II. El desafío de la izquierda, 1931-1933

II

El desafío de la izquierda, 1931-1933

La llegada de la Segunda República significó una amenaza para los miembros más privilegiados de la sociedad y despertó esperanzas desmesuradas entre los más humildes. En definitiva, el nuevo régimen iba a fracasar porque no llevó a cabo sus amenazantes reformas ni cumplió con las utópicas expectativas de sus más fervientes partidarios. El éxito de la derecha en obstaculizar el cambio exasperaría enormemente a las clases trabajadoras rurales y urbanas y socavaría su fe en la democracia parlamentaria. Cuando eso ocurriese, y una vez que la izquierda respondiese buscando soluciones revolucionarias, facilitaría enormemente la determinación derechista de desestabilizar la República. En 1931, sin embargo, dados los fracasos tanto de la monarquía como de la dictadura, la mayoría de los españoles estaba dispuesta a darle a la República la oportunidad de implementar su programa. No obstante, detrás de esta superficial buena voluntad, latía un conflicto potencialmente salvaje sobre el alcance de la reforma social y económica o, por utilizar la jerga de la época, sobre cuál debería ser el «contenido» de la República. En este sentido, las semillas de la guerra estaban enterradas cerca de la superficie de un nuevo régimen que era fuente de esperanza para la izquierda y de miedo para la derecha.

Antes de 1931, todo el poder social, económico y político en España había estado en manos de los mismos grupos integrantes de la coalición reaccionaria de terratenientes, industriales y banqueros. El desafío a ese monopolio llevado a cabo por las fuerzas desunidas de la izquierda entre 1917 y 1923 había dejado al descubierto las deficiencias de la monarquía de la Restauración. La defensa de los intereses del establishment fue entonces confiada al general Miguel Primo de Rivera. Debido a su fracaso, la idea de una solución autoritaria a los problemas que la asediada oligarquía debía afrontar se vio desacreditada durante un período breve. Además, la llegada de la República encontró a la derecha temporalmente carente de organización política. Por tanto, las clases altas y numerosos sectores de las clases medias se conformaron con la marcha de Alfonso XIII porque no tenían otra alternativa; lo hicieron con la esperanza de que, sacrificando un rey y tolerando un presidente, podrían protegerse de mayores desgracias en el camino de la reforma social y económica.

Sin embargo, la proclamación de la República significó que, por primera vez, el poder político había pasado de la oligarquía a la izquierda moderada. Ésta estaba formada por representantes del ala más reformista de la clase obrera organizada, los socialistas, y una gama muy variada de pequeñoburgueses republicanos, muchos de los cuales eran idealistas y algunos, unos cínicos. En esto residía una grave debilidad del nuevo gobierno. Más allá del deseo inmediato de librar a España de la monarquía, cada uno de sus componentes tenía un programa distinto. La amplia coalición republicano-socialista abarcaba elementos conservadores que solo querían echar a Alfonso XIII, un centro formado por los Radicales de Alejandro Lerroux, que a menudo eran venales y cuya principal ambición era beneficiarse del acceso a los resortes del poder, y, finalmente, republicanos de izquierdas y socialistas que tenían objetivos reformistas ambiciosos pero diferentes. Se veían a sí mismos utilizando juntos el poder del Estado para crear una nueva España. Sin embargo, para ello se requería un inmenso programa de reformas que consistiría en destruir la influencia reaccionaria de la Iglesia y el Ejército, crear relaciones laborales más equitativas, acabar con los poderes casi feudales de los latifundistas y satisfacer las demandas autonómicas de los regionalistas vascos y catalanes.

Dado que el poder económico, la propiedad de los bancos y de la industria, de la tierra y el dominio sobre los peones sin tierra que la trabajaban, el poder social, el control de la prensa y la radio, que pasaban por ser los medios de difusión, el sistema de enseñanza, que en gran parte era privado, no experimentaron ningún cambio, este programa dispar era muy difícil de poner en práctica. Hablando en términos generales, los amos del poder social y económico estaban unidos con la Iglesia y el Ejército en su empeño de prevenir cualquier ataque contra la propiedad, la religión o la unidad nacional. Y encontraron rápidamente varios modos de defender sus intereses. Finalmente, pues, la Guerra Civil fue consecuencia de los esfuerzos de los líderes progresistas de la República por llevar a cabo la reforma contra los deseos de los estratos más poderosos de la sociedad.

Cuando el Rey huyó, asumió el poder el gobierno provisional —cuya composición había sido aprobada en agosto de 1930, cuando los oponentes republicanos y socialistas al Rey se reunieron y sellaron el pacto de San Sebastián—. El primer ministro era Niceto Alcalá Zamora, un terrateniente de Córdoba y exministro del monarca. El ministro de la Gobernación era Miguel Maura, hijo del célebre político conservador Antonio Maura. El ministro de Economía era el catalán liberal Lluís Nicolau d’Olwer. Tanto Alcalá Zamora como Maura eran católicos conservadores y servían como garantía a las clases altas de que la República permanecería dentro de unos límites razonables. El radical Alejandro Lerroux era ministro de Estado y su segundo, Diego Martínez Barrio, hombre mucho más recto y honrado, era ministro de Comunicaciones. El resto del gobierno estaba formado por cuatro republicanos de centro-izquierda y tres socialistas reformistas, unánimes en su deseo de construir una República para todos los españoles. Por tanto, inevitablemente, la llegada de un régimen parlamentario constituía un cambio menos dramático de lo que esperaban, tan deseado por las multitudes regocijadas en las calles como temido por las asustadas clases altas.

Las ambiciones socialistas eran moderadas. El liderazgo del PSOE esperaba que el poder político que había caído en sus manos le permitiera una mejora de las condiciones de vida de los braceros del sur, los mineros asturianos y otros sectores de las clases trabajadoras industriales. Pero se dieron cuenta de que la superación del capitalismo era un sueño lejano. Lo que desde el principio los miembros más progresistas de la nueva coalición republicano-socialista dejaron de percibir era la pura verdad: que los grandes latifundistas y propietarios de las minas consideraban cualquier intento de reforma como una agresión intolerable contra el reparto existente del poder social y económico. Sin embargo, en los días que precedieron a la constatación de que estaban atrapados entre las exigencias de las masas impacientes por conseguir reformas significativas y la tenaz hostilidad de los ricos ante cualquier tipo de cambio, los socialistas colaboraron con la República en un espíritu de autosacrificio y optimismo. El 14 de abril, en Madrid, militantes de las Juventudes Socialistas impidieron el asalto a edificios relacionados con la derecha, especialmente el Palacio Real. Los ministros socialistas se plegaron a la negativa de Maura de abolir la Guardia Civil —odiado símbolo de autoridad para trabajadores y campesinos—. Además, como gesto conciliador para con las clases adineradas, el ministro de Hacienda, el socialista Indalecio Prieto, anunció que asumiría todas las obligaciones financieras de la dictadura.

No obstante, no podía ignorarse el potencial estado de guerra entre quienes proponían la reforma y los defensores del orden existente. La hostilidad de la derecha hacia la República se manifestó muy pronto; en el primer Consejo de Ministros, Prieto anunció que la situación financiera del régimen estaba amenazada por la masiva evasión de capitales del país. Incluso antes de que se estableciera la República, los seguidores del general Primo de Rivera habían intentado levantar barricadas contra el liberalismo y el republicanismo. Empezaron a recolectar dinero de aristócratas, terratenientes, banqueros e industriales para promover sus ideas autoritarias, financiar actividades conspirativas y comprar armas. Se dieron cuenta de que el compromiso de la República de mejorar las condiciones de vida de los miembros más pobres de la sociedad representaba una amenaza, ya que implicaba una importante redistribución de la riqueza. En una época de depresión económica mundial, los aumentos salariales y el coste de mejores condiciones de trabajo no podían ser simplemente compensados por mayores beneficios. De hecho, en una economía en proceso de contracción parecían desafíos revolucionarios al orden económico establecido.

Desde finales de abril hasta principios de julio, los ministros socialistas de Trabajo, Francisco Largo Caballero, y de Justicia, Fernando de los Ríos, publicaron una serie de decretos dirigidos a remediar la aterradora situación vivida en la España rural, castigada por la sequía durante la temporada 1930-1931, y agravada por el regreso de emigrantes. De los Ríos rectificó el desequilibrio de los arrendamientos rurales, que favorecían a los terratenientes. La evicción se hizo casi imposible y se bloqueó el aumento de los alquileres cuando los precios caían. Las medidas de Largo Caballero fueron mucho más dramáticas; el llamado «decreto de términos municipales» prohibió el empleo de mano de obra foránea mientras los trabajadores del propio municipio permanecieran sin empleo. Ello neutralizó la más potente arma de los terratenientes: el poder de romper las huelgas y mantener los salarios bajos gracias a la contratación de esquiroles baratos traídos de fuera. A principios de mayo Largo Caballero hizo algo que Primo de Rivera no había conseguido: creó jurados mixtos para regular los salarios y las bases de trabajo en el campo, anteriormente sujetos solo al capricho de los propietarios. Uno de los derechos que ahora iba a cumplirse era la reimplantada jornada de ocho horas. Dado que anteriormente se suponía que los braceros trabajaran de sol a sol, esto significaba que los propietarios debían pagar un sobresueldo o emplear a más hombres para hacer el mismo trabajo. Finalmente, a fin de evitar que los propietarios sabotearan estas medidas mediante lock-outs, un decreto de laboreo forzoso les impedía mantener sus tierras improductivas. De hecho, ninguno de estos decretos se aplicó con rigor. Nada se hizo para obligar a los propietarios a pagar las horas adicionales de trabajo y el laboreo forzoso fue aplicado muy parcialmente. Sin embargo, junto con el comienzo de los preparativos para una radical Ley de Reforma Agraria, alarmaron a los terratenientes, quienes empezaban a hablar de la ruina de la agricultura.

La respuesta de la derecha fue compleja. En los niveles locales, los terratenientes simplemente hicieron caso omiso de la nueva legislación, dejando que sus cuadrillas armadas ajustaran cuentas con los dirigentes sindicales que protestaban. En el campo, la puesta en práctica de los decretos de reforma introducidos por Largo Caballero y De los Ríos dependería de la eficacia y el compromiso del gobernador civil de cada provincia. En términos generales, el gobierno republicano tuvo dificultades enormes para encontrar personal competente y experimentado que se hiciera cargo de las diversas carteras. El problema alcanzaba la máxima agudeza en el nivel local. Miguel Maura escribió más adelante sobre su desesperación al buscar gobernadores apropiados para cuarenta y nueve provincias. Los hombres que le recomendaban los demás ministros eran con frecuencia cómicamente inapropiados; uno de los rechazados era el limpiabotas que había prestado dinero a Marcelino Domingo en tiempos más difíciles. En sus memorias escribió: «¡Los gobernadores! ¡Solo evocarlos, al cabo de treinta años, aún me pone la carne de gallina!». Así pues, muchos gobernadores no servían para plantar cara a los terratenientes que desacataban abiertamente las leyes. A causa de su debilidad, a menudo acababan siendo más leales a las elites locales que al gobierno central.

En el plano de la política nacional, las poderosas redes de prensa de la derecha empezaron a presentar a la República como responsable de los problemas seculares de la economía española y como fuente de la violencia de la chusma. Más concretamente, había dos respuestas políticas, conocidas entonces como «accidentalistas» y «catastrofistas»; los primeros consideraban que las formas de gobierno, republicana y monárquica, eran accidentales y no fundamentales; lo que realmente importaba era el contenido social del régimen. Así, inspirado por Ángel Herrera, dirigente en la sombra de la ACNP, los accidentalistas adoptaron una táctica legalista. La ACNP era una organización de elite en la que influían los jesuitas y que formaban unos quinientos derechistas católicos prominentes y dotados de talento que tenían influencia en la prensa, la judicatura y las profesiones liberales, católicos, predecesora del Opus Dei. Herrera, que llegaría a cardenal, dirigía el diario de derechas más moderno de España, El Debate. Un líder inteligente y dinámico, el abogado José María Gil Robles, creó una organización llamada Acción Popular uniendo una plana mayor procedente de la ACNP y las masas de pequeños propietarios católicos encuadrados en las antiguas Federaciones Agrarias Católicas. Sus escasos diputados parlamentarios utilizaron todos los ardides posibles para bloquear la reforma en las Cortes. Se llevaron a cabo masivos y extraordinariamente hábiles esfuerzos de propaganda para persuadir a los pequeños propietarios rurales del norte y el centro de España de que las reformas agrarias de la República perjudicaban sus intereses en igual o mayor medida que los de los grandes terratenientes. A los pequeños propietarios católicos y conservadores se les presentaba la República como el instrumento agitador y ateo del comunismo soviético cernido sobre sus tierras para robarlas y forzar a sus esposas e hijas a una orgía de amor libre obligatorio. Por tanto, asegurados así sus votos, en 1933 la derecha legalista iba a arrebatar el poder político a la izquierda.

Al mismo tiempo, los diversos grupos catastrofistas se oponían fundamentalmente a la República y creían que ésta debía ser derrocada mediante una explosión catastrófica o un alzamiento. Su punto de vista iba a prevalecer en 1936, aunque no debe olvidarse que la contribución de los accidentalistas en la siembra de un antirepublicanismo entre los pequeños propietarios campesinos fue crucial para la campaña bélica de Franco. Había tres principales organizaciones catastrofistas; la más antigua de ellas era la Comunión Tradicionalista de los carlistas, defensores antimodernos de una teocracia cuyo gobierno en la tierra debía recaer en sacerdotes guerreros. Por anticuadas que fueran sus ideas, disponía de nutridas filas de partidarios entre los granjeros de Navarra y poseía una fanática milicia llamada el Requeté que, entre 1934 y 1936, recibió instrucción militar en la Italia de Mussolini. Los mejor financiados y, en definitiva, los más influyentes de los catastrofistas eran los antiguos partidarios de Alfonso XIII y del general Primo de Rivera. Estos monárquicos alfonsinos, con su revista Acción Española y su partido político Renovación Española, eran el estado mayor y los impulsores económicos de la extrema derecha. Tanto el alzamiento de 1936 como la estructura e ideología del Estado franquista fueron grandes deudores de los alfonsinos. Finalmente, había un número de pequeños grupos fascistas que terminaron coaligándose como Falange Española entre 1933 y 1934 bajo el liderazgo del hijo del dictador, José Antonio Primo de Rivera. Los militantes falangistas, subvencionados también por Mussolini, proporcionaron la carne de cañón de la opción catastrofista, al atacar a la izquierda y provocar las luchas callejeras que permitieron a los demás grupos denunciar el «desorden» de la República.

Entre los enemigos de la República, dos de los más poderosos eran la Iglesia y el Ejército. Ambos fueron fácilmente empujados hacia las filas de la derecha antirrepublicana, en parte por los errores llevados a cabo por los políticos de la República, pero también debido a las acciones de los partidarios de la línea dura o integristas de la propia Iglesia. Estaban comprometidos con la necesidad de un «Estado confesional» que por la fuerza, recurriendo a la guerra civil si hacía falta, impusiera la profesión y la práctica de la religión católica y prohibiese todas las demás. Entre los miembros de este grupo se encontraban el cardenal primado de España y arzobispo de Toledo, Pedro Segura, y el obispo de Tarazona, en la provincia de Zaragoza, Isidro Gomá. Formaron dentro de la Iglesia un grupo semiclandestino cuyos miembros se comunicaban unos con otros mediante un código cifrado, hecho que salió a la luz cuando elementos izquierdistas encontraron los archivos secretos de Isidro Gomá en el palacio arzobispal de Toledo en julio de 1936. El 24 de abril, solo diez días después de proclamarse la República, sintieron un enorme disgusto cuando los obispos españoles recibieron una carta del nuncio apostólico que les informaba de que «Es deseo de la Santa Sede que V. E. recomiende a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles de su diócesis, que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos, para el mantenimiento del orden y para el bien común».

El 1 de mayo el obispo Gomá escribió una pastoral intransigente que pasó prácticamente inadvertida en comparación con el escándalo que provocó la del ambicioso e irascible arzobispo Segura. Pasó gran parte de su vida tratando de prohibir todo baile moderno en el cual las parejas se tocaran. Su pugnacidad en cuestiones teológicas hizo que el intelectual monárquico José María Pemán le equiparase a «un torero de dificultades doctrinales y pastorales». La pastoral que dirigió ahora a todos los obispos y fieles de España pedía la movilización en masa en una cruzada de plegarias para unirse «de manera seria y eficaz para conseguir que sean elegidos para las Cortes Constituyentes candidatos que ofrezcan garantías de que defenderán los derechos de la Iglesia y del orden social». Empleando un lenguaje irresponsablemente provocador, en un contexto de entusiasmo popular por la República, alababa luego a la monarquía y sus vínculos con la Iglesia.

El gobierno, indignado, insistió en el acto en que el Vaticano retirase inmediatamente a Segura. Antes de que se recibiera respuesta, Segura, creyendo que corría peligro de represalias, solicitó el pasaporte y se fue a Roma. Sin embargo, el 11 de junio regresó discretamente a España y empezó a organizar encuentros clandestinos de sacerdotes. En vista de ello, el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, que era profundamente católico, tomó sin consultar con el resto del gabinete la decisión de expulsarle del país. La prensa publicó fotografías del cardenal primado de España escoltado por policías y guardias civiles al salir de un monasterio de Guadalajara y estas fotografías se presentaron enseguida como prueba de que la República perseguía a la Iglesia. La sede de Toledo permanecería vacante hasta el 12 de abril de 1933, fecha en que reemplazó a Segura un enemigo de la República tan vehemente como él, Isidro Gomá.

Mientras tanto, en la primavera de 1931, el episodio de la pastoral de Segura no había hecho nada para atenuar la impresión de los republicanos de que la Iglesia era el baluarte de la negra reacción. Así, el 11 de mayo, cuando la humareda de los incendios de iglesias se extendió por Madrid, Málaga, Sevilla, Cádiz y Alicante, el gobierno se negó a llamar a la Guardia Civil. El inteligentísimo ministro de la Guerra, Manuel Azaña, proclamó que «todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano», frase que fue utilizada por la prensa derechista para persuadir a sus lectores de clase media de que, en cierta manera, Azaña aprobaba la quema de conventos. No cabe duda de que el gobierno mostró una notable falta de energía ante los incendios, lo cual no quiere decir que fuera el culpable de ellos. La indiferencia de las multitudes que contemplaron los siniestros reflejaba hasta qué punto las personas corrientes identificaban a la Iglesia con la monarquía y la política de derechas. La prensa republicana afirmó que los incendios fueron obra de agentes provocadores extraídos de los llamados Sindicatos Libres, que eran apoyados por la patronal, en un intento de desacreditar al nuevo régimen. De hecho, incluso se afirmó que los monárquicos jóvenes del Círculo Monárquico Independiente habían repartido folletos que incitaban a las masas a atacar los edificios religiosos. El 22 de mayo se declaró la plena libertad religiosa. El diario monárquico ABC y el católico El Debate despotricaban contra la República y el gobierno los clausuró temporalmente.

Diversos motivos causaron fricciones entre la República y las Fuerzas Armadas, pero seguramente el más importante fue la rapidez con que el nuevo régimen concedió autonomías regionales. El 14 de abril, el coronel Macià, líder de Esquerra Republicana de Catalunya, declaró una república catalana independiente. Una delegación de Madrid le convenció de que esperara la resolución del gobierno, prometiéndole un rápido estatuto de autonomía. Inevitablemente, esto provocó la suspicacia del Ejército, que había vertido mucha sangre luchando para proteger la unidad nacional. Para empeorar las cosas, el ministro de la Guerra, Azaña, inició en mayo una reforma para recortar el excesivo cuerpo de oficiales y hacer al Ejército más eficiente, esperando también reducir las ambiciones políticas de las Fuerzas Armadas. Era una reforma necesaria y, en muchos aspectos, generosa, dado que los ocho mil oficiales sobrantes se retiraron con la paga completa. Sin embargo, se avivaron las susceptibilidades militares por la insensibilidad con que se llevaron a cabo diversos aspectos de la reforma. El decreto de Azaña del 3 de junio de 1931 para la llamada revisión de ascensos reabrió los expedientes de algunos de los concedidos por méritos de guerra en Marruecos. Numerosos y distinguidos generales derechistas, incluyendo a Francisco Franco, se enfrentaron a la posibilidad de ser reducidos al rango de coroneles. La comisión que llevaba a cabo esta reforma necesitó más de dieciocho meses para elaborar un informe, causando una ansiedad innecesaria a los casi mil oficiales afectados, de cuyos casos solo se habían examinado la mitad. En junio de 1931, Azaña cerró la Academia General Militar de Zaragoza por razones presupuestarias y por considerarla un nido de militarismo reaccionario, lo que le garantizó la eterna enemistad de su director, el general Franco.

Como la reforma de Azaña incluía la abolición de la jurisdicción del Ejército sobre civiles acusados del delito de injurias a las Fuerzas Armadas, muchos oficiales lo consideraron un ataque frontal. Aquéllos que se habían jubilado por haberse negado a jurar lealtad a la República tuvieron suficiente tiempo para conspirar contra el régimen, alentados por los periódicos leídos por la mayor parte de los oficiales del Ejército, ABC, La Época y La Correspondencia Militar, que presentaban a la República como responsable de la depresión económica, de la falta de orden público, de la falta de respeto al Ejército y de anticlericalismo. Se montó especialmente una campaña contra Azaña, acusándole de intentar «triturar el Ejército». Aunque Azaña nunca había pronunciado dicho comentario, se creía que sí lo había hecho. De hecho, lejos de privar al Ejército de fondos y material, Azaña —quien se había dedicado toda la vida al estudio de las relaciones civiles y militares— aseguró solamente que se iba a gastar el presupuesto militar de un modo más eficaz. En cualquier caso, Azaña tendía a ser exquisitamente correcto en sus relaciones con una fuerza vacilante e ineficiente en comparación, por ejemplo, con los ejércitos de países como Portugal o Rumanía. Irónicamente, la preparación militar del Ejército español en 1936 se debió tanto a los esfuerzos de Azaña como a los de su sucesor, el derechista José María Gil Robles. La maquinaria de propaganda derechista convirtió a Azaña en la pesadilla de los militares porque quería dotar a España de un Ejército despolitizado. Para la derecha, el Ejército existía por encima de todo para defender sus intereses sociales y económicos. Por tanto, se presentaba a Azaña como el monstruo corrupto supuestamente dispuesto a destruir tanto al Ejército como a la Iglesia, porque formaba parte de la conspiración judeomasónico-bolchevique. Curiosamente, Azaña respetaba mucho más los procedimientos militares que su antecesor, el general Primo de Rivera. A un general que presumía de «interpretar los sentimientos más extendidos de la nación», Azaña le respondió rotundamente: «Su obligación se limita a interpretar los reglamentos». Y no era ésta la manera en que los generales españoles esperaban ser tratados por los civiles.

Desde los primeros días de la República extremistas de derechas difundieron la idea de que una alianza de los judíos, los masones y las Internacionales obreras conspiraba con el propósito de destruir la Europa cristiana, con España como blanco principal. El antisemitismo era un arma poderosa incluso en un país que había expulsado a sus judíos cuatro siglos y medio antes. Ya en junio de 1931 el periódico carlista El Siglo Futuro había denunciado a Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura y su ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, por judíos. La prensa católica en general hablaba con frecuencia de la conspiración judeo-masónico-bolchevique. Hasta El Debate, diario católico más moderado, llamaba a De los Ríos «el rabino». La Editorial Católica, que poseía una cadena de periódicos entre los que estaba El Debate, pronto publicaría dos revistas profundamente antisemitas y antimasónicas, Gracia y Justicia y Los Hijos del Pueblo. La atribución de las ambiciones reformistas de la República a un siniestro complot judeo-masónico-bolchevique y extranjero hizo que resultara mucho más fácil abogar por la violencia contra él. Al intensificarse esta propaganda durante los cinco años siguientes, creció el convencimiento de la extrema derecha de que los partidarios españoles de este sucio contubernio extranjero debían ser exterminados.

Semejante propaganda se difundió pronto. Con todo, la primera controversia importante de la República había tenido lugar antes de que la derecha se organizara adecuadamente. En junio de 1931, los socialistas ganaron las elecciones en coalición con los republicanos de izquierdas. El republicanismo tendía a convertirse en un movimiento de intelectuales y pequeñoburgueses, siendo más bien un grupo amorfo e improvisado que una fuerza de izquierdas unida. Por otro lado, la única agrupación centrista, los Radicales, había empezado como un movimiento de masas genuino en Barcelona a principios de siglo. Dirigidos por el político Alejandro Lerroux, apasionado orador y corrupto animal político, iban a convertirse progresivamente en más conservadores y antisocialistas a medida que avanzaba la singladura de la República. Le causaron un daño inmenso por su disponibilidad para inclinarse hacia el bando ganador, según la ocasión. La polarización que introdujo el efecto péndulo de una gran victoria izquierdista en las elecciones de 1931, seguida de un triunfo derechista igualmente espectacular en 1933, se intensificó en gran medida por el hecho de que los radicales se habían cambiado de bando.

La dinámica centrífuga de los políticos republicanos era, en sí misma, la inadvertida consecuencia de un conjunto de leyes electorales diseñadas a fin de evitar la fragmentación política que había debilitado la República de Weimar. Para asegurarse importantes mayorías gubernamentales, en cada provincia, el 80 por ciento de los escaños se daba al partido o a la lista con más votos por encima del 40 por ciento de los emitidos. El otro 20 por ciento se adjudicaba a la lista situada en segundo lugar. Por tanto, pequeñas fluctuaciones en el número de votos emitidos podían determinar vuelcos masivos en el número de escaños parlamentarios realmente ganados. La necesidad de formar coaliciones era obvia. Las elecciones a Cortes Constituyentes del 28 de junio, por tanto, dieron una gran victoria a la amplia coalición de socialistas, republicanos de izquierdas y radicales con un total de 250 escaños. El PSOE había ganado 116 escaños. Parece que en medio de la euforia que produjo el triunfo electoral, los líderes socialistas pensaron poco en las consecuencias a largo plazo de que los Radicales de Lerroux, con una campaña desvergonzadamente conservadora, por no decir derechista, hubieran obtenido 94 escaños y se hubieran convertido en el segundo partido en orden de importancia en las Cortes. La derecha, que era un tanto heterogénea, solo consiguió 80 escaños. Sin embargo, en 1933 el éxito de las tácticas derechistas de obstaculización de la reforma y el consiguiente desencanto entre la base popular de la izquierda había provocado un cambio importante en la relación de las fuerzas. Por entonces, los anarquistas que en 1931 habían votado a los partidos izquierdistas optaron por la abstención. Los socialistas habían perdido la fe en las posibilidades de la democracia burguesa por lo que rehusaron formar una coalición con los republicanos de izquierda. Así, el aparato del Estado se escaparía de las manos de la izquierda en las elecciones de noviembre de 1933.

Ese cambio era un reflejo de la enormidad de la tarea que tenían que afrontar las Cortes Constituyentes de 1931 pues su labor principal era dotar a España de una nueva constitución. Para que la República sobreviviera, tenía que aumentar los salarios y reducir el desempleo. Por desgracia, el régimen había nacido en plena depresión mundial. Con la caída de los precios agrícolas, muchos terratenientes tuvieron que dejar de cultivar sus tierras. Los campesinos sin tierra, que en épocas de prosperidad rozaban la miseria, se encontraban así en un estado de tensión revolucionaria. Los obreros de la industria y de la construcción corrían igual suerte. Además, las clases pudientes atesoraban o exportaban sus capitales, lo que planteaba un terrible dilema al gobierno republicano; si cedían a las demandas de las clases humildes de expropiar las grandes fincas y colectivizar las fábricas, probablemente el Ejército intervendría para destruir la República. Y si se reprimían los desórdenes revolucionarios a fin de tranquilizar a las clases altas, el gobierno iba a chocar con el descontento de las clases trabajadoras. Tratando de elegir el término medio, la coalición republicano-socialista acabó por irritar a ambos bandos.

Todo ello se hizo patente al cabo de una semana de la apertura de las Cortes. La huelga general convocada por los anarquistas dio lugar a que miles de trabajadores de Telefónica militantes de la CNT dejaran de trabajar. La huelga obtuvo sus mayores éxitos en Sevilla y Barcelona, y causó una terrible vergüenza para el gobierno, deseoso de probar su capacidad para mantener el orden. El Ministerio del Trabajo la declaró ilegal e hizo intervenir a la Guardia Civil. En Sevilla, la CNT intentó convertir la huelga en una insurrección. Miguel Maura, ministro de la Gobernación, se decidió por una acción drástica: declaró el estado de guerra y envió al Ejército a aplastar la huelga. Autorizó el bombardeo por la artillería de un lugar de encuentro de los anarquistas, Casa Cornelio. Se permitió que voluntarios derechistas locales formasen una «Guardia Cívica» y matasen a varios izquierdistas, entre ellos cuatro anarquistas asesinados a tiros disparados a sangre fría en el Parque de María Luisa. La naturaleza revolucionaria de la huelga asustó a las clases altas, mientras que la violencia con que fue reprimida —30 muertos y 200 heridos— reafirmó la hostilidad de los anarquistas hacia la República.

La CNT iba cayendo progresivamente bajo el dominio de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), organización secreta fundada en 1927 para mantener la pureza ideológica del movimiento. En verano de 1931 se ahondó la división entre los unionistas ortodoxos de la CNT y los miembros de la FAI, partidarios de una violencia revolucionaria continua. La FAI ganó la lucha interna y los elementos más reformistas de la CNT fueron eficazmente expulsados. La mayor parte del movimiento anarcosindicalista se dejó en manos de aquéllos que creían que la República no era mejor que la monarquía, ni que la dictadura de Primo de Rivera. Más tarde, y hasta que la CNT no fue reunificada con gran dificultad en 1936, los anarquistas se embarcaron en una política de «gimnasia revolucionaria»; huelgas insurreccionarias antirrepublicanas que, invariablemente, fracasaron por falta de coordinación y una represión feroz, pero que permitieron que la prensa derechista identificara la República con la violencia y la subversión.

No obstante, en otoño de 1931, antes de que las oleadas de agitación anarquista llegaran a su apogeo, las Cortes estuvieron ocupadas en la elaboración de la nueva Constitución. Después de haber rechazado un primer borrador redactado por el político conservador Ángel Ossorio y Gallardo, se reunió una nueva comisión constitucional el 28 de julio, bajo la dirección de un catedrático de derecho, el socialista Luis Jiménez de Asúa. Tenía apenas tres semanas para redactar el proyecto. En consecuencia, parte de su estilo poco sutil daría pie a tres meses de reñido debate. El 27 de agosto se presentó el proyecto, que Jiménez de Asúa describió como un documento democrático y liberal con gran contenido social. Luis Araquistain —más tarde uno de los consejeros radicales de Largo Caballero— se apuntó una importante victoria socialista cuando convenció a la Cámara para que aceptara el artículo 1, que decía: «España es una República de trabajadores de todas las clases». El artículo 44 establecía que todo el bienestar del país debía subordinarse a los intereses económicos de la nación y que, por razones de utilidad social, toda propiedad podía expropiarse, con la correspondiente indemnización. La Constitución —finalmente aprobada el 9 de diciembre de 1931— era, en efecto, tan democrática, laica, reformista y liberal en materias de autonomía regional como republicanos y socialistas hubieran podido desear. Por otra parte, aterraba a los grupos más poderosos en España: terratenientes, empresarios, eclesiásticos y oficiales del Ejército.

La oposición de las clases conservadoras a la Constitución cristalizó en torno a los artículos 44 y 26. Este último se refería a la supresión de las subvenciones estatales al clero y a las órdenes eclesiásticas; la disolución de las congregaciones que, como la de los jesuitas, pronunciaban inapropiados juramentos de lealtad a una potencia extranjera, y la limitación del derecho de la Iglesia a la propiedad de bienes. La actitud de la coalición republicano-socialista con respecto a la Iglesia se basaba en la creencia de que si se iba a construir una nueva España, debía eliminarse el dominio completo de la Iglesia sobre numerosos aspectos de la sociedad. Se trataba de un punto de vista razonable, pero no tenía en cuenta los sentimientos de millones de católicos españoles. La religión no era atacada como tal, pero la Constitución ponía punto final al respaldo gubernamental a la posición privilegiada de la Iglesia. Para la derecha, la solución adoptada por la Constitución respecto a la religión significaba un ataque horrible y violento contra los valores tradicionales. El debate sobre el artículo 26, la cláusula crucial referente a la religión, tras el encarnizamiento provocado por las reformas militares de Azaña, intensificó la polarización que desembocaría en una guerra civil.

Se obtuvo un considerable apoyo popular a la hostilidad de la derecha contra la República durante la llamada campaña revisionista contra la Constitución. La oposición a las cláusulas religiosas de la Constitución fue igualada en encarnizamiento en cuanto a las referentes a la autonomía regional para Cataluña y la reforma agraria. No obstante, la legalización del divorcio y la disolución de las órdenes religiosas a tenor del artículo 26 provocaron las iras de los católicos y la prensa de derechas, que atribuyeron tales medidas a malévolas maquinaciones judeo-masónicas. Durante el debate del 13 de octubre de 1931, Gil Robles se volvió de cara a la mayoría republicano-socialista en las Cortes y declaró: «Hoy, frente a la Constitución se coloca la España católica… vosotros seréis los responsables de la guerra espiritual que se va a desencadenar en España». Cinco días después, en la plaza de toros de Ledesma, Salamanca, Gil Robles hizo un llamamiento a favor de una cruzada contra la República y afirmó que «mientras las fuerzas anárquicas, pistola en mano, siembran el pánico hasta en círculos gubernamentales, el gobierno trata sin miramiento a seres inofensivos como lo son las pobres monjas».

En efecto, la aprobación de la Constitución significó un cambio importante en la naturaleza de la República. Al identificarla con el jacobinismo de la mayoría de las Cortes, la coalición gobernante apartó a numerosos miembros de las clases medias católicas. La notoria ferocidad del anticlericalismo constitucional provocó que la derecha organizara sus fuerzas, al mismo tiempo que empezaba a disolverse la unión formada en San Sebastián en 1930. Durante el debate que se celebró hasta altas horas de la noche del 13 de octubre, que Alcalá Zamora llamaría más tarde «la noche más triste de mi vida», la defensa de las cláusulas religiosas de la Constitución recayó en Manuel Azaña. En el transcurso de su intervención comentó que «España ha dejado de ser católica» y la derecha tomó estas palabras como prueba de que la República estaba decidida a destruir a la Iglesia. Lo que hizo Azaña fue meramente comentar una realidad que ya habían aceptado los elementos más liberales de la jerarquía eclesiástica, es decir, que desde el punto de vista sociológico, el catolicismo ya no gozaba de la preeminencia de antaño. A pesar de ello, tanto Alcalá Zamora como Miguel Maura dimitieron en octubre de 1931 y Azaña, que había desempeñado un importante papel durante el debate sobre la Constitución, fue nombrado primer ministro. Esto indispuso a Lerroux, quien se había preparado para el cargo y quedó descartado por el temor extendido en los círculos políticos de que sería incapaz de no malversar los fondos públicos. Se dedicó a la oposición con sus radicales, por lo que Azaña se vio forzado a confiar aún más en los socialistas. Así pues, le resultó más difícil evitar la enemistad de la derecha.

De hecho, Azaña se encontraba entre dos fuegos: el de la izquierda, que quería la reforma y el de la derecha, que la rechazaba. Esto se hizo más patente cuando se ocupó del problema agrario. La violencia en el campo fue una característica constante de la República. Basada en la pobreza abrumadora de los jornaleros rurales, fue mantenida en continua ebullición por la CNT. Los anarquistas, junto con la socialista Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT), fundada en abril de 1930, reivindicaban la expropiación de fincas y la creación de granjas colectivas. Los republicanos, intelectuales de clase media, respetaban la propiedad y no estaban dispuestos a llevar esto a cabo. Largo Caballero, como ministro de Trabajo, había mejorado en cierta medida la situación con los cuatro decretos que había presentado en primavera. Sin embargo, los límites de tal reforma, hecha por partes, quedaron completamente al descubierto en diciembre de 1931 cuando la sección de Badajoz de la FNTT convocó una huelga general. Era, en conjunto, una huelga pacífica, de acuerdo con las instrucciones de sus organizadores. Pero en un aislado pueblo llamado Castilblanco, fue sangrienta. Cuando se convocó la huelga, los miembros de la FNTT de Castilblanco habían pasado todo el invierno sin trabajo. El 31 de diciembre, mientras llevaban a cabo una pacífica y ordenada manifestación, la Guardia Civil irrumpió en medio de la multitud y, después de una refriega, la Guardia Civil disparó, matando a un hombre e hiriendo a otros dos. Los aldeanos hambrientos, en un arrebato de miedo, angustia y pánico, se abalanzaron sobre los cuatro guardias y los mataron a pedradas y cuchillazos.

El general José Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, dijo a los periodistas que uno de los diputados del PSOE por Badajoz en las Cortes, la exaltada feminista judía Margarita Nelken, era la responsable de todo el incidente. Acto seguido comparó a los trabajadores de Castilblanco con los moros contra los que había luchado en Marruecos y comentó: «En un rincón de la provincia de Badajoz hay un foco rifeño». También declaró —faltando a la verdad— que después del desastre colonial de Annual en 1921, «ni en el Monte Arruit, en la época del derrumbamiento de la comandancia de Melilla, los cadáveres de los cristianos fueron mutilados con un salvajismo semejante». Las palabras de Sanjurjo parecieron justificar la venganza que luego se cobró la Guardia Civil. Lo que es más importante, su identificación del proletariado rural español con los rebeldes del Rif indicó hasta qué punto el Ejército no tenía ningún sentido de ser la institución cuya misión era proteger al pueblo español de un enemigo externo. Resultaba claro que el proletariado español era «el enemigo». En este sentido, la mentalidad del alto mando africanista reflejaba una de las principales consecuencias del desastre colonial de 1898. Se trataba sencillamente de que la derecha hizo frente a la pérdida de un imperio ultramarino «real» interiorizando el imperio, es decir, considerando la España metropolitana como el imperio y el proletariado como la raza colonial sometida.

Casi antes de que el gobierno hubiera tenido tiempo de apaciguar las cosas en Castilblanco, los hombres de Sanjurjo se habían tomado una venganza sangrienta que había causado la muerte a dieciocho personas. Tres días después de Castilblanco la Guardia Civil mató a dos trabajadores e hirió a otros tres en Zalamea de la Serena (Badajoz). Dos días más tarde un huelguista fue muerto a tiros y otro resultó herido en Calzada de Calatrava y un huelguista fue disparado en Puertollano (ambos pueblos en Ciudad Real), a la vez que hubo dos huelguistas muertos y once heridos en Épila (Zaragoza) y dos muertos más y diez heridos en Teresa (Valencia). El 5 de enero tuvo lugar la más atroz de estas acciones cuando veintiocho guardias civiles abrieron fuego contra una manifestación pacífica en Arnedo, pequeña villa de la provincia de Logroño, en el norte de Castilla. A finales de 1931 numerosos trabajadores fueron despedidos de la fábrica local de calzado en Arnedo por pertenecer a la UGT. Durante una protesta pública, la Guardia Civil disparó y mató a un trabajador y cuatro espectadoras, una de las cuales era una mujer embarazada, de veintiséis años, cuyo hijo de dos años también resultó muerto. Las balas hirieron a otras cincuenta personas, entre ellas gran número de mujeres y niños, algunos de muy corta edad. Durante los días siguientes otras cinco personas murieron a causa de sus heridas y a muchas tuvieron que amputarles alguna extremidad, entre ellas un niño de cinco años y una viuda con seis hijos.

Entonces, a principios de 1932, se reprimió severamente una huelga anarquista, especialmente en el Alto Llobregat, en Cataluña. Hubo arrestos y deportaciones. Los trabajadores anarquistas y socialistas estaban sencillamente irritados, mientras que la derecha creía que la República solo era sinónimo de caos y violencia. Sin embargo, la necesidad de una reforma era evidente, sobre todo en el sur rural, donde a pesar de las promesas de reforma agraria, las condiciones de vida seguían siendo brutales. Numerosos terratenientes habían declarado la guerra a la coalición republicano-socialista negándose a sembrar los campos.

La respuesta de los grandes propietarios a las medidas reformistas había sido rápida, tanto a nivel nacional como local. Sus redes de prensa se explayaron augurando la maldición que acarrearían las reformas gubernamentales cuando, en realidad, ellos actuaban como si los decretos nunca se hubieran aprobado. Lo que las feroces críticas de las organizaciones patronales omitieron era el hecho de que las medidas socialistas se limitaban a poco más que esperanzas sobre el papel. De hecho, no existía una organización capaz de hacer cumplir los nuevos decretos en los aislados pueblos del sur. Los propietarios seguían disfrutando del poder social que les garantizaba el ser los únicos suministradores de trabajo. La Guardia Civil había sido hábilmente atraída para permanecer leal a las clases rurales altas. Los diputados socialistas del sur se quejaban con regularidad en las Cortes de la incapacidad de los gobernadores civiles para aplicar la legislación gubernamental y obligar a la Guardia Civil a apoyar a los braceros en lugar de a los propietarios.

Durante 1932, la FNTT trabajó duramente tratando de detener la creciente desesperación de sus militantes del sur. Con la reforma agraria en el aire, los propietarios no estaban dispuestos a invertir en sus tierras. De hecho, se hizo caso omiso de la ley de cultivo obligatorio y no se contrató mano de obra para las labores esenciales de la siembra de primavera. Se negaba el trabajo a los braceros porque pertenecían a la FNTT. Y, sin embargo, ésta continuó fiel a su línea de moderación y exhortó a los militantes de base a suavizar su extremismo y a no esperar demasiado de la anunciada reforma agraria. Por desgracia, el estatuto hizo poco, en parte porque sus cautelosas disposiciones habían sido esbozadas para Marcelino Domingo, nuevo ministro de Agricultura, por agrónomos conservadores y abogados terratenientes. Después de un lento debate en las Cortes entre julio y septiembre, se dio paso a la creación de un Instituto de Reforma Agraria para supervisar la parcelación de fincas de más de 22,5 hectáreas. Por tanto, no se hizo absolutamente nada por los pequeños propietarios del norte. Además, las estratagemas usadas por los terratenientes a fin de evitar declarar sus propiedades, junto con el hecho de que las estipulaciones de la Ley de Reforma estuvieron plagadas de pretextos y excepciones, aseguró que tampoco fuese una ayuda para los braceros del sur. Largo lo describió como «una aspirina para curar una apendicitis». Y si no hizo nada por mitigar el fervor revolucionario del campo, aún hizo menos para disipar la hostilidad de los propietarios de derechas hacia la República.

Otra fuente de feroz oposición a la República la constituía el Estatuto de Autonomía para Cataluña. Como dejaba el control de la administración local al Parlamento catalán, la Generalitat, el Ejército y las clases conservadoras lo consideraban un ataque a la unidad nacional. En las Cortes, un Azaña enérgico tuvo que luchar contra los diputados derechistas. De hecho, el Estatuto de Autonomía, redactado por una coalición encabezada por Francesc Macià, el intransigente nacionalista catalán, estaba lejos del maximalismo esperado por los políticos madrileños, que estaban poco dispuestos a permitir a la Generalitat, y particularmente a Macià, cualquier autonomía real. Consideraban a su partido, la Esquerra, como una coalición efímera y oportunista, cuya viabilidad dependía de los votos de los militantes de la CNT. Esto no impidió que la derecha presentara al gobierno de Azaña como totalmente dispuesto a destruir siglos de unidad española.

Con todo, la religión continuó siendo el arma más potente del arsenal de la derecha y en cierta medida ello era debido a la imprudencia de los republicanos y los socialistas. En efecto, la justificación de la hostilidad general contra la República era fácil de encontrar en varias manifestaciones de anticlericalismo. Dada la asociación histórica de la Iglesia con los elementos más reaccionarios de la sociedad española, a los cuales legitimaba, no era difícil comprender la intensidad del anticlericalismo popular. Sin embargo, los católicos corrientes se llevaron grandes disgustos a causa de muchas medidas que no atacaban a la Iglesia institucional, sino más bien a los rituales compartidos que tanta importancia tenían en gran parte de la vida provincial. Se prohibió a las autoridades municipales hacer aportaciones económicas a la Iglesia o sus festividades. En muchas villas y pueblos la prohibición de celebrar procesiones religiosas fue una provocación gratuita. Las procesiones que llegaban a celebrarse chocaban a menudo con las nuevas festividades laicas. En Sevilla, el miedo a ser atacadas empujó a más de cuarenta de las cofradías tradicionales a no participar en la procesión de Semana Santa. Muchos cofrades, aunque no todos, eran militantes de Acción Popular y de la carlista Comunión Tradicionalista. Su gesto hizo que se popularizara la frase «Sevilla la mártir» a pesar de que las autoridades republicanas hicieron todos los esfuerzos posibles para que la procesión tuviera lugar. El asunto fue manipulado políticamente para fomentar la hostilidad a la República creando la impresión de que existía persecución religiosa.

En enero de 1932 los cementerios de la Iglesia pasaron a ser competencia de los municipios. Hubo casos de alcaldes de izquierdas que cobraron impuestos a los entierros católicos o prohibieron por completo los cortejos fúnebres. El Estado reconocía solo el matrimonio civil, por lo que las parejas que se casaban por la Iglesia tenían que pasar por el registro civil. Debido a la supresión de los crucifijos en las escuelas y de las imágenes religiosas en los hospitales públicos, así como a la prohibición de tocar las campanas, los católicos corrientes veían un enemigo en la República. Hubo muchos ejemplos de alcaldes izquierdistas que cobraron un impuesto local por tocar las campanas con el fin de que la Iglesia contribuyera a la asistencia social. Los roces por motivos de religión, tanto en el nivel local como en el nacional, crearon un clima que a los políticos de derechas les fue fácil explotar. La atribución de las ambiciones reformistas de la República a un siniestro complot extranjero de signo judeo-masónico-bolchevique iba acompañada de las afirmaciones de que debía destruirse y exterminar a sus partidarios.

En efecto, la derecha pronto demostró que no tendría escrúpulos en utilizar la violencia para cambiar la trayectoria de la República. A los oficiales del Ejército, enfurecidos por las reformas militares y el Estatuto de Autonomía, se unieron los conspiradores monárquicos para persuadir al general José Sanjurjo de que el país estaba al borde de la anarquía y que estaban preparados a sublevarse bajo su mando. El intento de golpe de Estado del general Sanjurjo tuvo lugar el 10 de agosto de 1932 en Sevilla. Mal planeado, fue fácilmente derrotado, en esa misma ciudad, por una huelga general de la CNT, la UGT y los trabajadores comunistas, y en Madrid, donde el gobierno, previamente alertado, acorraló rápidamente a los conspiradores. En cierto modo, ese ataque a la República por parte de uno de los héroes del viejo régimen, un general monárquico, benefició al gobierno al generar una ola de fervor republicano. La facilidad con que la sanjurjada —nombre con que se conoce el fiasco— fue extinguida, permitió al gobierno generar el suficiente entusiasmo parlamentario para hacer aprobar en las Cortes la Ley de Reforma Agraria y el Estatuto catalán, en el mes de septiembre. No obstante, entre los que apoyaron el golpe estaban los mismos derechistas que habían tomado parte en los asesinatos del Parque de María Luisa en 1931. Pronto quedarían en libertad y estarían a tiempo de repetir sus hazañas en 1936.

El prestigio del gobierno se encontraba en su cota más alta, pero la situación era menos favorable de lo que parecía. La sanjurjada mostró la hostilidad con que el Ejército y la extrema derecha contemplaban a la República. Además, mientras la coalición gubernamental se derrumbaba, la derecha reorganizaba sus fuerzas. Este proceso se vio reforzado por el insurreccionalismo de la CNT. La prensa derechista no hacía distinciones sutiles entre la CNT, la UGT y la FNTT. Aunque la CNT consideraba la República «tan repugnante como la monarquía», se culpaba de sus huelgas e insurrecciones a la coalición republicano-socialista, que de hecho trabajaba duramente para controlarlas. Sin embargo, mientras en los pueblos la extrema derecha se contentaba con dedicarse a la censura general del desorden, los miembros más perspicaces de la burguesía rural —que habían encontrado un puesto en el Partido Radical— espolearon la hostilidad de la CNT hacia los socialistas para romper el vínculo existente entre las diferentes organizaciones obreras. El ejemplo más dramático de este proceso tuvo lugar como resultado de la huelga revolucionaria de ámbito nacional convocada por la CNT para el 8 de enero de 1933, y sus sangrientas repercusiones en la localidad de Casas Viejas, en la provincia de Cádiz. En las condiciones de lock-out existentes en 1932, cuatro de cada cinco trabajadores de Casas Viejas estaban sin empleo durante gran parte del año, dependiendo de la caridad, de trabajos ocasionales en obras públicas y del merodeo por la zona en busca de espárragos silvestres y conejos. Su desesperación, avivada por el alza del precio del pan, aseguró el 11 de enero una respuesta entusiasta a la anterior llamada de la CNT a la revolución. Su dubitativa proclamación del comunismo libertario desembocó en una represión violenta en la que murieron veinticuatro personas.

La prensa derechista al principio se frotó las manos, felicitando a las fuerzas del orden, pero pronto se dio cuenta de cómo podía explotar la situación. La consiguiente campaña de desprestigio, en la que los periódicos de la derecha clamaron que la República era tan bárbara, injusta y corrupta como los regímenes anteriores, consiguió desmoralizar a la coalición republicano-socialista. Las tareas del gobierno se vieron virtualmente paralizadas. Aunque los socialistas apoyaron lealmente a Azaña, quien llevó el peso del abuso derechista en Casas Viejas, el incidente anunciaba la muerte de la coalición al simbolizar el fracaso del gobierno en su pretensión de resolver el problema agrario. En adelante, en el ámbito local, la FNTT iba a ser más beligerante y su actitud se reflejó en el seno del Partido Socialista en forma de rechazo a colaborar con los republicanos. Mientras tanto, los anarquistas avivaban el ritmo de sus actividades revolucionarias y los Radicales de Lerroux, siempre ávidos de poder, se escoraron cada vez más a la derecha e iniciaron una política de obstrucción en las Cortes.

La violencia latente en el ámbito local se transmitió a la política nacional, donde se desarrolló progresivamente la hostilidad entre el PSOE y la recién creada Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). El nuevo partido, resultado de la fusión de Acción Popular y al menos cuarenta grupos derechistas más, fue obra de José María Gil Robles. En su discurso de clausura en el congreso fundacional en Madrid, en febrero de 1933, dijo al público:

Los católicos cuando el orden social está en peligro, deben unirse para defenderlo y salvar eficazmente los principios de la civilización cristiana… Iremos juntos a la lucha, cueste lo que cueste… Estamos ante una revolución social. En el panorama político de Europa veo solo la formación de grupos marxistas y antimarxistas. Eso ocurre en Alemania y también en España. Ésa es la gran batalla que tendremos planteada este año.

Más tarde, ese mismo día, en otro mitin en Madrid, dijo que no veía nada malo en pensar en el fascismo para curar los males de España. Los socialistas estaban convencidos de que la CEDA seguramente desempeñaría un papel fascista en España, acusación, solo casualmente desmentida por el partido católico. El sector mayoritario del PSOE, liderado por Largo Caballero, empezó a pensar que si la burguesía democrática era incapaz de detener el auge del fascismo, correspondía a la clase obrera la búsqueda de formas políticas diferentes con las que defenderse a sí misma.

Mientras tanto, a lo largo de 1933, la CEDA fue extendiendo el descontento con respecto a la República en los círculos agrarios. Gil Robles se especializó en declaraciones de doble filo y recrudeció el miedo de los socialistas ante el fascismo. Weimar se citaba constantemente como un ejemplo para la derecha y una advertencia para la izquierda; no era difícil encontrar paralelos entre las repúblicas alemana y española. La prensa católica aplaudía la destrucción nazi de los movimientos socialistas y comunistas alemanes. El nazismo gozaba de gran admiración por parte de la derecha española debido a su valoración de la autoridad, la patria y la jerarquía —tres preocupaciones centrales de la propaganda de la CEDA—. Todavía más preocupante era que, como justificación de las tácticas legalistas en España, El Debate argumentara que Hitler había llegado al poder por la vía legal; dicho periódico comentaba con frecuencia la necesidad de que en España hubiera una organización como aquéllas que en Alemania e Italia habían destruido la izquierda e insinuaba que Acción Popular y la CEDA podían tener esa función.

Tal era la atmósfera general cuando en noviembre se convocaron elecciones. En contraste con 1931, esta vez la izquierda acudió a las urnas dividida. Por su parte, la derecha fue capaz de llevar a cabo una campaña unida y, en líneas generales, belicosa. Gil Robles había regresado de la campaña de Nuremberg y parecía estar fuertemente influenciado por lo que había visto. En efecto, la campaña electoral de la CEDA demostró que Gil Robles había aprendido bien la lección; decidido a ganar a cualquier precio, el comité electoral de su grupo impulsó la formación de un único frente antimarxista y antirrevolucionario. Así pues, su grupo no tuvo escrúpulos en acudir a las elecciones en coalición con grupos catastrofistas como Renovación Española y los carlistas o, en otras provincias, los cínicos y corruptos Radicales.

La derecha invirtió una considerable cantidad de dinero en la campaña electoral. Los fondos electorales de la CEDA eran muy cuantiosos gracias a las generosas donaciones de hombres como Juan March, el millonario enemigo de la República. El clímax de la campaña se produjo en un discurso que Gil Robles pronunció en Madrid. Su tono permitía imaginar claramente a la izquierda lo que para ellos iba a significar una victoria de la CEDA:

Es necesario ir a la reconquista de España… Se quería dar a España una verdadera unidad, un nuevo espíritu, una política totalitaria… Es necesario, en el momento presente, derrotar implacablemente al socialismo… Hay que fundar un nuevo Estado, una nación nueva, dejar la patria depurada de masones judaizantes… Hay que ir al Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa si nos cuesta hasta derramar sangre!… Necesitamos el poder íntegro y eso es lo que pedimos… Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer.

Los socialistas, que habían decidido acudir a las elecciones por su cuenta, no pudieron competir con la masiva campaña propagandística organizada por la derecha. Gil Robles dominó la campaña de la coalición derechista de la misma forma que Largo Caballero la socialista, emulando el extremismo radical de su oponente. Al declarar que únicamente la dictadura del proletariado podría llevar a cabo el imprescindible desarme económico de la burguesía entusiasmó a sus seguidores, pero supuso una provocación para la derecha y contribuyó a justificar su agresiva postura.

Los argumentos del moderado Indalecio Prieto de que el PSOE debía mantener su alianza electoral con los republicanos de izquierda eran descartados por los sectores más radicales del partido liderado por Largo Caballero. Su imposición de la decisión de ir solos a las elecciones fue irresponsable; culpaban simultáneamente a los republicanos de izquierda de todas las deficiencias de la República y asumían confiadamente que todos los votos que en 1931 habían dado la victoria a la coalición republicano-socialista irían a parar al PSOE. De hecho, la coalición abarcaba desde las clases medias hasta los anarquistas. Los Radicales se encontraban ahora situados a la derecha, y después de Casas Viejas la hostilidad de los anarquistas hacia la República aseguraba su abstención. Los socialistas estaban cometiendo un fatal error táctico ya que la ley electoral existente favorecía las coaliciones y la CEDA estaba dispuesta a aliarse con quien fuera, lo que tuvo como resultado que se necesitara el doble de votos socialistas que de votos derechistas para elegir un diputado. Los resultados electorales significaron una amarga derrota para los socialistas, que solamente obtuvieron 58 escaños. Después de los pactos locales entre la CEDA y los Radicales, diseñados para aprovecharse de la ley electoral, los dos partidos acabaron obteniendo 115 y 104 diputados respectivamente. La derecha había recuperado el control del aparato del Estado, y estaba decidida a utilizarlo para desmantelar las reformas de los dos años precedentes. Sin embargo, durante ese tiempo se habían creado tales expectativas que podía preveerse la violencia popular cuando la derecha hizo retroceder el reloj a la época anterior a 1931.