III
Enfrentamiento y conspiración: 1934-1936
Durante los dos años siguientes, conocidos como el «bienio negro», la política española vivió una aguda polarización. Las elecciones de noviembre de 1933 habían entregado el poder a una derecha decidida a vengar las injurias e indignidades que consideraba haber sufrido durante el período de las Cortes Constituyentes. Y esto hacía el conflicto inevitable, pues si los trabajadores y los campesinos se habían desesperado ante la ineficacia de las reformas de 1931 y 1932, la ascensión al poder de un nuevo gobierno dedicado a destruir aquellas reformas debía provocar, forzosamente, una respuesta violenta. A finales de 1933 el 12 por ciento de la fuerza de trabajo en España se encontraba sin empleo y, en el sur, las cifras se elevaban hasta el 20 por ciento. Los patronos y los terratenientes celebraron la victoria recortando salarios, despidiendo a trabajadores, expulsando a los arrendatarios y subiendo los alquileres. Incluso antes de que el nuevo gobierno tomara posesión, la legislación social quedó descaradamente ignorada.
La rabia de los socialistas no conocía límites. Su propio error táctico al no pactar con los republicanos había contribuido crucialmente a su derrota electoral; sin embargo, el PSOE estaba convencido de que las elecciones habían sido fraudulentas. Respecto al sur, tenía buenas razones para considerar que el abuso de poder de los caciques sobre los braceros hambrientos había arrebatado a los socialistas no pocos escaños, ya que en las zonas rurales con alto índice de desempleo había sido fácil conseguir votos con la promesa de puestos de trabajo o la amenaza de despidos. Grupos de secuaces armados al mando de los caciques impidieron que los candidatos socialistas celebraran algunos mítines y constituyeron una presencia amenazante cerca de las urnas electorales de cristal el día de las elecciones. En el conjunto de España, el PSOE —con un millón y medio de votos— había obtenido 58 diputados en las Cortes, y los 800 000 votos de los Radicales habían recibido como premio 104 escaños. Según los cálculos elaborados por el PSOE, la coalición de partidos de la derecha obtuvo 3 345 504 votos y 212 escaños, con 15 780 votos por escaño, mientras una desunida izquierda recibió 3 375 432 votos y solo 99 escaños con 34 095 votos por escaño. En algunas zonas del sur —Badajoz, Córdoba y Málaga, por ejemplo— el margen de la victoria derechista era suficientemente pequeño como para ser producto del fraude electoral. La amargura de los militantes ante la cínica unión de los radicales con la CEDA y la pérdida de las elecciones de manera injusta dio lugar rápidamente a un sentimiento de consternación por la ofensiva sin límites de los patronos. El resentimiento popular era aún mayor por la moderación y el espíritu de autosacrificio que, entre 1931 y 1933, habían caracterizado a la política socialista. Ahora, en respuesta a las exigencias de sus militantes, la dirección del PSOE empezó a adoptar una táctica de retórica revolucionaria. Con ello esperaba en vano asustar lo suficiente a la derecha como para frenar su beligerancia y persuadir al presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, de que convocara nuevas elecciones.
Aunque no estaba dispuesto a llegar tan lejos, Alcalá Zamora no llamó a Gil Robles a formar gobierno, pese a que, sin llegar a la mayoría absoluta, la CEDA era el partido con mayor representación en las Cortes. El presidente desconfiaba del dirigente católico y suponía que abrigaba la intención, más o menos fascista, de establecer un Estado autoritario y corporativo. Así pues, Alejandro Lerroux, dirigente del segundo partido en representación numérica, fue nombrado primer ministro. Al depender de los votos de la CEDA, los Radicales estaban condenados a comportarse como marionetas. Como compensación a una política social muy dura que beneficiaba los intereses de los votantes más ricos de la CEDA, se toleró que los Radicales gozaran del tráfico de influencias gubernamental. Los socialistas estaban atónitos; Largo Caballero estaba convencido de que en el Partido Radical había elementos que «… si no han estado en la cárcel merecerían estarlo». Una vez llegados al gobierno, los Radicales crearon una oficina para organizar la venta de privilegios estatales, monopolios, concesiones de contratas, licencias, etc. Desde el punto de vista del PSOE, los Radicales eran los defensores menos idóneos de los principios básicos de la República frente a los asaltos de la derecha.
No obstante, la primera protesta obrera violenta llegó de las filas anarquistas. Con irresponsable ingenuidad, el 8 de diciembre de 1933 convocaron un levantamiento general. Pero el gobierno había sido informado de los planes anarcosindicalistas y declaró de inmediato el estado de emergencia; se arrestó a los líderes de la CNT y de la FAI, se implantó la censura de prensa y se clausuraron los locales sindicales. En áreas tradicionalmente anarquistas como Aragón, La Rioja, Cataluña, Levante y parte de Andalucía y Galicia, se produjeron huelgas esporádicas, hicieron descarrilar algunos trenes y asaltaron los cuarteles de la Guardia Civil. El movimiento fue rápidamente dominado en Barcelona, Madrid y Valencia, pero en la capital aragonesa, Zaragoza, la insurrección tomó proporciones más serias. Los obreros levantaron barricadas, asaltaron edificios públicos y se enzarzaron en una dura batalla callejera contra las fuerzas del orden. La respuesta del gobierno fue enviar al Ejército, que necesitó cuatro días de lucha, y la ayuda de carros blindados para aplastar la revuelta.
Incidentes violentos en los que estuvo involucrada la CNT distrajeron la atención del creciente problema de la desnutrición en las provincias del sur. Era consecuencia no solo de la determinación de los terratenientes de rebajar los salarios y negarse a dar empleo a los trabajadores sindicados, sino también de las importantes subidas de los precios de los artículos imprescindibles. El gobierno radical había suprimido el control del precio del pan y se había producido un aumento de entre el 25 y el 70 por ciento. Las manifestaciones de mujeres, niños y ancianos hambrientos que pedían pan pasaron a ser frecuentes. La propagación del hambre en el sur también se reflejó en la intensificación de la combatividad en el seno de la FNTT, el principal sindicato del ramo. Su presidente, el moderado Lucio Martínez Gil, fue sustituido por uno de los seguidores más radicales de Largo Caballero, Ricardo Zabalza Elorza. Así pues, a finales de 1933 los líderes socialistas se encontraban ante una creciente oleada de combatividad de las masas que era resultado tanto de la ofensiva de los patronos como de su propia sensación de amargura ante lo que consideraban una injusta derrota electoral. Largo Caballero reaccionó intensificando sus amenazas revolucionarias, aunque su retórica vehemente no corría pareja con ninguna intención revolucionaria seria. El suyo era un revolucionarismo verbal que tenía por objeto satisfacer las aspiraciones de las bases y a la vez presionar a Alcalá Zamora para que convocase nuevas elecciones. Era un juego peligroso, ya que si el presidente no sucumbía a dichas presiones, los socialistas tendrían que escoger entre redoblar sus amenazas o perder credibilidad entre sus propios militantes. La situación resultante de ello solo podía beneficiar a la CEDA.
Con un dócil gobierno radical en el poder, el éxito de la táctica accidentalista de Acción Popular difícilmente podía haber sido más clamorosa. El catastrofismo sufrió un eclipse momentáneo. Sin embargo, la extrema derecha seguía desconfiando de la táctica democrática de Gil Robles y continuaba preparándose para un asalto violento, los carlistas almacenaban armas y entrenaban sus milicias, los Requetés, en el norte. En la primavera de 1934 Fal Conde, secretario del Movimiento Tradicionalista, recorrió Andalucía reclutando voluntarios. En el mes de marzo, una representación del Partido Carlista y del partido monárquico alfonsino, Renovación Española, liderado por Antonio Goicoechea, visitó a Mussolini, quien prometió dinero y armas para un alzamiento. Ambos grupos estaban convencidos de que incluso un gobierno fuerte de derechas no constituía una garantía adecuada a largo plazo para sus intereses, ya que estaría sometido a los caprichos del electorado en una República aún democrática. En mayo de 1934, el líder monárquico, más activo y carismático, José Calvo Sotelo, volvió a España después de un exilio de tres años para retomar el liderazgo de Antonio Goicoechea. Desde ese momento, la prensa monárquica, además de acusar a Gil Robles de debilidad, empezó a hablar de la conquista del Estado como la única vía segura para la creación de un nuevo régimen autoritario y corporativo.
El propio Gil Robles tenía problemas para controlar a sus seguidores. Su movimiento juvenil, la Juventud de Acción Popular (JAP), mostraba una evidente fascinación por los ejemplos de Alemania e Italia. Se convocaron grandes concentraciones al estilo fascista, en las que Gil Robles fue vitoreado con los gritos de «¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!» (el equivalente español de Duce), con la esperanza de que iniciara una «marcha sobre Madrid» y conquistara el poder. Entretanto, las esperanzas de los monárquicos se fueron centrando progresivamente en el grupo abiertamente fascista de José Antonio Primo de Rivera, la Falange Española, como fuente potencial de tropas de choque contra la izquierda. La Falange había sido fundada en octubre de 1933 con ayudas monárquicas. Por su condición de terrateniente y aristócrata, y por sus bien conocidas ideas sociales, José Antonio Primo de Rivera representaba para las clases dominantes la garantía de que el fascismo español no escaparía a su control, como había sucedido en el caso de sus equivalentes alemán e italiano. La Falange Española se fusionó en 1934 con las pronazis Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista de Ramiro Ledesma Ramos, convirtiéndose en Falange Española de las JONS. Siempre falto de recursos, durante el período republicano el partido no pasó de ser un pequeño grupo estudiantil que predicaba una forma utópica de revolución nacionalista violenta. El culto a la violencia del líder falangista facilitó la desestabilización de la política de la Segunda República. Sus milicias con camisa azul, con el saludo romano y sus gritos rituales de «¡Arriba España!» y «¡España! ¡Una!». «¡España! ¡Grande!», «¡España! ¡Libre!» imitaban a los modelos nazi y fascista. Desde 1933 hasta 1936, Falange Española de las JONS funcionó como carne de cañón de la alta burguesía, provocando desórdenes callejeros y contribuyendo a generar una anarquía que, exagerada por la prensa derechista, se utilizó para justificar el alzamiento militar. Su importancia radicaba en la aportación de su vandalismo político a la creación de una espiral de tensión, cuyo continuo agravamiento finalmente desembocó en la Guerra Civil.
La izquierda era muy consciente de todos estos acontecimientos y estaba firmemente decidida a evitar correr la misma suerte de las izquierdas alemana y austríaca. A lo largo de 1934 se produjo un número cada vez mayor de refriegas callejeras entre elementos izquierdistas y derechistas, y lo que entretanto sucedía en el ámbito de la política ortodoxa no contribuía a calmar los ánimos. Lerroux dimitió en abril, después de que Alcalá Zamora hubiera dudado en firmar una amnistía para reintegrar a los oficiales implicados en la intentona golpista de Sanjurjo de 1932. Socialistas y republicanos consideraron que esta medida del gobierno era una indicación al Ejército de que tenía permiso para alzarse contra él siempre que se sintiera disconforme con la situación política. La izquierda ya estaba alarmada ante la dependencia manifiesta del gobierno de los votos de la CEDA, ya que Gil Robles seguía negándose a prestar juramento de lealtad a la República. Además, había afirmado claramente que cuando consiguiera el poder cambiaría la Constitución, de modo que la izquierda empezó a considerar necesaria una acción enérgica para impedir que llevara a cabo sus planes. De hecho, aun cuando Gil Robles no tuviera intención de llegar tan lejos como pensaba la izquierda, maniobró de tal modo que dio la impresión de que el gobierno Radical, respaldado por los votos de la CEDA, pretendía desmantelar la República progresista y reformista que se había creado en 1931.
En este contexto era difícil para la dirección del PSOE contener a sus militantes. Largo Caballero tendía a incitar la impaciencia revolucionaria de las masas. Si bien su retórica fue ovacionada en repetidas ocasiones por éstas, no era explícita y se basaba, en gran parte, en tópicos marxistas. En sus discursos de principios de 1934 no se hacía ninguna referencia concreta al panorama político de entonces, ni se especificaba ningún calendario para la futura revolución. Entretanto, a lo largo de 1934 se intensificó la presión de los militantes a favor de la radicalización del movimiento socialista, especialmente por parte de su movimiento juvenil, la Federación de Juventudes Socialistas (FJS), y su organización en Madrid, la Agrupación Socialista Madrileña. Esto generó importantes divisiones internas en el PSOE. El ala derecha del partido, dirigida por el catedrático de lógica Julián Besteiro, intentó diversas tácticas para frenar el proceso de bolchevización que se estaba dando en el interior del PSOE. El único resultado fue la hostilidad vehemente que le profesaron los jóvenes radicales. El centro, liderado por el siempre pragmático Indalecio Prieto, se amoldó a regañadientes a la táctica revolucionaria, por lealtad de partido. Los jóvenes seguidores de Largo Caballero pasaron a dominar el partido y la UGT, mientras las distintas organizaciones del movimiento socialista caían en sus manos en rápida sucesión.
Así pues, la tensión política fue creciendo a lo largo de 1934. En el mes de marzo, los anarquistas llevaron a cabo una huelga de cuatro semanas en Zaragoza para protestar contra los malos tratos dados a los presos del levantamiento de diciembre. Entonces, la CEDA llevó a cabo una acción siniestra al convocar una gran concentración de su movimiento juvenil, las JAP. La elección del lugar, el monasterio de El Escorial, erigido por Felipe II, constituía un gesto a todas luces antirrepublicano. Bajo una torrencial aguanieve, unas veinte mil personas representaron una réplica exacta de los mítines nazis, juraron lealtad a Gil Robles, «nuestro supremo Jefe», y corearon el «¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!». Recitaron el programa de diecinueve puntos de las JAP, con un énfasis especial en el punto 2 («Nuestros jefes nunca cometen errores»), tomado directamente de los italianos fascistas. Un diputado de la CEDA declaró que España tenía que ser defendida «de los judíos, herejes, masones, liberales y marxistas». Otro, el diputado por Zaragoza, Ramón Serrano Súñer, cuñado del general Franco y, más tarde, arquitecto del Estado nacional-sindicalista que resultó de la Guerra Civil, denunció la «democracia degenerada». El clímax de la concentración fue el discurso de Gil Robles. Su agresiva arenga fue recibida con aplausos delirantes y prolongados gritos a coro de «¡Jefe!». «Somos un ejército de ciudadanos dispuestos a dar la vida por nuestro Dios y nuestra España —gritó—. El poder vendrá pronto a nuestras manos…; nadie podrá impedir que imprimamos nuestro rumbo a la gobernación de España».
Los jóvenes revolucionarios de la FJS estaban convencidos de que Gil Robles se proponía apoderarse del gobierno para acabar con la República. Los diferentes gobiernos radicales no consiguieron evitar la sospecha de que ellos eran tan solo el caballo de Troya de Gil Robles. Éste, con repetidas amenazas de retirarles su apoyo parlamentario y quejándose de que el gobierno era demasiado liberal, provocó una serie de crisis gubernamentales, y como resultado el Consejo de Ministros fue adquiriendo matices cada vez más conservadores. Cada vez que esto sucedía, Lerroux, desesperado por permanecer en el gobierno, obligaría a los elementos más liberales de su partido a abandonarlo, cosa que hacían, acompañados de amigos de ideas similares, por lo que los que permanecían en sus filas dependerían aún más de los caprichos de la CEDA. Después de la primera remodelación del gobierno, en marzo de 1934, Gil Robles encontró un ministro radical que iba a gozar de su plena confianza: Rafael Salazar Alonso, ministro del Interior y representante de los agresivos terratenientes de Badajoz. Una de las primeras cosas que hizo fue llamar al inspector general de la Guardia Civil, el general de brigada Cecilio Bedia de la Cavallería, y decirle claramente que sus fuerzas no debían andarse con miramientos al reprimir conflictos sociales. Aunque Lerroux resistió la tentación de declarar ilegales todas las huelgas, dio una gran alegría a la derecha al anunciar que las que tuvieran connotaciones políticas serían sofocadas sin contemplaciones. Tanto a ojos de la CEDA como de Salazar Alonso todas las huelgas eran políticas. En la primavera y el verano de 1934 provocó una serie de huelgas que le permitieron acabar uno a uno con los sindicatos más poderosos, empezando en marzo con el de los impresores. La determinación de los radicales y la CEDA de minar los más firmes apoyos de la República se hizo patente cuando el gobierno se enfrentó sucesivamente con los catalanes y los vascos.
La simpatía mostrada por las Cortes Constituyentes hacia las aspiraciones autonómicas sufrió entonces una transformación en favor de una política derechista con tendencias centralistas. Así sucedió en especial con respecto a Cataluña pues, a diferencia del resto de España, estaba gobernada por un partido auténticamente republicano, la Esquerra, presidida por Lluís Companys. En abril, Companys aprobó una reforma agraria, la Ley de Contratos de Cultivos, medida para proteger a los arrendatarios del deshaucio por parte de los propietarios y otorgarles el derecho a comprar la tierra que habían cultivado durante dieciocho años. Los terratenientes y el partido conservador catalán, la Lliga, que se oponían a esta ley, protestaron ante el gobierno de Madrid con el apoyo de la CEDA. Lo que no estaba claro era el derecho del gobierno central a intervenir en este asunto. Presionado por la CEDA, el gobierno Radical llevó el problema ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, cuyos miembros eran mayoritariamente de derechas. Y el 8 de junio, el Tribunal se pronunció, por escasa mayoría, contra la Generalitat. Companys, no obstante, siguió adelante y ratificó la ley. Entretanto, el gobierno suprimió los conciertos económicos con el País Vasco y, en un intento de silenciar las protestas, prohibió sus elecciones municipales. Un centralismo tan descarado no podía sino confirmar los temores de la izquierda respecto al rápido giro de la República hacia la derecha.
A lo largo del verano los problemas se agravaron. Los trabajadores del campo padecían unas condiciones muy duras debido a la actitud cada vez más agresiva por parte de los patronos, facilitada enormemente por la anulación en mayo de la Ley de Términos Municipales. Estaba a punto de comenzar la época de las cosechas, y esto permitió a los patronos traer trabajadores gallegos y emigrantes portugueses para trabajar por salarios más bajos que los vigentes en la localidad. Las defensas del proletariado rural estaban cayendo rápidamente ante el asalto de la derecha. El último vestigio de protección con que contaban los jornaleros de izquierda para sus trabajos y salarios era el que les proporcionaba la mayoría socialista de muchos ayuntamientos de pueblos y ciudades. Para los trabajadores rurales los alcaldes socialistas constituían la única esperanza de obligar a los terratenientes a observar la legislación social o de que los fondos públicos municipales se emplearan para obras públicas que proporcionaran algún empleo. Radicales como Salazar Alonso los habían ido eliminando sistemáticamente bajo pretextos como «irregularidades administrativas». Alonso ordenó a los gobernadores civiles que destituyeran a los alcaldes «donde no se tuviera la confianza en el alcalde para el mantenimiento del orden público», lo cual se refería generalmente a los socialistas.
Después de un tormentoso debate en el seno de la FNTT, Ricardo Zabalza empezó a abogar por una huelga general con el fin de poner coto a la ofensiva patronal. Militantes más maduros de la UGT se opusieron a lo que, a su modo de ver, era una iniciativa temeraria que, además, podía desperdiciar la combatividad de los trabajadores y mermar con ello la posibilidad de una defensa futura contra los intentos de instaurar un estado corporativista reaccionario. La cosecha estaba lista para ser recogida en diferentes momentos según las regiones, por lo que la elección de una sola fecha para la huelga causaría problemas de coordinación. Asimismo, una huelga general, a diferencia de una huelga limitada a los latifundios, perjudicaría a los arrendatarios y aparceros que necesitaban contratar a uno o dos trabajadores. Existía también el peligro de que las provocaciones de los terratenientes y la Guardia Civil empujaran a los trabajadores a enfrentamientos violentos de los que por fuerza saldrían perdiendo. No obstante, bajo la presión extrema de unas bases hambrientas y empujadas de forma intolerable por las provocaciones constantes de los caciques y la Guardia Civil, la FNTT convocó una serie de huelgas que debían desarrollarse en estricto cumplimiento de la ley.
Pese a que las acciones huelguísticas apenas podían considerarse revolucionarias, Salazar Alonso no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de asestar un golpe a la organización numéricamente más importante de la UGT. Sus medidas fueron rápidas y drásticas. A las pocas semanas de hacerse cargo del Ministerio de la Gobernación, en diversos encuentros con el jefe de la Guardia Civil, el general Bedia de la Cavallería, y el director general de Seguridad, José Valdivia, ya había trazado planes concretos para la represión de una huelga de aquel tipo. Por consiguiente, justo cuando empezaban a hacerse realidad las esperanzas de Zabalza de llegar a un acuerdo por medio de negociaciones entre la FNTT y los ministros de Agricultura y Trabajo, Salazar Alonso promulgó un decreto que criminalizaba las acciones de la FNTT al declarar que la cosecha era un servicio público nacional, y la huelga, un «conflicto revolucionario». En todas partes hubo arrestos masivos de personas liberales y de izquierda, incluidos cuatro diputados socialistas, lo que suponía una flagrante violación de los artículos 55 y 56 de la Constitución. Varios miles de campesinos fueron cargados en camionetas a punta de fusil, trasladados a centenares de kilómetros de sus hogares y abandonados sin alimentos ni dinero, para que buscasen por su cuenta la forma de regresar. Se cerraron los locales sindicales y muchos consejos municipales fueron destituidos para ser reemplazados por personas nombradas por el gobierno. Aunque la mayoría de los trabajadores arrestados pronto fueron puestos en libertad, los líderes obreros más destacados fueron condenados a cuatro o más años de prisión. Se clausuraron muchas Casas del Pueblo y, en la práctica, la FNTT quedó desmantelada hasta 1936. En una desigual batalla, la FNTT había sufrido una terrible derrota, y, en las zonas rurales, Salazar Alonso había conseguido efectivamente hacer retroceder el calendario hasta los años veinte.
La política de represalias empezó a generar un ambiente, si no de guerra civil inminente, al menos de una gran belicosidad. La izquierda veía al fascismo detrás de cada acción de la derecha, y la derecha olfateaba la revolución en cada movimiento de la izquierda. Las Cortes eran testigo de violentos discursos, y llegó un momento en que salieron a relucir las pistolas. En las calles había tiroteos entre las juventudes socialistas y falangistas. Juan Antonio Ansaldo, conocido aviador y playboy monárquico, se había unido a la Falange en primavera para organizar las escuadras terroristas. Se desbarató un plan para derribar la Casa del Pueblo de Madrid cuando la policía descubrió un enorme escondite de armas y explosivos. Las acciones de las cuadrillas falangistas provocaron represalias por parte de los supuestos revolucionarios de la FJS. Los ataques del gobierno a la autonomía regional y la creciente actitud amenazante de la CEDA estaba conduciendo a los socialistas a acariciar la idea de un alzamiento revolucionario para evitar la destrucción de la República.
Las JAP llevaron a cabo otra concentración el 9 de septiembre, esta vez en Covadonga (Asturias), punto de origen de la Reconquista de la España de los musulmanes. Era claramente un símbolo de agresión guerrera, presagio del uso de la violenta imaginería cruzada de la reconquista que los franquistas harían después de 1936. Gil Robles se expresó en términos violentos sobre la necesidad de aniquilar la rebelión separatista de los nacionalistas catalanes y vascos. Deleitándose en la adulación de las masas reunidas de las JAP, el «Jefe supremo» se regodeó en un arrebato de retórica patriótica, apelando a la exaltación del nacionalismo «… con locura, con paroxismo, con lo que sea; prefiero un pueblo de locos a un pueblo de miserables». Detrás de una pasión aparentemente espontánea, se escondía una determinación a sangre fría de provocar a la izquierda. Gil Robles era consciente de que la izquierda le consideraba un fascista e intentaba evitar la llegada al poder de la CEDA, aunque confiaba en que la izquierda no estuviera en posición de triunfar en un intento revolucionario. Los preparativos para la revolución de los jóvenes socialistas habían consistido, en gran parte, en picnics dominicales en la Casa de Campo de Madrid practicando maniobras militares de amateurs, sin armas. Salazar Alonso no había tenido dificultad en confiscar los escasos revólveres y rifles que habían sido adquiridos mediante caros contactos con traficantes de armas sin escrúpulos. Gracias a delatores dentro del PSOE o a los mismos traficantes, cuando, con posterioridad, la policía registraba las casas de los militantes socialistas y las Casas del Pueblo, parecían saber exactamente dónde se ocultaban las pistolas, detrás de tabiques o bajo el suelo. La adquisición de armas más importante fue llevada a cabo por Prieto. Encargadas inicialmente por exiliados de la dictadura portuguesa que no pudieron pagar por ellas, las armas fueron embarcadas en Asturias en el acorazado Turquesa. En un extraño incidente, el cargamento cayó en manos de la policía, aunque Prieto pudo escapar. Solo en Asturias las masas de trabajadores locales estaban armadas por medio de robos en pequeñas fábricas de armas locales y sacando dinamita de las minas.
El 26 de septiembre, la CEDA inició una crisis al anunciar que no iba a apoyar durante más tiempo a un gobierno minoritario. El nuevo gabinete de Lerroux, anunciado avanzada la noche del 3 de octubre, incluía a tres ministros de la CEDA. A la izquierda le pareció el primer paso hacia la imposición del fascismo en España. La reacción de las fuerzas republicanas fue áspera. Azaña y otros líderes republicanos denunciaron la maniobra e incluso el conservador Miguel Maura rompió las relaciones con el presidente. Los socialistas estaban paralizados por las dudas; esperaban que las amenazas de revolución hubieran bastado para que Alcalá Zamora convocara nuevas elecciones. El día 4, la UGT daba al gobierno un plazo de veinticuatro horas para una huelga general pacífica. Los socialistas esperaban que el presidente cambiaría de idea, pero solo consiguieron dar tiempo a la policía para que arrestara a líderes obreros. En muchas partes de España la huelga fue un fracaso debido, en gran parte, a la rápida acción del gobierno que declaró el estado de guerra y al llamar al Ejército para asegurar el funcionamiento de los servicios básicos.
En Barcelona los acontecimientos fueron más dramáticos; en un intento de burlar a los nacionalistas catalanes extremistas y seriamente preocupado por cómo se desarrollaban las cosas en Madrid, Companys declaró el estado independiente de Cataluña «dentro de la República Federal de España». Era una protesta contra lo que se veía como la traición fascista a la República. La CNT se mantuvo al margen porque veía la Esquerra como un partido meramente burgués. De hecho, la rebelión de la Generalitat quedó condenada al fracaso cuando Companys se negó a armar a los trabajadores. Su moderación, pareja a la del general Batet, comandante general al mando de la región militar catalana (o IV División Orgánica), evitó un baño de sangre. El general Batet empleó el sentido común y la moderación al devolver la autoridad al gobierno central. Ordenó a sus hombres que fueran «sordos, mudos y ciegos» ante cualquier provocación. Al impedir así un posible baño de sangre, incurrió en las iras de Franco, que dirigía la represión desde Madrid. Franco había enviado buques de guerra a bombardear la ciudad, así como tropas de la Legión Extranjera. Batet hizo caso omiso de la recomendación de Franco de usar la Legión para aplicar un castigo salvaje a los catalanes y de esta forma logró que el número de bajas fuese mínimo. Al evitar la violencia ejemplar que Franco consideraba esencial, Batet estaba preparando el terreno para su propia ejecución por parte de los franquistas durante la Guerra Civil española.
El único lugar en que la protesta de la izquierda en octubre de 1934 no fue barrida con facilidad fue Asturias; allí la participación espontánea de los militantes empujó a los dirigentes locales del PSOE a adherirse a un movimiento revolucionario, la Alianza Obrera, organizado conjuntamente por la UGT, la CNT y, posteriormente, los comunistas. Los líderes socialistas locales de los mineros sabían que sin el apoyo del resto del país la huelga estaba condenada al fracaso, pero optaron por permanecer al lado de sus bases. El ministro de la Guerra, el radical Diego Hidalgo, había confiado a Franco la dirección extraoficial de las operaciones. Le nombró «consejero» suyo y le utilizaba como jefe oficioso del Estado Mayor a fuerza de marginar a sus propios colaboradores y firmar obedientemente las órdenes que redactaba Franco. La decisión del ministro fue de todo punto comprensible. Franco conocía muy bien Asturias, su geografía, sus comunicaciones y su organización militar. Había estado destinado allí y había participado en la sofocación de la huelga general de 1917, amén de visitar con regularidad la región desde su matrimonio con una asturiana, Carmen Polo. Lo que gustó mucho a la derecha española fue que Franco respondiese a los mineros sublevados de Asturias como si fueran las recalcitrantes tribus de Marruecos.
Para este fin, Franco trajo a los curtidos mercenarios del Ejército colonial español de África. Libre de las consideraciones humanitarias que hacían que oficiales más liberales titubeasen en utilizar todo el peso de las Fuerzas Armadas contra civiles, Franco contemplaba el problema que tenía delante con la misma implacabilidad glacial en que se habían basado sus victorias en las guerras coloniales. Los mineros organizaron una comuna revolucionaria con transporte, comunicaciones, servicios hospitalarios y distribución de alimentos, pero disponían de pocas armas. La mayor parte disponían solo de dinamita, y fueron reducidos tanto por la artillería pesada como por los bombardeos aéreos. La Legión Extranjera cometió atrocidades, mató a muchas mujeres y niños, y cuando cayeron Gijón y Oviedo, las principales ciudades asturianas, el Ejército llevó a cabo ejecuciones sumarias entre los izquierdistas.
Franco hizo el siguiente comentario frívolo a un periodista: «La guerra de Marruecos, con los Regulares y el Tercio, tenía cierto aire romántico, un aire de reconquista. Pero esta guerra es una guerra de fronteras, y los frentes son el socialismo, el comunismo y todas cuantas formas atacan la civilización para reemplazarla por la barbarie».
La revolución de Asturias demostró a la izquierda que solo podía efectuar el cambio empleando medios legales. También demostró a la derecha que su mejor probabilidad de impedir el cambio residía en los instrumentos de violencia que proporcionaban las Fuerzas Armadas. En ese sentido, señaló el fin de la República. Para Gerald Brenan, se trataba de «la primera batalla de la Guerra Civil». El conflicto no acabó con la derrota de los mineros. Como dijo su dirigente, Belarmino Tomás, la rendición era simplemente «un alto en el camino, un paréntesis, un descanso reparador después de tanto surménage». No podía haber vuelta atrás. La Revolución de Octubre había aterrorizado a las clases media y alta que, motivadas por el miedo, llevaron a cabo una venganza que hizo que la izquierda sacara la conclusión de que debía unirse otra vez para obtener el poder por la vía electoral. En efecto, tras los sucesos de octubre el movimiento socialista quedó seriamente diezmado. La represión desencadenada tras la insurrección fue verdaderamente brutal; en Asturias, los prisioneros fueron torturados, miles de trabajadores encarcelados y prácticamente toda la ejecutiva de UGT fue a parar a la prisión. La prensa socialista fue silenciada.
Durante los quince meses siguientes no se hizo nada para apaciguar los rencores suscitados por la revolución y la consiguiente represión. Pese al propósito tan aireado por la CEDA de vencer a la revolución a través de un programa de reformas sociales, los proyectos para una moderada reforma agraria y para la reforma fiscal se vieron derrotados por la intransigencia de la derecha. Por ejemplo, Manuel Giménez Fernández, ministro de Agricultura cedista, tropezó con la resentida oposición de su propio partido ante sus planes tibiamente reformistas. Se le acusó de ser un «bolchevique blanco». Solo querían oír hablar del castigo a los rebeldes de octubre. Gil Robles pidió «la inflexible aplicación de la ley». Companys fue condenado a treinta años de prisión. Miles de prisioneros políticos seguían en las cárceles. Se montó una atroz campaña de desprestigio contra Azaña, en un infructuoso intento de hacerle culpable de los preparativos de la revolución en Cataluña. El Estatuto de Autonomía catalán quedó suspendido.
Cuando la CEDA no consiguió que se castigara con la pena de muerte a dos dirigentes socialistas asturianos, tres de sus ministros presentaron la dimisión. Gil Robles reanudaba así su táctica de provocar crisis de gabinete a fin de debilitar a los Radicales, pues deseaba avanzar hacia la jefatura del gobierno, de forma sibilina. A principios de mayo, se vio recompensado cuando Lerroux incluyó en la recomposición de su gobierno a cinco cedistas, incluido el propio Gil Robles como ministro de la Guerra. Se abrió un período de clara reacción; los terratenientes disminuyeron los salarios en un 50 por ciento, y en las zonas rurales se impuso el orden por la fuerza. Gil Robles depuró el Ejército de oficiales leales a la República y nombró a conocidos enemigos del régimen para cargos de responsabilidad —Francisco Franco fue nombrado jefe del Estado Mayor General, Manuel Goded inspector general y Joaquín Fanjul subsecretario de Guerra—. Mediante varias iniciativas, como la reorganización de los regimientos, la mecanización del Ejército y la modernización del equipo, Gil Robles continuó las reformas de Azaña y preparó de manera eficaz al Ejército para el papel que debía desempeñar en la Guerra Civil.
Como respuesta a la intransigencia de la derecha, también la izquierda se reforzó e incrementó su unidad y su beligerancia. En la cárcel, los presos políticos estudiaban literatura revolucionaria. Fuera de la cárcel, la miseria económica de gran número de campesinos y obreros, la salvaje persecución de los rebeldes de octubre y los ataques a Manuel Azaña se conjugaron hasta generar una atmósfera solidaria entre todos los grupos de la izquierda. Después de su salida de prisión, Azaña e Indalecio Prieto, que se encontraba exiliado en Bélgica, iniciaron una campaña para asegurar que no se repitieran las divisiones que habían causado la derrota electoral de 1933. Azaña trabajó con empeño en la reunificación de los diversos pequeños grupos republicanos, mientras Prieto se esforzaba en contrarrestar el extremismo revolucionario de la izquierda socialista dirigida por Largo Caballero. En la segunda mitad de 1935, Azaña protagonizó una serie de gigantescos mítines de masas en Bilbao, Valencia y Madrid. El entusiasmo por la unidad de la izquierda demostrado por los cientos de miles de asistentes venidos de toda España para asistir a los «Discursos en campo abierto» contribuyó a convencer a Largo Caballero de que debía modificar su actitud de oposición a lo que pronto sería el Frente Popular. Al mismo tiempo, los comunistas, alentados por el deseo de Moscú de aliarse con las democracias occidentales y temerosos de quedar excluidos, utilizaron también su influencia con Largo Caballero en favor del Frente Popular. Sabían que, para dar al Frente el tono proletario que él deseaba, Largo insistiría en su presencia. De este modo, los comunistas encontraron su espacio en un frente electoral que, en España, contrariamente a las proclamas de la propaganda derechista, no era una creación de la Internacional Comunista sino el resurgimiento de la coalición republicano-socialista de 1931. La izquierda y el centro-izquierda cerraron filas sobre la base de un programa de amnistía para los presos políticos, reformas básicas sociales y educativas, y libertad para los sindicatos.
Cuando a la táctica de Gil Robles de erosionar los sucesivos gobiernos Radicales se añadió el descubrimiento de dos escándalos graves que salpicaron a seguidores de Lerroux, los Radicales se encontraron al borde del colapso. El líder de la CEDA dio por sentado que sería llamado a formar gobierno. Sin embargo, Alcalá Zamora desconfiaba de las convicciones democráticas de Gil Robles. Después de todo, tan solo unas semanas antes, sus jóvenes seguidores de las JAP habían revelado abiertamente los objetivos de su táctica legalista en unos términos que recordaban la actitud de Goebbels respecto a las elecciones de 1933 en Alemania: «Con las armas del sufragio y de la democracia, España debe disponerse a enterrar para siempre el cadáver putrefacto del liberalismo. La JAP no cree en el sufragio universal ni en el parlamentarismo ni en la democracia». Es indicio de las sospechas de Alcalá Zamora respecto a Gil Robles el hecho de que, a lo largo de toda la crisis política subsiguiente, tuviera el Ministerio de la Guerra rodeado por la Guardia Civil, y mantuviera bajo vigilancia especial a las principales guarniciones y los aeropuertos. Gil Robles, ofendido y desesperado, investigó las posibilidades de llevar a cabo un golpe militar. Los generales consultados, Fanjul, Goded, Varela y Franco opinaron que, dada la fuerza mostrada por la resistencia obrera durante los sucesos de Asturias, el Ejército no estaba suficientemente preparado para un golpe.
Se convocaron nuevas elecciones para el mes de febrero. No sorprende que la campaña se desarrollara en medio de un clima exaltado. Ya a finales de octubre, Gil Robles había encargado un completo arsenal de folletos y carteles de propaganda nazi y antimarxista para utilizarlos como modelo del material publicitario de la CEDA. Desde el punto de vista práctico, la derecha disfrutaba de una enorme superioridad sobre la izquierda, pues sus posibilidades financieras para la campaña sobrepasaban espectacularmente los exiguos fondos de sus oponentes. La CEDA hizo imprimir 10 000 carteles y 50 millones de folletos, que presentaban las elecciones como una lucha a vida o muerte entre el bien y el mal, la supervivencia o la destrucción. El Frente Popular basó su campaña en la amenaza del fascismo, los peligros a los que se enfrentaba la República y la necesidad de amnistiar a los presos de la Revolución de Octubre. Las elecciones celebradas el 16 de febrero dieron una victoria por estrecho margen al Frente Popular en cuanto a votos, pero un masivo triunfo en cuanto a poder en las Cortes.
La izquierda había ganado, a pesar de la enorme suma de dinero que la derecha gastó en propaganda —un voto de la derecha costó cinco veces más que uno de la izquierda—. Además, todos los ardides tradicionales de la argucia electoral se habían utilizado en beneficio de la derecha. Dado que los resultados de las elecciones representaban una inequívoca afirmación de la voluntad popular, fueron tomados por muchos derechistas como prueba de la inutilidad del legalismo y el accidentalismo. El salvaje comportamiento de la derecha durante los dos años anteriores, conocidos como el «bienio negro», hacían pensar en la improbabilidad de que se repitiera el error táctico de la izquierda de 1933. Había llegado la hora de los catastrofistas. Las secciones juveniles de la CEDA y muchos de los seguidores más adinerados del movimiento se convencieron de inmediato de la necesidad de asegurar por la violencia lo que no era posible obtener mediante la persuasión. Las elecciones marcaron el punto de inflexión de la CEDA en su intento de utilizar a la democracia en contra de sí misma. Esto significaba que, en adelante, la derecha iba a preocuparse más de destruir a la República que de asumir el mando. La conspiración militar había empezado.
Hubo una vuelta casi instantánea al cierre patronal rural de 1933 y a una nueva agresión por parte de los industriales. Las clases trabajadoras rural e industrial eran igualmente militantes, y estaban resueltas en procurarse algún desagravio por la represión antisindical del «bienio negro». Desamparado en medio del conflicto, el gobierno permanecía débil y paralizado. De hecho, el factor decisivo en la primavera de 1936 fue la fatal debilidad del gobierno del Frente Popular. La debilidad no solo nació de la hostilidad de la derecha, sino más aún del hecho de que no representaba en términos reales la coalición electoral que lo había colocado en el poder. Por tanto, era consecuencia de la ambigüedad de las actitudes del PSOE hacia la República tras las decepciones de 1931-1933 y el sufrimiento del «bienio negro». Mientras que Prieto estaba convencido de que la situación requería la colaboración socialista en el gobierno, Largo Caballero, temeroso de un desplazamiento de los militantes hacia la anarcosindicalista CNT, insistió en que los republicanos gobernaran en solitario. Creía ingenuamente que los republicanos debían llevar a cabo el programa electoral del Frente Popular hasta que alcanzaran sus limitaciones burguesas. Así, en su escenario imaginario, se verían obligados a hacerse a un lado y dejar paso a un gobierno enteramente socialista. Utilizó su enorme influencia para impedir la participación en el gobierno del más realista Prieto. Por tanto, solo los republicanos se sentaron en el gobierno.
La intención revolucionaria de Largo Caballero nunca fue más que verbal, pero su retórica era suficiente para intensificar los miedos de las clases medias, ya aterrorizadas por la propaganda derechista y los crecientes niveles de desórdenes callejeros. En el sur, las manifestaciones a favor de la amnistía para los presos de 1934 se convertían con frecuencia en actos de vandalismo contra las iglesias y las propiedades de los ricos. La tarea de pacificación y reconciliación a la que se enfrentó Azaña fue inmensa, dado el fermento de odio que habían dejado los dos años anteriores. El 9 de marzo, pistoleros falangistas atacaron en Granada a un grupo de obreros y a sus familias, hiriendo a muchas mujeres y niños. Al día siguiente, durante una huelga de protesta, se incendiaron los cuarteles locales de la Falange y Acción Popular, las oficinas del periódico derechista Ideal y dos iglesias. El 12 de marzo, pistoleros falangistas trataron de asesinar a Luis Jiménez de Asúa, artífice de la Constitución. El 16 de marzo, la casa de Largo Caballero fue tiroteada por otro escuadrón de terror derechista. El gobierno de Azaña apenas podía dar abasto ante los problemas a los que se enfrentaba. Al amable ministro de la Gobernación, Amós Salvador, le faltaba voluntad para controlar la espiral de provocación y represalias. Mientras Azaña siguiera siendo primer ministro aún podía mantenerse la autoridad del gobierno.
Por desgracia, en abril y mayo iban a darse una serie de acontecimientos que dieron credibilidad a la opinión de que el más maligno de los destinos presidía la suerte de España. Con el fin de fortalecer el equipo de gobierno, Azaña y Prieto maniobraron para sustituir al más conservador Alcalá Zamora de la presidencia, ya que constantemente se entrometía en la labor del gobierno y tenía poca simpatía por Azaña. Prácticamente no contaba con el apoyo de la izquierda, que no olvidaba que había permitido la entrada de la CEDA en el gobierno en octubre de 1934, ni de la derecha, que no le perdonaba que no le hubiera pedido a Gil Robles que fuera primer ministro a finales de 1935. El 7 de abril, en las Cortes, Azaña y Prieto se unieron para someterle a un proceso de incapacitación por haberse excedido en sus poderes constitucionales al disolver las Cortes. La destitución de Alcalá Zamora parecía abrir una puerta a la posibilidad de salvar las dificultades causadas por la hostilidad de Largo Caballero hacia la participación socialista en el gobierno. Prieto y Azaña poseían suficiente habilidad y popularidad para estabilizar la tensa situación de la primavera de 1936. Con uno como primer ministro y el otro como presidente, podría haber sido posible mantener un ritmo de reforma suficiente para satisfacer la militancia izquierdista mientras se castigara con decisión la conspiración y el terrorismo derechistas.
Con la esperanza de situar un equipo fuerte a la cabeza del Estado republicano, ninguno de los dos consideró las consecuencias de no lograr liderar el gobierno. La primera parte del plan funcionó, pero no así la segunda. Azaña fue nombrado presidente el 10 de mayo e, inmediatamente, le pidió a Prieto que formara gobierno. Éste tenía planes detallados para reformas sociales y para tomar enérgicas medidas contra la extrema derecha. Sin embargo, necesitaba el apoyo de Largo Caballero, que controlaba numerosas secciones del movimiento socialista —era presidente de la UGT, de la mayor sección del partido, la Agrupación Socialista Madrileña y también de la minoría socialista en las Cortes que dirigía con mano de hierro—. Prieto se enfrentó a sus compañeros parlamentarios en dos ocasiones —el 11 y el 12 de mayo—. Sabía que cuando apoyase a Azaña para la presidencia, Largo Caballero y sus seguidores se negarían a aceptar un gobierno bajo su mando. Prieto podría haber formado gobierno con el respaldo de los republicanos y una tercera parte de los diputados socialistas. No obstante, cuando se enfrentó a la posibilidad de dividir el partido al que había dedicado toda su vida, no pudo hacerlo. Era, en el mejor de los casos, una mezcla de debilidad y decencia; en el peor, de derrotismo e irresponsabilidad. Azaña había sido reemplazado en el gobierno y tuvo un débil sustituto, su amigo Santiago Casares Quiroga. Largo Caballero seguía confiando ingenuamente en que si el traspaso de poder de un gobierno exclusivamente republicano a otro exclusivamente socialista, que él consideraba inevitable, provocaba un alzamiento fascista y/o militar, sería derrotado por la acción revolucionaria de las masas.
Las consecuencias no podían haber sido peores. Se perdía a un primer ministro perspicaz y enérgico. Para empeorar las cosas, al asumir la presidencia Azaña se apartaba cada vez más de la política diaria. Le complacían enormemente sus funciones ceremoniales, la restauración de monumentos y palacetes y ser un mecenas del arte. El nuevo primer ministro, Casares Quiroga, enfermo de tuberculosis, difícilmente podía ser el hombre capaz de ejercer el liderazgo necesario para tales circunstancias.
En cuanto se conocieron los resultados electorales, enardecidas masas de trabajadores salieron a las calles pidiendo venganza por el hambre y los recortes salariales sufridos durante el bienio negro y por la brutal represión que siguió a la insurrección de Asturias. De todos modos, los desastres naturales intensificaron la miseria social del sur. Tras la sequía de 1935, el año 1936 se inició con fuertes tormentas que malograron las cosechas de aceituna, trigo y cebada. El desempleo seguía creciendo y los resultados electorales habían elevado las esperanzas de los braceros hasta un punto de ebullición. Durante el mes de marzo, el sindicato socialista de trabajadores de la tierra, la FNTT, incitó a sus afiliados a tomar al pie de la letra las promesas del nuevo gobierno respecto a una rápida reforma. En Salamanca, Toledo, Córdoba y Jaén, los campesinos ocuparon fincas, robaron aceitunas o cortaron los árboles. Las ocupaciones de tierras más importantes tuvieron lugar en Badajoz. En Yeste, en la provincia de Albacete, la Guardia Civil mató a diecisiete campesinos e hirió a muchos otros que estaban recogiendo leña en tierras que habían sido comunales hasta que en el siglo XIX pasaron a propiedad privada mediante subterfugios legales. En general, lo que más alarmó a los terratenientes fue la firmeza de los campesinos, de quienes esperaban que se comportaran con servilismo y que ahora veían agresivamente decididos a no quedar excluidos de la reforma agraria, como había sucedido entre 1931 y 1933. Muchos se retiraron a Sevilla o a Madrid, e incluso a Biarritz o a París, donde se unieron a las conspiraciones ultraderechistas contra la República, las financiaron o, simplemente, permanecieron a la espera de noticias.
Muchos sectores de la sociedad de derechas ansiaban dar marcha atrás a las reformas asociadas con la República española. Esto se vio con la mayor claridad en las zonas rurales donde la República había despertado esperanzas que amenazaban el orden social que prevalecía en ellas. Lo mismo ocurrió con las concesiones que hizo la República a los nacionalismos regionales y que desataron el centralismo de los militares, y los esfuerzos de los republicanos por acabar con los monopolios educacional y religioso de que gozaba la Iglesia católica. Un cambio que inició la República y que fue menos dramático en sus efectos inmediatos pero, pese a ello, despertó una hostilidad profundamente arraigada fueron las medidas que apuntaban a la emancipación de la mujer. La República dio mucho a las mujeres y la victoria de Franco en la Guerra Civil les quitaría aún más.
En los cinco años y cuarto que transcurrieron antes de que la reacción de la derecha culminara en el golpe militar del 18 de julio de 1936, la reforma cultural y educacional había transformado las vidas de muchos españoles, en particular de las mujeres. Antes de 1931 el sistema jurídico español era asombrosamente retrógrado; a las mujeres no les estaba permitido firmar contratos, administrar negocios o propiedades o casarse sin correr el riesgo de perder el empleo. La Constitución republicana de diciembre de 1931 les dio los mismos derechos jurídicos que a los hombres, permitiéndoles votar y presentarse a las elecciones y legalizando el divorcio. La presión a favor del sufragio de la mujer no la había ejercido un movimiento femenino de masas, sino una minúscula elite de mujeres cultas y algunos políticos progresistas, sobre todo en el Partido Socialista. Por tanto, estas leyes fueron tachadas de «impías» por una mayoría de mujeres católicas en las que influían sus sacerdotes. Al mismo tiempo, la derecha tuvo mucho más éxito que la izquierda en lo que se refería a movilizar a favor de su causa a las votantes recién emancipadas. No obstante, en el período que va de 1931 a 1936, las mujeres, tanto las de izquierdas como las de derechas, fueron movilizadas política y socialmente como nunca había ocurrido hasta entonces. Tomaron parte en campañas electorales, comités sindicales, manifestaciones de protesta y en el sistema de educación, tanto por medio de la inmensa expansión de la escolarización primaria como de la apertura de las universidades.
A pesar de ello, los hombres siguieron predominando en la vida pública. La mujer que cometía la temeridad de asomar la cabeza desde el parapeto y meterse en el territorio patriarcal de la política era acusada de fresca y de ahí a ser vista como una puta había solo un corto paso, como les ocurrió tanto a Margarita Nelken como a Dolores Ibárruri. Semejante misoginia prevalecía menos en el ambiente más cosmopolita de la izquierda en Madrid y Barcelona, aunque ni siquiera allí era raro. En la derecha la independencia femenina estaba muy mal vista. Cuanto más lejos de la metrópoli, más agudo era el problema.
Había muy pocas diputadas incluso en la izquierda y el centroizquierda. De hecho, de los 1004 diputados de las tres Cortes republicanas de 1931, 1933 y 1936, solo diez eran mujeres. Una de ellas, Dolores Ibárruri, era comunista; cinco —Margarita Nelken, María Lejárraga, Matilde de la Torre, Julia Álvarez Resano y Veneranda García Blanco y Manzano— eran socialistas. Dos eran republicanas de centro-izquierda, Victoria Kent y Clara Campoamor. Solo dos mujeres obtuvieron un escaño en la derecha, Ángeles Gil Albarellos y Francisca Bohigas Gavilanes, ambas de la católica CEDA. Es de notar que tres de las nueve, Dolores Ibárruri, Matilde de la Torre y Veneranda García Blanco y Manzano, representaban a los distritos mineros de Asturias. Al estallar la guerra, el papel político de las mujeres aumentaría muchísimo, como, inevitablemente, haría la correspondiente y violenta determinación de los hombres derechistas de volver atrás.
No fue solo en las zonas rurales donde las clases altas y medias temieron que la marea creciente de la violencia «roja» estuviera a punto de inundar la sociedad. El fracaso de la CEDA en asegurarse el éxito electoral significaba el fin de la moderación. La derecha transfirió sus esperanzas de Gil Robles al más beligerante José Calvo Sotelo, dirigente del grupo monárquico. No obstante, el «Jefe» de la CEDA, convencido de que la vía legal al corporativismo estaba bloqueada, hizo lo posible para ayudar a quienes estaban comprometidos con la violencia. Ya había hecho una incalculable contribución a la creación de una militancia de masas derechistas —y más tarde haría alarde de ello—. Sus esfuerzos por bloquear y desmantelar después las reformas contribuyeron a desgastar la fe de los socialistas en las posibilidades de la democracia burguesa. En ese momento puso los fondos electorales de la CEDA a disposición del director de la conspiración militar, el general Emilio Mola. La hora de Gil Robles había pasado y nada pudo mostrar con mayor claridad el cambio de guión que el espectacular auge de la Falange. Sacando partido de la desilusión de las clases medias respecto al legalismo de la CEDA, la Falange se expandió rápidamente. Además, atraídos por su dedicación a la violencia, los militantes de la JAP se afiliaron en masa.
Los piquetes de terror falangistas, entrenados en la lucha callejera y en los atentados continuaron trabajando duro para crear un ambiente de desorden que justificara la imposición de un régimen autoritario. Contribuyeron así a una escalada de violencia irracional que imposibilitó todo debate racional. En ningún otro momento de la vida de la Segunda República hubo mayor necesidad de un gobierno fuerte y decidido. Los jóvenes activistas de derecha y de izquierda luchaban en las calles. Los conspiradores militares trabajaban para derribar la República. Prieto, al igual que otros, se dio cuenta de que cualquier intento de cambio social revolucionario solo conseguiría exasperar a las clases medias y empujarlas hacia el fascismo y la contrarrevolución armada. Por el contrario, estaba convencido de que la respuesta ante tal situación era restablecer el orden y acelerar las reformas. Su plan consistía en alejar de los puestos de mando a los oficiales militares poco fiables, disminuir el poder de la Guardia Civil y desarmar a las escuadras de terror fascistas. También estaba impaciente por iniciar grandes obras públicas, planes de riego y de viviendas, y por acelerar el ritmo de la reforma agraria. Se trataba de un proyecto que, seguido con energía y voluntad, podía haber evitado la Guerra Civil. Sin embargo, Largo Caballero se había asegurado de que los planes de Prieto no pudieran llevarse a la práctica.
En efecto, mientras Prieto aconsejaba cautela, Largo Caballero hizo exactamente lo contrario. Intoxicado por los halagos comunistas —Pravda le había bautizado como el «Lenin español»— dio la vuelta a España profetizando el triunfo inevitable de la inminente revolución ante muchedumbres de trabajadores exaltados. Su más cara ambición era unificar al conjunto de los trabajadores bajo el control socialista. Dadas sus presidencias de la UGT, de la Agrupación Madrileña del PSOE y de la minoría socialista en las Cortes, se encontraba en una posición excelente para llevar a cabo esta política. Sin embargo, Largo cometió un ingenuo error; convencido de que estaba avanzando un paso hacia la realización de su sueño de unificar a las clases trabajadoras bajo la hegemonía del PSOE, consintió en la fusión de los movimientos juveniles socialistas y comunistas. Los comunistas aceptaron contentos que el movimiento juvenil nuevamente unificado llevara un nombre que daba la impresión de una toma de poder socialista —Juventudes Socialistas Unificadas—. De hecho, el nuevo movimiento cayó rápidamente bajo el dominio de los más dinámicos comunistas. Esto significaba la consiguiente pérdida de 40 000 jóvenes socialistas de la FJS hacia el PCE. Desde hacía tiempo, Santiago Carrillo, líder de la FJS, había entablado relaciones con Moscú. Dado que había empezado ya a asistir a reuniones del Comité Central del Partido Comunista, es difícil creer que no se hubiera pasado ya del PSOE al PCE.
Sin embargo, es dudoso que Largo Caballero fuera una sola vez sincero en sus afirmaciones revolucionarias. Pragmático, siempre preocupado por promover los intereses de los afiliados de la UGT, Largo solía dirigir desde atrás y a secundar las tendencias dominantes en la militancia, no tanto por convicción como por la determinación de no quedar desfasado. Pese a toda la retórica empleada, la única arma real de que disponía la izquierda a principios de 1936, la huelga general revolucionaria, nunca fue utilizada. Por el contrario, cuando Joaquín Maurín, uno de los líderes del cuasitrotskista POUM, planteó en abril una propuesta seria de revolución, fue tachado de utópico peligroso por los seguidores de Largo Caballero. En definitiva, las discrepancias entre Largo y Prieto debilitaron a la República. El ala izquierda del partido solía pontificar acerca de la agonía del capitalismo y el triunfo inevitable del socialismo, y Prieto —no sin motivo— consideraba esas afirmaciones como provocaciones insensatas. De hecho, la disciplina de partido funcionaba de tal manera que contribuyó a la estabilidad del gobierno republicano. Sin embargo, los desfiles del Primero de Mayo, los saludos con el puño cerrado, la retórica revolucionaria y los violentos ataques a Prieto asustaron lo suficiente a muchos elementos de las clases medias como para decidirles a la acción como único medio de evitar su perdición.
De hecho, los socialistas estaban atrapados en un auténtico dilema. Prieto creía que un gobierno reformista fuerte era la única respuesta a las amenazas contra la República desde la derecha. Sin embargo, en esa época nada en la actitud de la derecha permitía suponer que abandonaría voluntariamente la conspiración militar a cambio de nada que no fuera una política social similar a la efectuada por la coalición Radical-CEDA en 1934 y 1935. Después de la experiencia de las Cortes Constituyentes, Largo Caballero estaba convencido de que una coalición republicano-socialista como la que Prieto propugnaba sería incapaz de llevar adelante las medidas necesarias. Esta división de opiniones, exacerbada por la animosidad personal entre Largo y Prieto, paralizó eficazmente la iniciativa política del movimiento socialista. En consecuencia, y debido también a la ineficiencia de Casares Quiroga, el hecho de que el partido más fuerte del Frente Popular no estuviera en condiciones de participar activamente utilizando el aparato de Estado para defender la República adquiría aún mayor gravedad. El nuevo primer ministro no era la persona adecuada para afrontar los problemas existentes. Sometido en las Cortes a un ataque constante por parte de una derecha furibunda, acosado por la destrucción del orden público protagonizada por la Falange y los anarquistas y desgastado por la falta de apoyo socialista, Casares parecía, no obstante, infravalorar la gravedad de la situación. Negó importancia a las advertencias de Prieto acerca de la conspiración militar con el comentario ofensivo: «No toleraré sus salidas menopáusicas».
El gobierno no podía impedir que la política degenerara en conflicto abierto. Mientras se colocaran bombas y se asesinara a funcionarios públicos, no podía haber compromiso. En las Cortes, la violencia de los discursos de José Calvo Sotelo o de la combativa comunista Dolores Ibárruri (conocida como la Pasionaria) subrayaban la imposibilidad de cualquier acuerdo. El hecho de que la Falange interrumpiera los mítines de la CEDA y las Juventudes Socialistas atacaran a los seguidores de Prieto también dejaba patente la radicalización. Mientras Largo Caballero anunciaba vanas profecías sobre la revolución, Calvo Sotelo predicaba en términos apasionados y convincentes una contrarrevolución violenta. El propósito de sus discursos era impedir todo intento de reconciliación entre los moderados de ambos bandos. Como los debates parlamentarios eran recogidos íntegramente y sin censura por la prensa, Calvo Sotelo insistía en la denuncia del desorden —provocado muchas veces por falangistas subvencionados por su propio partido— con el fin de convencer a las clases medias de la necesidad de una insurrección militar. Durante la primavera de 1936, Calvo Sotelo proporcionó al Ejército una teoría de la acción política e inculcó en las masas derechistas la sensación de que necesitaban hacer frente urgentemente a la doble amenaza del «comunismo» y el «separatismo», ambos supuestamente consustanciales a la República. Sus intervenciones provocaban peleas en las Cortes. En una ocasión le llamó pigmeo a un diputado socialista, quien le invitó a salir del hemiciclo para que peleasen en la calle tildándole de «chulo». En otra, después de declararse fascista, Calvo Sotelo formuló una inconfundible invitación al Ejército al decir: «Sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse en favor de España y en contra de la anarquía».
De hecho, varios generales ya habían decidido que debían arrebatar el poder de las manos de un gobierno que era incapaz de detener lo que consideraban la ruptura de España por obra de los separatismos regionales, y que era responsable de una política que estaba minando la estructura de la sociedad. Por tanto, decidieron que había llegado la hora de la aparición de un «cirujano de hierro» al estilo de Primo de Rivera. El Alto Mando militar de 1936, enfrentado al caos del Frente Popular —caos orquestado por sus aliados derechistas—, no iba a tener escrúpulos que impidiesen su intervención en la política. Los generales veteranos que podían recordar el desastre de Cuba —hombres de la generación de Primo de Rivera, como los generales José Sanjurjo y Gonzalo Queipo de Llano— habían ido desarrollando desde entonces un altanero desprecio hacia lo que consideraban la ineptitud de los políticos profesionales. Los generales más jóvenes tenían escasos sentimientos de lealtad hacia un régimen que consideraban meramente transitorio. En todos los niveles existía la convicción de que el Ejército tenía derecho a intervenir en política para defender tanto el orden social como la integridad territorial de España.
La conspiración que condujo al alzamiento del 17 y 18 de julio de 1936 fue mucho más cuidadosamente planeada que cualquier otro golpe anterior; se había aprendido bien la principal lección de la «sanjurjada» del 10 de agosto de 1932 —esto es, que un pronunciamiento ocasional no funciona cuando existe un proletariado dispuesto a utilizar como arma la huelga general—. Emilio Mola, «director» de la conspiración, consideró condición imprescindible para el éxito del golpe el asalto coordinado al mando de las guarniciones de las cincuenta provincias españolas y el rápido aniquilamiento de las organizaciones obreras. En la primera de las instrucciones secretas que dio a sus compañeros de conspiración, en abril de 1936, reconocía la importancia del terror. Declaraba: «Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta, para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos, para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas».
Los preparativos del alzamiento se vieron dificultados por los esfuerzos del gobierno republicano para neutralizar a los generales sospechosos. Franco fue destituido como jefe del Estado Mayor y enviado a las islas Canarias; Goded, destinado a las Baleares; Mola, que estaba al mando del Ejército de África, pasó a la capital navarra, Pamplona. Este último cambio de destino fue imprudente, por no decir algo peor, pues Pamplona era el centro del monarquismo carlista y de su milicia armada, los Requetés. Mola se encontró en un lugar inmejorable para organizar los planes insurreccionales en la península, aunque sus relaciones con los carlistas no estuvieran exentas de fricciones. Inevitablemente, a la cabeza de la conspiración estaba el veterano de las guerras de África y de anteriores intentos de golpe, el general José Sanjurjo. De hecho, Sanjurjo desempeñó un papel fundamental en la consecución de un acuerdo entre Mola y el dirigente carlista Manuel Fal Conde. José Antonio Primo de Rivera, a quien habían encarcelado a mediados de marzo en un intento de controlar la Falange, se mostraba más prudente, pero accedió a dar apoyo al alzamiento para no dejar aislado a su movimiento. No obstante, el impulso decisivo para la conspiración vino de los oficiales jóvenes que simpatizaban con las ideas autoritarias.
Algunos factores contribuyeron a facilitar la tarea de los conspiradores más de lo previsible. El gobierno seguía haciendo caso omiso de los repetidos avisos que recibía sobre la conspiración. El director general de Seguridad acusó formalmente a Mola, pero no se tomó ninguna medida seria. Tanto Azaña como Casares Quiroga eran singularmente inconscientes del peligro. Poco después de que Casares Quiroga fuera nombrado presidente del Consejo de Ministros, su ayudante militar, el comandante de aviación Ignacio Hidalgo de Cisneros, le informó de las actividades de un grupo de pilotos antirrepublicanos que estaban haciendo acopio de armas y bombas. Hidalgo de Cisneros acompañó luego a Casares Quiroga al retiro de Azaña en el campo para darle cuenta de ello. Azaña le interrumpió diciendo bruscamente que hacer semejantes acusaciones era peligroso. Durante el viaje de vuelta a Madrid, Casares Quiroga dijo: «Después de lo que usted ha presenciado, podrá darse cuenta de lo difícil que es para mí tomar medidas contra los sospechosos».
El 12 de junio Casares Quiroga se entrevistó con el coronel Juan Yagüe, al que había llamado a Madrid debido a los rumores insistentes (y fundados) de que era el jefe efectivo de la conspiración militar en Marruecos. Hidalgo de Cisneros había instado al ministro a aprovechar la oportunidad para retener a Yagüe en Madrid y poner en su lugar a un militar digno de confianza. Casares Quiroga ofreció a Yagüe el traslado a un puesto apetecible en la península o a una agregaduría militar en el extranjero. Yagüe contestó que prefería quemar su uniforme a no poder servir con la Legión. Al terminar la entrevista, que fue larga, Casares Quiroga dijo a Hidalgo de Cisneros: «Yagüe es un caballero, un perfecto militar, tengo la seguridad que jamás hará traición a la República. Me ha dado su palabra de honor y su promesa de militar de que siempre la servirá con lealtad, y los hombres como Yagüe mantienen sus compromisos sin más garantía que su palabra». Al permitir débilmente que Yagüe regresara a Marruecos, Casares Quiroga cometió un gran error político que permitió que la conspiración floreciera entre las guarniciones coloniales.
Tres días después Casares Quiroga agravó su error. El 15 de junio, en el monasterio de Irache, cerca de la ciudad navarra de Estella, Mola había celebrado una reunión secreta con los comandantes de las guarniciones de Pamplona, Logroño, Vitoria y San Sebastián. El alcalde de Estella, al enterarse de ello, dio parte al gobernador civil de Navarra, que apostó unidades de la Guardia Civil alrededor del monasterio. Cuando telefoneó a Casares Quiroga para pedirle más instrucciones el presidente del Consejo de Ministros le ordenó con indignación que retirara a los guardias civiles y dijo: «El general Mola es un leal republicano, que merece, por tanto, respeto de las autoridades».
Transcurrió poco más de una semana antes de que se cometiera un nuevo error, el que se produjo con el aviso curioso del propio general Franco. El 23 de junio de 1936 escribió a Casares Quiroga una carta de una ambigüedad laberíntica, en la que se insinuaba que el Ejército permanecería leal si se le trataba como era debido, insinuando así que era hostil a la República. Lo que implicaba claramente es que solo si Casares le asignaba el puesto adecuado, Franco desbarataría el complot. En esa etapa, Franco ocupaba un puesto de segundón en el escalafón jerárquico de los principales conspiradores. Años más tarde, sus apologistas hicieron correr ríos de tinta intentando explicar su carta, presentándola o bien como una hábil maniobra para desviar las sospechas de Casares, o bien como un último y magnánimo gesto de paz. En cualquier caso, Casares no hizo más caso de Franco que el que había hecho de Prieto. En realidad, la carta había brindado a Casares la oportunidad de neutralizar a Franco, o bien sobornándole, o bien arrestándole. Pero era típico de la despreocupación del presidente del Consejo de Ministros el no hacer ni lo uno ni lo otro.
La carta del general Franco era un ejemplo típico de su «retranca», la cautela socarrona y astuta atribuida a los gallegos. Su deseo de colocarse en el bando vencedor sin correr ningún riesgo importante parecía descartarlo como posible líder carismático. Y sin embargo, por varias razones, Mola y los demás conspiradores estaban poco dispuestos a continuar sin contar con él, pues su influencia en el cuerpo de oficiales era enorme por haber sido durante algún tiempo director de la Academia Militar de Zaragoza, además de jefe del Estado Mayor General en la época de Gil Robles. Tenía, especialmente, un gran prestigio en el Ejército español de Marruecos, la fuerza militar más eficiente y preparada del país en la que había desarrollado su meteórica carrera. Los oficiales «africanistas» le respetaban por su impasible crueldad, así como las tropas moras, porque las numerosas ocasiones en que había escapado milagrosamente de la muerte les habían convencido de que poseía el poder místico de la baraka o invulnerabilidad. El golpe no tenía ninguna posibilidad de éxito sin el Ejército de Marruecos, y Franco era la persona idónea para dirigirlo. Además, el papel que había tenido en la represión de las insurrecciones obreras de Asturias en 1917 y 1934 le había rodeado de una aureola de héroe ante los círculos más histéricos de las clases altas y medias. Y sin embargo, la carta a Casares Quiroga indicaba que a comienzos del verano de 1936 Francisco Franco estaba mucho menos decidido a tomar parte en la conspiración de lo previsto. Prefería esperar entre bastidores, mejorando su estilo de golf y haciendo frustrados esfuerzos por aprender inglés. Sus vacilaciones evasivas hicieron que sus exasperados camaradas le bautizaran con el alias irónico de «Miss Islas Canarias 1936». Sanjurjo llegó a decir que el alzamiento seguiría adelante «con o sin Franquito».
Cuando finalmente decidió sumarse a la insurrección se le asignó una misión importante pero secundaria. El futuro jefe del Estado, una vez que el golpe hubiera triunfado, iba a ser Sanjurjo. También se esperaba que Mola, como director técnico de la conspiración, desempeñara un papel decisivo en la política del régimen vencedor. Después venían una serie de generales, a cada uno de los cuales se asignaba una región. A Franco se le había encomendado Marruecos. Eran varios los generales con un prestigio equiparable al de Franco, en especial Joaquín Fanjul, a quien se había encargado dirigir la sublevación en Madrid, y Manuel Goded, a quien se asignó Barcelona. Además, incluso si Franco hubiera sido el primus inter pares, aunque no quedara postergado detrás de Sanjurjo y Mola en la jerarquía conspiratoria, su futuro en la política después del golpe solo podría desarrollarse a la sombra de los dos políticos carismáticos de la extrema derecha, José Calvo Sotelo y José Antonio Primo de Rivera. Pero tal situación iba a cambiar no solo con una asombrosa rapidez, sino incluso, a los ojos de algunos observadores, con una siniestra simetría.
Las instrucciones relativas al papel que correspondía a Franco en el golpe se cursaron incluso bastante antes de que hubiera confirmado su participación. El 5 de julio el marqués de Luca de Tena, propietario del diario monárquico ABC, dio instrucciones a su corresponsal en Londres, el antipático Luis Bolín, para que alquilara un avión que condujera a Franco de Canarias a Marruecos, donde debía asumir el mando del Ejército de África. Bolín alquiló el De Havilland Dragon Rapide en Croydon, y dio una lista de pasajeros aparentemente de vacaciones para ocultar el objetivo real del viaje. Douglas Jerrold, un inglés católico y derechista, participó en los preparativos. En su autobiografía, relató su contribución a la «salvación del alma de una nación»:
—Comimos en Simpson’s, y De la Cierva nos acompañó.
—Necesito un hombre y tres rubias platino para volar mañana a África.
—¿Tienen que ser realmente tres? —pregunté y al oírlo Bolín se volvió triunfante a De la Cierva:
—Te dije que lo haría.
—Telefoneé a Hugh Pollard:
—¿Podrás volar mañana a África con dos chicas? —le pregunté, y escuché la respuesta que
esperaba:
—Depende de las chicas.
El avión despegó de Croydon el 11 de julio y llegó a Casablanca al día siguiente, vía Burdeos. Tres días más tarde aterrizó en el aeropuerto de Gando, cerca de Las Palmas, en la isla de Gran Canaria.
Mientras tanto, en la península se daban acontecimientos dramáticos. La tarde del 12 de julio pistoleros falangistas habían asesinado a tiros a un oficial de la Guardia de Asalto republicana, el teniente José Castillo. Castillo era el número dos de la lista negra de oficiales republicanos confeccionada por la ultraderechista Unión Militar Española, grupo conspirador de oficiales vinculados a Renovación Española. El primero de la lista, el capitán Carlos Faraudo, ya había sido asesinado. Los enfurecidos compañeros de Castillo replicaron con una represalia violenta e irresponsable; en la madrugada del día siguiente, planearon vengar su muerte asesinando a un político destacado de la derecha. Como no pudieron encontrar a Gil Robles, que estaba veraneando en Biarritz, secuestraron y mataron a Calvo Sotelo. Al atardecer del día 13, Indalecio Prieto encabezó una delegación de socialistas y comunistas que le pidió a Casares que distribuyera armas a los trabajadores antes de que los militares se rebelaran. El primer ministro se negó, aunque no podía ignorar que la situación era entonces, virtualmente, de guerra abierta.
El escándalo político desencadenado tras el descubrimiento del cadáver de Calvo Sotelo fue enorme, y benefició claramente a los conspiradores militares, ya que el asesinato proporcionaba una justificación patente a sus argumentos de que España necesitaba la intervención militar para salvarse de la anarquía. Forzó el compromiso de muchos vacilantes, incluido Franco, e hizo que quedaran disimulados los largos preparativos que habían precedido al golpe del 17 y 18 de julio. También privó a los conspiradores de un líder importante pues, como prestigiosa y cosmopolita figura de la derecha y con una amplia experiencia política, Calvo Sotelo parecía destinado a convertirse en el principal dirigente civil después del golpe. A diferencia de las diversas nulidades que utilizó Franco más tarde, hubiera impuesto su propia personalidad en el Estado de la posguerra. Pero había muerto, y por más que entonces nadie pudiera planteárselo en tales términos, su muerte había eliminado un importante rival político de Franco.
A corto plazo, el asesinato de Calvo Sotelo inyectó una nueva urgencia a los planes para el alzamiento. Franco hubo de enfrentarse a problemas inmediatos que reclamaban prioridad respecto a posibles ambiciones a largo plazo: como comandante militar de las islas Canarias, tenía su cuartel general en Santa Cruz de Tenerife. El Dragon Rapide de Croydon había aterrizado en Gran Canaria, tal vez por su mayor proximidad al continente africano, tal vez por la nubosidad que suele rodear Tenerife, o bien porque se temiera que Franco estuviera sometido a vigilancia. Para viajar de Santa Cruz a Gran Canaria, Franco necesitaba una autorización del ministro de la Guerra. Al parecer su solicitud de una visita de inspección a Gran Canaria fue denegada. La fecha fijada para el alzamiento era el 17 de julio, de modo que Franco debía partir para Marruecos en dicha fecha, a más tardar. Y así lo hizo, aunque a ninguno de sus biógrafos le haya parecido extraño que el Dragon Rapide esperara en Gran Canaria confiando en que Franco conseguiría trasladarse hasta allí. Su llegada, en definitiva, fue resultado de una asombrosa coincidencia o, posiblemente, de un juego sucio.
En la mañana del día 16 de julio, el general Amadeo Balmes, comandante militar de Gran Canaria y excelente tirador, resultó herido de muerte al recibir un balazo en el estómago cuando probaba unas pistolas en un campo de tiro. La historiografía franquista relata el suceso como un accidente trágico, pero feliz por su oportunidad. Para desmentir las sospechas de que Balmes fuera eliminado por miembros del grupo de conspiradores militares, el biógrafo oficial de Franco afirma que el propio Balmes era un destacado participante en el complot. Curiosamente, sin embargo, el nombre de Balmes nunca figuró en el panteón posterior de los «héroes de la Cruzada». Otras fuentes sugieren que Balmes era un oficial leal y que se había resistido a intensas presiones para unirse al alzamiento. Si así fuera, su vida, como las de muchos otros oficiales republicanos, estaba mortalmente amenazada. Hoy es virtualmente imposible afirmar si su muerte fue un accidente, un suicidio o un asesinato. Lo cierto es que murió en el momento exacto que Franco necesitaba con urgencia. Presidir los funerales le proporcionó una excusa perfecta para viajar a Las Palmas el 17 de julio. Se habían planeado sublevaciones coordinadas en todas las provincias españolas para la mañana siguiente. Sin embargo, algunos indicios de que los cabecillas de la conspiración en Marruecos iban a ser detenidos, anticiparon allí la acción a primeras horas de la tarde del día 17 de julio, momento en que se sublevaron las guarniciones de Melilla, Tetuán y Ceuta. En la madrugada del 18 de julio, Franco y el general Luis Orgaz despegaron de Las Palmas. Al llegar a Madrid la noticia de la sublevación en Marruecos, Azaña preguntó a Casares Quiroga qué estaba haciendo Franco y recibió una respuesta que reflejaba una infundada sensación de seguridad: «Está bien guardado en Canarias». Casares llamó por teléfono a su amigo, el distinguido filósofo, profesor Juan Negrín, y le dijo: «Está garantizado el fracaso de la intentona. El gobierno es dueño de la situación. Dentro de poco todo habrá terminado». La Guerra Civil española había comenzado y la República ya estaba en desventaja.