IV. «El mapa de España está sangrando»: Del golpe de Estado a la Guerra Civil

IV

«El mapa de España está sangrando»:

Del golpe de Estado a la Guerra Civil.

Los conspiradores no habían previsto que su sublevación iba a convertirse en una larga guerra civil. Sus planes contemplaban un rápido alzamiento seguido de un directorio militar como el establecido en 1923, y no contaban con la fuerte resistencia de la clase obrera. Sin embargo, solo en algunas zonas había total seguridad en el éxito. De hecho, el triunfo o la derrota del golpe militar siguió la geografía electoral del país. En Pamplona la población carlista transformó el golpe en un festival popular, al invadir las calles con gritos de «¡Viva Cristo Rey!». Las ciudades conservadoras y clericales de León y Castilla la Vieja —Burgos, Salamanca, Zamora, Segovia y Ávila— cayeron casi sin luchar, aunque los generales Saliquet y Ponte necesitaron 24 horas para vencer a los trabajadores ferroviarios socialistas de Valladolid. Según el Diario de Burgos del 20 de julio, las Guardias de Asalto y Civil se sumaron al Movimiento desde los primeros instantes. En las islas Canarias, la prensa local mostraba un optimismo fuera de lugar, típico de la zona nacionalista en los primeros días de la guerra. En la Gaceta de Tenerife del 21 de julio se anunciaba que José Antonio Primo de Rivera (de hecho, preso en la cárcel republicana de Alicante) marchaba sobre Madrid al frente de una columna de falangistas; que Azaña había sido arrestado en Santander, y que Mola y sus hombres tenían rodeado el edificio del Ministerio de la Gobernación en Madrid.

En las zonas católicas del interior, donde la sublevación había alcanzado un triunfo inmediato, pronto empezó a correr la sangre con la represión general de republicanos de todo tipo. No solo fueron detenidos y fusilados los relativamente escasos anarquistas, comunistas y trotskistas de la región, sino también los socialistas moderados y los republicanos de centro-izquierda. El convencimiento del general Mola de que el terror en la retaguardia desempeñaría un papel crucial se puso de manifiesto de forma descarnada cuando convocó en Pamplona una reunión de todos los alcaldes de la provincia de Navarra y les dijo: «Hay que sembrar el terror… hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento y no procedemos con la máxima energía, no ganamos la partida. Todo aquél que ampare u oculte un sujeto comunista o del frente popular, será pasado por las armas». Quienes justificaban su sublevación como una defensa del orden público y de los eternos valores del catolicismo se dieron a una purga salvaje de izquierdistas y masones que, durante más de cuarenta años, iba a dejar un legado latente de odio en el país. Las matanzas no tuvieron lugar solo en las zonas donde hubo resistencia. Cabe destacar que en lugares donde el golpe militar triunfó inmediatamente las muertes violentas se contaron por miles. En las tres bases de ultramar —las islas Canarias, Ceuta y Melilla— los sublevados mataron a 2768 personas; en Galicia, a 3000; en Zamora, a 3000; en Valladolid, a 3430, y en Navarra, a 2789.

Fuera de las zonas que la derecha, en cierto modo, ya se había asegurado veinte años antes con los éxitos de las Federaciones Agrarias Católicas, y durante la República con el esfuerzo propagandístico de Acción Popular, los nacionales obtuvieron algunas victorias en poblaciones hostiles mediante distintas combinaciones de sorpresa, engaño y rápido aplastamiento de la resistencia obrera. Así, en Oviedo, el coronel Antonio Aranda, simulando ser leal a la República, convenció a los líderes mineros locales de que podían enviar sin peligro a sus hombres a ayudar a la defensa de Madrid. Una vez que los trenes se hubieron puesto en marcha, Aranda se declaró en favor del alzamiento. En Galicia, un puñado de decididos oficiales se apoderaron de Vigo y La Coruña, después de una dura resistencia por parte de la población desarmada. Se consiguieron algunos éxitos notables en Andalucía, pero la forma de obtenerlos hacía prever que se avecinaba una lucha larga y sangrienta. De todos los diferentes conflictos que habían contribuido al estallido de la Guerra Civil, ninguno había alcanzado la ferocidad de la guerra agraria en el sur. Por tanto, cuando el inicio de las hostilidades suprimió todos los frenos, el odio social latente aseguró que tanto en las ciudades como en los pueblos de Andalucía y Extremadura se desataran horrendas crueldades.

En los distritos rurales, los braceros locales, fervientes partidarios de la República, consiguieron derrotar a las pequeñas guarniciones de la Guardia Civil. En algunas villas fueron frecuentes las crueles represalias, tanto contra los terratenientes que no eran lo bastante ricos como para haberse procurado su seguridad personal en Sevilla o en el sur de Francia, como contra los curas que habían legitimado y bendecido la tiranía de caciques y latifundistas. Del mismo modo, en muchas villas del sur los derechistas que se sabía que eran partidarios del levantamiento fueron detenidos solo para su propia seguridad. Más tarde, a los pocos días del alzamiento, las organizaciones locales de la FNTT socialista y de la CNT empezaron a colectivizar las fincas más extensas. Asaltaron las despensas y los almacenes de las grandes familias de los caciques y se distribuyeron su harina, sus jamones y su aceite de oliva a través de comités revolucionarios. Se roturaron los terrenos de pasto especiales que habían alimentado a los toros de lidia, capricho de los propietarios que había contribuido a la miseria local. Durante los meses que faltaban hasta la recogida de la siguiente cosecha, los comités revolucionarios locales planificaron el sacrificio de los toros para que alimentaran al pueblo. Racionando estrictamente su carne, esperaban que alcanzaría para todos hasta la cosecha. Muchos de ellos, acostumbrados a una magra dieta de pan y gazpacho con algún conejo de vez en cuando, era la primera vez en su vida que probaban la carne de toro, o la carne misma. Sin embargo, la venganza no tardaría en llegar a los pueblos, una vez que las principales capitales andaluzas cayeron en poder de los rebeldes. Incluso en las villas donde no había habido víctimas de derechas las represalias fueron salvajes. La excusa que se empleó fue que la izquierda sencillamente no había tenido tiempo para poner en práctica los planes malvados que se suponía que había trazado: les faltaba tiempo.

En Cádiz, una huelga general parecía haber asegurado el control de la ciudad por parte de los trabajadores, pero después de una feroz lucha, la guarnición rebelde se impuso con la ayuda de falangistas ricos capitaneados por José de Mora Figueroa, marqués de Tamarón. Tras tomar la ciudad, Mora Figueroa llevó sus hombres a Jerez de la Frontera, donde organizó una columna que se dispuso a conquistar las restantes villas de la provincia. Córdoba, Huelva, Sevilla y Granada cayeron después de un aniquilamiento salvaje de la oposición obrera. Sevilla, capital de Andalucía y la ciudad más revolucionaria del sur, cayó en manos del excéntrico general Gonzalo Queipo de Llano de una forma singular, aunque no tanto como afirmaría más adelante. Queipo de Llano estaba emparentado, por la familia de su mujer, con Alcalá Zamora, y en 1931 había sido un ferviente partidario de la República. Los rebeldes no tenían completa confianza en él por haber estado implicado en el frustrado golpe militar de diciembre de 1930 con el que algunos republicanos, socialistas y militares izquierdistas intentaron derrocar a Alfonso XIII. Sin embargo, el 17 de julio llegó a Sevilla como general al mando de los carabineros, aparentemente para inspeccionar los puestos aduaneros en el puerto. Aún no había transcurrido un año desde los acontecimientos cuando afirmó que había tomado la ciudad con el valor espontáneo y la ayuda de solo 130 soldados y 15 civiles. En una emisión radiofónica del 1 de febrero de 1938 exageró todavía más al declarar que la había tomado con 14 o 15 hombres. Afirmó que anunció, pistola en mano, al comandante de la segunda División Militar, el general José Fernández Villa-Abrille: «He venido a deciros que ha llegado el momento de decidir si vais a apoyar a vuestros compañeros de armas o al gobierno que está llevando a España a la ruina».

Según se dice, acto seguido, arrastró al resto de la guarnición local inicialmente leal a la República a unirse al alzamiento. En realidad, el golpe lo había planeado meticulosamente un comandante del Estado Mayor destinado en Sevilla, José Cuesta Monereo, y lo había llevado a cabo una fuerza integrada por 4000 hombres. El general Villa-Abrille y su Estado Mayor sabían lo que se estaba preparando, pero no hicieron nada para impedirlo. La gran mayoría de la guarnición de Sevilla estaba involucrada, incluidas unidades de artillería, caballería, transmisiones y transporte.

Esta fuerza numerosa se apoderó de los centros neurálgicos de la ciudad, tomó el edificio de la telefónica, el ayuntamiento y la sede del gobernador civil por medio de un bombardeo artillero, el control de las principales vías de acceso al centro y aplicando luego el terror indiscriminado. Durante el segundo día contó con la ayuda de los primeros contingentes de la Legión Extranjera española que llegaron de África. Con 50 requetés carlistas, 50 falangistas y otros tantos guardias civiles, empezaron inmediatamente a someter de forma sangrienta los barrios obreros de Triana, la Macarena, San Julián y San Marcos. A pesar de que primero los distritos fueron bombardeados por la artillería, la resistencia fue tenaz hasta que, escudándose en mujeres y niños, pudieron entrar y empezar la represión en serio. A los mercenarios moros, los Regulares, se les dio libertad para saquear y asesinar a hombres, mujeres y niños. El 25 de julio, Queipo firmó la orden de que todas las personas que ocuparan cargos dirigentes en cualquier sindicato participante en una huelga fueran «inmediatamente fusiladas», así como «un número igual de militantes cuidadosamente escogidos».

En Granada los acontecimientos fueron igualmente sangrientos y reveladores de la determinación de los rebeldes de vencer mediante la aplicación del terror. La suerte que corrió el comandante militar de Granada, general Miguel Campins, quien, leal a la República, se había negado a obedecer sus órdenes de declarar el estado de guerra, ilustraba la brutalidad y la crudeza de Queipo de Llano. No obstante, Campins había enviado un telegrama poniéndose a las órdenes del general Franco, amigo suyo, a quien había servido como director general adjunto de la Academia Militar General en Zaragoza. Confinado bajo arresto por los oficiales de rango inferior que se habían unido a la conspiración, fue juzgado por «rebelión» en Sevilla el 14 de agosto y fusilado dos días más tarde. Presuntamente, Franco envió unas cartas pidiendo clemencia, pero Queipo, que aborrecía al futuro Caudillo, las hizo pedazos.

Entretanto, en Granada, el barrio obrero del Albaicín fue bombardeado por la artillería. Una vez asegurado el control del centro de la ciudad, las autoridades militares dejaron que las «escuadras negras» falangistas sembraran el pánico entre la población, sacando a los izquierdistas de sus casas en plena noche para matarlos a tiros en el cementerio. A lo largo de la guerra fueron asesinados en Granada unos cinco mil civiles. El guardián del cementerio se volvió loco y hubo de ser encerrado en un manicomio. Una de las víctimas más famosas del terror derechista, no solo en Granada sino en toda España, fue el poeta Federico García Lorca. Años más tarde, los franquistas defendieron la tesis de que la muerte de Lorca se debió a una venganza privada, sin ninguna significación política, relacionada con su homosexualidad. En realidad, Lorca era cualquier cosa menos apolítico. En la Granada ultrarreaccionaria, su sexualidad le había dado un sentido diferencial que le hizo alimentar una creciente simpatía por aquéllos que estaban al margen de la sociedad respetable. En 1934 había declarado: «Siempre estaré del lado de los que no tienen nada». Su teatro itinerante La barraca se inspiraba en una especie de ideal misionero social. Lorca había firmado con regularidad varios manifiestos antifascistas y tenía relaciones con organizaciones tales como el Socorro Rojo Internacional.

En la misma Granada, estaba estrechamente vinculado a la izquierda moderada. Sus ideas eran bien conocidas, y la oligarquía local no podía ignorar su opinión de que la toma de Granada a los musulmanes en 1492 había sido un desastre. Burlándose de uno de los dogmas centrales del pensamiento de la derecha española, Lorca sostenía que la conquista había destruido una civilización única y la había reemplazado por «… un desierto poblado por la peor burguesía de la España de hoy». Cuando los derechistas a la caza de «rojos» empezaron a buscarle, se refugió en casa de su amigo, el poeta falangista Luis Rosales. Allí fue arrestado por el siniestro Ramón Ruiz Alonso, miembro destacado de la CEDA local que se había subido al tren de la Falange. Denunciado por Ruiz Alonso como espía ruso, Federico García Lorca fue fusilado en la madrugada del 19 de agosto de 1936. Sin embargo, el cobarde asesinato del gran poeta fue, al igual que el del leal general Campins, solo una gota en el océano de matanza política.

En las provincias de Sevilla y Córdoba muchos terratenientes apoyaron la sublevación y se unieron a columnas mixtas de soldados, guardias civiles, requetés carlistas y falangistas. Algunos financiaron las columnas o les proporcionaron caballos y hombres. Desempeñaron un papel destacado en la elección de las víctimas que debían ser ejecutadas en los pueblos conquistados. Después de someter los distritos obreros de Sevilla, una columna carlista organizada por un comandante retirado, Luis Redondo García, llevó a cabo operaciones contra villas del sudeste de la provincia. Otras columnas las organizaron voluntarios ricos que disponían de vehículos y armas. Un ejemplo típico fue la que mandaba Ramón de Carranza, el alcalde de Sevilla impuesto por Queipo de Llano. No fue casualidad que en muchas localidades de la provincia conquistadas por esta columna hubiera propiedades importantes de las familias de Carranza y otros miembros acaudalados de la columna. Al tomar una villa, Carranza instauraba siempre un nuevo ayuntamiento de derechas y transportaba gran número de prisioneros a Sevilla para que los ejecutasen.

El 27 de julio la columna de Carranza llegó a una de estas villas, Rociana, en Huelva, donde la izquierda se había hecho con el poder al recibirse la noticia del golpe militar. No se habían registrado víctimas entre los derechistas, pero se habían destruido los locales de la Asociación Patronal y dos clubes, se habían robado 25 ovejas y se habían incendiado la iglesia parroquial y la rectoría, aunque el párroco se había salvado gracias a los socialistas del lugar y se había refugiado en casa del alcalde. El 28 de julio el párroco pronunció un discurso desde el balcón del ayuntamiento: «Ustedes creerán que por mi calidad de sacerdote voy a decir palabras de perdón y de arrepentimiento. Pues no. ¡Guerra contra ellos hasta que no quede ni la última raíz!». Numerosos hombres y mujeres fueron detenidos. A las mujeres les afeitaron la cabeza y una fue arrastrada por un burro por las calles de la villa antes de ser asesinada. Durante los tres meses siguientes sesenta fueron fusiladas. En enero de 1937 el párroco, padre Martínez Laorden, se quejó oficialmente de que la represión había sido demasiado suave.

La escala del terror y la represión en las zonas que habían sido conquistadas con facilidad por los rebeldes indicó de forma clara que su objetivo no era sencillamente apoderarse del Estado, sino exterminar toda una cultura liberal y reformista. Los rebeldes hacían la guerra contra los trabajadores urbanos y rurales que se habían beneficiado de las reformas de la República, contra los funcionarios, los alcaldes y los diputados a los que consideraban como instrumentos de la reforma, y contra los maestros y los intelectuales a los que veían como responsables de propagar el veneno de las nuevas ideas. La medida en que esta guerra era una guerra de lo viejo contra lo nuevo la resumió la declaración apocalíptica y un tanto prematura que el general Mola hizo en Burgos: «¡Españoles! ¡Burgaleses! ¡El gobierno miserable del contubernio socialista liberal ha muerto, vencido por el gesto gallardo del Ejército! España, la verdadera España, la católica y grande España, ha aplastado al dragón y este muerde y se revuelve en el polvo… ¡Yo iré a ponerme al frente de las tropas y no ha de pasar mucho tiempo sin que el signo santo de la Cruz y nuestra bandera gloriosa ondeen entrelazados en Madrid!».

No obstante, la envergadura de la resistencia obrera en diversas zonas donde el alzamiento había triunfado sugiere que si el gobierno hubiera tomado la decisión inmediata de repartir armas a los trabajadores, el alzamiento podría haber sido aplastado desde el principio. De todos modos, era comprensible que el gabinete liberal moderado de Santiago Casares Quiroga se hubiera negado a hacerlo. En parte porque el primer ministro todavía no estaba convencido de que la situación era crítica, pero también por su aversión a ceder a las organizaciones obreras un poder que, previsiblemente, no estarían dispuestas a devolver una vez aplastada la sublevación militar. Se perdió, pues, un tiempo precioso buscando una solución de compromiso. Las concentraciones de la izquierda en petición de armas se dejaron sin respuesta, lo que garantizó el éxito de la rebelión en muchos lugares.

A lo largo del 18 de julio, la oleada de malas noticias que le iban llegando al primer ministro, Casares Quiroga, parecía no tener fin. A las seis de la tarde se mostró muy sorprendido por la sugerencia de Largo Caballero de que no había otra solución que armar a los trabajadores. Tres horas más tarde, Casares Quiroga dimitió. Atormentado por el remordimiento que le causaba no haber hecho caso de las advertencias relativas a una conspiración militar, se culpaba a sí mismo de los triunfos de los sublevados. Tratando de expiar su culpa exponiéndose al peligro, se alistó en una unidad de la milicia obrera. Vestido con un mono azul, luchó contra las fuerzas de Mola en la sierra de Guadarrama y luego permaneció en la capital sitiada hasta finales de 1938.

En ese momento, el presidente Azaña llamó al republicano moderado de centro Diego Martínez Barrio, con la misión de formar un gobierno de coalición para negociar con los rebeldes. A las once de la noche, Largo Caballero se opuso a la sugerencia de Martínez Barrio, comunicada por Prieto, de una participación socialista en el gabinete porque en la susodicha coalición tenía la intención de incluir agrupaciones que se situaban a la derecha del Frente Popular. Creyendo que la ausencia del PSOE podría facilitar las negociaciones con los militares rebeldes, finalmente, a primeras horas de la mañana del 19 de julio, Martínez Barrio formó un gobierno de republicanos. Inmediatamente empezó a telefonear a las guarniciones militares, y a pesar de las adhesiones individuales de lealtad personal para con él, pronto se dio cuenta del poco margen de maniobra de que disponía. En Burgos, el leal general Domingo Batet era, prácticamente, un prisionero. En Zaragoza, el general Miguel Cabanellas dejó claro que no podía ni haría nada más para detener la insurrección de los rebeldes.

Martínez Barrio habló un par de veces con Mola, pues la victoria de los rebeldes había sido tan resonante en Pamplona, que no estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. El nuevo primer ministro aseguró que su gobierno seguiría una política más conservadora y restablecería el orden público. Mola rechazó una oferta para ocupar el Ministerio de la Guerra en el nuevo gobierno. El ministro de la Guerra, general José Miaja, también trató —sin éxito— de negociar la rendición de Mola. Los rumores acerca de los intentos de reconciliación provocaron manifestaciones populares de protesta en las calles de Madrid. El 19 de julio por la tarde, Martínez Barrio se había visto obligado a dimitir. Se había elegido su gabinete conservador con la esperanza de llegar a un compromiso con los rebeldes. Ahora la única opción posible era luchar y esto significaba armar a los trabajadores. Ya descontentos con el radicalismo de la clase obrera manifestado durante la primavera de 1936, muchos republicanos contemplaban tal opción con reservas recelosas.

Se abandonó la búsqueda de un compromiso pero no fue fácil encontrar a un primer ministro dispuesto a enfrentarse con el problema. Martínez Barrio fue reemplazado por José Giral, un republicano de izquierdas, compañero de Azaña, cuyo gabinete se diferenciaba poco del de Casares Quiroga. Con la mirada puesta en la opinión internacional, no había intención de incluir a los representantes de los partidos obreros, aunque Prieto iba a convertirse en el poder real detrás del trono, trabajando incansablemente como principal consejero de Giral. Éste tomó pronto la dramática decisión de autorizar la distribución de armas a los trabajadores; iba a ser crucial en la derrota de la rebelión en numerosos lugares, aunque las fuerzas del orden, la Guardia de Asalto y la Guardia Civil, también tuvieron un papel decisivo, pues allí donde permanecieron leales —como sucedió en ciudades de fuerza proletaria importante— los rebeldes fueron derrotados.

Esa misma tarde el general Joaquín Fanjul, ayudado por algunos falangistas, intentó sublevarse en Madrid, desde el cuartel de la Montaña. Sus tropas fueron inmediatamente rodeadas por una gran masa de trabajadores reforzada por guardias de asalto leales a la República. Al ver ondear banderas blancas, los madrileños avanzaron hacia el cuartel para aceptar la rendición y recibieron una descarga de fusiles. Furiosos, mataron a varios de los oficiales tras el asalto definitivo al cuartel, al mediodía del 20 de julio. En la exaltación del momento, tal acción fue vista como la toma de la Bastilla durante la Revolución francesa. Entre los asaltantes se encontraba Valentín González, un peón caminero extremeño que pronto iba a adquirir fama bajo el sobrenombre de «el Campesino». Fue solo uno de los voluntarios de los primeros días que más adelante serían importantes líderes militares. Entre ellos había figuras cosmopolitas como el intelectual y playboy Gustavo Durán y picapedreros incultos como Enrique Líster. Gustavo Durán, pianista y compositor, amigo íntimo del poeta Federico García Lorca, se alistó en un grupo de milicianos integrado por ferroviarios socialistas. Mostró un talento notable y ascendió a importantes puestos de mando. Enrique Líster había trabajado en Cuba y en la construcción del metro de Moscú antes de volver a España como agitador del Partido Comunista. Durante la Guerra Civil demostraría ser un hábil comandante en los campos de batalla y su determinación y su carácter despiadado sacarían el máximo partido de tropas mal preparadas y pertrechadas.

Todos participaron en el proceso por medio del cual los partidos izquierdistas formaron entonces en Madrid milicias y columnas de voluntarios con el objetivo de detener a las tropas de Mola en el puerto de Somosierra, al norte de la capital. En los violentos combates que allí se desarrollaron, el Campesino destacó como un líder militar en potencia. Enrique Líster contribuyó a la militarización de las milicias con la creación del Quinto Regimiento, unidad de elite que se convirtió en el núcleo del Ejército Popular. Otros milicianos voluntarios de la capital partieron hacia el sur para recuperar el control de Toledo, donde había triunfado la sublevación. Con la participación de tropas republicanas leales reconquistaron la ciudad, pero los rebeldes se encerraron en el Alcázar, la inexpugnable fortaleza que domina Toledo y el río Tajo que la rodea. Tomó el mando un coronel de cincuenta y ocho años de edad, José Moscardó, director de la Escuela de Gimnasia de la Academia de Infantería.

En Barcelona, Companys se había negado a repartir armas, pero la CNT asaltó los depósitos. En las primeras horas del 19 de julio, las tropas rebeldes empezaron a dirigirse al centro de la ciudad. Allí les esperaban los anarquistas y la Guardia Civil local, cuya lealtad resultó decisiva. La CNT tomó por asalto el cuartel de las Atarazanas, donde los rebeldes habían instalado su puesto de mando. Cuando el general Goded llegó en hidroavión desde las islas Baleares para unirse a ellos, la situación del alzamiento estaba perdida; fue capturado y obligado a radiar un mensaje a sus seguidores aconsejándoles entregar las armas. Fue esta una victoria vital para el gobierno, que aseguraba que toda Cataluña permaneciera leal.

Los fracasos de Fanjul en Madrid y de Goded en Barcelona no eran reveses totalmente imprevisibles para los nacionales. Ambos generales ya eran conscientes de que se enfrentaban a tareas inmensamente difíciles. Sin embargo, mientras Mola y otros conspiradores que habían cumplido con éxito sus objetivos iniciales, esperaban que llegara el general Sanjurjo de su exilio portugués para dirigir la marcha triunfal sobre Madrid, recibieron una mala noticia absolutamente imprevista: Sanjurjo había muerto en extrañas circunstancias. El 19 de julio Juan Antonio Ansaldo, un famoso as del aire y playboy monárquico, que además había participado en la organización de las escuadras de terror de la Falange, había llegado a la residencia veraniega de Sanjurjo en Estoril. Ansaldo había sido enviado por Mola para recoger a Sanjurjo y traerle a la zona rebelde. El avión utilizado por Ansaldo —un frágil Puss Moth de dos plazas— era poco apropiado para la misión que debía cumplir. Además, el Dragon Rapide, mucho más adecuado, que había llevado a Franco de las islas Canarias hasta Marruecos, había llegado a Lisboa al mismo tiempo y podía haber llevado fácilmente a Sanjurjo a Burgos. Sin embargo, cuando Ansaldo llegó a Estoril, saludó teatralmente al general como jefe del Estado español ante un entusiasta grupo de incondicionales. Abrumado por ese histriónico despliegue de respeto público, Sanjurjo accedió a viajar con él.

Por si fueran pocos los problemas que planteaba el minúsculo tamaño del avión de Ansaldo, las autoridades portuguesas intervinieron también. Aunque Sanjurjo se encontraba legalmente en el país como turista, el gobierno portugués no quería problemas con Madrid. Por tanto, Ansaldo fue obligado a pasar la aduana y a despegar solo desde el aeropuerto de Santa Cruz. Entonces tuvo que regresar a Estoril y recoger a Sanjurjo en un hipódromo en desuso llamado A Marinha, en Boca do Inferno, cerca de Cascais. Además de su propia persona, ya de por sí voluminosa —según el relato de Ansaldo—, Sanjurjo llevaba una enorme maleta con uniformes y medallas para su entrada ceremonial en Madrid. Debido a la dirección del viento Ansaldo decidió imprudentemente despegar en dirección a un grupo de árboles. El exceso de peso de la avioneta disminuyó la fuerza de ascensión de forma que la hélice, o posiblemente el tren de aterrizaje, chocara con las copas de los árboles. El avión se estrelló y se incendió de inmediato. Sanjurjo murió, aunque Ansaldo escapó prácticamente ileso. Otra versión contradictoria con la de Ansaldo alegó posteriormente en Portugal algo poco convincente: que el accidente había sido resultado de una bomba colocada por anarquistas.

Fuera cual fuese la causa, el accidente iba a tener un profundo impacto en el curso de la guerra y en la carrera del general Franco. Más tarde se dijo que Sanjurjo, al parecer, había presionado para conseguir un acuerdo rápido antes de que se fijaran los frentes bélicos. Esto parece improbable, dado el rechazo de Mola a las propuestas de paz de Martínez Barrio y por el hecho de que la solución no habría gozado del agrado de las masas revolucionarias de la zona republicana. Sin embargo, y más concretamente con Fanjul y Goded fuera de juego (fueron ejecutados en agosto), la desaparición de Sanjurjo significaba que únicamente el general Mola, en su capacidad de director del alzamiento, tenía la remota posibilidad de desafiar a Franco en el liderazgo de los rebeldes. No obstante, Franco era de rango superior —general de división— mientras que Mola era solo general de brigada. Queipo de Llano era general de división de una antigüedad mayor que la de Franco, pero sus contactos republicanos implicaban que la mayor parte de los oficiales rebeldes le consideraran un líder inapropiado. En cualquier caso, el factor decisivo en los entresijos del poder fue el control de Franco de los 47 000 soldados del Ejército de África, bien armados y bien entrenados. El curtido Ejército colonial, formado por profesionales de la Legión Extranjera y mercenarios árabes de los Regulares Indígenas, iba a ser el pilar del éxito del bando nacional. Aparte de Mola, el único peligro potencial para la creciente importancia de Franco era el líder falangista José Antonio Primo de Rivera, aunque se encontraba encarcelado en una prisión republicana, en Alicante.

En los primeros días del alzamiento, Franco, silenciosamente ambicioso, hizo de la victoria en la guerra su prioridad principal. No obstante, ni él ni sus subordinados dejaron pasar, en sus conversaciones con periodistas y diplomáticos, ninguna ocasión para referirse a «las tropas de Franco en la península». Al cabo de una semana del alzamiento, en los Ministerios de Asuntos Exteriores de Europa se referían a los rebeldes como «los franquistas». Sin embargo, la muerte de Sanjurjo sirvió de recordatorio de que «el alzamiento» estaba muy lejos del triunfo inmediato que habían esperado los conspiradores. Éstos controlaban alrededor de una tercera parte del territorio español, con un gran bloque que incluía Galicia, León, Castilla la Vieja, Aragón y parte de Extremadura, más una serie de enclaves aislados como Oviedo, Sevilla y Córdoba. Disponían de las grandes zonas productoras de trigo, pero los principales centros de la industria española, pesada y ligera, seguían en manos de los republicanos. La sublevación había fracasado en Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga y Bilbao. Por tanto, los insurrectos tenían que elaborar rápidamente un plan de ataque para conquistar el resto de España. Como Madrid representaba el eje de la resistencia republicana, la estrategia de los rebeldes se decantó por un doble avance sobre la capital de España, por el Ejército de Mola desde el norte y por las fuerzas africanas de Franco desde el sur. Sin embargo, los rebeldes tuvieron que hacer frente a problemas inesperados; las columnas enviadas por Mola fueron sorprendentemente detenidas en la sierra del norte de Madrid por las inexpertas milicias obreras de la capital, y el Ejército del norte también se vio frenado por la escasez de armas y municiones. El Ejército de Franco se encontraba paralizado por el problema del transporte a través del estrecho de Gibraltar. El paso por mar era imposible, pues el estrecho estaba controlado por la escuadra republicana, cuyas tripulaciones se habían amotinado contra los oficiales rebeldes. Ante estas dificultades, los sublevados decidieron pedir ayuda a sus correligionarios derechistas del extranjero.

El 19 de julio, Luis Bolín había viajado a Roma para pedir a Mussolini aviones de transporte. Mientras Bolín aún estaba ausente, Franco había logrado convencer al cónsul italiano en Tánger, Pier Filippo De Rossi del Lion Nero, y al agregado militar, mayor Giuseppe Luccardi, de que él iba a vencer. A lo largo de la semana siguiente, enviaron a Roma una serie de telegramas que expresaban una hábil petición de Franco a Mussolini. En uno de ellos, que pedía el envío de doce aviones de bombardeo o de transporte civil, Mussolini se limitó a garabatear en la parte inferior del telegrama «NO». En un segundo telegrama desesperado de Franco, el Duce solo escribió «ARCHIVAR». Bolín llegó a Roma el 21 de julio y, al día siguiente, con una carta de presentación del exiliado rey español Alfonso XIII, tuvo un encuentro con el recién nombrado ministro de Asuntos Exteriores, el conde Galeazzo Ciano. A pesar de las demostraciones de simpatía iniciales de Ciano, no recibió la ayuda solicitada. En ese momento a Mussolini le preocupaban los informes recibidos de que Francia estaba dispuesta a ayudar a su régimen hermano el Frente Popular español. El principal objetivo de la política exterior del Duce era derribar la hegemonía anglofrancesa en el Mediterráneo, pero era demasiado prudente como para arriesgarse a una guerra inmediata.

No obstante, el interés de Mussolini por la situación española y el papel del general Franco se basaba en los telegramas que recibía de Tánger. Las súplicas de Franco ofrecían cierto éxito, una lisonjera promesa de emular en España el fascismo italiano, futura subordinación, y todo por un módico precio. Pero el Duce aún dudaba. Una prestigiosa delegación enviada por el general Mola se entrevistó con Ciano el 25 de julio. La componían destacadas personalidades monárquicas, entre ellas Antonio Goicoechea, dirigente de Renovación Española que había visitado Roma en 1934. Recientes investigaciones han demostrado que la delegación no tuvo el papel decisivo que suele atribuírsele. De hecho, Mussolini ya estaba decidido a ofrecer su apoyo a Franco entre el 25 y el 27 de julio, como resultado de diversos factores: le impresionaron mucho los informes desde París de que Francia no se disponía a ayudar a la República. Por numerosas razones, llegó a la conclusión de que el gobierno británico apoyaba a los militares españoles rebeldes. Él y Ciano estaban convencidos de que la ayuda portuguesa a los rebeldes, por ejemplo, no habría sido posible sin el permiso tácito de los británicos. El factor decisivo fue la noticia, que llegó a Roma el 27 de julio, de que el Kremlin se encontraba en un serio aprieto con los acontecimientos en España y que no tenía ninguna intención de ayudar a la República.

Por consiguiente, la noche del 27 y a primeras horas de la mañana del 28 de julio se llegó a un acuerdo para enviar ayuda a Franco. Una escuadrilla de doce bombarderos Savoia-Marchetti S. 81 fue armado en Cerdeña antes de volar hacia el Marruecos español al día siguiente. También se cargaron dos buques mercantes, uno con doce cazas Fiat C. R.32, acompañados de los correspondientes pilotos y mecánicos, y el otro con municiones y carburante para los aviones. Durante la guerra los 377 Fiat C. R.32 que se enviaron a España llevarían a cabo el grueso de operaciones de caza de los rebeldes. La escuadrilla de aviones Savoia-Marchetti S. 81, mandada por el teniente Ruggiero Bonomi, fue escoltada breve y simbólicamente por el general Giuseppe Valle, jefe del Estado Mayor de la Regia Aeronáutica italiana, y en realidad ministro de Aviación. El general Valle había ordenado a las tripulaciones que, una vez en Marruecos, se alistaran a la Legión Extranjera para cubrir las apariencias. Sin embargo, a causa de los fuertes vientos, agotaron el combustible y tres de los doce se estrellaron, uno en el mar y dos en el Marruecos francés —uno de ellos hizo un aterrizaje forzoso y el otro se estrelló—. Aunque Ciano negó categóricamente cualquier implicación oficial italiana, las colisiones alertaron al mundo de que Mussolini estaba ayudando a Franco.

Franco se aseguró la ayuda italiana por la insistencia de sus esfuerzos personales en convencer a los militares italianos en Tánger de sus posibilidades de éxito. Llevó a cabo un proceso paralelo con los representantes locales en Marruecos de la nazi Ausland-Organization (AO) (Organización Exterior), dos ejecutivos alemanes residentes en el Marruecos español, Adolf Langenheim y Johannes Bernhardt. Así pues, el 22 de julio, pudo enviar otra petición de ayuda a Hitler por medio de Bernhardt y una compleja cadena formada por un numeroso elenco de personajes de la AO, el Partido Nazi y las SS que facilitaron el acceso al Führer. Bernhardt estableció contacto con Ernst Wilhelm Bohle de la AO, Bohle con Friedhelm Burbach, jefe de la AO para España, Burbach con su viejo compañero de la escuela Alfred Hess, Hess con su hermano Rudolf, lugarteniente de Hitler y, finalmente, Rudolf Hess con el Führer mismo, que se encontraba en Villa Wahnfried, la residencia de Wagner, para asistir al festival anual de Bayreuth. El Führer recibió a los enviados de Franco al regreso de una representación de Sigfrido, dirigida por Wilhelm Furtwängler. En una concisa carta, el general Franco le pedía fusiles, aviones de caza y cañones antiaéreos. La reacción inicial de Hitler fue dudosa, pues señaló la falta de apoyo financiero de los insurgentes: «Ésa no es forma de empezar una guerra». Sin embargo, después de una interminable diatriba sobre la amenaza bolchevique, decidió, en contra de la opinión de Goering, poner en marcha lo que llamó Unternehmen Feuerzauber (Operación Fuego Mágico), al parecer aún bajo el influjo de los majestuosos acordes de la ópera que acababa de escuchar —especialmente la música del «fuego mágico» que acompaña a Sigfrido en el heroico pasaje a través de las llamas para liberar a Brünhilde—. Después de expresar sus dudas sobre los riesgos que implicaba tal operación, Goering se entusiasmó con la idea. No hubo continuidad entre la espontánea decisión de Hitler y los largos contactos previos de las organizaciones derechistas españolas con la AO nazi. Tales contactos salieron a la luz cuando los anarquistas registraron las oficinas de la AO en Barcelona. Los documentos requisados fueron publicados en 1937 bajo el título de La conspiración nazi en España. Sin embargo, la Operación Fuego Mágico fue el inicio real de la intervención alemana en el conflicto español.

De este modo, Hitler y Mussolini convirtieron un coup d’état que iba por mal camino en una sangrienta y prolongada guerra civil. Treinta Junkers JU-52 de transporte se sumaron a los bombarderos italianos, lo que permitió que Franco llevara a cabo el primer puente aéreo militar en la historia. Durante toda la guerra llegarían otros cien Junkers JU-52 que desempeñarían el papel principal en las operaciones de bombardeo de los rebeldes. El 5 de agosto Franco dio prueba otra vez de su voluntad de ganar cuando, en contra de la opinión de sus colaboradores, decidió abrir una brecha en las defensas republicanas con un pequeño convoy de barcos de pesca que transportaban a las tropas. El paso del estrecho por el llamado «Convoy de la Victoria» fue protegido por los recién llegados aviones Savoia-Marchetti. Contaba con que la inexperiencia de las dotaciones republicanas limitase su capacidad de maniobra. Su éxito significó un importante golpe psicológico, ya que los rumores de que el feroz Ejército de África iba a aterrizar en la península propagó el miedo en la zona republicana. Durante la primera semana de agosto se inició un puente aéreo entre Marruecos y Sevilla, y en diez días se transportaron 15 000 hombres. El 6 de agosto nuevos buques de transporte cruzaron el estrecho con cobertura aérea italiana. Los alemanes también enviaron algunos cazas Heinkel y pilotos voluntarios de la Luftwaffe. Al cabo de una semana los rebeldes recibían suministros regulares de munición y armamento, tanto de Hitler como de Mussolini.

La llegada de ayuda extranjera permitió a los rebeldes nacionales emprender dos campañas que mejoraron considerablemente su situación. El general Mola inició un ataque a la provincia vasca de Guipúzcoa con la intención de conquistar Irún y San Sebastián, cerrando así la frontera con Francia. Irún fue atacada diariamente por bombarderos italianos. Sus defensores, milicianos pobremente armados y sin experiencia, lucharon valerosamente, pero fueron aplastados el 3 de septiembre. En medio de la lucha se había interrumpido el suministro de armas a los defensores desde Francia. Claude Bowers, el embajador norteamericano, escribió: «Cuando los defensores de Irún huyeron a Hendaya, al otro lado de la frontera, por habérseles agotado las municiones, encontraron seis vagones de mercancías cargados de municiones procedentes de Cataluña y enviadas a través de la frontera meridional de Francia. Estas municiones habían sido detenidas por la “no intervención” en el momento crítico». La defensa de todo el norte se vio puesta así en peligro.

Mientras tanto, el Ejército africano de Franco avanzaba en dirección norte hacia Madrid, bajo el mando del teniente coronel Juan Yagüe, un veterano de las guerras de Marruecos y el más influyente militar afiliado a la Falange. Partiendo de Sevilla, el Ejército de África conquistó pueblo tras pueblo, dejando en su avance una horrible estela de matanzas a sus espaldas. En una villa tras otra las tropas ocupantes violaron trabajadoras y saquearon sus casas. Soldados moros y legionarios vendiendo radios, relojes de pared y de pulsera, joyas e incluso muebles se convirtieron en un espectáculo común por el camino. El 10 de agosto las fuerzas de Yagüe llegaron a Mérida, antigua ciudad romana próxima a Cáceres, conquistada por los rebeldes al principio del alzamiento. Se juntaron así las dos partes de la España nacional. Las tropas de Yagüe retrocedieron entonces para tomar Badajoz, capital de Extremadura, cerca de la frontera portuguesa. Fue Franco quien tomó tal decisión, lo que retrasó el avance de las columnas africanas. Aunque se encontraba aún en manos republicanas, Badajoz ya no constituía una amenaza para las tropas de Yagüe en la retaguardia y podía haber sido tomada sin dificultad por los rebeldes cuando hubieran tenido tiempo. Pero Franco quiso ser prudente al consolidar la unificación de los dos segmentos de la zona rebelde. Después de que la artillería pesada y los bombarderos abrieran brechas en las murallas de la ciudad, empezó una salvaje represión en la que fueron asesinadas casi dos mil personas, incluyendo a numerosos civiles inocentes. En las calles corría la sangre y se amontonaban los cuerpos, dando una imagen que el periodista portugués Mario Neves calificó de «desolación y terror». Los hombres de Yagüe enviaban así un mensaje a los ciudadanos de Madrid sobre lo que les esperaba si no se rendían antes de la llegada de las columnas africanas.

Jay Allen, periodista norteamericano corresponsal del Chicago Tribune, llegó poco después. Vio a las patrullas falangistas detener a trabajadores en las calles y comprobar si habían luchado para defender la ciudad por el procedimiento de quitarles la camisa y ver si llevaban en el hombro la señal de la culata de los fusiles. Los que tenían marcas eran arrastrados hasta la plaza de toros, donde Allen vio llegar filas de hombres con los brazos en alto: «A las cuatro de la mañana los introdujeron en la plaza por la puerta donde las cuadrillas inician el paseíllo en las corridas de toros. Les esperaban las ametralladoras. Después de la primera noche, se calculaba que en el extremo más alejado de la plaza la sangre había penetrado a un palmo de profundidad en el suelo. No lo pongo en duda. Mil ochocientos hombres —había también mujeres— murieron allí en poco más de doce horas. Hay más sangre de la que parece en mil ochocientos cuerpos». Los legionarios y los regulares, y los falangistas que los habían acompañado, se entregaron a una orgía de pillaje en comercios y casas, que en su mayor parte pertenecían a los derechistas a los que estaban «liberando». Se llevaron todo lo que pudieron —joyas y relojes, radios y máquinas de escribir, prendas de vestir y balas de paño— por las calles sembradas de cadáveres y ensangrentadas.

Aunque la masacre también fue presenciada por periodistas franceses y portugueses, los servicios de prensa nacionales lo negaron rotundamente. En Estados Unidos se pagó a oradores para que desprestigiaran a Jay Allen. Sin embargo, el coronel Yagüe se reía de esos desmentidos. Dijo a otro periodista norteamericano que acompañaba al Ejército nacional, John T. Whitaker, del New York Herald Tribune: «Por supuesto que los matamos. ¿Qué esperaba usted? ¿Supone que voy a llevar conmigo a cuatro mil rojos cuando mi columna debe avanzar en una carrera contra reloj? ¿Cree que puedo dejarlos a mis espaldas y que Badajoz vuelva a ser roja de nuevo?». Los cuerpos quedaron durante días en las calles para aterrorizar a la población.

Al avanzar las columnas africanas en el sur de España en septiembre de 1936 aumentó el número de refugiados. La caída de villas y pueblos en poder de las columnas que avanzaban hacia Sevilla ya había hecho que numerosos trabajadores y sus familias huyeran hacia el oeste. Al mismo tiempo, algunos se habían dirigido al norte huyendo de la represión en Cádiz y Huelva. Otros se habían ido al sur desde Badajoz y Mérida después de que los nacionales tomaran ambas ciudades. El resultado fue que en la parte occidental de Badajoz había un elevado número de refugiados desesperados que encontraban el paso cortado, por la carretera de Sevilla a Mérida al este y por la que iba de Mérida a Badajoz al norte, por las columnas que avanzaban al sur y por la frontera portuguesa al oeste. A mediados de septiembre alrededor de ocho mil hombres, mujeres, niños y ancianos se hallaban congregados en campo abierto cerca de la villa de Valencia del Ventoso, cuyos habitantes hicieron todo lo posible para alimentarles organizando rápidamente comedores gratuitos.

El 18 de septiembre la perspectiva de caer en manos de los nacionales empujó a los líderes sindicales y políticos que había entre ellos a organizarlos en columnas que emprenderían una marcha forzada hacia las líneas republicanas. Se decidió dividir esta masa de personas desesperadas en dos grupos. El primero lo formaban aproximadamente dos mil personas, y el segundo, seis mil. En el primero había una docena de hombres armados con fusiles y unos cien con escopetas de caza; en el segundo había más o menos el doble. Estas fuerzas exiguas tenían que proteger dos largas columnas de caballos, mulas y otros animales domésticos y carros que transportaban las pertenencias que los refugiados habían podido recoger de sus hogares antes de huir. Junto a ellas andaban niños de corta edad, mujeres con recién nacidos en brazos, mujeres embarazadas y muchos ancianos.

Los grupos avanzaban a distinta velocidad y se desplegaron. La mayoría logró cruzar la carretera de Sevilla a Mérida y algunos consiguieron llegar a Castueta, en la zona republicana. Sin embargo, el grueso de los refugiados, los más lentos, levantaba grandes polvaredas que facilitaban a los aviones de reconocimiento nacionales la tarea de localizar su posición. El cuartel general en Sevilla del general Gonzalo Queipo de Llano, jefe de los sublevados en el sur, fue informado con detalle de los movimientos de las columnas, de que se componían de civiles y de que su armamento era escaso. A pesar de ello, se hicieron preparativos para atacarles como si fueran unidades militares bien pertrechadas. Cayeron en una emboscada tendida con mucho esmero. Los nacionales apostaron ametralladoras en las colinas que dominaban la ruta de los fugitivos y abrieron fuego cuando estuvieron a tiro. Hubo numerosos muertos en los combates. Más de dos mil fugitivos cayeron prisioneros y fueron transportados a Llerena. Muchos centenares se dispersaron por los alrededores. Muchas personas se vieron separadas de sus familias y algunas nunca volverían a verlas. Algunas vagaron durante semanas por un territorio que no conocían y fueron muertas o capturadas por partidas de guardias civiles y falangistas montados que salieron en su busca. Unas cuantas consiguieron llegar a la zona republicana. En Llerena tuvo lugar una matanza entre los prisioneros concentrados allí, que fueron ametrallados en la plaza de toros.

El terror que acompañaba el avance de los moros y los legionarios fue una de las mejores armas de que dispusieron los nacionales en su marcha sobre Madrid. Eso explica por qué las tropas de Franco obtuvieron éxitos iniciales muy superiores a las de Mola. Las milicias republicanas espontáneas combatían con entereza mientras se encontraban a cubierto, protegidas por edificios o árboles. Pero bastaba el rumor de que los moros amenazaban con flanquearlas, para que muchas veces huyesen, abandonando las armas en su huida. El avance nacional siguió el valle del Tajo hacia Toledo y Madrid. El 2 de septiembre cayó la última ciudad importante de la ruta, Talavera de la Reina. John Whitaker, lo ha recordado así más tarde: «No pasé ninguna noche en Talavera sin ser despertado al alba por los estampidos de los pelotones de fusilamiento. Parecía que nunca iba a terminar la matanza. Mataban a tanta gente cuando llevaba dos meses en Talavera como en los primeros días de mi estancia allí. El promedio era tal vez de treinta al día. Eran simples campesinos y trabajadores. Bastaba haber tenido el carnet de un sindicato, haber sido masón, haber votado por la República».

No era solo el Ejército de África el que ejecutaba a la población conquistada. En la isla de Mallorca, donde al principio había triunfado el alzamiento, hubo una invasión republicana a mediados de agosto. Sin embargo, a principios de septiembre, los rebeldes habían capturado de nuevo la isla con ayuda italiana. Durante los cuatro meses siguientes se llevó a cabo una terrible represión bajo la supervisión del jefe de la pequeña fuerza de invasión italiana, el perturbado fascista Arconovaldo Bonacorsi, conocido como el «conde Rossi». El novelista católico francés Georges Bernanos quedó horrorizado por lo ocurrido en Mallorca. Vio cómo cargaban camionetas con hombres que llevaban a fusilar: «Los camiones estaban grises del polvo del camino, y los hombres estaban también grises, sentados de cuatro en cuatro, las gorras grises ladeadas sobre la frente, las manos abiertas posadas sobre los pantalones de pana, esperando pacientemente. Los traían detenidos todos los días de aldeas perdidas, a la hora en que volvían de los campos. Marchaban a su último viaje, con las camisas pegadas aún a los hombros por el sudor, los brazos pesados por el trabajo del día, dejando la sopa intacta en la mesa y a una mujer sin aliento, un minuto demasiado tarde, junto al muro del jardín, llevando un hatillo con algunas pertenencias recogidas a toda prisa y envueltas en un flamante pañuelo de colores brillantes».

El 21 de septiembre las tropas de Yagüe tomaron Santa Olalla, en el camino de Madrid. John Whitaker asistió horrorizado a la ejecución en masa de 600 milicianos prisioneros en la calle principal de Santa Olalla: «Les bajaron y les apelotonaron juntos. Tenían la mirada vacía, exhausta, vencida de los soldados que no pueden resistir más tiempo el machaqueo continuo de las bombas alemanas». Arrimados así unos contra otros, las tropas moras les apuntaban con dos ametralladoras y, disparando ráfagas cortas, los mataron a todos.

Naturalmente, las atrocidades no se limitaron a la zona rebelde. Especialmente a principios de la guerra, hubo oleadas de asesinatos de curas y sospechosos de ser simpatizantes fascistas. Algunas unidades de la milicia se dedicaron a limpiar sus ciudades de derechistas importantes y, en especial, de clérigos. Se destruyeron iglesias y monumentos sacros. Se estima que fueron asesinados alrededor de seis mil sacerdotes y religiosos. Los falangistas y los miembros de sindicatos amarillos eran los objetivos favoritos de las «checas» espontáneas u organizaciones seudosecretas de la policía, creadas por varios grupos izquierdistas, en especial anarquistas. Esto fue en parte consecuencia del hecho de que el golpe militar había provocado el derrumbamiento de las estructuras del orden público y, a su vez, un arrebato de optimismo revolucionario en medio del cual las cárceles de la zona republicana se habían vaciado de delincuentes comunes. Además, algunos de los grupos que llevaban a cabo la horrible tarea de la represión, tales como los que se llamaban a sí mismos Milicias Populares de Investigación, cuyo jefe era el siniestro Agapito García Atadell, actuaban a impulsos de la codicia y la sed de sangre en vez de por motivaciones políticas.

La represión también reflejó el hecho de que el golpe militar mismo despertó temores y sospechas en lo que se refería a los elementos de derechas que se sabía o suponía que simpatizaban con los objetivos de los sublevados. El 23 de agosto de 1936 los rumores sobre un intento de fuga en la cárcel Modelo de Madrid provocaron el asesinato de setenta de sus reclusos, entre ellos Melquíades Álvarez, que era amigo de Azaña, así como varios ultraderechistas. Fue en parte una represalia por la matanza de Badajoz, de la que dieron cuenta fugitivos aterrorizados que llegaron a la capital procedentes de Extremadura. Giral lloró al enterarse de la matanza de la cárcel Modelo. El presidente Azaña se sintió desolado y dijo a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, «me asquea la sangre, estoy hasta aquí; nos ahogará a todos».

Sin embargo, si hubo una diferencia en los asesinatos en las dos zonas, esta yace en el hecho de que las atrocidades republicanas solían ser obra de elementos incontrolables, en unos días en que se habían sublevado las fuerzas del orden. En cambio, las cometidas por los nacionales eran oficialmente toleradas por aquéllos que proclamaban estar luchando en nombre de la civilización cristiana. Naturalmente, la propaganda nacional trató de presentar los asesinatos en la zona republicana como parte de la política oficial del gobierno, es decir, bolchevismo en acción. Y en efecto, hubo muchos en la zona republicana que fueron muy conscientes del daño que se hacía a su causa con los asesinatos indiscriminados. Los ataques a sacerdotes y la desenfrenada destrucción de las iglesias hizo un considerable favor a los rebeldes. En definitiva, fue la percepción popular de esta involuntaria cooperación con la causa nacional lo que hizo que se tomaran medidas amplias para poner fin a la represión. El 24 de agosto de 1936, el día después de la matanza de la cárcel Modelo, se crearon tribunales populares en un intento de tapar el hueco que había dejado el derrumbamiento del sistema de justicia y poner coto a los asesinatos incontrolados.

Durante los meses de agosto y septiembre, los rebeldes consolidaron considerablemente sus posiciones. El veterano coronel (pronto general) africanista y simpatizante carlista, José Enrique Varela, consiguió conectar Sevilla, Córdoba, Granada y Cádiz. Para los republicanos no hubo avances espectaculares. En Oviedo, los mineros engañados habían regresado y tenían sitiado al coronel Aranda, que se había apoderado de su ciudad de forma fraudulenta. La guarnición rebelde de Toledo seguía encerrada en el Alcázar. El 23 de julio, columnas de milicianos anarquistas partieron de Barcelona con el objetivo de reconquistar Zaragoza. Al igual que Sevilla, la capital aragonesa era un bastión de la CNT que había caído en las primeras horas del alzamiento en poder de los rebeldes. La toma de Zaragoza se convirtió para la CNT en una cuestión de amor propio. Sus milicias partieron delirantes de entusiasmo, llegaron a poca distancia de su objetivo, y allí quedaron detenidas. Como una parodia a pequeña escala del asedio de Madrid por los nacionales, quedaron atascados a lo largo de dieciocho meses. A tan solo veinte kilómetros de distancia de sus líneas, podían ver Zaragoza, en la noche: «Una hilera tenue de luces, como los ojos de buey iluminados de los camarotes de un barco», escribió Orwell. Así, la guerra empezó a convertirse para la República en un ciclo interminable de derrotas o, como mal menor, en un punto muerto. Además, los intentos de la República de conseguir ayuda extranjera resultaron mucho menos fructíferos que los de los rebeldes.

El 19 de julio, Giral envió un telegrama pidiendo ayuda a Léon Blum, primer ministro del gobierno francés del Frente Popular, que decía: «SORPRENDIDOS POR PELIGROSO GOLPE MILITAR. STOP. SOLICITAMOS AYUDA INMEDIATA ARMAS Y AVIONES. STOP. FRATERNALMENTE GIRAL». Una victoria del bando nacional representaba la existencia de un tercer Estado fascista en las fronteras de Francia, lo que hacía peligrar seriamente su posición internacional, ya que significaba la pérdida de España como territorio puente que facilitaría la incorporación de las fuerzas coloniales francesas (un 30 por ciento de su capacidad militar total) para la defensa nacional. Blum, con el apoyo de su ministro del Aire, Pierre Cot, decidió prestar la ayuda solicitada. Además, como líder de un régimen hermano, se sintió conmovido por la súplica de Giral. Sin embargo, su inestable gobierno de coalición estaba dividido al respecto, con un ministro de Defensa, Yvon Delbos, especialmente hostil al Frente Popular español. El personal prorrebelde en la embajada republicana española en París filtró información sobre la petición de Giral y la respuesta de Blum, lo que fue utilizado por la prensa derechista, que estaba furiosa por la amenaza que la revolución española suponía para las inversiones francesas en el país. Blum fue entonces acusado de exponerse a una guerra con Alemania e Italia. Mientras Blum dudaba, durante una visita a Londres, el 23 y 24 de julio, pudo darse cuenta de que los británicos desaprobaban su decisión de enviar ayuda. En el vestíbulo del hotel Claridge’s, sir Anthony Eden advirtió: «Sea prudente». Aparentemente la cautela británica obedecía al temor de que la ayuda francesa a la República pudiera provocar una ampliación de las hostilidades, pero reflejaba igualmente el hecho de que los intereses comerciales británicos en España impulsaban al gobierno Baldwin a simpatizar con el bando nacional.

Como la prensa derechista continuaba alborotada, los ministros Radicales en la coalición del Frente Popular declararon que apoyarían a Blum solo si éste conseguía garantías del apoyo británico. Enfrentado a la tormenta desatada en la prensa y temeroso de perder el respaldo británico, para el 25 de julio, Blum no se había atrevido a poner en práctica su compromiso de ayuda y, en cambio, propuso que las principales potencias europeas se pusieran de acuerdo respecto a una no intervención en España. En vista de los titubeos franceses, José Giral escribió al embajador soviético en Francia para pedirle que informara «a su gobierno del deseo y la necesidad que experimenta nuestro gobierno del suministro de armas y munición de todos los tipos, y en grandes cantidades, por parte de su país». Los rusos tardaron varias semanas en reaccionar favorablemente. Sin embargo, el 6 de agosto la República española recibió algunos aviones franceses, aunque no tantos como se necesitaban. Blum esperaba en vano que impidiendo una participación internacional, que tendía a favorecer a los rebeldes, podía dar al gobierno del Frente Popular español una oportunidad razonable de vencer la insurrección militar. Pero dado que la «no intervención» iba a convertirse en una farsa sin contenido, cínicamente explotada por Alemania e Italia, y más tarde por la Unión Soviética, la República quedó, de hecho, prácticamente sentenciada.

En pleno verano español de 1936 ese hecho estaba muy lejos de ser evidente para todo el mundo. Franco estaba ocupado con la necesidad de tomar una decisión trascendental en cuanto a la ruta que debía seguir el Ejército de África. El 21 de septiembre, sus columnas habían llegado hasta Maqueda, un importante cruce de vías, donde la carretera del sur se dividía para ir hacia el norte, a Madrid, o hacia el este, a Toledo. Las columnas podían, pues, dirigirse hacia Madrid o desviarse en dirección a Toledo para socorrer a la guarnición nacional que se encontraba sitiada por las milicias republicanas. Los mil guardias civiles y falangistas encerrados en el Alcázar en los primeros días del alzamiento habían llevado con ellos como rehenes a aproximadamente doscientas mujeres y niños, familiares de izquierdistas conocidos. Los milicianos habían malgastado enormes cantidades de tiempo, energía y munición en el intento de capturar una fortaleza sin ninguna importancia estratégica. La resistencia de la guarnición sitiada se había convertido así en el gran símbolo del heroísmo nacional. Por supuesto, la existencia de los rehenes y su posterior desaparición fueron totalmente olvidadas. A lo largo de la guerra, y más tarde, durante muchos años, se aceptó la historia de su asedio en la versión difundida tanto por los simpatizantes españoles como ingleses de la causa nacional. Se afirmaba que el 23 de julio, el jefe de las milicias republicanas encargado del asedio había llamado por teléfono al coronel Moscardó, comandante de la plaza para decirle que si no se rendía, su hijo sería ejecutado.

Se dice que Moscardó le pidió entonces a su hijo que encomendara su alma a Dios y que muriera valerosamente. Y supuestamente, Moscardó oyó por teléfono el disparo que acabó con la vida de su hijo. Casi con toda seguridad la historia es apócrifa por varias razones, de las que no es la menos importante su sospechosa semejanza con la leyenda de Guzmán el Bueno, que sacrificó valerosamente la vida de su hijo durante el sitio de Tarifa por los árabes, en el siglo XIII. La historia encaja demasiado bien en el esfuerzo de la propaganda nacional por relacionar la Guerra Civil con la Reconquista de España contra los infieles. En realidad, el hijo de Moscardó murió el 23 de agosto, y no por la supuesta amenaza hecha a su padre, ya que fue ejecutado junto a otros presos como represalia por un bombardeo aéreo nacionalista. Resulta extraño que si el 23 de julio funcionaba la línea telefónica con el Alcázar, nunca se intentase después un nuevo contacto. Pero esos detalles poco importaban; el Alcázar y las anécdotas heroicas relativas a él tuvieron para los nacionales un inmenso valor propagandístico.

El 9 de septiembre se envió a Toledo un oficial con una cuartilla que contenía tres condiciones para la rendición de la guarnición: que Moscardó garantizase las vidas de todos los que estaban en la fortaleza, que todas las mujeres, niños y hombres de menos de dieciséis años fueran puestos en libertad inmediatamente, y que todos los demás tendrían un juicio justo para determinar sus responsabilidades. Un comandante del Estado Mayor, Vicente Rojo, se ofreció como voluntario con la esperanza de salvar a los rehenes. Pensaba que tal vez conseguiría su propósito porque durante un decenio había sido profesor de táctica en la Academia de Infantería de Toledo y muchos de los que estaban en el Alcázar eran amigos y excolegas suyos. Al entrar en la fortaleza amparado por una bandera blanca, le vendaron los ojos y le llevaron a presencia del coronel Moscardó, que echó una ojeada a la lista de condiciones y las rechazó sin vacilar. Era lo que Rojo había predicho que sucedería, «que no se rendirían porque yo, si estuviera dentro, tampoco lo haría». Mientras estuvo dentro del Alcázar, Rojo recibió peticiones de ayuda. Moscardó le pidió que les mandara un sacerdote para que les confesara y dijese misa. Un amigo de Rojo, el capitán Luis Alamán, le dio los detalles del escondrijo de su esposa y sus dos hijas en Madrid. Al volver a la capital, Rojo dispuso que un sacerdote entrara en el Alcázar al día siguiente. También localizó a la esposa y las hijas del capitán Alamán y les brindó refugio en su propio domicilio, situado, irónicamente, en el número 50 de Guzmán el Bueno.

La tarea de encontrar un sacerdote recayó en el artista Luis Quintanilla. Después de recibir una negativa de un canónigo de la catedral de Toledo, dio en Madrid con un sacerdote que estaba dispuesto a cumplir la misión. Al entrar el padre Enrique Vázquez Camarasa en la fortaleza, le vendaron los ojos y le condujeron, en silencio total, a presencia de la delgada figura de Moscardó. Cuando el padre Vázquez Camarasa preguntó con delicadeza por la situación de las numerosas mujeres y niños, Moscardó contestó bruscamente que no era de su incumbencia y que podía oír confesiones, decir misa y dar la comunión, pero nada más. Luego le llevaron a un sótano pestilente donde dijo misa ante gran número de mujeres demacradas y niños que lloraban. El sacerdote sufrió una honda impresión al ver aquella aglomeración horrorosa de cadáveres vivientes e intentó persuadir a los oficiales de la necesidad de compadecerse de ellos. Moscardó nunca se lo perdonó. Después de que la fortaleza fuera finalmente liberada, tras otros diecisiete días de privaciones, se desató en la zona nacional una campaña de prensa contra Vázquez Camarasa, al que llamaron «el cura rojo». Al terminar la Guerra Civil, se vio obligado a exiliarse y murió en Buenos Aires en 1946.

La decisión de acudir o no a liberar el Alcázar estaba estrechamente relacionada con la lucha por el poder que había empezado a desarrollarse en el seno del bando nacional. Una de las más obvias ventajas de los nacionales frente a los republicanos era su unidad, simbolizada por la creación de la Junta de Burgos el 24 de julio, bajo la presidencia simbólica del general Miguel Cabanellas. No obstante, a pesar de la existencia de la Junta de Burgos, la España nacional estaba en realidad dividida en tres bloques de poder. Uno de ellos, el feudo cuasimedieval del general Queipo de Llano, en Sevilla, no contaba en la lucha por el poder. Los otros dos estaban dominados por el general Mola, desde Burgos, y por el general Franco, que avanzaba hacia Madrid con su Ejército africano. Aunque a sus cuarenta y tres años Franco era el más joven de los dos, también era un oficial de rango superior, general de división, mientras que Mola, con cuarenta y nueve años, era simplemente general de brigada. Además, las primeras vacilaciones de Franco habían quedado más que redimidas por el espectacular empuje de sus tropas en su avance hacia el norte. Por último, por mediación del general Alfredo Kindelán y del coronel Juan Yagüe, Franco había insinuado tanto a los monárquicos como a los falangistas que secundaría sus objetivos políticos. Kindelán organizó un encuentro de los jefes nacionales de mayor jerarquía el 21 de septiembre, en un aeródromo cercano a Salamanca. Todos los generales presentes, con la excepción de Cabanellas, coincidieron en que debía nombrarse un comandante en jefe para sustituir a Sanjurjo. No solo había razones militares fundadas para ello, sino que también iba a facilitar las negociaciones en marcha con Hitler y Mussolini en petición de más ayuda.

En la reunión de Salamanca, Franco fue elegido comandante único. Más tarde, ese mismo día, decidió retrasar su avance sobre Madrid para liberar el Alcázar. Al desviar sus tropas hacia Toledo, perdió una oportunidad irrepetible de irrumpir en la capital de España antes de que se hubiera organizado la defensa. Lenguas viperinas extendieron el rumor de que Franco pretendía inclinar de su lado la balanza del poder mediante una victoria emocional y un gran golpe propagandístico. Ciertamente, el retraso proporcionó a Madrid el respiro necesario para organizar su defensa. Fue, desde el punto de vista militar, un gesto innecesario, pues el avance ininterrumpido sobre la capital habría sido suficiente para provocar el abandono del sitio del Alcázar. Fueran cuales fuesen los motivos de Franco, su decisión no le perjudicó en absoluto. El 26 de septiembre las fuerzas nacionales ya se encontraban en las afueras de Toledo. Un cronista jesuita, el padre Alberto Risco, describió el paso de los regulares marroquíes de Mohamed ben Mizziam por la periferia «con el aliento de la venganza de Dios sobre las puntas de sus machetes, persiguen, destrozan, matan… Y embriagados ya con la sangre, la columna avanza».

Al día siguiente, las columnas africanas entraron en la ciudad y pudieron liberar a sus camaradas sitiados. Siguió un nuevo baño de sangre. Mientras tenía lugar se impidió la entrada de la prensa en la ciudad. Lo que vieron los periodistas cuando les permitieron entrar, el 29 de septiembre, les impresionó vivamente. Según el relato de John Whitaker, «… los hombres que les mandaban no desmintieron en ningún momento que los moros mataron a los heridos del hospital republicano de Toledo. Ellos mismos se jactaban de cómo arrojaron granadas de mano en medio de los heridos indefensos que gritaban pidiendo auxilio». De este incidente en el hospital de Tavera, localizado en el antiguo hospicio de San Juan en el extrarradio de la ciudad, informó también un corresponsal de la United Press, Webb Miller. Según él, más de cien heridos fueron muertos a tiros donde yacían. En la maternidad más de veinte mujeres embarazadas fueron obligadas a levantarse de la cama, cargadas en un camión y trasladadas al cementerio municipal, donde las fusilaron. A los rehenes ya los habían matado a tiros. Webb Miller informó de haber visto en las calles los cadáveres decapitados de milicianos. El padre Risco describe cómo hombres y mujeres se suicidaron para que no los capturasen las columnas africanas. Los que eran apresados en los registros de casa por casa, según comentó, «tenían que morir».

Fuera cual fuese la eficacia militar de su acción, los beneficios políticos que Franco extrajo de ella fueron enormes. En la Edad Media Toledo había sido la primera ciudad musulmana importante en ser reconquistada por fuerzas cristianas. Ahora Franco se asociaba simbólicamente con los grandes guerreros de la Reconquista al tiempo que asociaba a los defensores republicanos con los infieles. Al día siguiente volvió a escenificarse el momento de la liberación para las cámaras de los noticiarios. El público de los cines de todo el mundo vio a Franco inspeccionar las ruinas del Alcázar junto a un flaco y barbudo Moscardó. Franco pasó así a simbolizar el esfuerzo bélico de los nacionales. Dentro y fuera de España, su figura estaba emergiendo como la del líder en el que las derechas centraban sus esperanzas. Con cierta superchería por parte del general Kindelán y de su propio hermano, Nicolás, el pequeño general gallego iba a estar en breve en condiciones de convertirse no solo en comandante en jefe, sino en jefe del Estado. Y pronto iba a ser vitoreado como «Caudillo» (el equivalente más cercano en español a la palabra Führer) por las extáticas masas nacionales.

En contraste con la alegría que reinaba en las filas nacionales, la situación de la República no era nada prometedora. El 13 de septiembre San Sebastián se rindió porque los vascos no querían arriesgarse a la destrucción de su elegante ciudad. El general Varela continuaba su marcha por Andalucía, avanzando desde Sevilla hacia el este. Se trataba de una ofensiva de escasa importancia militar, pero que ponía de relieve el trasfondo socioeconómico que determinaba la estrategia bélica nacional. El Ejército nacional iba acompañado por los hijos de los latifundistas, que habían formado un regimiento de caballería de voluntarios. A lo largo del mes de agosto fueron cayendo en su poder pueblo tras pueblo, defendidos únicamente por campesinos armados con horcas, escopetas de caza y trabucos viejos. Multitudes de refugiados aterrorizados, cargados con sus escasas pertenencias, huían del saqueo de los mercenarios moros y los requetés carlistas. Tuvieron lugar entonces crueles actos de venganza contra los braceros que habían colectivizado las tierras, bajo la mirada de los propietarios, que habían huido en la primavera anterior. En la pequeña localidad de Lora del Río, en la provincia de Sevilla, donde la única víctima de la izquierda había sido un cacique particularmente despótico, los nacionales fusilaron en represalia a 300 habitantes. En la cercana Palma del Río, en la provincia de Córdoba, guardias civiles y falangistas echaron abajo las puertas y sacaron de sus escondites a las personas que no habían conseguido huir del pueblo. Se les hizo formar en la calle bajo la mirada del cacique local, y éste fue pasando ante las filas de sus convecinos, señalando quiénes debían ser castigados por haber matado a sus toros. Más de doscientos fueron reunidos en el patio de la finca y ametrallados. En otros lugares, a los presos se les sometió a un juicio rudimentario y fueron fusilados por crímenes como no ir a misa, leer a Rousseau y a Kant, criticar a Hitler y a Mussolini o admirar a Roosevelt.

El 16 de septiembre, las tropas de Varela tomaron Ronda, en la provincia de Málaga. Las fuerzas de Mola reanudaron de nuevo su avance sobre Madrid, y el 7 de octubre también el Ejército de África reemprendió la marcha en dirección norte. A los anteriores suministros de armas se sumó la llegada de piezas de artillería y carros blindados italianos. Los nacionales ocupaban ya la mayoría de las poblaciones situadas en un radio de veinticinco kilómetros alrededor de Madrid, por lo que la capital se vio inundada por un alud de refugiados que representaban serios problemas para la distribución de agua y alimentos. Las columnas de milicianos también se replegaban en Madrid en total desbandada. Franco había anunciado a los corresponsales de prensa que tomaría la capital el 20 de octubre. Las emisoras de radio nacionales anticiparon la noticia de que Mola preparaba su entrada en la Puerta del Sol madrileña montado en un caballo blanco. Incluso había citado allí al corresponsal del Daily Express para tomar café, y algunos bromistas prepararon una mesa especial para recibirle. En el edificio de la Telefónica se amontonaban los telegramas dirigidos a Franco felicitándole por su victoria. Parecía no haber esperanza para Madrid. Y entonces, el 15 de octubre, empezaron a llegar los primeros envíos de armas de la Unión Soviética. La reticencia inicial del Kremlin a ayudar a la República había dado paso a la determinación de que no se debía permitir a Italia y a Alemania utilizar a España para modificar el balance europeo de poder. Ya no habría una victoria fácil para los nacionales.