdemocráticos como «socialfascistas». El líder ferozmente anticomunista del poderoso sindicato Transport and General Workers Union, Ernest Bevin, sostenía que, en cualquier caso, Gran Bretaña no estaba en condiciones de ayudar a España. En cambio, dirigentes como Aneurin Bevan y Stafford Cripps expresaron públicamente su apoyo a la República, aunque en términos generales se oponían al rearme por parte de Gran Bretaña. Clement Attlee, líder de los diputados del Partido Laborista, prometió públicamente «todo el apoyo posible a nuestros camaradas españoles» cuatro días después de la rebelión militar. Las contradicciones implícitas en esa posición fueron explotadas por Bevin y provocaron la derrota de Bevan y Cripps cuando en el Congreso del Partido de 1936, en Edimburgo, pidieron el apoyo del laborismo a la República. Sin embargo, en dicho congreso delegados que afirmaban representar la opinión de las bases lograron expresar su apoyo a los republicanos: «Nuestros corazones y simpatías están con ellos en su lucha». A nivel individual numerosos militantes del Partido Laborista dedicaron grandes esfuerzos para ayudar a España de muy diferentes maneras, entre ellas con donativos de dinero y el alistamiento en las Brigadas Internacionales. La política oficial del Partido Laborista era contraria a que sus afiliados se alistasen en las Brigadas Internacionales y hasta 1937 apoyó al gobierno nacional en su adhesión al acuerdo de no intervención. No obstante, miembros del partido, entre ellos Jack Jones, concejal laborista en Liverpool, participaron activamente en el reclutamiento de voluntarios para las Brigadas. Varios concejales laboristas lucharían en España. Una vez allí Jack Jones, que más adelante sería líder del Transport and General Workers Union, se convirtió en comisario político de la Compañía «Major Attlee», uno de los poquísimos comisarios no comunistas. Al cabo de un tiempo, en octubre de 1937, el partido rechazó oficialmente la no intervención y en diciembre del mismo año, Attlee visitó España para demostrar su admiración por las Brigadas.

La no intervención también convenía a los intereses de Francia. Aunque Léon Blum estaba ansioso por ayudar a la República española, incluso él se daba perfecta cuenta de los beneficios que suponía la política de no intervención. Con toda seguridad debería enfrentarse a intensas presiones contrarias a la solidaridad con España, tanto en Gran Bretaña como en su propio país. Entre aquéllos que se oponían a cualquier implicación de Francia en el conflicto español se contaban el presidente de la República, los ministros del Partido Radical en el gobierno frentepopulista de Blum y todo el bloque de las derechas francesas. La actitud británica fue asimismo crucial; desde 1918 los franceses vivían obsesionados por el recuerdo de las bajas sufridas en la Primera Guerra Mundial y, por tanto, entregados a la interminable búsqueda de una mayor seguridad internacional. Cuando el pacto de no agresión entre Alemania y Polonia destruyó la red francesa de alianzas en la Europa oriental, Francia se vio obligada a confiar casi exclusivamente en el apoyo británico. El terror de perder también ese apoyo una vez que la posición británica se hizo pública, era suficiente para inclinar a Francia del lado de la no intervención. Los italianos tenían informes fidedignos de que el apoyo británico a las propuestas francesas de no intervención se basaba enteramente en la creencia de que era una estratagema útil para impedir que los franceses ayudaran a la República española. Es improbable que Blum no lo supiera. En cualquier caso, los problemas internos de Blum le impedían hacer equilibrios en la cuerda floja en el terreno internacional. Amplios sectores de la sociedad francesa simpatizaban con los nacionales españoles, al mismo tiempo que estaban fuertemente resentidos con el gobierno del Frente Popular presidido por Blum. Atrapado entre los fuegos de la oposición de la derecha, por una parte, y de una serie de huelgas y disturbios promovidos por la izquierda, el gobierno francés optó comprensiblemente por la línea de menor resistencia en los asuntos de política exterior. El temor a provocar una guerra civil en Francia influyó de manera no despreciable en la decisión de Blum en favor de la no intervención. Estaba convencido de que si intervenía en ayuda del Frente Popular español, se produciría un levantamiento fascista en Francia con la consecuencia de que «España no se salvaría y, en cambio, Francia caería en las garras del fascismo».

Estados Unidos estaba demasiado entregado al aislacionismo del New Deal para preocuparse abiertamente por lo que sucedía en España. Los intereses estratégicos norteamericanos en España eran insignificantes. Sin embargo, las inversiones de Estados Unidos en el país ascendían a 80 millones de dólares en 1936. Los sectores de opinión políticamente influyentes que seguían los acontecimientos europeos se dividieron radicalmente en torno al problema español. Los grupos liberales, protestantes y de izquierda simpatizaban con la República. La derecha, el mundo financiero y el grueso de la Iglesia Católica apoyaban a los rebeldes. La red de prensa de la cadena Hearst defendía inequívocamente a Franco. Un típico titular de uno de sus periódicos, el Journal, rezaba así en su edición del 3 de agosto de 1936: «El Madrid rojo gobernado por Trotski». El presidente Roosevelt se inclinó ante el poder del lobby derechista-católico y el 7 de agosto su secretario de Estado, William Phillips, anunció que Estados Unidos «… se abstendría escrupulosamente de interferir de ninguna forma en la lamentable situación española». Siete días más tarde en un discurso en Chautauqua, en el estado de Nueva York, el propio presidente acuñó la fórmula del «embargo moral» respecto a la venta de armas a España como medio de mantener la paz internacional.

Sin tomar ninguna medida legislativa específica, el gobierno norteamericano estaba ampliando, en la práctica, los términos de la Neutrality Act de 1935. El semanario liberal The Nation protestó por considerar que esa actitud equivalía a alinearse en contra de la República. Ciertamente, el embargo afectaba a Franco mucho menos que a los republicanos. El presidente pronazi de la compañía petrolera Texaco, Thorkild Rieber, por ejemplo, arriesgó seis millones de dólares suministrando a crédito a los nacionales una parte sustancial del combustible que necesitaban, y no fue penalizado sino con una pequeña multa. Y, en cambio, se denegaron las licencias de exportación que solicitaron la Glenn A. Martin Aircraft Corporation de Baltimore y Robert Cuse, un industrial especializado en la fabricación de piezas de aviones, para enviar a la República española pedidos a gran escala. Los protestantes estaban consternados ante la actitud de los nacionales respecto a la democracia y la libertad de cultos. Bombardearon los periódicos con cartas que expresaban su inquietud ante el uso de los argumentos religiosos para justificar atrocidades. El historiador Claude Bowers, embajador norteamericano en España, asedió al presidente con cartas detalladas en las que le urgía a ayudar a la República. Roosevelt le contestó despreocupadamente: «Escríbame más cartas maravillosas como la última que me envió». En 1939, cuando Bowers regresó a Washington, Roosevelt le dijo: «Nos hemos equivocado; tenía usted razón desde el principio». El distinguido diplomático estadounidense Sumner Welles, subsecretario de Estado de 1937 a 1943, escribiría más tarde: «De todas las ocasiones en que hemos seguido una política de aislamiento miope la más desastrosa fue nuestra actitud respecto a la Guerra Civil española».

La actitud de la Unión Soviética fue compleja y bastante más sutil. Aunque el 27-28 de julio de 1933 se habían establecido relaciones diplomáticas con Rusia, los gobiernos de centro-derecha que estuvieron en el poder desde finales de 1933 hasta comienzos de 1936 no habían deseado cumplir el acuerdo. Por consiguiente, Moscú no pudo nombrar un representante diplomático hasta el 29 de agosto de 1936, unas seis semanas después del alzamiento militar. La URSS fue extremadamente lenta a la hora de dar ayuda a la República española, e incluso cuando la llevó a cabo, la principal razón de su posición apenas había ido más lejos de propagar la revolución. En mayo de 1934, la Internacional Comunista había dado la consigna de cambiar radicalmente la táctica: en adelante los partidos socialdemócratas europeos ya no debían ser tachados de «socialfascistas». Muy al contrario, a fin de cimentar la alianza entre la Unión Soviética y los Estados burgueses occidentales, los comunistas debían proponerse la unidad de acción con los partidos socialistas, lo que significaba un giro trascendental en la táctica de la Internacional Comunista que ponía fin a diez años de aislamiento y de rígido sectarismo. Las razones de tal giro residían en la visión que Stalin tenía de los intereses de la Unión Soviética en el ámbito de la política exterior. El ascenso del fascismo en Italia, y en mayor medida el del nazismo en Alemania, convencieron al dirigente soviético de la necesidad de procurar alianzas con los estados capitalistas democráticos, Francia y Gran Bretaña. Así, L’Humanité, órgano de prensa de los comunistas franceses, hizo un llamamiento a la formación de un frente unido con los socialistas franceses. De forma complementaria, tuvo lugar una ofensiva diplomática para hacer revivir la tradicional alianza defensiva antialemana entre Rusia y Francia: el 2 de mayo de 1935 se firmaba en París un pacto franco-soviético de ayuda mutua.

Poco después de la firma de este pacto, se inauguraba en Moscú el 7.º Congreso de la Komintern en el que se adoptó oficialmente la política de «Frente Popular». La principal preocupación del congreso era la formulación de una estrategia para salvaguardar la Unión Soviética de ataques exteriores. El eslogan central escogido por los partidos comunistas fue «La lucha por la paz y la defensa de la URSS». El líder comunista italiano Palmiro Togliatti, representante de la Internacional Comunista en España durante la Guerra Civil, se expresó claramente en el congreso al afirmar:

Para nosotros es absolutamente indiscutible que existe una completa identidad de objetivos entre la política de paz de la Unión Soviética y la política de la clase obrera y de los partidos comunistas de los países capitalistas. No hay, ni puede haber, ninguna duda en nuestras filas sobre este tema. No solo defendemos a la Unión Soviética en general. Defendemos en concreto el conjunto de su política y cada uno de sus actos.

La política de la Internacional Comunista, igual que la del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, era la respuesta a las malas intenciones bien anunciadas de Hitler con respecto al territorio soviético. La defensa de dicho territorio adquirió así prioridad sobre el fomento de la revolución. Cuando intervinieron en España quedó del todo claro que los agentes de la Internacional Comunista no eran el Estado Mayor General del mundo de la revolución, sino los guardas fronterizos de la Unión Soviética.

Lo que más preocupaba a Stalin era la seguridad colectiva, la cooperación con Gran Bretaña y Francia contra la amenaza alemana. Consciente de la falta de preparación de la Unión Soviética para una guerra, entre otros motivos por sus propias purgas en el cuerpo de oficiales del Ejército Rojo, había guardado un silencio absoluto acerca del nuevo régimen nazi. Más aún, había hecho grandes esfuerzos por garantizar que Rusia mantendría, durante tanto tiempo como resultase posible, las mismas relaciones con el Tercer Reich que las que había tenido con la República de Weimar. El conflicto español supuso, pues, un grave dilema para Stalin. En la Internacional Comunista se produjo un animado debate sobre el camino que seguir; los revolucionarios entusiastas mostraron el deseo unánime de ayudar a la República española, pero Stalin se alineó en el bando de los más prudentes moderados. Por tanto, se decidió no llegar más allá de las platónicas declaraciones de apoyo a la República. Así, cuando el 29 de julio Dolores Ibárruri, la diputada comunista en el Parlamento español, hizo un llamamiento a todos los países del mundo para que acudieran a salvar a la democracia española, no se produjo ninguna respuesta concreta por parte de la Unión Soviética. El dilema de Stalin era obvio. Por una parte, no podía permanecer impasible y dejar que se hundiera la República española, porque un nuevo Estado fascista en las fronteras de Francia reforzaría a las derechas francesas y debilitaría a la izquierda hasta el punto de convertir en probable la anulación del Pacto francosoviético. Incluso si esto no sucedía, el pacto podía devaluarse por la reducción del poder militar francés como consecuencia de la pérdida de la ruta española para que el Ejército colonial volviera a Francia. Por otra parte, la victoria de la izquierda española podía desembocar en una revolución social a fondo en la península Ibérica, lo cual ofendería a las potencias occidentales conservadoras que la Unión Soviética cortejaba a la sazón. Stalin temía la posibilidad de una alianza de las democracias con las dictaduras en contra de una España y una Rusia soviéticas.

Stalin empezó a reconsiderar de forma gradual y titubeante su decisión de no hacer nada respecto al conflicto español al saber que dos de los bombarderos italianos en ruta hacia el Marruecos español se habían estrellado al realizar un aterrizaje forzoso en las posesiones francesas del norte de África. La reacción inicial soviética ante la evidencia de una intervención fascista en España fue de cautela. El 3 de agosto se reunió una multitud de 150 000 personas en la Plaza Roja de Moscú para expresar su solidaridad con la República española. En las fábricas soviéticas se hicieron colectas y los trabajadores rusos votaron unánimemente el dar el 0,5 por ciento de sus salarios para ayudar a la República. Éstas eran indicaciones claras de la política oficial. El 18 de septiembre zarpó el primer envío de alimentos de Rusia con rumbo a España. Aunque Stalin nunca se mostró particularmente sensible a los intereses de los trabajadores de otros países, era consciente de que podía resultar extremadamente perjudicial, en términos propagandísticos, el hecho de que la Unión Soviética, el «Primer Estado Obrero», dejara de acudir en ayuda de un gobierno del asediado Frente Popular. En efecto, la noche del 3 de agosto un alto cargo soviético había dicho al encargado de negocios norteamericano en Moscú que, a pesar de las dudas sobre si era acertado ayudar visiblemente a la República española, el Kremlin había decidido que «si la Unión Soviética quiere conservar su hegemonía sobre el movimiento revolucionario internacional, no debe vacilar en asumir en los períodos de crisis el liderazgo de ese movimiento». Y lo que es más importante, Stalin era consciente de que un triunfo sin oposición de los nacionales en España fortalecería las posiciones internacionales de Hitler y Mussolini en detrimento de las francesas y, por extensión, en perjuicio del propio Stalin.

La política de Stalin hacia el conflicto español estaba, por tanto, condicionada por la necesidad de resolver un grave dilema: debía conseguirse una fórmula mediante la cual la ayuda soviética a España impidiera una alteración importante en el equilibrio político internacional en favor de Alemania y que, al mismo tiempo, evitara provocar los reflejos conservadores de Stanley Baldwin o de la derecha francesa. Básicamente, necesitaba impedir la derrota de la República, pero también deseaba evitar una victoria rotunda de la izquierda revolucionaria española. Así pues, su reacción a la propuesta de un acuerdo de no intervención fue de alivio absoluto y el 22 de agosto la Unión Soviética firmó el acuerdo. Parecía liberarle del dilema de abandonar a la izquierda española o arriesgarse a una guerra internacional para la que la Unión Soviética no estaba preparada. Con el mismo espíritu, la Komintern ya había respondido a los informes descabelladamente optimistas que llegaban de Madrid ordenando al Partido Comunista de España que apoyase al gobierno de la República y que en modo alguno aprovechase las posibilidades revolucionarias que ofrecía la ruptura del orden. Luego, el 28 de agosto, la Unión Soviética declaró oficialmente que no enviaría armas a la República española.

Al empezar la guerra Rusia no tenía embajador en España. Hasta finales de agosto no envió una misión, que incluía un diplomático veterano, Marcel Rosenberg en calidad de embajador, y varios militares encabezados por el general Ian Berzin. La realpolitik que informaba la prudencia soviética la explicó con sorprendente claridad el periódico comunista británico Daily Worker el 9 de septiembre: «Si la Unión Soviética no hubiera estado de acuerdo con la propuesta francesa de neutralidad, hubiese puesto en una situación muy embarazosa al gobierno [francés] y ayudado de forma considerable a los fascistas en Francia e Inglaterra, así como a los gobiernos de Alemania e Italia, en su campaña contra el pueblo español… Si el gobierno soviético diera algún paso que agravase la actual situación explosiva en Europa, los fascistas de todos los países lo recibirían con alegría y las fuerzas democráticas se dividirían, lo cual prepararía directamente el camino para la llamada “guerra preventiva” contra el bolchevismo representado por la URSS».

Sin embargo, ya en agosto se habían trasladado a España algunos militares soviéticos, entre ellos pilotos de las fuerzas aéreas. Luego, a medida que transcurría septiembre, Stalin se sintió cada vez más alarmado por las señales inconfundibles de que el acuerdo de no intervención no impedía que los alemanes, los italianos y los portugueses ayudaran a Franco. Tal como ahora dejaban claro los informes de la Komintern a Moscú, la consecuencia era la probable derrota de la República española y con ella un cambio importante del equilibrio de poder en Europa en detrimento de la Unión Soviética. Los rusos avisaron muchas veces a Gran Bretaña, Francia y los otros miembros del Comité de No Intervención de que Moscú podía verse obligado a incumplir el acuerdo si se hacía caso omiso de las violaciones del mismo por parte de Alemania e Italia. Los envíos de armas a España se iniciaron solo cuando se hizo inevitablemente patente que Alemania e Italia utilizaban la no intervención como una tapadera de conveniencia para ocultar su ayuda a los nacionales. El 14 de septiembre Stalin nombró un comité para que investigase la posibilidad de mandar ayuda militar en gran escala a España, incluidos aviones y tanques. Las conclusiones del comité recibieron la aprobación del Politburó el 29 de septiembre. El primer barco soviético cargado de armas pesadas, el Konsomol, zarpó de Odesa el 7 de octubre y atracó en el puerto de Cartagena el 15 de octubre. Durante octubre y noviembre otros envíos darían a la República una efímera superioridad aérea durante la batalla de Madrid.

Stalin estaba decidido a suministrar las armas suficientes para mantener con vida a la República, aunque también instruyó a sus agentes en España con el fin de que hicieran todo lo posible para asegurarse de que los aspectos revolucionarios de la lucha quedaran silenciados. Por consiguiente, la ayuda a España llevaba implícita una condición oculta: que en ningún caso el proletariado español iría más allá de lo considerado aceptable por los estadistas franceses y británicos. Stalin ayudó a la República española no para acelerar su victoria, sino más bien para prolongar su existencia lo suficiente como para mantener a Hitler ocupado en una empresa costosa. Todo lo más que deseaba Stalin para la República era que hubiera una solución de compromiso aceptable para las democracias occidentales. No le preocupaba tanto el destino del pueblo español como el que su propia cooperación con las democracias en el combate común contra la agresión fascista se viera sellada por la ostensible disposición de los soviéticos a dejar en un segundo plano la revolución social. Y así, por una ironía de la historia, los elementos revolucionarios de la zona republicana —los anarquistas y los cuasitrotskistas del POUM— encontrarían la enemistad más enconada no de parte de las fuerzas fascistas, sino de los comunistas españoles dominados por Moscú.

Gracias a las investigaciones de Ángel Viñas, poca duda cabe sobre las razones que motivaron la participación nazi en la Guerra Civil española. El apoyo alemán a los generales rebeldes se produjo como resultado de una decisión deliberada de Hitler, que consideró que la ayuda a Franco favorecía los intereses esenciales para la política exterior del Tercer Reich. Tal fue el caso a lo largo de toda la guerra. El Führer vio en el conflicto español una oportunidad para empujar la política de apaciguamiento a sus límites y así socavar la hegemonía anglo-francesa de las relaciones internacionales. Hitler era perfectamente consciente del temor de los británicos a la amenaza comunista, y especuló conscientemente con ellos. En palabras del embajador francés en Berlín en aquellos años, André François Poncet:

Rara vez he visto un esfuerzo mayor del gobierno nacionalsocialista para influir en Gran Bretaña. Se cree que los sucesos de España impresionarán a los conservadores británicos y les abrirán los ojos sobre la realidad del peligro soviético y los riesgos de una amistad excesiva con una Francia ya contaminada, alejándoles así de nuestro país. Todo son pródigas atenciones a sir Robert Vansittart, que está de visita en Berlín. Sus esperanzas de que las circunstancias favorezcan un acercamiento anglo-germano crecen de día en día.

El propio Hitler comentó a Ciano la existencia de lo que denominó «el terreno táctico» antibolchevique, queriendo significar que la intervención del Eje en España podía presentarse ante las democracias como anticomunismo desinteresado. Por añadidura, Hitler sentía una antipatía ideológica auténtica y extrema hacia el bolchevismo y la Unión Soviética. Este hecho quedó reflejado en los esfuerzos de los nazis por argumentar que la anarquía y el desorden asociados al conflicto español habían sido en realidad planeados por el Kremlin, pese al hecho de que los acontecimientos españoles habían pillado por sorpresa a la Unión Soviética.

Sin embargo, la actitud alemana ante la Guerra Civil española estuvo, al igual que la de la Unión Soviética, determinada por su profundo análisis estratégico de la situación internacional. Hitler estaba tan asustado con la idea de una España comunista como Stalin con la de una España fascista. La razón para ello estribaba en el hecho de que a mediados de los años treinta, tanto para Alemania como para la Unión Soviética la posición de Francia era crucial, y la situación francesa tenía una íntima relación con el desarrollo de los acontecimientos en España. Tal como comentó el vizconde Chilston, embajador británico en Moscú, «todo peligro para Francia es un peligro para la Unión Soviética». Según los cálculos de Hitler, una victoria de las fuerzas del Frente Popular en España representaría un paso adelante en la creación de un bloque izquierdista en Europa, destinado, con toda seguridad, a chocar con los planes de expansión imperialista del Tercer Reich en la Europa central y oriental. La conquista del Lebensraum dependía de la derrota previa de Francia, y esa derrota sería mucho más difícil si no se eliminaba primero el Frente Popular español.

Se han descartado las sugerencias de que la intervención de Hitler en España se debió a las perspectivas de obtener ventajas económicas. Aunque los recursos minerales de España podían resultar tentadores para una Alemania volcada en el objetivo del rearme, no fue ése el principal atractivo para Hitler. El mineral de hierro español solo representaba el 6,6 por ciento del consumo alemán en 1935 y las piritas cupríferas españolas alcanzaban el 46 por ciento del total de las importaciones alemanas de piritas. No obstante, en ningún caso peligraban los suministros a través de los canales normales. Además, incluso en la época de la gran crisis del comercio exterior del Tercer Reich a principios de 1936, las importaciones de mineral español no se vieron afectadas, debido a que la balanza comercial alemana con España era extraordinariamente favorable. Las razones de la posición alemana en la Guerra Civil española fueron más bien un reflejo simétrico de las de la Unión Soviética. Hitler deseaba evitar la creación de una «España soviética», pero todavía no estaba dispuesto a provocar un conflicto europeo por culpa de una implicación excesiva en los asuntos españoles. Del mismo modo que Stalin deseaba una victoria republicana sin ningún exceso revolucionario, Hitler apoyaba una victoria de las fuerzas rebeldes, pero sin alarmar ni enfrentarse a las potencias occidentales.

En vez de ello, utilizó el conflicto español como una especie de preparación para la guerra europea que inevitablemente estallaría en el momento oportuno. Así lo admitió Hermann Goering, comisario del Aire del Tercer Reich, en los juicios de Nuremberg:

Cuando estalló la guerra civil en España, Franco pidió ayuda a Alemania, especialmente cobertura aérea. No debe olvidarse que Franco y sus tropas estaban en África y no podían cruzar el estrecho porque la Armada estaba en manos de los comunistas… El problema decisivo era, en primer lugar, llevar sus tropas a España.

El Führer lo pensó largamente. Yo le pedí que siguiese prestando apoyo en todas las circunstancias, primero para impedir una mayor expansión del comunismo en aquel escenario, y segundo, para tener la oportunidad de poner a prueba mi nueva Luftwaffe en diferentes aspectos técnicos.

Con el permiso del Führer, envié a España una gran parte de mi flota de transporte y algunas unidades experimentales de cazas, bombarderos y artillería antiaérea; y de ese modo tuve la oportunidad de comprobar, en condiciones de combate, si el material se adecuaba a las tareas asignadas. Además, con el fin de que el personal adquiriese alguna experiencia, establecí un flujo continuo, es decir, que constantemente enviábamos gente nueva y repatriábamos a otros.

Evidentemente, Goering olvidaba que nueve años antes se había mostrado inicialmente mucho menos entusiasta que Hitler en la ayuda a Franco. Sin embargo, una vez se tomó la decisión, su entusiasmo por la utilización de España como campo de pruebas fue incuestionable. A los voluntarios de la Legión Cóndor, tanto si eran oficiales como simples soldados, se les pagaban salarios de ejecutivos por combatir en España. Hitler pronto fue también seducido por la oportunidad que representaba la ayuda a Franco para satisfacer a largo plazo las necesidades alemanas de materias primas estratégicas.

Italia fue la potencia europea cuya política estuvo más falta de consistencia y racionalidad. Su posición geográfica y la carencia de recursos naturales estratégicos le indujeron a seguir una política modesta y realista de alineamiento con Inglaterra, la potencia naval que dominaba el Mediterráneo. En cambio, la política de Mussolini estuvo siempre guiada por el incansable deseo de corregir lo que él veía como injusticias del tratado de Paz de Versalles. Dando golpes un poco al azar, ya fuera en Corfú o en Abisinia, Mussolini aspiraba a «… una Italia grande, respetada y temida». El deseo de reequilibrar dinámicamente el orden mundial existente en beneficio del fascismo le impulsaría a alinearse con la Alemania nazi y formar el Eje Roma-Berlín. Mussolini se había tomado enormemente en serio su posición de fundador del fascismo. La precaución mostrada en los primeros diez días de la Guerra Civil española fue efímera; dado que la veía como el principio de una contraofensiva mundial contra el fascismo, fue incapaz de resistir ante la tentación de intervenir. La derrota de los nacionales españoles habría representado un golpe para lo que consideraba un movimiento hermano, y el Duce no podía consentirlo, aunque tan solo fuese por el modo deferente con que el propio Franco se había puesto bajo su protección. En cualquier caso, Mussolini siempre andaba buscando un escenario adecuado para tensar los músculos de sus fuerzas armadas. Hasta cierto punto, los italianos, al igual que los alemanes, veían a España como un campo de pruebas eficaz para sus hombres y su equipo. Más importante era, sin embargo, la convicción de Mussolini de que la inmersión en la violencia y en la sangre era la única vía posible para forjar el espíritu del nuevo hombre fascista.

Desde mediados de los años veinte Mussolini había declarado que a los hombres italianos se les formaría en una virilidad brutal y una xenofobia despiadada. Al mismo tiempo, se instaría a las mujeres italianas a tener más hijos varones para que estos fuesen los guerreros que integrarían los ejércitos del futuro. La meta era una nación de 60 millones de italianos que «harán sentir su peso numérico y su fuerza en la historia del mundo». Lo que significaba esto, según declaró al principio, era poner fin al «chantaje de los cereales y el carbón» y «colaborar en la demolición del Imperio británico». En 1925 había dicho en confianza al diplomático Salvatore Contarini que «Gibraltar, Malta, Suez y Chipre representan una cadena que permite a Inglaterra rodear, aprisionar a Italia en el Mediterráneo». Durante los años siguientes la necesidad de romper los barrotes de la prisión se convertiría en uno de los estribillos más constantes (aunque privados) de Mussolini. No obstante, el Duce se debatía entre el deseo de destruir a los británicos y el de ganarse su favor.

Por consiguiente, mientras Mussolini titubeaba sobre si debía responder favorablemente a la petición de ayuda de Franco, fue para él un gran consuelo el hecho de que todas las respuestas que recibía de Londres reforzaran su suposición de que los británicos no pondrían ningún obstáculo en su camino. Al parecer, se encontraba en una situación en la que llevaba todas las de ganar: los británicos se harían a un lado mientras en España él sabotearía la hegemonía británica en el Mediterráneo. Mientras los primeros aviones italianos se dirigían a Marruecos, el encargado de negocios italiano en Londres, Vitetti, informaba de la simpatía generalizada por los sublevados españoles y el fascismo italiano que existía en los estratos más elevados del Partido Conservador. Las conclusiones de Vitetti nacían de sus conversaciones con diputados conservadores, el capitán David Margesson, el líder conservador de la Cámara, con tories importantes en el Carlton Club y con representantes de la prensa de Rothemere. Diputados tories le hablaron de su convencimiento de que lo que estaba sucediendo en España era el resultado directo de la «subversiva propaganda soviética» y también le manifestaron sus ansias de ver aplastada a la izquierda española. El derechista Leo Amery, que había sido Primer Lord del Almirantazgo a comienzos de los años veinte, le había dicho que la guerra de España planteaba «el problema de la defensa de Europa contra la amenaza del bolchevismo». En enero de 1937 Mussolini diría a Goering en el Palazzo Venezia que «los conservadores ingleses temen mucho al bolchevismo y este temor podría explotarse muy bien para fines políticos».

Los factores económicos tuvieron para Mussolini menos importancia todavía que para Hitler en la decisión de ayudar a los rebeldes españoles. La posición de Francia fue el factor clave pues, de hecho, motivado por el objetivo de socavar el poderío francés, Mussolini se puso furioso por la difusión de la noticia de que Blum proyectaba ayudar a la República española. No dejó de ser una rabia impotente, dado que no deseaba una confrontación clara con Francia. No obstante, cuando el 25 de julio tuvo conocimiento de la confusión en París, que significaba que Francia no ayudaría a la República española, cambió de idea. Vio la posibilidad de eliminar para el previsible futuro la expectativa de que los gobiernos frente-populistas de España y Francia se aliasen en detrimento de las ambiciones italianas en el Mediterráneo. Al ayudar a los nacionales no solo trataba de satisfacer por todos los medios su visión egocéntrica de él mismo como la figura más importante del mundo fascista, sino que también sabía que, ya que podía confiar en las vacilaciones y la pusilanimidad de Francia, tenía la oportunidad de inclinar la balanza de poder europea, y especialmente mediterránea, a favor de Italia. Una victoria del bando nacional podría significar la expulsión de los británicos de Gibraltar, y permitiría seguramente que Italia pudiera establecer bases militares en las islas Baleares. En cualquier caso, representaba una excelente oportunidad de debilitar las comunicaciones británicas con Suez. Y todo ello parecía poder obtenerse por el módico precio del suministro de algunos aviones de transporte. De hecho, el riesgo limitado del 28 de julio se había intensificado en menos de seis meses hasta una guerra total, pero no declarada, contra la República española. En agosto de 1936, las peticiones de Franco de más material bélico se hicieron más osadas. En poco tiempo habría una fuerza expedicionaria italiana en Mallorca bajo el mando de Arconovaldo Bonacorsi. Y a medida que Franco iba encontrando más dificultades en su marcha sobre Madrid, más se volvía, obviamente, hacia Italia. Cuanto más cedía Mussolini, más difícil se hacía decir «no», ya que el mundo sabía que la causa de Franco era la del Duce, pero todas las democracias hicieron la vista gorda. Y no se podía permitir que Franco perdiera la guerra.

La medida de que la intervención italiana en España convenía a los intereses de la política exterior de Hitler y perjudicaba los de las democracias fue sagazmente intuida por Ulrich von Hassell, el embajador alemán en Roma. En un informe enviado a Berlín el 18 de diciembre de 1936, escribió con entusiasmo:

Alemania tiene en mi opinión todas las razones para sentirse agradecida si Italia continúa interesándose a fondo en los asuntos españoles. El papel que desempeña el conflicto de España en lo que concierne a las relaciones de Italia con Francia y Gran Bretaña podría ser similar al de la guerra de Abisinia, al resaltar con claridad la oposición real de los intereses de las potencias e impedir de ese modo que Italia se vea presa en la red de las potencias occidentales y utilizada en sus maquinaciones. La lucha por una influencia política dominante en España deja al descubierto la oposición natural entre Italia y Francia; al mismo tiempo, la posición de Italia como potencia en el Mediterráneo occidental entra en competencia con la de Gran Bretaña. Todo ello llevará a Italia a reconocer con claridad la conveniencia de luchar hombro con hombro junto a Alemania, en contra de las potencias occidentales.

Para Mussolini España significaba una espléndida oportunidad para convencer a los alemanes de que Italia tenía derecho a ser considerada como un aliado imprescindible. Por desgracia, su deseo de exhibir la fuerza militar acorazada italiana finalizaría en la humillación de la batalla de Guadalajara, sobre la que Lloyd George escribió un artículo burlón bajo el título «The Italian Skedaddle» («La espantada italiana»). Por tanto, la vanidad herida llevó a Mussolini a intentar probar su valor a Hitler mediante un inquebrantable compromiso en el Eje Roma-Berlín. De esa forma Italia se vio empujada a una relación más estrecha con Alemania y, en definitiva, a entrar en la Segunda Guerra Mundial al lado de Hitler.

Fueron los franceses, conscientes de su papel central, quienes propusieron el acuerdo de no intervención en el conflicto español. En agosto de 1936, 27 naciones europeas se adhirieron a él formalmente. En la práctica, todo ello significó muy poco; la intervención prosiguió como si el acuerdo nunca hubiera existido. Por consiguiente, el Comité de No Intervención, creado el 9 de septiembre de 1936 y radicado en Londres, fue poco más que una ficción. Un «poco más» porque en realidad era una ficción que trabajaba en interés de las fuerzas rebeldes, y que obstaculizaba los esfuerzos del legítimo gobierno republicano por plantear una defensa eficaz frente a los sublevados. La Unión Soviética, que no creía ni en la legalidad ni en la eficacia del acuerdo de no intervención, decidió en principio adherirse a su contenido por el deseo de mantener unas relaciones cordiales con Occidente. En cambio, alemanes e italianos se burlaban abiertamente del acuerdo, y lo consideraban un pretexto tan conveniente para sus actividades de ayuda a los nacionales españoles, que incluso llegaron a defender cínicamente su existencia frente a las críticas de los soviéticos.

El cumplimiento escrupuloso del acuerdo de no intervención habría encajado a la perfección en los planes de Stalin. Pero fueron los envíos de armas italianas y alemanas lo que le obligó a suministrar ayuda a la República. Y lo hizo cautelosamente, mientras seguía proclamando la neutralidad soviética. Si le hubiera sido posible detener la ayuda de Alemania e Italia a los rebeldes, Stalin habría dejado gustosamente de enviar material soviético a la República. Pero tal como estuvo constituido, el Comité de No Intervención no consiguió casi nada. Bajo la presidencia del conservador lord Plymouth, mostró un continuo prejuicio contra la Unión Soviética, en contraste con su extremada deferencia hacia las potencias fascistas. El embajador soviético en Londres, Iván Maiski, comentó acerca de lord Plymouth:

En ese cuerpo voluminoso, imponente y bien acicalado se albergaba una mente pequeña, lenta y tímida. La naturaleza y la educación habían hecho de Plymouth la personificación prácticamente ideal de la mediocridad política inglesa, nutrida por las tradiciones del pasado y por sentimientos trasnochados. Como presidente del Comité, Plymouth ofreció una imagen de total impotencia, y a menudo cómica.

La perplejidad diaria de Plymouth y su tendencia a afrontar los problemas graves por el procedimiento de aplazar las sesiones del Comité, permitieron a italianos y alemanes continuar sosteniendo abiertamente a las fuerzas de Franco. El extravagante representante italiano, Dino Grandi, y el torpe exvendedor de champán Joachim von Ribbentrop, embajador alemán en Londres, pusieron en marcha un virtuoso despliegue de embustes, y se las ingeniaron para transformar la no intervención en una trágica burla de la situación de la República española. Bajo la presidencia de Plymouth, el Comité trabajó con la lentitud de un moribundo, eternizándose en debates sobre temas intrascendentes como si las máscaras de gas eran o no armamento, y siempre decidido a ignorar las evidencias más irrefutables de que el acuerdo estaba siendo incumplido.

En palabras del pandit Nehru, la no intervención fue «la farsa suprema de nuestra época». Dejó a la República en clara desventaja en comparación con los rebeldes, y confirmó de ese modo la tendencia antirrevolucionaria de la diplomacia internacional a partir de 1917. La no intervención se aplicó contra la ayuda rusa a la República pero apenas contra la que los alemanes y los italianos prestaban a los sublevados. En una visita a Gibraltar el poeta Stephen Spender vio con horror que la casa del gobernador estaba llena de ricos refugiados españoles que contaban historias sobre atrocidades y que la gente bien inglesa estaba indignada porque la Guerra Civil española había puesto fin a las cacerías de la Gibraltar Royal Calpe Hunt. La flota republicana se encontró con que no le permitían repostar combustible en Gibraltar, donde lo que más preocupaba al gobernador era reanudar las cacerías regulares. Nada sustentaba más la opinión de Nehru que el hecho de que la vigilancia naval de la costa oriental de España, desde Almería hasta Alicante, se confiara a los alemanes, y desde Alicante hasta la frontera francesa, a los italianos. Esto permitía a ambos interceptar los pertrechos que llegaban de Rusia al tiempo que les daba carta blanca para lanzar sus propios ataques contra la costa de Levante. El 29 de mayo de 1937, después de que bombarderos republicanos atacasen al acorazado de bolsillo Deutschland y murieran 23 marineros alemanes, los cadáveres fueron llevados a Gibraltar y enterrados allí con todos los honores militares. La represalia de los alemanes fue un bombardeo artillero a gran escala de Almería que causó muchos muertos entre la indefensa población civil.

El régimen democrático español estaba destinado a ser una víctima de la pusilanimidad de las potencias occidentales, al igual que Austria y Checoslovaquia. Sin embargo, sería erróneo juzgar a la diplomacia internacional frente a la Guerra Civil española como un microcosmos compuesto por la pacificación occidental, la agresión fascista y la duplicidad soviética. Situado en el contexto de la serie de derrotas sufridas por la izquierda europea después de 1917, el abandono de España al fascismo se vuelve de una lógica aplastante. Lo que más llama la atención es que los representantes de la República española se mostraran tan sorprendidos por la despreocupación de las potencias occidentales. Manuel Azaña, en una anotación perspicaz y apesadumbrada en su diario escribió: «Nuestro peor enemigo hasta ahora ha sido el gobierno británico. Todos los artilugios inventados para la no intervención y sus incidentes han dañado al gobierno de la República y favorecido a los rebeldes. La hipocresía ha llegado a ser tan transparente que parecía cinismo infantil. Gran cosa es decir que se trabaja por conservar la paz europea. Pero creer que Alemania o Italia iban a declarar la guerra a Inglaterra y a Francia si el gobierno español compraba material en estos dos países, es una estupidez… Pero el mejor medio de evitar la guerra no es consentir que Alemania e Italia hagan en España lo que quieran. ¿En qué puede convenir a los intereses británicos el triunfo de los rebeldes, paniaguados de Alemania e Italia?».

Azaña y los otros líderes de la República habían visto al fascismo en acción, y no podían creer que los estadistas británicos y franceses se mostraran tan ciegos ante esa amenaza. Con el paso del tiempo, incluso los líderes conservadores de las democracias llegaron a percatarse del peligro. Sin embargo, en 1936, su actitud hacia el fascismo, y por tanto hacia el conflicto español, reflejaba tanto el comprensible deseo de evitar la guerra como la confianza en que ese objetivo se alcanzaría volviendo a Hitler y Mussolini contra la izquierda europea. Y así dictaron la sentencia de muerte contra la República y debilitaron dramáticamente a las potencias occidentales.

Esto lo había reconocido de forma implícita Churchill en un artículo publicado en el Daily Telegraph el 30 de diciembre de 1938 que decía: «Hay que reconocer que si en este momento el gobierno español saliera victorioso, ansiaría tanto tener relaciones amistosas con Gran Bretaña, encontraría tanta simpatía entre el pueblo británico, que probablemente podríamos disuadirle de la venganza que hubiera acompañado a un triunfo anterior en la lucha. En cambio, si Franco ganase, sus patrocinadores nazis le empujarían al mismo tipo de represiones brutales que se ejercen en los estados totalitarios. Por tanto, la victoria de la República española no solo sería una seguridad estratégica para las comunicaciones imperiales británicas por el Mediterráneo, sino que fuerzas más moderadas y conciliadoras interpretarían un papel mayor». En otra parte del artículo escribió: «Nada ha fortalecido de manera más notable la influencia del primer ministro en la sociedad adinerada que la creencia de que es amigo del general Franco y la causa nacional en España. Pero estos sentimientos en uno y otro bando pueden verse empujados más allá de los límites del interés británico. Diríase que hoy día el Imperio británico correría mucho menos peligro a causa de la victoria del gobierno español que de la del general Franco».