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Terror revolucionario en Madrid

El alzamiento militar, con el pretexto de combatir una trama revolucionaria comunista que en realidad no existía, provocó el desmoronamiento de las estructuras sobre las que descansaban la ley y el orden. En un intento de la República por recabar el apoyo de las grandes potencias, el Consejo de Ministros que se formó el 19 de julio se compuso exclusivamente de liberales de clase media. En consecuencia, el gobierno no fue respetado (al principio, ni siquiera obedecido) por los partidos y sindicatos de izquierda que habían resistido el alzamiento. La oleada de fervor revolucionario y la furia asesina que se desencadenaron demostrarían una vez más que de una sociedad tan represiva como la española salía una clase marginal completamente embrutecida. Los acontecimientos fundamentales que subyacen a la violencia republicana ulterior tuvieron lugar durante los dos días que siguieron a la sublevación. Como ya se ha dicho, la apertura de las cárceles propició la puesta en libertad de cientos de criminales, entre los cuales había sádicos y psicópatas a quienes la guerra dio carta blanca y que aprovecharon encantados el caos político como refugio de sus actividades. Asimismo, tenían sobrados motivos para sospechar del aparato jurídico y, claro está, no les faltaban ganas de vengarse de los magistrados y los jueces que los habían metido en la cárcel. De hecho, ya fuera por miedo a represalias, o por simpatizar con el golpe, muchos funcionarios de la judicatura pasaron a la clandestinidad, y más de un centenar fueron ejecutados[1].

La distribución de armas tras el fracaso del alzamiento militar en Madrid desempeñó un papel fundamental en la oleada de violencia que vino después. El 19 de julio por la noche, el general a cargo del golpe en la capital, Joaquín Fanjul, se hizo con el control de las tropas y de los voluntarios falangistas que se habían encerrado en el Cuartel de la Montaña, cerca de la plaza de España. Sin embargo, no fue capaz de lograr que salieran del edificio, porque estaba rodeado de la enorme multitud congregada por los partidos de izquierda y los sindicatos, además de un centenar de guardias civiles y unos pocos guardias de asalto. Los hombres de Fanjul abrieron fuego con ametralladoras; los que tenían rifle respondieron al ataque. A primera hora de la mañana siguiente, se había reunido una multitud aún mayor a las puertas del cuartel, acompañada esta vez de dos piezas de artillería, a pesar de que disponían de escasa munición. Tras el fuego de los cañones y la bomba que lanzó un avión republicano, se vio aparecer una bandera blanca por una ventana; probablemente la hizo ondear uno de los muchos soldados prorrepublicanos que se oponían al alzamiento. Sin embargo, cuando avanzaron a la espera de una rendición inmediata, una ráfaga de ametralladora provocó numerosos muertos y heridos. Los asediadores retrocedieron, pero de pronto volvió a aparecer una bandera blanca; de nuevo avanzaron y volvieron a recibirlos con ráfagas de ametralladora. Finalmente, justo antes de mediodía, la multitud enfurecida irrumpió en el edificio. Se distribuyeron armas, y los soldados partidarios de la República que estaban dentro y los milicianos del exterior provocaron una masacre. Un miliciano colosal arrojaba a los sublevados por las ventanas del cuartel. Algunos oficiales se suicidaron y los falangistas que habían apoyado a los rebeldes en el encierro fueron ejecutados[2].

Aquella resplandeciente mañana del lunes 20 de julio, la enfermera inglesa Mary Bingham de Urquidi vio que las milicias populares mataban a tiros a los soldados derrotados, mientras la muchedumbre lanzaba insultos. En su truculento relato se mencionaban también muestras de humanidad por parte de algunos milicianos; en plena carnicería, un chiquillo de diez años salió al paso y suplicó con éxito por la vida de su padre, que estaba a punto de ser ejecutado, alegando que este era republicano y que el propio chico pertenecía a un movimiento juvenil del mismo signo. Los soldados republicanos llegaron y dispersaron a la multitud, que obedeció y se marchó dejando allí los cadáveres, para sorpresa de Mary Bingham. Al parecer, no se dieron cuenta de que muchos de los fallecidos eran civiles republicanos que habían muerto en el asalto al cuartel[3]. A modo de contrapunto, el embajador de Chile, Aurelio Núñez Morgado, partidario convencido de los rebeldes, describió los sucesos de La Montaña como «la señal de comienzo de la masacre madrileña». Desde luego, muchas de las armas que se repartieron tras la victoria popular se utilizaron a lo largo de los cinco meses siguientes en la represión[4].

Durante el día 19 de julio se quemaron varias iglesias, en algunos casos porque los partidarios de los insurrectos las habían utilizado para almacenar armas y habían disparado desde los campanarios a grupos de obreros. Otras iglesias, por el contrario, quedaron intactas, pues los párrocos abrieron sus puertas a los milicianos para que comprobaran que allí no se ocultaban fascistas; así, los tesoros artísticos de los templos pudieron salvarse[5]. Los primeros días después del golpe, la llamada «justicia popular» se ejerció de manera espontánea e indiscriminada contra cualquiera que fuese denunciado por derechista. Sin embargo, en Madrid, Barcelona y Valencia, prácticamente todos los partidos políticos y sindicatos de izquierda crearon sus propios escuadrones para eliminar a los presuntos fascistas. Por lo general, organizaron también sus propias cárceles, donde interrogaban a los detenidos en los edificios requisados en los que instalaban sus cuarteles. Las ejecuciones solían llevarse a cabo a las afueras de la ciudad. Estos escuadrones, así como sus tribunales y sus prisiones, eran las famosas «checas». En Madrid, durante las primeras semanas de la guerra se contabilizaron casi 200, si se incluyen las creadas por los criminales recién liberados. Las principales checas gestionadas por partidos y sindicatos de izquierdas sumaban alrededor de 25[6]. Con frecuencia, en las milicias de retaguardia de la CNT había presos comunes, puesto que los anarquistas les otorgaron muchas veces la categoría de «combatientes en la lucha social». Aunque lejos de tener el monopolio de los peores excesos, al parecer los anarquistas fueron los principales responsables de las matanzas de Madrid. Solían denominar a sus checas «Ateneos Libertarios». Las checas comunistas, también muy activas en la represión, se conocían como «Radios». Eran los nombres con que se conocían, respectivamente, las sedes de barrio de la CNT y de las células del PCE. Algunas veces, las checas se instalaban en los locales ya existentes, mientras que otras veces los edificios requisados iban adoptando esos nombres.

Muchos policías, guardias de asalto y guardias civiles simpatizaban con la rebelión militar, de modo que algunos cruzaron las líneas para pasarse al bando nacional y otros fueron arrestados. Incluso los que no eran partidarios de la sublevación estaban bajo sospecha. Por otra parte, los guardias de asalto y los guardias civiles que se mantuvieron leales a la República tuvieron que ser desplegados en el frente. El consiguiente debilitamiento de las diversas instituciones policiales facilitó las actividades de todas las milicias de retaguardia. El gobierno empezó inmediatamente a dar pasos, por titubeantes que fueran, para detener los robos, torturas y asesinatos que se cometían en algunas checas, pero tardaría cinco meses en establecer algo parecido a un control pleno de la situación. El ministro del Interior, el general Sebastián Pozas Perea, había sido el inspector general de la Guardia Civil hasta el 19 de julio. Había trabajado con denuedo, aunque en vano, para que la rebelión no se propagara dentro del cuerpo[7]. Una semana después de los primeros ataques de las Columnas de Mola, el general Pozas declaró que solo la fuerza policial oficial, el llamado Cuerpo de Investigación y Vigilancia, tenía autorización para llevar a cabo los registros domiciliarios. A continuación, tanto el gobierno como la UGT dieron instrucciones para que las milicias no practicaran arrestos o registros, y urgieron, con expectativas muy poco realistas, a que la población se opusiera a esa clase de actividades. Huelga decir que estos llamamientos cayeron en saco roto[8].

El objetivo de las autoproclamadas checas y milicias no se limitó a apresar a quienes habían apoyado el golpe militar. Alguien tan fervientemente prorrepublicano como el poeta Antonio Machado fue arrestado al estallar la guerra en una cafetería de la glorieta de Chamberí porque un miliciano lo tomó por cura[9]. Como escribió posteriormente un detenido de clase media, el preso 831, muchos individuos del todo inocentes acabaron detenidos, y en ocasiones asesinados, por el simple hecho de ser propietarios de un negocio, haberse opuesto a una huelga, haber estado de acuerdo con que se sofocara la rebelión asturiana, pertenecer al clero, o por «ser antipático al novio de la criada o al chulo del portero». Los porteros de las casas de vecinos a menudo avisaban a una checa de la llegada de un visitante desconocido o un paquete inusual, o de que un inquilino nunca salía de casa, por ejemplo. No hace falta decir que muchas veces bastaba con una sospecha. Los milicianos no se molestaban en hacer verificaciones exhaustivas antes de detener a los sospechosos, y a veces ni siquiera antes de ejecutarlos[10].

El cónsul general de Noruega, el alemán Felix Schlayer, partidario de los rebeldes, elaboró su propia lista de víctimas probablemente inocentes de las checas, casi idéntica a la del preso 831, con la adición de los terratenientes residentes en Madrid asesinados por braceros de sus fincas y de aristócratas excéntricos, demasiado ancianos para haber desempeñado algún papel en el alzamiento. Había quien, como Henry Helfant, el agregado comercial de la embajada rumana, creía que Schlayer era pronazi[11]. Es cierto que Schlayer colaboró con la Quinta Columna y facilitó información sobre los movimientos de las tropas a los rebeldes que tenían cercada la capital. Asimismo, a pesar de que, tras abandonar la España republicana, pasó algún tiempo en Salamanca, su conocimiento directo de los hechos en Madrid resulta sumamente valioso. Entre los nombres de su lista figuraba el del último descendiente de Cristóbal Colón, el duque de Veragua, cuyo asesinato conmocionó las embajadas de toda América Latina. Al igual que ocurría en la zona nacional, el motivo de las denuncias podía ser a veces el deseo de eludir una deuda o los celos pasionales. Por si fuera poco, se cometían robos y asesinatos en nombre de la justicia revolucionaria. Con frecuencia aparecían cadáveres con notas prendidas donde se leía el mensaje «Justicia del Pueblo»[12].

Hasta cierto punto, tales actos respondían al acicate de una parte significativa del liderazgo anarcosindicalista. A finales de julio, el principal diario anarquista de la capital iba encabezado con el siguiente titular: «JUSTICIA POPULAR. CAIGAN LOS ASESINOS FASCISTAS. DESTRUYAMOS AL ENEMIGO, SEA QUIEN SEA Y ESTÉ DONDE ESTÉ AGAZAPADO». El apasionado artículo que lo seguía apuntaba en la misma línea:

El pueblo se toma la justicia por su mano. El pueblo no puede confiarse en nadie. Ni puede, ni debe, ni quiere. Ante una judicatura y una magistratura que huelen a rancio y con un espíritu y una ley puramente burguesa, el pueblo ha de tomarse la justicia por sí y ante sí. La herencia reaccionaria de la República nos hace a todos espabilados y audaces. Toda la carroña monárquica ha venido corroyendo al nuevo estado de cosas. Además, que por boca de los máximos representantes de la mesocracia española, la República era y es burguesa, estrictamente conservadora, autoritaria.

Salvado este ciclo que acabamos de salvar, y en plena calle las fuerzas populares con las armas de su libérrima voluntad en las manos no hay más ley ni más autoridad que la del pueblo. La justicia es esta: hacer lo que él quiera, lo que mande, lo que imponga. El pueblo español, pues, tiene que abatir a sus enemigos; si de los frentes, también de la retaguardia. Hemos de destruir a un adversario de milenios, que está emboscado en la administración pública, en las leyes del Estado, en los bancos, en las direcciones y gerencias, en todas partes.

¡Caigan los asesinos del pueblo! En la industria, en el comercio, en la política, en los tribunales pululan nuestros enemigos. El fascio está amagado [sic] en ellos. Eso cuando la composición y funcionamiento de semejantes organismos no sea ya una manifestación cabal del reaccionarismo que caracteriza a la España tradicional. Recordemos a Ganivet en su «Idearium Español» cuando afirma que hay que purificar quemando … Perfectamente. Hemos de quemar mucho. ¡Mucho!, para purificarlo todo. ¡Todo! Los antifascistas no han de tener contemplaciones con el traidor. Hay que eliminar a este, esté donde esté, y cualquiera que sea. El humanitarismo, en este caso, nos traicionará tanto como el mismo enemigo. ¡Nada de humanitarismos! ¡Nada de sentimentalismos! ¡Ninguna caridad para los asesinos nuestros!

¿Venganzas? ¡Venganzas! ¿Pero quién va a confiar en la diosa Themis? Nosotros tenemos nuestra justicia, la echadora de cuentas: [a] Némesis y a ella confiamos nuestros amores y nuestros odios. Odios, sí. Al traidor, al bandido, al criminal, a los tiranos y verdugos; a todos los que exprimen, engañan y aprisionan a los pueblos; a esos, ¿qué les vamos a tener sino odio mortal?

¡Sepamos todos! Sepan las grandes masas populares, que en la ciudad bien escondidos en las covachas industriales, comerciales, bancarias, jurídicas, parlamentarias y estatales abunda un enemigo feroz y sanguinario. Él espera su hora. Espera la ocasión para lanzarse sobre nosotros como lobo carnicero.

¿La espera? Nos atrevemos a decir que no. ¡No! No, porque nos está destrozando ya con la misma supervivencia de todo el armatoste capitalista y despótico. Mano pues a la obra. ¡Acción y tiro certero! Estamos nada más que en el principio del fin. La revolución justiciera marcha, ¿a dónde llegaremos? Hasta llegar al final nadie, absolutamente nadie; nada, absolutamente nada detendrá a este pueblo ibérico que tan alto coloca el pabellón de la Historia[13].

Al igual que ocurriera en Barcelona, la destrucción de las iglesias y el asesinato de los representantes del viejo orden, ya fueran clérigos, policías o terratenientes, eran para muchos anarquistas de la capital pasos hacia la creación de un mundo nuevo. El control de los grupos de la CNT, tanto en las milicias del frente como en las checas de la retaguardia, lo ejercía desde Madrid el Comité de Defensa de la CNT-FAI, cuyo secretario y principal organizador era un camarero de veintiocho años oriundo de Jaca (Huesca) llamado Eduardo Val Bescós. Manuel Salgado Moreira se ocupaba de las unidades de investigación. Cipriano Mera estaba al mando de las milicias de primera línea, que operaban desde el cine Europa, cuartel general de las principales checas. Las milicias de la CNT que controlaban las carreteras que salían de Madrid se hallaban bajo las órdenes directas de Val, que ejercía también el control de las checas anarquistas, a pesar de que Amor Nuño Pérez, secretario radical de la Federación de la CNT en Madrid, tuviera también una autoridad notable sobre las mismas[14].

Antes de la Guerra Civil, el taimado y huidizo Val, «silencioso como una sombra», en palabras de un compañero, había dirigido desde la clandestinidad los grupos de acción de la CNT-FAI que había en Madrid, algo que desconocían la mayoría de los demás líderes anarcosindicalistas. De hecho, en opinión tanto del íntimo amigo de Durruti, Ricardo Sanz, como del cabecilla de la organización regional de la Federación de Juventudes Libertarias, Gregorio Gallego, se sabía tan poco del taciturno Val al terminar la guerra como antes de 1936. Tiempo después, Gallego escribiría acerca de Val:

Profesionalmente era un camarero elegante, sonriente y amable. Cuando servía vestido de smoking en los grandes banquetes políticos del Ritz y del Palace nadie podía sospechar que tras su gentil sonrisa, ligeramente irónica, se ocultaba el hombre que movía los hilos clandestinos de los grupos calificados de terroristas. De por sí era misterioso, elusivo y poco aficionado a las confidencias. Muchos militantes le acusaban de camaleónico y no faltaban los que le atribuían inclinaciones burguesas por su estilo en el vestir y sus modales refinados. Sin embargo, apenas empezó la guerra y quedó al descubierto, se embutió en un mono y el hombre elegante transformó su fachada en un sentido haraganesco y descamisado. ¿Era una nueva máscara para seguir pasando inadvertido? … Yo creo que sí, porque terminó la guerra sin ser apenas conocido … Sobre este hombre fieramente antiexhibicionista, antipublicitario, de reacciones tan violentas y audaces que nadie podía sospechar cuando le veía en reposo, descansaba la seguridad de la CNT castellana[15].

Aunque a muchos anarquistas les horrorizaban los «paseos», muchos otros creían que la eliminación inmisericorde de quienes apoyaban al enemigo era la única vía para construir un mundo nuevo y, asimismo, una parte necesaria de la contienda bélica. Para otros integrantes del Frente Popular, la aniquilación del enemigo era un imperativo central en tiempos de guerra. Política, el periódico de Izquierda Republicana, el partido de clase media de Azaña, se mostró indignado porque miembros del Frente Popular hubieran mediado en la liberación de derechistas. Arguyendo que ni la amistad ni los lazos familiares debían interponerse en la purga de la retaguardia, el diario amenazó con publicar los nombres de futuros implicados en casos similares[16]. Los comunistas y los anarquistas se mostraron implacables en su afán por erradicar al enemigo interno. Con el tiempo, sin embargo, un poco más tarde que en Barcelona, los comunistas acabarían considerando subversivos a los anarquistas y se volverían en su contra, con lo que se iniciaría una nueva fase de la represión.

Las incitaciones más urgentes a la violencia llegaron en forma de ataques aéreos y con las noticias de las atrocidades que se estaban cometiendo en la zona rebelde. Tanto los bombardeos como los relatos de los refugiados enturbiaban los ánimos y se propagaban como la pólvora, produciendo estallidos de furia que con frecuencia escapaban al control de las autoridades republicanas. En Madrid, la noche del 7 de agosto, tuvo lugar el asesinato de varios prisioneros derechistas en represalia por el primer ataque aéreo. En respuesta a la violencia generalizada y a las muertes, al día siguiente, el socialista moderado Indalecio Prieto dio un discurso radiofónico que tuvo una enorme repercusión. Aunque no ostentara un cargo oficial, y por más que en apariencia desde el 20 de julio hasta el 4 de septiembre solo fuera un asesor del gabinete de Giral, en realidad Prieto ejercía de presidente del Gobierno en la sombra. Desde un amplio despacho del Ministerio de la Marina, trabajó incansablemente para imponer el orden y dar un rumbo al titubeante gobierno de Giral. Así, el 8 de agosto de 1936, Prieto declaró en las ondas:

Por muy fidedignas que sean las terribles y trágicas versiones de lo que ha ocurrido y está ocurriendo en tierras dominadas por nuestros enemigos, aunque día a día nos lleguen agrupados, en montón, los nombres de camaradas, de amigos queridos, en quienes la adscripción a un ideal bastó como condena para sufrir una muerte alevosa, no imitéis esa conducta, os lo ruego, os los suplico. Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa … ¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral; superadlos en vuestra generosidad. Yo no os pido, conste, que perdáis vigor en la lucha, ardor en la pelea. Pido pechos duros para el combate, duros, de acero, como se denominan algunas de las Milicias valientes —pechos de acero— pero corazones sensibles, capaces de estremecerse ante el dolor humano y de ser albergue de la piedad, tierno sentimiento, sin el cual parece que se pierde lo más esencial de la grandeza humana[17].

En un discurso pronunciado en Chile, cerca del final de la guerra, Prieto hizo la siguiente petición, por retórica que fuera: «Pido que se me exhiba una sola palabra de piedad pronunciada por los rebeldes. Pido que se me exhiba, si no las hay de los militares sublevados, palabras de piedad de los elementos civiles que secundaron la subversión. Y, en último término, pido, con mejor razón, que se me exhiba, porque yo no la conozco, una palabra, una sola palabra, parecida a esas mías, dichas en público ante las multitudes sedientas de sangre, por algún representante de la Iglesia Católica dentro de la zona de Franco»[18]. Incluso Felix Schlayer dio testimonio posteriormente de los esfuerzos de Prieto para detener la violencia[19]. De hecho, la tolerancia generalizada con el modo —de dudosa legalidad—, en que varias embajadas, entre ellas la del propio Schlayer, alquilaron inmuebles para dar refugio a quienes apoyaban a los rebeldes, subraya considerablemente el mérito de la República. Mientras tanto, los esfuerzos para permitir que los amenazados abandonaran España no tuvieron contraparte en el bando rebelde[20]. Después de la guerra, la única embajada que ofreció asilo a los republicanos derrotados fue la de Panamá; los falangistas la asaltaron y apresaron a quienes se habían refugiado allí.

El llamamiento que hizo Prieto el 8 de agosto recibió el apoyo de los socialistas y los republicanos de centroizquierda, que también expresaron su preocupación porque en las redadas de los milicianos extremistas estuvieran cayendo republicanos respetables. Sin embargo, la mayor parte de la izquierda desoyó estas advertencias[21]; fue así especialmente en el caso de los denominados «bolchevizantes», y más en concreto, de los jóvenes socialistas que se acercaban, más que nunca, al Partido Comunista. Desde 1934 atacaban a Prieto; ahora, uno de los más destacados y antiguos seguidores de Largo Caballero, Carlos Baraibar, director del periódico socialista más a la izquierda, Claridad, publicó un firme editorial dos días después de la intervención de Prieto con el título «Sobre un discurso. Ni hermanos ni compatriotas», en el que, aunque reconocía la generosidad y buena fe del veterano político, sostenía que a todos los que se habían alzado en armas contra la República y se dedicaban a asesinar a los obreros para someterlos al yugo de una férrea dictadura oligárquica no podía considerárselos hermanos. Tampoco podían considerarse hermanos los terratenientes feudales, el clero belicoso y contrario al cristianismo, los bárbaros militares que lideraban la campaña, los presuntos intelectuales que los justificaban, ni los banqueros que los financiaban. «No hay hermandad posible entre los verdugos y sus víctimas». Eran los enemigos de quienes se habían comprometido a construir una nación sobre la base del trabajo, la justicia y la cultura[22].

Ese mismo día, en el periódico del Partido Comunista, Dolores Ibárruri replicó a Prieto en términos parecidos:

¡Hay que exterminarlos! Hay que terminar en nuestra Patria con la amenaza constante del golpe de Estado, de la militarada. Es demasiada la sangre vertida, pesan como losas de plomo los crímenes horrendos, los múltiples asesinatos, cometidos fríamente, sádicamente, para que podamos perdonarlos … No hemos de consentir que se perdone a uno solo de los culpables: y si en algún momento pudiéramos sentir alguna debilidad, que el recuerdo de nuestros compañeros quemados vivos, de los niños asesinados (y estas no son las mentiras de Octubre, sino horrible realidad), de los hombres mutilados, sea el acicate que nos fortalezca en la dura, pero necesaria labor de liquidación de los enemigos de la democracia y de la República.

Que no fuera el momento de la revolución obrera ni de la conquista del poder por el proletariado sino de la defensa de la República no podía entenderse como una llamada a la generosidad frente al enemigo: definirlo como fascista equivalía a dirigir hacia él la única política posible, la de exterminio[23].

Sentimientos similares nacían de la milicia comunista, el Quinto Regimiento. Bajo el titular «¿Piedad? ¿Misericordia? ¡No!», el periódico Milicia Popular, que le servía de tribuna, declaraba:

La lucha contra el fascismo es una lucha de exterminio. La piedad sería un aliento para los bandidos fascistas. Por donde ellos pasan siembran la muerte, el dolor, la miseria. Violan a nuestras mujeres. Incendian nuestras casas … ¿Piedad? ¿Misericordia? No; mil veces no. Sabemos que muchas batallas se perdieron por demasiada humanidad. Traidores a la Patria, asesinos del pueblo, bandidos de fama, militares canallas, que después de haber cobrado con el dinero del pueblo, lo asesinan; para esta gente no puede haber piedad[24].

Las autoridades republicanas centrales trataban, sin éxito, de poner freno a los elementos «descontrolados». Uno de los aliados más fieles de Prieto, Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, tomó la decisión de no publicar acusaciones personales de las que, en la prensa anarquista, con frecuencia desembocaban en asesinatos. «Trabajábamos», escribió más adelante, «para calentar la confianza popular y para robustecer la autoridad del Gobierno». Marcelino Domingo, el presidente de Izquierda Republicana, fue entrevistado por Milicia Popular. Tras señalar que la reputación de la República en el resto del mundo se hallaba en manos de los milicianos, dijo que era preciso que las milicias se acreditasen «por su arrojo pero también por su emoción civil; por su decisión de llegar hasta el aniquilamiento del enemigo cuando está en el campo de batalla, pero también por su respeto piadoso cuando el adversario ha dejado de ser un combatiente, para ser un prisionero … Importa que cada miliciano pueda mostrar el pecho con las insignias del heroísmo. Pero importa tanto o más que pueda andar con la frente alta y con las manos limpias». El impacto de sus palabras quedó sin duda menoscabado por el detalle con que se trataban en otros artículos del periódico las atrocidades en la zona rebelde[25].

Tales ambigüedades no existían en el bando nacional. Las autoridades rebeldes representaban los intereses de la Iglesia, el Ejército, la clase alta y la burguesía conservadora. El objetivo era exterminar o aterrorizar a la clase obrera y la burguesía liberal hacia una pasividad casi total. En contraste, a pesar de la crisis de la autoridad estatal provocada por el golpe militar y los consiguientes abusos al margen de toda justicia, las autoridades republicanas trataban de poner coto a las atrocidades extremistas y reconstruir el estado. Las milicias de los partidos y sindicatos de izquierda más radicales estaban decididas a acabar con esos representantes de los estamentos conservadores antes citados; en otras palabras, pretendían crear una sociedad revolucionaria para combatir un estado militar o fascista. Sin embargo, la clase dirigente republicana y el grueso de los partidos socialistas y comunistas se opusieron firmemente a esa iniciativa, en parte porque creían en los genuinos valores liberales, y en parte porque se daban cuenta de que la República necesitaba el respaldo de las democracias occidentales, lo que a su vez requería que se garantizaran la ley y el orden. Por ello, trataban de reconstruir una estructura capaz de sostener una democracia plural. No obstante, el empeño de los extremistas complicó enormemente el restablecimiento de la ley y el orden.

En consecuencia, el terrorismo se extendió a lo largo de cinco meses, hasta que fue disminuyendo gradualmente durante los cuatro meses siguientes. El odio al clero se exacerbaba al constatar la riqueza exorbitante en poder de la Iglesia, así como al conocer los casos de curas que combatían en el bando rebelde[26]. Con frecuencia aparecían en la prensa republicana artículos sobre los hallazgos de bienes materiales tras el registro de monasterios, conventos y otras propiedades eclesiásticas. A principios de agosto, por ejemplo, se dijo que en el palacio del obispo de Jaén se habían encontrado 8 millones de pesetas en metálico. Al parecer, cuando la hermana del obispo, Teresa Basulto Jiménez, fue arrestada, llevaba un millón de pesetas escondido en el corsé. El 18 de agosto, por poner otro caso, se informó de que en las oficinas de la diócesis de Madrid se habían hallado casi 17 millones de pesetas en bonos del estado y un millón más en metálico y joyas. Al día siguiente, en un registro en la sucursal madrileña de Le Crédit Lyonnais, se descubrieron dos cajas de seguridad pertenecientes a las hermanas de la caridad de San Vicente de Paúl, conocidas también como las «Hermanitas de los Pobres», que contenían 1 340 000 pesetas en metálico, 60 millones de pesetas en valores saneados, las escrituras de 93 propiedades en Madrid por valor de otros 100 millones de pesetas, lingotes de oro y 3 kilos de monedas de oro, algunas de gran valor numismático. Un día después se informaba de que en un convento carmelita, en la madrileña calle de Góngora, se habían hallado obras de arte valoradas en un millón de pesetas[27].

Noticias como estas se basaban en las declaraciones de las milicias que practicaban los registros. Todas reflejan una hostilidad previa hacia la Iglesia, y es evidente que servían para intensificar el anticlericalismo popular, puesto que sacar a relucir la enorme riqueza del clero servía para afianzar los viejos lugares comunes. Un espaldarazo similar al anticlericalismo nacía de la idea comúnmente extendida de que, los primeros días después del alzamiento, las dependencias eclesiásticas habían servido a los rebeldes para almacenar armas y también de refugio para que los francotiradores pudieran disparar a los izquierdistas. El oficial del Ejército José Martín Blázquez, republicano y moderado, declaró que seis monjes dispararon sobre una multitud desde el campanario de la iglesia del cuartel de la Montaña, y que un joven cura navarro ejerció de francotirador en la batalla del Alto de León, en la sierra al norte de Madrid[28]. El gobernador civil de Almería, Juan Ruiz Peinado Vallejo, recordaba que el 23 de julio sus oficinas recibieron disparos procedentes del cercano convento de la Compañía de María. Cuando la Guardia de Asalto registró el edificio, encontró a tres sacerdotes vestidos de calle, armados con pistolas y bien provistos de munición[29]. En general, sin embargo, al margen de Navarra, hay escasa constancia de que los curas participaran en la lucha armada.

Frente a la propaganda alarmista sobre monjas que fueron acosadas, los datos apuntan más bien a un buen número de situaciones en que fueron protegidas; la enfermera inglesa Mary Bingham, por ejemplo, relató casos en que la Guardia de Asalto veló por el bienestar de las hermanas. Muchas monjas habían sido arrestadas durante los primeros días de la guerra, cuando los milicianos entraron en los conventos. Jesús de Galíndez, que pertenecía a la delegación madrileña del Partido Nacionalista Vasco, no tuvo problemas para conseguir su puesta en libertad y encontrarles un refugio seguro. También hubo casos en que los conventos y las monjas de clausura fueron «socializados», es decir, pudieron seguir funcionando como hasta entonces salvo que, junto a la madre superiora, habría un supervisor nombrado por las autoridades, y en adelante trabajarían en la elaboración de uniformes y mantas[30].

Un incidente ilustra la actitud de los dirigentes anarquistas. Gregorio Gallego era el secretario del cuartel de las Milicias Libertarias en El Puente de Toledo, al sur de Madrid. A su regreso del viaje para participar en el asedio al Alcázar de Toledo, trajo consigo a doce monjas, cuya superiora, una mujer severa y de agrio carácter, creyendo que las iban a matar, ordenó a las demás no hablar con los milicianos. Gallego telefoneó a varias organizaciones en busca de un cobijo para ellas; Amor Nuño sugirió que les asignaran tareas en talleres colectivizados, pero la madre superiora rechazó la idea en rotundo. El secretario de Eduardo Val propuso que trabajaran como enfermeras en hospitales de campaña, a lo que la monja accedió, porque de ese modo podrían permanecer juntas. Sin embargo, era una opción que ni siquiera podía contemplarse, puesto que las instrucciones de la CNT eran que, aunque las monjas no debían ser importunadas en ningún sentido, las comunidades de religiosas debían disolverse. Así pues, Gallego telefoneó a la Dirección General de Seguridad, donde le dijeron que el único lugar completamente seguro era la cárcel. Las monjas pudieron escoger entre trabajar como enfermeras, ingresar en prisión o irse a vivir con sus familiares. Entre ellas, tres monjas se decantaron por la primera opción y cuatro por volver con sus familias. La madre superiora y las cuatro restantes fueron alojadas en una pensión mientras se decidían. Un año después, Gallego se encontró con una de las que hizo de enfermera; era sumamente feliz y le informó de que dos de sus compañeras se habían casado, y una tercera estaba a punto de hacerlo. Añadió que la madre superiora había vuelto al convento, por entonces en zona rebelde, dos monjas más cumplían penas de prisión por quintacolumnistas y no sabía lo que había sido de las cinco restantes[31]. Cuando el cardenal Gomá volvió a Toledo, después de que la ciudad cayera en manos de los insurrectos, encontró su bodega vacía y los crucifijos rotos. Sin embargo, las monjas que seguían en el palacio episcopal le aseguraron que las habían tratado bien los dos meses que había durado la ocupación de los sedientos milicianos[32].

El desmoronamiento del aparato del estado facilitó, inevitablemente, que se ejerciera toda clase de violencia, ya fuera en nombre de la justicia revolucionaria, ya fuera a modo de satisfacción personal. En Madrid, como en el resto de lugares, la judicatura quedó reemplazada por los Tribunales Revolucionarios, que de manera espontánea crearon los partidos políticos, los sindicatos y las milicias a título individual. Dada la frecuencia de los paseos, ya el 28 de julio José Mendes de Vasconcelos, vizconde de Riba Támega y agregado comercial portugués, informó de que los cadáveres que se abandonaban en las calles de Madrid hacían temer una epidemia[33]. Por lo general, las víctimas eran presuntos partidarios del alzamiento militar, sobre todo oficiales del Ejército, pero todos los que se consideraran pilares del viejo régimen estaban en peligro.

En los lugares donde el alzamiento había triunfado, los oficiales que respetaron el juramento de lealtad a la República fueron asesinados por sus compañeros sublevados, acusados paradójicamente de rebeldía. En la zona republicana, los rebeldes que fracasaron en el intento de sublevarse corrían también el riesgo de perder la vida, pues así se castigaba el amotinamiento. La diferencia durante esos meses estribaba, lisa y llanamente, en el proceso penal y en el hecho de que las condenas no quedaban en manos de oficiales veteranos, sino de comités revolucionarios.

Sin embargo, los militares detenidos tras el golpe fallido no eran los únicos cuya vida peligraba. La posible postura de los oficiales era investigada por el Gabinete de Información y Control, que se había creado de forma apresurada y estaba presidido por el capitán Eleuterio Díaz-Tendero Merchán. Nacido en 1882, Díaz-Tendero había empezado como soldado raso, y las regulaciones del rango militar explicaban que solo fuera capitán a la edad de cincuenta y cuatro años. Socialista, masón y un tanto amargado por su situación, fue uno de los fundadores de la Unión Militar Republicana Antifascista, que acabó presidiendo. A lo largo de la primavera de 1936 había elaborado un fichero del cuerpo de oficiales, en parte basado en una lista elaborada por los conspiradores, para decidir en qué oficiales se podía confiar. Ahora, apoyándose en esas fichas y entrevistas, el Gabinete de Información y Control clasificó a los oficiales según fueran A (antifascistas), R (republicanos), I (indiferentes) o F (fascistas). Los considerados fascistas y los indiferentes que se negaron a luchar por la República fueron arrestados[34]. En prisión, con frecuencia se les daba la oportunidad de mantener su juramento de lealtad hacia la República, retractarse de sus opiniones reaccionarias y luchar contra los sublevados. Pocos eran los que aceptaban la oportunidad y, por consiguiente, culpables de insurrección, prácticamente firmaban su sentencia de muerte[35].

El 15 de agosto comenzó en la cárcel Modelo el juicio a la cúpula rebelde de Madrid, el general Joaquín Fanjul y el coronel Fernández de la Quintana, ante la presencia de periodistas y fotógrafos extranjeros. El juez era el distinguido jurista Mariano Gómez González, que había presidido el tribunal que juzgó al general Sanjurjo tras el golpe de agosto de 1932. De una rectitud escrupulosa, Gómez garantizó que en el juicio de Fanjul se cumplieran los procedimientos legales debidos. De hecho, Mariano Gómez estaba a punto de sustituir en el cargo al presidente del Tribunal Supremo, Diego Medina, uno de los muchos jueces que simpatizaban con los militares sublevados[36]. Fanjul, que era abogado de formación, asumió su propia defensa, luciendo una toga. Declaró haber actuado a las órdenes del general Mola. Cuando se observó que Mola no era su superior, Fanjul se vio obligado a admitir que, al obedecer sus órdenes, había reconocido el papel de Mola como cabecilla del alzamiento militar. Uno de los testigos que declararon en su contra fue Ricardo Zabalza, que había encontrado en una imprenta el bando donde se declaraba el estado de guerra firmado por Fanjul. Tanto Fanjul como Fernández de la Quintana fueron declarados culpables y sentenciados a muerte el 16 de agosto. Los ejecutaron al amanecer del día siguiente. Fanjul, viudo, se casó con su amante, Luisa Aguado Cuadrillero, poco antes de ser ejecutado. El periódico anarcosindicalista CNT rugió: «Se ha fusilado en los jefes traidores a toda una clase. ¡Qué lástima que esto no pase de ser una metáfora!»[37].

Una víctima de la ira popular que alimentaba esta clase de periodismo incendiario fue el general Eduardo López Ochoa. Tras la victoria electoral del Frente Popular, López Ochoa fue arrestado el 30 de marzo. Aguardaba a que lo juzgaran por la acusación de haber ejecutado sin juicio previo a 20 civiles en el cuartel de Pelayo, en Oviedo, unos cargos que nunca pudieron probarse. Lejos de ser un fascista, López Ochoa había quedado excluido de la conspiración militar tanto por su condición de masón como por el comedimiento que tuvo en los sucesos de Asturias. La derecha lo despreciaba por haberse mostrado dispuesto a negociar con los mineros asturianos a fin de evitar un baño de sangre, así como por el hecho de haber ordenado un castigo ejemplar para los miembros de la Legión Extranjera y los Regulares Indígenas hallados culpables de las atrocidades[38].

López Ochoa había permanecido detenido en la cárcel militar de Burgos hasta que, a finales de la primavera de 1936, su esposa logró que lo trasladaran al hospital militar de Madrid. Por su papel en los sucesos de Asturias, el 11 de agosto las autoridades republicanas lo expulsaron del Ejército; la difusión de la noticia pudo ser lo que provocó su asesinato. Tras el juicio celebrado aquel mismo día a los cabecillas del golpe fallido en Barcelona, los generales Manuel Goded y Álvaro Fernández Burriel, el periódico anarquista madrileño CNT publicó un editorial exigiendo su ejecución. Con el titular: «LA JUSTICIA DEL PUEBLO. NO PUEDE HABER PIEDAD PARA NADIE», que bien podía ser una respuesta al llamamiento previo de Prieto, el artículo declaraba: «No es la hora de los sentimientos cristianos, que sólo se guardan para los malhechores de alto copete cómplices de la misma Iglesia, y que jamás se observaron cuando del pueblo se trataba». Y acababa reclamando: «¡Que el pelotón de ejecución ajusticie a todos los generales!»[39].

El gobierno intentó trasladar al general López Ochoa a un lugar más seguro, pero los anarquistas que rodeaban el hospital lo impidieron. Después de dos intentos fracasados, el 17 de agosto lo sacaron en un ataúd, drogado con morfina para que pareciera muerto, pero la artimaña fue descubierta. Según se dijo más tarde, el anarquista Manuel Muñoz de Molino lo sacó del ataúd; lo ejecutaron en los jardines del hospital, lo decapitaron y pasearon su cabeza clavada en una estaca por las calles, con una pancarta donde se leía: «Este es el asesino de Asturias»[40]. Cuando después de la guerra interrogaron a uno de los milicianos acusados de estar implicados, declaró haber actuado bajo las órdenes del Ministerio de la Guerra, aunque probablemente fue torturado, lo que pondría en duda su testimonio. El embajador de Chile en Madrid, Aurelio Núñez Morgado, había sido informado de que López Ochoa corría peligro; cuando llegó al hospital militar de Carabanchel, era ya demasiado tarde. Núñez Morgado también afirmó posteriormente, sin base alguna, que el general Pozas había autorizado que se entregara a López Ochoa a sus eventuales asesinos, miembros del Ateneo Libertario de Carabanchel[41].

El mismo día de la muerte de López Ochoa se cometió una atrocidad mayor aún. En Jaén, donde la cárcel provincial estaba abarrotada, los derechistas capturados en toda la provincia estaban detenidos en la catedral. Aunque en ningún momento se superó la cifra de 800, más tarde se dijo que había 2000 prisioneros. Sin embargo, alimentarlos se había convertido en un grave problema y los camiones de suministros recibían ataques con regularidad, por lo que tenían sobrados motivos para temer por su vida. La noche del 30 de julio, 48 derechistas habían sido linchados por una multitud armada en un asalto a la cárcel de Úbeda. Con cerca de 800 prisioneros hacinados en las diversas naves y capillas, el gobernador civil, Luis Ruiz Zunón, deseaba a toda costa impedir un baño de sangre similar en Jaén. Tras consultar con el director general de Prisiones en Madrid, Pedro Villar Gómez, también jiennense, Ruiz Zunón obtuvo el permiso del Ministerio del Interior para trasladar a varios cientos de reclusos a la cárcel de Alcalá de Henares. Sin embargo, Manuel Muñoz, el recién nombrado director general de Seguridad cuando ocurrieron los hechos, afirmó cuando lo interrogaron en 1942 no haber sido informado del plan, por lo que no pudo garantizar las medidas de seguridad oportunas.

Al amanecer del 11 de agosto, una primera expedición de 322 presos de la cárcel provincial llegó en camiones al enlace ferroviario de Espelúy, al norte de la capital, donde los embarcaron en un tren. Todo hace pensar que desde Jaén se avisó a otros extremistas del paso del convoy. En cada estación del recorrido, los asediaban multitudes hostiles. Al llegar a la estación madrileña de Atocha, 11 de los prisioneros, terratenientes y figuras prominentes de la derecha política, y entre ellos, también 2 curas, fueron asesinados. Los 311 restantes llegaron a Alcalá de Henares, de los cuales una tercera parte requirió atención médica. A primera hora de la mañana siguiente, hubo una segunda expedición de 245 reclusos, procedentes de la catedral de Jaén y el pueblo recién tomado de Adamuz (al nordeste de Córdoba). Entre ellos estaba el obispo de Jaén, Manuel Basulto Jiménez, de sesenta y siete años, su hermana, Teresa, y el deán de la catedral, Félix Pérez Portela.

Cuando el tren llegó a la estación de Santa Catalina Vallecas, al sur de Madrid, fue detenido por milicianos anarquistas, que desengancharon la locomotora. Tanto el jefe de estación como el oficial al mando de la Guardia Civil hablaron por teléfono con el director general de Seguridad; le informaron de que los extremistas habían instalado tres ametralladoras en el cercano Pozo del Tío Raimundo, y que dispararían a los guardias civiles si no se marchaban. Muñoz dio permiso a los guardias civiles para retirarse porque, según explicó más tarde, la poca autoridad que aún conservaba el gobierno era una ficción que se vendría abajo si las exiguas fuerzas del orden acababan siendo arrolladas en un enfrentamiento con el pueblo armado. Cuando los agentes se retiraron, 193 prisioneros fueron ejecutados, en grupos de 25. En el transcurso de la matanza, el obispo Basulto se puso de rodillas y empezó a rezar. Su hermana Teresa gritó a uno de los milicianos: «Esto es una infamia. Yo soy una pobre mujer». «No te apures —le contestó—. A ti te matará una mujer». La mató una miliciana llamada Josefa Coso. Dos días después, desolado por el desenlace de una iniciativa que había pretendido evitar un baño de sangre, Luis Ruiz Zunón dimitió de su cargo de gobernador civil[42]. Otros 128 prisioneros fueron sacados de la cárcel provincial de Jaén entre el 2 y el 7 de abril de 1937, en represalia por una serie de bombardeos aéreos de los rebeldes[43].

Los asesinatos de López Ochoa y los prisioneros de Jaén revelaron la magnitud de la tarea a la que se enfrentaban las autoridades republicanas. El director general de Prisiones de Madrid, Pedro Villar Gómez, miembro moderado de Unión Republicana, quedó tan consternado como Ruiz Zunón al conocer los sucesos de «los trenes de la muerte». Sin embargo, las atrocidades que se cometían en las cárceles de Madrid le habían causado ya antes una gran conmoción y se había quejado reiteradamente de que los milicianos irrumpían en las prisiones, liberaban y armaban a presos comunes, a la par que se llevaban a los derechistas a su antojo, así que en septiembre renunció al cargo. Era propietario en Quesada, al este de Jaén, y había visto confiscadas sus propias tierras. Por añadidura, su hijo, Bernardo Villar, era capitán de Artillería y se había unido a los rebeldes en Córdoba. Abrumado por el odio de ambos bandos, Villar Gómez se exilió en Francia. Su ausencia fue solo un factor más en la escalada posterior de las tropelías que se cometieron en las cárceles de la capital española[44].

En opinión de Juan García Oliver, el anarquista que pasaría a ser ministro de Justicia en noviembre de 1936, atrocidades como las cometidas con los prisioneros de Jaén estaban justificadas: «La sublevación militar había supuesto la rotura de todos los frenos sociales, porque fue realizada por las clases históricamente mantenedoras del orden social, los intentos de restablecer el equilibrio legal hicieron que el espíritu de justicia revirtiese a su origen más remoto y puro: el pueblo: vox populi, suprema lex. Y el pueblo, en tanto duró la anormalidad, creó y aplicó su ley y su procedimiento, que era el “paseo”»[45]. Las represalias y las venganzas descontroladas, en respuesta tanto a ataques reales como imaginarios, no se limitaron a atrocidades tan sofisticadas como el asesinato de López Ochoa o los prisioneros del tren de Jaén. Al alba las calles aparecían sembradas de cadáveres, producto de los paseos de medianoche, que tanto podrían haber sido obra de las patrullas de milicianos como de sicarios a sueldo.

La situación era la consecuencia inevitable de la caída de las estructuras del orden público que había desencadenado el golpe militar. Tanto el general Sebastián Pozas Perea como Manuel Blasco Garzón, que el 19 de julio fueron nombrados ministro del Interior y de Justicia, respectivamente, se vieron superados por la enormidad de la tarea que les aguardaba. A finales de julio dimitió el director general de Seguridad, José Alonso Mallol, frustrado ante la incapacidad del aparato estatal para impedir que los criminales descontrolados y las milicias se tomaran la justicia por su mano. Antes del 18 de julio, Mallol había hecho frente a la violencia callejera subversiva de la Falange y había trabajado duro para desmantelar el golpe militar. Tras su dimisión, el primer ministro José Giral lo envió al norte de África con la misión, casi imposible, de impedir que siguieran sumándose mercenarios al bando rebelde[46].

Para sustituir a Mallol, Pozas optó por Miguel Muñoz Martínez, un comandante retirado del Ejercito oriundo de Chiclana de la Frontera, en Cádiz. Muñoz se había aprovechado de los retiros generosos que aprobó Azaña con las reformas del estamento militar y había sido diputado en las Cortes por Cádiz (en 1931 y 1933 del Partido Socialista Radical, y en 1936 de Izquierda Republicana)[47]. El diplomático chileno Carlos Morla Lynch lo describió como un hombre «alto y seco, muy moreno, muy duro y terco». Según la mayoría de sus conocidos, era un individuo mediocre[48], que vivía preocupado por la integridad de su familia en Cádiz.

Cuando Muñoz fue por primera vez a la Dirección General de Seguridad, encontró el edificio completamente desierto. En su intento por restaurar la ley y el orden, Muñoz solo podría contar hasta cierto punto con la Policía, la Guardia Civil y la Guardia de Asalto. Tantos eran los guardias civiles que simpatizaban con el golpe, que el gobierno estuvo a punto de convertir ese cuerpo en una Guardia Nacional Republicana. Los guardias de asalto de confianza eran necesarios en el frente[49]. Una señal de la impotencia resultante fue el ineficaz anuncio de Muñoz de que los porteros cargarían con la responsabilidad de los registros y arrestos que se llevaran a cabo en los edificios por parte de personal no autorizado. Dos semanas más tarde, se dio la orden de que los porteros no abrieran la puerta de su edificio por la noche[50].

El problema fundamental de Muñoz al tratar de reconstruir el papel central de la Dirección General de Seguridad (DGS) en el orden público fue que todos los partidos y sindicatos disponían de sus propios escuadrones para llevar a cabo de manera autónoma los registros domiciliarios, los arrestos y las ejecuciones. Entre ellos, los más numerosos y los peor organizados eran los anarquistas. Mejor organizada estaba la milicia de la Agrupación Socialista Madrileña (ASM), con sede en Fuencarral, número 103, conocida como la CIEP, puesto que utilizaba el fichero de la Comisión Información Electoral Permanente de la ASM. La lideraban Julio de Mora Martínez y dos policías profesionales, también socialistas: Anselmo Burgos Gil y David Vázquez Baldominos. Julio de Mora dirigiría más tarde el Departamento de Información del Estado (DEDIDE). Burgos Gil fue luego el jefe de los guardaespaldas del embajador soviético, y en junio de 1937 Vázquez Baldominos se convirtió en el comisario general del Cuerpo de Investigación y Vigilancia[51].

Conscientes de su propia impotencia, en un primer intento desesperado por recuperar un vestigio del control, el general Pozas y Muñoz coincidieron en la necesidad de que los partidos de izquierdas y los sindicatos se implicaran en el apoyo a la DGS, y de ahí surgió la creación, el 4 de agosto, del Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP), con el objetivo, según declaró el propio Muñoz, de «contener los asesinatos y excesos que venían cometiéndose en Madrid a causa de la falta de autoridad y control sobre las masas armadas». La magnitud del problema se puso de manifiesto cuando, cuatro días más tarde, Enrique Castro Delgado, comandante de la milicia comunista más disciplinada de todas, el Quinto Regimiento, se vio obligado a anunciar que si se descubría que alguno de sus miembros llevaba a cabo arrestos o registros domiciliarios sin autorización, sería expulsado[52]. Quizá no era casualidad que dos batallones del Quinto Regimiento compartieran las instalaciones con una de las checas comunistas más importantes, la llamada «Radio 8» o checa de San Bernardo, cuyo cabecilla era Agapito Escanilla de Simón[53].

Con la creación del CPIP, Muñoz parecía dejar el orden público de la capital en manos de una comisión compuesta por 30 representantes de los partidos y sindicatos de izquierdas, con predominio de la CNT-FAI, representada por Benigno Mancebo Martín y Manuel Rascón Ramírez. El representante de las JSU, Arturo García de la Rosa, tendría un papel destacado en las sacas de prisioneros tiempo después. Estos cazadores furtivos convertidos en guardabosques operaron en un principio desde el Círculo de Bellas Artes, en el número 42 de la calle de Alcalá.

En la primera reunión, Muñoz afirmó que sencillamente no podía confiar en el personal de la Dirección General de Seguridad, y que cuando se hubiera purgado debidamente a los elementos que apoyaban a los rebeldes, convertiría a miembros del CPIP en «oficiales de policía provisionales», para ocupar las vacantes. Sin embargo, su propuesta de realizar todos los arrestos en colaboración con la Policía Local fue rechazada de plano por algunos delegados, que dejaron claro que se reservaban el derecho a disparar a quien consideraran «francamente fascista y peligroso». Se dice que Muñoz respondió, con una sonrisa, que aquella interrupción era completamente ociosa.

El comité designó seis tribunales, que funcionarían día y noche, de dos en dos, por turnos de ocho horas diarias. Bajo la supervisión general de Benigno Mancebo, esos tribunales estaban compuestos por hombres sin formación ni experiencia jurídica, incluso a veces criminales, que asumieron la tarea de arrestar, juzgar y sentenciar a los sospechosos. Los grupos responsables de los arrestos podían, con documentación de la Dirección General de Seguridad, entrar en cualquier local, requisar cualquier propiedad y arrestar a todo el que consideraran sospechoso. Mancebo solía tomar decisiones basándose en las declaraciones de empleados o sirvientes domésticos de los detenidos; si decían que recibían un buen trato, hallaban clemencia. Quienes eran declarados culpables por estos tribunales fueron encarcelados, o les decían que quedaban en libertad y podían marcharse. A veces, milicianos del comité o de alguna checa independiente iban a las cárceles con una orden de liberación que llevaba el membrete de la Dirección General de Seguridad. Cuando el detenido abandonaba la checa o la cárcel, por lo general de noche o antes del amanecer, los milicianos lo recogían en un coche y se lo llevaban para ejecutarlo. Entre quienes llevaban la insignia de la DGS y papeles de identificación había delincuentes comunes, como el notorio asesino Felipe Emilio Sandoval Cabrerizo, un anarquista de cincuenta años al que apodaban «el Doctor Muñiz», y Antonio Ariño Ramis, «el Catalán»[54].

Poco después de la creación del CPIP, Muñoz seguía tan preocupado por la oleada incesante de sacas que pidió ayuda a los dirigentes de la CNT. Le consternaba especialmente la cantidad de cadáveres que aparecían cada mañana en la Pradera de San Isidro, el parque popular al sudoeste de la ciudad. Muñoz sabía que David Antona, el secretario regional de la CNT, no aprobaba los paseos ni las actividades irregulares de los grupos de milicia. A través de Antona, mantuvo reuniones con algunos jóvenes líderes de la CNT, entre ellos Gregorio Gallego, con la esperanza de que colaboraran para poner fin a las sacas. Sin embargo, los cenetistas le dijeron que era imposible acceder a lo que pedía, pues en ese caso deberían enfrentarse a sus propios compañeros del CPIP y a las otras checas. Cuando Gallego comentó la reunión con Eduardo Val y Amor Nuño, Val condenó con firmeza la violencia descontrolada, si bien no hasta el punto de hacer algo al respecto. Nuño, por su parte, se mostró rotundamente partidario de los paseos al decir que «la justicia expeditiva robustecía la moral revolucionaria del pueblo y le comprometía en la lucha a vida o muerte que teníamos entablada»[55].

En alguna ocasión, Muñoz llegó a telefonear al Círculo de Bellas Artes para ordenar el arresto de ciertos individuos, y los anarquistas se negaron. Así pues, con sobradas razones para no confiar en los anarquistas del CPIP, Manuel Muñoz asignó a la Dirección General de Seguridad dos unidades armadas que le merecían más confianza y operarían a sus órdenes, aunque no exclusivamente. Uno de esos escuadrones, compuesto básicamente por guardias de asalto, estaba a las órdenes del capitán Juan Tomás de Estelrich, si bien en la práctica las acciones las comandaba normalmente el sargento Felipe Marcos García Redondo. Gracias a la imaginación de un periodista del Heraldo de Madrid, el escuadrón se conocería con el sobrenombre de «Los Linces de la República». Operaban desde el Palacio Nacional y su función, bajo las órdenes específicas de la DGS, era el arresto de individuos señalados y la confiscación de objetos de valor. Muchas de las operaciones se llevaban a cabo en ciudades pequeñas y pueblos de fuera de Madrid, en las provincias de Toledo y Ávila, donde ejecutaban a los derechistas locales. A mediados de septiembre, la unidad quedó a las órdenes de la columna del coronel Julio Mangada. Sin embargo, Estelrich filtró en la prensa crónicas falsas de sus hazañas militares y la unidad se desmembró en diciembre de 1936. Después de la guerra, varios antiguos componentes fueron acusados de asesinar a algunos de los detenidos[56].

Distinto fue el caso de otro grupo conocido como la «Brigadilla» o «Escuadrilla del Amanecer», cuyo nombre obedece a que practicaban los arrestos y registros domiciliarios desde la una de la madrugada hasta el alba. Igual que Los Linces, se componía básicamente de guardias de asalto, aunque respondía ante el director general de Seguridad, Manuel Muñoz[57]. De hecho, operaba desde la Secretaría Técnica de la Dirección General de Seguridad. Llevó a cabo importantes detenciones, como la del gran político Melquíades Álvarez y la del doctor Albiñana, fundador del Partido Nacionalista Español. Capitaneada por Valero Serrano Tagüeña y Eloy de la Figuera, y con fama de milicia implacable, la Escuadrilla del Amanecer trabajaba a menudo en colaboración con el Comité Provincial de Investigación Pública y algunas de las checas anarquistas, incluido el grupo conducido por Felipe Sandoval en el cine Europa. Sin embargo, la existencia de grupos que operaban a las órdenes directas de la DGS llevaba en ocasiones a enfrentamientos con otros escuadrones del CPIP[58]. Después de la guerra, los miembros de la Escuadrilla del Amanecer fueron juzgados por robo, asesinato y el arresto y maltrato de varias mujeres. El caso más notorio fue el de María Dolores Chicharro y Lamamié de Clairac, la hija de diecinueve años del reaccionario Jaime Chicharro, que había sido diputado tradicionalista en las Cortes monárquicas y había muerto en abril de 1934. A pesar de la ideología de su familia, todo apunta a que el único crimen de Dolores fue su belleza. Tras ser arrestada en abril de 1937, la sometieron a violaciones en grupo y posteriormente la asesinaron en la Casa de Campo[59].

Evidentemente, el hecho de que las fuerzas policiales (la oficial y la paralela) se solaparan brindaba muchas oportunidades para la corrupción y el abuso. Los sueldos del CPIP salían del dinero confiscado en los registros domiciliarios. Tres semanas después de su creación, el comité se vio obligado a publicar una declaración insistiendo en que no debían llevarse a cabo registros sin autorización, que solo podían confiscarse armas, documentos comprometedores y objetos de valor que fueran de utilidad a la campaña bélica, y que todo lo requisado debía entregarse en las oficinas del CPIP[60]. En consecuencia, PSOE, UGT, JSU, PCE, CNT, FAI y los partidos republicanos anunciaron conjuntamente que las detenciones o los registros domiciliarios correrían en exclusiva a cargo de agentes o milicianos con la pertinente documentación de la Dirección General de Seguridad o el Comité Provincial de Investigación Pública. Asimismo, instaron a que los ciudadanos denunciaran ante las autoridades cualquier intento de llevar a cabo esa clase de operaciones sin la autorización debida[61].

Previsiblemente, la iniciativa no sirvió para disuadir a algunos de los grupos que asumían funciones de seguridad, ni siquiera a los vinculados con el Comité Provincial de Investigación Pública. En parte para contrarrestar la desproporcionada influencia anarquista en el seno del CPIP, el 5 de agosto el general Pozas ordenó reorganizar el llamado Cuerpo de Investigación y Vigilancia de la Policía, con la incorporación de un centenar de hombres, en su mayoría socialistas, que juraron su cargo como agentes de Policía provisionales. A recomendación del Comité Ejecutivo del PSOE, Agapito García Atadell fue nombrado jefe de una unidad aparentemente bajo la supervisión del comandante de la Brigada de Investigación Criminal, Antonio Lino, policía de profesión. García Atadell era un tipógrafo gallego de treinta y cuatro años que más tarde aseguró haber trabajado en la Secretaría del Comité Nacional del Partido Socialista y haber mantenido amistad con Indalecio Prieto, aunque tales afirmaciones distaban mucho de la verdad y no fueron las razones de que lo recomendaran para el puesto. Conocía a Prieto, ciertamente, pero por haber formado parte de su escolta armada durante la campaña electoral de febrero; por ese motivo se le consideró apto para el puesto. Sin embargo, traicionaría la confianza depositada en él y se convertiría en el ejemplo más célebre de cómo las tentaciones nefandas propiciadas por su cargo convierten a un hombre en un criminal[62].

La brigada de García Atadell, y la que se creó en torno a la misma época bajo las órdenes de Javier Méndez, policía de carrera, operaron eficazmente por iniciativa propia, pues la autoridad que Lino ejercía sobre ambas no pasaba de ser nominal. García Atadell instaló a su grupo de 48 hombres en el palacio de los condes de Rincón, previamente confiscado, en la esquina de Martínez de la Rosa con el paseo de la Castellana[63]. Méndez, en cambio, estableció su cuartel general en la Gran Vía, sobre la cafetería Zahara. La prensa informaba con regularidad de la detención de espías, saboteadores, francotiradores, falangistas y otros insurgentes por parte de la Brigada de Méndez. García Atadell se preocupó de garantizar que se publicaran prácticamente a diario crónicas todavía más elogiosas de las hazañas de su unidad. Esas funciones legítimas de la seguridad en la retaguardia llevaban por lo común al descubrimiento de armas, grandes sumas de dinero y objetos de valor, cuya ubicación normalmente había sido revelada por denuncias de los porteros o del personal de limpieza que trabajaba en los barrios de clase alta. García Atadell entregaba a las autoridades una cantidad nada despreciable de lo requisado, pero parte del botín quedaba en sus manos y las de dos de sus colaboradores más próximos, Luis Ortuño y Pedro Penabad[64].

El inspector Antonio Lino, que en secreto apoyaba a los rebeldes, confesó más tarde que entre los milicianos de García Atadell y Méndez había «vulgares ladrones, atracadores y asesinos». Declaró que ni él ni otros policías profesionales se atrevían apenas a salir de sus despachos, y solo lo hacían acompañados de grupos armados. Según Lino, Méndez era un corrupto, además de responsable de la muerte de numerosos agentes de Policía, aunque posiblemente lo que hacía Méndez era desenmascarar la traición de quienes respaldaban a los rebeldes dentro del cuerpo. Lino, temiendo que sus simpatías por los rebeldes quedaran también al descubierto, se refugió finalmente en la embajada de México[65]. Cuando García Atadell cayó en manos de los rebeldes, tratando de causar una impresión favorable, declaró haber ayudado a Lino en repetidas ocasiones a oponerse a las maquinaciones de Méndez, quien, según su versión, solía avisar al Comité Provincial de Investigación Pública acerca de los policías sospechosos. Alardeó también de que gracias a él la familia de Lino había obtenido refugio en la embajada mexicana, cosa harto probable si se tiene en cuenta que, a cambio de dinero, se había ocupado de entregar a varios derechistas a un agregado de dicha embajada llamado Clavet[66].

Existían sospechas generalizadas de que algunos de los robos y abusos varios corrían a cargo de agitadores fascistas. La brigada de Atadell destapó una organización que suministraba uniformes republicanos para poder llevar a cabo ejecuciones nocturnas con impunidad. El propio García Atadell hizo público un comunicado que advertía que solo los milicianos que llevaban una tarjeta de identificación con su firma eran miembros legítimos de su unidad[67]. Resulta enormemente difícil estimar la magnitud de los crímenes cometidos por la Brigada de Investigación Criminal. Cuando fue apresado por los rebeldes, Atadell trató de congraciarse con sus interrogadores asegurando que los asesinatos habían tenido el beneplácito oficial de las autoridades republicanas, y exagerando las cifras de los mismos. Atadell admitió también que la brigada llevó a cabo muchas ejecuciones por iniciativa propia, tras los juicios nocturnos de un «comité sentenciador», integrado por el comité de control al mando de las operaciones, en el que estaban el propio García Atadell, Ángel Pedrero, Luis Ortuño y Antonio Albiach Chiralt, más la incorporación de un miliciano distinto cada día. Los prisioneros eran sentenciados a muerte, a prisión o, en otros casos, liberados. Cuando había desacuerdo, Atadell hacía valer el voto de calidad. Según la versión de Atadell, las cerca de 100 personas sentenciadas a muerte fueron trasladadas inmediatamente a las afueras de Madrid y ejecutadas. A lo largo del interrogatorio y juicio al que fue sometido el 20 de febrero de 1940, a pesar de que lo torturaron, Ángel Pedrero negó haber tenido conocimiento de dichas ejecuciones. Pese a todo, lo declararon culpable de participar en al menos una quincena de los asesinatos cometidos por la brigada de Atadell, así como por su papel en la organización de la contrainteligencia militar dentro del Servicio de Investigación Militar, cuya demarcación del Ejército del Centro presidió desde octubre de 1937 hasta el final de la guerra. Pedrero fue sentenciado a muerte por garrote vil[68].

La mayoría de los prisioneros pasaban a disposición de la Dirección General de Seguridad, junto con los objetos de valor y las armas confiscadas. No obstante, si eran personas importantes, los retenían como rehenes en el palacio de los condes de Rincón. En algunos casos, el cautiverio se prolongaba hasta que pagaban un rescate o compraban los pasaportes que les permitían escapar a la zona rebelde. En otros, los mataban para encubrir el robo de sus bienes. También se dieron algunos casos en que encontraron la salvación, como el de la duquesa de Lerma, que en señal de gratitud viajó después de San Sebastián a Sevilla para hablar en defensa de Atadell. Este tuvo también la gentileza de amparar bajo su protección a los paisanos de su aldea natal lucense, Viveiro. La organización de la vida en el palacete permite ahondar en la retorcida mente de García Atadell; el trato exquisito que daba a algunos prisioneros aristócratas sugiere tal vez el deseo de ostentar, una impresión que confirman los arreglos de mal gusto que a sus órdenes se llevaron a cabo en la casa señorial. Por ejemplo, a menudo recibía a las visitas en batín. En la recepción trabajaban atractivas mecanógrafas que llevaban vestidos con escotes generosos y transparencias en tonos pastel; otras lucían delantales de encaje, al modo de las doncellas francesas. La verja del jardín estaba coronada con un arco de bombillas de colores en el que se leía «Brigada García Atadell»[69].

El 24 de septiembre de 1936, Atadell llevó a cabo la detención que le daría celebridad: el de la hermana de Gonzalo Queipo de Llano, Rosario, viuda de cuarenta y tres años. Prácticamente la totalidad de la prensa republicana reprodujo la anécdota de que, al parecer, cuando la mujer pidió: «Mátenme, pero no me hagan sufrir», Atadell le contestó: «Señora, nosotros no matamos ni fusilamos. Somos más humanos de [sic] aquellos que fusilan a los obreros en masa». El Heraldo de Madrid acompañaba el artículo sobre el arresto titulado «La Humanización de la Guerra» con una fotografía de Atadell y Rosario; la crónica comparaba «la hidalguía, la nobleza, la caballerosidad del jefe de las milicias populares de Investigación, la conducta innoble e inhumana» con «las bajezas, la abyección de la guerra que hacen los facciosos». Se decía que la señora le dio las gracias por «las atenciones recibidas»[70].

La prensa dio a entender que Rosario había sido localizada tras una brillante labor de investigación: «Con la diligencia tan acreditada por esta brigada, Atadell en persona hizo las gestiones hasta averiguar que la persona a quien buscaba se encontraba escondida en la casa número 9 del paseo de Recoletos». Ángel Pedrero negó que fuera así en el interrogatorio al que lo sometieron después de la guerra, y reveló que, a través de un amigo, la mujer se había puesto en contacto con la brigada en busca de protección. Así lo confirma también la declaración de la propia Rosario, al confesar que estaba cansada de vivir en la clandestinidad y, con miedo de toparse con los anarquistas «incontrolables», se entregó a Atadell con la esperanza de ser canjeada en un futuro intercambio de prisioneros, como efectivamente ocurrió[71]. Según la prensa, pasó a disposición de la Dirección General de Seguridad, que, tras procesarla, la mandó a una cárcel de mujeres. Sin embargo, García Atadell contó a sus interrogadores en Sevilla que la mantuvo alojada, con considerables comodidades, en el palacio de los condes de Rincón hasta el 20 de octubre, cuando Manuel Muñoz, cuyos tres hijos estaban en manos del general Queipo de Llano, solicitó que la transfirieran a su custodia[72]. Rosario Queipo de Llano no fue la única mujer que se entregó a Atadell con la convicción de evitar un destino peor en manos de la FAI[73].

La riqueza de la derecha en general, y de la Iglesia católica en particular, tuvo un papel relevante en la represión. La necesidad de financiar la campaña bélica republicana obligaba a dar el visto bueno oficial a las confiscaciones, a pesar de que la codicia individual fue un factor decisivo, inevitablemente, y a veces las víctimas de los robos acababan asesinadas para ocultar el expolio. Por encima de todo, el conocimiento de que existían tales riquezas alimentaba el odio social. A finales de agosto, la Escuadrilla del Amanecer registró el domicilio del banquero Manuel Muguiro y encontró bonos, dinero en metálico y joyas por valor de 85 millones de pesetas. La checa del cine Europa, liderada por Felipe Sandoval, participó en la operación. En su defensa, Muguiro declaró que todos aquellos objetos de valor los habían dejado varias órdenes religiosas a su cuidado, para que los pusiera a buen recaudo. Un asalto en la casa del tesorero de otra orden incautó un botín más modesto de 1 800 000 pesetas[74]. Pese a todo, esas inmensas riquezas no solo se hallaron en manos del clero. Días antes, la Escuadrilla del Amanecer encontró cerca de 100 millones de pesetas en monedas de oro, billetes de banco extranjeros y joyas en casa de otro banquero; lo recaudado se depositó en el Banco de España. Los Linces de la República registraron la casa del abogado César de la Mora, en la calle de Alcalá, número 66, y encontraron relojes de pared y de pulsera, mantones de Manila, 300 kilos de plata, 3 millones de pesetas en acciones y joyas de oro por valor de 25 000 pesetas, así como una bodega de vino nada desdeñable. César era el tío de Constancia de la Mora, la futura jefa de prensa republicana. A mediados de septiembre, las fuerzas de seguridad registraron el domicilio del marqués de San Nicolás de Mora y encontraron dinero, joyas y bonos por un total de 100 millones de pesetas. Las noticias del hallazgo de fortunas similares en los hogares o cajas de seguridad bancarias propiedad de aristócratas eran frecuentes y sin duda contribuyeron a justificar la represión. Los artículos solían ir acompañados de la afirmación de que los efectos del registro se habían entregado a las autoridades. Hubo detenciones esporádicas de individuos que se dedicaban al robo disfrazados de milicianos[75].

Uno de los grupos más activos y célebres en la represión fue el capitaneado por Felipe Sandoval, un criminal con un largo historial de robos a mano armada en su haber que había pasado largas temporadas en prisión. Una infancia dura de hijo ilegítimo en Madrid inoculó en él un amargo odio hacia la burguesía, agudizado con sus experiencias en la cárcel. Quedó desfigurado tras una brutal paliza que recibió en Nochebuena de 1919, cuando un contingente de policías, guardias civiles y soldados irrumpió en la cárcel Modelo de Barcelona para atajar un motín, dejando a su paso un número considerable de muertos y lisiados. Lo encarcelaron en 1932 por una serie de atracos con violencia. En 1935, el comunista Enrique Castro Delgado, preso político por su participación en la rebelión izquierdista de octubre de 1934, cumplía pena en la misma cárcel, y posteriormente dijo de él: «Era un ladrón profesional y hasta se decía que un asesino. Taciturno, con un mirar extraño. Y una nariz aguileña sin nada de humano. Y unas manos delgadas y pálidas que colgaban de unos brazos muy largos. Y un caminar encorvado. Y tosiendo con frecuencia; y escupiendo a cada rato». En opinión de Eduardo de Guzmán, que lo conoció en una prisión franquista después de la guerra, Sandoval era un hombre sin principios que no comulgaba con ninguna ideología: «No es un obrero que se rebela contra la injusticia; que busca las razones éticas que abonen su rebeldía y encuentra en ellas energías para soportar prisiones y martirios. No pasa de ser un estafador vulgar, un delincuente común»[76].

Sandoval estaba cumpliendo sentencia por robo a mano armada y se encontraba en la enfermería de la cárcel Modelo de Madrid, aquejado de tuberculosis, cuando tuvo lugar el alzamiento militar. En un primer momento no fue puesto en libertad, pues se le consideraba un criminal violento, pero al cabo de dos semanas lo soltaron. Se presentó ante Amor Nuño, el secretario de la federación madrileña de la CNT, que le ordenó unirse a la checa del cine Europa. Según Sandoval, Nuño era la persona más próxima a ejercer un control total de las checas anarquistas. El cine Europa, en la calle de Bravo Murillo, era también el cuartel general de las milicias de la CNT, cuya checa trabajaba en estrecha relación con el Comité Provincial de Investigación Pública. El propio Sandoval estuvo pronto al mando de un escuadrón dedicado a eliminar a los «pacos» y los saboteadores. Su grupo recorría Madrid a toda velocidad en un Rolls Royce negro apodado «el Rayo»; entre sus miembros había criminales recientemente liberados. A las órdenes de Eduardo Val, esta milicia fue responsable de numerosos asesinatos, incluidas las sacas de la cárcel de Ventas donde murieron tres funcionarios de prisiones el 14 y el 17 de septiembre, y el doctor Gabriel Rebollo, el 7 de noviembre, junto con otras víctimas que perdieron la vida a manos de Sandoval en venganza por sus experiencias en la cárcel[77].

La checa del cine Europa fue una de las más conocidas en Madrid y, entre sus componentes, Santiago Aliques Bermúdez, de treinta y seis años, era el responsable de la ejecución de prisioneros. Junto con Bartolomé Martínez, un antiguo torero apodado «el Bartolo», Aliques dirigía el llamado «Grupo de Defensa» al que se le imputan cientos de asesinatos de hombres y mujeres, cometidos sobre todo en lugares de los alrededores de Madrid como Aravaca, La Dehesa de la Villa y Hortaleza. Aliques era un delincuente común con un dilatado historial de penas de cárcel por robos cometidos antes de la guerra. Entre las ejecuciones que su grupo llevó a cabo hubo las de numerosas mujeres, varias de las cuales fueron previamente violadas; su único crimen era ser esposas e hijas de derechistas. Un dato revelador de la actuación despiadada del Grupo de Defensa fue el asesinato de una mujer por haber criticado a los trabajadores durante una huelga de la construcción antes de la guerra. En esa misma línea, una anciana hermana de un cura fue arrestada y ejecutada por poseer medallas religiosas. Y más truculento aún fue el caso de la víctima a la que Aliques obligó a cavar su propia tumba y a quien luego mató con el mismo pico que había utilizado[78].

A pesar de las quejas por la presencia de cadáveres tirados en las calles, la mayoría de los muertos eran identificados y registrados con relativa rapidez por parte de las autoridades republicanas, que informaban luego a los parientes. Además, prácticamente a diario, la Gaceta de Madrid publicaba listas de cadáveres pendientes de identificación, con una descripción física del difunto y el lugar donde había sido encontrado. Asimismo, en la Dirección General de Seguridad había un archivo de fotografías de los muertos, que las familias de los desaparecidos podían consultar[79]. Son datos sintomáticos de que las autoridades republicanas intentaban, aun con resultados desiguales, poner fin a las atrocidades. El hecho de que el gobierno no ignoraba la represión se constataba también en frecuentes condenas públicas, algo que no tenía su contrapartida en la zona rebelde.

Entre quienes trabajaban para poner freno a la represión cabe mencionar a la delegación madrileña del Partido Nacionalista Vasco. Uno de sus miembros más enérgicos fue Jesús de Galíndez, que posteriormente escribió que «sólo condenando los excesos propios se pueden condenar los del contrario, sólo exponiendo la cruda realidad se tiene derecho a enjuiciar», y que logró rescatar con éxito a un buen número de clérigos, vascos y de otras zonas, gracias a la ayuda tanto oficial como extraoficial. Las intercesiones de Galíndez y sus compañeros de partido, junto con los salvoconductos expedidos por la delegación del PNV, salvaron la vida de numerosos curas, monjas y derechistas, así como las de nacionalistas vascos[80].

Los esfuerzos humanitarios de personas como Galíndez no fueron más que un grano de arena en el desierto. Más de 8000 presuntos partidarios del bando nacional fueron asesinados en Madrid entre el 18 de julio y finales de diciembre de 1936. Cerca de 50 000 murieron en la zona republicana en el transcurso de la guerra. Es difícil dar una explicación simple a la magnitud de las cifras. En algunos casos, como el de los asesinados en Paracuellos del Jarama, Torrejón de Ardoz y San Fernando de Henares durante el asedio de Madrid, fueron víctimas de decisiones fundadas en la estimación del peligro potencial que entrañaban para la causa republicana. A otros los ejecutaron por apoyar al enemigo. Aunque desde el comienzo de la guerra los avances se seguían con inquietud, la preocupación se acrecentó a medida que las columnas de Franco se acercaban a Madrid y la ciudad recibía la avalancha de refugiados del sur, que traían historias espeluznantes de la masacre que la columna africana de Juan Yagüe había llevado a cabo tras la toma de Badajoz, el 14 de agosto. En muchos sentidos, lo sucedido en Badajoz se interpretó como una advertencia para Madrid del mismo modo que Guernica sería un mensaje para el pueblo de Bilbao: «Esto es lo que os pasará si no os rendís». La oleada de personas aterrorizadas en busca de refugio alimentó la sed de venganza contra los partidarios de los rebeldes encarcelados en Madrid.

La hostilidad hizo blanco en la cárcel Modelo, ubicada en el barrio madrileño de Argüelles. De un total aproximado de 5000 detenidos, más de un millar eran oficiales del Ejército que habían participado en la sublevación fallida del cuartel de la Montaña. Había también falangistas y otros derechistas partidarios del alzamiento, y por último, delincuentes comunes y cierto número de comunistas y anarquistas que no fueron liberados al estallar la guerra por haber cometido crímenes violentos. En tanto que las demás cárceles de Madrid —San Antón, Porlier, Duque de Sesto y Ventas— estaban en manos de los milicianos, la cárcel Modelo seguía bajo la vigilancia de la Guardia de Asalto y los funcionarios de prisiones, y esa fue la razón de que se alojara allí a cierto número de personalidades políticas, algunas bajo arresto y otras por su propia voluntad, con la intención de velar por su seguridad. La cárcel constaba de cinco galerías en forma de estrella alrededor de un patio central, y todas tenían una planta baja, cuatro plantas superiores y un patio interior. Cada galería contaba con 200 celdas individuales, por lo que normalmente podía albergar a 1000 reclusos. A finales del verano de 1936, sin embargo, la media había ascendido a casi 5 presos por celda. En la primera galería estaban los prisioneros militares; en la segunda y tercera, los falangistas; en la cuarta, los delincuentes comunes, en su mayoría por robo, y en la quinta galería, los detenidos en aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes, así como los acusados de crímenes de sangre. Otros presos políticos ocupaban la parte central de la prisión[81].

Los prisioneros se reunían en los patios y celebraban abiertamente los avances de las tropas rebeldes. Con pretextos varios —evitar que disfrutaran al ver un avión alemán bombardeando la ciudad, cuando se iba a ejecutar a un preso o cuando los milicianos llegaban para hacer una saca—, a menudo los dejaban «chapados» en sus celdas, sin posibilidad de bajar al patio[82]. Algunos de los falangistas más jóvenes gritaban insultos y eslóganes fascistas desde las ventanas al paso de los milicianos; esa clase de provocaciones inquietaban a reclusos como Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco. Elementos de la prensa republicana escribieron artículos indignados acerca de los presos de la cárcel Modelo, que atrajeron la atención del Comité Provincial de Investigación Pública; uno especialmente hiriente mencionaba a «varios curas castrenses o civiles, y como cumple a su oficio, gordos y lustrosos. Salvo rara excepción. Van vestidos abigarradamente. Muchos pijamas, algunos monos como de las Milicias, camisas de todos los colores del iris; pantalones cotton o khaki, arrugados y demasiado largos o demasiado cortos. Sin afeitar la mayoría, no se diferencian gran cosa de los presos vulgares. El aire distinguido se lo daba la ropa o el uniforme … Hablan poco, meditan mucho y sollozan bastante … En otras galerías … albergan más fascistas de los comprometidos en la rebelión y otros que fueron apresados antes de que aquella estallase, como los directores falangistas Ruiz de Alda y Sánchez Mazas. Y existen, por fin, los presos políticos. Antiguos y recientes. Los más notorios de los últimos, son el Dr. Albiñana, D. Melquíades Álvarez y Martínez Velasco»[83].

Aún ahondaba más en el detalle un artículo de El Sindicalista que apareció luego en Claridad, en el que se protestaba porque muchos guardias de la cárcel Modelo simpatizaran con los rebeldes, y eso explicaba que extremistas de derechas como Manuel Delgado Barreto (editor de un periódico reaccionario y patrocinador de la Falange desde los inicios) vivieran a cuerpo de rey y se les permitiera comunicarse con quien quisieran a sus anchas. El artículo concluía con una pregunta retórica y punzante: «¿Será necesario que las Milicias populares hagan aquí lo que han hecho en Barcelona, ampliando su acción a la Cárcel Modelo? Lo que no puede ser es que las cosas sigan como hasta ahora en la Cárcel Modelo. Ni un día más. ¡Ni una hora más!»[84]. Al parecer, al día siguiente dos de los guardias más reaccionarios de la prisión desaparecieron. A varios más los echaron y luego los detuvieron[85].

El 15 de agosto, unos agentes de la Dirección General de Seguridad, acompañados por milicianos del Comité Provincial de Investigación Pública, entraron en la cárcel y registraron a los presos derechistas en busca de armas ocultas y documentos comprometedores. Los milicianos que llevaban a cabo el registro insultaron y amenazaron a los prisioneros, y muchos se apropiaron de su dinero, relojes, anillos, plumas estilográficas y otros efectos personales. En una visita posterior, unas milicianas arengaron a los delincuentes comunes con discursos para volverlos en contra de los presos políticos. Se ha dicho que actuaban a las órdenes del ministro del Interior, el general Pozas, aunque es poco verosímil[86].

Corrieron rumores de que los falangistas de la cárcel Modelo planeaban escapar. Las sospechas de un intento de fuga hicieron que el CPIP, con la autorización de Miguel Muñoz, mandara a dos grupos a la prisión, dirigidos por dos delincuentes comunes recientemente liberados como eran Sandoval y Aliques, con la misión de investigar a los oficiales del Ejército y a los políticos derechistas. Llegaron la tarde del 21 de agosto y, además de interrogar a los reclusos, robaron dinero, relojes, medallas religiosas y otros objetos de valor, e incluso, en algunos casos, zapatos y prendas de vestir[87].

En la madrugada del 22 de agosto, los rebeldes llevaron a cabo un ataque aéreo sobre Madrid; el barrio de Argüelles, donde se ubicaba la cárcel, sufrió cuantiosos daños. Fue el preludio de un lamentable incidente en el que más de una treintena de hombres serían asesinados. Aquella misma tarde, mientras Sandoval, Aliques y sus hombres proseguían con el registro, los delincuentes comunes se amotinaron y exigieron su liberación, amenazando con matar a los presos de derechas. Entre ellos había varios anarquistas destacados y unos pocos comunistas, que seguían presos por considerarse que sus crímenes eran demasiado graves; uno de ellos era Manuel González Marín, un integrante de la FAI que más tarde sería miembro de la Junta de Defensa y, en 1939, participaría en el golpe de Casado contra la República[88]. Sandoval habló a los presos comunes y les prometió la libertad si se unían a la CNT. Algunos prendieron fuego a la leñera de la tahona, situada en el sótano de la segunda galería. Al mismo tiempo, la ráfaga de una ametralladora, que otros anarquistas habían instalado previamente en una azotea próxima, cayó sobre los internos derechistas de la primera galería: 11 resultaron heridos y 6 murieron, entre ellos, el fundador del Partido Agrario y aliado de Gil Robles, José Martínez de Velasco. Más tarde se dijo que el fuego de ametralladora desde los tejados no había sido una coincidencia, sino el fruto de una operación minuciosamente orquestada por los hombres de Sandoval. La dificultad del acceso a la leñera apunta también a cierto grado de connivencia entre los milicianos y los presos comunes[89].

Corrió también el rumor de que el incendio en realidad había sido obra de los presos falangistas. El aviador y aventurero Julio Ruiz de Alda, uno de los fundadores de la Falange, al parecer habría sobornado a los funcionarios de la prisión para que permitieran escapar a los derechistas en medio de la confusión. Un gran número de milicianos enfurecidos entraron en la cárcel con los bomberos que acudieron a apagar el fuego. Mientras tanto, una multitud se había congregado en las calles aledañas atraída por el rumor de la fuga de fascistas. El ministro del Interior, el general Sebastián Pozas, llegó acompañado de un concejal municipal, Ángel Galarza Gago (que ocuparía su cargo dos semanas después), pero se marcharon rápidamente tras intentar, en vano, detener el curso de los acontecimientos. El director general de Seguridad, Manuel Muñoz, también se personó en el lugar y, al ver que la muchedumbre pedía a gritos la liberación de los delincuentes comunes y amenazaba con invadir la prisión para hacerse con los detenidos fascistas, llamó para pedir ayuda de los partidos políticos. Después se dirigió al Ministerio de la Guerra a solicitar el permiso del presidente, José Giral, para la puesta en libertad de los presos comunes, el cual se lo concedió inmediatamente. Aunque sirvió de poco, porque cuando Muñoz volvió a la prisión, descubrió que Sandoval ya había dejado escapar a 200 de ellos. Con la misma impotencia que había sentido Pozas, Muñoz adujo que se sentía indispuesto y volvió a su despacho.

Mientras algunos de los presos recién liberados saqueaban la despensa de la cárcel, los milicianos prosiguieron con el registro y seleccionaron a una treintena de derechistas, entre los cuales había miembros destacados del Partido Liberal, conservadores, así como oficiales del Ejército y falangistas. Los llevaron a los sótanos y, tras un breve «juicio» ante un tribunal improvisado, los ejecutaron. Entre los fallecidos estaban falangistas de pro, como Ruiz de Alda; Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio, el fundador del partido; el doctor José María Albiñana; dos antiguos ministros del gobierno de Lerroux, Ramón Álvarez Valdés y Manuel Rico Avello (ambos habían sido arrestados a fin de garantizar su seguridad), y Melquíades Álvarez, amigo y mentor del presidente republicano Manuel Azaña, a quien la noticia dejó hecho trizas. Entre los menos conocidos cabe mencionar a uno de los principales agentes de Mola, el policía Santiago Martín Báguenas, que había estado implicado en un atentado contra la vida de Azaña. También pusieron cuidado en elegir a 4 antiguos izquierdistas que se habían pasado a la Falange: Enrique Matorras Páez, previamente miembro destacado del Partido Comunista en Sevilla; Sinforiano Moldes, que había abandonado la CNT y había montado un sindicato esquirol en el sector de la construcción, y 2 expistoleros de la CNT, un tal Ribagorza y Pedro Durruti, hermano de Buenaventura, el fundador de la FAI[90].

En respuesta al llamamiento de Muñoz, Giral dispuso que los principales partidos mandaran a sus representantes para intentar calmar a la multitud desaforada[91]. El futuro presidente socialista, el doctor Juan Negrín, había acudido ya a toda prisa a la cárcel Modelo en un vano intento de impedir un baño de sangre. El doctor Francisco García Valdecasas, que había estudiado Fisiología con Negrín en la Universidad de Madrid en 1928, y desde entonces trabajaba en su laboratorio, escribió acerca de su valiente intervención:

Negrín corrió a frenar la furia homicida y, al mismo tiempo, a intervenir para poner a salvo la vida del que había hecho de padre del bedel del laboratorio, persona muy apreciada por todos cuantos le tratábamos. El tío (y padre de hecho) de Elías Delgado era militar «de cuchara» al que las circunstancias del momento le habían llevado a ser uno de los detenidos recluidos en la Modelo con el consiguiente peligro de ser una de las víctimas. La enérgica intervención del doctor Negrín para impedir lo que ya era inevitable resultó inútil, pues a su llegada el padre de Elías ya había sido ejecutado. La indignación espontánea de don Juan al exteriorizar enérgicamente sus protestas contra cuanto estaba ocurriendo, le hizo correr el riesgo de perder su propia vida[92].

Los funcionarios de la prisión habían perdido cualquier atisbo de autoridad y solo pudieron mirar con impotencia mientras los milicianos revisaban los historiales de los prisioneros en busca de más víctimas. Alrededor de las diez de la noche del 22 de agosto, el abogado del sindicato de prisiones pidió al agregado comercial británico en Madrid, George Ogilvie-Forbes, que hiciera algo para impedir que la matanza continuara. Ogilvie-Forbes fue inmediatamente al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde se vio con el ministro Augusto Barcia Trelles. Al borde de las lágrimas, Barcia confesó la impotencia del gobierno ante la situación. Juan-Simeón Vidarte, miembro veterano del Partido Socialista, al llegar a la cárcel no pudo ocultar su consternación al ver la multitud agolpada a las puertas del recinto, enfurecida por el bombardeo aéreo y las estremecedoras historias de los refugiados del sur, clamando para que mataran a los allí retenidos, y temió que la Guardia de Asalto se viera obligada a abrir fuego sobre la masa. Fue una larga noche de tensión antes de que la violencia se extinguiera[93], gracias a los esfuerzos coordinados de una unidad de guardias de asalto y el escuadrón socialista conocido como «Brigada Motorizada», que guardaba una estrecha relación con Prieto. Liderados por Enrique Puente, los hombres de la Motorizada tuvieron que hacer frente a la feroz resistencia de la milicia anarquista, un grupo que según Sandoval estaba capitaneado por Amor Nuño[94].

Uno de los funcionarios de prisiones a los que Claridad había acusado de simpatizar con la derecha era el jefe de servicio, Juan Batista. En noviembre de 1933, Batista se había visto implicado en la fuga del contrabandista millonario Juan March, y su hermano estaba en la Falange. Se sabía que Batista ayudaba a los falangistas encarcelados[95]. En esos momentos, temiendo por la vida de los prisioneros y la de miembros de su propia familia, buscó la ayuda de un antiguo recluso de la cárcel que para entonces estaba en libertad y trataba de luchar contra la violencia indiscriminada en la zona republicana. Ese hombre era Melchor Rodríguez García, un anarquista sevillano de cuarenta y tres años, discípulo del humanista Pedro Vallina, a quien también había conocido en prisión. Melchor había sido novillero hasta que lo cornearon, y después trabajó como chapista y ebanista. Poco después, le reconocerían haber atajado la represión en la retaguardia republicana y salvado miles de vidas. Había empezado requisando el edificio del marqués de Viana, en el casco antiguo de la ciudad, a petición del administrador del marqués, en un intento por salvar así el edificio, los muchos tesoros que contenía y a los empleados que trabajaban en él. Rodríguez llegó acompañado de un grupo de amigos que, según declaró más adelante a sus interrogadores franquistas, eran apolíticos. A ese grupo lo llamó «Los Libertos de la FAI». Cuando lo juzgaron, Melchor fue acusado de convertir el palacio de Viana en una checa, si bien en realidad sirvió de refugio a muchos derechistas, religiosos, oficiales del Ejército y falangistas. De hecho, sus acciones humanitarias le valieron el apodo de «el Ángel Rojo». La noche del 22 de agosto, ante la ira de Sandoval pero con la ayuda de Enrique Puente, Melchor Rodríguez consiguió salvar la vida a Juan Batista y a 15 miembros de su familia que se habían refugiado en la cárcel. Desde entonces, Batista fue el secretario de Melchor Rodríguez[96].

La reacción del gobierno republicano marcó un enorme contraste con la aprobación oficial de las atrocidades en la zona rebelde. Indalecio Prieto visitó la cárcel y, consternado ante las escenas dantescas que le relataron, declaró: «La brutalidad de lo que aquí acaba de ocurrir significa, nada menos, que con esto hemos perdido la guerra»[97]. Durante la noche del 22 de agosto, el gobierno emprendió también pasos para poner fin a la «justicia» irregular. A sugerencia de Vidarte, y con el respaldo de Prieto, el gobierno de Giral formó en todas las provincias los denominados «Tribunales Especiales contra la rebelión, la sedición y los delitos contra la seguridad del Estado», que acabarían conociéndose como Tribunales Populares. Quedaron bajo la autoridad de Mariano Gómez, el presidente en funciones del Tribunal Supremo, quien, a pesar de sus reservas, tuvo la valentía de constituir un tribunal que empezó a funcionar en la prisión a las nueve de la mañana del 23 de agosto. Se esperaba que los nuevos tribunales apaciguaran los excesos revolucionarios, pero lo cierto es que las primeras semanas tuvieron únicamente un efecto limitado[98].

Dos reporteros de El Socialista, Fernando Vázquez Ocaña y Manuel Pastor, habían conseguido acceder a la prisión la noche del 22 de agosto y la escena les hizo pensar en un matadero. Uno de los patios estaba sembrado de cadáveres, algunos de políticos conocidos. Cuando volvieron a las oficinas del periódico, temblaban de indignación. A partir de la crónica que hicieron, el director del diario, Julián Zugazagoitia, y los periodistas más veteranos redactaron una dura condena que se publicó en un lugar destacado bajo el titular «Un imperativo moral indeclinable». Zugazagoitia estaba decidido a ayudar al gobierno a salir de la terrible tesitura en la que lo habían colocado los extremistas que se tomaban la justicia por su mano, y escribió que «para juzgar a cuantos hayan delinquido disponemos de la Ley. Mientras dispongamos de ella, necesitamos acatarla. Con ella todo es lícito, sin ella nada». Ese mismo día, Izquierda Republicana condenó también el estallido de violencia en la retaguardia[99].

Entre las amargas protestas contra lo sucedido destacó la del presidente Azaña. El 24 de agosto por la mañana, el dramaturgo Cipriano de Rivas Cherif, su cuñado, lo halló consternado, completamente fuera de sí. Aquel mazazo lo había dejado perplejo e indignado, casi incapaz de pronunciar palabra. «¡Han asesinado a Melquíades! ¡Esto no, esto no! Me asquea la sangre, estoy hasta aquí; nos ahogará a todos». Lo embargaban la «desesperación», el «horror», el «abatimiento» y la «vergüenza». Azaña, «de duelo por la República», contempló la posibilidad de dimitir[100]. En su novela, La velada en Benicarló, a buen seguro inspirándose en su propia experiencia, Azaña expone a uno de sus personajes a los gritos de agonía de los presos políticos ejecutados por la noche en un cementerio[101].

La masacre fue solo una de las muchas tragedias humanas que padecieron los prisioneros, como bien ilustra el caso de Rafael Salazar Alonso. Tras su papel en la provocación de las huelgas y la dureza de las represiones posteriores cuando ocupaba la cartera de Interior en 1934, Salazar Alonso era un hombre marcado. A sabiendas de que las milicias iban tras él, permanecía oculto desde el comienzo de la guerra. Al principio estuvo en la embajada de Portugal, pero cuando el vizconde de Riba Támega, agregado comercial, recibió órdenes de abandonar Madrid e ir a Alicante, Salazar se escondió en casa de un amigo llamado Cámara. Con la esperanza de obligarlas a revelar su paradero, una milicia comunista había arrestado a su hija de dieciséis años, Carmencita, y a su esposa, Cecilia, de la que estaba en proceso de divorcio. A cambio de su libertad, Cecilia les dio la dirección de Cámara, pero cuando los milicianos llegaron, Salazar Alonso ya se había marchado. Se ocultó durante un breve tiempo en el piso de una antigua amante, Irene Más, que se había refugiado con su esposo y su hijo en el palacio de Viana, propiedad de Melchor Rodríguez. A continuación, temerosa de que lo arrestaran, Irene consiguió que una vecina, Pilar Revilla López, le procurara refugio. A pesar de la ira de su marido, Irene visitaba a Salazar Alonso a diario, mientras hacía gestiones para que pudiera entregarse a alguien de confianza. Finalmente, su esposo consiguió que Salazar Alonso se rindiera ante Melchor Rodríguez y otros dos de sus «libertos», que lo arrestaron el 31 de agosto de 1936[102].

Salazar Alonso llevó un diario durante su estancia en la cárcel, donde dejó por escrito el recuerdo de sus tres captores, Melchor Rodríguez, Celedonio Pérez y un tal Jesús: «Tres magníficos tipos. Pertenecían al grupo Liberto y son los tres, tres perfectos caballeros … tenían un santo horror a la violencia». Pasó tres días en el palacio de Viana, donde lo alimentaron bien y recibió el trato sumamente cortés de Melchor Rodríguez. Según los documentos que se incautaron en su casa, otros anarquistas enviados por Eduardo Val interrogaron a Salazar Alonso sobre los agentes dobles que había infiltrado en la FAI en 1934. Se mostraron menos benevolentes y quisieron ejecutarlo. Para evitar mayores problemas, y a sugerencia del propio Salazar Alonso, Melchor Rodríguez habló con el ministro de Justicia, Manuel Blasco Garzón, e hizo los trámites oportunos para su rendición. El 2 de septiembre, Melchor lo llevó a la cárcel Modelo, donde lo entregó ante el director nacional de Seguridad, Miguel Muñoz, y Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo[103].

Una vez trasladado a la cárcel, a Salazar Alonso le estaban permitidas visitas, aunque las únicas que recibió en una ocasión fueron las del embajador chileno, Aurelio Núñez Morgado, varios abogados y una amiga de Villafranca de los Barros, Amparo Munilla. Irene Más no fue a verlo; en cambio, Amparo acudió prácticamente todos los días, demostrando con ello una valentía y un compromiso extraordinarios. Había dado a luz a un hijo varón el 2 de agosto. Cinco días más tarde, Amparo, con el recién nacido y otra hija, fue arrestada por unos milicianos. En un libro escrito por otra de sus hijas, se dice que durante la semana que pasó detenida la violaron repetidamente aquellos hombres, capitaneados por el alcalde socialista de Villafranca de los Barros, Jesús Yuste, y el teniente de alcalde de la misma localidad, Manuel Borrego. Sin embargo, el 7 de agosto, Yuste y Borrego seguían aún en Villafranca de los Barros. Yuste sería ejecutado unos días después en Mérida a manos de los fascistas, mientras que Borrego siguió combatiendo contra las columnas de Franco en el sur. Aún más perjudicial para las acusaciones de su hija es la carta que la propia Amparo Munilla dirigió a las autoridades franquistas acerca de sus experiencias. La única alusión que hace a los malos tratos es haber sido amenazada de muerte si se negaba a revelar el lugar donde se escondían Salazar Alonso y otros amigos, a lo que se negó valientemente. Estuvo retenida en cuatro lugares distintos, incluidas la Dirección General de Seguridad y la checa de Bellas Artes, y el 14 de agosto fue puesta en libertad. Puesto que su marido también estaba en peligro, el mismo día que Salazar Alonso ingresó en la cárcel Modelo, la familia buscó refugio seguro en la legación noruega, cuyo cónsul, Felix Schlayer, como ya se ha mencionado, cobijó a muchas personas de derechas en las casas que tenía alquiladas al amparo de la embajada de su país. A pesar del enorme riesgo que corría, Amparo abandonaba con frecuencia la seguridad de la legación para ir a visitar a Salazar Alonso. Le escribía regularmente, le llevaba libros e incluso le entregó un reloj de pulsera. El diario de prisión que él llevaba, en el que no hay una sola palabra acerca de Irene Más, permite entrever la desesperación que sentía los días que no recibía visita o correspondencia de Amparo. Las entradas del diario ponen de manifiesto sus hondos sentimientos por ella. La alta estima en que ella lo tenía quedó a su vez de manifiesto cuando, poniendo en peligro su propia vida, hizo acto de presencia en el juicio contra Alonso y habló en su defensa[104].

Mariano Gómez, que presidía el Tribunal Popular que había empezado a funcionar en la cárcel Modelo, era un magistrado republicano con una dilatada experiencia profesional. Además, estaba en contra de la pena de muerte y trabajaba en un libro sobre la cuestión cuando estalló la Guerra Civil. A pesar de las circunstancias extraordinarias de los tiempos de guerra, hizo todos los esfuerzos posibles por acabar con las decisiones judiciales que se tomaban desde la pasión y el odio, y procuró en cambio seguir siempre el debido procedimiento legal[105]. La solidez de sus principios garantizaba que la naturaleza del juicio a Salazar Alonso, así como el de muchos otros, distaría significativamente de los procesos gestionados por tribunales exclusivamente militares de la zona rebelde, donde los acusados ni siquiera tenían derecho a una defensa. Al principio, el republicano moderado Juan Botella Asensi, distinguido abogado que había sido ministro de Justicia a finales de 1933, se había ofrecido a defender a Salazar Alonso; más tarde, sin embargo, retiró el ofrecimiento. Las razones de que cambiara de opinión no se conocen, pero posiblemente tenían su origen en el hecho de que se consideraba que Salazar Alonso había roto sus juramentos masónicos[106]. Pese a ello, Salazar Alonso dispuso de los servicios de dos abogados, así como del sumario para la preparación de su defensa. Acusado de participar en el complot militar, su juicio empezó el 19 de septiembre.

El primer día hubo cuatro horas de preguntas de la fiscalía, que se concentraron sobre todo en declaraciones extraídas de su libro, Bajo el signo de la revolución, donde su papel a la hora de aplastar el movimiento obrero en la sublevación asturiana de octubre de 1934 quedaba claramente expuesto. Por el contrario, la acusación no pudo presentar pruebas documentales de su implicación en la conspiración militar. Después declararon testigos de la defensa. Salvo por la intervención de Amparo Munilla, que lo conmovió visiblemente, consideró que se trataba de declaraciones interesadas, en las cuales los testigos intentaban sobre todo marcar distancias con él. Al día siguiente, él mismo abrió su defensa. Señaló que, tras los registros minuciosos de su domicilio y los de sus amigos, no se habían encontrado pruebas documentales de que guardase relación alguna con la conspiración del Ejército. El fiscal admitió que así era. En efecto, la prensa republicana había comentado el hecho de que sus amigos fascistas no le habían mantenido informado de la fecha del alzamiento. Sin embargo, Salazar Alonso fue declarado culpable y el fiscal consiguió que se le condenara a la pena capital[107].

La decisión final debía obtener la aprobación del gobierno, constituido apenas tres semanas antes. A Azaña, en su condición de presidente, condenar con la pena de muerte a Salazar Alonso le pareció «una barbaridad». El Consejo de Ministros se mostró muy dividido. Ambos extremos quedaron retratados en las palabras de Indalecio Prieto: «Es probable que entre ustedes no haya nadie que sienta tan invencible aversión como la mía hacia Salazar Alonso, quien, luego de extremar demagógicas, sintióse atraído por halagos de las derechas y se pasó a ellas descaradamente, ofreciéndoles como mérito las sañudas persecuciones realizadas contra nosotros desde el Ministerio de la Gobernación; pero en los autos no aparece prueba plena de que haya participado en la insurrección objeto del sumario y por eso me pronuncio a favor del indulto». La intervención de Prieto influyó en el consejo, que, por siete votos contra seis, aprobó que la condena a muerte se conmutara por la cadena perpetua.

Mariano Gómez fue informado inmediatamente. Poco después, mientras se prolongaba aún el Consejo de Ministros, Gómez apareció y pidió hablar con Prieto. Le dijo que, aunque había recibido el expediente de Salazar Alonso con la decisión a la que habían llegado, aún no la había comunicado: «No he dado cuenta a nadie de esta resolución, seguro que apenas sea conocida se producirá un motín terrible que se iniciará con el fusilamiento del reo. El Gobierno, falto de medios suficientes para hacerse respetar, no podrá salvarle la vida y, al ser derrotado, su autoridad rodará por los suelos; pero no será eso lo peor. El tribunal popular, estoy segurísimo, se negará a seguir actuando y tras Salazar Alonso caerán acribillados a tiros, quizás esta misma noche, todos los presos políticos». Prieto explicó las razones de su voto. Gómez estaba completamente de acuerdo con él, pero repitió que esa decisión podía costar un centenar de vidas. Tras la conversación, Prieto volvió al consejo, explicó lo que había hablado con Gómez y anunció que cambiaba su voto. La pena capital se llevó a término el 23 de septiembre por la mañana[108].

Salazar Alonso fue ejecutado a pesar de no ser culpable del crimen del que lo habían acusado, es decir, de estar implicado en el golpe militar. La ejecución fue un modo de hacerle pagar por haber provocado tanto la huelga de campesinos de junio de 1934 como la sublevación de octubre en Asturias. Se consideraba que, en su condición de ministro del Interior, había sido el causante de un sufrimiento indecible y de un sinnúmero de muertes, así como de haber abonado el terreno para una guerra civil. Que no lo acusaran de estos cargos fue un error legal manifiesto que puso al descubierto las contradicciones existentes entre la justicia convencional y la justicia popular. Asimismo, el insólito episodio del vergonzoso cambio de opinión de Prieto en este asunto en particular ilustró también la continuada debilidad de los instrumentos de gobierno frente a las milicias armadas. Al igual que le ocurriera a Manuel Muñoz con los trenes de prisioneros de Jaén, los moderados estaban totalmente maniatados por el temor a las consecuencias de un posible enfrentamiento entre las fuerzas del orden y las milicias revolucionarias.

Sin embargo, a pesar de lo sucedido en el caso de Salazar Alonso, los tribunales recién creados funcionaron relativamente bien, y contribuyeron a que la opinión pública aceptara progresivamente la idea de que la República podía administrar justicia protegiendo los intereses del pueblo. Los Colegios de Abogados de las capitales de provincia supervisaban los trámites legales y garantizaban que los prisioneros tuvieran la defensa que les correspondía. Las sesiones de los tribunales gozaban de un nutrido público. A menudo había aplausos e incluso vítores cuando, si el acusado era declarado inocente, el presidente del tribunal hacía un discurso alabando la magnanimidad de la justicia popular. Cabe destacar, por ejemplo, lo ocurrido a mediados de septiembre en Madrid, cuando se dieron los veredictos de inocencia contra tres oficiales acusados de una infracción cometida en el frente de batalla. Dirigiéndose al jurado, el presidente del tribunal dijo: «Cada día me siento más orgulloso de presidir este tribunal del pueblo, que debe ser inexorable con los traidores de la República, pero que tiene el alma llena de justicia y de piedad para los que cumplieron con su deber». Uno de los acusados, en nombre de los tres, expresó luego su agradecimiento hacia el tribunal y el jurado al grito de: «¡Viva la República! ¡Viva el Frente Popular! ¡Viva el tribunal del pueblo!»[109].

A lo largo de septiembre y octubre se siguieron introduciendo medidas poco sistemáticas para controlar las checas y centralizar las milicias, con efectos desiguales y escasos. La imposición del control central no se daría hasta principios de noviembre, y requeriría la presencia de las fuerzas rebeldes en la periferia de la capital. Solo cuando la guerra estuvo en puertas y las milicias tuvieron otras prioridades, pudo producirse la centralización plena. La voluntad por restablecer el orden nunca había dejado de existir entre los republicanos y los socialistas moderados. Los comunistas, en cambio, impondrían una determinación inquebrantable que iba a suponer una diferencia importante. Incluso entonces, el precio de las desavenencias se cobraría la sangre de miles de prisioneros.

Entretanto, los socialistas moderados y los nacionalistas vascos encabezaban los esfuerzos por atajar los desmanes en la retaguardia. Junto con Prieto y Zugazagoitia, el doctor Juan Negrín se opuso con idéntico fervor a la represión que ambos bandos ejercían. Marcelino Pascua, amigo de Negrín, contó cómo había puesto su vida en peligro al tratar de detener los desórdenes posteriores al golpe militar. Durante el final del verano de 1936, «puso voluntad, corriendo por ello serios riesgos personales, en salvar a gentes en Madrid —y con eficacia— que por diversos motivos, entre los que se incluían venganzas de tipo personal, temblaban por sus vidas, actos de osadía que no nos sorprendían a los amigos por sernos asaz conocido ese trazo de valor individual en la naturaleza de Negrín, del que nunca blasonaba»[110]. Tras ser nombrado ministro de Hacienda el 4 de septiembre de 1936 en el gobierno de Largo Caballero, Negrín no se mostró inclinado a dejar de arriesgar la propia vida en su afán por acabar con la represión. Sus esfuerzos por erradicar los paseos nocturnos indignaron a las checas anarquistas, e incluso hubo un grupo que fue al Ministerio de Hacienda y amenazó con matarlo. Tras el enfrentamiento subsiguiente, la intervención del personal de seguridad del ministerio impidió males mayores[111].

Igual denuedo puso el Partido Nacionalista Vasco por acabar con las detenciones y las ejecuciones arbitrarias. Aparte del afán de Jesús Galíndez por rescatar a los clérigos y demás ciudadanos vascos de las checas, Manuel Irujo Olla, el piadoso católico vasco que sería ministro sin cartera en el nuevo consejo, hizo un llamamiento desesperado a mediados de octubre para que prevalecieran los valores humanos detrás de las líneas de combate. Según dijo:

He ido uno por uno, a hospitales, a cárceles y a cementerios; he visitado y pedido al ministro de la Gobernación la adopción de ciertas medidas; me he relacionado con organizaciones extremistas, tanto políticas como sindicales, y he puesto, en una palabra, todo mi empeño en que el Gobierno de la República democrática y todos los antifascistas en general den la sensación de que es nuestro país de carácter generoso y de ideas elevadas. Tengo la seguridad de que cada atentado contra la vida ajena es mucho más pernicioso que una batalla; más se pierde con un crimen que con una derrota.

Irujo había visitado la cárcel Modelo la semana anterior y consiguió una mejora provisional de las condiciones. Los vascos destinaban sus esfuerzos principalmente a ayudar a sus conciudadanos, muchos de los cuales, si no la mayoría, eran católicos. Sin embargo, su protección se extendió también a más de 850 monjes, monjas y legos, tanto vascos como de otras procedencias[112].

Entorpeció sumamente esos esfuerzos el hecho de que, tras los sucesos del 22 y 23 de agosto en la cárcel Modelo, el control de las prisiones quedara totalmente en manos de los milicianos del Comité Provincial de Investigación Pública. Las sacas de las cárceles y el asesinato de los detenidos a las afueras de la ciudad alcanzaron una frecuencia aún mayor a lo largo de septiembre y octubre. La liberación de los presos comunes hizo que muchos de ellos pasaran a engrosar las filas de las milicias. Armados y con documentos que les conferían la autoridad de la Dirección General de Seguridad, fue la ocasión perfecta para cobrarse los resentimientos con los funcionarios de prisiones que antes habían sido sus carceleros[113].

A modo de respuesta, a mediados de septiembre el gobierno dio otro paso vacilante destinado a imponer el control sobre las checas. El nuevo ministro del Interior, Ángel Galarza, había sido miembro del Partido Radical Socialista en 1931 y el fiscal del Estado que había puesto en marcha, un tanto a la brava, el caso de las «responsabilidades» para juzgar a los miembros de la derecha que habían servido en los gobiernos de la dictadura de Primo de Rivera. En 1933 se había afiliado al Partido Socialista, donde la violencia de su retórica en las Cortes le dio notoriedad. La mayor parte de la ejecutiva del PSOE lo consideraba un oportunista a quien en realidad le interesaba poco controlar los abusos de las checas[114]; sin embargo, el 16 de septiembre introdujo el decreto para la creación de las Milicias de Vigilancia de Retaguardia (MVR), con el aval del presidente Azaña, en cuyo preámbulo se reconocía el fracaso del Comité Provincial de Investigación Pública, constituido seis semanas antes. Se decía que las MVR se establecían por la «imperiosa necesidad de regular los servicios de orden en la retaguardia». La propuesta de dicho cambio se justificaba porque, «no siendo específica su función, no existiendo una organización coordinada entre los diferentes grupos que la realizan, era difícil evitar la filtración de enemigos del régimen, que tenían como único propósito perturbar tan importante labor y desprestigiar a las organizaciones que venían realizándola». La primera parte de esta afirmación era una fiel representación de la debilidad del Comité Provincial de Investigación Pública, y la segunda parte era un modo de dorar la píldora a las milicias, echando la culpa de las atrocidades al enemigo interior.

En consecuencia, el decreto proponía fusionar todo el espectro de las milicias gestionadas por partidos y sindicatos en un cuerpo único de carácter transitorio, encargado de colaborar con los ya existentes en el mantenimiento del orden público. Se advertía que cualquier grupo autónomo que continuara desempeñando funciones de seguridad atribuidas a las MVR sería considerado «faccioso»; dicho con otras palabras, un agente enemigo. A fin de animar a las milicias a unirse a las MVR, se anunció que quienes estuvieran a su servicio tendrían preferencia para, llegado el momento, incorporarse al cuerpo de Policía regular. Un reflejo de la fragmentación de la zona republicana fue que las MVR parecieran restringirse a Madrid y sus alrededores. Al igual que con la creación del Comité Provincial de Investigación Pública, apenas mes y medio antes, la medida supuso un paso hacia la centralización de la Policía paralela, que hasta la fecha había desempeñado funciones represoras[115]. Con el tiempo se demostraría efectiva, pero a corto plazo las cosas cambiaron poco. Sirvió para dar una pátina de legitimidad a algunos grupos de izquierdas y patrullas del CPIP, si bien otros siguieron operando al margen de las MVR.

A pesar de las medidas de Galarza, el ritmo de las represiones en Madrid estaba a punto de acelerarse; una consecuencia inevitable a medida que las columnas fascistas se acercaban y los bombardeos sobre la ciudad adquirían una frecuencia mayor. En los hechos sucesivos, el concepto de «quinta columna» acuñado por el general Mola tuvo un papel esencial: por fin el peligro tenía un nombre. En una célebre declaración, Mola dijo que había cuatro columnas listas para atacar Madrid, pero que el ataque lo iniciaría una quinta columna que ya estaba dentro de la ciudad. La fecha exacta del comentario de Mola no se conoce, pero con toda probabilidad fue en los primeros días de octubre[116]. En ese punto no existía ninguna organización del bando rebelde en la capital, aunque los francotiradores nocturnos, los saboteadores y los agitadores permanecían activos. Tal como escribió más tarde Geoffrey Cox, el corresponsal británico: «Una radio secreta, mensajeros, hombres que cruzaban las líneas bajo la protección de la noche, propiciaron que muchos de los secretos mejor guardados del gobierno fueran revelados a los rebeldes»[117].

Los políticos republicanos empezaron a hacer mención del discurso desde principios de octubre. En el habla popular tanto como en la retórica política, el término «quintacolumnista» acabó por utilizarse para hablar de cualquier partidario de los rebeldes, real o potencial, en activo o preso. Fue Dolores Ibárruri la primera en emplearlo para aumentar la alerta y levantar la pasión popular, cuando a principios de octubre escribió:

«Cuatro columnas» dijo el traidor Mola que lanzaría sobre Madrid, pero que la «quinta» sería la que comenzaría la ofensiva. La «quinta» es la que está dentro de Madrid; la que a pesar de las medidas tomadas, se mueve en la oscuridad, se sienten sus movimientos felinos, se escucha el sonido de sus voces opacas, en el «bulo», en el rumor, en el grito de pánico descompasado. Y a este enemigo hay que aplastar inmediatamente; y aplastarle sobre la marcha, mientras que nuestras heroicas milicias luchan fuera de Madrid … La ley de la guerra es dura, pero hay que aceptarla; sin sensiblerías, ni beligerancia, ni debilidades. Nosotros no podemos llegar al sadismo a que han llegado los facciosos; nosotros no torturaremos jamás a los prisioneros, ni escarneceremos a las mujeres de los traidores, ni asesinaremos a sus hijos. Pero vamos a hacer justicia; y justicia rápida y ejemplar, para extirpar hasta la raíz la planta de la traición; no podemos tolerar más que ocurra lo que ocurrió ayer; que en un edificio oficial se reuniese a conspirar un grupo de fascistas con la complicidad manifiesta de los empleados de este edificio[118].

Dos días después, en la ceremonia donde la nombraron comandante de honor del Quinto Regimiento, repitió sus comentarios sobre Mola y los «emboscados y traidores ocultos que pensaban que podían actuar impunemente: pero les demostraremos que están equivocados»[119].

Hacía tiempo que el cuerpo diplomático se mostraba preocupado por la situación, pero la alarma cundió tras la aparente escalada que proponía el artículo de la Pasionaria. El secretario extranjero británico, lord Halifax, se había reunido en Ginebra con el ministro de Asuntos Exteriores, Julio Álvarez del Vayo, el 28 de septiembre, y le había expresado su inquietud ante los asesinatos. El agregado británico George Ogilvie-Forbes coordinó una serie de llamamientos al Ministerio de Estado español para que se tomaran medidas respecto a las crecientes cifras de muertos y la peligrosa situación que se vivía en las cárceles. El 1 de octubre informó del asesinato de 125 personas el sábado anterior (26 de septiembre). Visitó también la cárcel de San Antón, donde lo recibieron con cortesía. Sin embargo, Ogilvie-Forbes estaba convencido de que el artículo de Dolores Ibárruri era una incitación al asesinato, puesto que las veinticuatro horas posteriores a su publicación, el sábado 3 de octubre, hubo en Madrid 200 muertos. El 5 de octubre, Ogilvie-Forbes visitó a Álvarez del Vayo y vinculó el artículo con el hecho de haber visto dos días antes en la Ciudad Universitaria los cadáveres de al menos 15 hombres y mujeres. Aunque renuente a creer que las autoridades tuvieran algo que ver con las matanzas, Ogilvie-Forbes se quejó de que eran culpables por permitirlas. Álvarez del Vayo «se sonrojó hasta los cabellos», le garantizó que el gobierno haría todo lo posible para acabar con ellas y le organizó una entrevista con el ministro del Interior.

El efecto nocivo de las noticias de los asesinatos sobre el estatus internacional de la España republicana se exacerbó porque los británicos estaban convencidos, u optaron por creerlo así, de que las «ejecuciones de civiles por parte de los rebeldes habían sido relativamente pocas, y se llevaban a cabo con ciertas muestras de justicia». El 6 de octubre, Ogilvie-Forbes se reunió con Ángel Galarza. En esta ocasión, el ministro del Interior le dijo al agregado británico que las matanzas constantes y la situación en las cárceles respondían a la necesidad de emplear el grueso de la Guardia de Asalto en el frente, y ello había obligado a dejar la seguridad en manos de las milicias[120]. Sin embargo, respondió decretando el toque de queda desde las once de la noche hasta las seis de la mañana para todos los que no pertenecieran oficialmente a las MVR. Así, tres semanas después de la creación de estas, Galarza se vio en la obligación de hacer público un comunicado prohibiendo cualquier registro domiciliario al margen de los que ordenara el director general de Seguridad, retirando las tarjetas de identificación previamente concedidas por el CPIP y exigiendo a las organizaciones de izquierdas que facilitaran los nombres de los milicianos autorizados a unirse a las MVR[121].

La distinta percepción que a nivel internacional se tuvo de la represión en los dos bandos fue uno de los problemas más difíciles a los que tuvo que hacer frente la República. En las ciudades republicanas había muchos diplomáticos y periodistas para informar de lo que estaba ocurriendo, mientras que hasta entonces la mayor parte de las atrocidades de las columnas de Franco se cometían contra campesinos anónimos. Además, los comandantes rebeldes tomaban todas las precauciones posibles para evitar la presencia de corresponsales extranjeros que no vieran su causa con simpatía. La reacción de Winston Churchill ante la situación de la España republicana fue representativa de cómo se percibían los acontecimientos en los círculos oficiales y en las clases altas. Cuando el recién nombrado embajador español, Pablo de Azcárate, llegó a Londres a principios de septiembre de 1936, su amigo lord David Cecil le presentó a Churchill. Aunque a Azcárate venía precedido por una reputación intachable como funcionario de la Sociedad de Naciones, Churchill, airado y con el rostro encendido, se negó a darle la mano que le tendía y se alejó farfullando: «Sangre, sangre…». En un artículo aparecido en el Evening Standard el 2 de octubre de 1936 con el título «España: una perfecta demostración para los radicales», Churchill escribió:

La masacre de los rehenes cae en una bajeza innegable, y la matanza sistemática que noche tras noche se practica con los oponentes políticos indefensos, que nada pueden hacer para escapar de la situación después de que los sacan a rastras de sus hogares y los ejecutan por el crimen de pertenecer a las clases opuestas al comunismo, mientras que han disfrutado de sus bienes y los honores al amparo de la constitución republicana, cae junto a las peores torturas y ultrajes en el abismo más hondo de la degradación humana. Aunque parece ser una práctica común de las fuerzas nacionales ejecutar a una proporción de los prisioneros tomados por las armas, no se les puede acusar de haber caído en la ignominia de cometer las atrocidades que día a día son obra de los comunistas, anarquistas y el POUM, como se llama la organización trotskista más nueva y radical. Sería faltar a la verdad y a la inteligencia que merece la opinión pública británica poner a ambos bandos al mismo nivel[122].

Así pues, se esperaba que los dirigentes republicanos mantuvieran en Madrid relaciones sociales civilizadas, a pesar del resentimiento popular hacia quienes bombardeaban su ciudad y las actividades de francotiradores y saboteadores. A tal fin, Julián Zugazagoitia, el leal aliado de Prieto, siguió utilizando su puesto de director de El Socialista para hacer una campaña a favor de la disciplina en la retaguardia y el respeto por las vidas de los oponentes en el campo de batalla. Una muestra típica del tono ético de su periódico fue el editorial del 3 de octubre de 1936, titulado «La ley moral en la guerra», donde escribió: «La vida del adversario que se rinde es inatacable; ningún combatiente puede disponer libremente de ella. ¿Que no es la conducta de los insurrectos? Nada importa. La nuestra necesita serlo»[123].

Sin embargo, tales llamadas a la moderación palidecían en el contexto de desesperación que rodeaba la ciudad. El comisario político del Quinto Regimiento, el comandante Carlos Contreras (pseudónimo del comunista italiano y agente ruso Vittorio Vidali), demostró que le importaba más eliminar al enemigo de dentro que aplacar los ánimos de los diplomáticos de fuera. Cinco días después del discurso de la Pasionaria, dedicaba a quienes asumieran la responsabilidad de eliminar la Quinta Columna un análisis aún más explícito de los comentarios de Mola.

En una entrevista que tuvo el general Mola con ciertos periodistas extranjeros, parece que se permitió declarar que «las columnas que marchaban sobre Madrid eran cuatro». Al preguntarle uno de los periodistas cuál de ellas entraría primero en la capital, dicho general —que parece estar dispuesto a gastar bromas— le contestó que «la quinta». Por esta razón hablamos nosotros con tanta insistencia de la «quinta columna». El general Mola ha tenido la complacencia de indicarnos el lugar donde se encuentra el enemigo. Nuestro Gobierno, el Gobierno del Frente Popular, ha tomado ya una serie de medidas, orientadas a limpiar Madrid, de una manera enérgica y rápida, de todos los elementos dudosos y sospechosos que podrían, en un momento determinado, crear dificultades para la defensa de nuestra ciudad. Si alguien espera ver desfilar por las calles de Madrid una «quinta columna», organizada y disciplinada como un regimiento, sufrirá una desilusión. Lo que el general Mola quiere indicar al hablar de la «quinta columna» es un conglomerado de todos los elementos que hay emboscados en Madrid todavía, de gentes que simpatizan con el enemigo o que son «neutrales», en contra de los cuales nuestro Gobierno ha tomado ya medidas oportunas, que han empezado a ponerse en práctica[124].

La intervención de Contreras confirmó el uso generalizado del término «Quinta Columna» para aludir a los partidarios de los insurrectos en zona republicana[125]. El 21 de octubre, las Juventudes Socialistas Unificadas declararon que en la definición de «Quinta Columna» cabían todos los que apoyaran a los rebeldes, tanto por activa como por pasiva, y terminaban su manifiesto asegurando: «El exterminio de la “quinta columna” será un gran paso para la defensa de Madrid»[126]. Hasta qué punto el temor a una posible sublevación inquietaba a los defensores de Madrid se puso de manifiesto en un informe del general Vladimir Efinovich Gorev, al mando de la inteligencia militar rusa (GRU, o Razvedupr), que desempeñó un papel fundamental en la protección de la ciudad[127].

Tal como Indalecio Prieto había declarado en el discurso que había pronunciado en Chile, no era de extrañar que, aterrorizados por las noticias de las atrocidades rebeldes y enfurecidos por los bombardeos, tanto la población sitiada como los líderes políticos quisieran eliminar al enemigo interior. En un editorial razonado, el periódico vespertino socialista Informaciones comentó sabiamente que, además de los fascistas comprometidos, la cantidad de partidarios de los rebeldes crecía entre quienes habían perdido su empleo o sus rentas, o estaban al borde de perderlos[128].

A medida que se cerraba el cerco sobre Madrid, los ataques aéreos se recrudecieron sobre la ciudad indefensa y desencadenaron la ira popular. El 8 de octubre, el periódico comunista del Quinto Regimiento clamaba: «Es necesario limpiar la retaguardia rápida y enérgicamente de todos los elementos nocivos que de una manera encubierta, usando diferentes caretas, ayudan a nuestros enemigos. ¡En la retaguardia no debe haber neutrales! … Hay que acabar con toda esa patulea de vagos y “chulos” de cabaret, detritus de la sociedad burguesa que se amontonan en informe haz, y que pululan por las calles de Madrid haciendo ostentación de vistosos “monos” o de trajes “última moda” y que se muestran “neutrales”». A todas luces se trataba de un llamamiento para que la población se movilizara en la defensa de la ciudad y que la moral no decayera al ver a la clase media apoltronada en las terrazas de las cafeterías. En las calles de la ciudad reinaba tal temor, sin embargo, que también sirvió para avivar el odio contra lo que se percibía como un enemigo que atacaba desde dentro[129].

La sensación de apremio se advertía sobre todo en el afán de involucrar a toda la población en la defensa de la ciudad, pero estos esfuerzos iban a la par del recrudecimiento de las actividades de las checas en la retaguardia. Probablemente la más temida de todas fuera el Comité Provincial de Investigación Pública, popularmente conocido como la «checa de Fomento», después de que el 26 de agosto el CPIP trasladara su centro de operaciones del hacinamiento del Círculo de Bellas Artes al local más espacioso del número 9 de la calle de Fomento. A partir de ese momento y hasta que Santiago Carrillo lo disolviera el 12 de noviembre, sus actividades contra presuntos quintacolumnistas alcanzaron cotas frenéticas[130]. A mediados de septiembre, esta y otras checas se encargaron de aplicar las sacas sistemáticamente. Al principio, a pesar de su frecuencia, no solían llevarse más que a unos pocos prisioneros de la cárcel de Ventas. Antes del 7 de noviembre, en San Antón no hubo ninguna. La cárcel de Porlier estaba gestionada por un grupo de cuatro comunistas, cuyos abusos finalmente terminaron con su arresto en diciembre de 1936. No obstante, antes de noviembre hubo sacas individuales bajo su supervisión, aunque ninguna de una cantidad sustancial de prisioneros. El 29 de octubre, en cambio, se llevaron a 50 derechistas de la checa de Fomento y los ejecutaron en Boadilla del Monte. En todas las prisiones, los grupos que hacían las sacas solían presentar la autorización escrita del Comité Provincial de Investigación Pública. El 31 de octubre, unos agentes del CPIP llegaron a la cárcel de Ventas con una orden firmada por Manuel Muñoz para el traslado de 32 prisioneros a Chinchilla. Veinticuatro de ellos, incluidos el pensador de derechas Ramiro de Maeztu y el fundador de las JONS, Ramiro Ledesma Ramos, fueron fusilados en el cementerio de Aravaca. El 1 y 2 de noviembre, sacaron a más de 70 hombres de Ventas. Cerca de la mitad llegaron a Chinchilla, y la otra mitad fueron ejecutados en el mismo cementerio. Por lo menos una de las sacas corrió a cargo de milicianos de la checa del cine Europa, a las órdenes de Eduardo Val. El 4 de noviembre, otros 56 prisioneros fueron asesinados en la cárcel de Carabanchel[131].

Paradójicamente, a medida que las sacas se aceleraban, una de las checas más célebres empezó a ralentizar el ritmo de sus actividades. La Brigada de Investigación Criminal de García Atadell había ocultado muchos actos criminales tras su muy loada lucha contra la Quinta Columna. Puesto que Atadell y muchos de sus colaboradores procedían de la socialista Asociación de Impresores, les había sido relativamente fácil colocar artículos sobre sus brillantes hazañas en la prensa republicana, sobre todo en Informaciones, el diario que gestionaban sus compañeros sindicalistas. En cualquier caso, alabar la lucha contra el enemigo interno se consideraba un elemento importante para levantar la moral[132], como se deduce por ejemplo de un editorial aparecido en El Socialista, donde se declaraba con orgullo que García Atadell y sus hombres eran socialistas con vocación de policías luchando por una causa común. Zugazagoitia, el director del diario, no era consciente de las actividades nefandas de la brigada cuando escribió: «Mejor que su pasado —un pasado claro, diáfano, recto de socialista— Atadell debe ser enjuiciado por su presente. Su labor, sobre útil, es necesaria. Indispensable». El artículo continuaba con una oda a la preparación detallada y precisa de las redadas que practicaban antes del amanecer, y concluía con un tono muy en consonancia con las opiniones de Zugazagoitia: «La mala fe, el rencor, la envidia buscan expansiones ilegítimas que, por decoro de todos y prestigio del régimen, deben ser frustradas»[133].

De hecho, la Brigada de Investigación Criminal de García Atadell había llevado a cabo gran cantidad de actividades legítimas a diario, entre ellas el registro del domicilio de Franco en Madrid, donde se descubrieron armas, incluida una pistola automática, y correspondencia con los conspiradores. Mayor atención merece tal vez el hecho de que al grupo de García Atadell le acreditaran la disolución de círculos de espionaje, la captura de una emisora de radio clandestina, detenciones de falangistas, saboteadores y francotiradores, así como frustrar un plan para asesinar a Azaña, Largo Caballero, Prieto y la Pasionaria. La profusión de artículos de prensa que daban noticia de estos triunfos no puede tomarse como un aval de las actividades criminales de García Atadell. Las referencias a grandes cantidades de dinero y objetos de valor solían ir acompañadas de la noticia de su entrega a la Dirección General de Seguridad[134]. García Atadell reiteraría más tarde a sus interrogadores que así había sido, y aseguraría haber salvado muchas vidas. Uno de los casos más curiosos fue el «rescate» de Lourdes Bueno Méndez, la hija de un oficial republicano conservador a quien habían arrestado los comunistas de la checa conocida como «Radio Oeste» por sus presuntos vínculos con Berlín. García Atadell la localizó a finales de septiembre y la llevó a la Dirección General de Seguridad, donde permaneció retenida dos meses y medio más. Su interés en el caso probablemente estribaba en la posibilidad de que la familia pagara un rescate[135]. García Atadell declaró también haber pensado que en recompensa por sus muchos logros sería nombrado director general de Seguridad[136].

Sin embargo, en la segunda quincena de octubre, cuando podría pensarse que sus servicios se requerían más que nunca, su grupo empezó a tener menos presencia en la opinión pública. Al parecer, iban surgiendo las dudas sobre sus actividades y el paradero de las confiscaciones. No deja de ser irónico que el 26 de octubre Ogilvie-Forbes mantuviera una charla con García Atadell y le explicara el terrible impacto que las noticias de los arrestos, los asesinatos y los robos estaban teniendo en la posición internacional de la República. Atadell, que por entonces planeaba ya huir con el dinero obtenido por medios ilícitos, coincidió con él con total vehemencia y culpó exclusivamente a los anarquistas del desaguisado[137]. Según Rosario Queipo de Llano, la cifra de detenidos que ingresaban en el cuartel general de Atadell había empezado a caer en picado hacia finales de octubre, lo que indica que estaba ya planeando su huida[138]. Al día siguiente se reunió con dos de sus compinches más próximos, Luis Ortuño y Pedro Penabad, e hizo planes para huir. Con posterioridad afirmó que su decisión había obedecido en parte a que Madrid estaba a punto de caer en manos de los rebeldes, y en parte a que los comunistas y la FAI habían amenazado con matarlo tras sus intentos por impedir las atrocidades que cometían. Entre los tres juntaron varias maletas llenas de dinero y objetos de valor y, acompañados por la esposa de García Atadell, Piedad Domínguez Díaz, una monja exclaustrada, partieron hacia Alicante. Adquirieron pasaportes falsos cubanos y se embarcaron en un buque hacia Marsella, donde compraron un pasaje a La Habana el 19 de noviembre[139].

Sus planes fracasaron gracias a la contribución del cineasta Luis Buñuel, que trabajaba para la República en Francia desempeñando diversas funciones de carácter semioficial. En sus memorias recordó a García Atadell como un ejemplo ilustrativo de «la complejidad de las relaciones que a veces sosteníamos con los fascistas». Buñuel estaba en París trabajando para la embajada española, donde formaba parte de una red de espionaje antifascista dirigida por el artista Luis Quintanilla. Un sindicalista francés empleado en un hotel le informó sobre un español que estaba a punto de embarcarse a Centroamérica con una maleta llena de objetos de valor robados. Buñuel informó al embajador, Luis Araquistain, que a su vez lo comunicó al gobierno establecido ya en Valencia. Se pidió la extradición, pero era demasiado tarde, de manera que el gobierno autorizó a Araquistain, a través de una embajada neutral, a dar parte a los representantes del bando rebelde que había en la capital francesa. Puesto que el barco en que García Atadell y sus compinches viajarían debía hacer escala en Vigo y Santa Cruz de Tenerife, se dio por hecho que podrían arrestarlos allí[140].

Sin embargo, desde Burgos no fue posible obtener el permiso del gobierno galo para arrestar a un pasajero a bordo de un barco francés, de manera que la embarcación zarpó de Vigo sin incidencias. Puesto que tanto en Burgos como en Valencia compartían el interés por ver a García Atadell bajo el peso de la justicia, París accedió al fin. García Atadell y Penabad fueron detenidos en Las Palmas. Tras interrogarlos inicialmente en las islas Canarias, los trasladaron a Sevilla para proseguir con el interrogatorio[141]. García Atadell pasó siete meses en el ala de máxima seguridad de la cárcel provincial de Sevilla, del 19 de diciembre hasta que lo ejecutaron a garrote vil en julio de 1937.

Mientras García Atadell escapaba de Madrid y se abocaba a su ruina definitiva, el período más infame de las actividades de las checas estaba a punto de empezar.