X. La paz de Franco

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La paz de Franco.

Para cuantificar el número de muertes que causó la represión en la posguerra, es necesario reconocer que las palabras «después de la Guerra Civil» tienen significados distintos en diferentes partes de España. En Castilla la Vieja, Sevilla, Granada, Córdoba, Huelva, Cádiz, Cáceres, Galicia y Zaragoza, la «guerra» terminó al cabo de unas horas o unos días de producirse el golpe militar. Por consiguiente, las cifras que importan son las que corresponden a las personas que murieron a manos de quienes ejercían un control ilimitado en cada zona. Las muertes en la zona republicana se registraban cuidadosamente. La maquinaria del Estado las investigaba a conciencia cuando zonas republicanas caían en poder de los franquistas. El estudio detallado ha producido cifras de aproximadamente cincuenta mil muertes como resultado de la represión política o de la violencia incontrolada en la zona republicana.

En la zona nacional las muertes no se registraban de modo parecido salvo en los casos en que eran resultado de consejos de guerra sumarios (y, por supuesto, totalmente ilegales). Así pues, hay miles más de muertos que sencillamente desaparecieron. La mayoría de las muertes no se registraban y muchas veces simplemente se enterraba a las víctimas en fosas comunes colectivas. Desde la muerte de Franco los historiadores locales han hecho enormes esfuerzos por recuperar la documentación que se conservaba, en algunas zonas con más rigor que en otras. Es sobre esta base que ahora pueden calcularse seriamente las cifras y estas inducen a pensar que los asesinatos en la zona nacional fueron entre el triple y el cuádruple de los que se cometieron en territorio republicano.

Aparte de quienes murieron en los campos de batallla, decenas de miles de personas fueron ejecutadas oficialmente, asesinadas judicialmente, entre el otoño de 1936 y 1945, cuando la derrota del Eje obligó al Caudillo a ser más prudente. Algunas fueron arrojadas vivas al mar desde acantilados o a ríos profundos desde puentes elevados. A otras las fusilaron ante las tapias de un cementerio o junto a una carretera y las enterraron allí mismo, en sepulturas poco profundas, o las arrojaron a pozos de minas abandonadas. Durante decenios sus familias vivieron aterrorizadas, sin poder llorarlas de forma apropiada, sin saber con seguridad la suerte que habían corrido sus madres o sus padres, sus esposos o sus hijos.

Una indicación de la escala de la represión la da el hecho de que en treinta y seis de las cincuenta provincias de España estudiadas total o parcialmente antes de 2005 se habían descubierto los nombres de 92 462 personas asesinadas judicialmente. La extrapolación de los probables resultados de las provincias que aún no se han investigado hace pensar que, en términos de muertos identificables, principalmente las víctimas de «ejecuciones judiciales», tal vez la cifra final sea del orden de 130 000. Sin embargo, hubo otras personas, probablemente un mínimo de 50 000, a las que asesinaron sin siquiera un simulacro de juicio. Las personas cuyos nombres se han identificado son las que fueron ejecutadas después de un seudojuicio o las que fueron enterradas en cementerios donde se llevaba un registro, o ambas cosas. A ellas hay que añadir las personas asesinadas cuyos nombres no pueden saberse. Quizá nunca será posible calcular el número exacto de personas asesinadas junto al camino que recorrieron las columnas africanas que violaron, saquearon y asesinaron durante su avance de Sevilla a Madrid. ¿Y las que fueron asesinadas en campo abierto por las patrullas montadas de falangistas y carlistas que «limpiaban el campo» cuando las columnas reanudaban su avance? ¿Y las que huyeron de su ciudad o su pueblo y fueron asesinadas en otra parte, sin que nadie reconociera sus cadáveres?

Para dar una idea del número de muertes que aún se desconocen, podemos examinar el caso de Valladolid, llamada a la sazón «la capital del alzamiento», en parte porque allí el golpe militar triunfó con mucha rapidez. Después de tres años de investigación exhaustiva, un equipo de veinticinco personas de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Valladolid encontró pruebas de 2000 muertes violentas en la provincia además de las 1300 personas que se sabe que fueron asesinadas judicialmente. En 2005 calcularon que las cifras totales correspondientes a Valladolid serán probablemente de alrededor de 5000.

Una idea distinta de las complicaciones la da la provincia de Jaén. La investigación oficial franquista, la Causa General, alcanzó una cifra de 1875 derechistas asesinados mientras la provincia estuvo en poder de los republicanos. El posterior estudio franquista a cargo del general Ramón Salas Larrazábal hinchó las cifras de derechistas asesinados a 3049 y dio una cifra de 857 izquierdistas asesinados en la represión, 606 en la zona de la provincia que estuvo en poder de los franquistas durante la guerra y 251 después. Posteriores investigaciones efectuadas en la provincia redujeron el número de víctimas derechistas identificables a 1368. Sin embargo, la minuciosa investigación pueblo por pueblo del historiador local Luis Miguel Sánchez Tostado ha vuelto a cambiar las cifras. En el año 2005 había descubierto detalles de 1859 derechistas asesinados o fallecidos en la cárcel, frente a 3278 víctimas de la represión franquista.

En toda España las excavaciones arqueológicas están revelando indicios de los horrores de la Guerra Civil. Un ejemplo típico fue lo que sucedió entre julio de 1936 y diciembre de 1937 cerca del pueblo de Concud, en la provincia de Teruel. En Los pozos de Caudé, que tienen una embocadura de 2 metros cuadrados y una profundidad de 84 metros, se arrojaron los cadáveres de 1005 hombres y mujeres, incluidos chicos y chicas adolescentes. Pocas de estas personas militaban en política. Su crimen fue sencillamente criticar el golpe militar, estar emparentadas con alguien que había huido, tener una radio o haber leído periódicos liberales antes de la guerra. A algunos los mataron guardias civiles; a otros, falangistas de sus propios pueblos. Sus familias tardaron sesenta y ocho años en averiguar la verdad. Debido al miedo nadie se acercaba al pozo, aunque de vez en cuando alguien dejaba ramos de flores cerca de él. Cuando los socialistas subieron al poder la gente empezó a dejar ofrendas florales en pleno día. Luego, en 1983, se presentó un agricultor de la comarca que dijo que tenía apuntado en una libreta el número de tiros de gracia que había oído todas las noches durante la Guerra Civil. Eran más de mil.

El interés de los medios de difusión por Caudé y otras fosas comunes se intensificó después del año 2000 cuando un joven sociólogo navarro, Emilio Silva-Barrera, empezó a investigar la suerte de su abuelo, que había desaparecido en León durante los primeros meses de la contienda. Salvando el muro de silencio y miedo que el régimen franquista había construido, y que había resistido la transición a la democracia, Silva-Barrera descubrió la verdad. Al amanecer del 16 de octubre de 1936 su abuelo y otros doce republicanos habían sido asesinados por pistoleros falangistas en las afueras de Priaranza del Bierzo, cerca de Ponferrada, y enterrados en un campo junto a la carretera. Emilio Silva-Faba era tendero y padre de seis hijos de entre tres meses y nueve años de edad y su delito era pertenecer al partido de centroizquierda, Izquierda Republicana. Su nieto localizó luego el lugar donde estaba enterrado y persuadió a un grupo de arqueólogos y expertos en medicina forense a participar en las excavaciones. Los análisis del ADN de los huesos exhumados identificaron a Emilio Silva-Faba.

Como resultado de este «éxito» en toda España han surgido delegaciones de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica que han recibido miles de solicitudes de ayuda en la localización de los restos de parientes. Es imposible calcular con exactitud el número de cadáveres que yacen en sepulturas poco profundas en muchos lugares de España. Existen fosas comunes gigantescas en Extremadura, donde hubo asesinatos en masa en el campo de concentración de Castuera, en Asturias —tanto en Oviedo con 1600 como en Gijón con 2000— y en varias partes de Andalucía. Solo en Cataluña el gobierno autonómico ha localizado 54 sepulturas de este tipo con 4000 cadáveres en Barcelona. Hay sepulturas en toda España. Los parientes presencian las tareas de excavación con nerviosismo, como las personas que esperan a los equipos de salvamento en los desastres mineros o los terremotos. Las personas que nunca supieron qué les sucedió a sus seres queridos, aunque saben que fueron asesinados, siguen esperando la confirmación definitiva con horror e inquietud. Cuando llega, como ocurre a veces, pueden expresar, estremecidas, el dolor acumulado y no reconocido.

Fue un juez de instrucción español, Baltasar Garzón, quien persiguió al general Pinochet en nombre de los «desaparecidos» en Chile. Sin embargo, en España, donde hay diez veces más casos, a pesar de la iniciativa particular de Emilio Silva, que llevó el caso a las Naciones Unidas, el gobierno del Partido Popular se negó a destinar recursos a la investigación. Las cosas empezaron a cambiar bajo el gobierno del PSOE. No obstante, todavía no existe un censo nacional de los muertos, ningún equipo de historiadores se ocupa del problema, no hay fondos para las pruebas del ADN. El gobierno, sin embargo, contribuye al mantenimiento de las tumbas de los voluntarios falangistas que lucharon al lado de los alemanes en el frente ruso. Además, desde hace algún tiempo historiadores de derechas responden a la labor de la Asociación resucitando la propaganda franquista que da a entender que los «rojos» sencillamente recibieron su merecido. Los más virulentos entre ellos aparecen con regularidad en los primeros puestos de las listas de libros más vendidos, y la Guerra Civil española se está luchando otra vez sobre el papel.

Hasta el día de su muerte Franco mantuvo vengativamente a España dividida entre los vencedores y los vencidos de 1939. Este benévolo padre de su nación consideraba la Guerra Civil como «la lucha de la patria contra la antipatria», y a los vencidos, como la «canalla de la conspiración judeo-masónica-bolchevique». Es difícil conciliar la visión de Franco como patriota magnánimo con el lenguaje psicopatológico utilizado por los franquistas para presentar a sus compatriotas de izquierdas como seres infrahumanos: canalla sucia, asquerosa, pestilente, depravada, chusma, putas y criminales. Este lenguaje justificaba la necesidad de «purificación», eufemismo de la más amplia represión física, económica y psicológica. Poco importaba a los vencedores el coste en sangre de salvar el alma de la nación. Al igual que la Volksgemeinschaft nazi y los gulags soviéticos, la dictadura de Franco también se embarcó en un proceso de «reconstrucción» nacional por medio de la ejecución, el exilio forzoso, el encarcelamiento, la tortura y la humillación económica y social de centenares de miles de españoles derrotados en la contienda civil de 1936-1939. La persecución de los compatriotas a los que se consideraba pertenecientes a la «anti-España» (izquierdistas o liberales y sus familias extendidas, todos los cuales se convirtieron en «no personas» sin derechos civiles) afectó a millones de españoles.

Desde los primeros días de la guerra el terror había sido un instrumento crucial de los militares sublevados. Pero Franco le añadió la determinación de aniquilar a tantos republicanos como fuera posible. A pesar de las esperanzas alemanas e italianas de una rápida victoria de los nacionales, el objetivo de Franco era la ocupación gradual y total del territorio republicano. Ya el 4 de abril de 1937, al empezar la campaña contra el País Vasco, declaró al embajador italiano Roberto Cantalupo que «debemos llevar a cabo la tarea necesariamente lenta de redención y pacificación». Lo que él llamaba «redención moral» se pondría de manifiesto en las matanzas que siguieron a las capturas de cada ciudad, de Badajoz, de Talavera de la Reina, de Toledo, de Málaga, de Gijón, de Santander, de Teruel y de Barcelona. La determinación de Franco de avanzar despacio partía de su convencimiento de que ello garantizaría que nunca habría una vuelta atrás, no solo por medio de la eliminación física de miles de liberales e izquierdistas, sino también sembrando el terror a largo plazo entre otros españoles para obtener su apoyo político o sumirlos en la apatía. Franco era plenamente consciente de la medida en que la represión no solo aterrorizaba al enemigo, sino que, además, hacía que quienes se encargaban de ponerla en práctica quedaran ligados de forma inextricable a la supervivencia del propio general. La complicidad de esta gente garantizaba que se aferrarían a él como única defensa contra la posible venganza de sus víctimas.

En el sur fue tal vez donde los horrores fueron más grandes porque un Ejército colonial aplicó contra la población civil las técnicas terroríficas utilizadas en las guerras de África. La ferocidad del terror no estaba relacionada con la fuerza de la resistencia de la clase trabajadora. En el caso de Badajoz, donde la resistencia fue encarnizada, los nacionales mataron a casi cuatro mil personas en una semana. La represión también fue sangrienta en los barrios obreros de Sevilla, donde los trabajadores se opusieron al golpe, pero en Huelva, donde la derecha se impuso con relativa facilidad, la represión se cobró más de seis mil vidas. Lo que sucedió en Huelva fue representativo de lo que tuvo lugar en todas las partes del territorio en poder de los sublevados y no solo en los lugares que hubo que conquistar mediante la fuerza militar. Hubo represión en sitios donde los militares rebeldes triunfaron de forma inmediata y prácticamente no hubo resistencia. No fue obra de elementos incontrolados como ocurrió en la zona republicana, donde la sublevación militar había provocado el derrumbamiento total de todo el aparato de orden público. Las autoridades militares hubieran podido frenar en cualquier momento a los falangistas y otros elementos encargados de las matanzas sistemáticas. Sin embargo, los militares animaron activamente a miles de elementos civiles a hacer una guerra sucia.

Era común violar a las viudas y las esposas de los prisioneros. Los conquistadores usaban generalmente su posición para exigir una gratificación sexual. Existen diversos testimonios sobre uno de los más notorios ejemplos de este comportamiento, el hombre que Queipo de Llano designó para supervisar la represión en Sevilla, el capitán Manuel Díaz Criado. El jefe de Propaganda de Queipo, Antonio Bahamonde, escribió más tarde que «solo las mujeres jóvenes eran recibidas en su despacho. Sé de casos de mujeres que salvaron a sus deudos sometiéndose a sus exigencias». El sufrimiento de las supervivientes de la represión no acabó con la viudedad o con los abusos sexuales. Requisaron sus casas, los muebles, las máquinas de coser e «incautaron» cualquier cosa que fuera transportable. No se trataba solo del ordinario saqueo de relojes o joyas que hacían los soldados. Robaban las explotaciones agropecuarias y los negocios, y en algunos casos los conquistadores hicieron importantes fortunas. Cuando el comandante Gregorio Haro Lumbreras fue cesado como gobernador civil de Huelva, se dijo que sus efectos personales ocupaban tres camiones. Muchas se vieron obligadas a vivir en la miseria total y con frecuencia, empujadas por la desesperación, a venderse por las calles. El aumento de la prostitución benefició a los hombres de Franco, que de esta forma aplacaron su lujuria, y también sirvió para que no les cupiera duda alguna de que las mujeres «rojas» eran fuente de suciedad y corrupción.

A medida que iban conquistándose las regiones de España empezaba un proceso de purga política y social. A menudo se justificaba citando las atrocidades perpetradas por los izquierdistas a pesar de que en muchos lugares el golpe militar había triunfado en cuestión de días, cuando no de horas, y no se habían cometido tales atrocidades. Hubo incrementos sucesivos y enormes del número de prisioneros después de la conquista del norte en 1937, la ocupación del este de Aragón en la primavera de 1938, la batalla del Ebro, la caída de Cataluña y, de forma masiva, al finalizar la contienda. El sistema penitenciario franquista era caótico, improvisado y absolutamente arbitrario. Centenares de miles de personas que se libraron de las matanzas cometidas al azar fueron recluidas en condiciones de extrema degradación en prisiones y campos de concentración. La situación en los campos no era meramente una reacción al problema que planteaba el número de prisioneros de guerra, sino que era también un pilar fundamental de la política de Franco de dividir a vencedores y vencidos. Se tachaba a los vencidos de enemigos permanentes, separándolos de la sociedad porque no compartían los valores sobre los que se estaba edificando el Estado franquista. Los campos proporcionaban un aparato para la aplicación de castigos en masa y la subsiguiente represión social, moral, ideológica y política de los republicanos.

Al principio había casi doscientos campos, algunos provisionales, al crear los victoriosos franquistas centros de detención para internar y clasificar a los prisioneros de guerra. La primera función de los campos era dividir a los prisioneros en dos categorías: los que se consideraban «recuperables» después de reeducarlos y los no recuperables. A estos últimos los fusilaban. La siguiente categoría la formaban los que se reintegraban por medio del trabajo forzoso penado, que estaba a cargo del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo. Más de cien campos siguieron existiendo hasta bien entrado el decenio de 1940 como centros de coacción, humillación y explotación. El último de ellos, en Miranda de Ebro, no se cerró hasta 1947. Más de cuatrocientos mil prisioneros pasaron por los campos. Después de la clasificación a muchos de los que no eran ejecutados los enviaban a Colonias Penitenciarias Militarizadas, Destacamentos Penales o Trabajos de Regiones Devastadas. Muchos prisioneros republicanos en espera de que los clasificasen eran enviados a Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. A pesar de que a los prisioneros se les consideraba no españoles, no se respetaba en absoluto la Convención de Ginebra y los prisioneros eran sistemáticamente maltratados, torturados y obligados a trabajar.

La existencia de estos campos fue causa de considerable oprobio para el régimen de Franco. Tratando de probar que la trayectoria del régimen era inmaculada, a finales de 1950 el embajador español en París, Manuel Aguirre de Cárcer, envió un despacho al ministro de Asuntos Exteriores en Madrid, Alberto Martín Artajo, en el que solicitaba permiso para invitar a la Commission Internationale contre le Régime Concentrationaire a visitar España. La Commission representaba, entre otras naciones, a la República española en el exilio. Después de que el ministro diera largas al asunto durante dos años, en 1952 se produjo un hecho asombroso al concederse permiso para que la Commission fuese a España y «entrase en unos “centros en los que se aplican las modernas y humanitarias doctrinas implantadas por nuestro Régimen e inspiradas en los cristianos principios de la redención por el trabajo”». La investigación de la Commission, a pesar de las enormes limitaciones que se impusieron a su libertad de movimientos, produjo conclusiones sorprendentes sobre la naturaleza arbitraria del encarcelamiento en masa y el intenso hacinamiento. El gobierno franquista denunció el informe, tachándolo de sarta de mentiras, y afirmó que los «trabajos forzados» que había descubierto la Commission eran en realidad un régimen benévolo de «redención cristiana».

La tortura era la explicación del gran número de suicidios que se registraban en las prisiones, y las autoridades, que se sentían estafadas por estas «escapatorias» de su justicia, reaccionaban con frecuencia ejecutando a algún pariente del prisionero suicida. Parte fundamental de la represión era la explotación económica sistemática de la clase trabajadora, tanto la rural como la industrial. Muchos miles de personas fueron obligadas a trabajar —y morir— en condiciones inhumanas en destacamentos penales y batallones de trabajo. La amenaza de cárcel forzaba a millones de trabajadores a aceptar salarios ínfimos.

La humillación social y la explotación de los vencidos se justificaba en términos religiosos afirmando que era la necesaria expiación de sus pecados y también en términos propios del darwinismo social. Denunciando a los vencidos por degenerados, se les quitaban a sus hijos a la vez que psiquiatras militares llevaban a cabo experimentos con las prisioneras en busca del «gen rojo». En las prisiones se hacían enormes esfuerzos por quebrantar no solo el cuerpo, sino también la mente de los reclusos. El hombre que supervisaba el proceso era el comandante Antonio Vallejo-Nájera, jefe de los Servicios Psiquiátricos del Ejército nacional. Creó el Laboratorio de Investigaciones Psicológicas, cuya misión era efectuar estudios psicológicos de los prisioneros de los campos de concentración con el fin de determinar «las raíces biopsíquicas del marxismo». Los resultados de sus investigaciones dieron una gran alegría al alto mando militar porque le proporcionaron argumentos «científicos» para justificar sus opiniones sobre la naturaleza infrahumana de sus adversarios, por lo cual fue ascendido a coronel.

Un buen ejemplo de lo que significaba realmente la redención por Franco se encontraba en lo que ocurrió en Cataluña despues de su caída en poder de los nacionales en enero de 1939.

El desfile formal de entrada en Barcelona fue encabezado por el cuerpo de Ejército de Navarra, bajo el mando del general José Solchaga. Se les concedió este honor, según un oficial británico agregado al cuartel general de Franco, «no porque hubieran combatido mejor, sino porque son los que saben odiar mejor. Es decir, cuando el objeto de su odio es Cataluña o los catalanes». Un amigo de Franco, Víctor Ruiz Albéniz («El Tebib Arrumi») publicó un artículo declarando que a Cataluña había de imponerle «un castigo bíblico (Sodoma, Gomorra) para purificar la ciudad roja, la sede del anarquismo y del separatismo…, como único remedio para extirpar esos dos cánceres por el termocauterio implacable». Para Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco y ministro del Interior, el nacionalismo catalán era una enfermedad que había que exterminar. El hombre a quien nombró como gobernador civil de Barcelona, Wenceslao González Oliveros, proclamaba que «España se alzó, con tanto o mayor fiereza contra los Estatutos desmembradores que contra el comunismo» y que cualquier tolerancia del regionalismo llevaría otra vez a «el mismo proceso de putrefacción que acabamos de extirpar quirúrgicamente».

La Cataluña ocupada experimentó un terror omnipresente en un período en el que sencillamente seguir vivo era toda una hazaña para muchas personas. El estudio de la vida cotidiana de los vencidos en la Cataluña rural durante los años cuarenta causa una profunda impresión, toda vez que muestra un terrible catálogo de hambre y enfermedad, represión arbitraria y miedo: miedo a ser detenido, miedo a ser denunciado por un vecino o un sacerdote. Todo el proceso se apoyaba en la complicidad de miles de personas que por muchas razones —miedo, ideas políticas, codicia, celos— se convertían en delatoras y denunciaban a sus vecinos. La pura miseria de la vida para los vencidos en la España de Franco es la causa del notable aumento de la tasa de suicidios, que a menudo eran la consecuencia de la extorsión económica y sexual por parte de los poderosos. Bajo el «paraguas» retórico de la «redención» franquista se infligía una considerable crueldad a las mujeres: violaciones, cárcel como castigo por el comportamiento de un hijo o del esposo y confiscación de bienes. Los soldados que se alojaban en casas de familias pobres frecuentemente se aprovechaban de las mujeres desprotegidas de la casa. No escaseaban los sacerdotes dispuestos a defender el honor de los feligreses de sexo masculino y denunciar a sus víctimas femeninas por «rojas».

La violencia que sufrían los vencidos no se limitaba a la prisión, la tortura y la ejecución, sino que incluía también la humillación psicológica y la explotación económica de los supervivientes. La política franquista de autosuficiencia económica o autarquía contribuía a la represión y la humillación de los vencidos y a la acumulación de capital, aunque su rigidez también retrasó el futuro desarrollo. Franco, que se consideraba a sí mismo un economista genial, abrazó la autarquía sin tener en cuenta que España carecía de la base tecnológica e industrial que había hecho que esa política fuera posible en el Tercer Reich. En España la autarquía causó un desastre económico y social; las escaseces resultantes de cerrar España al mundo provocaron la aparición de un mercado negro, el estraperlo, que exacerbó las diferencias entre ricos y pobres. Inevitablemente, los que se beneficiaron fueron los allegados al régimen, mientras que los vencidos sufrieron. El intervencionismo del Estado en todos los aspectos de la siembra, la recolección, el tratamiento, la venta y la distribución de trigo era tan corrupto que los funcionarios ganaron fortunas y se crearon escaseces cuyo resultado fue una subida vertiginosa de los precios. Para acceder a puestos de trabajo y cartillas de racionamiento se exigían carnets de identidad y salvoconductos, y para obtener estos documentos era obligatorio presentar «certificados de buena conducta» expedidos por funcionarios falangistas locales y párrocos. Como era inevitable, los vencidos sufrieron materialmente y fueron humillados una vez más al tiempo que aumentaba la sensación de bienestar de los vencedores.

Las consecuencias sociales de la autarquía y el funcionamiento del mercado negro concordaban con la insistencia retórica del Caudillo en que los vencidos solo podían encontrar redención por medio del sacrificio. Había una relación clara entre la represión y la acumulación del capital que hizo posible el auge económico del decenio de 1960. La destrucción de los sindicatos y la represión de la clase trabajadora garantizaron salarios ínfimos que permitieron un incremento espectacular de los beneficios de los bancos, la industria y los terratenientes. Además, la organización por medio de la cual los prisioneros redimían sus penas trabajando, el Patronato para la Redención de Penas, en realidad convirtió a miles de prisioneros republicanos en trabajadores esclavos. Los destacamentos penales proporcionaban mano de obra forzada para las minas, la construcción de ferrocarriles y la reconstrucción de las llamadas «regiones devastadas». Las colonias penales militares se crearon para proyectos de obras públicas a largo plazo como, por ejemplo, el canal del Guadalquivir, que se excavó a lo largo de más de ciento ochenta kilómetros durante veinte años.

El mayor símbolo de la explotación de los prisioneros republicanos fue un capricho personal de Franco, la gigantesca basílica y la imponente cruz del mausoleo del Valle de los Caídos. En la construcción de un mausoleo gigantesco para Franco y un monumento a los que cayeron por su causa se emplearon 20 000 prisioneros, varios de los cuales murieron o resultaron gravemente heridos. El Valle de los Caídos no fue más que una de las varias empresas en las que se obligó a prisioneros republicanos a trabajar para perpetuar el recuerdo de la victoria franquista de forma permanente. El Alcázar de Toledo se reconstruyó como símbolo del heroísmo de los nacionales durante los tres meses de asedio. En Madrid, la entrada de la Ciudad Universitaria, escenario de la salvaje batalla por la capital, se señaló mediante un gigantesco Arco de la Victoria. El Valle de los Caídos, sin embargo, empequeñecía todos los demás símbolos. El coste humano del trabajo forzado, las muertes y los sufrimientos de los trabajadores y sus familias corrieron parejas con las fortunas que ganaron las compañías privadas y las empresas públicas que los explotaron.

Después de años durante los cuales las atrocidades del franquismo se silenciaron en aras de la consolidación de la democracia, ahora es posible juntar las piezas que conforman el panorama global del holocausto español. Las fosas comunes son uno de los legados más horrendos de los métodos que empleó Franco para instaurar su poder. La verdadera magnitud de las terribles condiciones del régimen penitenciario franquista no ha empezado a aparecer hasta ahora. Las condiciones diarias de hambre, tortura y terror durante la espera de la cita con el pelotón de fusilamiento se conocen desde hace tiempo gracias a los recuerdos de los supervivientes. Con todo, hasta hace poco no se ha hablado de lo que les sucedió a las mujeres y los niños que fueron encerrados en las prisiones de Franco al concluir la Guerra Civil. Muchas de las miles de mujeres encarceladas por el régimen al terminar el conflicto eran jóvenes, algunas con hijos muy pequeños, algunas embarazadas, algunas violadas y preñadas por sus guardianes. La consecuencia fue una numerosa población penal de niños que fueron castigados por los crímenes que se imputaban a sus madres. Muchos murieron en los trenes de mercancías en los que se les hacinaba para trasladarlos de una prisión a otra. Muchos murieron de hambre, de frío o de enfermedad. En la prisión provincial de Zaragoza murieron 42 recién nacidos en una semana. Muchos niños eran maltratados, encerrados en cuartos oscuros y obligados a comer sus propios vómitos. Muchos fueron separados por la fuerza de sus madres y dados en adopción o educados en instituciones religiosas. Normalmente, aunque no siempre, se le quitaba el niño a la mujer que iba a ser fusilada. El embarazo no libró a una mujer joven de ser ejecutada y un juez comentó: «No podemos esperar siete meses para ejecutar a una mujer».

Una parte importante de la historia se refiere a los españoles que fueron víctimas del nazismo como resultado de las acciones del régimen de Franco. Muchos republicanos a los que el régimen obligó a exiliarse no pudieron escapar de la guerra y la máquina de terror nazis. Miles de españoles exiliados se encontraron entre millones de trabajadores extranjeros a los que obligaron a trabajar para el esfuerzo bélico alemán. Casi quince mil españoles fueron forzados a trabajar en la construcción de la Muralla del Atlántico en 1940-1941 a la vez que aproximadamente cuatro mil fueron deportados a las islas del Canal, que estaban ocupadas por los alemanes. A partir de octubre de 1941 estos «comunistas españoles», como los llamó Hitler, fueron obligados a construir fortificaciones en las diversas islas. Solo sobrevivieron 59.

Además de los que fueron obligados a trabajar para los nazis, hubo muchos españoles que acabaron en campos de concentración alemanes. El estudio más detallado del destino de los españoles que fueron a parar a Mauthausen en Austria sacó la conclusión de que de los más de treinta mil refugiados españoles deportados de Francia a Alemania casi quince mil fueron internados en campos nazis. De éstos, el grupo más numeroso, con mucho, alrededor del 50 por ciento, acabó en Mauthausen (donde era el segundo grupo de prisioneros en orden de importancia numérica), a la vez que otros grupos fueron transportados a Auschwitz, Buchenwald, Dachau y otras partes del sistema de campos. Los nazis mataron a alrededor de la mitad de los españoles que fueron deportados. Aunque el número de víctimas españolas de la máquina de terror nazi es relativamente pequeño en comparación con el número total de víctimas, es significativo que el régimen de Franco no solo no hiciera nada por impedir que los españoles sufrieran la misma suerte que otros europeos, sino que alentó activamente a los alemanes a detener y deportar a republicanos exiliados.

No fueron solo izquierdistas exiliados quienes, gracias al régimen de Franco, cayeron en las garras de los nazis. Se montó una gran operación de propaganda para engañar a gran número de obreros españoles que, empujados por el hambre, fueron a trabajar al Tercer Reich. Franco tenía una gran deuda con Hitler y la necesidad de mano de obra de la industria bélica alemana proporcionó una forma de saldarla. Una visita a Alemania de Gerardo Salvador Merino, de la Organización Sindical Falangista, dio por resultado propaganda sobre los elevados niveles de vida de Alemania, los salarios altos y las posibilidades de ahorrar. No se mencionó que el dinero que ganaran los obreros españoles serviría para pagar la deuda contraída durante la Guerra Civil. Pocas semanas después de que los alemanes invadieran la Unión Soviética, la División Azul, integrada por voluntarios falangistas, salió de España con destino a Rusia. Además de combatientes, el 21 de agosto de 1941 el Deutsche Arbeitsfront (Frente Alemán del Trabajo) y la Falange acordaron mandar 100 000 obreros españoles a Alemania. En realidad, las noticias que el primer grupo de 7000 envió sobre las condiciones que habían hallado en Alemania hicieron que a la Falange le resultara más difícil encontrar voluntarios.

La tarea de reconstruir esta represión se ha visto dificultada por la destrucción unilateral de material de archivo. En vista de ello, cabe hacer la siguiente pregunta: si el franquismo tenía tantas cosas de las que enorgullecerse, ¿por qué se purgaron de forma tan inexorable los archivos policiales, judiciales y militares de los años cuarenta? En los años sesenta y setenta desaparecieron los archivos de las jefaturas superiores de policía de las provincias, de las prisiones y de las principales autoridades locales franquistas, los gobernadores civiles. Convoyes de camiones se llevaron los anales «judiciales» de la represión. Además de la destrucción deliberada de archivos, hubo pérdidas «accidentales» cuando algunos ayuntamientos vendieron sus archivos por toneladas como papel usado para reciclar. A pesar de las pérdidas, lo que se conserva es suficiente para reconstruir la represión «legal». Los esfuerzos de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, tanto por medio de excavaciones arqueológicas como animando a la gente a presentarse y contar sus recuerdos, están contribuyendo a reconstruir a escala nacional la represión «extraoficial». Finalmente, es posible hacerse una idea general razonablemente aproximada del coste humano del golpe militar de 1936. El proceso ha sido acumulativo. Desde la muerte de Franco los historiadores locales han hecho enormes esfuerzos por recuperar la documentación que se conservaba, en algunas regiones más a conciencia que en otras. Es sobre esta base que ahora pueden hacerse estimaciones serias de las cifras.

La responsabilidad de los crímenes que cometieron los militares rebeldes debe buscarse en una inmensa pirámide de colaboradores, edificada sobre la participación entusiasta de oficiales de derechas, terratenientes, falangistas de los pueblos y sacerdotes, pasando por los comandantes militares de provincias enteras hasta llegar a Mola, Queipo de Llano y Franco. En la cúspide de la pirámide estaba Franco. El sistema «legal» o «constitucional» que sus asesores empezaron a crear a partir del 1 de octubre de 1936 le atribuía el poder absoluto. Por consiguiente, su responsabilidad personal era la mayor de todas, pero no era algo que le causara remordimientos de conciencia. En su testamento, poco antes de morir escribió «de todo corazón perdono a los que se declararon enemigos míos, aunque yo no los considerara como tales. Creo, y deseo que así sea, que nunca tuve otros salvo los que eran enemigos de España». Es obvio, en este sentido, que era feliz creyéndose su propia propaganda. Los propagandistas de Franco presentaban la represión, las ejecuciones, las prisiones llenas a rebosar, lo campos de concentración, los batallones de trabajadores esclavos, como justicia escrupulosa pero compasiva administrada por un Caudillo sabio y benévolo. Hicieron cola para cantar, uno tras otro, las alabanzas de la elevada y noble imparcialidad del Caudillo.

A mediados de julio de 1939 el conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista, llegó a Barcelona. Devolvía así la visita oficial a Italia que un mes antes había hecho Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco. Ciano había sido defensor entusiasta de la causa de Franco durante la Guerra Civil, por lo que tenía asegurada una cálida bienvenida. Sin embargo, no quedó impresionado. Entre las diversiones que se ofrecieron a tan ilustre huésped hubo una gira por diversos campos de batalla. Cerca de uno de ellos le mostraron a un grupo de prisioneros republicanos que estaban trabajando. Su condición provocó un amargo comentario: «No son prisioneros de guerra, son esclavos de guerra». Más adelante fue recibido por Franco en el palacio de Ayete, en San Sebastián. Al volver a Roma describió a Franco a uno de sus compinches: «Ese tipo raro de Caudillo, allí en su palacio de Ayete, en medio de su guardia mora, rodeado de montañas de expedientes de prisioneros condenados a muerte. Con su horario de trabajo, verá unos tres de ellos al día, porque ese individuo disfruta de sus siestas». Parece en verdad que el sueño de Franco nunca fue turbado por ninguna preocupación por sus prisioneros ni por ningún sentimiento de culpa al firmar sentencias de muerte.