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El avance de la Columna de la Muerte

El 2 de agosto, antes incluso de que el grueso de las tropas africanas llegara a España, ya fuera por mar, en el llamado «Convoy de la Victoria», o transportadas por unidades de la aviación alemana e italiana, Franco envió una columna hacia el norte, en dirección a Mérida. Dicha columna se hallaba al mando del teniente coronel Carlos Asensio Cabanillas —un hombre curtido en la guerra de Marruecos, alto, canoso y de rostro enrojecido—, y constaba de dos batallones (banderas) de la Legión Extranjera y dos tabores de Regulares, las tropas moras. Las fuerzas recorrieron 80 kilómetros en los dos primeros días a bordo de los camiones facilitados por Queipo de Llano. A la columna de Asensio le siguió el 3 de agosto la de Castejón, que avanzó en paralelo un poco más al este, y una tercera columna bajo las órdenes del teniente coronel Helio Rolando de Tella se puso en camino el 7 de agosto. Castejón viajaba en la limusina del marqués de Nervión, un destacado latifundista. El objetivo final de estas tres unidades era Madrid, si bien su avance simultáneo revelaba la intención de abrir un frente muy amplio y arrasar por el camino los pueblos y ciudades que encontraran a su paso[1].

Las órdenes implícitas estaban claras: «Propinar a las crueles turbas un mazazo rotundo y seco que las dejase inmóviles»[2]. Así, en su rápido avance por el norte de la provincia de Sevilla, en los primeros días del mes de agosto, las columnas emplearon las técnicas de terror desarrolladas en África por el Ejército colonial en su combate contra la población marroquí. Tras su paso por Sierra Morena, la noticia de sus tácticas se propagó por todas partes y desató el pánico en los municipios donde se esperaba su llegada. Los trabajadores voluntarios que se enfrentaban a las tropas, inexpertos y armados únicamente con escopetas, trabucos viejos, cuchillos y hachas, apenas merecían el nombre de «milicianos». Con la ventaja de una superioridad aérea incuestionable —los Savoia-81 de la aviación italiana y los Junkers Ju-52 de la Luftwaffe— y equipadas con unidades de artillería, las tropas de choque del Ejército colonial español conquistaron muchos de los municipios de las provincias de Sevilla y Badajoz. El número de víctimas entre los campesinos republicanos superó con creces las bajas sufridas entre los soldados profesionales que integraban las columnas. No se tomaban prisioneros: a los milicianos que capturaban en el camino los fusilaban en el acto.

El Comité de Defensa del Frente Popular de Badajoz intentó desesperada e infructuosamente coordinar las acciones de las milicias que se habían organizado a toda prisa. Presidido por el gobernador civil, Miguel Granados Ruiz, el comité estaba integrado por los diputados socialistas José Sosa Hormigo, Nicolás de Pablo Hernández y Anselmo Trejo Gallardo; el diputado comunista Pedro Martínez Cartón, y el alcalde de la capital, Sinforiano Madroñero Madroñero. En la práctica, la dirección quedó en manos de Nicolás de Pablo y Sinforiano Madroñero. Sosa Hormigo, Ricardo Zabalza (el líder de la FNTT) y Martínez Cartón organizaron las milicias que, con escaso éxito, intentaban contener el avance de las columnas africanas. Zabalza acabó por encabezar una numerosa milicia (bautizada como «Columna Pedro Rubio», en memoria del diputado del PSOE asesinado en 1935) que consiguió romper las líneas rebeldes y unirse a las tropas republicanas en Madrid. Las columnas de Sosa Hormigo y Martínez Cartón no tardaron en engrosar sus filas con los hombres que huían del terror de las columnas africanas, lo cual no mejoró su eficacia militar pero sí sirvió para que desataran su sed de venganza sobre los derechistas a los que encontraban en los pueblos que los rebeldes aún no habían conquistado. Lo cierto es que muchos asesinatos de derechistas se debieron a estas y otras columnas similares[3].

En profundo contraste con las órdenes de Mola a las columnas africanas, el gobierno republicano puso todo su empeño desde el primer momento en evitar las atrocidades. Una avalancha de telegramas enviados a partir de la noche del 19 de julio instaban ingenuamente a las organizaciones de izquierdas a confiar en la lealtad de la Guardia Civil y del Ejército. El 20 de julio, los comités del Frente Popular de las ciudades de la zona republicana recibieron instrucciones precisas del gobierno de Madrid: «El orden público no debe alterarse bajo ningún pretexto ni motivo; ni permitir que nadie, aprovechándose del natural nerviosismo de las gentes, ofenda a las personas pacíficas ni se tome la justicia por la mano». Se señaló inequívocamente que la prioridad era «dar la sensación y la prueba de que el pueblo está dentro de la ley y que tiene unidad de mando, dirigido por el Gobierno de su elección», y, con el acuerdo de la UGT, se prohibieron las huelgas. El 28 de julio, los gobernadores civiles de todas las provincias recibieron instrucciones aún más estrictas del gobierno central para las autoridades locales del Frente Popular, y un día más tarde, llegó a los alcaldes la orden terminante de no tocar las cuentas bancarias de los ciudadanos de derechas de sus municipios[4]. La comunicación se expresó en estos términos:

En esta fecha ordeno publicación bando que dice lo siguiente: Hago saber que en telegrama de hoy el Exmo. Sr. Ministro de la Gobernación me dice lo que sigue: Queda conminado con la aplicación inmediata de la máxima pena establecida por la ley todo aquel que perteneciendo o no a una entidad política se dedique a realizar actos contra la vida o la propiedad ajenas, pues tales delincuentes serán considerados como facciosos al servicio de los enemigos.

Las columnas rebeldes actuaban sin estas restricciones. Tras entrar en la provincia de Badajoz con relativa facilidad, los franquistas tomaron El Real de la Jara, Monesterio, Llerena, Fuente de Cantos, Zafra y Los Santos de Maimona. Además de saqueos y violaciones, los hombres de Asensio, Castejón y Tella aniquilaban a todos los simpatizantes del Frente Popular, reales o supuestos, que encontraban a su paso, dejando tras de sí un reguero de sangre. No en vano Badajoz había sido la provincia donde la ocupación espontánea de las fincas en la primavera de 1936 al parecer había puesto fin a las injusticias derivadas del tradicional sistema de propiedad de las tierras. Los africanistas se referían a la ejecución de los milicianos campesinos con la jocosa expresión de «darles reforma agraria»[5].

Lo cierto es que en las zonas ocupadas por los rebeldes donde la República decretó expropiaciones a partir de 1932 o legalizó la posterior ocupación de las tierras, los terratenientes recuperaron sus propiedades con la violenta intervención de las columnas. Los campesinos normalmente habían ocupado tierras abandonadas y las habían acondicionado: retiraban laboriosamente piedras y rastrojos y limpiaban arroyos y estanques. Cuando llegaron los rebeldes, además, era el momento de la cosecha. Los campesinos no solo no recibieron ninguna compensación por haber saneado las tierras sino que tuvieron que presenciar cómo los ocupantes saqueaban las cosechas, las provisiones, las semillas, los animales y los instrumentos de labranza. De hecho, para entonces muchos habían huido, otros habían caído prisioneros de las columnas y a otros los habían matado. La represión fue especialmente cruenta con los que se habían beneficiado de la redistribución de las tierras llevada a cabo por la República, que supusieron entre un 70 y un 80 por ciento de los represaliados[6].

El cacique de la localidad cordobesa de Palma del Río, Félix Moreno Ardanuy, ofrece un ejemplo estremecedor de la relación que existía entre las columnas y los intereses de los terratenientes. Félix Moreno se dedicaba a la cría de toros de lidia, lo que limitaba los empleos disponibles en sus tierras, y se negaba a cultivarlas profiriendo el famoso grito de «¡Comed República!». Tras la victoria electoral del Frente Popular, muchos trabajadores fueron asignados a sus fincas, pero el cacique se negaba a pagarles. Cuando estalló la guerra, mientras Félix Moreno se encontraba en su palacio de Sevilla, el comité anarquista de Palma del Río colectivizó las tierras y distribuyó los alimentos hasta que se pudieran labrar los campos y recoger las cosechas. Los vecinos mataron los toros de Moreno para alimentarse y probaron carne por primera vez en la vida. La noticia desató la ira del ganadero. El 27 de agosto, cuando una columna rebelde tomó el pueblo, Moreno siguió a las tropas en un Cadillac negro, acompañado de otros importantes latifundistas de la región. Los soldados encerraron en un corralón, como animales, a los hombres que no habían huido, y seleccionaron a 10 prisioneros por cada toro muerto. Mientras los cautivos suplicaban desesperadamente por su vida, alegando que eran ahijados o primos de Moreno o que tenían algún otro vínculo de parentesco con él, este ponía la vista al frente y decía: «No conozco a nadie». Al menos 87 hombres fueron fusilados ese mismo día, y el doble en el curso de los días siguientes[7].

A principios de octubre de 1936, una delegación de terratenientes del sur viajó a Burgos para solicitar a la Junta Técnica del Estado que invalidara la redistribución de las tierras practicada en los años anteriores. Entre los delegados figuraban Adolfo Rodríguez Jurado, presidente de la Agrupación Nacional de Propietarios de Fincas Rústicas y exmiembro de la CEDA, y Marcial Gómez Castaño, presidente de la Federación de Sindicatos de Propietarios de Badajoz (exmiembro de Renovación Española). Los terratenientes alegaron que los campesinos de izquierdas no debían beneficiarse de la propiedad de las tierras: «Se precisa practicar la acción política y social dirigida —entre otros aspectos— a privar a las masas socialistas y comunistas de las situaciones privilegiadas que, en orden a la posesión de las tierras, les concedieron las Casas del Pueblo, ya que sería absurdo que después de la guerra siguieran esas jentes [sic] con la indicada posesión, que constituiría, además, un serio peligro para el porvenir». Insistieron también en que los izquierdistas no merecían ningún pago por los trabajos de acondicionamiento y mejora de las tierras. Exigieron la devolución de todas las fincas distribuidas por la República a sus propietarios originales y proclamaron a bombo y platillo su identificación con la causa de los rebeldes. Su llamamiento concluyó con estas palabras: «Los propietarios de fincas rústicas, agricultores y ganaderos estamos incondicionalmente a las órdenes del glorioso Ejército salvador de la Patria y dispuestos a pechar con todos los sacrificios que ella nos pida»[8].

En realidad, los representantes de los latifundistas solo buscaban el refrendo legal de la situación impuesta por las columnas en el mes de agosto. En la localidad de Monesterio, 9 de los 11 miembros del Frente Popular fueron fusilados. El 21 de julio se concentraron en Llerena un gran número de guardias civiles, al reforzarse la guarnición local con los efectivos llegados de Zafra y de Azuaga, al este de la provincia. El mando del puesto de Azuaga, el teniente Antonio Miranda Vega, convenció al alcalde socialista de Llerena, Rafael Matrana Galán, y al Comité del Frente Popular de que sus hombres eran leales a la República y estaban dispuestos a combatir contra las columnas que avanzaban desde el sur. La carretera que conducía a Llerena cruzaba el puente de la Ribera sobre dos profundas cañadas. El 4 de agosto, Miranda Vega se ofreció a adelantarse con una fuerza conjunta de milicianos y guardias civiles para destruir el puente e impedir así el paso de la columna de Castejón. Cuando llegaron a él, la Guardia Civil atacó a los milicianos, los cargó en camiones y se dirigió al sur para encontrarse con las tropas rebeldes. En El Ronquillo, al norte de la provincia de Sevilla, los traidores se sumaron a la columna de Castejón. Antes de reemprender su marcha hacia el norte, mataron a todos los prisioneros de Llerena.

El alcalde, Rafael Maltrana, saltó del camión en el que se llevaron a los prisioneros antes de ejecutarlos, y logró regresar a Llerena. Las tropas de Castejón no tuvieron dificultad para eliminar la esporádica oposición que encontraron por el camino. Al amanecer del día siguiente, la Columna rebelde rodeó y atacó Llerena. Mientras las tropas moras, los legionarios y la Guardia Civil avanzaban por las calles del pueblo cerrando el cerco, los defensores se replegaron en la plaza Mayor. Armados únicamente con escopetas y explosivos de fabricación casera, se refugiaron en el ayuntamiento, en una escuela y en la iglesia de Nuestra Señora de la Granada. Tras lanzar una carga de bombas de mano contra el ayuntamiento y la escuela, los rebeldes remataron a punta de bayoneta a los que aún quedaban con vida. A continuación, la artillería bombardeó la iglesia antes de prenderle fuego. El ataque costó la vida a 150 republicanos, mientras que Castejón solo perdió 2 hombres y sufrió un total de 12 heridos. Cuenta Manuel Sánchez del Arco, el periodista de derechas que acompañaba a las columnas, que los moros, impresionados por la valentía de los defensores de Llerena, hicieron el siguiente comentario: «Aquí los revolucionarios no están como hebreos», lo que sin duda reflejaba los prejuicios de sus mandos militares. Un pequeño grupo de milicianos —con Rafael Maltrana a la cabeza— logró escapar del ataque[9].

Las calles de las ciudades principales y los pueblos circundantes aparecieron sembradas de cadáveres de izquierdistas asesinados a punta de bayoneta o de simples vecinos que tuvieron la desgracia de cruzarse con las columnas sedientas de sangre. La primera localidad a la que llegó la columna de Castejón fue Fuente de Cantos, uno de los pocos lugares donde se habían cometido atrocidades significativas contra personas de derechas. El 18 de julio, cerca de 70 derechistas fueron detenidos y, al día siguiente, varios grupos de izquierdistas enmascarados llegados de los pueblos de los alrededores y, armados con escopetas, encerraron a 56 de estos prisioneros en la iglesia del pueblo. Pese a los desesperados esfuerzos del alcalde, Modesto José Lorenzana Macarro, por contener el linchamiento, el 19 de julio los izquierdistas rociaron la iglesia con gasolina y le prendieron fuego. En el incendio murieron 12 personas. Lorenzana tuvo más éxito el 4 de agosto. Una mujer de veinte años perdió la vida al ser bombardeado el pueblo por la columna de Castejón. Cuando la muchedumbre enfurecida intentó atacar a los ya más de 90 prisioneros de derechas encerrados en la cárcel municipal, Lorenzana arriesgó su vida para impedirlo. Pistola en mano se enfrentó con los asaltantes y les dijo: «Ya ha habido suficientes muertes en este pueblo», a lo que uno de los frustrados milicianos contestó: «Pues… ten cuidao, que esos a los que tú ahora salvas la vida te tienen que matar a ti». Sin embargo, consciente de las consecuencias que tendría el incendio de la iglesia, la mayor parte de los republicanos, incluido el propio Lorenzana, huyeron del pueblo, de tal suerte que Fuente de Cantos estaba casi desierto cuando llegaron los africanistas. La columna de Castejón siguió su camino, dejando en Fuente de Cantos, por órdenes de Franco, una compañía de Regulares bajo el mando del capitán de la Guardia Civil Ernesto Navarrete Alcal, quien se ocuparía de la represión en la zona. Entre el 6 de agosto y el 30 de diciembre, por cada una de las víctimas que perdieron la vida en el incendio de la iglesia de Fuente de Cantos se fusiló a 25 supuestos izquierdistas sin juicio alguno. Entre ellos había 62 mujeres, varias embarazadas. A muchas las mataron después de violarlas[10]. Más tarde algunos miembros de la Falange local acusaron a Navarrete del robo de vehículos, obras de arte, cosechas y otros bienes. La magnitud de sus requisas alcanzó varias toneladas de grano y ocupó unos cuantos almacenes[11].

Una gran columna compuesta de milicianos y militares profesionales partió de Badajoz con el propósito de contener el avance africanista. El 5 de agosto, en los alrededores de Los Santos de Maimona, la columna desplegó una desesperada acción defensiva, pero fue derrotada por las tropas de Asensio, infinitamente mejor entrenadas, mejor armadas y provistas de artillería y de cobertura aérea. Para empeorar las cosas todavía más, algunos militares desleales inhabilitaron la artillería republicana. Las columnas franquistas perdieron 4 hombres; los republicanos, alrededor de 250. Antes de continuar su camino hacia Zafra, en las primeras horas de la mañana del 7 de agosto, Castejón encomendó a 20 falangistas y 20 requetés carlistas la represión en Los Santos de Maimona. Ni en esta localidad ni en Zafra había habido víctimas de derechas antes de la llegada de los rebeldes. El párroco de Los Santos de Maimona, Ezequiel Fernández Santana, suplicó a los falangistas por la vida de los elegidos. De nada sirvieron sus ruegos. En los días inmediatamente posteriores a la caída del pueblo, los rebeldes fusilaron a 100 vecinos, al tiempo que a otros muchos los encarcelaron y maltrataron, además de confiscarles sus bienes.

A pesar de las grandes tensiones sociales que se vivían en Zafra, en los cinco meses que mediaron entre las elecciones de febrero y la llegada de la columna de Castejón, el alcalde, José González Barrero, trabajó con ahínco para impedir que la izquierda vengara los abusos cometidos durante el bienio negro. Hubo algunos ataques contra personas de derechas, y el regidor se vio obligado a evacuar a varias comunidades religiosas. No dudó sin embargo en arriesgar su vida para impedir un derramamiento de sangre. Tras el golpe militar, González Barrero pasó a presidir el Comité del Frente Popular que detuvo a 28 conocidos defensores del alzamiento, y en dos ocasiones evitó los intentos de eliminar a los prisioneros por parte de elementos radicales. No obstante lo anterior, cuando el 6 de agosto Zafra cayó en manos de los golpistas, la represión fue tan feroz como lo había sido en Fuente de Cantos. En el primer día de ocupación militar fusilaron a 40 personas, y el número de víctimas en los meses siguientes se elevó hasta 200. El final de la guerra sorprendió a González Barrero en Madrid. Cuando Franco anunció que quienes no se hubieran manchado las manos de sangre no tendrían nada que temer, el alcalde de Zafra, que se creía del todo inocente, emprendió el regreso a casa. Fue detenido, internado en el campo de concentración de Castuera y ejecutado a finales de abril de 1939[12].

Al igual que en otros lugares, en Zafra las tropas de ocupación violaron a las mujeres de clase trabajadora y saquearon las viviendas de los republicanos. Los oficiales franquistas reconocieron que habían reclutado a mercenarios marroquíes con promesas de pillaje y que, cuando capturaban un pueblo, les dejaban actuar sin freno por espacio de dos horas[13]. Los legionarios y los moros que vendían radios, relojes, joyas y hasta muebles se convirtieron en una estampa común en los pueblos y ciudades del sur. También los falangistas que se ocupaban de la represión tras la retirada de las columnas saqueaban a su antojo[14]. Cuando las tropas continuaron su avance hacia el norte, el coadjutor de la iglesia de la Candelaria de Zafra, Juan Galán Bermejo, decidió sumarse a ellas como capellán castrense. En lo sucesivo, este sacerdote alto y de pelo rizado, con su enorme pistola al cinto, se distinguió por la sanguinaria ferocidad con que participaba en la represión. En cierta ocasión, al descubrir a cuatro hombres y a una mujer herida en una cueva próxima a Granja de Torre Hermosa, en la carretera de Azuaga (Badajoz) a Fuente Obejuna (Córdoba), Galán Bermejo los obligó a cavar sus propias tumbas antes de abrir fuego contra ellos y enterrarlos, algunos todavía vivos. Más tarde alardeó de haber matado personalmente a más de 100 izquierdistas[15].

Las poblaciones que seguían a Zafra en el camino de Mérida eran Villafranca de los Barros y Almendralejo. La noche del 7 de agosto, la columna de Asensio pasó de largo por aquella y continuó en dirección a Almendralejo. Los vecinos de Villafranca, donde no se había asesinado a ningún derechista, se sentían razonablemente seguros. Sin embargo, como sucedía en todas partes, los que llegaban huyendo del terror de las columnas difundían por los pueblos noticias de las matanzas y se mostraban ansiosos por exorcizar sus miedos y vengar sus odios contra los derechistas que encontraban en las localidades aún por conquistar. La mañana del 8 de agosto, un grupo de milicianos en retirada intentó incendiar la iglesia de Villafranca de los Barros, donde había 54 derechistas encerrados. El Comité del Frente Popular les impidió hacerlo. Los vecinos del pueblo sufrieron un castigo brutal por este ataque fallido. El 9 de agosto, Asensio prescindió de un grupo de hombres en su intento de derrotar a la resistencia en Almendralejo y los envió a ocupar Villafranca. A esas alturas los izquierdistas más destacados ya habían huido, lo que no impidió que los soldados de Asensio detuvieran a varios centenares de personas y fusilaran a 56. En el curso de los tres meses siguientes ejecutaron a más de 300. Estos incidentes tuvieron consecuencias inevitables en la zona republicana. En venganza por lo ocurrido en Villafranca, dos vecinos huidos de esta localidad participaron en las matanzas de Madrid y Extremadura oriental[16].

La columna de Asensio encontró grandes dificultades para hacerse con el control de Almendralejo, a pesar de las cargas de artillería y de los bombardeos aéreos. Los milicianos amenazaron con incendiar el edificio donde habían encerrado a los prisioneros de derechas si la columna entraba en el pueblo. Cuando lo hizo, los milicianos cumplieron su promesa y 28 personas murieron. Asensio esperó la llegada de la columna de Castejón. Hasta 40 izquierdistas se habían refugiado en la iglesia de la Purificación, a la que Asensio prendió fuego con azufre y paja húmeda confiando en que el humo los obligara a salir. Al ver que su táctica no daba resultado, bombardeó la iglesia y a continuación quemó lo que quedaba de ella. La resistencia concluyó definitivamente el 10 de agosto, con varios centenares de detenidos[17]. De acuerdo con los informes de la prensa contemporánea, más de 1000 personas, entre ellas 100 mujeres, fueron fusiladas en «esta localidad maldita», como se referían a Almendralejo los periodistas portugueses. Los historiadores locales que investigaron la represión en el momento de la ocupación y en los tres meses siguientes han podido confirmar los nombres de unos 400 hombres y 16 mujeres, si bien concluyen que el número de víctimas de ambos sexos fue muy superior. Antes de los fusilamientos, a muchas mujeres las violaron y a otras les raparon la cabeza y las obligaron a beber aceite de ricino. A los hombres les daban a elegir: «A Rusia o a la Legión». «Rusia» significaba ejecución. Ante esta disyuntiva, normalmente optaban por la Legión. La derecha local organizó diversas patrullas montadas que se encargaban de rastrear sin tregua los montes de los alrededores en busca de izquierdistas huidos[18].

Estos actos de salvajismo deliberado constituían lo que un historiador ha llamado «didactismo por el terror». El objetivo era enterrar de una vez por todas las aspiraciones colectivistas de los campesinos sin tierra. Con la excusa del «terror rojo», y sin tomarse la molestia de averiguar si de verdad se habían producido crímenes contra los conservadores, las columnas rebeldes provocaron un auténtico baño de sangre. En los lugares donde el Comité del Frente Popular había protegido a los derechistas se usó como pretexto de la venganza que solo la llegada de las tropas franquistas en el momento justo logró impedir las atrocidades. A los miembros de dicho Comité del Frente Popular los fusilaban en el acto o muy poco después. La misma suerte aguardaba a los sindicalistas de izquierdas y a muchos individuos, completamente apolíticos, que tuvieron la desgracia de encontrarse allí. Lo cierto es que, por lo general, los ejecutados no habían cometido ninguna tropelía. La indignación de la derecha local obedecía al hecho de que, tras las elecciones de febrero de 1936, los ayuntamientos de izquierdas, de acuerdo con las casas del pueblo, prohibieron las ceremonias religiosas y obligaron a los principales terratenientes a contratar trabajadores sindicados y a ofrecerles salarios más altos que los que se pagaban durante el bienio negro[19]. Los insultos y las impertinencias de que fueron objeto las clases media y alta en los pueblos y ciudades del sur por parte de sus inferiores durante la primavera y el verano de 1936, constituían una amenaza intolerable para su posición económica y social. Tal estado de cosas alimentó el odio con que muchos conservadores secundaron la brutalidad de las columnas africanas[20].

El latifundio, que era el modelo dominante de propiedad de las tierras en Andalucía, Extremadura y Salamanca, permitía a los amos pensar en el bracero como un ser infrahumano, una mera propiedad y un «objeto» al que castigar o aniquilar si osaba rebelarse. Para los terratenientes, la experiencia de la Segunda República equivalía a una «rebelión» en toda regla. Tras la matanza de Almendralejo, Franco ordenó a las columnas de Asensio y Castejón que se unieran para atacar Mérida y Badajoz. La derecha local se mostraba reacia a que las tropas abandonaran la ciudad antes de haber eliminado definitivamente a todos los elementos izquierdistas, por lo que Castejón solicitó refuerzos de la Guardia Civil y falangistas o carlistas armados para que concluyeran la «limpieza»[21].

Hay que tener en cuenta que el 18 de julio de 1936 se produjo un salto cualitativo en la virulencia de las opiniones del alto mando militar. La analogía establecida entre el enemigo moro, el enemigo judío y el enemigo izquierdista queda claramente ilustrada en el título de un libro muy popular sobre la guerra, publicado en 1937: Guerra en España contra el Judaísmo bolchevique, cuyo contenido ofrecía muy pocos elementos para justificar dicho título; más bien se limitaba a suponer que sus posibles lectores darían por cosa cierta la relación entre judíos y bolcheviques[22]. El terror que el Ejército de África impuso sobre la clase trabajadora en Andalucía y Extremadura revela muchas de las ideas de los mandos militares procedentes de las colonias españolas.

Franco encomendó el mando conjunto de las tres columnas a un africanista feroz, el teniente coronel Juan Yagüe Blanco[23]. Ramón Serrano Suñer lo describía como: «Corpulento, alto, con melena aleonada y mirada de animal de presa —un animal de presa miope—, era un hombre inteligente pero conducido —y a veces obnubilado— por su temperamento. Rebelde y jaque, sufría sin embargo unas depresiones cíclicas —quizás debidas a un trauma físico mal compensado— que quitaban continuidad, firmeza y coherencia a sus actitudes». Nacido en la localidad soriana de San Leonardo, el 9 de noviembre de 1891, Yagüe conoció a Franco en la Academia de Infantería de Toledo. Era un típico ejemplo de africanista que, antes de 1936, había pasado dieciocho de los veintiséis años de su carrera militar en Marruecos, donde su valentía no exenta de impulsividad lo llevó a ser herido en tres ocasiones y condecorado a menudo por sus actos de servicio, hasta alcanzar el rango de teniente coronel en 1928. Las reformas militares emprendidas por Azaña avivaron el fuego de su hostilidad contra la República. Al revisarse los ascensos, Yagüe perdió ochenta y dos posiciones en la lista de veteranía y se vio degradado al rango de comandante, aunque en un solo año logró recuperar el grado de teniente coronel. Durante la sangrienta represión de Asturias en octubre de 1934, Yagüe, con sus gafas redondas y su melena gris, se convirtió en la imagen del hombre más odiado y temido por la izquierda[24].

Franco le ordenó que lanzara un ataque por tres flancos contra Mérida, la antigua ciudad romana situada en el camino de Cáceres e importante centro de comunicaciones entre Sevilla y Portugal. Mérida sufrió un bombardeo feroz por tierra y por aire. El mando de la unidad de Artillería de la Columna de Asensio lo ostentaba el capitán Luis Alarcón de la Lastra, un africanista que, en protesta por las reformas militares de Azaña, abandonó el Ejército y se retiró a sus fincas próximas a Carmona, en la provincia de Sevilla. Diputado de la CEDA por Sevilla y furibundo oponente de las reformas agrarias propuestas por Manuel Giménez Fernández, el 18 de julio Alarcón de Lastra, entusiasmado, se incorporó voluntariamente a las tropas africanas. Mérida cayó el 11 de agosto, con un saldo de 250 muertos entre los defensores de la ciudad frente a menos de 10 entre las tropas rebeldes. La izquierda depositó toda su confianza en un único cañón que apuntaba al puente romano sobre el río Guadiana. Los defensores de la ciudad, desmoralizados por los bombardeos y armados únicamente con rifles, no tenían ninguna posibilidad frente a las ametralladoras de los hombres de Asensio. Siguió la habitual represión sangrienta. Los izquierdistas que no pudieron escapar se refugiaron en sus viviendas o en el sótano de la casa del pueblo. Los rebeldes los obligaron a salir de uno en uno y los mataron a medida que aparecían. En el curso de los días posteriores, los ocupantes registraron la ciudad casa por casa, detuvieron y ejecutaron a los hombres y humillaron a las mujeres. La ciudad quedó a partir de entonces bajo el mando del teniente coronel Tella[25].

La represión en Mérida se prolongó por espacio de varios meses y de ella se ocuparon los falangistas bajo la supervisión de un siniestro guardia civil, Manuel Gómez Cantos. Tras adquirir fama por su perversa brutalidad en diversos destinos del sur, principalmente en Málaga, Gómez Cantos fue destinado a Villanueva de la Serena, al noroeste de la provincial de Badajoz. El 19 de julio encabezó la sublevación del puesto de la Guardia Civil local. Concluida la sangrienta batalla en la que contó con la ayuda de los falangistas, el capitán detuvo a los miembros del ayuntamiento y la casa del pueblo junto a otros izquierdistas. Cuando las tropas republicanas se acercaban a la ciudad, Gómez Cantos se llevó a sus hombres y a los prisioneros a la localidad cacereña de Miajadas, dominada por los rebeldes, y allí asesinó a todos los rehenes. Poco después se le unieron un gran número de guardias civiles rebeldes[26]. A partir de ese momento, el capitán gozó de carta blanca para llevar a cabo la represión a su antojo, y el 11 de agosto fue ascendido a comandante. En Mérida supervisó las ejecuciones nocturnas de los hombres a los que encerraban en el casino, convertido en improvisada prisión. Uno de los prisioneros era el doctor Temprano, un republicano liberal. A diario, durante un mes entero, Gómez Cantos recorrió el centro de la ciudad en compañía del médico para tomar nota de quienes lo saludaban. De esta manera identificó a sus amigos y pudo detenerlos, tras lo cual él mismo mató al doctor Temprano. Se proponía liquidar asimismo a Antonio Oliart Ruiz, un conservador adinerado que había huido de la izquierda en Barcelona y a quien Gómez Cantos se empeñó en señalar como un espía catalán. Oliart escapó de nuevo, esta vez a Burgos[27]. En febrero de 1938, Queipo de Llano envió a Gómez Cantos a Badajoz en calidad de «delegado de orden público». Aunque la represión practicada por sus predecesores en el cargo había eliminado prácticamente a toda la izquierda de la ciudad, el nuevo delegado tuvo la idea de marcar con un brochazo de pintura roja en la chaqueta a todo aquel individuo sospechoso de albergar simpatías izquierdistas. En marzo de 1940 fue ascendido a teniente coronel y destinado a Pontevedra, donde ocupó el cargo de gobernador civil[28].

Las tropas de Franco llegaron a Mérida en el plazo de una semana, tras haber recorrido 200 kilómetros. La experiencia de combate en campo abierto del Ejército africano explica el éxito fulgurante de Asensio y Castejón. Las improvisadas milicias republicanas eran capaces de luchar encarnizadamente mientras contaran con el abrigo de edificios o árboles, pero carecían del entrenamiento más elemental para desplegarse sobre el terreno y apenas sabían cargar las armas y ocuparse de su mantenimiento. Así, se agrupaban junto a los caminos, sin reparar en la mejor posición estratégica que ofrecían las laderas de los montes, y así presentaban a las columnas rebeldes un blanco relativamente fácil. El terror que acompañaba al avance de los moros y los legionarios, y que se amplificaba tras cada una de sus victorias, garantizaba la desbandada de los milicianos y el abandono de las armas en su huida ante el más leve rumor de derrota. John T. Whitaker, corresponsal de The New York Herald Tribune, ofreció la siguiente descripción: «Avanzaba con los moros y los veía flanquear, desplazar y aniquilar a un número de milicianos diez veces superior a sus tropas, batalla tras batalla. El heroísmo individual de estos soldados sin formación de nada sirve frente a un ejército profesional apoyado por la fuerza aérea»[29].

Franco era muy consciente de la superioridad de los rebeldes frente a las milicias precariamente armadas, y con esta circunstancia en mente planificó el desarrollo de sus operaciones junto con su jefe del Estado Mayor, el coronel Francisco Martín Moreno. La intimidación y el uso del terror se especificaron en las órdenes escritas bajo el eufemismo de «castigo»[30]. El coronel Martín Moreno resumía la situación en una orden del 12 de agosto, en la que señalaba:

La calidad del enemigo que tenemos delante, sin disciplina ni preparación militar, carente de mandos ilustrados y escasos de armamentos y municiones en general por falta de Estados y organización de servicios, hace que en los combates que nos vemos obligados a sostener, las resistencias sean generalmente débiles … Nuestra superioridad en armamento y hábil utilización del mismo nos permiten el alcanzar con contadas bajas los objetivos: La influencia moral del cañón mortero o tiro ajustado de ametralladora es enorme sobre el que no lo posee o no sabe sacarle rendimiento[31].

El uso del terror no fue espontáneo; antes bien, respondía a un cálculo minucioso de sus efectos colaterales. Los Regulares y la Legión mutilaban a los heridos, les cortaban las orejas, la nariz, los órganos sexuales y hasta los decapitaban. Tales prácticas, en combinación con las matanzas de prisioneros y la violación sistemática de las mujeres, fueron permitidas en España por los oficiales sublevados como antes lo habían sido en Marruecos por Franco y otros mandos militares. Los sucesos que se vivieron en Asturias en 1934 pusieron de manifiesto la utilidad de estos procedimientos por razones muy diversas: satisfacían la sed de sangre de las columnas africanas, eliminaban en gran número a los posibles opositores y, sobre todo, generaban un terror que paralizaba a la población[32]. Todo parece indicar que los rebeldes eran conscientes de la barbarie de lo que hacían, y por eso tenían que ocultarlo. Alrededor del 13 de agosto, Queipo de Llano fue entrevistado en Sevilla por Harold Cardozo, el corresponsal londinense del Daily Mail, profundo simpatizante de la causa nacional. Queipo de Llano aseguró al periodista británico que:

Salvo en el calor de la batalla o en la toma por asalto de una posición, ningún hombre era fusilado sin concederle el derecho a ser oído en juicio justo, en estricto cumplimiento de las leyes procesales de los tribunales militares. Las audiencias son públicas y sólo se condena a muerte a quienes han tomado parte en asesinatos u otros delitos punibles de conformidad con nuestro código militar, o a aquellos que, por su posición de autoridad, son responsables de haber permitido la comisión de tales delitos. He tomado miles de prisioneros y más de la mitad se encuentran hoy en libertad[33].

Sin embargo, Harold Pemberton, el corresponsal del prorrebelde Daily Express, refirió que, tras la captura de Mérida, los legionarios les ofrecieron a él y a su fotógrafo «orejas de comunistas como recuerdo» de la masacre[34].

Tras la ocupación de Mérida, las tropas de Yagüe se desviaron al sudoeste para tomar Badajoz, la principal ciudad extremeña, situada en las orillas del Guadiana, muy cerca de la frontera portuguesa. Si las columnas hubieran continuado su rápido avance hacia Madrid, la guarnición de Badajoz no habría podido amenazarlas seriamente desde la retaguardia. Los historiadores franquistas han insinuado que Yagüe regresó a Badajoz por su propia iniciativa. De ser así, podría haber tenido graves problemas con Franco, que a diario tomaba personalmente las decisiones importantes y dejaba su aplicación en manos de Yagüe. Franco supervisó las operaciones en Mérida y, a última hora de la tarde del 10 de agosto, recibió a Yagüe en su cuartel general con el fin de comentar tanto el ataque a Badajoz como los objetivos siguientes. La toma de Badajoz era esencial para concluir la unificación de las dos secciones de la zona rebelde y cubrir la totalidad del flanco izquierdo a lo largo del itinerario de las columnas. Además, aunque con esta demora incurrió en el error estratégico de dar más tiempo al gobierno republicano para organizar sus defensas, Franco estaba más preocupado por practicar una purga total en los territorios conquistados que por cosechar una victoria rápida, tal como tuvo ocasión de demostrar en repetidas ocasiones a lo largo de la guerra[35].

Uno de los primeros pueblos situados entre Mérida y Badajoz era la localidad de Torremayor, donde el Comité del Frente Popular había impedido cualquier acto violento. Allí no había derechistas detenidos ni se había cometido ninguna atrocidad, así que las tropas de Yagüe pasaron de largo sin que se registrara incidente alguno[36]. A medio camino se encontraban los pueblos de Lobón, Montijo y Puebla de la Calzada. Al llegar a estos municipios la noticia del golpe militar, los representantes de sindicatos y partidos izquierdistas constituyeron los diversos Comités de Defensa que se encargaron de crear las milicias populares y de armarlas con las pocas escopetas de caza que poseían los trabajadores o que lograron confiscar a los ricos. En Puebla de la Calzada, 33 hombres integraban la milicia, mientras que la de Montijo contaba con 100. En los tres pueblos, los comités decidieron detener a los vecinos ricos que apoyaban el alzamiento militar. Entre los 66 detenidos en Puebla de la Calzada figuraban algunos terratenientes que se habían negado a pagar a los trabajadores alojados en sus fincas. Un total de 19 eran propietarios, 12 eran labradores y 4 eran dueños de pequeñas fábricas. Todos ellos recibieron un trato digno, y se permitió a sus familiares que les llevaran comida, tabaco, colchones y mantas. Los que accedieron a abonar los salarios que adeudaban a los trabajadores quedaron en libertad. Algunos miembros del comité eran partidarios de ejecutar a los prisioneros, pues estaban convencidos de que no escatimarían esfuerzos para lograr que las columnas asesinaran a los izquierdistas cuando finalmente llegaran al pueblo. El comité consiguió acallar estas voces. En Montijo encerraron a 56 derechistas en el convento de las clarisas y permitieron que los prisioneros recibieran comida de sus familias, si bien los obligaron a trabajar en los campos y algunos fueron maltratados por sus guardianes. De todos modos, cuando un grupo de milicianos de Badajoz intentó quemar el convento, el Comité de Defensa impidió que llevaran a cabo sus planes. Al amanecer del 13 de agosto, cuando la columna de Yagüe llegó a Puebla de la Calzada, los derechistas liberados declararon que sus captores habían intentado quemarlos vivos en la iglesia del pueblo[37].

Los comités de Montijo y Puebla de la Calzada no tenían la más mínima posibilidad de enfrentarse a una columna integrada por 3000 mercenarios curtidos en combate, de ahí que muchos izquierdistas huyeran rápidamente, unos para participar en la defensa de Badajoz, otros en dirección este, para refugiarse en Don Benito. Tras recibir la rendición de los pueblos de manos de delegaciones de izquierdas y derechas, Yagüe nombró una Gestora Municipal en cada municipio con las siguientes instrucciones: «No dejéis a ningún dirigente de izquierdas vivo». Los falangistas saquearon la casa del pueblo de Puebla de la Calzada y quemaron la mayor parte de lo que había en ella, a excepción de las listas de sus miembros. Los esfuerzos del presidente de la Gestora Municipal, Fabián Lozano Reyes, así como de otros vecinos de clase media que antes eran miembros de la CEDA y ahora se habían pasado a la Falange, no lograron impedir el fusilamiento de 29 hombres y una mujer. Antes de ser ejecutada, María Concepción Castón, que así se llamaba la víctima, fue conducida a la plaza del pueblo en compañía de otras sindicalistas y mujeres casadas con hombres de izquierdas, donde les raparon la cabeza y las obligaron a beber un bidón de aceite de ricino. A continuación, les hicieron desfilar por las calles del pueblo mientras la purga producía su efecto excretor. Además de padecer este tipo de humillaciones sistemáticas, la mayor parte de las mujeres tuvieron enormes dificultades para volver a encontrar trabajo. Como ya se ha indicado a propósito de otros lugares, para atraer a los que habían huido, las nuevas gestoras de los municipios hicieron público el falso anuncio de que quienes no hubieran cometido delitos de sangre podrían regresar a sus casas sin ningún temor. A los muchos inocentes que cayeron en la trampa los detuvieron y los fusilaron. El 28 de agosto se celebró en Montijo una importante festividad religiosa que concluyó con la pública exhibición de los líderes izquierdistas y sindicalistas de la localidad, a quienes obligaron a punta de pistola a pedir perdón por los graves pecados que habían cometido. Al amanecer del 29 de agosto fusilaron a 14 prisioneros, entre ellos el alcalde, Miguel Merino Rodríguez. Los rebeldes confiscaron sus tierras y condenaron a su mujer y a sus seis hijos a una situación de pobreza extrema. En los meses y años sucesivos, los fusilamientos se cobraron la vida de alrededor de 100 personas[38].

El 2 de septiembre llegó a la cercana localidad de Torremayor, donde no se había registrado ningún incidente violento, un grupo de matones falangistas capitaneados por un individuo llamado Victoriano de Aguilar Salguero. Los asaltantes irrumpieron en la casa del presidente del Comité del Frente Popular, en la del maestro, que era su secretario, y en la del presidente de la casa del pueblo. Después de registrar sus viviendas y de robar el dinero y las joyas que encontraron, se los llevaron a los tres y los ejecutaron en el cementerio. La mujer del maestro, que estaba muy enferma, murió al enterarse de la noticia, dejando dos hijas huérfanas, una de veintiún meses y otra de cuatro años. El hermano de la fallecida, un destacado falangista de Sevilla, se esforzó en vano por conseguir una pensión para las niñas, que les fue negada al no estar el padre muerto oficialmente. Una investigación posterior reveló que los falangistas se llevaron a los tres hombres al puesto de la Guardia Civil, donde un «tribunal» constituido por Aguilar Salguero y dos guardias civiles los condenó a muerte. El párroco de Torremayor los acompañó entonces al cementerio, donde fueron fusilados. Con el fin de justificar los crímenes, Aguilar Salguero alegó su obediencia a las órdenes dejadas por Yagüe en Lobón, Montijo y Puebla de la Calzada «de fusilar a todos los individuos dirigentes o de marcada significación izquierdista, culpables del estado anárquico en que se encontraba España». Si bien la muerte del maestro se registró oficialmente más tarde, huelga decir que las autoridades no tomaron ninguna medida contra los falangistas[39].

Tras la captura de Puebla de la Calzada, Montijo y Lobón, las tropas de Yagüe continuaron avanzando hacia el oeste, en dirección a Talavera la Real. También en esta localidad el Comité del Frente Popular había detenido a 82 derechistas, a los que maltrataron, insultaron y obligaron a desfilar por las calles del pueblo y a pagar los salarios que debían a los trabajadores. Encerraron a 59 de ellos en una iglesia y a los otros 23 en el almacén municipal. Cuando los hombres de Yagüe estaban a punto de entrar en el pueblo, dos izquierdistas impidieron que una banda de milicianos borrachos prendieran fuego a la iglesia. Un grupo de milicianos huyó junto a varios miembros del Comité de Defensa, llevándose consigo a 23 prisioneros. A un kilómetro de Talavera fusilaron a los rehenes, 21 de los cuales murieron. No es de extrañar que uno de los dos supervivientes participara activamente en la represión posterior. La venganza fue significativamente superior, ya que, según estimaciones locales, hubo hasta 250 ejecutados[40].

La columna de Yagüe se dirigió a Badajoz, donde el golpe militar había fracasado en parte gracias a la decidida actuación del Comité de Defensa del Frente Popular, presidido por el gobernador civil, Miguel Granados Ruiz, el diputado socialista Nicolás de Pablo y el alcalde Sinforiano Madroñero. El comité ordenó la detención inmediata de más de 300 partidarios del golpe militar y organizó las milicias de izquierdas con el precario armamento disponible. El fracaso de la sublevación en Badajoz reflejaba asimismo la indecisión y las divisiones entre los mandos de esta plaza militar donde, a diferencia de otros lugares del sur, había un grupo de oficiales firmemente leales a la República. El 26 de julio, el gobierno de Madrid envió al coronel Ildefonso Puigdengolas Ponce de León con la misión de organizar la defensa de la ciudad. Puigdengolas, que vestía el mono azul de los milicianos y acababa de sofocar la sublevación en Guadalajara y Alcalá de Henares, fue recibido como un héroe por la izquierda pacense. Detuvo sin contemplaciones a varios oficiales sospechosos y comenzó los preparativos para la instrucción militar de las milicias[41].

Entre el 18 de julio y la llegada de las tropas de Yagüe apenas se cometieron actos violentos contra los derechistas en Badajoz, en buena medida gracias a los esfuerzos del alcalde y el jefe de la Guardia Municipal, Eduardo Fernández Arlazón. Aunque este último fue más tarde condenado a muerte por los franquistas, se le conmutó la pena capital por la de treinta años de prisión, tras recibirse en su favor numerosos testimonios de conservadores agradecidos. Exceptuando un intento fallido de sublevación por parte de la guarnición de la Guardia Civil el día 6 de agosto, el único incidente de gravedad ocurrió el 22 de julio cuando un grupo de milicianos asesinó a Feliciano Sánchez Barriga, un terrateniente de extrema derecha que había sido el enlace entre los conspiradores militares y la falange local. El obispo de Badajoz, José María Alcaraz Alenda, fue desalojado pacíficamente de su palacio, tras permitir que se llevara el Santísimo Sacramento del Tabernáculo, y se le asignó un guardaespaldas. Hubo represalias cuando, a partir del 7 de agosto, el número de víctimas civiles empezó a crecer por los bombardeos diarios de la aviación franquista, así como en venganza por la sublevación protagonizada por la Guardia Civil el día anterior. El número de muertos alcanzó la decena: 2 oficiales del Ejército, 2 guardias civiles retirados, 2 religiosos y 4 destacados derechistas, entre ellos un hombre que había subido a un tejado para hacer señales a la aviación rebelde. La banda responsable de estos crímenes no tenía ninguna relación con el Comité de Defensa local, y muchos de sus integrantes perdieron la vida en el ataque o lograron escapar. La inmensa mayoría de los prisioneros de derechas detenidos por el comité no sufrieron ningún daño, lo que no impidió la represión posterior en venganza por el «terror rojo»[42].

La fama de las tropas de Yagüe precedió a su llegada a Badajoz. Cuando los rebeldes rodearon las murallas, la ciudad estaba inundada por los refugiados que huían de las columnas africanas, y los bombardeos diarios acrecentaban la sensación de tragedia inminente. El 13 de agosto una escuadrilla de aviones sobrevoló la ciudad para lanzar miles de octavillas que contenían una seria advertencia firmada por Franco y dirigida a «los soldados y ciudadanos resistentes en Badajoz». Su texto completo decía lo siguiente:

Vuestra resistencia será estéril y el castigo que recibáis estará en proporción de aquella. Si queréis evitar derramamientos inútiles de sangre, apresad a los cabecillas y entregadlos a nuestras fuerzas. El movimiento salvador español es de paz, de fraternidad entre los españoles de orden, de grandeza de la Patria, y a favor de la clase obrera y media; nuestro triunfo está asegurado y por España y su salvación destruiremos cuantos obstáculos se nos opongan. Aún es tiempo de corregir vuestros errores; mañana será tarde. ¡Viva España y los españoles patriotas!

No cabía duda de que se avecinaba la matanza[43].

Puigdengolas había logrado reunir a unos 1700 hombres para la defensa de Badajoz, 300 de los cuales eran soldados profesionales y el resto, milicianos escasamente armados, tanto naturales de la ciudad como refugiados procedentes de otros lugares. El reclutamiento de voluntarios comenzó el 4 de agosto, tras la caída de Llerena. Algunos contaban con rifles, pero lo cierto es que la munición escaseaba, y muchos de ellos solo tenían guadañas y escopetas de caza. La mayoría de las tropas de la guarnición de Badajoz se habían trasladado a Madrid para reforzar la defensa de la capital. Los bombardeos de la artillería y la aviación franquistas provocaron un goteo continuo de deserciones, de tal suerte que el número de defensores era muy inferior al que refieren las fuentes de la derecha. Por otro lado, entre los oficiales del Ejército republicano había hombres de dudosa lealtad que hicieron cuanto estuvo en sus manos para obstruir la defensa, escondiendo las armas o desviando intencionadamente el punto de tiro de los cañones. Incluso el coronel Puigdengolas, junto con el alcalde, el diputado Nicolás de Pablo y otros miembros del Comité de Defensa huyeron a Portugal en torno a las nueve de la mañana del 14 de agosto. Los hombres de Yagüe eran muchos más que el puñado de héroes que menciona la literatura franquista. Las columnas unidas de Castejón y Asensio sumaban 2500 soldados, sin contar los numerosos falangistas y requetés que se fueron sumando a lo largo del camino desde Sevilla[44].

Desde primeras horas de la mañana del 14 de agosto la ciudad sufrió un durísimo ataque por parte de la Artillería de Alarcón de la Lastra, y muchos de los oficiales al mando de la defensa desertaron tras la huida de Puigdengolas. Alrededor del mediodía, pese al valor con que los milicianos resistieron los bombardeos, las murallas de Badajoz sucumbieron a las feroces embestidas de las tropas de Castejón, ayudadas en el ataque por la pequeña Quinta Columna de oficiales formada entre los defensores de la ciudad, algunos de los cuales abandonaron sus posiciones y se concentraron en las inmediaciones de la prisión para sumarse a los reclusos de derechas que aguardaban a los «libertadores» para darles la bienvenida. Entre los liberados se encontraba Regino Valencia, amigo de Salazar Alonso y asesino del diputado del PSOE Pedro Rubio Heredia. Legionarios y regulares ocuparon el centro de la ciudad, asesinando a todo el que encontraban en su camino, incluso a los que arrojaron las armas al suelo y alzaron los brazos en señal de rendición[45]. Muchos milicianos se refugiaron en la catedral, donde murieron a punta de bayoneta en las naves o en las escaleras del altar mayor. Un hombre que se escondió en un confesionario fue abatido de un disparo por el padre Juan Galán Bermejo, el cura de Zafra que se incorporó a la Legión como capellán castrense y que, con su pelo engominado, su bastón y su pistola, empezaba a ser famoso por su crueldad[46].

Los legionarios, regulares y falangistas se lanzaron a una orgía de saqueos en comercios y viviendas en su mayoría pertenecientes a los mismos derechistas a los que habían «liberado». Un oficial rebelde le dijo al periodista Jay Allen: «Es el impuesto bélico que se paga por la salvación». Arrasaron con todo lo que podían llevarse (joyas, relojes, radios, máquinas de escribir, ropa y rollos de tela) y cargaron con el botín por las calles sembradas de cadáveres y cubiertas de sangre. Cientos de prisioneros fueron conducidos a la plaza de toros. Al caer la noche, las bandas de soldados moros y falangistas ebrios seguían saqueando las viviendas de los trabajadores, violando a las mujeres, llevándose a los hombres a la plaza de toros o fusilándolos sobre la marcha. Muchos cadáveres aparecían con los genitales mutilados. Los rebeldes instalaron sus ametralladoras en los burladeros alrededor del ruedo, y allí emprendieron una matanza indiscriminada. A lo largo de la tarde detuvieron a 1200 vecinos, en muchos casos civiles inocentes sin ninguna filiación política: hombres y mujeres, socialistas, anarquistas, comunistas, republicanos de clase media, simples campesinos y todo el que presentara una contusión en el hombro por el retroceso de un rifle. No se anotaron sus nombres ni se registró ningún detalle. A las siete y media de la mañana siguiente se reanudaron los disparos, y los gritos de los moribundos resonaron a mucha distancia de la plaza. El relato reciente de algunos supervivientes revela que las ejecuciones pronto quedaron en manos de pelotones de fusilamiento formados por guardias civiles[47].

En el curso de los tres días que siguieron, cuando las columnas de Yagüe aún no habían abandonado la ciudad, los moros instalaron tenderetes en las calles para vender los relojes, las joyas y los muebles que previamente habían robado. El propio Yagüe se apropió de un espléndido, coche que pertenecía a Luis Pla Álvarez, un republicano moderado, propietario, junto con su hermano Carlos, de un próspero negocio de transporte y venta de automóviles. Los hermanos Pla habían hecho uso de sus influencias para salvar las vidas de muchos derechistas y acogieron en su casa a varios religiosos que más tarde escribieron apelaciones de clemencia en su favor. El 19 de agosto, la Guardia Civil se los llevó al campo y les dijeron que eran libres de marcharse, para luego matarlos a tiros «mientras intentaban escapar», tras lo cual se apoderaron de su negocio y de sus bienes[48]. Cuando el obispo Alcaraz Alenda intercedió por ellos, Yagüe respondió: «Diga al mensajero que comunique al señor Obispo que las personas por quienes se interesa, y otras, han sido fusiladas esta mañana, para que el señor Obispo pueda vivir»[49]. Tanto si guardaba relación directa con los robos como si, más previsiblemente, formaba parte de un plan de exterminio de la izquierda bien diseñado, el ritmo de la masacre no disminuyó. El segundo día los vecinos de derechas salieron a las calles para vitorear a los ocupantes e insultar a los prisioneros. Aunque no llegó a producirse un simulacro formal de corrida de toros, según refirió la prensa republicana, lo cierto es que a los prisioneros los trataron como a bestias. Moros y falangistas, bajo la complacida mirada de sus oficiales, aguijonearon a los detenidos con bayonetas. Cientos de refugiados que intentaban huir a Portugal fueron detenidos y devueltos a Badajoz gracias a la estrecha colaboración de la Policía de fronteras portuguesa con el Estado Mayor franquista[50]. Varios terratenientes portugueses presenciaron la matanza en la plaza de toros, invitados especialmente al espectáculo como recompensa por la ayuda prestada en la captura de los izquierdistas huidos[51].

Aunque habían sido muy pocos los derechistas asesinados en Badajoz, los fusilamientos de los llamados «desafectos» (todo aquel de quien la derecha sospechara o que no despertara sus simpatías) se prolongaron durante varias semanas. Tras la partida de Yagüe, la represión quedó a cargo del nuevo gobernador civil, el coronel Eduardo Cañizares, y el teniente coronel Manuel Pereita Vela, enviado desde Sevilla por Queipo de Llano el 18 de agosto como comandante de la Guardia Civil y delegado de Orden Público. Se ha calculado que Pereita fue responsable de 2580 muertes hasta la fecha de su relevo, el 11 de noviembre de 1936. Su sucesor, Manuel Gómez Cantos, informó de que Pereita había amasado una fortuna confiscando los bienes de sus víctimas, su ganado o sus tierras. Azuzado por su amigo Guillermo Jorge Pinto, un terrateniente y falangista de Olivenza, Pereita comenzó por ordenar la detención de ciudadanos con inclinaciones mínimamente izquierdistas o liberales, sirviéndose para ello de denuncias maliciosas o alegando las razones más extravagantes. La mayoría de los detenidos fueron fusilados sin ninguna investigación. Bajo el liderazgo del implacable Arcadio Carrasco Fernández-Blanco y de Agustín Carande Uribe, la Falange, que se nutría de los vástagos de la oligarquía terrateniente, se sumó ávidamente a la carnicería. Llegaron prisioneros de otras zonas de Extremadura, puesto que la derecha aprovechó la oportunidad para acabar de raíz con la amenaza de reforma agraria. Los abusos sexuales fueron el castigo de las jóvenes que trabajaban como criadas o costureras en las casas de los ricos y que en la primavera de 1936 habían intentado agruparse en un sindicato, si bien no fueron las únicas mujeres que padecieron esos escarmientos[52].

El martes 18 de agosto, una unidad de tropas a caballo escoltó a 400 hombres, mujeres y niños desde la localidad portuguesa de Caia hasta Badajoz. Entre los detenidos había también conservadores que habían huido de la ciudad inmediatamente después del alzamiento militar. Alrededor de 300 fueron ejecutados. Los falangistas tenían carta blanca para entrar en Portugal en busca de refugiados españoles. Jay Allen describía así la escena que se vivió en Elvas:

Hoy mismo (23 de agosto) ha llegado un vehículo en el que ondeaba la bandera roja y gualda de los rebeldes, acompañados por un teniente portugués. Los fascistas se abrieron camino por las callejas hasta el hospital donde se encontraba el Senor Granado, [sic] gobernador civil republicano de Badajoz. Una vez allí, subieron corriendo las escaleras, avanzaron a grandes zancadas por un pasillo con las armas a punto e irrumpieron en la habitación del enfermo, que enloqueció al verlos llegar. El doctor Pabgeno, director del hospital, se abalanzó sobre el paciente indefenso para protegerlo y pidió ayuda a gritos. De esta manera salvó una vida[53].

Entre los muchos liberales, republicanos y masones detenidos y devueltos a Badajoz se encontraban el alcalde Sinforiano Madroñero y dos diputados socialistas, Nicolás de Pablo y Anselmo Trejo. Con la ropa hecha jirones y el cuerpo lleno de heridas, los ejecutaron el 30 de agosto como culminación de una elaborada ceremonia fascista, tras una misa campestre y una procesión encabezada por una banda de música. El gobierno portugués negó que hubieran llegado a cruzar la frontera. El coronel Cañizares informó a Antonio Bahamonde, jefe de Prensa y Propaganda de Queipo de Llano, de que las ejecuciones posteriores se celebraron con el acompañamiento de una banda militar, al son de la «Marcha Real» y el himno falangista, «Cara al sol». Muchos espectadores llegaban de Portugal para aplaudir frenéticamente la matanza. Sin embargo, también hubo algunos militares portugueses que salvaron la vida de los refugiados españoles y muchas familias portuguesas que acogieron en sus casas a los llegados de Badajoz y Huelva[54]. A mediados de octubre, 1435 refugiados fueron repatriados a la España republicana en un barco que zarpó de Lisboa rumbo a Tarragona[55].

Las estimaciones más elevadas de la represión en Badajoz hablan de 9000 muertos, las más bajas los cifran a «entre doscientos a seiscientos». Buena parte de los que perdieron la vida en los días posteriores a la masacre inicial eran milicianos procedentes de otros lugares venidos para defender la ciudad, así como refugiados o prisioneros de otros municipios. Los mataban sin juicio alguno y a continuación los incineraban o enterraban en fosas comunes, por lo que no hay registro del número real de víctimas. Un estudio riguroso de los hechos llevado a cabo por el historiador Francisco Espinosa Maestre ha demostrado, no obstante, que el número de muertos ascendió como mínimo a 3800. Sus investigaciones revelan que, aun comparando solo el limitado número de muertes registradas, hubo más ejecuciones en Badajoz entre los meses de agosto y diciembre de 1936 que en Huelva y Sevilla juntas, pese a la considerable exactitud de las cifras correspondientes a estas últimas ciudades y pese al hecho de que la población de Huelva era un 12,5 por ciento superior a la de Badajoz, y la de Sevilla, más de un 600 por ciento más alta. Además, tanto en Sevilla como en Huelva podían compararse los nombres que figuraban en el registro municipal con los de los enterrados en sus respectivos cementerios. En ambos casos, además de los inscritos en el registro, los cementerios conservan listas de los cadáveres sin nombre. El número de muertos sin identificar en el caso de Huelva equivalía a cinco veces el de muertos registrados y en Sevilla era casi seis veces mayor. Tras extrapolar estos datos al caso de Badajoz, donde no había registro de los muertos anónimos enterrados en el cementerio, Espinosa Maestre calcula que el número total de víctimas en la ciudad debió de ser al menos 5,5 veces superior al de víctimas registradas[56].

El biógrafo de Yagüe señala que los atacantes sufrieron un total de 285 bajas, entre muertos y heridos. Manuel Sánchez del Arco, el cronista de las columnas, asegura que el combate más costoso para los rebeldes fue el de la Puerta de la Trinidad, en el que participaron 90 hombres de la 16.ª Compañía de la Legión integrados en la columna de Asensio, de los cuales únicamente sobrevivieron 16. Sin duda fue esta compañía la que registró el mayor número de bajas, si bien Sánchez del Arco no menciona que muchos de los asaltantes solo resultaron heridos. La ironía es que ni siquiera estas bajas eran necesarias, toda vez que Castejón ya había entrado en la ciudad con ayuda de los miembros desleales de la guarnición republicana. Al margen de cuál fuera su utilidad, el ataque a la Puerta de la Trinidad se saldó con un total 24 muertos y 88 heridos. El periodista portugués Mario Neves relata haber visto los cadáveres de 23 legionarios. Espinosa Maestre, por su parte, ha demostrado que el número total de bajas fue de 185, repartidas entre 44 muertos y 141 heridos. La desproporción de estas cifras con las bajas contabilizadas en el bando republicano no puede ser mayor[57].

En la canícula del verano extremeño, los montones de cadáveres constituían una grave amenaza para la salud pública. Al principio los retiraban de las calles y los trasladaban en camiones al cementerio municipal. Sin embargo, a la vista de que ni los servicios públicos ni las funerarias privadas podían abordar el problema, terminaron por rociar los cadáveres con gasolina, prenderles fuego y enterrarlos a continuación en grandes fosas comunes. El hedor de los cuerpos quemados impregnaba las noches de esos largos meses de calor. Las mujeres de izquierdas que no murieron ejecutadas fueron violadas y sometidas a toda suerte de humillaciones sistemáticas tras la toma de la ciudad. Como en otros lugares, les rapaban la cabeza y las obligaban a beber aceite de ricino porque, según los ocupantes, «tenían la lengua sucia»[58].

Inicialmente, Yagüe impidió la entrada de periodistas en Badajoz, aunque a primera hora de la mañana llegaron de Elvas varios corresponsales portugueses y dos franceses: Marcel Dany, de la agencia Havas, y Jacques Berthet, del diario parisino Le Temps. A su llegada vieron la columna de humo que cubría el cementerio y notaron un olor repugnante y dulzón. Presenciaron entonces lo que Mario Neves, del Diário de Lisboa, describió como un «espectáculo de desolación y pavor». Neves logró entrevistar a Yagüe y le preguntó si era cierto, según había oído, que esa noche habían fusilado a 2000 hombres, a lo que Yagüe contestó: «Nao devem ser tantos». Un sacerdote que hizo de guía para Neves, Dany y Berthet llevó a los periodistas al cementerio para que vieran los montones de cadáveres en llamas. Algunos estaban completamente carbonizados, aunque aquí y allá todavía asomaban brazos y piernas que no habían sido alcanzados por el fuego. Al ver la expresión de horror de los periodistas, el sacerdote dijo: «Se lo merecían. Además es una medida de higiene imprescindible». No está claro si se refería a las matanzas o a la manera de deshacerse de los cadáveres. Otro periodista portugués, Mario Pires, del Diário de Notícias, quedó tan afectado por las ejecuciones que terminó ingresado en el hospital mental de San José, en Lisboa. Castejón le dijo a Jorge Simões que tenía noticia de que 1500 defensores de la ciudad habían perdido la vida en los combates y en las ejecuciones posteriores. Simões escribió que en las veinticuatro horas posteriores a la caída de Badajoz los legionarios fusilaron a 1300 personas. Dos días más tarde, Felix Correia, el periodista más próximo a Queipo de Llano, cifraba en 1600 el número de ejecutados. El propio Yagüe comentó el 15 de agosto: «Mañana, cuando hayamos concluido definitivamente la limpieza, todo estará listo para ampliar la operación. Ahora que ya hemos liquidado a los moscovitas, esta vuelve a ser una ciudad española»[59].

El 17 de agosto, el cámara René Brut, del noticiario «Pathé», pudo filmar los montones de cadáveres en un acto de valentía por el que poco después fue encarcelado y amenazado de muerte por las autoridades insurgentes[60]. Unos días después, Franco envió un telegrama a Queipo de Llano con instrucciones para el estricto control de los fotógrafos, «incluidos los de los diarios nacionales», una medida con la que se proponía ocultar tanto la entrega de material bélico procedente de Alemania e Italia como las atrocidades cometidas por las columnas[61]. Comenzó así la masiva campaña conjunta de las autoridades rebeldes y sus aliados extranjeros para negar la matanza que había tenido lugar en Badajoz. No ayudó a la causa nacional el hecho de que Yagüe se jactara de sus hazañas ante el periodista John Whitaker: «Claro que los fusilamos. ¿Qué se esperaba usted? ¿Cómo iba a llevarme conmigo a cuatro mil rojos, cuando mi columna avanzaba a contrarreloj? ¿O habría debido dejarlos en libertad para que volvieran a convertir Badajoz en una capital roja?». En una ciudad de 40 000 habitantes, es posible que las matanzas alcanzaran al 10 por ciento de la población[62].

De acuerdo con el biógrafo de Yagüe, en el «paroxismo de la guerra» era imposible distinguir entre ciudadanos pacíficos y milicianos de izquierdas, de ahí que se considerara aceptable ejecutar a los prisioneros. Otro historiador militar semioficial de la causa nacional, Luis María de Lojendio, posterior abad del monasterio del Valle de los Caídos, parecía algo incómodo con la masacre. En su relato no solo afirma que las fuerzas defensoras eran muy superiores numéricamente, sino que consigue explicar las muertes con piadosos sofismas:

La Guerra realmente criminal es aquella en la que artificios o mecanismos, químicos o materiales, destrozan inútilmente vidas humanas. Pero no fue este el caso de Badajoz. La ventaja material, la fortaleza y el parapeto, estaban de lado de los marxistas. Los hombres del teniente coronel Yagüe triunfaron por esa superioridad indudablemente espiritual que mantiene en el combate tensa la moral de vencer y extremas las virtudes del sacrificio y de la disciplina. Las calles de Badajoz quedaron sembradas de cadáveres. Es que la Guerra es un espectáculo duro y atroz[63].

La barbarie desatada en Badajoz reflejaba tanto las tradiciones del Ejército español en Marruecos como el atroz comportamiento de las columnas africanas al encontrar una firme resistencia y sufrir por primera vez un número importante de bajas. La política de tierra quemada tenía un largo pasado colonial y se enmarcaba en el intento deliberado de paralizar al enemigo, al tiempo que se recompensaba a los hombres que integraban la columna con una orgía de robos, saqueos, violaciones, matanzas y alcohol. Asimismo, respondía en parte a un pasado de odio de los terratenientes por sus trabajadores y de la determinación de aplastar de una vez por todas las aspiraciones del proletariado rural. Y, a la vista de cómo hablaba Queipo de Llano de las actividades de las columnas en sus discursos radiofónicos, aún iba a ser también el futuro. Los sucesos de Badajoz eran además un mensaje para advertir a los ciudadanos de Madrid de lo que ocurriría cuando las columnas llegaran a la capital de España. De hecho, no solo servía para la capital: a finales de agosto, cuando las localidades vascas de Irún y Fuenterrabía fueron bombardeadas por aire y por mar, los franquistas lanzaron panfletos en los que amenazaban con tratar a la población igual que habían tratado a los habitantes de Badajoz[64].

Las columnas africanas dejaron un buen número de pueblos y ciudades sin conquistar en su rápido avance, tanto al oeste de su itinerario como entre Badajoz y Cáceres. Fue en estos municipios donde se concentraron los refugiados desesperados. De acuerdo con la pauta seguida anteriormente en Sevilla y Huelva, antes de partir para Madrid, Yagüe organizó pequeñas unidades compuestas de derechistas, terratenientes, sus hijos y empleados fieles, falangistas, requetés y algunos guardias civiles, bajo el mando de un oficial. Estas formaciones se extendieron desde Badajoz a los pueblos circundantes para llevar a cabo una brutal represión. Tanto si había habido muertos como detenidos bajo custodia preventiva entre los miembros de la derecha local, en todos estos lugares se emprendió de inmediato el fusilamiento de hombres y mujeres sin siquiera un simulacro de juicio, con el firme propósito de purgar de izquierdistas los municipios de la retaguardia antes de la marcha de Yagüe. Entre los líderes más crueles de esta operación se encontraban varios mandos de la Guardia Civil —el capitán Ernesto Navarrete Alcal, el teniente Manuel López Verdasco y el teniente coronel Francisco Delgado Serrano—, el comandante de Regulares Mohammed ben Mizzian y el comandante de Infantería Mariano Lobo Navascués. A la limpieza se sumaron como voluntarios varios grupos de falangistas locales de reciente filiación, junto a los contingentes llegados de Vigo y las famosas Escuadras Negras de Valladolid, que ya habían demostrado sus ansias sanguinarias en sus provincias de origen.

Entre el 19 y el 29 de agosto, las operaciones se concentraron en los municipios occidentales de la provincia de Badajoz: Almendral, Torre de Miguel Sesmero, Feria, Santa Marta, Villalba, Solana, Valverde, Cheles, Corte de Peleas, Alconchel, Barcarrota, Higuera de Vargas, Villanueva del Fresno, Salvaleón y Salvatierra. En buena parte de estas localidades el Comité de Defensa había detenido a los derechistas y confiscado sus armas, y en la mayoría de los casos los prisioneros fueron insultados y obligados a pagar los salarios pendientes a los jornaleros. Diversos relatos posteriores dan cuenta de la indignación de la derecha por las humillaciones sufridas en este período. A veces ocurría que los miembros del comité insistían en que fueran las familias de los detenidos, en lugar de sus criados, quienes les sirvieran la comida. Otras veces obligaban a los prisioneros que se hallaban en buenas condiciones físicas a trabajar en el campo o reparar las carreteras. Una particular fuente de indignación fue que les hicieron limpiar su cárcel, una iglesia o un almacén, y recoger sus propios excrementos. Por otra parte, les resultó muy irritante que requisaran sus vacas, ovejas y cerdos para alimentar a los trabajadores, o que se llevaran de las casas de los ricos aceite de oliva, jamones, chorizos y otros alimentos[65]. En algunos pueblos los prisioneros sufrieron palizas y en otros fueron asesinados, aunque estos casos fueron pocos comparados con aquellos en que las autoridades republicanas impidieron que las milicias llegadas de otros lugares cometieran atrocidades en venganza por la violenta actuación de las columnas africanas.

En muchos casos, la magnitud de la represión fue completamente desproporcionada. Las ejecuciones perpetradas por las columnas franquistas en castigo por los asesinatos de derechistas fueron indiscriminadas, puesto que los autores de los crímenes generalmente habían huido. Más tarde se justificó la brutalidad de las operaciones con el argumento de que la izquierda se proponía acabar con la vida de los prisioneros, y solo la llegada de las columnas había logrado impedir la matanza. Aunque los abusos sexuales sufridos por las prisioneras de derechas se presentaron más tarde como una práctica generalizada, la mayor parte de las acusaciones concretas apuntaban a intentos que habían sido impedidos por los miembros de los Comités de Defensa. Las autoridades republicanas, a diferencia de los militares rebeldes, no tenían un plan de exterminio. En todos los pueblos y ciudades del sur, la izquierda detuvo a terratenientes, individuos que habían buscado deliberadamente la confrontación con sus trabajadores al negarles el trabajo (y en muchos casos, el salario), conocidos defensores de la Falange y del golpe militar, así como sacerdotes furibundamente derechistas. La mayoría de estos detenidos no sufrieron ningún daño[66].

Azuaga, una localidad situada en la mitad oriental de Badajoz, fue una escalofriante excepción a esta regla general. La clase trabajadora, compuesta de mineros y jornaleros, ya estaba profundamente radicalizada antes del verano de 1936. Desde 1931, los terratenientes mantenían una actitud beligerante y se negaban a aplicar algunas de las medidas contempladas en la reforma agraria, como el decreto de fronteras municipales que protegía a los trabajadores frente a la contratación de mano de obra barata llegada del exterior. El hambre y las altas tasas de paro elevaron las tensiones sociales hasta un grado que hacía temer una repetición de los sucesos de Castilblanco o de Casas Viejas. Conscientes de que el alzamiento militar era el preludio de una represión salvaje, los líderes anarquistas exigieron la distribución de armas entre los trabajadores. El 19 de julio hubo enfrentamientos con la unidad de la Guardia Civil, en los que perdieron la vida 16 civiles y un guardia. Pese a todo, dos días más tarde, el teniente Antonio Miranda, al mando del importante destacamento de la Guardia Civil en Azuaga, concluyó que estaba librando una batalla perdida de antemano, abandonó la ciudad y se llevó a sus hombres a Llerena. Allí, como ya se ha señalado anteriormente, desempeñó un papel decisivo en la toma del pueblo junto a la columna de Castejón.

La retirada de la Guardia Civil abrió la puerta a los trágicos sucesos ocurridos en Azuaga. Dos semanas después de la partida de Miranda se constituyó un Comité Revolucionario bajo cuyo mando fue posible preservar la paz en el pueblo. La situación cambió el 5 de agosto, con la caída de Llerena. Sucedió en Azuaga lo mismo que había ocurrido en lugares como los mencionados Llerena, Almendralejo o Fuente de Cantos, donde la llegada de refugiados de los pueblos cercanos provocó una oleada de indignación popular. El Comité Revolucionario ordenó la detención de los derechistas que simpatizaban con los militares rebeldes. Al amanecer del 8 de agosto se llevaron a 28 detenidos al cementerio y los fusilaron a todos. Entre las víctimas había 3 sacerdotes, 3 guardias civiles retirados, 3 abogados y la mayoría de los empresarios y terratenientes del pueblo. El 10 de agosto ejecutaron a otros dos prisioneros. Un factor que influyó en los acontecimientos de Azuaga fue la continua avalancha de refugiados procedentes de Cazalla de la Sierra y Guadalcanal (Sevilla), Granja de Torrehermosa (Badajoz) y Peñarroya (Córdoba). Los forasteros no tenían ningún reparo en dar rienda suelta a su rabia contra cualquier desconocido. Así, la llegada de un contingente de mineros de Peñarroya el 20 de agosto marcó el preludio de otros 9 asesinatos: 8 de las víctimas eran de dos familias emparentadas, los Vázquez y los Delgado, y entre ellos había 4 niños de edades comprendidas entre los dos y los cinco años.

El 31 de agosto, un pequeño grupo de milicianos que regresaron a Azuaga llenos de rencor tras un desastroso intento de recuperar Llerena cometieron una nueva atrocidad. Los bombardeos de la aviación alemana eliminaron prácticamente a todos los hombres que componían la columna, y un destacamento de falangistas se encargó de rematar a los heridos. En lugar de enterrar a los muertos, les abrieron las tripas con las bayonetas, les rociaron las entrañas con gasolina y los quemaron. Los escasos supervivientes calmaron su furia ejecutando a 33 terratenientes y empresarios. El 8 de septiembre fue asesinado otro sacerdote. Los últimos crímenes cometidos en Azuaga mientras el municipio seguía en manos de los republicanos fueron obra de una milicia capitaneada por Rafael Maltrana, el alcalde de Llerena. Controlaba una zona comprendida entre Azuaga y Fuente Obejuna donde, el 22 de septiembre, sus milicianos cargaron en siete camiones a 57 prisioneros, entre los que figuraban 5 curas seglares y 7 monjes franciscanos. Cuando llegaron a Granja de Torrehermosa, una población situada a 10 kilómetros al este de Azuaga, los seis primeros camiones se detuvieron para fusilar a 43 prisioneros, entre ellos los 5 curas seglares. El séptimo camión continuó con el resto de los prisioneros hasta Azuaga, donde los milicianos de Maltrana los mataron a todos, incluidos los monjes franciscanos.

Dos días más tarde, tras un prolongado bombardeo de la artillería, Azuaga fue tomada rápidamente por dos columnas de Regulares bajo el mando del comandante Alfonso Gómez Cobián, quien acababa de cosechar una victoria fácil sobre la llamada «Columna de los Ocho Mil», compuesta por refugiados. La represión en Azuaga fue implacable. Gómez Cobián la justificó con el argumento de que 175 derechistas habían sido asesinados a hachazos, cuando el número real de víctimas fue de 87 fusilados. Por su parte, el padre Antonio Aracil, de la orden franciscana, aportó documentación de las horrendas torturas que había padecido el clero[67].

En la localidad de Fuente del Maestre, al oeste de la carretera por la que avanzaban las columnas africanas, el Comité de Defensa consiguió contener la ira de la izquierda y solo hubo dos muertos entre los prisioneros de derechas. El 5 de agosto, tras la caída de Los Santos de Maimona y con las columnas africanas ya muy cerca, el comité liberó a los prisioneros y huyó del pueblo. No obstante, varios centenares de izquierdistas armados llegaron de otros lugares y lograron tomar la población, volvieron a detener a los prisioneros liberados y mataron a otros 11 hombres. La llegada de una columna de Regulares liderada por el teniente coronel Francisco Delgado Serrano marcó el comienzo de la represión. Cerca de 300 personas, en su mayoría campesinos, fueron ejecutadas, entre ellas unas 20 mujeres. A unas mujeres que suponían izquierdistas las violaron, les raparon la cabeza y las obligaron a beber aceite de ricino[68]. El 25 de agosto los rebeldes tomaron Barcarrota, donde solo había habido una víctima de derechas, y fusilaron entre otros a los socialistas más destacados y a los dirigentes municipales que no lograron escapar. Entre las víctimas figuraban los hermanos del diputado José Sosa Hormigo: Joaquín y Juan. A Joaquín lo fusilaron el 24 de octubre de 1936 y a Juan, el 10 de enero de 1937, tras someterlo a terribles torturas. Al exhumar su cadáver, años más tarde, se descubrió que le habían arrancado los brazos y las piernas[69].

El desarrollo de las operaciones de «limpieza» produjo inevitablemente un éxodo imparable de refugiados. Algunos habían huido hacia el norte para escapar de la represión en Huelva y Cádiz. El 15 de agosto, el día siguiente a la ocupación de Badajoz, una numerosa columna rebelde partió de Sevilla para conquistar los pueblos y ciudades de la Sierra de Huelva, operación que culminó dos semanas más tarde con la ocupación de la cuenca minera de Huelva y provocó la huida de muchas personas hacia el sur de la provincia de Badajoz. Otros huyeron hacia el sur desde las ciudades de Badajoz y Mérida, tras la caída de ambas ciudades; y otro grupo de personas huyó al oeste a medida que las columnas iban tomando los municipios situados en el camino de Sevilla a Badajoz. El resultado fue que una enorme multitud de refugiados desesperados terminó por concentrarse en un territorio cada vez más pequeño en la zona occidental de Badajoz, atrapados entre la carretera de Sevilla-Mérida al este, la de Mérida-Badajoz al norte, el avance de las columnas al sur, y la frontera portuguesa al oeste. A mediados de septiembre, varios miles de hombres, mujeres, ancianos y niños se hacinaban entre Jerez de los Caballeros y Fregenal de la Sierra. Muchos se instalaron en Valencia del Ventoso, donde los vecinos organizaron comedores sociales para alimentarlos.

Tras la ocupación de Fregenal el 18 de septiembre, y ante la perspectiva de caer en manos de los rebeldes, los miembros de los Comités de Defensa de diversos municipios se reunieron en Valencia del Ventoso. La iniciativa quedó en manos de los líderes sindicales y municipales, entre quienes se encontraban el diputado socialista por Badajoz José Sosa Hormigo, el alcalde de Zafra, José González Barrero, y el alcalde de Fuente de Cantos, Modesto José Lorenzana Macarro, que había escapado de su pueblo la noche anterior a su caída, el 5 de agosto[70]. Los reunidos decidieron emprender una marcha hacia las líneas republicanas, dividiendo en dos grupos a la desesperada masa humana. El primer grupo constaba de unas 2000 personas y el segundo, de 6000. El primero contaba con media docena de hombres armados con rifles y otros 100 con escopetas, mientras que el segundo tenía alrededor del doble. Con este exiguo armamento tenían que proteger dos largas columnas de caballos, mulas y otros animales domésticos, así como los carros donde los refugiados cargaron las escasas pertenencias que pudieron llevarse de sus casas. Niños, mujeres con bebés en los brazos, mujeres embarazadas y muchos ancianos integraban el grueso de la multitud. Es imposible saber con exactitud cuántos eran. Esta era la Columna de los Ocho Mil, aunque marchaba en dos grupos separados.

La primera columna, la menor, dirigida por José Sosa Hormigo, pudo cruzar con éxito la carretera de Sevilla a Mérida entre Los Santos de Maimona y Fuente de Cantos. Desde allí continuaron hasta Valencia de las Torres, al norte de Llerena, y lograron entrar en Castuera, en la zona republicana. La segunda columna, más numerosa y más lenta en su avance, cruzó la carretera principal entre Monesterio y Fuente de Cantos. Fue imposible evitar que este segundo grupo se dispersara y dividiera a lo largo del camino, puesto que los ancianos y las familias con niños no podían seguir el ritmo de los demás. El verano había sido especialmente caluroso, los arroyos estaban secos y no era fácil encontrar agua. Las nubes de polvo que levantaban los refugiados facilitaban a la aviación rebelde la localización de sus posiciones. Queipo de Llano recibió en su cuartel de Sevilla información precisa acerca de los movimientos de las columnas, su composición civil y su insignificante armamento. Pese a todo, los rebeldes se prepararon para el ataque como si fueran a enfrentarse a un contingente militar bien pertrechado.

Una fuerza bien armada, compuesta de 500 soldados, guardias civiles, falangistas y carlistas, bajo el mando de Gómez Cobián, planificó al detalle la emboscada entre Reina y Fuente del Arco, a unos 30 kilómetros al este de la carretera principal. Instalaron las ametralladoras entre los árboles de un monte, en un lugar conocido como el Cerro de la Alcornocosa. Cuando tuvieron a tiro a los refugiados, los rebeldes abrieron fuego. Muchos murieron por las balas o las descargas de fusilería. A más de 2000 se los llevaron prisioneros a Llerena. Un grupo de refugiados que se había rezagado se topó con una unidad de soldados que llevaban una bandera republicana, y cuando ya se creían a salvo, resultó que habían caído en manos de unas tropas rebeldes, lideradas por el capitán Gabriel Tassara. Los llevaron con engaños a Fuente del Arco y, una vez allí, los detuvieron. A los que intentaron escapar los fusilaron en el acto, y a los demás los cargaron en un tren de mercancías para trasladarlos a Llerena.

Cuando se produjo la emboscada de Gómez Cobián, varios centenares de refugiados se escondieron en los campos circundantes. Algunas familias se separaron en ese punto y no volvieron a verse nunca. Otros pasaron semanas vagando por los montes y alimentándose como buenamente pudieron. Muchos fueron abatidos o capturados por las patrullas montadas de guardias civiles y falangistas. Otros regresaron a sus hogares, donde les aguardaba un destino incierto, y unos pocos lograron alcanzar la zona republicana. En Llerena, donde se concentró a los prisioneros capturados por Gómez Cobián y Tassara, la matanza se prolongó durante un mes entero, y cada mañana se ejecutaba a los detenidos en la plaza de toros. A veces los obligaban a cavar sus propias tumbas antes de ametrallarlos. A algunos prisioneros se los llevaron a sus pueblos de origen para fusilarlos allí. Llegaron derechistas de los pueblos cercanos, unas veces para identificar a los prisioneros, otras veces para interceder por ellos, y otras para insistir en que los mataran. Muchas mujeres fueron violadas, y como los culpables eran hombres casados de buenas familias, se hizo todo lo posible por ocultar sus crímenes. Muchos prisioneros andaluces fueron trasladados a Sevilla y encarcelados en las bodegas del buque Cabo Carveiro, amarrado en el Guadalquivir. Sin agua ni comida en cantidad suficiente, y sometidos al calor abrasador de los últimos días del verano, muy pocos sobrevivieron. Varios centenares de refugiados lograron cruzar finalmente las líneas republicanas[71].

En su discurso radiado del 18 de septiembre, Queipo de Llano elogió la gran victoria militar cosechada por Gómez Cobián frente a «una concentración enemiga». Tras acusar a los refugiados de cobardes, por dejarse derrotar por un contingente de 500 soldados, pasó a referirse a los prisioneros, muchos de los cuales estaban heridos. Y concluyó con una nota siniestra: «Hay varias mujeres, algunos maestros de escuela y otros hombres de carrera»[72].

Antes de que se produjera la emboscada, cuando la columna principal de los refugiados llegó a Cantalgallo, a unos 15 kilómetros de la carretera Sevilla-Mérida, un hombre que había huido de Fuente de Cantos esperaba al alcalde, Lorenzana Macarro, para comunicarle que las fuerzas de ocupación habían detenido a su mujer y a sus cinco hijas. Ajeno a las protestas de su padre y de muchos amigos, Lorenzana abandonó la columna. A su desesperación por no haber sido capaz de impedir la matanza de derechistas en la iglesia, el 19 de julio, se sumó la angustia por la venganza que corrían peligro de sufrir su mujer y sus hijas. Confiaba en que si volvía a casa y se entregaba, quizá pudiera salvarles la vida. Tras varios días vagando por los campos, fue detenido por una patrulla montada de falangistas a la caza de todo el que hubiera escapado a la emboscada. Se llevaron a Lorenzana a Fuente de Cantos, junto a otros refugiados que habían caído igualmente en manos de la patrulla. En las afueras del pueblo lo ataron a la cola de un caballo y lo arrastraron hasta la plaza. Una vez allí, lo apalearon y lo ataron a una silla a las puertas del ayuntamiento, donde los derechistas lo patearon, le escupieron y le insultaron. Finalmente, lo fusilaron delante de la iglesia y dejaron su maltrecho cadáver toda la noche en la plaza del pueblo. Al día siguiente pasearon el cuerpo por las calles en el carro de la basura antes de llevarlo al cementerio, donde lo quemaron. A continuación, liberaron a su mujer y sus hijas[73].

La represión continuó en toda la provincia. Uno de los ardides que se usaban para capturar a los izquierdistas era la difusión de los «bandos de perdón», en los que se anunciaba que quienes se entregaran voluntariamente no sufrirían represalias. Los ingenuos que caían en la trampa rara vez vivían para contarlo. Un caso típico ocurrió en Olivenza, cerca de la frontera portuguesa, donde se detuvo a muchos conservadores y se obligó a los terratenientes a pagar los salarios que adeudaban a sus trabajadores desde 1932. El alcalde socialista, Ignacio Rodríguez Méndez, impidió que hubiera muertes entre los prisioneros y, para evitar un baño de sangre, negoció la rendición pacífica del pueblo el 17 de agosto. Tras la toma de Olivenza, las autoridades franquistas hicieron pública una declaración en la que decretaban la vuelta a las condiciones laborales imperantes antes de la llegada al poder del Frente Popular, y en la que además anunciaban: «Todos aquellos que no tengan cuenta pendiente en la que haya corrido sangre o hayan sido elementos dirigentes de las locuras en que querían meter a los obreros, pueden volver con toda tranquilidad a sus hogares en la seguridad plena de que les esperan nuestros brazos abiertos para recibirlos». En los meses siguientes, 133 vecinos de Olivenza y de los pueblos de los alrededores fueron ejecutados[74]. En la localidad vecina de Valverde de Leganés no se habían registrado incidentes violentos antes de la llegada de los rebeldes, pese a lo cual más de 100 hombres huyeron del pueblo por temor a la represión. El 2 de enero de 1937, cinco hombres se entregaron a una patrulla montada de falangistas, que se los llevaron a un cortijo donde los fusilaron, hecho lo cual fueron a las casas de tres de las víctimas y robaron los animales domésticos de los que dependía la subsistencia de sus familias, dejando sin sustento a las viudas y los huérfanos[75].

Hacía tiempo que las tropas de Yagüe se habían marchado en compañía de varios corresponsales extranjeros. Harold Cardozo, el entusiasta reportero del Daily Mail que cubría el avance de la columna de Castejón, dio cuenta del destino que aguardaba a los milicianos capturados: «Un juicio de diez minutos, un traslado en camión acompañados de un sacerdote hasta unos barracones en las afueras, una lluvia de balas y una sepultura llena de cal viva»[76]. La columna de Castejón partió de Badajoz en dirección a Mérida para proseguir su marcha hasta Madrid. Desde Mérida llegó a Miajadas, en la provincia de Cáceres. Mientras la columna de Tella se dirigía a Trujillo, la de Castejón avanzó rápidamente en dirección este hacia Guadalupe, que cayó el 21 de agosto. El 27 de agosto, Tella alcanzó el puente sobre el Tajo en Almaraz, y poco después llegaba a Navalmoral de la Mata. Castejón, Tella y Asensio fusionaron sus columnas el 27 de agosto, poco antes de llegar a la localidad toledana de Talavera de la Reina, última ciudad importante en el camino de Madrid. En dos semanas habían recorrido 300 kilómetros[77].

Queipo de Llano se superó a sí mismo en sus comentarios misóginos el 29 de agosto al referirse a la captura de un grupo de mujeres republicanas entre Navalmoral de la Mata y Talavera de la Reina. Al tiempo que se deleitaba en la brutalidad de la represión, alimentó las sospechas generalizadas de que los rebeldes entregaban a las mujeres a bandas de mercenarios marroquíes para que las violaran en grupo, al señalar con regocijo: «Han caído en nuestro poder grandes cantidades de municiones de Artillería e Infantería, diez camiones, y otro mucho material; además de numerosos prisioneros y prisioneras. ¡Qué contentos van a ponerse los Regulares y qué envidiosa la Pasionaria!». Este último comentario sexual apareció en ABC, si bien otro periódico local, La Unión, publicó una versión más aséptica[78]. Lo cierto es que muy poco después de que se difundiera este discurso, el jefe del Estado Mayor de Queipo de Llano, el comandante José Cuesta Monereo, dio instrucciones a la prensa de no reproducir las palabras exactas de estas comunicaciones: «No son apropiadas ni convenientes para su publicación». Un periodista que tuvo acceso a las transcripciones íntegras de los discursos comentaría más tarde: «Eran nauseabundas. Las versiones que se publicaron fueron censuradas por crudeza»[79].

Los excesos verbales de Queipo se excusaban en general porque estaba ebrio, al tiempo que se intentaba insinuar que era abstemio. Gerald Brenan se refirió a su «voz de whisky». La mujer de Brenan, la escritora Gamel Woolsey, escribió:

Me han dicho que no bebe, pero tiene la voz pastosa, y divaga con la ligereza propia del bebedor habitual. Es capaz de pasarse horas hablando tan tranquilo, aunque de vez en cuando se atasca con alguna palabra y se corrige sin el menor empacho. De pronto dice: «la canalla fascista», y se oye a su lado una voz agónica que le corrige: «No, no, mi general: marxista». «¿Qué más da?», replica el general, y prosigue con su grandilocuente perorata[80].

Edmundo Barbero recuerda esa notoria ocasión en que reveló su desprecio por la Falange, refiriéndose a ella como «la canalla fascista», y al punto fue corregido por el nervioso susurro de uno de sus subordinados: «la canalla marxista». Cuesta Monereo reveló años más tarde que Queipo no era abstemio, pero se suponía que no debía beber, porque era alcohólico y tenía serios problemas hepáticos: «No bebía, era un enfermo de hígado. ¿En cuántas ocasiones, yo, que no bebo, le quité la copa de la mano, a punto de brindar, por saber el daño que le producía?». El día en que Toledo cayó en manos de los rebeldes, sin darse cuenta de que el micrófono aún estaba abierto, Queipo gritó al final del programa: «¡Venga vino, coño!»[81].

Las tropas rebeldes llegaron a Talavera de la Reina el 3 de septiembre[82]. John T. Whitaker, que acompañaba a las columnas africanas, se ganó la confianza de Varela, Yagüe, Castejón y otros oficiales, quienes le ayudaron a sortear los rígidos controles impuestos a la mayoría de los corresponsales de países democráticos. Solo les permitían llegar al frente una vez concluida la batalla y siempre escoltados por el personal del servicio de prensa y propaganda de Franco, limitaciones que rara vez se imponían a los periodistas de la Alemania nazi y la Italia fascista. Whitaker alquiló una habitación en Talavera y allí instaló su base de operaciones para las visitas al frente. En esta ciudad trabó amistad con José Sainz, el líder de la Falange en la provincia de Toledo. Sainz le enseñó un pulcro cuaderno en el que registraba sus actividades y le dijo: «Lo tengo todo anotado. He ejecutado personalmente a 127 prisioneros rojos». Whitaker describió así los dos meses que pasó en Talavera de la Reina:

Dormía una media de dos noches a la semana. No pasaba una noche sin que al amanecer me despertaran los disparos de los pelotones de fusilamiento en el patio del cuartel. La matanza parecía no tener fin. Al final del segundo mes seguía habiendo en Talavera tantos fusilamientos como en los primeros días. Debían de ser alrededor de treinta diarios como término medio. Veía pasar a los hombres que llevaban al cuartel. Eran simples campesinos y trabajadores, hombres abatidos y sumisos. Para morir bastaba con tener el carnet de un sindicato, haber sido masón o haber votado por la República. A los que denunciaban o seleccionaban al azar por estos delitos les concedían un juicio sumario: dos minutos de audiencia, expirados los cuales normalmente se pronunciaba la pena capital. Al que hubiera ejercido cualquier cargo público durante el período republicano lo fusilaban directamente. Las operaciones de limpieza se desarrollaban en todos los caminos. De pronto aparecían 4 campesinas amontonadas en una zanja o 34 milicianos maniatados y fusilados en un cruce de caminos. Recuerdo haber visto un bulto en la plaza de un pueblo: eran dos jóvenes miembros de la Guardia de Asalto republicana a los que maniataron con alambres, los rociaron con gasolina y los quemaron vivos.

El 21 de septiembre, las tropas de Yagüe tomaron la localidad de Santa Olalla. Whitaker se quedó horrorizado por la ejecución de 600 milicianos capturados, que tuvo lugar en la calle Mayor:

Nunca olvidaré el momento en que presencié la ejecución en masa de los prisioneros. Me encontraba en la calle Mayor de Santa Olalla cuando llegaron siete camiones cargados de milicianos. Los hicieron bajar y los amontonaron como a un rebaño. Tenían ese aspecto apático, exhausto y derrotado de los soldados que ya no pueden resistir por más tiempo el vapuleo de las bombas alemanas. La mayoría de ellos llevaba en las manos una toalla o una camisa sucias: las banderas blancas con las que señalaron su rendición. Dos oficiales de Franco les ofrecieron cigarrillos y algunos prisioneros se echaron a reír como niños acobardados al fumar su primer cigarrillo en varias semanas. De repente, un oficial me agarró del brazo y me dijo: «Es hora de marcharse de aquí». Frente a los amontonados prisioneros, unos 600 hombres, unos Regulares empezaban a montar sus ametralladoras. Los prisioneros los vieron igual que los vi yo. Temblaron al unísono cuando los que estaban en primera fila, enmudecidos por el pánico, retrocedieron, pálidos y con los ojos desorbitados, aterrorizados[83].

La represión en Talavera fue tan brutal como lo había sido en el sur. A los trabajadores itinerantes llegados de Galicia los fusilaron junto a los milicianos. Un testigo presencial, que en ese momento era un niño, recuerda la matanza que tuvo lugar el 3 de septiembre, en una calle que llevaba el nombre profético de calle de Carnicerías. Los Regulares conducían por esa calle a un numeroso grupo de prisioneros republicanos maniatados. Cuando uno intentó escapar, los moros los fusilaron a todos. Los cadáveres estuvieron tres días en la calle, y entre los cuerpos había varios milicianos gravemente heridos. Los vecinos, horrorizados, se encerraron en sus casas, desde donde podían oír los lamentos y los gritos de agonía de los moribundos. Al final los carros de la basura se llevaron los cadáveres[84]. Tan elevado fue el número de víctimas en Talavera de la Reina que, por razones de salud, se decidió rociar con gasolina los cadáveres y quemarlos[85]. En el marco de una operación diseñada para justificar la matanza en Badajoz, Luis Bolín, el jefe del aparato de propaganda de Franco, publicó diversas fotografías de los crímenes perpetrados por los rebeldes en Talavera de la Reina y las presentó como atrocidades cometidas por la izquierda en Talavera la Real, una localidad situada entre Mérida y Badajoz. Antonio Bahamonde, jefe de Propaganda de Queipo, reconoció que los cadáveres de los hombres y las mujeres ejecutados o muertos en combate se mutilaban primero, antes de fotografiarlos, para fabricar la prueba de la barbarie republicana[86].

El corresponsal del Daily Express, Noel Monks, escribió lo siguiente:

En Talavera, donde no había gran actividad en el frente, se alimentaba a la población con una dieta diaria de propaganda sobre las atrocidades cometidas por los rojos en su repliegue hacia Madrid. Lo raro es que las tropas nacionales con las que me encontraba —legionarios, requetés y falangistas— se jactaban abiertamente de sus tropelías tras arrebatarles el poder a los rojos. Pero no eran «atrocidades». Ah, no, señor. Ni siquiera el hecho de que encerraran a una muchacha miliciana en una habitación con 20 moros. No, señor. Eso era simple diversión[87].

Edmond Taylor, del Chicago Tribune, refiere que a una miliciana capturada cerca de Santa Olalla la encerraron en una habitación con 50 moros[88].

John T. Whitaker presenció una escena camino de Madrid similar a las relatadas por Monks y Taylor, y además declaró que la violación colectiva era una práctica común:

Estos «regeneradores» de España rara vez negaban que hubieran dado mujeres a los moros. Por el contrario, hacían circular por todo el frente la advertencia de que todas las mujeres que acompañaran a las tropas rojas debían correr la misma suerte. Los militares franquistas debatían la sabiduría de esta política en media docena de cantinas en las que tuve ocasión de almorzar con ellos. Ninguno negó jamás que fuera una política de Franco, aunque algunos aducían que una mujer, por roja que fuera, era una mujer española. El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército franquista, tampoco negaba estas prácticas. En cierta ocasión me encontraba en un cruce de caminos de Navalcarnero en compañía de este oficial marroquí cuando trajeron a su presencia a dos muchachas que no habían cumplido los veinte años. Una de ellas había trabajado en una fábrica textil de Barcelona y llevaba en un bolsillo de la chaqueta un carnet sindical. La otra era de Valencia y dijo que era apolítica. Tras interrogarlas con el propósito de obtener información militar, El Mizzian las llevó a una escuela donde estaban descansando alrededor de 40 soldados moros, que estallaron en alaridos al verlas llegar. Me quedé horrorizado, lleno de rabia y de impotencia. Cuando le manifesté a El Mizzian mi protesta, me respondió con una sonrisa: «No vivirán más de cuatro horas»[89].

La sublevación triunfó en Toledo en un primer momento. El socialista Domingo Alonso, exdiputado parlamentario y editor de El Heraldo de Toledo, fue fusilado, y a su mujer y su hija se las llevaron como rehenes. Muchos republicanos fueron detenidos. Sin embargo, tras la llegada de una columna armada de Madrid, el cabecilla de los rebeldes, el coronel José Moscardó, ordenó a sus hombres que se concentraran en el Alcázar, la enorme fortaleza que domina la ciudad y el río Tajo[90]. Alrededor de 1000 guardias civiles y falangistas llegados de toda la provincia se replegaron en la impenetrable ciudadela para hacer frente al asedio. Con ellos estaban unos 600 no combatientes, principalmente sus mujeres y sus hijos, y un número desconocido de republicanos a los que habían tomado como rehenes. Muchas y encendidas han sido las ocasiones en que se ha debatido sobre cuántos rehenes había recluidos. El civil que estaba a cargo del asedio de la fortaleza, Luis Quintanilla, estima que pasaban de 500, a juzgar por los comentarios que le hizo el comandante Manuel Uribarri Barrutell. El coronel Moscardó, en el extremo opuesto, nunca admitió que fueran más de 16. En una lista numérica que recogía el número de personas presentes en el Alcázar, incluidos los heridos y los muertos durante el asedio, el historiador semioficial Manuel Aznar ofrecía la cifra de 57 «desaparecidos». Entre estos 57 no están incluidos los nombres de los que figuran en las listas oficiales, por lo que bien podría referirse al número de rehenes fusilados. El sociólogo austríaco Franz Borkenau vio las fotografías de 20 rehenes expuestas en el comedor de las tropas, mientras que los cálculos de otros historiadores elevan el número de rehenes a 50. Las fuentes franquistas no mencionan qué fue de los 16 cuya existencia sí reconocen. La única excepción fue el gobernador civil Manuel María González López, quien, según Moscardó, estaba implicado en la conspiración y entró voluntariamente en el Alcázar, por lo que no era un rehén cuya vida corriera peligro[91].

Las condiciones eran terribles para todos: hacinados en sótanos húmedos y fríos, sin luz y con escasez de agua y comida. Otra de las razones por las que Quintanilla contabilizó a todas las mujeres y los niños como rehenes fue la rotunda negativa de Moscardó a trasladarlos a un lugar seguro[92]. Unos de buena gana, otros no tanto, le servían como escudos humanos, puesto que su presencia disuadía a los republicanos de atacar la fortaleza. Al parecer obligaban a las mujeres y los niños a quedarse junto a las ventanas. Entre los rehenes había algunas criadas jóvenes, una de las cuales logró escapar y, antes de morir a consecuencia del maltrato recibido, afirmó que ocho o nueve oficiales la habían violado en el Alcázar[93]. La correspondencia de Moscardó, recientemente descubierta, indica que liberó a un reducido número de rehenes[94]. Moscardó llegó a un acuerdo con las tropas de asedio en virtud del cual, si los republicanos le garantizaban la seguridad de las familias cercadas por las fuerzas leales a la República, él garantizaría a su vez que los legionarios y los regulares no incurrirían en los excesos que caracterizaban la toma de otras ciudades[95]. A diferencia del Ejército de África, los republicanos cumplieron la palabra dada.

Franz Borkenau comentó tras su visita a Toledo, a principios de septiembre: «La ciudad había sido siempre muy católica y antisocialista; la administración y la milicia se sentían rodeados de traiciones y resistencia pasiva»[96]. La represión fue muy dura mientras la ciudad estuvo en zona republicana. Hubo 222 asesinatos, una cifra espeluznante aunque inferior a lo que cabía esperar dada la ferocidad de los combates. Curiosamente, ningún clérigo tuvo que refugiarse en el Alcázar, aunque sí había cinco monjas que ya trabajaban previamente en la enfermería de la fortaleza. Integraban el clero toledano alrededor de 1500 sacerdotes, entre los cuales hubo muy pocos muertos aparte de los 18 carmelitas acusados de luchar del lado de la Guardia Civil. La numerosa población de monjas de la ciudad fue evacuada a Madrid sin ningún incidente. El 23 de agosto, tras un bombardeo aéreo, un grupo de milicianos anarquistas practicaron una saca de 64 prisioneros de derechas y asesinaron a 22 clérigos. Sin embargo, las mujeres y los hijos de los líderes del golpe en Toledo no sufrieron daño alguno[97]. La milicia republicana derrochó una enorme cantidad de tiempo, esfuerzo y munición en el vano empeño de tomar la fortaleza, que carecía de importancia estratégica. La resistencia de la guarnición asediada se convirtió así en símbolo del heroísmo de los rebeldes. El 21 de septiembre las columnas de Franco llegaron a Maqueda, un cruce de caminos próximo a Talavera de la Reina donde la carretera se bifurcaba al nordeste, hacia Madrid, y al sudeste, hacia Toledo. En lugar de enviar las columnas a Madrid, Franco ordenó que se desviaran hacia Toledo para aliviar el cerco del Alcázar.

Al día siguiente de tomar esta decisión trascendental, Franco recibió la visita de una delegación de sus partidarios monárquicos, que incluía a uno de los más prominentes ideólogos de la rebelión, Eugenio Vegas Latapié, y al poeta e intelectual José María Pemán. Vegas Latapié se atrevió a mostrar su preocupación por la escalada de la represión en la zona nacional. Aunque pensaba, equivocadamente, que era menor que en la zona republicana, Vegas Latapié le dijo a Franco sin ambages que era una cuestión moral, fundamental «para quienes proclamábamos estar luchando movidos por un impulso religioso». Afirmó ante el general que «era normal y hasta obligado que funcionasen tribunales sumarísimos con criterios de severidad y rigor, pero siempre que a los acusados se les permitiera una amplia y libre defensa. Proceder de otra manera, coger casi indiscriminadamente a un ciudadano cualquiera por muy adversario que fuese y pegarle cuatro tiros representaba un atentado a la moral, además de resultar el medio más seguro para desacreditarnos políticamente». Como Vegas Latapié comentaría más tarde, Franco «sabía muy bien lo que estaba ocurriendo y no le importaba lo más mínimo». Escuchó impasible, y con total indiferencia cambió de tema para hablar del inminente ataque sobre Toledo[98].

Con la desviación de sus fuerzas hacia Toledo, Franco perdió deliberadamente una ocasión irrepetible para llegar a la capital de España antes de que la defensa republicana estuviera bien organizada. No tenía prisa por terminar la guerra sin purgar previamente los territorios conquistados, y era consciente de que una victoria emocional y un buen golpe periodístico reforzaría sus posiciones en la zona rebelde. Alrededor del 26 de septiembre las columnas franquistas llegaron a las puertas de Toledo. El cronista jesuita Alberto Risco describió así el paso de los Regulares de Ben Mizzian por los barrios periféricos: «Con el aliento de la venganza de Dios sobre las puntas de sus machetes, persiguen, destrozan, matan… Y embriagados ya con la sangre, la columna avanza…». Al día siguiente, las columnas entraron en el centro de la ciudad con «paso exterminador», en palabras de Risco. Un gran número de refugiados que intentaron huir a pie, en bicicleta, en coche o en camión fueron bombardeados por la artillería[99].

Luis Bolín asegura que no se permitió la entrada a Toledo de ningún corresponsal en los dos días siguientes a la ocupación de la ciudad, mientras se producía el baño de sangre. El padre Risco habla con deleite de «un segundo día de exterminio y castigo». No sorprende que Bolín no quisiera que los periodistas pudieran dar cuenta de las atrocidades que se estaban cometiendo, pues, según Yagüe: «Convertimos Toledo en la ciudad más blanca de España»[100]. Lo que presenciaron los corresponsales cuando finalmente se les autorizó la entrada en la ciudad, el 29 de septiembre, causó en ellos una honda impresión. Webb Miller, de la agencia de noticias United Press, vio charcos de sangre fresca que revelaban una ejecución en masa muy poco antes de la entrada de los periodistas. En muchos puntos de la ciudad había charcos de sangre coagulada, y a su lado la gorra de un miliciano. John T. Whitaker, por su parte, escribió lo siguiente: «Los hombres que mandaban a los moros nunca negaron que estos hubieran matado a los heridos que se encontraron en el hospital republicano. Alardeaban de las granadas que lanzaron entre los 200 heridos indefensos». Whitaker se refería al hospital Tavera, instalado en el hospicio de San Juan Bautista, en las afueras de Toledo. Webb Miller también habló de lo ocurrido allí y aseguró que 200 milicianos murieron abrasados en el ataque con granadas de mano. Como ya sucediera en Badajoz, los rebeldes saquearon la mayoría de los comercios como «impuesto bélico». En la maternidad había más de 20 mujeres embarazadas a las que sacaron de las camas, cargaron en un camión y las llevaron al cementerio municipal, donde las fusilaron. A los rehenes ya los habían matado. Aun así, las escenas que presenciaron los periodistas dos días después del ataque seguían siendo profundamente perturbadoras. Webb Miller le dijo a Jay Allen que, al ver lo que habían hecho los rebeldes con los heridos, las enfermeras y los médicos del hospital de Toledo, «estuvo a punto de volverse loco»[101]. El padre Risco relata que la gente, hombres y mujeres por igual, se suicidaba para no caer en manos de las columnas africanas. Sobre los detenidos que se llevaban tras los registros casa por casa, señaló: «Tenían que morir». Los reunían y los trasladaban a distintas plazas de la ciudad para fusilarlos en grupos de 20 o 30[102]. Más de 800 personas fueron ejecutadas y enterradas en una fosa común en el cementerio. Nunca más se supo de los rehenes ajusticiados junto a tantas otras víctimas[103].

La conducta de las columnas en su marcha hacia Madrid queda bien reflejada por la extraordinaria historia de uno de sus capellanes, el padre Fernando Huidobro Polanco. Este jesuita santanderino de treinta y cuatro años pasó los años de República española cursando estudios de teología en Portugal, Alemania, Holanda y Bélgica. Consideraba la República «una pocilga» y, estando todavía en Bélgica, justificó la matanza de Badajoz como «un hecho aislado» provocado por las atrocidades cometidas por los rojos[104]. A finales de agosto, el superior general de la orden, Wlodimiro Ledochowski, ferviente simpatizante de los rebeldes, accedió a la petición de Huidobro de regresar a España. A su llegada a Pamplona, Huidobro constató que una plétora de sacerdotes ya se había sumado a las filas rebeldes. A principios de septiembre fue a Valladolid, donde sirvió brevemente con la milicia falangista. De allí se marchó al cuartel general de los rebeldes en Cáceres, donde el mismo Franco lo recibió en audiencia y le dijo: «Una advertencia, Pater. Trabaje usted y sus compañeros lo que puedan por el bien de los soldados españoles; pero por varias razones de prudencia, absténgase de querer convertir a “los moritos”». Huidobro quería sumarse como capellán a la Legión Extranjera, y Franco lo envió a ver a Yagüe. El 8 de septiembre, Yagüe lo destinó a la 4.ª Bandera de la Legión en Talavera de la Reina[105]. Huidobro, un hombre menudo y con gafas que había sido alumno de Heidegger, fue recibido al principio con sorna por parte de los brutales legionarios de cuyo bienestar emocional iba a ocuparse. Su valentía impresionaba a algunos, mientras que a otros les irritaba su insistencia en que se confesaran, dejaran el juego e impidieran la entrada de prostitutas en el campamento. A lo largo del camino hacia Madrid, y sobre todo en la toma de Toledo, el padre Huidobro presenció diversas atrocidades. Sus esfuerzos por evitar el fusilamiento de los prisioneros o, según lo expresa su biógrafo, por salvarlos «del justo furor de sus soldados» no le permitieron ganarse el cariño de los implacables legionarios. Más tarde justificaría lo que había visto diciendo: «Nuestro estilo es limpio. Nuestros procedimientos, otros que los suyos. Es verdad que ellos fusilan, atormentan, exterminan. Pero es que ellos son criminales. Nosotros, porque somos cristianos y caballeros, sabemos luchar». Con este espíritu absolvía de antemano a los hombres de su Bandera antes de que entraran en combate, si bien no dejaba de sentirse incómodo ante estos actos de salvajismo que dañaban la imagen de la causa en la que creía con tanto ardor. Trató de proteger a los heridos y, cuando le fue posible, atendió las necesidades espirituales de los que estaban a punto de ser fusilados[106].

Así las cosas, en la calma que siguió a la caída de Toledo, anotó sus reflexiones en torno a esta cuestión en dos documentos dirigidos a «las autoridades militares» y al Cuerpo Jurídico Militar. Ambos escritos se enviaron a las autoridades militares el 4 de octubre. Bajo el título «Sobre la aplicación de la pena de muerte en las actuales circunstancias. Normas de conciencia», proponía que se ejerciera la «justicia» para no incurrir en excesos que mancillaran el honor del Ejército. Argumentaba en contra de «la guerra de exterminio que algunos preconizan», sobre la base de que enconaría los odios, prolongaría la guerra, impediría la reconciliación, privaría a España de la mano de obra necesaria para su reconstrucción y dañaría la imagen del país en el contexto internacional. Afirmaba que:

Toda condenación en globo, sin discernir si hay inocentes o no en el montón de prisioneros, es hacer asesinatos, no actos de justicia … El rematar al que arroja las armas o se rinde, es siempre un acto criminal … Los excesos que personas subalternas hayan podido ejecutar están en contradicción manifiesta con las decisiones del Alto Mando, que ha declarado muchas veces querer el castigo de los dirigentes, y reservar a las masas seducidas para un juicio posterior, en que habrá lugar a la gracia.

En el documento enviado al Cuerpo Jurídico Militar no se mostraba mucho más circunspecto. Al tiempo que justificaba la pena de muerte para los republicanos asesinos de mujeres, sacerdotes e inocentes, y también para los comunistas o «los que desde el periódico, el libro o el folleto han excitado a las masas», señalaba que la afiliación a un sindicato de izquierdas como la CNT o la UGT no merecía la muerte, sino la prisión o el internamiento en un campo de trabajo. Denunciaba a continuación como un asesinato la ejecución de aquellos cuya culpabilidad no había podido probarse, y concluía con unas palabras que no fueron del agrado de sus lectores:

El procedimiento que se sigue está deformando a España y haciendo que en lugar de ser pueblo caballeresco y generoso, seamos un pueblo de verdugos y soplones. Tales cosas van sucediendo que a los que hemos sido siempre españoles por encima de todo, nos va dando ya vergüenza de haber nacido en esta tierra de crueldades implacables y de odios sin fin[107].

Hacía falta mucho valor para denunciar las prácticas salvajes de los legionarios. Envió ambos documentos a un buen número de oficiales y capellanes castrenses, de tal suerte que sus protestas llegaron a manos de Castejón y Varela. Castejón reaccionó con indignación y comentó, en presencia de otros capellanes, que los papeles de Huidobro «le sentaron como un tiro»[108]. El 14 de noviembre de 1936, cuando el Ejército se encontraba en las afueras de Madrid, el padre Huidobro escribió a Varela para pedirle que no manchara su nombre glorioso con las matanzas que algunos jóvenes oficiales planeaban llevar a cabo para darles una lección a los madrileños. Si tales planes llegaban a cumplirse, Huidobro se temía que el nombre de Varela terminara por pasar a la historia «como un nombre execrable que va unido al hecho más cruel y bárbaro de los tiempos modernos». Terminada la batalla sin que sus tropas lograran tomar Madrid, Varela respondió el 3 de diciembre desde Yuncos (Toledo) para felicitar a Huidobro por sus sentimientos, a la vez que aseguraba compartirlos[109].

El 4 de octubre, el padre Huidobro escribió al teniente coronel Carlos Díaz Varela, adjunto del general Franco, para solicitarle que hiciera entrega al Generalísimo de sus dos documentos. A la vista de que Franco tenía preocupaciones más acuciantes en ese momento, Díaz Varela entregó las reflexiones de Huidobro a Yagüe, quien ostentaba el mando de la división a la que pertenecía la 4.ª Bandera de la Legión a la que estaba adscrito el capellán. Como las atrocidades formaban parte de una política deliberada, Yagüe se abstuvo de intervenir, y el padre Huidobro, cada vez más frustrado, empezó a convertirse en un elemento molesto. Posteriormente dirigió una carta a Franco en la que llamaba su atención sobre

la precipitación con que muchas veces se procede a fusilar gente cuya culpabilidad no sólo no está probada sino que ni siquiera se investiga. Así acontece al fusilar sobre el campo de batalla todo prisionero de guerra, sin considerar si fue tal vez engañado o forzado y si tiene el discernimiento suficiente para conocer la maldad de la causa que defiende. Es esta en muchos días una guerra sin heridos ni prisioneros. Se fusila a los prisioneros por el mero hecho de ser milicianos, sin oírlos ni preguntarles nada. Así están cayendo sin duda muchos que no merecen pena tan grave y que podrían enmendarse y ese es el convencimiento de los mejores soldados.

Era evidente que Huidobro describía, sin saberlo, las prácticas habituales del Ejército en África, de ahí que sus palabras no tuvieran ningún efecto. No obstante, y a pesar de su ingenuidad, esta carta constituyó un asombroso acto de valentía[110].

El 10 de noviembre de 1936 se dirigió de nuevo a Díaz Varela, esta vez para calificar de «inicua y criminal» la orden general de ejecutar en el acto a todo el que se hallara en posesión de armas. Abogaba por la detención y el interrogatorio previos, y el traslado posterior de los que fueran «culpables» a un campo de castigo, y afirmaba que los «crímenes» cometidos por las columnas en su marcha hacia Madrid, «fusilamientos sin tasa en un número desconocido hasta ahora en la historia», provocaban la empecinada resistencia de los republicanos desesperados, sabedores de que su rendición era completamente inútil. Señalaba las posibles consecuencias de la reacción que produciría en Madrid la matanza practicada en Toledo tras la caída de la ciudad:

Si han sabido que en Toledo se asesinó a los heridos de los hospitales, ¿será raro que tengan una idea exacta de nuestro bárbaro rigor? Y ya hay quien sostiene que en Madrid se debe pasar por las armas a todos los hospitalizados. Vamos recayendo en la barbarie y se va cancerando la conciencia del pueblo al ver tanta muerte con tanta ligereza. Hasta ahora no se mataba a nadie sin que antes constase de su culpa; ahora se hace con tal [de] que no conste de su inocencia.

Suplicaba después a Díaz Varela que discutiera el asunto con Franco, e incluso tuvo la temeridad de insinuar que estaba dispuesto a hacer públicas sus protestas: «Hasta ahora he advertido con prudencia y en voz baja. Ha llegado la hora de alzar la voz. No temo a las izquierdas ni a las derechas, sino sólo a Dios». Y concluía con una frase dramática: «Soy testigo de muchos crímenes, como lo somos todos, y no quisiera que el nuevo régimen naciese manchado de sangre»[111].

La respuesta de Díaz Varela llegó el 25 de noviembre de 1936. En ella describía la consternación de Franco al saber de los excesos denunciados por Huidobro y su firme determinación de castigar a los responsables. Huelga decir que no se hizo nada. Mientras convalecía en el hospital, tras haber sido herido, Huidobro supo que los fusilamientos continuaban al mismo ritmo, pese a lo cual quiso creer que Franco era sincero. Su preocupación por el futuro y su convicción en la necesidad de conseguir la reconciliación entre ambos bandos fueron en aumento con el paso de los meses. Varios oficiales le advirtieron expresamente de que, si continuaba predicando su mensaje, «a usted le fusilan». El 11 de abril de 1937, Huidobro perdió la vida en Aravaca, en las afueras de Madrid, supuestamente al ser alcanzado por un fragmento de metralla de una granada rusa. Este detalle contribuyó a que, en 1947, los jesuitas iniciaran el complicado proceso para su beatificación y canonización. Huidobro había salvado muchas vidas y había vivido como un verdadero cristiano. En el curso de la minuciosa investigación de la causa emprendida por el Vaticano, salió a la luz que Huidobro murió de un disparo por la espalda efectuado por un legionario de su propia unidad, acaso harto de los sermones del capellán. Al descubrirse que fueron los franquistas y no los rojos quienes lo habían asesinado, el Vaticano archivó la causa[112].