No parece que Franco perdiera el sueño preocupado por la suerte de sus víctimas, pero no puede decirse lo mismo de todos los que participaron en la represión. Cabe suponer que al menos algunos de los responsables de los crímenes en ambos bandos sufrieran lo que hoy se diagnosticaría como estrés postraumático. Los culpables de las atrocidades cometidas en la zona republicana generalmente fueron juzgados por la República durante la guerra, o por los franquistas en fechas posteriores. En las confesiones arrancadas por la Policía franquista, como fue el caso de Felipe Sandoval, se recogen declaraciones de arrepentimiento. Sin embargo, dada la magnitud de la represión en España tras la guerra, de la que no se libraron ni los culpables ni centenares de miles de personas que no tenían culpa de nada, y las dimensiones del exilio, no es de extrañar que los testimonios de arrepentimiento espontáneos entre el bando republicano sean más bien escasos.
Por el contrario, entre los vencedores, que pudieron disfrutar de los frutos de su trabajo durante décadas una vez terminada la guerra, parece que muchos más reflexionaron de manera consciente sobre lo ocurrido, y en algunos casos tuvieron remordimientos de conciencia. El reconocimiento más significativo por parte de un franquista de que lo que se hizo, ya desde mucho antes del golpe militar, podría haber estado mal, fue el de Ramón Serrano Suñer, quien así lo manifestó en numerosas entrevistas y en sus memorias, al describir como «la justicia al revés» los juicios que se practicaron en la zona rebelde durante la guerra y en toda España a raíz de 1939[1]
Uno de los ejemplos de arrepentimiento más famosos fue el del poeta Dionisio Ridruejo, amigo de José Antonio Primo de Rivera y fundador, entre otros, de la Falange. A finales de la década de 1940, desencantado por la corrupción del régimen franquista, renegó de su pasado, y dos décadas más tarde comenzó a escribir sobre lo ocurrido en la Guerra Civil desde una perspectiva crítica. Fundó entonces un partido político tímidamente contrario al régimen. Uno de sus antiguos camaradas, Eugenio Montes, le dijo a Ridruejo: «Cuando como tú se ha llevado a centenares de compatriotas a la muerte y, luego, se llega a la conclusión de que aquella lucha fue un error, no cabe dedicarse a fundar un partido político: si se es creyente, hay que hacerse cartujo, y si se es agnóstico, hay que pegarse un tiro»[2].
Mucho más rápido fue el giro del padre Juan Tusquets. En el otoño de 1938, la víspera de la gran ofensiva de los insurrectos contra Cataluña, Franco y Serrano Suñer le pidieron que propusiera algunos nombres para dirigir las instituciones que establecerían las fuerzas de ocupación. A partir de las sugerencias de Tusquets se realizaron los nombramientos del futuro alcalde de Barcelona, Miquel Mateu, y otros destacados cargos públicos[3]. Tras haber llegado a ejercer tanta influencia, terminada la guerra Tusquets cambió sorprendentemente de parecer y declinó tanto la oferta de Serrano Suñer, que le brindaba el puesto de director general de Prensa y Propaganda, como la invitación de Franco para que aceptara el cargo de asesor espiritual del Consejo Superior de Investigaciones Científicas[4]. Dado el entusiasmo que en años anteriores había mostrado Tusquets por estar cerca de los centros del poder y el hecho de que había acumulado salarios sin ningún rubor, llama la atención que rechazara dos puestos tan importantes y bien remunerados.
Hay razones para sospechar que la brutalidad de la ocupación franquista en Cataluña provocó un cierto sentimiento de culpa en el padre Tusquets por haber fomentado el odio que finalmente desembocó en la contienda. Fue entonces cuando empezó a construir una versión aséptica de su papel durante la guerra. Posteriormente, afirmó que había intentado sacar de los campos de concentración a personas a las que conocía. Puede que dicha afirmación sea cierta, si bien no hay pruebas que la respalden. Sostenía, además, que había impedido que algunos de los principales tesoros catalanes, como el Archivo de la Corona de Aragón y la Biblioteca de Cataluña, sufrieran el mismo destino que tantas otras instituciones catalanas, cuyos libros, archivos y documentos fueron robados por los franquistas y trasladados a Salamanca, un proceso que el padre Tusquets había alentado personalmente[5]. Alegó que era su adláter, Joaquim Guiu, y no él, quien estaba obsesionado con la masonería[6]. Negó toda participación en la represión y declaró mendazmente que jamás había facilitado sus listas de ciudadanos a las autoridades militares. Calificó a su colaborador durante la guerra, Mauricio Carlavilla, de «nazi acérrimo» que se había inventado su material[7]. A la vista de tantas y tan obvias falsedades, cabría especular que Tusquets quizá estaba avergonzado y horrorizado por las consecuencias prácticas de sus campañas antijudías y antimasónicas. De hecho, en lugar de aceptar un cargo oficial, regresó a la docencia religiosa.
Algunos testimonios indirectos revelan que los responsables de las atrocidades padecieron alguna enfermedad psicosomática o algún trastorno de otra naturaleza a causa de la culpa reprimida. Uno de los implicados en el asesinato de Lorca sufrió de un modo que parece traslucir cierta culpa: Juan Luis Trescastro Medina murió alcoholizado en 1954, tras una existencia atormentada por el recuerdo de las maldades que había cometido[8]. Otro caso emblemático ocurrió en Lora del Río. Uno de los tres principales asesinos del pueblo tuvo que abandonar su casa por la hostilidad de sus vecinos. Cuando murió el segundo, nadie quiso transportar su ataúd. El tercero contaba entre carcajadas cómo sus víctimas, tras recibir un disparo en el estómago, primero daban un salto y después se doblaban: murió doblado de dolor a consecuencia de un cáncer de estómago, lo que muchos vecinos interpretaron como un ejemplo de justicia divina. Lo mismo pensaron de un asesino de gatillo fácil que más tarde perdió el pulgar y el índice en un accidente industrial. De muchos asesinos se decía que, en el lecho de muerte, gritaban: «¡Ya vienen a buscarme!»[9].
Es imposible desligar estas exiguas pruebas de la mera fantasía popular. La construcción de la memoria o la mitología popular de los que padecieron la represión podría estar alimentada por el deseo de ver sufrir a los culpables con un castigo acorde con la gravedad del delito. Así, en la localidad pacense de Fuente de Cantos está muy arraigada la creencia de que un hombre que desempeñó un papel singularmente cruel en la represión murió atormentado por el recuerdo de sus actos y odiado por todos sus vecinos. Este hombre, un delator cuyas denuncias desembocaron en numerosas ejecuciones, vivió aparentemente feliz durante toda la dictadura franquista, pero cuando supo que Franco se encontraba en su lecho de muerte, obsesionado por la idea de que la izquierda se cobraría cumplida venganza, se suicidó.
Aún más dramático fue un caso registrado en Ubrique, en la provincia de Cádiz. La leyenda local refiere una aparente enfermedad psicosomática provocada por la culpa. Pocos días después del golpe militar, un grupo de falangistas asesinó a varios prisioneros republicanos en las afueras del pueblo, entre los cuales figuraba un niño de doce años, hijo de un gitano llamado Diego Flores. Uno de los asesinos se burló del sufrimiento de Flores al presenciar la muerte de su hijo, diciéndole: «¿Y ahora qué? ¿Nos vas a echar la maldición del gitano?». A lo que Flores contestó: «Sí, malnasío, te la voy a echar. No te deseo nada más que la carne se te caiga a pedazos y mueras entre atroces dolores». El asesino, que se hizo rico con las propiedades que había robado a sus víctimas, murió a finales de la década de 1970 a consecuencia de una terrible modalidad de lepra[10].
En la localidad de Cantalpino, situada a 40 kilómetros de Salamanca, donde no se habían registrado incidentes antes de la guerra, los derechistas asesinaron a 22 hombres y a una mujer llamada Eladia Pérez, además de violar a varias muchachas. Cuando fueron a enterrar a Eladia, resultó que el cadáver no cabía en la fosa, y, en lugar de seguir cavando, el hombre que la había ejecutado le cortó la cabeza con una pala. Según los vecinos, este hombre era Anastasio González, «el Cagalubias», quien años después murió delirando y suplicando a gritos que le quitaran a Eladia de encima[11].
Un caso similar fue el suicidio, en Salamanca, de otro amigo de José Antonio Primo de Rivera, Francisco Bravo, quien escribió un artículo en La Gaceta Regional de Salamanca en conmemoración del 18 de julio de 1936. Un par de días más tarde llegó un anónimo a la Redacción del periódico:
No te acuerdas de mí, fui un camarada tuyo que picó el anzuelo de eliminar personas porque sí. Sólo fueron cinco mis paseados y no quise seguir en aquel horror. Aún los tengo presentes a esos cinco hermanos, sí, aunque te extrañe, hermanos. Eran humanos, criaturas de Dios a las que maté y aún quiero creer que no sé por qué lo hice. Yo no maté de aquella forma por Dios ni por España. Dejo a ti, si sabes ver, si tienes conciencia, si eres creyente, el calificativo, la sentencia que merecen aquellas muertes… Debieras haber ampliado ese recuerdo que escribes, registrando todo lo que sucedió nada más que en esa tierra en la que tú eras el jefe de unas milicias, no rojas. Se actuó como vencedores, y tan pronto como abandonamos la prisión. Acaso eso se te ha olvidado. Es posible que tu último suspiro sea plácido, sin remordimientos, como el de toda persona que sólo hizo el bien y no supo del odio ni de la venganza. Quieres decirme [si] tú estás entre esos. Yo, camarada, ansío una muerte fulminante. Vivo destrozado, siguiéndome aquellos que no han podido borrar esos veintisiete años. Perdona. Dudo que nuestras víctimas nos puedan perdonar[12].
En el municipio cordobés de Pozoblanco, la represión fue particularmente violenta. Tres de los hombres que participaron en ella se suicidaron en fechas posteriores. Juan Félix, «el Pichón» se tiró de un tren en marcha. Otro de ellos, el abogado Juan Calero Rubio, se quitó la vida abrumado por su participación en el terror. Mientras ejercía las funciones de juez militar, Calero había firmado centenares de sentencias de muerte contra los prisioneros de distintos pueblos de la comarca, además de ordenar las torturas y de participar personalmente en las brutales palizas que recibían los capturados. En 1940, al conocer que se había conmutado la pena de muerte contra el director de la oficina de Correos de Villanueva, ordenó su ejecución inmediata y más tarde afirmó que el perdón no había llegado a tiempo. Un pariente del condenado, un oficial del Ejército que había tramitado el indulto, presentó una denuncia formal contra Calero, quien, a la espera de que se señalara la fecha del juicio, se quitó la vida ingiriendo veneno, el 28 de agosto de 1940, a la edad de cincuenta y tres años. Un teniente de la Guardia Civil conocido como «Pepinillos», que también había participado en numerosas ejecuciones, se pegó un tiro en la cabeza durante un baile organizado en la localidad vecina de Espiel para celebrar el comienzo de la Guerra Civil[13]. Otro caso de suicidio supuestamente motivado por la culpa fue el de un individuo llamado Ortiz, responsable de buena parte de la represión en la localidad gaditana de San Fernando, que eligió la soga para quitarse la vida[14].
El hermano de Fernando Zamacola, líder de la famosa banda falangista conocida como «Los Leones de Rota», responsable de numerosas atrocidades en la provincia de Cádiz, conversó con el psiquiatra Carlos Castilla del Pino en la década de 1950. Este fue su testimonio: «¿Y para esto [se refería a lo que consideraba las injusticias sociales no resueltas en la España de Franco] hemos tenido que matar? Sí, porque yo he matado, he matado a más de uno, en los fosos de Puerta de Tierra [en Cádiz] … A bastantes, no sé a cuántos, pero he matado y he visto cómo morían, y ahora me parece que aquellas criaturas me quitan la razón y hasta sueño con ellos… ¡Cómo hemos vivido en el engaño, yo por lo menos! No sé si los demás como yo saben que hemos sido engañados, pero ya no tiene remedio, y es toda mi vida, toda mi vida así»[15].
Segundo Viloria, el hombre a quien la familia de Amparo Barayón señala como su asesino, también fue denunciado por Pilar Fidalgo como culpable de numerosos delitos sexuales contras las prisioneras. Según Miguel Ángel Mateos, el cronista oficial de Zamora, Viloria fue culpable de crímenes aterradores y su caso era digno de un estudio psiquiátrico. La familia Barayón afirmó que Viloria «murió loco en una institución mental»[16].
No podemos olvidar el caso del conde de Alba de Yeltes, Gonzalo Aguilera, el terrateniente salmantino que se jactaba de haber fusilado a seis de sus trabajadores nada más empezar la guerra. Tras la Guerra Civil abandonó el Ejército, donde ostentaba el grado de teniente coronel, y regresó a sus fincas y a sus libros. La reincorporación a la vida civil le resultó tremendamente difícil. Gonzalo Aguilera se convirtió en un «personaje» muy popular en Salamanca. Era miembro asiduo de una tertulia integrada principalmente por médicos que se reunían en el Café Novelty, en la plaza Mayor de la ciudad. La conversación del conde se tenía por fascinante, si bien su carácter irascible no favorecía ninguna clase de amistad o intimidad[17]. No supo integrarse en la vida civil y, con el paso de los años, se volvió cada vez más intratable, áspero y malhumorado. Descuidó sus tierras y su propia casa y desarrolló una manía persecutoria.
Su mujer vivía aterrada por sus arrebatos violentos, hasta tal punto que, a finales de 1963, pidió a sus dos hijos que se instalaran con ella en la Dehesa del Carrascal de Sanchiricones, en Matilla de los Caños, para protegerla con su presencia. El mayor de los dos hijos, Gonzalo Aguilera Álvarez, contaba cuarenta y siete años y era un capitán de Caballería retirado. Había combatido en la Guerra Civil, donde resultó gravemente herido. Durante su convalecencia en el hospital militar de Lugo se enamoró de la enfermera Concepción Lodeiro López. El conde reaccionó con ira al saber de la relación de su hijo con una mujer de clase social inferior, y les prohibió que se casaran. Se casaron de todos modos y se establecieron en Lugo, donde tuvieron una hija llamada Marianela. El hijo menor, Agustín Aguilera Álvarez, un agricultor de treinta y nueve años, tampoco tenía una buena relación con su padre. Pasó unos años en Zamora, donde contrajo matrimonio con Angelines Núñez. La familia se trasladó posteriormente a Jerez de la Frontera, con sus dos hijas y su hijo, el menor. Aunque conocían el mal carácter del conde, y a pesar de las molestias que el traslado entrañaba para sus familias, los dos hijos accedieron a la petición materna de pasar el mayor tiempo posible en Sanchiricones con el fin de vigilar a su padre.
Al cabo de un año la situación no había mejorado. La familia sopesó de mal grado la posibilidad de conseguir una declaración legal de incapacidad mental para ingresar al conde en una institución psiquiátrica. Sin embargo, el miedo al escándalo y el horror natural ante el hecho de aceptar que el cabeza de familia pudiera ser un demente les hizo vacilar. Finalmente, dejaron el caso en manos de un abogado de Salamanca. Como el conde tenía entonces problemas de bronquios y rara vez asistía a la tertulia del Café Novelty, fue posible idear un pretexto con el propósito de que dos de sus amigos médicos lo visitaran en casa para ofrecer un diagnóstico. Tanto el psiquiatra Prieto Aguirre como Emilio Firmat, el otro médico que lo acompañaba, llegaron a la conclusión de que Gonzalo sufría de paranoia. Se había vuelto tan intratable que sus hijos tuvieron que reorganizar la casa para ofrecerle un espacio independiente, con sus libros y su televisor. Escondieron todas las armas y los cuchillos de su padre, muy aficionado a la caza. Eso llevó al conde a convencerse de que estaba secuestrado y prisionero de su propia familia. A principios de agosto de 1964, incluso dirigió una carta a las autoridades judiciales de Salamanca para denunciar la situación. Sufría violentos ataques de ira y voceaba insultos y amenazas desde sus solitarias dependencias en la casa. De vez en cuando encontraba un arma escondida y, a mediados de agosto, sus hijos le descubrieron una navaja automática. Pese a todo, el proceso legal para su ingreso hospitalario fue lento y tortuoso.
Antes de que los trámites concluyeran, Gonzalo perdió definitivamente la razón. A las cuatro de la tarde del viernes 28 de agosto de 1964, su hijo menor, Agustín, entró en la habitación del conde en busca de unos papeles. Al quejarse el padre de que le dolían los pies, Agustín se arrodilló para darle un masaje. Don Gonzalo empezó a insultarlo, sacó un oxidado revólver Colt que tenía escondido y disparó a quemarropa. Gravemente herido en el pecho, Agustín salió tambaleándose de la habitación. Su hermano Gonzalo, que llegó corriendo alertado por los disparos, recibió un tiro en el brazo y otro en el pecho. El conde pasó entonces por encima del cadáver de su hijo mayor para ir en busca de Agustín con intención de rematarlo. Lo encontró agonizando en el suelo de la cocina y procedió a recargar tranquilamente su revólver. Su mujer, de setenta y dos años, Magdalena Álvarez, salió entonces de su habitación. Al ver la mirada iracunda que le lanzaba su marido mientras recargaba el revólver junto al cuerpo de su hijo, la mujer se encerró en otra estancia y él fue tras ella. Los jornaleros, que habían acudido al oír los disparos, retrocedieron mudos de terror ante el amo que los amenazaba con un revólver, y Magdalena tuvo que escapar por una ventana. Los trabajadores avisaron a la Guardia Civil, que ordenó al agresor que soltara el arma y saliera con los brazos en alto. Así lo hizo, agotada su furia.
Tras rendirse, todavía en pijama, Gonzalo Aguilera pasó más de tres horas tranquilamente sentado a la puerta de su casa, esperando la llegada del juez de instrucción de Salamanca. Su mujer, presa de rabia y de dolor, le gritaba: «¡Asesino, criminal!». Y hasta que los jornaleros lograron calmarla no paró de gritarle a la Guardia Civil: «¡Matadlo, que es un salvaje!». La Guardia Civil lo trasladó a Salamanca en un coche, en compañía de un par de reporteros del diario local, La Gaceta Regional. Los periodistas que lo entrevistaron refirieron que, durante el trayecto, fue conversando amigablemente con el conductor, habló de varios coches que había tenido en distintas épocas, del sistema de tráfico establecido en Francia y del mal estado de las carreteras. «Hablo para no acordarme de lo sucedido», dijo. Cuando le comunicaron que lo llevaban a una clínica psiquiátrica, comentó que los psiquiatras normalmente no estaban «en sus cabales», y señaló: «A los que fueron a verme les llamé médicos de pueblo y se enfadaron conmigo»[18]. Internado en el hospital psiquiátrico de Salamanca, al parecer se entretenía insultando a las monjas que lo atendían[19]. Su nuera, Concepción Lodeiro, y su nieta, Marianela de Aguilera Lodeiro, se libraron de la matanza porque habían ido a Lugo para organizar los preparativos de la boda de la muchacha. La mujer y los tres hijos de Agustín se encontraban en el sur de España. Gonzalo de Aguilera no llegó a ser juzgado y murió en el hospital ocho meses más tarde, el 15 de mayo de 1965[20].