I
Una sociedad dividida: España antes de 1931
Los orígenes de la Guerra Civil española se remontan siglos atrás en la historia del país. La idea de que los problemas políticos podían solucionarse de manera más natural por la violencia que por el debate estaba firmemente arraigada en un país en el que, durante mil años, la guerra civil había sido, si no exactamente la norma, ciertamente no una excepción. La guerra de 1936-1939 era el cuarto conflicto de estas características desde 1830. La propaganda de «cruzada religiosa» de los nacionales la vinculaba con la Reconquista cristiana de España contra los árabes. En ambos bandos, el heroísmo y la nobleza convivían con una crueldad primitiva que no habría desentonado en la épica medieval. Sin embargo, en última instancia, la Guerra Civil fue una guerra que se asentó con fuerza en nuestra época. Las intervenciones de Hitler, Mussolini y Stalin hicieron que se convirtiera en un momento crucial de la historia del siglo XX. Pero, dejando aparte su dimensión internacional y la miríada de conflictos que estallaron en 1936 —regionalistas contra centralistas, anticlericales contra católicos, trabajadores sin tierra contra latifundistas, obreros contra industriales— tienen en común el ser las luchas de una sociedad en vías de modernización.
Para entender el proceso que condujo a España hasta el baño de sangre de 1936 es necesario hacer una distinción fundamental entre los orígenes estructurales a largo plazo y las causas políticas inmediatas. Durante los cien años anteriores a 1936, se produjo la gradual e inmensamente compleja división del país en dos bloques sociales ampliamente antagónicos. Sin embargo, cuando se estableció la Segunda República el 14 de abril de 1931, en medio de escenas de regocijo popular, pocos españoles —aparte de los sectores más fanáticos de la extrema derecha e izquierda, los monárquicos conspiradores y los anarquistas— creyeron que los problemas del país podían solucionarse solo mediante la violencia. Cinco años y tres meses más tarde, muchos sectores de la población creían que la guerra era inevitable. Además, gran parte de ellos la veía como algo positivo. Por tanto, es necesario establecer qué ocurrió exactamente entre el 14 de abril de 1931 y el 18 de julio de 1936 para que se produjera el cambio. Los odios políticos que habían polarizado la Segunda República en esos cinco años eran un reflejo de los conflictos hondamente arraigados en la sociedad española.
La Guerra Civil fue la culminación de una serie de luchas desiguales entre las fuerzas de la reforma y las de la reacción que dominaban la historia española desde 1808. Hay una constante curiosa en la historia moderna de España que procede de un frecuente desfase entre la realidad social y la estructura de poder político que la regía. Los larguísimos períodos durante los cuales los elementos reaccionarios han intentado utilizar el poder político y militar para retrasar el progreso social se han visto inevitablemente seguidos de estallidos de fervor revolucionario. En 1850, 1870, entre 1917 y 1923 y, principalmente, durante la Segunda República, se llevaron a cabo esfuerzos para poner la política española en sintonía con la realidad social del país. Ello implicó, inevitablemente, intentos de introducir reformas fundamentales, especialmente agrarias, y de llevar a cabo redistribuciones de la riqueza. Tales esfuerzos provocaron, alternativamente, intentos reaccionarios de detener el reloj y reimponer la tradicional desigualdad en la posesión del poder económico y social. Así, hubo progresivos movimientos aplastados por el general O’Donnell en 1856, el general Pavía en 1874 y el general Primo de Rivera en 1923.
Por tanto, la Guerra Civil representó la última expresión de los intentos de los elementos reaccionarios en la política española de aplastar cualquier reforma que pudiera amenazar su privilegiada posición. El recurrente predominio de estos elementos era consecuencia del continuo poder de las antiguas oligarquías terratenientes y de la paralela debilidad de la burguesía progresista. Una de las secuelas del desarrollo tortuosamente lento y desigual del capitalismo en España fue la existencia de una clase comercial y manufacturera numérica y políticamente insignificante. España no experimentó una clásica revolución burguesa en la que se rompieran las estructuras del Antiguo Régimen. El poder de la monarquía, de la nobleza terrateniente y de la Iglesia seguían más o menos intactos bien entrado el siglo XX. A diferencia de Gran Bretaña y Francia, la España del siglo XIX no había presenciado el establecimiento de una política democrática con la flexibilidad necesaria para absorber las nuevas fuerzas y ajustar el cambio social. Esto no significa que España aún fuera una sociedad feudal, sino que las bases legales del capitalismo fueron establecidas sin que se produjera una revolución política. Por tanto, con la obvia diferencia de que su capitalismo industrial era extremadamente débil, España siguió el modelo establecido por Prusia.
De hecho, incluso hasta la década de los cincuenta, el capitalismo en España era predominantemente agrario. La agricultura española es muy variada en cuestión de clima, cultivos y sistemas de tenencia de la propiedad. Durante mucho tiempo hubo zonas de provechosa explotación comercial de granjas pequeñas y medianas, especialmente la de los fértiles y húmedos valles y colinas de aquellas regiones norteñas que también habían experimentado la industrialización —Asturias, Cataluña y el País Vasco—. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX, los sectores dominantes en términos de influencia política eran, en general, los grandes terratenientes. Los latifundios se concentraban principalmente en las áridas regiones central y sureña de Castilla la Nueva, Extremadura y Andalucía, aunque también había importantes latifundios en Castilla la Vieja y, especialmente, en Salamanca. El monopolio político de la oligarquía terrateniente se veía periódicamente sujeto a asaltos infructuosos por parte de los industriales y los comerciantes. Hasta bastante tiempo después del fin de la guerra, la alta burguesía urbana se vio obligada a representar el papel de socio minoritario en una provechosa coalición con los grandes latifundistas. A pesar de la esporádica industrialización y el fuerte crecimiento de la representación política de los industriales norteños, el poder permaneció, principalmente, en manos de los terratenientes.
Nunca hubo posibilidades de que en España coincidieran la industrialización y la modernización política. En la primera mitad del siglo XIX los progresivos impulsos, tanto políticos como económicos, de la burguesía española se vieron irrevocablemente desviados. La anulación de las restricciones feudales en las transacciones de la tierra se añadió a los problemas financieros de la monarquía, en 1830 y 1850, para liberalizar las extensas tierras comunales, de la aristocracia y el clero. Esto no solo redujo cualquier estímulo hacia la industrialización, sino que, al ayudar a expandir los grandes latifundios, también provocó fuertes odios sociales en el sur. Las tierras, nuevamente a la venta, fueron compradas por los terratenientes más poderosos y por las personas acomodadas de la burguesía industrial y mercantil, atraídos por su bajo precio y por el prestigio social que comportaban. Se consolidó el sistema latifundista y los nuevos terratenientes se mostraron ansiosos de recuperar sus inversiones. Reacios a comprometerse en costosos proyectos de irrigación, prefirieron sacar sus beneficios de la explotación de las grandes masas de campesinos sin tierras, los braceros y jornaleros. La marcha de los más tolerantes amos del pasado, clérigos y nobles, junto con el vallado de las tierras comunales, hizo desaparecer la mayor parte de los paliativos sociales que hasta entonces habían preservado las tierras hambrientas del sur de los levantamientos campesinos. La represión por parte de la Guardia Civil sustituyó al paternalismo mediante la creación de una policía armada rural con la principal misión de proteger los mayores latifundios de los campesinos que trabajaban en ellos. Así pues, el fortalecimiento de la oligarquía exacerbó una explosiva situación social que solo podía fomentar las tendencias reaccionarias de los propietarios. Al mismo tiempo, la canalización hacia el suelo agrario de los capitales mercantiles de los grandes puertos de mar y de los bancos de Madrid, debilitó proporcionalmente el interés de estos sectores por la modernización.
Las continuas inversiones en la tierra y las muchas alianzas matrimoniales entre la burguesía urbana y la oligarquía terrateniente contrarrestaron las fuerzas comprometidas en la reforma. La debilidad de la burguesía española como clase potencialmente revolucionaria se vio acentuada en el período 1868-1874, que culminó en el caos de la Primera República. Con un aumento de la población a mediados de siglo que reforzaba la presión sobre la tierra, hubo una confluencia en las ciudades de campesinos no cualificados que habían llegado para engrosar la multitud de desempleados, muy sensibles al aumento del precio del pan. Poco menos desgraciada era la posición de la baja clase media urbana de maestros, oficinistas y dependientes de comercios. Pero las condiciones eran quizá peores en la industria textil catalana, donde se daban todos los horrores del naciente capitalismo —jornadas interminables, trabajo infantil, hacinamiento y bajos salarios—. Cuando la guerra civil americana suspendió los suministros de algodón en los años sesenta, el consiguiente aumento del desempleo, combinado con una bajada en la construcción del ferrocarril, condujo a la clase obrera urbana a la desesperación. En 1868, a este descontento popular se sumó un movimiento provocado por el resentimiento de las clases medias y del estamento militar en contra de las preferencias de la monarquía hacia los sectores clericales y ultraconservadores. Una serie de pronunciamientos de los militares liberales junto con las revueltas callejeras condujeron al destronamiento de Isabel II. Pero los dos movimientos eran, en última instancia, contradictorios; los liberales se horrorizaron al comprobar que su rebelión constitucionalista había desembocado en un revolucionario movimiento de masas. Y, para empeorar las cosas, estalló una insurrección en la más rica colonia española aún subsistente: Cuba. El monarca elegido como sustituto, Amadeo de Saboya, abdicó desesperado en 1873 y, en el consiguiente vacío de poder, la Primera República se proclamó, después de una serie de levantamientos obreros, amenaza intolerable para el restablecimiento del orden, que fueron aplastados por el Ejército en diciembre de 1874.
En muchos aspectos, el bienio 1873-1874 fue para España lo que 1848-1849 había sido para el resto de Europa. Después de haberse armado del suficiente valor para desafiar al Antiguo Régimen, la burguesía abandonó sus propias ambiciones reformistas, asustada por el fantasma del desorden proletario. Cuando el Ejército restauró la monarquía en la persona de Alfonso XII, se abandonó la reforma a cambio del retorno de la paz social. Y la consiguiente correlación de fuerzas entre la oligarquía terrateniente, la burguesía urbana y el resto de la población quedó perfectamente reflejada por el sistema político de la restauración monárquica de 1876; dos partidos políticos, el Conservador y el Liberal, representaban los intereses de dos sectores de la oligarquía terrateniente, los productores de vino y aceitunas del sur y los productores de trigo de la Meseta. Las diferencias entre ellos eran mínimas: ambos eran monárquicos y no se dividían por motivos sociales, sino por el conflicto entre proteccionismo y libre comercio y, en menor medida, por la religión. La burguesía industrial del norte apenas estaba representada dentro del sistema, pero por el momento se contentaba con dedicar sus actividades a la expansión económica en una atmósfera de estabilidad. Hasta que en el siglo XX organizaron sus propios partidos políticos, los manufactureros textiles catalanes se inclinaban por apoyar a los liberales debido a que compartían los mismos intereses con respecto a las tarifas proteccionistas, mientras los vascos, exportadores de acero, tendían a apoyar a los promotores del libre mercado del Partido Conservador.
Era prácticamente imposible para cualquier aspiración política encontrar una expresión legal al margen de los dos grandes partidos oligárquicos. Los gobiernos liberal y conservador se sucedían con soporífera regularidad. Cuando los resultados no se manipulaban en el Ministerio del Interior, se manejaban a nivel local. El sistema de manipulación electoral se basaba en el poder social de los jefes locales o caciques. En las zonas minifundistas del norte, el cacique solía ser un prestamista o usurero, uno de los mayores propietarios de tierras, un abogado o incluso un cura que cobraba las hipotecas de las pequeñas granjas. En cambio, en las grandes áreas latifundistas, Castilla la Nueva, Extremadura o Andalucía, el cacique era el propietario o su representante, el que decidía quién trabajaba y quién no y, por tanto, quién moría de hambre. El caciquismo aseguraba que los egoístas intereses defendidos por el sistema nunca se vieran seriamente amenazados.
Ocasionalmente, un exceso de celo por parte de los funcionarios originaba mayorías superiores al ciento por ciento del electorado. No era raro que se publicaran los resultados antes de que se celebraran las elecciones. Hacia finales de siglo, como era más difícil que se llevaran a cabo estas burdas falsificaciones, cuando no se podía obtener el número necesario de votos de los campesinos, algunos caciques llegaron a inscribir a los muertos del cementerio local. Por tanto, la política se convirtió en un exclusivo minué que bailaba solo una minoría privilegiada. La naturaleza de la política en el período del caciquismo se ve muy bien ilustrada en la conocida historia del cacique de Motril, en la provincia de Granada. Cuando llegó el resultado de las elecciones, se las llevaron al Casino local. Las hojeó y, ante los expectantes correligionarios que le rodeaban, pronunció las siguientes palabras: «Nosotros, los liberales, estábamos convencidos de que ganaríamos las elecciones. Sin embargo, la voluntad de Dios ha sido otra. —Larga pausa—. Al parecer hemos sido nosotros, los conservadores, quienes hemos ganado las elecciones». Excluidas de la política organizada, las masas hambrientas solo podían optar entre la apatía o la violencia. Los inevitables estallidos de protesta por parte de ésa mayoría sin representación estaban destinados a chocar con las fuerzas del orden, la Guardia Civil y, en los momentos de mayor tensión, el Ejército.
Sin embargo, fueron surgiendo contestaciones al sistema, las cuales estaban ligadas al dolorosamente lento pero inexorable proceso de industrialización y a las brutales injusticias sociales intrínsecas a la economía latifundista. Los años noventa constituyeron un período de depresión económica que exacerbó los resentimientos de las clases bajas, especialmente las rurales. El hambre de tierra contribuyó a crear, cada vez más, un deseo de cambio, sobre todo desde que los braceros del sur cayeron bajo la influencia del anarquismo. Giuseppe Fanelli, discípulo italiano del anarquista ruso Mijaíl Bakunin, fue enviado a España por la Primera Internacional en noviembre de 1868. Su oratoria inspiradora pronto le granjeó sus propios evangelistas, que llevaban el anarquismo de pueblo en pueblo. El mensaje de que la tierra, la justicia y la igualdad debían conquistarse por medio de la acción directa caló entre los hambrientos jornaleros y braceros y dio un nuevo sentido de esperanza y finalidad a levantamientos rurales que hasta entonces habían sido esporádicos. Los ansiosos discípulos de Fannelli participaron en brotes ocasionales de violencia, quema de cosechas y huelgas. Sin embargo, los brotes revolucionarios mal organizados y fáciles de derrotar empezaron a alternar con períodos de apatía.
Había solo un corto paso de la acción directa al terrorismo individual. La creencia de que cualquier acción contra la tiranía del Estado era lícita causó niveles crecientes de violencia social. En enero de 1892 un ejército de braceros armados solo con hoces y palos pero impulsados por el hambre se apoderó de la villa de Jerez. Al arraigar el anarquismo en los pequeños talleres de la muy fragmentada industria textil catalana, hubo una oleada de atentados con bombas que provocó represalias feroces por parte de las fuerzas del orden. Las detenciones en masa y el recurso a la tortura fueron la causa de que en agosto de 1897 un joven anarquista italiano asesinara a Antonio Cánovas del Castillo, el jefe del Gobierno. Una campaña generalizada contra las torturas que se infligían a los anarquistas recluidos en la barcelonesa prisión de Montjuïc, la Bastilla española, propició la fama del demagogo Alejandro Lerroux.
El sistema se tambaleó en 1898 con la derrota ante Estados Unidos y la pérdida de los restos del imperio, incluida Cuba. Este hecho tuvo un efecto catastrófico en la economía española, sobre todo en Cataluña, para cuyos productos Cuba había sido un mercado preferente. Barcelona fue escenario de huelgas esporádicas y de actos de terrorismo tanto por parte de los anarquistas como de los agentes provocadores del gobierno. Además, con el cambio de siglo, ya se estaba formando una moderna economía capitalista en torno a las industrias textiles y químicas de Cataluña, la industria siderúrgica del País Vasco y las minas de Asturias. A pesar de ello, la economía española continuaba siendo esencialmente agraria. El carbón asturiano era de calidad inferior y más caro que el que se extraía de las minas británicas. Ni los textiles catalanes ni la metalurgia vasca podían competir con los productos británicos o alemanes en el mercado internacional y su crecimiento se veía frenado por la pobreza del mercado interior español. No obstante, incluso el crecimiento limitado de estas industrias del norte favoreció la aparición de un proletariado industrial combativo. Asimismo, surgieron movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco a causa del malestar que entre los vascos y los catalanes despertaba el hecho de pagar una proporción muy elevada de la recaudación tributaria de España y tener poca o ninguna representación en un gobierno dominado por la oligarquía agraria. En 1901 se produjo la primera victoria electoral del partido catalanista llamado Lliga Regionalista.
Durante las dos décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, la aristocracia obrera de tipógrafos y oficiales de la industria de la construcción y del metal en Madrid, de los trabajadores de las acerías y los astilleros en Bilbao y los mineros del carbón en Asturias, empezaron a engrosar las filas del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado en 1879, y su organización sindical, la Unión General de Trabajadores (UGT). Sin embargo, la posibilidad de una unidad total dentro del movimiento obrero organizado desapareció cuando en 1899 los socialistas tomaron la decisión de trasladar la sede central de la UGT de la capital industrial, Barcelona, a la capital administrativa, Madrid. En gran medida, este traslado privó a muchos obreros catalanes de la opción socialista. Además, el PSOE se veía perjudicado por su dependencia de un rígido y simplista marxismo francés que recibía por medio de la mano muerta del rígido líder del partido, Pablo Iglesias. El partido era aislacionista, estaba comprometido con la opinión de que por ser un partido obrero debía luchar por los intereses de los obreros y convencido de la inevitabilidad de la revolución sin, por supuesto, prepararse para ella.
La tradicional dominación de la política por parte de representantes de la oligarquía terrateniente se vio así debilitada de forma gradual por la modernización industrial, pero la citada oligarquía no renunciaría fácilmente a ella. Además de los desafíos diferentes que representaban los industriales poderosos y el movimiento obrero organizado, una oposición más cerebral al sistema nació de un pequeño pero influyente grupo de republicanos de clase media. Aparte de distinguidos intelectuales como el filósofo Miguel de Unamuno y el novelista Vicente Blasco Ibáñez, había agrupaciones políticas nuevas y dinámicas. En Asturias el liberal moderado Melquíades Álvarez trabajaba por la democratización del sistema monárquico y en 1912 creó el Partido Reformista. El proyecto modernizador de Álvarez atrajo a muchos intelectuales jóvenes que más adelante destacarían en la Segunda República, en especial el hombre de letras intensamente erudito Manuel Azaña, que llegaría a representar la modernidad y la España europea del futuro lejano.
El auge del republicanismo persuadió a algunos elementos del PSOE, en especial al joven periodista asturiano Indalecio Prieto, de que antes era necesario instaurar la democracia liberal. Por consiguiente, Prieto luchó por formar una alianza electoral con republicanos de clase media. Sus experiencias en Bilbao le habían enseñado que los socialistas solos poco podían hacer, mientras que aliados con los republicanos podían ganar elecciones. Prieto abogó por una combinación electoral republicano-socialista en 1909 y abrió con ello la perspectiva a largo plazo de edificar el socialismo desde el Parlamento. Debido a estas ideas chocó con otros líderes del partido, tales como Francisco Largo Caballero, que preferían una estrategia basada en el enfrentamiento y la huelga. La colaboración entre los republicanos y los socialistas sería la base de las futuras victorias del PSOE. De hecho, el propio Pablo Iglesias fue elegido a Cortes en 1910. No obstante, Prieto había provocado la hostilidad eterna del vicepresidente de la UGT, Largo Caballero, cuyo rencor le amargaría la vida y acabaría teniendo consecuencias desastrosas para España.
Otro movimiento republicano que parecía amenazar el sistema era fruto del ingenio de aquel granuja pícaro que respondía al nombre de Alejandro Lerroux. Nacido en Córdoba, Lerroux empezó su vida de adulto desertando del Ejército después de despilfarrar en un casino las cuotas que debía a la academia militar. Convertido en periodista, saltó a la fama en 1893 gracias a la victoria accidental en un duelo con el director de un periódico. Denunció las torturas que se practicaban en Montjuïc, lo cual le granjeó muchos seguidores entre las capas populares. Sus habilidades de demagogo le valieron el liderazgo de un movimiento republicano de masas en los barrios bajos de Barcelona y su capacidad de organizador le sirvió para crear una formidable máquina electoral. Se descubrió que recibía dinero del gobierno central, lo cual era frecuente en un período en el que los políticos pagaban la inclusión o la exclusión de noticias en los periódicos. Esto dio pábulo a la creencia generalizada de que su labor agitadora en Barcelona era una operación inspirada por Madrid con el fin de dividir a las masas anarcosindicalistas y frenar el auge del nacionalismo catalán. Probablemente ningún nido de reptiles del gobierno hubiera podido obtener los mismos resultados. Para convertirse en el «Emperador del Paralelo», el distrito de Barcelona donde prevalecían la pobreza, la delincuencia y la prostitución, se requería un poder de convocatoria mayor del que se podía cocinar desde los despachos de Madrid. Lo consiguió en gran parte por medio de técnicas casi pornográficas de demagogia anticlerical como, por ejemplo, ordenar a sus seguidores, los «jóvenes bárbaros», que mataran sacerdotes, saquearan e incendiaran iglesias y «liberaran» monjas. Lerroux sintonizó con el hondo anticlericalismo de los obreros inmigrantes. Para éstos la Iglesia era la defensora del orden social brutalmente injusto que reinaba en las zonas rurales y del cual habían huido.
Durante el primer decenio del siglo XX existió un cóctel explosivo de intransigencia por parte de los terratenientes y los industriales y subversión a cargo de un conjunto heterogéneo de socialistas, anarquistas, radicales, republicanos moderados y nacionalistas regionales. Fue un período en el cual la industrialización rápida pero esporádica y la organización parcial de la clase obrera coincidieron con un grave trauma postimperial. Un Ejército resentido y decepcionado en Cuba se encerró en sí mismo, decidido a no perder más batallas, y se obsesionó con la defensa de la unidad nacional y el orden social. En consecuencia, la oficialidad era cada vez más hostil tanto a la izquierda como a los nacionalistas regionales, a los que consideraba «separatistas». En noviembre de 1905 el Ejército, derechista y centralista, y continuamente aguijoneado por la prensa antimilitarista, se había sacudido su vergüenza de la inmediata posguerra con un asalto llevado a cabo por trescientos oficiales de la redacción de la revista satírica ¡Cu-cut! y del periódico catalanista La Veu de Catalunya, en el que cuarenta y seis personas resultaron heridas de gravedad. Con el fin de apaciguar al Ejército el gobierno introdujo la Ley de Jurisdicciones, en virtud de la cual toda crítica del Ejército, de la monarquía o de España sería juzgada por el sistema de justicia militar. Fue un paso peligroso en el proceso que llevaría a la oficialidad a verse a sí misma como el árbitro último de la política. Además, el Ejército español no estaba dispuesto para ser un mero defensor de un régimen constitucional cuya decadencia despreciaba. Confiaban encontrar una solución en una nueva empresa imperial en Marruecos, posible gracias al deseo de Gran Bretaña de que hubiera un parachoques español frente al expansionismo francés en las costas al sur del estrecho. Sin embargo, la nueva aventura, preparada de forma lamentable, propició la hostilidad popular contra el alistamiento y agudizó la aversión de los militares hacia la izquierda. Al mismo tiempo, Lerroux empezó a perder apoyo después de 1905 precisamente debido a la feroz sinceridad con que reveló el aborrecimiento promilitarista y centralista que le inspiraba el catalanismo.
La inestabilidad de la situación se puso de manifiesto con los sucesos de la llamada Semana Trágica, que tuvieron lugar en Barcelona en julio de 1909. El desastre colonial de 1898 alimentó el pacifismo generalizado de la clase obrera e hizo que, a diferencia de Francia o Gran Bretaña, Alemania o Italia, España no pudiera valerse de aventuras imperialistas para desviar la atención de los conflictos sociales que existían en el país. El enredo de España en Marruecos era visto por el pueblo como la empresa personal y estrecha del Rey y de los propietarios de las minas de hierro. En 1909 el gobierno del conservador Antonio Maura, presionado tanto por militares allegados a Alfonso XIII como por los inversores en las minas, envió una fuerza expedicionaria con la misión de ampliar el territorio español en Marruecos de forma que abarcara una serie de importantes yacimientos de minerales. Numerosos reservistas, principalmente hombres casados y con hijos, fueron llamados a filas y embarcados en Barcelona. Mal preparado y mal pertrechado, el Ejército español fue derrotado por las tribus del Rif en la batalla del Barranco del Lobo. Hubo manifestaciones contra la guerra en Madrid, Barcelona y las ciudades con estaciones de ferrocarril desde las cuales los reclutas partían con destino a la guerra. En Barcelona se declaró una huelga general el 26 de julio. El capitán general de la región decidió tratarla como una insurrección y proclamó el estado de guerra. Se hicieron barricadas y las protestas contra el servicio militar obligatorio desembocaron en disturbios anticlericales y quema de iglesias. El movimiento fue sofocado empleando la artillería. Se hicieron numerosos prisioneros y 1725 personas serían juzgadas más adelante, cinco de las cuales serían condenadas a muerte. A ojos de los militares la represión fue necesaria porque los disturbios tuvieron connotaciones de antimilitarismo, anticlericalismo y separatismo catalán. En este sentido, durante la Semana Trágica la hostilidad entre los militares y el movimiento obrero prefiguró los enfrentamientos violentos de la Guerra Civil.
No cabe duda de que la Semana Trágica hizo que España diera un paso más hacia los conflictos de los años treinta en lo que se refiere a la evolución interna del movimiento anarquista. La postura promilitarista de Lerroux había puesto en evidencia el carácter fraudulento de su radicalismo y empujó al grueso de sus «jóvenes bárbaros» hacia el anarquismo. En el otoño de 1910 varios grupos anarquistas se unieron para formar un sindicato anarcosindicalista que adoptó el nombre de Confederación Nacional del Trabajo (CNT). La nueva organización rechazaba tanto la violencia individual como la política parlamentaria y optaba en su lugar por el sindicalismo revolucionario. Esto suponía una contradicción fundamental que causaría problemas a la organización durante toda su existencia. Por un lado, actuaría como un sindicato convencional que defendería los intereses de sus afiliados dentro del orden prevaleciente, y al mismo tiempo abogaría por la acción directa con el fin de derrocar dicho orden. Debido a la involucración de sus afiliados en actos violentos de sabotaje industrial y huelgas, la organización no tardaría en ser declarada ilegal.
Sorprendentemente, sin embargo, cuando llegó la inevitable explosión no fue provocada por los anarquistas rurales o la clase obrera urbana, sino por la burguesía industrial. Pese a ello, una vez desencadenada la crisis, las ambiciones proletarias entraron en escena de tal forma que hicieron que la polarización básica de la vida política española se agudizara más que nunca.
La simetría del sistema de la Restauración, con el poder político concentrado en manos de aquéllos que también gozaban del monopolio del poder económico, que ya se veía sometido a presiones, saltó en pedazos con el estallido de la Primera Guerra Mundial. No solo se avivó un agrio debate sobre si España debía intervenir o no en la guerra y en qué bando, que acentuó las crecientes discusiones dentro de los partidos Liberal y Conservador, sino que hubo una masiva turbulencia social. El hecho de que España fuera no beligerante la situó en una posición económicamente privilegiada, ya que pudo abastecer tanto a la entente como a las Potencias Centrales. Los propietarios de las minas de carbón de Asturias, los barones vascos del acero y de la construcción naval y los magnates textiles catalanes se beneficiaron de un espectacular boom económico que constituyó el primer y dramático despegue de la industria española. La balanza de poder en el seno de la elite económica se modificó en cierta medida. Los intereses agrarios seguían siendo determinantes, pero los industriales se mostraron poco dispuestos a continuar tolerando su situación de subordinación política. Su descontento alcanzó un punto crítico cuando en 1916, Santiago Alba, ministro liberal de Economía, intentó implantar una contribución sobre los cuantiosos beneficios bélicos de los industriales del norte, sin prever ninguna medida similar para los productos agrícolas. Y aunque el proyecto se retiró, puso tan de manifiesto la arrogancia de la oligarquía agraria, que precipitó la apuesta de la burguesía industrial por la modernización de la política.
El descontento de los industriales vascos y catalanes les había llevado a desafiar a la oligarquía agrícola española, a base de financiar sus respectivos movimientos regionalistas —el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y la Lliga Regionalista de Catalunya—. El líder de la Lliga, el astuto financiero catalán Francesc Cambó, se erigió en portavoz de los industriales y los banqueros. Creía que era necesario tomar medidas drásticas si se quería evitar un cataclismo revolucionario. El celo reformador de los industriales, enriquecido ahora por la guerra, coincidió con una desesperada necesidad de cambio de un proletariado empobrecido por ésta. El boom industrial había atraído mano de obra rural hacia las ciudades, donde prevalecían las peores condiciones del incipiente capitalismo. Esto se daba sobre todo en Asturias y el País Vasco. Al mismo tiempo, las exportaciones masivas generaron escasez, creciente inflación y el derrumbe de los niveles de vida. Después de varios disturbios dramáticos provocados por la carestía del pan, la UGT socialista y la CNT anarcosindicalista obraron conjuntamente con la esperanza de que una huelga general provocara elecciones libres y luego la reforma. Mientras los industriales y obreros presionaban para conseguir un cambio, los oficiales de los grados intermedios del Ejército iniciaban una protesta por los bajos salarios, las anticuadas estructuras de promoción y la corrupción política. Así se forjó una extraña y efímera alianza, debida en parte a la equívoca posición del Ejército respecto a la política.
El descontento de los militares estaba relacionado con la división que existía en el seno del Ejército entre los que se habían ofrecido voluntariamente para luchar en África y los que se habían quedado en la península, es decir, los africanistas y los peninsulares. Combatir en África llevaba aparejados riesgos enormes, pero ofrecía la oportunidad de correr aventuras y ascender rápidamente. A propósito, los rigores y los horrores de las guerras contra las tribus marroquíes habían brutalizado a los africanistas. Estaban irritados y se veían a sí mismos como un grupo de guerreros heroicos que por su compromiso con la defensa de la colonia marroquí eran los únicos que se preocupaban por el destino de la patria. Mucho antes de la instauración de la Segunda República estos sentimientos se habían transformado en desprecio por los políticos profesionales, por las masas izquierdistas y pacifistas y, hasta cierto punto, por los peninsulares. Estar destinado en la península significaba llevar una existencia más cómoda pero aburrida y ascender solo por riguroso orden de antigüedad. Cuando la inflación provocada por la guerra empezó a afectar los sueldos de los militares, al igual que los de los civiles, los peninsulares comenzaron a ver con malos ojos a los africanistas que habían ascendido rápidamente. Crearon las Juntas Militares de Defensa, que venían a ser una especie de sindicatos cuya misión era proteger el sistema basado en la antigüedad y obtener mejoras salariales.
Las Juntas expresaban sus quejas empleando el lenguaje reformista que se puso de moda después de la pérdida del imperio español en 1898. El movimiento intelectual llamado «Regeneracionismo» fue un discurso que asociaba la derrota del año 1898 a la corrupción política. En el fondo, el Regeneracionismo fue utilizado tanto por la derecha como por la izquierda, dado que entre sus defensores se encontraban aquéllos que se proponían erradicar el degradado sistema caciquil a través de reformas democráticas, como quienes se proponían eliminarlo mediante la simple solución autoritaria de un «cirujano con mano de hierro». No obstante, los oficiales que en 1917 discurseaban utilizando los vacíos tópicos regeneracionistas, fueron aclamados como portaestandartes de un gran movimiento de reforma nacional. Por un breve instante, obreros, capitalistas y militares se unieron con el objetivo de limpiar la política española de la corrupción del caciquismo. Si el movimiento hubiera triunfado en el establecimiento de un sistema político capaz de permitir un reajuste social, no habría sido necesaria la Guerra Civil de 1936. Pero tal y como se sucedieron los acontecimientos, la gran crisis de 1917 sirvió únicamente para consolidar el poder de la atrincherada oligarquía terrateniente.
A pesar de la coincidencia retórica de sus exigencias de reformas, los intereses últimos de obreros, industriales y oficiales eran contradictorios y el sistema pudo sobrevivir explotando hábilmente esas diferencias. El primer ministro, el astuto conservador Eduardo Dato, accedió a las peticiones económicas de los militares y ascendió a los cabecillas de las Juntas. Después provocó una huelga de los trabajadores socialistas ferroviarios, forzando así la respuesta de la UGT antes de que la CNT estuviera preparada. Ya en paz con el sistema, los militares —tanto los peninsulares como los africanistas— estuvieron encantados de defenderlo en agosto de 1917 aplastando a los huelguistas socialistas de forma sangrienta. Alarmados ante la perspectiva de que los obreros ocuparan las calles, los industriales renunciaron a sus propias reivindicaciones de reforma política y, atraídos por las promesas de modernización económica, en 1918 apoyaron al gobierno de coalición nacional con liberales y conservadores. Una vez más, la burguesía industrial había abandonado sus aspiraciones políticas y se había unido a la oligarquía terrateniente por el temor que tenía a las clases más humildes. Esa efímera coalición simbolizaba una ligera mejoría de la posición de los industriales dentro de la alianza reaccionaria, todavía dominada por los intereses agrarios.
En 1917, más agudamente que en ningún momento anterior, España estaba dividida en dos grupos mutuamente hostiles: los terratenientes y los industriales por un lado, y los obreros y los campesinos sin tierra por el otro. Solo había un grupo social numeroso que quedaba provisionalmente fuera de los dos bandos: el de los pequeños propietarios agrícolas. De modo significativo, durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial se llevaron a cabo esfuerzos para movilizar a los agricultores modestos católicos en defensa de los intereses de los latifundistas. Viendo los estragos del anarquismo y el socialismo entre los obreros urbanos, los terratenientes más previsores intentaban impedir la expansión del «veneno» hacia las zonas rurales. Desde 1906 los latifundistas financiaron sindicatos contrarrevolucionarios, pero el proceso fue sistematizado a partir de 1912 por un grupo de dinámicos socialcatólicos, liderados por Ángel Herrera, la eminencia gris del catolicismo político en España antes de 1936. A través de determinadas actividades social-cristianas de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), Herrera contribuyó a organizar una serie de Federaciones Agrarias Católicas que trataron de prevenir que los famélicos campesinos se decantaran por la izquierda ofreciéndoles facilidades crediticias, asesoramiento agronómico, almacenes y maquinaria a cambio de que adoptasen una actitud política de militante antisocialismo. Muchos de los entonces reclutados desempeñaron un papel importante cuando la oligarquía terrateniente se vio forzada a buscar formas de defensa más modernas en los años treinta, votando primero a los partidos legales de la derecha durante la Segunda República y, más tarde, combatiendo en las filas de Franco.
Sin embargo, en las secuelas de la crisis de 1917 el orden existente sobrevivió en parte debido a la ingenuidad organizativa de la izquierda, más que por su propia disposición a recurrir a la represión armada. La fundación de la Internacional Comunista en marzo de 1919 imbuyó a las clases gobernantes españolas del mismo temor al bolchevismo que afligía a todos los países europeos. La derrota de los socialistas urbanos en 1917 no había señalado el final del asalto al sistema. Desde 1918 hasta 1921, años conocidos como el trienio bolchevique, los braceros anarquistas del sur participaron en una serie de alzamientos. Aplastadas por la combinación de las fuerzas de la Guardia Civil y el Ejército, las huelgas y ocupaciones de tierras de esos años intensificaron el resentimiento social del sur rural. Al mismo tiempo, los anarquistas de las ciudades también entraron en conflicto con el sistema. Tras dejar de invertir sus beneficios bélicos en maquinaria moderna y en la racionalización de ésta, los industriales del norte se vieron gravemente afectados por la reanudación de la competencia extranjera durante los años de la posguerra. Los catalanes, en particular, intentaron combatir la recesión con recortes salariales y despidos de personal. Ante las consiguientes huelgas, reaccionaron con cierres y contratando a pistoleros. Los anarquistas replicaron con igual talante y, entre 1919 y 1921, las calles de Barcelona fueron testigos de una espiral terrorista de provocaciones y represalias. Una escisión en el PSOE provocada por el debate sobre si convenía o no afiliarse a la Komintern fue la causa de una división entre facciones, y los elementos más radicales formaron el Partido Comunista en noviembre de 1921. La influencia de los comunistas se hizo sentir de forma inmediata con una serie de huelgas en las minas de carbón de Asturias y la industria siderúrgica del País Vasco. Era obvio que la política de la Restauración ya no era un mecanismo adecuado para defender los intereses económicos de las clases dominantes.
El 23 de septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado. Aparentemente, Primo tomó el poder para acabar con el desorden e impedir que un embarazoso informe preparado por una comisión parlamentaria causase problemas al Rey. Sin embargo, como capitán general de Barcelona y en su condición de amigo íntimo de los barones de la industria textil catalana, era plenamente consciente de la amenaza que para ellos representaban los anarquistas. Además, procedente de una gran familia de terratenientes sureños, también tenía experiencia de las agitaciones campesinas de 1918-1921. Encarnaba, pues, el ideal del defensor pretoriano de la coalición de industriales y terratenientes que se había consolidado durante la gran crisis de 1917. Su dictadura gozó de dos grandes ventajas iniciales: una revulsión general contra el caos de los seis años anteriores y el retorno de la prosperidad en la economía europea. Primo de Rivera puso fuera de la ley al movimiento anarquista y llegó a un acuerdo con la UGT por el que ésta obtenía el monopolio de las actividades sindicales. Un programa de grandes obras públicas, que implicaba una modernización significativa del capitalismo español y la construcción de una infraestructura de comunicaciones, cuyos frutos solo se alcanzarían treinta años más tarde, dieron a muchos la impresión de que la libertad estaba siendo sacrificada en favor de la prosperidad.
Años más tarde, la dictadura de Primo de Rivera se vio como la edad dorada de la clase media española y se convirtió en el mito central de la derecha reaccionaria. Paradójicamente, sin embargo, su efecto a corto plazo fue desacreditar la idea del autoritarismo en España. En parte, este fenómeno fugaz nació por el hecho de que el general dejó de utilizar los logros económicos para construir una alternativa política duradera frente a la decrépita monarquía constitucional, pero más de inmediato, fue consecuencia de su alejamiento de los poderosos intereses que inicialmente le habían apoyado. Excéntrico y afable, con una concepción falstaffiana de la vida política, gobernaba con una personal improvisación que atrajo sobre sí mismo todas las críticas por el fracaso de su régimen. Alrededor de 1930, apenas había una parte de la sociedad española que no se hubiera visto ofendida por él, pero sus errores decisivos fueron los que le granjearon la enemistad de industriales, terratenientes y oficiales del Ejército. La burguesía catalana le reprochó su ofensiva contra las aspiraciones regionalistas. Los industriales del norte se indignaron aún más por el colapso de la peseta en 1928, que atribuían a su inflacionario gasto público. Lo más importante es que se perdió el apoyo de los terratenientes, debido a sus esfuerzos por introducir en las zonas rurales comités paritarios para solucionar temas salariales y las condiciones de trabajo. A finales de enero de 1930, Primo de Rivera dimitió.
La vuelta del sistema político de 1923 era impensable. Aparte de que ya había caído en descrédito antes de que Primo de Rivera llegara al poder, habían sucedido cambios importantes en las actitudes de la clase política. Entre los políticos veteranos habían hecho estragos la muerte, la vejez y, por encima de todo, el resentimiento ante la despreocupación con que el Rey había ignorado la Constitución en 1923. Respecto a los políticos más jóvenes, algunos habían optado por el movimiento republicano, en parte por resentimiento, en parte por la convicción de que el futuro político se orientaba en esa dirección. Otros, especialmente aquellos conservadores que habían llevado las implicaciones autoritarias del Regeneracionismo hasta el extremo más ilógico, se habían dedicado en cuerpo y alma al servicio del dictador. Para ellos, no podía haber marcha atrás. Su experiencia en el gobierno de Primo de Rivera reforzó su convicción de que la única solución factible ante los problemas con que se enfrentaba la derecha consistía en una dictadura militar. Fueron ellos quienes formarían el estado mayor de la extrema derecha durante la Segunda República y suministrarían buena parte de los contenidos ideológicos del régimen de Franco.
Como recurso desesperado, Alfonso XIII utilizó a otro general, Dámaso Berenguer, cuya blanda dictadura consistió en una serie de tanteos en busca de la fórmula adecuada para volver a una monarquía constitucional, pero fue socavado por complots republicanos, agitaciones obreras y sediciones militares. Al convocarse las elecciones municipales el 12 de abril de 1931, los socialistas y los republicanos procedentes de las clases medias liberales obtuvieron la mayoría en las principales ciudades, y los monárquicos solo pudieron ganar en las zonas rurales en las que seguía intacto el poder social de los caciques. Apoyado únicamente por la dudosa lealtad del Ejército y de la Guardia Civil, el Rey siguió el consejo de sus asesores de que era preferible alejarse voluntariamente antes de ser derrocado por la fuerza. La actitud de los militares reflejaba la esperanza de un pequeño sector de las clases altas de que, sacrificando al Rey, sería posible contener los deseos de cambio tanto de la burguesía progresista como de la izquierda. Iba a ser una ambición imposible sin algunas concesiones en el campo de la reforma agraria.
Los conflictos del trienio bolchevique habían sido silenciados por la represión de 1919-1920 y por la dictadura de Primo de Rivera, pero seguían latentes. La violencia de aquellos años había acabado con el arduo modus vivendi del sur agrario. La represión había intensificado los odios de los braceros hacia los grandes latifundistas y los administradores de sus propiedades. Por la misma razón, los propietarios se sentían ultrajados por el comportamiento insubordinado de los braceros, especie a la que consideraban casi infrahumana. Por tanto, los elementos paternalistas que habían mitigado con anterioridad la dureza de la vida de estos trabajadores cesaron bruscamente. La recogida de los frutos caídos por el viento antes de la cosecha, el permiso para abrevar el ganado e, incluso, la recolección de leña, se juzgaron como prácticas de «cleptomanía colectiva» y se impidieron mediante la vigilancia de guardias armados. Por tanto, la nueva República iba a heredar una situación de esporádica guerra social en el sur, que iba a disminuir dramáticamente sus posibilidades de establecer un régimen de convivencia. No obstante, con buena voluntad por ambas partes, todo —incluso la paz— era posible en 1931. Sin embargo, al cabo de unas pocas semanas de la proclamación de la República, se percibía claramente que entre los antiguos partidarios de Alfonso XIII y en el seno del movimiento anarquista no había buena voluntad hacia una nueva democracia en España.