Prólogo

Durante la Guerra Civil española, cerca de 200 000 hombres y mujeres fueron asesinados lejos del frente, ejecutados extrajudicialmente o tras precarios procesos legales. Murieron a raíz del golpe militar contra la Segunda República de los días 17 y 18 de julio de 1936. Por esa misma razón, al menos 300 000 hombres perdieron la vida en los frentes de batalla. Un número desconocido de hombres, mujeres y niños fueron víctimas de los bombardeos y los éxodos que siguieron a la ocupación del territorio por parte de las fuerzas militares de Franco. En el conjunto de España, tras la victoria definitiva de los rebeldes a finales de marzo de 1939, alrededor de 20 000 republicanos fueron ejecutados. Muchos más murieron de hambre y enfermedades en las prisiones y los campos de concentración donde se hacinaban en condiciones infrahumanas. Otros sucumbieron a las condiciones esclavistas de los batallones de trabajo. A más de medio millón de refugiados no les quedó más salida que el exilio, y muchos perecieron en los campos de internamiento franceses. Varios miles acabaron en los campos de exterminio nazis. Todo ello constituye lo que a mi juicio puede llamarse el «holocausto español». El propósito de este libro es mostrar, en la medida de lo posible, lo que aconteció a la población civil y desentrañar los porqués.

La represión en la retaguardia adoptó dos caras, la de la zona republicana y la de la zona rebelde. Aunque muy distintas tanto cuantitativa como cualitativamente, ambas se cobraron decenas de miles de vidas, en su mayoría de personas inocentes de cualquier delito, incluso de haber participado en forma alguna de activismo político. Los cabecillas de la rebelión, los generales Mola, Franco y Queipo de Llano, tenían al proletariado español en la misma consideración que a los marroquíes: como una raza inferior a la que había que subyugar por medio de una violencia fulminante e intransigente. Así pues, aplicaron en España el terror ejemplar que habían aprendido a impartir en el norte de África, desplegando a la Legión Extranjera española y a mercenarios marroquíes —los Regulares— del Ejército colonial.

La aprobación de la conducta macabra de sus hombres se plasma en el diario de guerra que Franco llevaba en 1922, donde describe con el mayor esmero las aldeas marroquíes destruidas y a sus defensores decapitados. Se recrea al explicar cómo su corneta, apenas un adolescente, le cortó la oreja a un prisionero[1]. El propio Franco dirigió a 12 legionarios en un ataque del que volvieron ondeando en sus bayonetas las cabezas de otros tantos harqueños a modo de trofeo[2]. Tanto la decapitación como la mutilación de prisioneros eran prácticas frecuentes. Cuando el general Primo de Rivera visitó Marruecos en 1926, todo un batallón de la Legión aguardaba la inspección con cabezas clavadas en las bayonetas[3]. Durante la Guerra Civil, el terror del Ejército africano se desplegó en la Península como instrumento de un plan fríamente urdido para respaldar un futuro régimen autoritario.

La represión orquestada por los militares insurrectos fue una operación minuciosamente planificada para, en palabras del director del golpe, el general Emilio Mola, «eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros». Por contraste, la represión en la zona republicana fue una respuesta mucho más impulsiva. En un principio se trató de una reacción espontánea y defensiva al golpe militar, que se intensificó a medida que los refugiados traían noticias de las atrocidades del Ejército y los bombardeos rebeldes. Resulta difícil concebir que la violencia en la zona republicana hubiera existido siquiera de no haberse producido la sublevación militar, que logró acabar con todas las contenciones de una sociedad civilizada. El desmoronamiento de las estructuras de la ley y el orden a que dio lugar el golpe propició a un tiempo el estallido de una venganza ciega y secular —el resentimiento inherente tras siglos de opresión— y la criminalidad irresponsable de los presos puestos en libertad o de individuos que hallaron la ocasión para dar rienda suelta a sus instintos. Por añadidura, como en cualquier guerra, existía la necesidad militar de combatir al enemigo interior.

No cabe duda de que la hostilidad se fue recrudeciendo en ambos bandos conforme avanzaba la Guerra Civil, alimentada por la indignación y el deseo de venganza ante las noticias de lo que ocurría en el bando contrario. Sin embargo, está claro también que el odio operó desde el principio, un sentimiento que se manifestó ya plenamente en la sublevación del Ejército en el destacamento de Ceuta, en el norte de África la noche del 17 de julio, así como en el asedio al Cuartel de la Montaña en Madrid por parte de una turba republicana el 19 de julio. Los primeros cuatro capítulos del libro buscan explicar cómo se instigaron esos odios, estudiando la polarización de los dos bandos tras los empeños de la derecha por obstaculizar las ambiciones reformistas del régimen democrático establecido en abril de 1931, la Segunda República. Se centran en el análisis del proceso por el que la obstrucción de la reforma condujo a una respuesta aún más radicalizada de la izquierda. En esos capítulos se aborda también la elaboración de las teorías teológicas y raciales que esgrimió la derecha a fin de justificar la intervención del Ejército y el exterminio de la izquierda.

En el caso de los militares rebeldes, el programa de terror y aniquilación constituía el eje central de su plan y de los preparativos para llevarlo a cabo. En los dos capítulos siguientes se describen las estrategias de su puesta en práctica, a medida que los sublevados imponían el control en áreas de muy distinta idiosincrasia. El capítulo 5 se ocupa de la conquista y la purga de la Andalucía occidental —Huelva, Sevilla, Cádiz, Málaga y Córdoba—, donde la superioridad numérica del campesinado sin tierra llevó a los conspiradores militares a imponer de inmediato el reinado del terror; una campaña que supervisó el general Queipo de Llano, quien empleó a las tropas embrutecidas en las guerras coloniales africanas y contó con el apoyo de los terratenientes locales. El capítulo 6 aborda una aplicación similar del terror en las regiones de Navarra, Galicia, León y Castilla la Vieja, todas profundamente conservadoras y en las que el golpe militar triunfó casi de inmediato. A pesar de la escasa resistencia izquierdista de la que tenemos constancia, la represión en esas zonas, bajo la jurisdicción absoluta del general Mola, alcanzó una magnitud sumamente desproporcionada, si bien menor que en el sur. También se recoge en este capítulo la represión en las islas Canarias y en Mallorca.

El afán exterminador de los rebeldes, que no su capacidad militar, halló eco en la extrema izquierda, sobre todo en el movimiento anarquista, con una retórica que abogaba por la necesidad de «purificar» una sociedad podrida. Por ello, los capítulos 7 y 8 analizan los efectos que tuvo el golpe en el bando republicano, contemplando de qué modo el odio subyacente nacido de la miseria, el hambre y la explotación desembocó en el terror que asoló también las zonas controladas por los republicanos, con especial intensidad en Barcelona y Madrid. Inevitablemente, su blanco no fueron solo los acaudalados, los banqueros, los industriales y los terratenientes, a quienes se consideraba los instrumentos de la opresión. No requiere explicación el hecho de que ese odio se vertiera también sobre la clase militar identificada con el levantamiento. También se descargó, a menudo con mayor fiereza, contra el clero, un estamento acusado de connivencia con los poderosos, así como de legitimar la injusticia mientras se dedicaba a amasar riquezas. A diferencia de la represión sistemática desatada por el bando rebelde para imponer su estrategia, la caótica violencia del otro bando tuvo lugar a pesar de las autoridades republicanas, no gracias a ellas. De hecho, los esfuerzos de los sucesivos gobiernos republicanos para restablecer el orden público lograron contener la represión por parte de la izquierda, que, en términos generales, en diciembre de 1936 ya se había extinguido.

Los capítulos que siguen, el 9 y el 10, están dedicados a dos de los episodios más sangrientos de la Guerra Civil española, que por añadidura guardan una estrecha relación entre sí, pues remiten al asedio de los rebeldes sobre Madrid y la defensa de la capital. El capítulo 9 trata de la estela de muerte que dejaron las fuerzas africanistas de Franco —la llamada «Columna de la Muerte»— en su recorrido de Sevilla a Madrid. A su paso no dejaba de anunciarse que la barbarie con que las tropas asolaban las ciudades y pueblos conquistados se repetiría en Madrid si la rendición no era inmediata. En consecuencia, después de que el gobierno republicano se trasladara a Valencia, los responsables de la defensa de la capital tomaron la decisión de evacuar a los prisioneros de derechas, en especial a los oficiales del Ejército que habían jurado unirse a las fuerzas rebeldes en cuanto les fuera posible. El capítulo 10 analiza la puesta en práctica de dicha decisión, las célebres masacres de derechistas en Paracuellos, a las afueras de Madrid.

En los dos capítulos siguientes se plantean dos ideas contrapuestas de la guerra. El capítulo 11 trata de cómo se defendió la República del enemigo interior, que no solo comprendía la pujante Quinta Columna dedicada al espionaje, a la subversión, y a contagiar el derrotismo y el abatimiento, sino también a la extrema izquierda del sindicato anarquista CNT y el POUM antiestalinista. Estos grupos radicales habían decidido hacer de la revolución su prioridad, lo que perjudicaba seriamente el esfuerzo bélico de la República. Así pues, el mismo aparato de seguridad que había puesto fin a la represión descontrolada de los primeros meses se ocupó luego de los elementos extremistas de uno y otro signo. En el capítulo 12 se analiza la deliberadamente lenta y farragosa campaña de aniquilación que Franco llevó a cabo a su paso por el País Vasco, Santander, Asturias, Aragón y Cataluña, y que demuestra cómo su estrategia bélica era una inversión en terror para facilitar el establecimiento de la posterior dictadura. Por último, el capítulo 13 analiza la maquinaria de juicios, ejecuciones, cárceles y campos de concentración con que después de la guerra se consolidó esa inversión.

La intención era asegurarse de que los intereses del antiguo régimen no volvieran a cuestionarse, como había ocurrido entre 1931 y 1936 a raíz de las reformas democráticas emprendidas por la Segunda República. Cuando los militares pusieron en práctica el llamamiento del general Mola para «eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros» y el clero lo justificó, no fue porque estuvieran comprometidos con una cruzada intelectual o ética. La defensa de los intereses de las clases poderosas tenía que ver con el «pensamiento» solo en la medida en que las fuerzas liberales progresistas y de izquierdas cuestionaban los principios de la derecha, recogidos en el lema del principal partido católico, la CEDA: «Patria, orden, religión, familia, propiedad, jerarquía»; todos ellos elementos intocables de la vida social y económica española antes de 1931. «Patria» implicaba que los nacionalismos regionales no cuestionaran el centralismo español. «Orden» equivalía a que no se tolerara la protesta pública. «Religión» se traducía en el monopolio de la educación y la práctica religiosa por parte de la Iglesia católica. «Familia» llevaba implícitas la sumisión de las mujeres y la prohibición del divorcio. «Propiedad» significaba que la tierra debía seguir en manos de quien estaba. Y «jerarquía» velaba por el sacrosanto orden social existente. A fin de proteger los pilares de ese régimen, en las áreas ocupadas por los rebeldes las víctimas inmediatas no fueron solo los maestros de escuela, los masones, los médicos y los abogados liberales, los intelectuales y los líderes de los sindicatos, es decir, los posibles diseminadores de las ideas. La matanza se extendió también a quienes habrían podido recibir la influencia de sus ideas: los miembros de un sindicato, los que no iban a misa, los sospechosos de votar al Frente Popular, las mujeres que habían obtenido el sufragio y el derecho al divorcio…

Cómo se tradujo todo ello en cantidad de muertes es imposible de precisar con exactitud, aunque en líneas generales las cifras son claras. Así pues, en el libro aparecen con frecuencia cantidades indicativas, basadas en las profusas investigaciones que han llevado a cabo en toda España distintos historiadores autóctonos a lo largo de los últimos años. Sin embargo, a pesar de sus notables resultados, sigue sin ser posible presentar cifras definitivas del número total de las muertes provocadas tras las líneas de batalla, sobre todo en la zona rebelde. El objetivo debería ser siempre, en la medida de lo posible, basar las cifras de víctimas de los dos bandos en los fallecidos que fueron identificados. Gracias a los esfuerzos que las autoridades republicanas hicieron entonces por identificar los cadáveres, y por las investigaciones que posteriormente llevó a cabo el estado franquista, el número de rebeldes asesinados o ejecutados por los republicanos se conoce con relativa precisión. La cifra más reciente y fiable, proporcionada por el especialista más destacado en la materia, José Luis Ledesma Vera, asciende a 49 272 víctimas. No obstante, la incertidumbre acerca del alcance de los asesinatos en el Madrid republicano podría ver aumentada esa cifra[4]. Incluso en las zonas donde se llevaron a cabo estudios fidedignos, el hallazgo de nuevos datos y las exhumaciones de las fosas comunes hacen que el número deba revisarse de continuo, si bien dentro de márgenes relativamente estrechos[5].

Por el contrario, calcular el número de los republicanos exterminados por la violencia rebelde ha entrañado un sinfín de dificultades. En 1965, los franquistas empezaron a pensar lo impensable: que el Caudillo no era inmortal y que había que mirar hacia el futuro. Sin embargo, hasta 1985 el gobierno español no emprendió actuaciones, aunque fueran tardías y titubeantes, para proteger los recursos archivísticos del país. Millones de documentos se perdieron durante esos veinte años cruciales, entre ellos los archivos del partido único, la Falange, los de los cuarteles de Policía provinciales, los de las cárceles y los de la principal autoridad local del régimen franquista, el Gobierno Civil. Caravanas de camiones se deshicieron de los registros «judiciales» de la represión. Aparte de la destrucción deliberada de archivos, hubo también pérdidas «involuntarias», cuando algunos ayuntamientos vendieron toneladas de documentos para el reciclaje del papel[6].

No fue posible realizar una investigación en toda regla hasta después de la muerte de Franco. Al acometer la tarea, los estudiosos no solo hubieron de hacer frente a la destrucción deliberada de abundante material de archivo por parte de las autoridades franquistas, sino también al hecho de que muchas muertes se correspondieran con registros falsos o, directamente, no quedara constancia de ellas. A la ocultación de crímenes durante la dictadura se sumaban el temor que prevalecía en los posibles testigos y la obstrucción a las investigaciones, especialmente en las provincias castellanas. Con frecuencia la documentación desaparecía misteriosamente y los funcionarios locales negaban la posibilidad de consultar el registro civil[7].

Muchas ejecuciones de los militares rebeldes recibieron un maquillaje de pseudolegalidad a través de procesos judiciales, aunque en realidad se diferenciaban poco de los asesinatos extrajudiciales. Las sentencias de muerte se obtenían tras juicios que duraban unos minutos, en los que, además, a los acusados no se les permitía defenderse[8]. Las muertes de los asesinados en lo que los rebeldes llamaban «operaciones de castigo y limpieza» obtenían una más que cuestionable justificación legal «por aplicación del bando de Guerra». Dicho bando tenía el propósito de legalizar la ejecución sumaria de quienes se resistieron al golpe militar. Las muertes colaterales de muchas personas inocentes, desarmadas y que ni siquiera opusieron resistencia, entraron también en esa categoría. Asimismo, existieron las ejecuciones «sin formación de causa», aplicadas, por ejemplo, a quienes cobijaban a un fugitivo. En estos casos, los asesinatos respondían meramente a órdenes militares. Además, se realizaron esfuerzos sistemáticos con el fin de ocultar lo ocurrido. Con tal propósito, los prisioneros eran transportados lejos de sus lugares de origen, después eran ejecutados y enterrados en fosas comunes[9].

Por último, cabe mencionar que un número significativo de muertos nunca fue registrado de ningún modo. Fue el caso, por ejemplo, de muchos de los que huían ante la amenaza de las columnas africanas de Franco. A medida que ocupaban ciudades y pueblos, las columnas asesinaban también a los refugiados de otras procedencias, cuyos nombres o lugares de nacimiento se desconocían. Tal vez el número exacto de los asesinados en campo abierto por los escuadrones montados de falangistas y carlistas no se sepa nunca. Del mismo modo, es imposible determinar el paradero de los miles de refugiados de Andalucía occidental que murieron en el éxodo posterior a la caída de Málaga en 1937; o el de los refugiados en Barcelona, procedentes de todas las regiones de España, que perdieron la vida al huir hacia la frontera francesa en 1939; o el de los que se suicidaron tras esperar en vano a ser evacuados de los puertos del Mediterráneo.

A pesar de todo, las investigaciones exhaustivas llevadas a cabo permiten afirmar que, en términos generales, la represión de los rebeldes fue aproximadamente tres veces superior a la de la zona republicana. Hoy por hoy, la cifra más fidedigna, aunque provisional, de muertes a manos de los militares rebeldes y sus partidarios es de 130 199. Sin embargo, es poco probable que las víctimas ascendieran a menos de 150 000, y bien pudieron ser más. En algunas zonas se han llevado a cabo estudios solo parciales; en otras, apenas se ha investigado. En varias regiones que estuvieron bajo el control de los dos bandos, y donde las cifras se conocen con cierta precisión, la diferencia entre el número de muertes por obra de los republicanos o de los rebeldes es asombrosa. Por citar algunos ejemplos, en Badajoz hubo 1437 víctimas de la izquierda, contra las 8914 víctimas de los rebeldes; en Sevilla, 447 víctimas de la izquierda y 12 507 de los rebeldes; en Cádiz, 97 víctimas de la izquierda y 3071 de los rebeldes; y en Huelva, 101 víctimas de la izquierda, frente a 6019 de los rebeldes. En lugares donde no hubo violencia republicana, las matanzas rebeldes alcanzan cifras de difícil comprensión: Navarra, 3280; Logroño, 1977. En la mayor parte de los lugares donde los republicanos ejercieron una represión mayor, como Alicante, Gerona o Teruel, la diferencia entre las víctimas de los dos bandos se cuenta en centenares[10]. La excepción es Madrid. Los asesinatos que se cometieron a lo largo de la guerra, mientras la capital estuvo bajo el control de los republicanos, parecen estar cerca de triplicar los producidos tras la ocupación de los rebeldes. El cálculo preciso se ve obstaculizado, no obstante, por el hecho de que la cifra más citada sobre la represión en Madrid después de la guerra, de 2663 muertes, se basa en un estudio de los que fueron ejecutados y enterrados en un solo emplazamiento, la Almudena o cementerio del Este[11].

Aunque superada por la violencia franquista, la represión en la zona republicana antes de que el gobierno del Frente Popular le pusiera coto alcanzó también una magnitud espantosa. Forzosamente desigual tanto en escala como en naturaleza, las cifras más elevadas se registraron en Toledo y el área al sur de Zaragoza, desde Teruel hasta el oeste de Tarragona, que estuvo bajo control anarquista[12]. En Toledo, 3152 derechistas fueron asesinados, de los que un 10 por ciento pertenecían al clero, casi la mitad de los eclesiásticos de la provincia[13]. En Cuenca, el total de las muertes asciende a 516, de las que 36, el 7 por ciento, eran curas, casi una cuarta parte del clero de la provincia. En la Cataluña republicana, el exhaustivo estudio de Josep Maria Solé i Sabaté y Joan Vilarroyo i Font contabilizó 8360 víctimas. Este dato se corresponde con las conclusiones a las que llegó la comisión que creó la Generalitat de Catalunya en 1937, y por ende da una muestra del celo de las autoridades republicanas para llevar a cabo un registro riguroso; dirigida por el juez Bertran de Quintana, investigó todas las muertes tras las líneas de combate, a fin de promover medidas contra los responsables de las ejecuciones extrajudiciales[14]. Semejante proceso habría sido inconcebible en el bando rebelde.

Los estudios recientes que no se limitan a Cataluña, sino que abarcan la mayor parte de la España republicana, han desautorizado radicalmente las acusaciones propagandísticas que los rebeldes hicieron en su momento. El 18 de julio de 1938, en Burgos, el propio Franco aseguró que en Cataluña habían sido asesinadas 54 000 personas. En el mismo discurso, afirmó que en Madrid había otras 70 000 víctimas, y 20 000 más en Valencia. El mismo día, declaró a un periodista que en la zona republicana se habían producido ya un total de 470 000 asesinatos[15]. Para probar ante el mundo la iniquidad del enemigo, el 26 de abril de 1940 Franco inició una ingente investigación a cargo del estado, la Causa General, «un proceso informativo, fiel y veraz» que pretendía establecer la verdadera magnitud de los crímenes cometidos por el bando republicano, y que fomentó las denuncias y las exageraciones. Aun así, Franco se llevó una tremenda decepción cuando, basándose en la información recabada, y pese a emplear una metodología que inflaba las cifras, la Causa General concluyó que el número de muertes era de 85 940. A pesar de las exageraciones y de incluir muchas duplicaciones, la cifra quedó tan por debajo de las afirmaciones de Franco, que durante más de un cuarto de siglo se omitió en las ediciones publicadas de las conclusiones de la Causa General[16].

Una parte fundamental de la campaña represora de los rebeldes, aunque subestimada —la persecución sistemática de las mujeres—, no queda reflejada en los análisis estadísticos. El asesinato, la tortura y la violación eran castigos generalizados para las mujeres de izquierdas (no todas pero sí muchas), que habían emprendido la liberación de género durante el período republicano. Las que sobrevivieron a la cárcel padecieron de por vida graves secuelas físicas y mentales. Otras miles de mujeres fueron sometidas a violaciones y otras formas de abuso sexual, a la humillación de que les raparan la cabeza o de hacerse sus necesidades en público tras la ingesta forzosa de aceite de ricino. La mayoría de las republicanas sufrieron también graves problemas económicos y psicológicos después de que sus esposos, padres, hermanos e hijos murieran asesinados o se vieran obligados a huir, lo que a menudo provocaba que las arrestaran a ellas, a fin de que revelaran el paradero de los hombres de la familia. En cambio, esa clase de vejaciones sobre las mujeres fueron relativamente escasas en la zona republicana. No quiere decirse con ello que no se produjeran. Los abusos sexuales que padecieron aproximadamente una docena de monjas y la muerte de 296, algo más del 1,3 por ciento de todas las religiosas que había en la España de la época, aunque vergonzoso, sigue siendo de una magnitud significativamente inferior a la suerte que corrieron las mujeres en la zona rebelde. El dato no sorprende si se tiene en cuenta que el respeto hacia la mujer era uno de los pilares del programa reformista de la República[17].

Una visión estadística del holocausto español no solo falla por su base, es incompleta y difícilmente llegará a concluirse nunca. Además, no consigue plasmar el horror que hay detrás de las cifras. El relato ofrecido a continuación incluye muchas historias individuales de hombres, mujeres y niños de los dos bandos. Presenta algunos casos concretos pero representativos de víctimas y criminales de todo un país. Con ello espera transmitir el sufrimiento que la arrogancia y la brutalidad de los oficiales que se alzaron el 17 de julio de 1936 desataron sobre sus conciudadanos. Así provocaron la guerra, una guerra innecesaria y cuyas repercusiones se dejan sentir aún hoy en España.

Innecesario es decir que esta es una obra científica y que los hechos del pasado pertenecen a la Historia. La divulgación documentada y veraz de los innumerables casos mencionados de personas responsables de actos de violencia durante la represión no puede ofender el honor de los allegados, cuyos sentimientos respetamos. La misión del historiador estriba en buscar la verdad, con independencia de los sentimientos que su trabajo pueda despertar. Todos los allegados de unos y otros cuentan con nuestro respeto y nuestra comprensión.