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Lejos del frente: la represión

tras las líneas republicanas

Después de que la rebelión militar provocara el colapso de buena parte de los instrumentos del estado, en las ciudades que los rebeldes no lograron conquistar las calles quedaron bajo el control de los trabajadores armados que participaron en la derrota de la sublevación. Los comités espontáneos de partidos y sindicatos de clase crearon sus propias policías y centros de detención, conocidos como «checas». En el caos resultante de la desaparición del aparato convencional de ley y orden había, además, un elemento puramente delictivo. El ambiente se nutría del rencor acumulado durante largos años de injusticia social, pero también de los peores instintos de quienes se aprovechaban de la ausencia de los límites legales habituales. El problema se exacerbó al abrirse las prisiones y quedar en libertad los delincuentes comunes. La situación era muy incómoda para las autoridades republicanas, puesto que debilitaba sus esfuerzos para conseguir el apoyo diplomático y material de Francia y Gran Bretaña.

En ningún momento hubo una nueva autoridad revolucionaria que llegara a sustituir al gobierno republicano, si bien en los meses posteriores al alzamiento militar, tanto el gobierno central de Madrid como la Generalitat catalana no pudieron sino limitarse a ofrecer una apariencia de continuidad constitucional. Sus órdenes a menudo eran desobedecidas. La solución pasaba por convencer primero a los elementos más moderados de los sindicatos y los partidos de izquierda, y recabar su apoyo en la tarea de acabar con la violencia incontrolada, una empresa especialmente difícil en el caso del movimiento anarquista. Al mismo tiempo, era preciso dotarse de un marco legal que abarcara las actividades espontáneas y muchas veces contradictorias de los comités revolucionarios y las checas. Finalmente, buena parte de la izquierda, aunque ni mucho menos todos los anarquistas, terminó por reconocer que la dirección de una guerra moderna requería un estado central. La reconstrucción del estado trajo consigo el fin de la violencia interna.

Sin embargo, en los primeros meses la aplicación de la justicia quedó en manos de los comités y dejó de ser una función estatal. En el marco de este tumultuoso proceso de «justicia» espontánea, los comités de partidos y sindicatos, junto con trabajadores sin ninguna filiación sindical y delincuentes comunes, se entregaron por diversas razones a una oleada de matanzas impulsada por motivos muy diversos. Los principales objetivos de la violencia fueron los militares rebeldes, el clero y los elementos más prominentes de la antigua clase dirigente: terratenientes y empresarios. En Cataluña, la violencia se dirigió contra el Sindicato Libre, una organización rompehuelgas que en 1919 se había enfrentado duramente a la CNT, y contra todos los que participaron en la represión que siguió a los sucesos de octubre de 1934. La venganza por la injusticia social y la dureza de las relaciones laborales era una de las causas más comunes de los actos violentos. El caso del periodista Josep Maria Planes ilustra muy bien los dos aspectos de esta dimensión social de los crímenes. Planes fue asesinado por un grupo de anarquistas en venganza por una serie de artículos que el periodista había publicado bajo el título de «Gàngsters a Barcelona», en los que relacionaba a la FAI con el crimen organizado[1]. Otro de los motivos de la venganza era el anticlericalismo de viejo cuño. El clero, sospechoso de complicidad, o cuando menos de simpatía por la sublevación militar, se convirtió de inmediato en objetivo de la cacería.

Tanto la CNT como el antiestalinista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) defendían abiertamente posiciones anticlericales. En un mitin celebrado en Barcelona a principios de agosto, Andreu Nin, el líder del POUM, aseguró que la clase trabajadora había resuelto el problema de la Iglesia por el procedimiento de no dejar una sola iglesia en pie[2]. Los anarquistas no se mostraban tan confiados y seguían viendo a la Iglesia como un enemigo muy poderoso. Sospechaban que los curas, en el mejor de los casos, convencían a sus feligresas para que votaran a la derecha, y en el peor, utilizaban el confesionario para seducirlas. El odio generado por este supuesto poder sexual del clero se puso de manifiesto en una afirmación como esta: «La Iglesia ha de desaparecer para siempre. Los templos no servirán más para favorecer alcahueterías inmundas»[3]. La fe religiosa de las clases dominantes fue otro de los detonantes del anticlericalismo. Había muy poco de cristiano en la actitud de los industriales con sus trabajadores o en la de los terratenientes con sus arrendatarios o sus braceros. Fue inevitable, en esta situación, que anarquistas, socialistas y comunistas coincidieran en sospechar que, tras los continuos llamamientos de la Iglesia a la paciencia y la resignación de quienes luchaban por conseguir mejores salarios y mejores condiciones laborales, se escondía la ambición de riqueza de la jerarquía católica. Así, los anarquistas cubrieron con un barniz idealista sus ataques contra el clero y las iglesias, presentándolo como parte de la purificación necesaria para la construcción de un mundo nuevo, como si eliminar la religión fuera tan sencillo.

El 24 de julio, el periodista Pierre van Paassen entrevistó al líder anarquista Buenaventura Durruti en Barcelona, concretamente en la sede de los trabajadores del metal de la CNT. Van Paassen le señaló: «Acabarán sentados sobre un montón de escombros, aunque terminen ganando». A lo que Durruti respondió: «Llevamos toda la vida viviendo en tugurios y agujeros … No tenemos ningún miedo a los escombros. Vamos a heredar la tierra. La burguesía puede estallar y dejar en ruinas su propio mundo antes de abandonar el escenario de la historia. Nosotros llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones»[4]. El proceso de construcción de este mundo nuevo incluía la liberación de los delincuentes comunes, a quienes se veía como víctimas de la sociedad burguesa. Al abrirse las cárceles en las ciudades donde los instrumentos para el control del orden público habían desaparecido, los reclusos, entre otros, se lanzaron a un frenesí de robos, violaciones y asesinatos bajo el disfraz de la justicia revolucionaria. Cuando por fin fue posible contener la violencia de los presos liberados, continuaron los actos de venganza por los bombardeos de la aviación nacional y las atrocidades cometidas por los rebeldes, que se difundían a través de los escalofriantes relatos de los refugiados. No tardó en aparecer también la violencia legal llevada a cabo con ayuda de los instrumentos habilitados por el estado para combatir al «enemigo interior», es decir, a los militares rebeldes partidarios del levantamiento implicados en actos de sabotaje y espionaje.

En Barcelona, en un primer momento, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, se negó a distribuir armas entre la población, si bien no pudo impedir que los militantes anarcosindicalistas asaltaran los arsenales. Se calcula que los milicianos anarquistas lograron reunir cerca de 50 000 armas. El 19 de julio las tropas rebeldes fueron derrotadas por una peculiar alianza de trabajadores, principalmente anarquistas, con la Guardia Civil local, cuya lealtad al gobierno legítimo resultó decisiva. Cuando el general Manuel Goded llegó a Barcelona en un hidroavión desde las islas Baleares para ponerse a la cabeza de la rebelión, la derrota del golpe era inminente. Goded fue arrestado y obligado a difundir a través de la radio un llamamiento de rendición a sus seguidores. Las circunstancias en que se produjo la derrota de los rebeldes generaron una confusa relación entre las instituciones del estado y los sindicatos anarquistas que ostentaban de facto el poder. La consecuencia inmediata fue el colapso del orden público. Barcelona era una ciudad portuaria con un lumpen proletariado numeroso, compuesto por estibadores portuarios y trabajadores inmigrantes carentes de arraigo y sometidos a la inseguridad del trabajo ocasional. Aunque la situación se exageró tanto por parte de la prensa extranjera como por parte del cuerpo diplomático, no cabe duda de que el robo, el vandalismo y toda clase de delitos comunes proliferaron tras la fachada de los ideales revolucionarios.

El cónsul portugués en Barcelona informó de «los actos de pillaje y de barbarie cometidos por las hordas que campan a sus anchas, ajenos a las órdenes de sus respectivos jefes políticos». En términos apocalípticos refirió «la indescriptible y refinada crueldad de los ataques perpetrados por auténticos caníbales contra religiosos de ambos sexos» y aseguró que a las monjas las violaban y desmembraban, y que no quedaba en pie una sola iglesia o un solo convento en toda la región[5]. Se generalizaron los saqueos en comercios, principalmente joyerías, y en cafés, así como las extorsiones a empresarios, el vandalismo en las casas de los ricos y la profanación de iglesias. El clero y los militares fueron los principales objetivos de la furia de la izquierda[6].

En los días inmediatamente posteriores al golpe militar, los acontecimientos que se vivieron en Cataluña atrajeron una avalancha de periodistas procedentes de todo el mundo. Algunas de sus informaciones iniciales eran gratuitamente escabrosas. Una noticia de Reuters afirmaba que los cadáveres se amontonaban en las estaciones del metro y que «las victoriosas fuerzas civiles progubernamentales, compuestas de anarquistas, comunistas y socialistas habían quemado y saqueado prácticamente todos los conventos y las iglesias de Barcelona». Continuaba: «La masa ebria de victoria desfilaba a continuación por las calles de la ciudad ataviada con las túnicas de las autoridades eclesiásticas»[7]. Con el paso de los días las crónicas se volvieron cada vez más sangrientas. El reinado del terror se describía bajo este epígrafe: «Los sacerdotes mueren rezando. La turba es incontrolable y el odio de clase lo domina todo». Una crónica decía lo siguiente: «Sacan a los monjes de sus monasterios por la fuerza, con una oración en los labios, para que los pelotones de fusilamiento los ejecuten por la espalda. A algunos les arrancan la cabeza y los brazos en un último acto de venganza»[8].

Los periodistas que conocían bien España escribieron crónicas más sobrias de lo que estaba ocurriendo. Lawrence Fernsworth, el distinguido corresponsal tanto de The New York Times como del londinense The Times, escribió estas palabras: «No parece que los extranjeros corran peligro en Barcelona. Incluso los comunistas y los anarquistas se muestran respetuosos con los que llegan de fuera»[9]. Fernsworth compartía la creencia popular según la cual la causa de la indignación de las masas era que los militares rebeldes, con el respaldo de sus simpatizantes civiles, habían instalado ametralladoras en muchos campanarios, desde los que disparaban contra los trabajadores. El comisario de Orden Público de la Generalitat, Federico Escofet Alsina, negó tajantemente que se hubiera llegado a tal extremo, si bien esta siguió siendo la creencia más extendida en las calles. Joan Pons Garlandí, un destacado miembro del partido catalanista de clase media, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), afirmó que hubo casos aislados de francotiradores apostados en los campanarios de algunas iglesias. Los días 23 y 24 de julio, el periódico La Humanitat, de Esquerra Republicana de Catalunya, denunció que desde las iglesias se disparaba con metralletas. Sin embargo, el hecho de que nunca llegara a celebrarse en Cataluña juicio alguno contra los sacerdotes acusados de abrir fuego desde los edificios eclesiásticos viene a confirmar la versión de Escofet. Incluso se ha afirmado que a veces los anarquistas entraban en una iglesia y, para justificar la destrucción del templo y la detención del cura, disparaban al aire fingiendo haber sido atacados[10].

Aunque la causa de los atentados probablemente no fuera la presencia de francotiradores, muchas iglesias terminaron en llamas, si bien, como señala Fernsworth, el gobierno catalán hizo cuanto pudo por salvar el máximo número de templos, por ejemplo, la catedral. La iglesia de los capuchinos, en el paseo de Gràcia, quedó intacta gracias a la estrecha relación de los franciscanos con los pobres. En su descripción del terror, Fernsworth señala que la Generalitat no fue responsable de estos actos y subraya que trabajó sin descanso para proteger tanto la propiedad como las vidas humanas. Fernsworth describió así el empeño del gobierno para restablecer el orden público: «Algunas personas que ocupaban puestos oficiales se enfrentaron a la furia de los extremistas y arriesgaron la vida para salvar a sacerdotes, monjas, obispos y nacionales, ayudándolos a cruzar la frontera o salir del país en barco»[11].

A última hora de la tarde del 19 de julio, los últimos militares rebeldes, los del 9.º Regimiento de Caballería capitaneado por el coronel Francisco Lacasa, se refugiaron en el monasterio de los carmelitas de la Diagonal barcelonesa tras convencer al prior, Gonçal Macià Irigoyen, de que los heridos necesitaban ayuda urgente. El monasterio sirvió en un principio como hospital, si bien el coronel lo convirtió más tarde en una fortaleza donde instaló sus ametralladoras en posiciones estratégicas. Aunque había prometido rendirse a la mañana siguiente, el 20 de julio, ese día llegó al monasterio un enviado, y Lacasa dijo entonces que solo entregaría las armas a la Guardia Civil. La condición fue aceptada por el comisario de Orden Público, Federico Escofet, pero mientras tanto, una masa de ciudadanos provistos de las armas confiscadas el día anterior había rodeado el edificio. Los rebeldes, cada vez más nerviosos, abrieron fuego contra la multitud. Cuando llegó el coronel de la Guardia Civil, Antonio Escobar Huerta, por fin comenzaron a abandonar el edificio, pero la multitud le impidió supervisar la detención de los militares. Antes de que el coronel pudiera intervenir, los oficiales rebeldes y cuatro monjes obligados a darles refugio fueron asesinados. El coronel Escobar fue ejecutado por los franquistas en 1940, pese a su heroico esfuerzo por proteger la vida de los monjes y los militares[12]. Algo distinto fue el caso del convento de los carmelitas en Toledo, que dominaba la carretera hacia Madrid, ocupado por guardias civiles rebeldes con el permiso de los monjes. Uno de los monjes, el hermano Plácido, incluso se sumó a los rebeldes en el combate contra la columna del general Riquelme el 22 de julio, a la que derrotaron antes de unirse a las tropas del coronel Moscardó en el Alcázar[13].

Escofet escribió más tarde que la presencia de miles de ciudadanos armados en las calles provocó un problema de orden público imposible de abordar[14]. Esta afirmación ilustra la diferencia de la represión en las dos zonas de guerra: en la zona republicana venía desde abajo, en la zona rebelde venía desde arriba. Escofet también afirmó que los saqueos de las casas de los ricos y los bienes eclesiásticos fueron obra de una minoría de delincuentes, y reconoció la honradez y el idealismo de muchos anarquistas, que se abstenían de tocar el dinero y las joyas[15].

La victoria de las fuerzas de la clase trabajadora planteaba un serio problema al presidente de la Generalitat, Lluís Companys, líder del citado partido burgués ERC. Companys abordó la situación con notable habilidad. El 20 de julio de 1936, cuando acababa de producirse la derrota de los rebeldes, reunió en el Palau de la Generalitat a una delegación de la CNT integrada por Buenaventura Durruti, Juan García Oliver y Ricardo Sanz. Cuenta García Oliver que Companys dijo:

Hoy sois los dueños de la ciudad y de Cataluña porque sólo vosotros habéis vencido a los militares fascistas y espero que no os [sepa] mal que en este momento os recuerde que no os ha faltado la ayuda de los pocos o muchos hombres leales de mi partido y de los guardias y mozos … Habéis vencido y todo está en vuestro poder; si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora, que yo pasaré a ser un soldado más en la lucha. Si, por el contrario, creéis que en este puesto, que sólo muerto hubiese dejado ante el fascismo triunfante, puedo, con los hombres de mi partido, mi nombre y mi prestigio, ser útil en la lucha, que si bien termina hoy en la ciudad no sabemos cuándo y cómo terminará en el resto de España, podéis contar conmigo y con mi lealtad de hombre y de político.

Federico Escofet arroja algunas dudas sobre la exactitud de este testimonio de García Oliver. En todo caso, es evidente que con este aparente y atractivo candor, y también con un poco de exageración y astucia, Companys desarmó a la delegación anarquista. Sorprendidos y desprovistos de planes prácticos, los convocados aceptaron la permanencia de Companys[16].

En otro salón del Palau, los representantes del resto de los partidos del Frente Popular de Cataluña aguardaban el resultado de esta reunión. Cuando Companys llegó acompañado de la delegación de la CNT-FAI, todos accedieron a constituir el Comitè Central de Milícies Antifeixistes (CCMA). Bajo la presidencia de Lluís Prunés, conseller de Treball de la Generalitat, su principal tarea era organizar tanto la revolución social como su defensa militar. El secretario general del comité, Jaume Miravitlles, fue el encargado de redactar una serie de normas en las que se definieran los poderes y las responsabilidades de cada departamento. Sin embargo, Miravitlles nunca lo hizo, lo que contribuyó a que el caos y los conflictos se instalaran en el seno del CCMA y a que la Generalitat recuperara finalmente todos los poderes. Lo cierto es que en el plazo de unos días, Companys ordenó al conseller de Governació, Josep Maria Espanya i Sirat, que tomara las medidas necesarias para restablecer el orden público en las ciudades y los pueblos de Cataluña. El 2 de agosto, Companys confió el gobierno a Joan Casanovas, presidente del Parlamento catalán, quien lamentablemente no demostró tener la energía ni la autoridad que el presidente esperaba de él para acabar con la dualidad de poder.

El mismo 20 de julio, día en que se produjeron las reuniones en el Palau de la Generalitat, la Guardia Civil y los militantes de la CNT trasladaron a los principales oficiales rebeldes detenidos en Barcelona al castillo de Montjuich. El hijo de Goded manifestó su ausencia de remordimientos al afirmar: «Estos bestias nos van a fusilar». Seis días después los llevaron al Uruguay, un mercante herrumbroso convertido en barco-prisión. Al principio los prisioneros recibieron un trato digno; les permitían sentarse en la cubierta y leer novelas de la biblioteca del buque. La actitud irrespetuosa de los detenidos hizo que sus captores cortaran estos privilegios. Los militares se levantaban para llamar la atención al paso de los buques de la Armada italiana, realizando el saludo fascista, mientras que sacaban la lengua o se permitían gestos más expresivos con los barcos cargados de izquierdistas que se acercaban a mirarlos o amenazarlos. Aunque se les prohibió salir a cubierta, siguieron recibiendo paquetes de comida de sus familiares y amigos. El 11 de agosto, los generales rebeldes Manuel Goded y Álvaro Fernández Burriel comparecieron ante un tribunal militar a bordo del barco. Un oficial retirado y convertido en abogado se hizo cargo de su defensa. Ambos fueron declarados culpables, condenados a muerte y ejecutados al día siguiente por un pelotón de fusilamiento en el castillo de Montjuich. Los juicios y las ejecuciones de militares rebeldes se sucedieron en los días posteriores, aunque muchos sobrevivieron, entre ellos Manuel, el hijo de Goded[17].

Al haberse disuelto el Ejército, aunque la Guardia Civil y la Policía seguían siendo leales a la República, la creación de las milicias se convirtió en una de las principales prioridades. El departamento del CCMA responsable de las milicias quedó al mando de Diego Abad de Santillán, de la CNT, Joan Pons Garlandí, de ERC, y Josep Miret, del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). El comandante Enric Pérez Farràs, condenado a muerte por su participación en los sucesos de octubre de 1934, figuraba entre los militares profesionales integrados en el CCMA, como asesor técnico de las milicias. El 25 de julio, una primera columna encabezada por Buenaventura Durruti se puso en marcha hacia Aragón. Inicialmente, Pérez Farràs iba como asesor técnico, pero regresó poco después a Barcelona, por desavenencias con Durruti[18].

Incluso tras sucesivas consultas, los líderes de la CNT se alinearon con la decisión espontánea de Durruti, Sanz y García Oliver de aceptar la propuesta de Companys. Los anarcosindicalistas no estaban preparados, ni ideológica ni psicológicamente, para improvisar unas instituciones estatales capaces de organizar al mismo tiempo una revolución y una guerra. La oferta de Companys les ofrecía esencialmente un recurso para salvar las apariencias. Por el momento los trabajadores parecían tener el control, así que al principio la Generalitat dio forma legal a los deseos del CCMA, pero la falta de experiencia política de la CNT hizo que el comité se convirtiera gradualmente en un departamento de la Generalitat y terminara por desaparecer. Companys había logrado garantizar tanto la continuidad del poder estatal como la futura domesticación de las ansias revolucionarias, manipulando a la CNT para que aceptara ciertas responsabilidades inmediatas sin consolidar su poder institucional a largo plazo[19].

Mientras tanto, a corto plazo, la CNT se encargó de preparar el terreno para la construcción del nuevo mundo. En su periódico, Solidaridad Obrera, se justificaba la violencia contra los capitalistas y el clero. La oleada de delincuencia que asoló Barcelona se reconocía y se racionalizaba:

Nada hay como el olor de la pólvora para desatar todos los instintos que el hombre lleva dentro de sí. Por otra parte, estas convulsiones llegan a un momento [en] que se pierde el control sobre aquellas gentes que no tienen otra preocupación que satisfacer sus egoísmos e instintos vengativos. A estos y solamente a estos, se debe que durante esta semana se hayan cometido en Barcelona algunos hechos (que no son tantos como se dice), que la Confederación Nacional del Trabajo, y con ella todas cuantas organizaciones han intervenido en la revolución, hubiéramos deseado que no se realizaran. No obstante, no podemos sumarnos al coro de los lagrimosos, que al fin y al cabo son los responsables, no tan sólo por el levantamiento fascista, sino por haber mantenido el pueblo años y más años en un estado de indigestidad permanente y de una incultura más permanente aún. Forzosamente, los resultados no podían ser otros. [A] la burguesía explotadora; [a] la clerigalla obscurantista; [a] los tenderos egoístas no les ha pasado más que el tener que recoger lo que con tanta persistencia habían sembrado[20].

Tres días más tarde, el 1 de agosto, el Comité Nacional de la CNT publicó un manifiesto en el que proclamaba: «Que no enmudezcan los fusiles en tanto exista un fascista en España»[21].

La FAI pudo continuar ejerciendo su violencia sin freno gracias a que, bajo la dirección del CCMA, el Departament d’Investigació quedó al mando de Aurelio Fernández Sánchez, un extremista de la FAI, que destituyó al eficiente Federico Escofet, comisario de Orden Público, por su intención de controlar los excesos de la FAI. En todos los municipios de Cataluña se creó un comité revolucionario antifascista dominado mayoritariamente por miembros de la CNT. Aurelio Fernández delegó el poder en los equipos de control y vigilancia conocidos como «Patrullas de Control», que en el plazo de una semana llegaron a ser 700. La composición de estas patrullas estaba influida por el hecho de que a la mayoría de los anarquistas convencidos les repugnaba la idea de actuar como policías y preferían alistarse como voluntarios para combatir en el frente. Así, las patrullas armadas se componían de una mezcla de extremistas comprometidos con la aniquilación del viejo orden burgués y delincuentes comunes recientemente liberados. Su actuación era en general arbitraria: se entregaron al registro y al saqueo domiciliario y a la detención de personas denunciadas por sus tendencias derechistas, a las que en algunos casos asesinaban. A principios de agosto, alrededor de 500 civiles habían sido ejecutados en Barcelona. Aurelio Fernández autorizó un asalto al barco-prisión Uruguay en el que perdieron la vida muchos prisioneros de derechas[22].

En ocasiones, cuando los comités de defensa de determinadas localidades querían llevar a cabo una acción criminal, la dejaban en manos de las patrullas de otros pueblos. Un llamado coche fantasma llegaba de una población o un distrito vecino provisto de listas negras que solo los vecinos de la localidad en cuestión podían haber proporcionado. Esto explica la impunidad con que los asaltantes quemaban una iglesia, detenían o asesinaban, y facilitaban la matanza. Había numerosas patrullas o brigadas motorizadas que compartían con la FAI el gusto por las limusinas lujosas, dirigidas en muchos casos por hombres con antecedentes penales, generalmente por robo a mano armada, designados por Aurelio Fernández. Entre sus líderes figuraban un antiguo atracador de bancos, Joaquim Aubí, alias «el Gordo», que conducía el cotxe fantasma de Badalona; Josep Recasens i Oliva, alias «el Sec de la Matinada», cuyo grupo operaba en Tarragona; Jaume Martí Mestres de Mora la Nova, a la cabeza de una patrulla muy activa en los pueblos de la ribera del Ebro; o Francesc Freixenet i Alborquers, que dominaba la zona de Vic, al norte de la provincia de Barcelona. Freixenet lideraba —junto con Pere Agut Borrell y Vicenç Coma Cruells, conocido como «el Coix del Carrer de Gurb»— una flotilla de seis coches fantasmas de cuyo mantenimiento se ocupaban en el taller mecánico de su familia y cuyos gastos corrían a cargo del ayuntamiento. Su principal objetivo era el clero[23].

Una de las patrullas itinerantes más temidas estaba dirigida por Pascual Fresquet Llopis, quien desde su base en Caspe se desplazaba en el llamado cotxe de la calavera. Fresquet, de veintinueve años, era conocido por su carácter violento, había estado en la cárcel a principios de la década de 1930 por robo a mano armada y se encargaba de intimidar o asesinar a los industriales recalcitrantes, siguiendo órdenes de la FAI[24]. Al empezar la guerra se sumó a una columna de Barcelona encabezada por el carismático Antonio Ortiz, excarpintero y miembro de la FAI. Ortiz tenía su base de operaciones en Caspe, una pequeña ciudad situada al sur de Zaragoza que en un primer momento quedó en manos de los rebeldes liderados por el capitán José Negrete, con la ayuda de 40 guardias civiles. El hecho de que, al hacerlo, Negrete hubiera utilizado como escudos humanos a mujeres y niños republicanos provocó que se desencadenase una represión brutal cuando las columnas anarquistas bajo el mando de Ortiz recuperaron la plaza el 25 de julio. Antes de que concluyera el mes, 55 derechistas locales habían sido ejecutados. El importante papel desempañado por el grupo de Fresquet llevó a Ortiz a concederle el título de «brigada de investigación» y a otorgarle carta blanca para la caza de fascistas. Su cotxe de la calavera era en realidad un autobús negro, de 35 plazas, decorado con calaveras. Los miembros del grupo llevaban una calavera bordada en la gorra y otra de metal prendida en el pecho[25].

A principios de agosto, Fresquet liquidó a algunos de los derechistas que quedaban en Caspe. Antes del amanecer, sus hombres lanzaron salvas de disparos y entonaron consignas rebeldes. Confiados en que la ciudad se hallaba en manos de las tropas sublevadas procedentes de Zaragoza, 4 o 5 hombres armados salieron de sus escondites blandiendo sus fusiles. Los detuvieron y los ejecutaron en el acto. Poco después, el grupo de Fresquet, conocido como la «Brigada de la Mort», sembró el terror en toda la zona del Bajo Aragón, Teruel y Tarragona. Avanzaron hacia el este y llegaron primero a Fabara, donde fusilaron a 15 derechistas; desde Fabara se dirigieron al norte, a Ribaroja d’Ebre y a Flix, en Tarragona. El 5 de septiembre acabaron con la vida de 5 personas en Ribaroja, y de otras 8 en Flix al día siguiente. Desde allí continuaron hacia el sur, en dirección a Móra d’Ebre, donde el comité local les impidió que asesinaran a los derechistas del pueblo[26].

De Móra d’Ebre, continuaron su camino hasta Gandesa, al oeste, donde entre la noche del día 12 y la mañana del día 13 de septiembre ejecutaron a 29 derechistas. Fresquet izó la bandera roja y negra de la FAI en el ayuntamiento y desde el balcón consistorial arengó a los habitantes y proclamó el comunismo libertario. En la tarde del 13 de septiembre, la columna abandonó el pueblo para dirigirse a Falset, una localidad de Tarragona situada al pie de la comarca del Priorat, donde se vivió una idéntica secuencia de acontecimientos. Fresquet llegó en su autobús, acompañado de dos coches negros, con 45 de sus hombres, detuvo a los miembros del comité antifascista de ERC-UGT y cerró todas las carreteras que conducían al pueblo. Entre el atardecer de ese día y la mañana siguiente detuvieron y ejecutaron a 27 derechistas en el cementerio, sirviéndose para ello de las listas elaboradas por los miembros de la FAI local. A continuación, Fresquet reunió a todos los vecinos y, bajo la bandera negra y roja, pronunció un discurso desde el balcón consistorial y justificó la matanza diciendo: «Nos han llamado para hacer justicia». El comité local de la FAI le había pedido que acelerara la proclamación del comunismo libertario y comenzara de inmediato la confiscación de las tierras[27].

El siguiente destino de la Brigada de la Mort fue la ciudad de Reus. Sin embargo, el comité antifascista local estaba advertido de su llegada. Bajo la dirección de Josep Banqué i Martí, del PSUC, los socialistas, comunistas y hasta anarquistas acordaron actuar conjuntamente. A su llegada, el propio Fresquet se dirigió a la sede del comité y le anunció a Banqué que su columna había llegado para llevar a cabo una purga de fascistas. Mientras Banqué le explicaba que sus servicios no eran necesarios, uno de los lugartenientes de Fresquet le informó de que sus hombres estaban rodeados por milicianos en la plaza mayor, la plaza de Prim. La Brigada de la Mort se tuvo que retirar y así se evitó un baño de sangre como los de Gandesa y Falset. A finales de octubre de 1936, la CNT decidió poner fin a las actividades de la brigada, ya que estaban desacreditando el buen nombre de la organización. Para entonces los asesinos de Fresquet habían ejecutado alrededor de 300 personas[28]. Tal como había señalado Josep Maria Planes en los artículos de prensa por los que fue asesinado, no era fácil distinguir entre el idealismo revolucionario y la pura delincuencia. Otros grupos en Cataluña, además de las Patrullas de Control de Barcelona, estaban mancillando el nombre de la CNT. No obstante, nada se hizo por impedirlo, puesto que sus operaciones estaban dirigidas por Aurelio Fernández, todo un veterano del movimiento anarquista.

El Comité Central de Patrullas, bajo el mando global de Aurelio Fernández, quedó en manos de su secretario general, un miembro de la FAI llamado Josep Asens Giol. Con ayuda de Dionís Eroles i Batlle, Asens emitía las órdenes de investigación y detención, y las patrullas asumieron enteramente la responsabilidad de eliminar a los elementos prorrebeldes en la retaguardia hasta que fueron disueltas definitivamente a raíz de los sucesos de mayo de 1937. Aparte de esta función oficial, los miembros de las patrullas cometían delitos para su propio beneficio personal, por simple venganza o movidos por el odio de clase. El grupo conocido como «Els Nanos d’Eroles» alcanzó especial notoriedad por sus prácticas criminales. La organización de otras patrullas quedó bajo la tutela de distintos partidos políticos, como la del hotel Colón, dirigida por el PSUC. Había además una plétora de grupos autónomos completamente independientes que contaban con sus propias checas. Manuel Escorza del Val, quien teóricamente ocupaba el mando del servicio de contraespionaje de la CNT-FAI, se sirvió de sus unidades para eliminar a todo aquel a quien percibía como enemigo del movimiento. Fernández, Asens, Eroles y Escorza no tenían ningún reparo en recurrir a delincuentes comunes, a los que consideraban víctimas de la sociedad burguesa. De este modo terminaron dirigiendo una red de terror que se extendió por toda Cataluña. Además, se ha señalado a Fernández y a uno de sus más estrechos colaboradores, Vicente Gil «Portela», como culpables de diversos delitos sexuales[29].

Durante el período de dominación anarquista, la Generalitat centró todos sus esfuerzos en la tarea de salvar vidas. Así, el gobierno catalán expidió salvoconductos a católicos, empresarios, derechistas, individuos de clase media y miembros del clero. Estos pasaportes permitieron embarcar en el puerto de Barcelona a más de 10 000 personas en barcos extranjeros. En los casos en que dichas personas corrían peligro si no ocultaban su verdadera identidad, los documentos se expedían con un nombre falso. En 1939, el gobierno francés reconoció haber evacuado de Barcelona, a través de su consulado y con la colaboración de la Generalitat, a 6630 ciudadanos, 2142 de los cuales eran curas, monjes y monjas, y 868, niños. El 24 de agosto de 1936, el cónsul de Mussolini en Barcelona, Carlo Bossi, confirmó la evacuación de 4388 españoles en barcos italianos. Esa noche, en su habitual discurso radiofónico, Queipo de Llano proclamó que ese día se habían salvado 5000 vidas y señaló que dicha acción quizá pudiera rebajar las responsabilidades de Companys[30].

Franco no compartía esta visión, y en 1940 solicitó a Francia la extradición del presidente catalán y lo ejecutó a su llegada a España. Además, no todos aquellos a los que Companys había salvado la vida supieron demostrar su gratitud. Entre los evacuados figuraba el rico Miquel Mateu i Pla, quien al alcanzar la zona rebelde, se puso a las órdenes de Franco. Tras la conquista de Barcelona en 1939, y por recomendación del padre Juan Tusquets, Franco nombró a Mateu alcalde de la ciudad. Sus políticas al frente de la alcaldía parecen insinuar que esperaba el momento de vengarse de toda la población barcelonesa por las incomodidades vividas mientras fue prisionero de la FAI[31].

Otra diferencia reseñable entre Cataluña y la zona rebelde fue el tratamiento que se daba a los cadáveres de las víctimas de la violencia extrajudicial. En Barcelona, los familiares de las víctimas pudieron localizar sus cuerpos. La Cruz Roja, los servicios municipales o el personal judicial competente se encargaban de recoger los cuerpos de las calles y trasladarlos al hospital Clínic, donde los fotografiaban y numeraban. Con el fin de evitar tales investigaciones, las patrullas de la FAI, por recomendación de Josep Solé Arumí, de Esquerra Republicana, habilitaron crematorios para deshacerse de los cuerpos, unas veces quemándolos con gasolina, otras veces disolviéndolos en cal viva, escondiéndolos en pozos o enterrándolos en lugares remotos.

Mientras las Patrullas de Control gobernaron las calles, se produjo una oleada de asesinatos de clérigos, ricos y personas a las que se creía relacionadas con la represión de la izquierda a raíz de los sucesos de octubre de 1934. Lo cierto es que en Barcelona, como en otras muchas partes, ser identificado como sacerdote, religioso, católico militante o incluso miembro de alguna obra social entrañaba peligro de muerte o de encarcelamiento, por la tradicional alianza de la Iglesia con la derecha española. No obstante, la ferocidad de la persecución del clero en Cataluña por parte de la FAI fue quizá mucho mayor que en cualquier otro lugar de España. En octubre de 1934 se registraron algunas agresiones aisladas contra sacerdotes en Barcelona. En Vilanova i la Geltrú, se saqueó y se destruyó la iglesia de la Inmaculada Concepción. En Vilafranca del Penedès solo dos iglesias se salvaron de la quema. Durante la primavera de 1936 hubo apedreamientos de sacerdotes en las calles, asaltos contra casas parroquiales e interrupciones violentas de algunas ceremonias religiosas[32].

La magnitud de la violencia contra el clero se intensificó tras el alzamiento militar. Se generalizaron el saqueo y la quema de iglesias y, en un primer momento, se asesinaba en plena calle a los curas que vestían sotana. Poco después comenzaron las detenciones de las personas que asistían en las celebraciones religiosas, como sacristanes o administradores parroquiales. De esto se encargó principalmente la FAI, si bien algunos miembros de la Unió de Rabassaires también se destacaron en la persecución anticlerical. A los detenidos los ejecutaban en las checas, después de interrogarlos. Muchos sacerdotes huyeron o se escondieron en lugar seguro. Según un informe elaborado por la diócesis de Barcelona una vez terminada la guerra, buena parte de los abusos cometidos contra el clero y las iglesias, aunque organizados por extremistas locales, eran obra de elementos foráneos. Cuando eran los propios vecinos los que se entregaban al vandalismo, los destrozos se atribuían a inmigrantes llegados de otras provincias de España. En muchos pueblos los feligreses se enfrentaron a los asaltantes para impedir el expolio de las iglesias, aunque en ocasiones, para salvar al clero, se veían obligados a consentir, incluso a colaborar, en los incendios. También los comités locales del Frente Popular salvaron la vida de muchos sacerdotes y les facilitaron la huida. En Valls, una pequeña ciudad de Tarragona, se destruyeron los altares de la mayoría de las iglesias y se usaron los edificios como garajes o almacenes agrícolas. Un grupo de miembros de la FAI, descendientes del escultor que lo había construido, consiguió salvar un altar particularmente valioso que databa del siglo XVII. Pese a todo, 12 sacerdotes fueron asesinados en el pueblo[33].

De acuerdo con el mismo informe diocesano, en numerosas poblaciones, como Granollers o Sitges, fue el propio comité local el responsable de los excesos anticlericales. En el caso de Vilanova i la Geltrú, como la derecha se vio sorprendida por el golpe militar y no participó en la sublevación, las represalias de la izquierda fueron menos crueles que en otros lugares. Aun así, llegaron de Barcelona camiones cargados de hombres armados que obligaron a todo el personal religioso a abandonar sus iglesias, conventos y monasterios, y a continuación saquearon los edificios religiosos, aunque no llegaron a quemarlos. De todos modos, se impidió por completo la práctica de la liturgia en público. Muchos documentos se quemaron en el asalto al Registro de la Propiedad, y el municipio quedó bajo el control de un comité de la CNT. Elementos incontrolados recorrieron el pueblo en otro cotxe fantasma, desvalijando viviendas y practicando detenciones sin autorización. Solo cuatro de las víctimas asesinadas por las patrullas en Vilanova i la Geltrú eran sacerdotes. Muchos de estos crímenes fueron obra de individuos llegados de fuera, aunque relacionados con la izquierda local. Por el contrario, cerca de la mitad de las víctimas registradas en Lérida en las cinco semanas que siguieron al alzamiento militar eran clérigos. El 65,8 por ciento del clero de la diócesis leridana murió asesinado a lo largo de la guerra. La estrecha asociación entre fascismo e Iglesia desde la óptica de la izquierda se vio reforzada por las declaraciones del Papa, quien afirmó que el fascismo era la mejor arma para aplastar la revolución proletaria y defender la civilización cristiana[34].

Buena parte de la violencia anarquista se inspiraba en dos nociones, la purificación por el fuego y la limpieza del legado de toda la historia española previa, tanto republicana como monárquica y clerical. Esta noción inspiró las matanzas y la destrucción de propiedades, principalmente eclesiásticas, perpetradas por elementos idealistas, pero, como ya se ha apuntado, también sirvió para justificar la actividad de delincuentes comunes que, tras ser liberados de prisión, se sumaron a las milicias y a las checas recién creadas por la CNT-FAI. Individuos condenados por asesinato o robo a mano armada, simples delincuentes, terroristas, incluso monstruos psicópatas, fueron glorificados como héroes de la lucha social por parte de muchos anarquistas, quienes solían estar inspirados por ideales humanitarios. Un importante sector del movimiento anarquista veía la violencia como un instrumento esencial para el cambio social[35].

Aunque estos delincuentes no hubieran salido de las cárceles, una vez levantadas las restricciones habituales habría sido imposible mantener bajo control los sentimientos antiderechistas reprimidos durante tantos años. En toda la zona republicana, con la excepción del País Vasco, se saquearon las iglesias y los conventos. Muchos edificios eclesiásticos pasaron a convertirse en prisiones, garajes o almacenes. Los actos de profanación —tales como tirotear las estatuas de Jesucristo y de los santos, destruir las obras de arte o utilizar las vestiduras sagradas en sátiras de las ceremonias religiosas— fueron generalmente simbólicos y puramente teatrales. El estudio más fiable de la persecución religiosa durante la Guerra Civil corresponde a monseñor Antonio Montero Moreno, cuyos cálculos cifran en 6832 el número de sacerdotes o miembros de distintas órdenes religiosas asesinados o ejecutados. Muchos otros huyeron del país. El odio popular hacia la Iglesia hundía sus raíces tanto en la tradicional alianza eclesiástica con la derecha nacional como en la abierta defensa de la rebelión militar que expresó la jerarquía católica.

Entre las víctimas mortales del clero hubo alrededor de 300 monjas, si bien la propaganda que hablaba de monjas desnudas y obligadas a bailar en público, o de monjas violadas por bandas de milicianos republicanos, se inscribe en el terreno de la exageración delirante. El célebre relato posbélico publicado bajo la autoría de fray Justo Pérez de Urbel, el abad del monasterio del Valle de los Caídos, fue una pura invención del verdadero autor del libro, el periodista Carlos Luis Álvarez, que firmaba sus propios escritos con el pseudónimo de «Cándido»[36]. El clero español estaba constituido por unos 115 000 miembros, de los cuales alrededor de 45 000 eran monjas, 15 000 eran monjes y el resto, sacerdotes. Los estudios más recientes elevan a 296 el número de monjas asesinadas en la guerra, lo que representa aproximadamente el 1,3 por ciento de las religiosas en la zona republicana, un porcentaje que contrasta dramáticamente con el 18 por ciento de monjes y el 30 por ciento de sacerdotes (un total de 2365 y 4184, respectivamente)[37].

El número de abusos sexuales comprobados fehacientemente fue muy escaso, aunque no por ello menos vergonzoso, pese a la negativa de las víctimas a denunciar las vejaciones. Tras una investigación exhaustiva, Montero Moreno concluyó que las monjas en general no sufrieron abusos sexuales, si bien en algunos casos recibieron amenazas y no se libraron de la muerte. Las religiosas que pertenecían a órdenes dedicadas a las obras sociales, como las hermanitas de los pobres, fueron las que escaparon más fácilmente a cualquier clase de represión. El archivista de la diócesis de Barcelona, el padre José Sanabre Sanromá, recopiló los datos de todas las monjas asesinadas. Según dichos datos, la inmensa mayoría murieron en los días inmediatamente posteriores al alzamiento militar. Sanabre Sanromá no refiere ningún caso de agresión sexual en la diócesis de Barcelona. Así, los incidentes ocurridos en la localidad gerundense de Riudarenes, donde cinco monjas fueron víctimas de abusos sexuales y asesinadas a continuación, pueden considerarse excepcionales.

La razón más citada para explicar la abrumadora diferencia entre el número de víctimas del clero de ambos sexos no es otra que la convicción, ampliamente extendida entre la población masculina de la época, de que las jóvenes entraban en los conventos coaccionadas o engañadas. Los monjes y sacerdotes, por el contrario, fueron objeto de torturas simbólicas y a veces brutales que a menudo incluían vejaciones sexuales. Denotaban el rencor popular por las continuas humillaciones del clero sobre la población, al amparo de sus abrumadores privilegios eclesiásticos y de su poder para controlar la vida de la gente, sobre todo de las mujeres[38].

Aunque la magnitud de la violencia anticlerical en Cataluña fue muy superior a la que se vivió en el País Vasco, las principales personalidades de la Generalitat pusieron todo su empeño en combatirla con firmeza, pese al riesgo que esto entrañaba. Jaume Miravitlles escondió a varios grupos de sacerdotes en los vestuarios del Fútbol Club Barcelona mientras se preparaba su salida de Cataluña. Hombres como Josep Maria Espanya i Sirat, conseller de Governació, Joan Casanovas (que hasta finales de septiembre ocupó simultáneamente el cargo de primer ministro y presidente del Parlamento catalán) y Ventura Gassol, el conseller de Cultura, realizaron un esfuerzo heroico. Azaña señalaba en sus notas: «Gassol ha salvado a muchos curas. Y al arzobispo»[39]. Se refería al arzobispo de Tarragona, el cardenal Francesc Vidal i Barraquer. Viendo que era imposible garantizar la seguridad del clero, las autoridades catalanas a veces custodiaban a los sacerdotes en prisión hasta que lograban sacarlos del país. El obispo de Gerona salió de la ciudad escoltado y consiguió escapar a Italia, y también salvaron la vida los obispos de Tortosa, La Seu d’Urgell y Vic. En su informe del 24 de agosto, el cónsul italiano Carlo Bossi daba cuenta de las facilidades ofrecidas por Espanya i Sirat para garantizar la evacuación de numerosas comunidades religiosas, entre ellas los monjes de la abadía de Montserrat, y señalaba que, cuando la expedición de los pasaportes quedó en manos del jefe de la Policía Local, miembro del PSUC, las cosas se complicaron notablemente. Aun así, el 11 de septiembre pudo informar de la evacuación de otros 996 religiosos en barcos italianos[40].

El 20 de julio, el delegado de la Generalitat en Tarragona instó al cardenal Vidal i Barraquer a que abandonara urgentemente el palacio episcopal, pero el prelado se negó a seguir su consejo. Poco después, cuando las iglesias de la ciudad empezaron a arder, y presionado por el comisario de Orden Público, el cardenal consintió que el palacio y el seminario próximo se convirtieran en hospital militar. Un numeroso grupo de anarquistas armados procedente de Barcelona llegó a la ciudad en la tarde del 21 de julio. Liberaron a todos los delincuentes comunes de la cárcel municipal, saquearon e incendiaron el monasterio de Santa Clara y, acto seguido, atacaron el orfanato contiguo, dirigido por los monjes carmelitas, además del convento de los carmelitas descalzos. Ciudadanos de a pie impidieron la quema de las bibliotecas de las iglesias. Pese a todo, el cardenal Vidal i Barraquer se negó a marcharse y se mantuvo firme en su decisión hasta que le advirtieron que, si seguía retrasando su partida, nadie podría impedir el derramamiento de sangre. El 21 de julio se refugió en el monasterio de Poblet. Una patrulla anarquista de L’Hospitalet de Llobregat lo sacó de su escondite a punta de pistola y lo trasladó a la localidad vecina de Vimbodí. Allí decidieron llevarlo a L’Hospitalet para que fuera juzgado. El coche de la patrulla se quedó sin gasolina en el camino, de tal suerte que una unidad de la Guardia de Asalto pudo liberar al cardenal y trasladarlo a Barcelona, donde la Generalitat organizó con Carlo Bossi su exilio hacia Italia[41].

Con independencia de este rescate en particular, 86 clérigos, 58 sacerdotes y 28 religiosos fueron asesinados en la capital provincial de Tarragona entre el 23 de julio y el 22 de diciembre, fecha en que por fin se pudo atajar la represión. Un tercio de las víctimas murieron en los diez primeros días, otro tercio en las siguientes tres semanas de agosto y el resto en el curso de los cuatro meses posteriores. Un total de 136 clérigos fueron asesinados en el conjunto de la provincia[42]. La Generalitat envió un coche a Tarragona para rescatar a un amigo de Vidal i Barraquer, el procurador Antoni Elias Buxad, y a su familia, a quienes ofrecieron un refugio seguro en la pequeña población de Santes Creus[43]. El 21 de agosto, un grupo de ferroviarios de la CNT capturaron al vicario general del cardenal, monseñor Salvador Rial i Lloberas, y lo juzgaron ante un tribunal espontáneo cuyo presidente lo condenó automáticamente a muerte, con el argumento de que «el proletariado había acordado exterminar a todos los Sacerdotes». Le ofrecieron salvar la vida a cambio de revelar el paradero de los fondos diocesanos. Al negarse el prisionero, lo encarcelaron sin agua ni comida en un minúsculo almacén del barco-prisión Río Segre, atracado en el puerto de Tarragona. Como persistió en no revelar el escondite de los fondos, monseñor Rial estaba a punto de ser fusilado cuando la creación de los Jurats Populars arrebató la jurisdicción a las milicias locales[44].

El caso de Tarragona fue típico. En términos generales, el mayor número de asesinatos de miembros del clero en Cataluña tuvo lugar entre el 19 de julio y finales de septiembre. La posterior creación de los Tribunales Populares, que ofrecían a los acusados un mínimo de garantías judiciales, sustituyó las ejecuciones por penas de cárcel. El reaccionario obispo de Barcelona, Manuel Irurita Almandoz, no tuvo tanta suerte como el cardenal Vidal i Barraquer. El 21 de julio de 1936, cuando los milicianos registraron el palacio episcopal, Irurita se escondió en casa de Antoni Tort, un joyero y ferviente católico que asimismo había dado refugio a cuatro monjas. El 1 de diciembre, una patrulla de control de Poble Nou registró el taller del joyero y encontró al obispo Irurita. Aunque este aseguró que era un simple sacerdote vasco, los milicianos sospecharon que era un hombre importante. Se cree que lo fusilaron en Moncada, en compañía de Antoni Tort, el 4 de diciembre de 1936, pese a que circulaba el rumor de que había sido rescatado. Lo cierto es que hubo negociaciones entre el ministro de Justicia, Manuel Irujo, y el sacerdote vasco Alberto de Onaindía para salvar la vida del obispo Irurita. Muchos afirmaron que lo habían visto en Barcelona una vez terminada la guerra. Las pruebas de ADN practicadas en el año 2000 no han logrado resolver las dudas, por lo que las especulaciones continúan[45].

Ante la ausencia de poder policial y judicial, y al socaire de una retórica de justicia revolucionaria, los actos de violencia no tuvieron al clero como único objetivo. La violencia era el reflejo de la ira popular tras el golpe militar, cuyos responsables intentaban destruir cualquier avance conseguido por la República. La venganza afectó a todos los sectores sociales favorecidos por la sublevación. El odio hacia el sistema de opresión social se expresó mediante el asesinato o la humillación de los sacerdotes que lo justificaban, de los policías y guardias civiles que lo defendían, de los empresarios y los terratenientes que lo implementaban y de los ricos que disfrutaban de aquel estado de cosas. Los actos violentos tenían en ocasiones una dimensión revolucionaria, como la quema de los registros de fincas rústicas y urbanas o la ocupación de las viviendas de los ricos en las grandes ciudades; pero hubo también simples actos criminales, asesinatos, violaciones, robos y ajustes de cuentas contra la antigua clase dirigente que, a la luz de la nueva moral, se percibían como acciones revolucionarias, como ya había sucedido en Francia, México y Rusia. Los objetivos de la «justicia revolucionaria» eran los «fascistas probados», una categoría en la que se enmarcaba a cualquier persona de derechas bajo la que recayera la sospecha de haber respaldado el alzamiento militar. En consecuencia, terratenientes, banqueros, propietarios de fábricas, comerciantes, empleados de puestos directivos, ingenieros y técnicos industriales, incluso trabajadores a los que se creía demasiado cercanos a los jefes, corrían el riesgo de ser condenados por alguno de los numerosos tribunales que proliferaron dondequiera que un sindicato o un grupo político decidía constituirlos: comités de fábrica o de barrio, comités urbanos o rurales y «grupos de investigación y vigilancia».

La rabia inicial contra los militares rebeldes, y el deseo de castigarlos por haber provocado un derramamiento de sangre, pronto se combinaron con la determinación de consolidar la revolución y eliminar a todos sus supuestos enemigos. Las malas noticias procedentes del frente y la llegada de los cadáveres de los caídos provocaron estallidos de venganza no solo en Madrid sino también en lugares muy alejados de la batalla, como fue el caso de Tarragona[46]. En otras partes los enfrentamientos obedecían a las rivalidades —a veces ideológicas, a veces personales, y más frecuentes en Barcelona que en Madrid— entre los distintos partidos políticos y grupos de milicianos. Unos intentaban reconstruir el sistema judicial para ofrecer a los adversarios políticos las debidas garantías constitucionales, mientras que otros buscaban una venganza que creían merecida y veían en la inmediata aniquilación física del enemigo, sin ningún procedimiento legal, la base de un nuevo y utópico orden revolucionario. Entre los primeros figuraban Esquerra Republicana de Catalunya y el Partit Socialista Unificat de Catalunya, y entre los segundos, los anarquistas.

En un primer momento, buena parte de los comités locales dedicaron enormes esfuerzos a confiscar los coches, las radios, las máquinas de escribir, las sedes de las organizaciones de derechas y las mansiones de los ricos, para lo cual apostaban patrullas en todas las carreteras de entrada y salida de las ciudades. La presencia de las patrullas hizo que los viajes de cierta distancia resultaran interminables, pues cada pocos kilómetros los vehículos recibían el alto y había que enseñar la documentación. Los registros domiciliarios y la confiscación de viviendas iban acompañados de robos y actos vandálicos[47]. Aunque la mayoría de los comités locales se ocuparon de imponer o administrar la colectivización de las tierras de labor y de erradicar a los elementos rebeldes, en algunos casos actuaron como simples delincuentes. Los ejemplos más típicos se vivieron en Gerona, donde los miembros del Comitè d’Orriols cometieron actos de pillaje singularmente violentos, mientras que en Riudarenes, como ya hemos visto, asesinaron a cinco monjas tras someterlas a torturas sexuales entre los días 22 y 25 de septiembre. En pueblos de la frontera como Portbou, La Jonquera y Puigcerdà, algunos miembros de la FAI se dedicaron a la extorsión sistemática de los que intentaban escapar a Francia. Muchos fueron asesinados tras haber entregado todos sus objetos de valor. Estas patrullas fronterizas facilitaban además el contrabando de los objetos robados por las patrullas de la FAI en Barcelona, unas veces para su lucro personal y otras veces para comprar armas[48].

Entre las prioridades de los anarquistas figuraba garantizar la reparación de los daños sufridos por lo que consideraban sentencias injustas, dictadas por los tribunales monárquicos y republicanos antes del 18 de julio de 1936. El primer paso en este sentido debía ser la destrucción de los archivos judiciales. Los líderes anarquistas, incluido Abad de Santillán, uno de los principales dirigentes del Departament de Milícies del CCMA, creían firmemente que la justicia popular no necesitaba de abogados o jueces. De ahí que el 11 de agosto enviaran a un grupo de milicianos con instrucciones de tomar el Palau de Justícia en Barcelona. Pretextaron, para entrar en el edificio, que iban en busca de armas. El periodista y abogado anarquista Ángel Samblancat presenció el enfrentamiento entre los milicianos y los guardias civiles que custodiaban el Palau. El líder de la patrulla anunció que habían ido allí para detener «a todos los pillos que desde detrás de la barricada de sus expedientes y sumarios hostilizan a la revolución».

Fue entonces cuando Samblancat decidió informar a los representantes de la CNT en el CCMA, quienes le confirmaron que habían sido ellos los que habían enviado a la patrulla porque «se ha de fumigar esa madriguera de reptiles, quiera o no la Generalitat». A continuación propusieron a Samblancat que ocupara el Palau, y le dieron instrucciones de conseguir refuerzos sustanciales y regresar al edificio para expulsar a los «tunantes» que seguían en él. Samblancat obedeció las órdenes y desalojó a todos los juristas. El relato oficial que la prensa ofreció de los hechos fue que la misión de Samblancat había consistido en impedir que un grupo de elementos incontrolados destruyera los archivos judiciales. Puesto que eso distaba de ser la intención de los anarquistas, es razonable suponer que esta fue la coartada que emplearon para que el resto de los miembros del CCMA aprobaran la operación[49]. Varios jueces fueron asesinados y el 17 de agosto toda la acción quedó oficialmente legitimada al decretar la Generalitat el cese de todo el personal judicial, para habilitar un organismo revolucionario conocido como la Oficina Jurídica, brevemente dirigido por Samblancat[50].

El 28 de agosto, Samblancat presentó su dimisión y fue sustituido por el abogado anarquista Eduardo Barriobero, quien proclamó el origen social de todos los delitos y se preció de haber destruido cientos de toneladas de expedientes judiciales anteriores al 19 de julio de 1936. Montañas de documentos ardieron en la acera del paseo de Sant Joan. Barriobero anunció públicamente que renunciaba a su salario, aunque más tarde fue acusado de utilizar su posición para amasar una fortuna considerable. El director de la Oficina Jurídica escogió como ayudantes a dos miembros del Comité Pro-presos de la FAI, José Batlle i Salvat y Antonio Devesa i Bayona, ambos con antecedentes penales y condenados a penas de cárcel de doce y catorce años respectivamente por atraco a mano armada. A raíz de este nombramiento, cuantiosas sumas de dinero depositadas en relación con las causas pendientes de resolución judicial se esfumaron como por arte de magia. Además, se expidieron certificados de fiabilidad antifascista a cambio de dinero. En la nómina de la oficina figuraban 60 milicianos anarquistas. Los detenidos y sus familias eran generalmente objeto de extorsiones. Según Pons Garlandí, Barriobero trabajaba en connivencia con Aurelio Fernández, Escorza y Eroles. Los abusos cometidos por la Oficina Jurídica llevaron al periodista Manuel Benavides a señalar: «Hay ocasiones en que el crimen y la imbecilidad parecen no tener límites»[51].

En la época en que Barriobero y sus compinches de la CNT dirigieron el sistema judicial, la Generalitat fue incapaz de mantener el orden público. La única medida efectiva que se consiguió adoptar para poner fin a la «justicia espontánea» fue la creación, el 24 de agosto, de los ya citados Jurats Populars en las cuatro provincias catalanas, constituidos por 3 magistrados y 12 jurados elegidos entre los sindicatos y los partidos de izquierdas. Estos jurados fueron en parte una reacción a la institución de los Tribunales Populares surgidos de dos decretos promulgados por el gobierno central los días 23 y 25 de agosto, a raíz de los sangrientos incidentes ocurridos en la cárcel Modelo de Madrid. La CNT aceptó la creación de los Jurats Populars por parte de la Generalitat[52]. La misión de estos jurados consistió inicialmente en la represión del fascismo, si bien no tardó en ampliarse a los delitos de rebelión y sedición. La falta de formación jurídica de sus miembros explica el funcionamiento caótico de estos órganos judiciales. Todos los participantes en el proceso —jurados, testigos, acusados, incluso el público en general— gozaban de libertad para explayarse a su antojo, por lo que las audiencias se hacían interminables. La tendencia general era de indulgencia, y aunque las sentencias solían situarse en los extremos de la absolución o la pena de muerte, esta última se conmutaba normalmente por una pena de cárcel[53].

Hacia mediados de septiembre, a la vista de la ineficacia que entrañaban las dualidades en el ejercicio del poder, Companys y Casanovas decidieron disolver el CCMA. El miedo a las Patrullas de Control y su impopularidad entre los ciudadanos facilitó en cierto modo esta decisión. Convencido de que la iniciativa debía partir del CCMA, Companys expuso la idea en primera instancia a una delegación de la CNT-FAI integrada por Durruti, García Oliver y Aurelio Fernández. El siguiente paso fue la dimisión de Casanovas como primer ministro (conseller en cap) el 25 de septiembre. Un día después se constituyó un nuevo gobierno de coalición presidido por Josep Tarradellas, al que se incorporaron varios consellers de la CNT. Tarradellas logró mejorar la situación pero tardó en erradicar los abusos de las patrullas. De hecho, una vez que quedó demostrada la arrogancia y el sectarismo con que los anarquistas ejercían el poder, pronto se granjearon la enemistad del resto de los grupos de izquierdas. En concreto, el conseller de Defensa, Josep Isgleas, se ocupó personalmente de que el grueso de las armas compradas por la Generalitat acabara en manos de los anarquistas, mientras que el modo de organizar las requisas de alimentos por parte de Josep Joan i Domènech, conseller de Proveïments, también de la CNT, desencadenó conflictos en las zonas rurales de Cataluña y suscitó la hostilidad del PSUC[54].

Una de las principales cuestiones que pusieron a prueba la unidad del gobierno de coalición fueron las crecientes dudas en torno a la honradez de Eduardo Barriobero. A mediados de septiembre se descubrió a siete falangistas en la residencia de Barriobero en Madrid y se insinuó que su mujer los había escondido a cambio de dinero. Entrevistado más tarde en Barcelona, Barriobero negó cualquier conocimiento de los hechos[55]. El problema se zanjó con la disolución de la Oficina Jurídica el 20 de noviembre por orden del nuevo conseller de Justícia, Andreu Nin, quien sacó a la luz los abusos de Barriobero. Escogido por Tarradellas como el único hombre capaz de enfrentarse a Barriobero y la CNT, Nin ordenó la detención de Barriobero, Batlle y Devesa, y los procesó por robo. Se hallaron pruebas de que habían cruzado la frontera en varias ocasiones para depositar dinero en bancos franceses. El gran logro de Nin consistió en restablecer el funcionamiento de la justicia convencional y acabar con la «justicia» arbitraria de la CNT-FAI[56].

En el marco de su reforma del sistema judicial en Cataluña, Andreu Nin constituyó los llamados Tribunales Populares a mediados de octubre de 1936, pese a lo cual hasta bien entrado el mes de diciembre no fue posible erradicar los ataques contra la vida y la propiedad de las personas de derechas. La conexión entre la justicia popular y el estado no pudo establecerse hasta que se produjo la incorporación de la CNT al gobierno, el nombramiento de Juan García Oliver como ministro de Justicia y la creación de los Tribunales Populares por parte de Nin, momento en que el estado empezó a recuperar efectivamente la administración de la justicia[57]. Había cuatro tribunales en Barcelona y uno en cada una de las otras tres provincias catalanas: Gerona, Lérida y Tarragona. Quizá sorprenda el número relativamente bajo de sentencias de muerte dictadas por estos tribunales en comparación con las condenas que aplicaban los tribunales militares de la zona rebelde. Entre la fecha de su creación y el mes de febrero de 1937, los cuatro tribunales barceloneses dictaron 48 sentencias de muerte, de las cuales 40 se ejecutaron, mientras que las restantes se conmutaron por distintas penas de cárcel, por decisión de la Generalitat. Por otra parte, desde su creación, el 5 de noviembre de 1936, y hasta el final de ese año, el tribunal de Gerona juzgó a 37 personas, principalmente por un delito de colaboración con el golpe militar. Hubo también milicianos juzgados por su participación en diversos actos violentos. Se dictaron 20 penas de muerte, de las cuales solo 4 llegaron a ejecutarse, otras 4 se conmutaron por penas de prisión y 12 condenados fueron indultados. Entre mediados de diciembre de 1936 y mediados de febrero de 1937 se celebraron en Tarragona 102 juicios, 29 de los cuales concluyeron con penas de muerte que se conmutaron en 26 casos. El tribunal de Lérida fue el más severo, a pesar del gran número de ejecuciones registradas en la ciudad con anterioridad a su creación. Entre el 13 de octubre y el mes de abril de 1937 se dictaron 106 penas de muerte, 14 de las cuales fueron conmutadas. En total, la Generalitat anuló como mínimo 90 sentencias, sirviéndose para ello de su poder legal para conmutar las penas impuestas[58].

Una prueba adicional del empeño de la Generalitat en combatir la violencia incontrolada fue la importante investigación emprendida por las autoridades en abril de 1937 con el fin de esclarecer los asesinatos cometidos durante los primeros meses de la guerra y localizar los cementerios clandestinos donde se enterraba a las víctimas. El presidente de la Audiencia Provincial de Barcelona, Josep Andreu i Abellò, estableció un tribunal especial presidido por Josep Bertran de Quintana. Las investigaciones llevadas a cabo en toda Cataluña permitieron localizar los cuerpos de muchos de los desaparecidos e identificar a sus asesinos. Entre los detenidos figuraba Dionís Eroles, aunque quedó en libertad bajo fianza. Aurelio Fernández también fue detenido por diversos delitos relacionados con la extorsión a los ciudadanos arrestados por las patrullas. Se celebraron numerosos juicios por robo y asesinato. Después de mayo de 1937, la CNT presentó estos procedimientos judiciales como prueba de la persecución que sufrían los anarquistas y los miembros del POUM por parte de los comunistas, aunque el proceso había comenzado un mes antes. El 2 de agosto de 1937, un grupo armado de la FAI atentó sin éxito contra la vida de Andreu i Abellò. A pesar de que las investigaciones posteriores apuntaron a que Eroles había ordenado el atentado, no fue posible demostrar su participación en los hechos. Sucedía, sin embargo, que las atrocidades cometidas por miembros del PSUC y de la Unió de Rabassaires no se perseguían con el mismo vigor empleado contra los anarquistas. Por otro lado, al comprobarse que los juicios afectaban negativamente a la moral de las tropas en el frente, se decidió dar menos publicidad a las investigaciones. Los acusados quedaban en libertad cuando las denuncias contra ellos procedían de personas que habían padecido la confiscación de sus casas o sus tierras. No obstante, todos los que fueron declarados culpables de saqueo o asesinato recibieron su castigo[59].

Poco después de la creación del gobierno de Tarradellas surgieron graves problemas en el Ministerio de Seguridad Interna. El nuevo conseller, Artemi Aiguader i Miró, de ERC, heredó buena parte del personal del Departament d’Investigació del CCMA. Aurelio Fernández ocupaba entonces el cargo de secretario general de la Junta de Seguretat Interior. Dionís Eroles era jefe de los servicios de orden público y colaboraba con Manuel Escorza y Josep Asens. Vicente Gil «Portela» se encargaba de expedir los pasaportes, conjuntamente con Joan Pons Garlandí, de ERC, que trataba de poner coto a sus excesos. Pons instituyó los controles fronterizos para impedir los abusos de la FAI y el PSUC. Inevitablemente, las tensiones estuvieron a punto de estallar cuando el jefe de la Policía de Aiguader, Andreu Revertés i Llopart, de ERC, trató de controlar la acción de las patrullas. A finales de noviembre de 1936, acusado por Eroles y Aurelio Fernández de conspirar contra la Generalitat, Revertés fue encarcelado y más tarde asesinado. Aiguader eligió entonces como jefe de Policía a Eusebio Rodríguez Salas «el Manco», miembro del PSUC. Rodríguez Salas mostró el mismo entusiasmo que su predecesor en la tarea de controlar a la FAI. Aurelio Fernández lo agredió físicamente en el despacho de Aiguader y el propio conseller tuvo que intervenir, pistola en mano, para evitar un crimen más grave. Eroles, por su parte, intentó que detuvieran a Pons Galardí. La libertad que Eroles concedió a las patrullas de la FAI desembocó en un conflicto con la Guardia Civil[60].

Fuera de Barcelona, el terror descontrolado fue generalizado únicamente durante un breve período. Las columnas anarquistas que partían de la ciudad en vehículos requisados dejaban un rastro de muerte y destrucción a su paso por los pueblos y ciudades en el camino de Aragón, ejecutando a todo el que consideraban fascista, es decir, a clérigos, católicos practicantes, terratenientes y comerciantes. La capital de Lérida quedó inicialmente bajo control de los militares y la Guardia Civil, ayudados por jóvenes carlistas, falangistas y miembros de las Juventudes de Acción Popular. Sin embargo, los rebeldes se rindieron el 20 de julio, bajo las presiones de una huelga general y desmoralizados por las noticias de la derrota del alzamiento en Barcelona.

El POUM, la fuerza dominante en la provincia, colaboró con la CNT y la UGT para la creación de un Comitè de Salut Pública, si bien no hizo mucho por impedir la quema de las iglesias y la oleada de asesinatos. La noche del 25 de julio sacaron de la cárcel local a 26 militares y guardias civiles, los fusilaron y, a continuación, incendiaron la catedral. Ese mismo día fueron asesinados un sacerdote claretiano, 14 seminaristas de la misma orden y 12 civiles. En su excelente estudio sobre la violencia en la retaguardia, Josep M. Solé i Sabaté y Joan Villarroya i Font sugieren que el detonante de las atrocidades cometidas en Lérida fue la llegada de la Columna Durruti ese mismo día. El POUM, que controlaba la ciudad, nombró comisario de Orden Público al zapatero Josep Rodés Bley. Cuando Aurelio Fernández envió a Francesc Tomàs Facundo con la misión de organizar las Patrullas de Control, ambos se unieron para desatar una oleada de crímenes en la capital. El 5 de agosto, cargaron en un camión a 21 detenidos, entre los que se encontraba el obispo de Lérida, el doctor Salvi Huix Miralpeix, con intención de trasladarlos a Barcelona. El vehículo sufrió una emboscada, y los prisioneros fueron ejecutados en el cementerio. Se ha insinuado que la autoría del asalto correspondió a otra columna de Barcelona todavía más violenta que la de Durruti, conocida como «Los Aguiluchos de la FAI» y capitaneada por Juan García Oliver.

La noche del 20 de agosto se fusiló en el cementerio a 73 religiosos y varios civiles. Cuando por fin logró constituirse un Tribunal Popular para atajar los actos de violencia indiscriminada, más de 250 personas habían perdido ya la vida. Esta cifra equivale a la mitad del total de asesinados en Lérida durante toda la guerra y denota un grado de terror estrechamente relacionado con el notable tráfico de columnas anarquistas que pasaban por Lérida camino del frente de Aragón. Algunas de las víctimas civiles habían participado activamente en la represión de los trabajadores tras los sucesos de octubre de 1934[61]. En otros puntos de la provincia, el POUM se apoderó de los aperos de labranza y de las fábricas abandonadas. Quienes se atrevían a señalar la necesidad de organizar la economía eran acusados de reaccionarios. Así ocurrió concretamente en Balaguer, una localidad situada al nordeste de la capital provincial, donde, tras dar muerte a 35 personas, a 17 de ellas el 5 de agosto, el comité del POUM se entregó a la buena vida en los hogares confiscados a los ricos[62].

La repercusión que tuvo el terrorismo revolucionario en la prensa de derechas de toda Europa, sumada a las protestas diplomáticas, llevó al gobierno de Madrid, a la Generalitat y al Comitè Central de Milícies Antifeixistes a exigir el fin del «desorden». Las responsabilidades de gobierno hicieron que el periódico de la CNT, Solidaridad Obrera, adoptara una línea más «colaboracionista» y prudente bajo la influencia de intelectuales anarquistas como Diego Abad de Santillán, Federica Montseny o Mariano Rodrígez Vázquez («Marianet»), el representante del sindicato de obreros de la construcción. Los comités regionales de la CNT, la FAI y la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias se habían unido para crear un Comité de Investigación de la CNT-FAI presidido por Manuel Escorza del Val y destinado a perseguir los excesos. Dicho comité estaba integrado por Abad de Santillán, Montseny, Marianet y Fidel Miró. Escorza, a quien la parálisis obligaba a vivir confinado en una silla de ruedas, fue descrito por García Oliver como «aquel tullido lamentable, tanto de cuerpo como de alma». El secretario del CCMA y posterior jefe de Prensa de la Generalitat, Jaume Miravitlles, lo recordaba como «el implacable e incorruptible Robespierre de la FAI», mientras que el amigo de Miravitlles, Joan Pons Garlandí, lo consideraba el «jefe de los incontrolados de la FAI». Federica Montseny, por su parte, lo describía como el Felix Dzerzhinsky de la revolución española y aseguraba que la brutalidad de sus métodos provocaba en ella «cierta inquietud, por no decir angustia». Desde su despacho en la planta superior del Foment del Treball en la vía Laietana, sirviéndose de su enorme fichero de datos personales, Escorza perseguía a todos los derechistas y criminales alistados en las filas del anarquismo[63].

La formación del Comité de Investigación solo formalizaba lo que Escorza había estado haciendo desde el principio de la guerra. Un temprano ejemplo de su labor fue el caso de Josep Gardenyes Sabaté, un matón anarquista con fama de violento e incontrolable. Aunque no fue amnistiado con la llegada al poder del Frente Popular, el 19 de julio quedó en libertad como tantos otros delincuentes comunes. Se sumó a la FAI, con un grupo de amigos, y se convirtió en «expropiador», entregándose a una campaña de robos y asesinatos sin freno. El 30 de julio, la CNT-FAI difundió un comunicado en el que se amenazaba con el fusilamiento de todo el que emprendiera registros domiciliarios no autorizados y comprometiera con sus actos el nuevo orden revolucionario. El 3 de agosto, Gardenyes y varios miembros de su banda fueron detenidos y ejecutados sin juicio alguno, lo que encendió los ánimos en ciertos sectores del movimiento anarcosindicalista[64].

Gardenyes había demostrado su valentía durante el período del pistolerismo y era una figura de culto en el seno del movimiento anarcosindicalista. Se contaba entre los principales «hombres de acción», especializado en la recaudación de fondos a través de atracos. Era un anarquista comprometido que figuraba en la lista negra de los empresarios de Barcelona. Gardenyes pasó la dictadura de Primo de Rivera exiliado en Francia y Argentina y, a su regreso a España, no tardó en ser encarcelado por atraco. En abril de 1931 quedó en libertad al decretarse la amnistía para celebrar el triunfo de la Segunda República, pero poco después volvió a reincidir. Su comportamiento resultaba excesivo incluso para algunos de sus camaradas, de ahí que a finales de junio de 1931 lo expulsaran del Ateneo y de la agrupación anarquista Faros. El 19 de julio de 1936 participó en los combates callejeros contra el golpe militar y más tarde se sumó a las Patrullas de Control. Recuperó sus viejas costumbres y al parecer robó unas joyas en el registro de una vivienda.

La ejecución de Gardenyes fue la respuesta de los líderes de la CNT-FAI a la exigencia de acabar con el terrorismo revolucionario, un mensaje que no iba dirigido solo a las bases anarquistas sino a todas las organizaciones prorrepublicanas. Un pelotón liderado personalmente por Escorza ejecutó el castigo, y el cadáver fue arrojado a las afueras de la ciudad, probablemente en la Rabassada. Se contaba que Gardenyes peleó hasta el último momento y que se dejó las uñas en el coche en el que hizo su último viaje[65]. Felipe Sandoval, un anarquista afincado en Madrid con merecida fama de asesino, visitó Barcelona por un asunto relacionado con las labores que realizaba para la policía secreta de la CNT, la Sección de Estadística Secreta del Comité Nacional, un departamento principalmente dedicado a combatir a los comunistas. Por alguna razón, Sandoval enojó a Escorza en 1938 y tuvo que huir de Barcelona temiendo por su vida. Cuando fue interrogado por los franquistas, Sandoval describió a Escorza como una «figura contrahecha, un monstruo física y moralmente, un hombre que por sus procedimientos me repugnaba»[66].

Las acciones terroristas no autorizadas causaban consternación en algunos sectores del movimiento anarcosindicalista. Por miedo a que las protestas por el desorden terminaran por generar el deseo de restablecer las viejas estructuras estatales, el Comité Regional catalán y la Federación de la CNT de Barcelona redactaron el 25 de julio una declaración conjunta en la que se afirmaba: «Manchar el triunfo con pillajes y expoliaciones, con allanamientos domiciliarios caprichosos y otras manifestaciones de arbitrariedad, es cosa innoble e indigna y, desde luego, perjudicial a los intereses de la clase laboriosa». Con ingenuidad o con hipocresía, proclamaron que la CNT y la FAI castigarían severamente a quienes fueran sorprendidos por las Patrullas de Control cometiendo esa clase de actos. A la vista de que el vandalismo no cesaba, pocos días después se hizo pública una nueva declaración todavía más increíble, en la que se declaraba que los registros domiciliarios, las detenciones arbitrarias y las ejecuciones no tenían nada que ver con la CNT-FAI y eran obra de elementos a sueldo de los fascistas. El comunicado ordenaba el cese inmediato de los registros domiciliarios y concluía con estas palabras: «¡Que la revolución no nos ahogue en sangre! ¡Justicieros conscientes, sí! ¡Asesinos, nunca!». La FAI difundió un manifiesto para desmarcarse de los actos cometidos por las bandas armadas que practicaban los registros domiciliarios[67].

Hubo sin embargo otros que, sin ser ingenuos ni hipócritas, denunciaron incondicionalmente la violencia y la destrucción. El influyente pensador anarquista Joan Peiró estableció una diferencia clara entre la violencia revolucionaria legítima y «el derramamiento de sangre inoportuno». A finales de agosto de 1936, escribió: «Si los burgueses encarnizadamente explotadores caen exterminados por la santa ira popular, la gente neutral, el pueblo espectador, encuentra una explicación al exterminio. Lo mismo sucede si los exterminados son los caciques, los clérigos entregados a actividades políticas de naturaleza reaccionaria y ultramontana, y todos los carcas. La revolución es la revolución, y es de sentido lógico que la revolución comporte derramamiento de sangre». Y tras justificar «la santa ira popular», pasaba a denunciar a quienes malgastaban tiempo y dinero incendiando y saqueando las iglesias y las casas de vacaciones de los ricos «mientras los peces gordos, los que merecen ser colgados de las farolas de la Riera» se salían con la suya[68].

La visión de Peiró sobre la violencia gratuita halló eco en Tarragona, pero no así en Lérida. Los miembros del Comité Antifascista de Tarragona se opusieron con éxito a las ejecuciones de presuntos fascistas, si bien el hecho de que la Guardia Civil y la Guardia de Asalto fueran enviadas al frente dificultó en un principio el control de los milicianos más sedientos de sangre. Además, las noticias de las atrocidades cometidas en la zona rebelde provocaban actos de venganza difícilmente evitables. Pese a todo, los líderes locales de Esquerra Republicana, la UGT y el POUM denunciaron el terrorismo y la criminalidad. Las barbaridades cometidas en la ciudad fueron obra de tres bandas integradas por miembros de las Juventudes Libertarias y la FAI, en unos casos delincuentes liberados de la prisión el 22 de julio y, en otros, trabajadores en paro y sin cualificación, situados en los márgenes de la sociedad. Estas bandas armadas se lanzaron al robo, la extorsión y el asesinato en nombre de la revolución. Es posible, aunque no ha podido demostrarse, que algunos milicianos de otros grupos políticos también cometieran delitos, pero parece claro que estas bandas criminales que en ocasiones actuaban por su cuenta y riesgo también seguían órdenes del comité de la FAI[69].

Pasado el momento de «la santa ira popular», las acuciantes necesidades del esfuerzo bélico propiciaron que, a finales de agosto, el periódico Solidaridad Obrera hiciera un llamamiento para acabar con la violencia espontánea contra los presuntos enemigos del pueblo. Por estas mismas fechas se publicó un editorial titulado «Profilaxis social» que llevaba el siguiente subtítulo: «Castigar a quien se lo merece inexorablemente. Pero a plena luz, con responsabilidad. Que sea un tribunal del pueblo el que juzgue, el que depure y el que haga justicia»[70].

Sin embargo, el mismo Solidaridad Obrera publicó un artículo en el que llamaba a la eliminación de Manuel Carrasco i Formiguera, un destacado miembro del partido catalanista democristiano Unió Democràtica de Catalunya, cuya triste historia se relata con más detalle en el capítulo 12. Carrasco trabajó los primeros meses de la guerra como asesor jurídico de la Conselleria de Economia de la Generalitat, una responsabilidad que los franquistas utilizarían más tarde para justificar su ejecución. Desde este cargo se opuso a los intentos de grupos anarquistas y de otras ideologías por acceder a las cuentas bancarias de personas que habían sido asesinadas o se habían exiliado, como era el caso de Miquel Mateu i Pla, quien, sin embargo, no hizo nada por ayudarlo cuando se enfrentó a la condena de muerte[71]. Sus problemas comenzaron con la enérgica intervención de Carrasco para impedir uno de los intentos de cobro de cheques firmados bajo coacción por individuos ricos detenidos por las patrullas y para evitar el acceso fraudulento a los fondos de empresarios que habían sido confiscados. Su actitud hizo que en las páginas del periódico de esta organización, el Diari de Barcelona, el 15 de diciembre lo denunciaran como un asesino fascista. Dos días más tarde apareció en Solidaridad Obrera el artículo firmado por Jaume Balius, miembro de la FAI, además de rico y fanático separatista catalán, en el que señalaba a Carrasco por sus creencias católicas. La denuncia que hacía Balius de su pasado conservador era una auténtica invitación al asesinato. La noche siguiente a la publicación de este artículo, una patrulla de la FAI se presentó en casa de Carrasco, quien tuvo que exiliarse[72].

Hacia noviembre de 1936, Peiró endureció sus posiciones y denunció valientemente el terrorismo y el robo que habían sumido a Cataluña en la barbarie y desacreditado la revolución.

Aquí, durante mucho tiempo, no ha habido más ley que la ley del más fuerte. Los hombres han matado porque sí, por matar, porque podían matar impunemente. Y en medio de esta tempestad, muchos han sido asesinados no por ser fascistas ni enemigos del pueblo, ni enemigos de nuestra revolución, ni nada que se le parezca. Lo han sido caprichosamente para satisfacer a quienes deseaban ver morir a otros hombres, y muchos de los inmolados hace poco han caído por tener resentimientos y cuentas pendientes con quienes han querido liquidarlos en estas circunstancias de impunidad y revuelta. En medio de un pueblo desbordado se han introducido los amorales, los ladrones y los asesinos por profesión y por instinto. Y cuando el pueblo desbordado se ha contenido en el momento en que debía contenerse, los otros, los amorales, han seguido robando y asesinando para deshonra de la revolución y para escarnio de los que se juegan la vida en los frentes de guerra.

La indignación de Peiró por los abusos cometidos en este clima revolucionario se intensificó en el otoño de 1936. En este sentido, señaló lo siguiente:

En las comarcas barcelonesas, y sobre todo en las de Lérida, los excesos sangrientos han sido tan espeluznantes, tan injustos y sistemáticos, que los comités antifascistas de algunos pueblos han tenido que trasladarse a otras localidades para fusilar a los comités locales. ¿Y cuántos son los comités de toda Cataluña que se han visto obligados a ordenar el fusilamiento de los «revolucionarios» que aprovechaban la ocasión unas veces sólo para robar y otras para evitar que alguien pudiera descubrir sus robos?

Peiró creía que denunciar públicamente estos abusos beneficiaba al movimiento anarquista. En uno de sus artículos se refirió a un líder del comité antifascista de un pueblo cercano a Mataró que había quemado sus muebles para sustituirlos por piezas robadas. «Este “revolucionario” que se jacta de haber liquidado a Dios y a María Santísima, no sólo ha hecho su propia revolución para disfrutar de un mobiliario propio de un príncipe sino que además ha robado ropas, alfombras, obras de arte y una fantástica joya». La razón por la que tantos hombres combatían y morían en el frente era, para Peiró, eliminar el robo y la violencia, no fomentarlo. Era evidente que no se podía dejar a estos nuevos ladrones y asesinos la construcción de un mundo nuevo[73].

Sin embargo, tampoco había motivos para creer que muchos de los culpables no fueran miembros de la CNT-FAI. Un caso famoso de resistencia frente a un grupo de forasteros anarquistas tuvo lugar el 23 de enero de 1937 en La Fatarella, un pueblo situado en la cima de un monte, en la comarca de la Terra Alta de Tarragona, donde se vivieron sangrientos combates. El largo conflicto entre pequeños propietarios rurales y campesinos sin tierra que había propiciado la colectivización de las tierras se intensificó con la llegada de grupos de la FAI procedentes de Barcelona. Los revolucionarios intentaron ocupar las pequeñas parcelas de los agricultores locales, que les hicieron frente y lograron expulsarlos. Los anarquistas proclamaron que la Quinta Columna se había alzado en La Fatarella y solicitaron refuerzos de Barcelona y Tarragona. Las patrullas anarquistas, armadas hasta los dientes, llegaron de estas dos ciudades junto al grupo de Joaquim Aubí, «el Gordo», afincado en Badalona. Un vecino del pueblo consiguió avisar por teléfono a la Generalitat, pero los delegados gubernamentales enviados para impedir los disturbios, o bien llegaron demasiado tarde, o bien se abstuvieron de intervenir. Uno de los enviados era Aurelio Fernández, en cuya presencia una milicia de la FAI saqueó el pueblo y asesinó a 30 pequeños propietarios que se oponían a su política de colectivización. En sus comunicados, la CNT calificó a los pequeños propietarios rurales de «rebeldes» y propagó la falsa creencia de que en el pueblo se estaba planeando un levantamiento monárquico[74]. El extremista Jaume Balius escribió lo siguiente: «La revolución ha de limpiar la retaguardia. Adolecemos de un empacho de legalismo. Quien no está con los trabajadores es un fascista y como tal se le ha de tratar. No olvidemos el caso de La Fatarella»[75].

La violencia anarquista se dirigía tanto contra los comunistas como contra el clero, la clase media o los pequeños agricultores. Los esfuerzos en general fallidos de la Generalitat por controlar los excesos de la CNT-FAI se plasmaron en la tibieza de las negociaciones emprendidas por Josep Tarradellas, que ocupaba el cargo de primer ministro desde finales de septiembre. A mediados de ese mismo mes, el presidente Companys transmitió a Ilya Ehrenburg su indignación por las barbaridades que los anarquistas estaban cometiendo contra los comunistas y manifestó su extrañeza por el hecho de que el PSUC no respondiera de la misma manera[76]. La posición de Companys se vio significativamente reforzada con la llegada del cónsul ruso, Vladimir Antonov-Ovseenko, el 1 de octubre. En su primer informe consular a Moscú daba cuenta de la gravedad del problema. Se quejaba de que la CNT estaba reclutando a sus hombres indiscriminadamente, de tal suerte que cada vez había en sus filas más provocadores derechistas y elementos criminales procedentes del lumpen proletariado. Comentaba que, a finales de julio, la CNT había aprovechado el estallido de la guerra para asesinar a 80 trabajadores con el pretexto de que eran esquiroles. Bien es verdad que entre las víctimas figuraba Ramón Sales, líder del grupo esquirol Sindicatos Libres, pero también el presidente de la UGT en el puerto de Barcelona, Desiderio Trillas Mainé, que fue fusilado el 31 de julio junto a otros dos miembros del PSUC. La excusa esgrimida para acabar con su vida fue que, teniendo capacidad para elegir a quienes trabajaban en los muelles, había favorecido a los miembros de la UGT. La verdadera razón por la que lo mataron fue que en enero de 1934 se había opuesto a una huelga portuaria convocada por la CNT[77].

En una localidad próxima a Barbastro, en la provincia de Huesca, 25 miembros de la UGT perdieron la vida a manos de un grupo de la CNT, en un ataque por sorpresa. En Molins de Rei, un municipio próximo a Barcelona, los trabajadores de una fábrica textil se pusieron en huelga en protesta por los despidos arbitrarios que practicaba el comité de la FAI. Los delegados de los trabajadores que intentaban llevar sus quejas a Barcelona fueron obligados a bajar del tren, y los que consiguieron escapar no se atrevieron a volver a intentarlo. Un ejemplo más extremo de las actividades de la FAI fueron las extorsiones que sufrieron los hermanos maristas por parte de Aurelio Fernández. Tras haber perdido a 14 de sus miembros, los directores de la orden se reunieron con Eroles y Aurelio Fernández el 23 de septiembre de 1936 y ofrecieron el pago de un rescate para salvar a los supervivientes. En este encuentro se garantizó su traslado seguro a Francia a cambio de 200 000 francos, pagaderos en dos plazos. Recibido el primer pago, Aurelio Fernández autorizó que 117 novicios cruzaran la frontera en Puigcerdà el 4 de octubre, pero a todos los mayores de veintiún años se les impidió la salida. A 30 de los maristas los llevaron a Barcelona, supuestamente para que se reunieran con los otros 77 que aguardaban el momento de zarpar con rumbo a Marsella. En realidad encerraron a los 107 en la cárcel de Sant Elíes. Entretanto, el adjutor de la orden regresó a Barcelona con el segundo pago del rescate, pero lo detuvieron, lo encarcelaron y entregaron el dinero a Aurelio Fernández. Esa misma noche fusilaron en Sant Elíes a 44 sacerdotes. Un hermano de uno de los prisioneros convenció a Aurelio Fernández para que lo liberara, y a continuación informó a la Generalitat de la situación. El presidente Companys intervino personalmente para salvar la vida de los 62 maristas restantes. Fuentes anarquistas han afirmado que toda la operación se llevó a cabo con la complicidad de Tarradellas[78].

La implacable hostilidad entre anarquistas y comunistas se debía en parte a la enorme cantidad de armas, incluidas ametralladoras, que los primeros atesoraron. En un informe dirigido al Comintern el 19 de septiembre, el secretario general del Partido Comunista francés, Maurice Thorez, refería que en Barcelona «los anarquistas se han apoderado prácticamente de todas las armas de Cataluña y las emplean no solo para que sus columnas puedan combatir sino que las usan también contra otros grupos de trabajadores. Desde la insurrección militar han asesinado a varios militantes comunistas y sindicalistas, y han cometido auténticas atrocidades en nombre de lo que ellos llaman comunismo libertario». En términos parecidos, el supervisor de las Brigadas Internacionales del Comintern, André Marty, señaló que la superioridad armamentística de los anarquistas obligaba a alcanzar un acuerdo a corto plazo, si bien «habría que desquitarse con ellos»[79].

La región valenciana fue el escenario de algunos de los enfrentamientos más violentos entre anarquistas y comunistas, en parte como reflejo de la brutal represión que se había vivido tanto en la capital como en los principales pueblos y ciudades de sus tres provincias. Los autoproclamados comités y patrullas eliminaron a quienes consideraban fascistas. Muchos comités del Frente Popular consintieron la confiscación de tierras, los ataques a las iglesias y el asalto y la quema de los registros de la propiedad, bien es cierto que no siempre podían controlar a los elementos aislados que, como ocurrió en Cataluña, asesinaban a los curas, terratenientes y funcionarios municipales y judiciales. No fue una excepción el caso de Liria, una localidad situada al noroeste de Valencia donde el comité moderado sufrió las amenazas de las patrullas de la FAI llegadas de la capital. Los pequeños agricultores que se negaban a colectivizar sus tierras también corrían peligro. Al igual que en Cataluña, los asesinatos eran perpetrados por forasteros, aunque es probable que existiera un acuerdo de reciprocidad entre las bandas de los distintos pueblos, por vergüenza a actuar en sus respectivos municipios de origen. La matanza de Castellón, por ejemplo, pudo ser obra tanto de los miembros de un grupo de Izquierda Republicana conocidos como «La Desesperada» como de una banda de la CNT-FAI conocida como «Los Inseparables»[80].

En la fértil campiña valenciana no había habido demasiados problemas a raíz de la ocupación por miembros de la CNT y la UGT de las tierras confiscadas a defensores de los rebeldes, muchos de los cuales perdieron la vida en la primera oleada de disturbios. Sin embargo, los pequeños propietarios rurales se opusieron a las colectivizaciones forzosas que intentaban imponer los anarquistas. Estos llegaban a un pueblo, ya fuera en Cataluña, Aragón o Valencia, y obligaban al pregonero a decretar el «comunismo libertario» y abolir el dinero y la propiedad. Las columnas de la CNT, empeñadas en imponer la colectivización de las tierras en los municipios por los que pasaban, provocaron numerosos actos violentos. Un gran número de los integrantes de estas columnas eran trabajadores urbanos que defendían la pureza de las aspiraciones anarquistas sin comprender las características de cada lugar.

Esto explica la extraordinaria situación que se vivió en la provincia de Zaragoza, donde solo 44 de sus municipios, aproximadamente un tercio del total, se hallaban en zona republicana. La Zaragoza republicana, donde el total de víctimas se elevó a 742, arrojó el mayor porcentaje de muertes per cápita, un 8,7 por ciento de la población. En 8 de los 44 municipios no hubo ninguna víctima mortal, mientras que en otros 8 el número de muertos osciló entre uno y dos. Las localidades que registraron el mayor número de muertos, como Caspe, no habían experimentado desórdenes sociales de importancia antes del 18 de julio de 1936. Todas ellas estaban ocupadas por las columnas anarquistas llegadas de Barcelona y Valencia. Y fueron los milicianos de estas columnas los que acometieron la quema de iglesias, el asesinato de clérigos y derechistas y la colectivización forzosa de las tierras, aunque para todo ello precisaron la ayuda de los izquierdistas locales. Además, el número de víctimas tendía a ser más elevado en aquellas poblaciones donde la derecha había colaborado con el golpe militar, como Caspe, o donde se habían vivido conflictos sociales antes del 18 de julio, como ocurrió en Fabara. Cuando no se daba ninguna de estas condiciones, los comités locales consiguieron evitar las muertes. Así ocurrió en Bujaraloz, Lécera, Mequinenza y Sástago, entre otros muchos pueblos pequeños. De las 742 víctimas, 152 fueron asesinadas fuera de la provincia de Zaragoza. Más de 100 de esas víctimas eran prisioneros detenidos por los anarquistas y ejecutados en Teruel, Huesca o Lérida[81].

En Huesca se vivió la misma pauta de violencia con la llegada de las columnas anarquistas, a veces con la colaboración de los comités locales. En la zona oriental de la provincia se alcanzó uno de los índices de persecución anticlerical más elevados. En Barbastro mataron al obispo Florentino Asensio y a 105 sacerdotes, lo que representaba el 54 por ciento de un total de 195 clérigos. La capital provincial perdió a 31 de sus 198 eclesiásticos, el 16 por ciento del total. En muchos pueblos asesinaron al párroco tras hacerle presenciar una parodia de la misa, aunque primero le ofrecían seguir viviendo si renunciaba a Dios. A menudo quemaban los cadáveres de los curas tras rociarlos con gasolina[82]. Fueron muy pocas las monjas asesinadas. En los peores casos, las amenazaban y las obligaban a abandonar los conventos. Sin embargo, tres religiosas fueron violadas y asesinadas el 1 de octubre de 1936 en Peralta de la Sal, una localidad situada al este de la provincia y perteneciente a la diócesis de Lérida. De todas formas, muchos católicos laicos en Huesca, incluidas mujeres, sufrieron la actividad criminal[83].

También en Teruel la llegada de las columnas anarquistas marcó el comienzo de la represión. Tras detener a los derechistas y a los curas identificados por los militantes locales, los líderes de la columna de Ortiz acostumbraban organizar un rudimentario juicio público. En comunidades como La Puebla de Híjar o Alcorisa, obligaron a los vecinos a concentrarse en la plaza del pueblo y fueron sacando uno por uno a los prisioneros al balcón del ayuntamiento para que los vecinos decidieran quiénes debían vivir y quiénes morir. La magnitud de la represión dependía de la voluntad y la determinación del comité antifascista local para impedir la matanza. En localidades muy pequeñas, como Azaila, Castel de Cabra y Vinaceite, el comité consiguió que no hubiera ninguna ejecución, mientras que en otros pueblos y ciudades como Alcañiz, Calanda, Albalate del Arzobispo, Calaceite, Muniesa o Mora de Rubielos, los comités denunciaron a los derechistas locales para que fueran ejecutados. En municipios como La Puebla de Valverde, que recibió la visita de la Columna de Hierro, llegada de Valencia, la decisión quedaba enteramente en manos de los ocupantes anarquistas[84].

El 18 de agosto de 1936, en la localidad turolense de Mora de Rubielos, la famosa Columna de Hierro ofreció un ejemplo característico de sus procedimientos. Poco después de su llegada al pueblo se hizo público el siguiente bando: «Todo el personal del pueblo, hombres y mujeres, se pondrán al servicio de los camaradas delegados armados para el servicio de la Comunidad, procurando traer todo lo de utilidad al castillo. Todo aquel que precise alguna cosa será atendido. Queda abolido el dinero y proclamado el comunismo libertario en este pueblo»[85].

El anuncio de la colectivización de las tierras, motivada por principios idealistas, era recibido con entusiasmo por parte de los campesinos sin tierra, al tiempo que provocaba una resistencia feroz entre los pequeños propietarios rurales. Además, algunas columnas anarquistas fueron acusadas de saqueo, abuso de las mujeres y robo de las cosechas. En los pueblos de Valencia los agricultores recibieron unos comprobantes sin ningún valor a cambio del ganado requisado, a la vez que las columnas se apoderaban de las cosechas de trigo y naranjas para llevárselas a Valencia, donde la CNT se encargaba de su exportación. A finales de agosto se requisaron en La Puebla de Valverde, en la provincia de Teruel, decenas de miles de jamones curados «para la revolución». Los principales culpables de estos abusos eran los hombres de la Columna de Hierro[86].

Los orígenes de esta columna se hallan en un incidente ocurrido a finales de julio en La Puebla de Valverde que puso de manifiesto el contraste entre la ingenuidad de las milicias republicanas y el realismo brutal de sus enemigos, y que explica en parte la posterior brutalidad de las fuerzas anarquistas. El 25 de julio se organizó una expedición republicana para recuperar Teruel, que había sido tomada por un pequeño grupo de rebeldes y cuya reconquista era vital. Se dio por supuesto que la operación sería relativamente sencilla, toda vez que la ciudad estaba rodeada por las provincias leales de Tarragona, Castellón, Valencia, Cuenca y Guadalajara. Participaron en el ataque dos columnas, una llegada de Valencia y formada por carabineros, guardias civiles y algunos milicianos, y otra de Castellón integrada por guardias civiles y un gran número de milicianos. El mando conjunto de las dos columnas se confió a un hombre de cincuenta y seis años, el coronel de Carabineros Hilario Fernández Bujanda, que lideraba la columna de Valencia junto al comandante de la Guardia Civil Francisco Ríos Romero. La columna de Castellón se hallaba a las órdenes de Francisco Casas Sala, diputado de Izquierda Republicana, y de su amigo Luis Sirera Trío, un ingeniero militar retirado que había sido el impulsor de la organización de estas tropas. Unos 180 milicianos partieron de Castellón a las 8.15 horas a bordo de camiones y autobuses, seguidos poco después por dos compañías de la Guardia Civil.

Las dos columnas se reunieron en Sagunto. Los ataques anarquistas contra iglesias y propiedades de derechistas en la ciudad, ocurridos en fechas previas, debilitaron gravemente la colaboración de la Guardia Civil local. Según el testimonio de uno de los mandos, los guardias solo esperaban el momento de poder rebelarse, a sabiendas de que en una ciudad como Sagunto tal decisión era un suicidio. Las columnas partieron de la ciudad al amanecer del 27 de julio y horas más tarde llegaron a Segorbe, donde se reforzaron con más guardias civiles de la guarnición local y otros efectivos llegados de Cuenca. El pueblo estaba enteramente en manos de la CNT-FAI. El caos reinante y la evidencia de los robos que estaban cometiendo algunos milicianos aumentaron la determinación de la Guardia Civil de cambiar de bando en cuanto se presentara la primera oportunidad. Al amanecer del 28 de julio, cuando las columnas se pusieron en camino hacia Teruel, el total de las tropas era de unos 410 guardias civiles, algunos carabineros y un número indeterminado de milicianos que oscilaba, según las fuentes, entre 180 y 600. Esta imprecisión numérica se explica por el hecho de que, a la vez que se incorporaban nuevos voluntarios, otros iban abandonando la formación a lo largo del camino. Con independencia de cuántos fueran, los que se sumaron en el último momento no tenían ninguna experiencia militar y en muchos casos iban desarmados. Entre ellos había varios políticos de Castellón[87].

Las columnas se dividieron antes de su llegada a Teruel. Casas Sala se dirigió al norte, con intención de tomar Mora de Rubielos, al mando de un grupo compuesto principalmente de milicianos y un pequeño contingente de guardias civiles. Fernández Bujanda se dirigió a Teruel con el grueso de los carabineros y los guardias civiles, junto a unos 50 milicianos. Su columna se detuvo a pernoctar en la pequeña localidad de La Puebla de Valverde, al sudeste de Teruel. Fue allí donde, con el pretexto de que algunos milicianos se entregaron al saqueo, los guardias civiles realizaron su esperada maniobra. Rodearon a los milicianos mientras dormían y en apenas veinte minutos los mataron a todos, junto a los carabineros y 50 o 60 vecinos del pueblo. Cuando la noticia llegó a Mora de Rubielos, la otra columna partió apresuradamente hacia La Puebla de Valverde. Casas Sala detuvo los camiones en las afueras, convencido de que podría resolver la situación, y entró en el pueblo con el comandante Sirera, donde fueron detenidos inmediatamente, ya que sus milicianos habían huido y regresado a Castellón. El 30 de julio, los guardias civiles se llevaron a Teruel a Casas Sala, el coronel Fernández Bujanda y otros 45 prisioneros, y al día siguiente los ejecutaron sin juicio alguno. La causa de la muerte, según figura en el registro civil, fue una «hemorragia interna». La llegada de refuerzos a la pequeña guarnición de la Guardia Civil en Teruel permitió que los rebeldes afianzaran definitivamente sus posiciones en la ciudad[88].

El regreso de los supervivientes con noticias de la matanza desató la indignación de la izquierda en Sagunto. El 21 de agosto, 12 personas fueron asesinadas en el puerto de Sagunto y otras 45 perdieron la vida en la propia ciudad pocos días después. Llegado el momento de que la columna se reagrupara, sus integrantes insistieron en desarmar al destacamento de la Guardia Civil para impedir su huida a Teruel, y se acordó que los guardias civiles entregaran las armas y quedaran bajo custodia del Partido Comunista, pese a lo cual el teniente que estaba al mando de la guarnición fue asesinado el 23 de septiembre[89].

Según un artículo aparecido en la prensa republicana, antes de que la columna se pusiera en marcha el coronel Fernández Bujanda expresó su determinación de poner a prueba la lealtad de sus oficiales. Especialmente preocupado por uno de los guardias civiles, le ofreció la posibilidad de retirarse de la expedición. El oficial se negó y le suplicó que le permitiera acompañarlos a Teruel para demostrar su lealtad a la República. De acuerdo con el citado artículo, Fernández Bujanda le encomendó el mando de los guardias civiles integrados en la fuerza expedicionaria, impresionado por su insistencia. El oficial en cuestión, aunque su nombre no se menciona en el artículo, era el comandante Ríos Romero. De ser cierta, esta historia explicaría por qué, tras llegar a Teruel y dirigir el pelotón de fusilamiento que ejecutó al coronel Fernández Bujanda, Ríos Romero se quitó la vida[90].

Los supervivientes de la matanza en La Puebla de Valverde se sumaron a la Columna de Hierro, fundada por José Pellicer Gandía, un hombre que representaba la línea más dura del movimiento anarquista. Esta columna se componía principalmente de trabajadores portuarios y de la construcción de Valencia y obreros metalúrgicos de Sagunto, aunque incluía también a un número sustancial de delincuentes comunes a los que se ofreció una oportunidad de «redención social» tras ser liberados de la cárcel de San Miguel de los Reyes. Según el ministro comunista, Jesús Hernández, muchos falangistas se refugiaron en la columna, entre ellos el marqués de San Vicente. Para el teórico del POUM Juan Andrade, la Columna de Hierro era un grupo indisciplinado y heterogéneo, y entre los presos excarcelados que la integraban había tanto revolucionarios convencidos como «individuos de vivir turbio y de moral depravada» animados por los bajos instintos y el afán de venganza, en unos casos contra la sociedad que los había encarcelado, y en otros, contra los defensores de los rebeldes responsables de la matanza en La Puebla de Valverde[91].

Así las cosas, era habitual que miembros de la columna abandonaran el frente para dirigirse a Valencia y otras ciudades de la región. Su presencia en la capital de la provincia desató una oleada de terror. Quemaron los expedientes penales del Gobierno Civil y asesinaron a varios policías. La magnitud de los robos y los actos vandálicos cometidos por la Columna de Hierro en la retaguardia valenciana llevaron al PCE y a la UGT a considerarla un enemigo comparable a la Quinta Columna. Muchos destacados afiliados de las citadas organizaciones perdieron la vida en enfrentamientos contra militantes de la Columna de Hierro. A finales de septiembre, con la excusa de recaudar fondos para comprar armas y enviarlas al frente, los miembros de la columna abandonaron sus puestos y se entregaron al robo y otros delitos en Castellón, Valencia y Gandía. En la capital de la provincia asaltaron el Banco de España, las comisarías de Policía, el Palau de Justícia y la delegación de Hacienda, y quemaron los documentos oficiales. Saquearon los comercios, principalmente las joyerías, y se llevaron de los establecimientos de hostelería el alcohol y el tabaco, además de robar a sus clientes. El 23 de septiembre fue asesinado el secretario de la UGT valenciano, Josep Pardo Aracil, de cuya muerte, según la creencia más extendida, fue responsable uno de los principales líderes de la Columna de Hierro, Tiburcio Ariza González, alias «el Chileno».

El 2 de octubre, la columna asaltó la cárcel provincial de Castellón y acabó con la vida de al menos 35 personas. El nombramiento de Ricardo Zabalza como gobernador civil de Valencia a principios del mes de octubre fue un paso decisivo hacia el restablecimiento del orden. Con apoyo de socialistas y comunistas, las autoridades republicanas crearon la Guardia Popular Antifascista (a cuyos miembros se los conocía popularmente como «los guapos») con la misión de erradicar la violencia. Ariza, que había cumplido varias condenas por tráfico de drogas, extorsión, violación, robo y por organizar redes de prostitución, fue abatido por miembros de la UGT enrolados en la GPA en el transcurso de un tiroteo cuando intentaban detenerlo por el asesinato de Pardo Aracil[92].

El funeral de Ariza, celebrado el 30 de octubre, fue el momento decisivo del enfrentamiento entre comunistas y anarquistas en Valencia. Los líderes de la Columna de Hierro llamaron a sus milicianos y a otras columnas de la CNT a abandonar una vez más el frente en Teruel para asistir al funeral de su camarada, y exigieron que los responsables de su muerte pagaran por ese crimen. En contra de la práctica habitual en los funerales públicos, se decidió que el cortejo pasara por la plaza de Tetuán, donde se hallaban las sedes del PCE y de la Comandancia Militar. La batalla estaba servida. Los comunistas afirmaron que el camión blindado que encabezaba el cortejo fúnebre abrió fuego contra el edificio, y el ataque fue respondido por militantes del PCE y soldados de la Comandancia Militar. La Columna de Hierro, por su parte, hizo público un comunicado en el que denunciaba que les tendieron una trampa y que fueron las ametralladoras instaladas en ambos edificios las que desencadenaron el tiroteo. Esta visión ha sido respaldada por las memorias de un comunista que se encontraba presente en la plaza de Tetuán, Carlos Llorens, quien da a entender que la Guardia Popular Antifascista tendió una emboscada a los anarquistas. La Columna de Hierro huyó de la plaza y abandonó sus banderas y el cadáver de su líder. Alrededor de 30 personas perdieron la vida en este enfrentamiento, unos a consecuencia de los disparos, y otros, ahogados cuando intentaban escapar cruzando el río Turia. Los miembros de la columna prometieron una sangrienta venganza, pero los líderes de la CNT, que estaban a punto de incorporarse al gobierno de Largo Caballero, lograron convencerlos para que regresaran al frente en Teruel, impidiendo así nuevos actos de violencia. Los sucesos que se vivieron en Valencia en octubre de 1936 anticiparon en muchos sentidos lo que ocurrió más tarde en Barcelona, en mayo de 1937[93].

Las detenciones de miembros de la derecha local en Alicante comenzó inmediatamente después de la derrota del alzamiento en la ciudad. Muchos militares detenidos quedaron confinados en el barco-prisión Río Sil, a bordo del cual fueron trasladados a Cartagena y ejecutados a mediados de agosto. Así, empezaron a aparecer cadáveres en las playas y en los campos. Los registros domiciliarios eran en muchos casos un mero pretexto para el robo. Grupos de milicianos, a los que se sumaron numerosos delincuentes comunes liberados al comienzo de la guerra, fueron en gran medida responsables de la oleada de asesinatos y otros delitos. Sin embargo, la muerte de varios líderes republicanos y antifascistas indicaba la presencia de sicarios falangistas que operaban camuflados en medio de la confusión reinante. En una fecha tan temprana como el 28 de julio, el gobernador civil, Francisco Valdés Casas, publicó el siguiente bando: «Se conmina con la ejecución inmediata de la máxima pena, establecida por la ley, a todo aquel que, perteneciendo o no a una entidad política, se dedique a realizar actos contra la vida o la propiedad ajena, pues tales delincuentes serán considerados como facciosos al servicio de los enemigos de la República». De poco sirvió la advertencia. A finales del mes de agosto el periódico de la CNT, El Luchador, se vio obligado a adoptar una postura «autoritaria y estatal» frente a la «monstruosa» ocurrencia de utilizar los registros domiciliarios para robar, detener y asesinar sobre la base de rencillas personales, y expresó su determinación de acabar con esta clase de abusos. La matanza más cruel tuvo lugar el 29 de noviembre de 1936, cuando 49 derechistas fueron ejecutados en la tapia del cementerio en represalia por un bombardeo aéreo[94].

Un poco más al sur, en la provincia de Murcia, el número de víctimas mortales fue significativamente inferior al registrado en Valencia o Cataluña, lo que quizá pudiera atribuirse a la menor presencia de la FAI en la región. Como en otros lugares, los sucesos más violentos se produjeron en los primeros meses de la guerra. Entre el 18 de julio y el 31 de diciembre de 1936 perdieron la vida el 84 por ciento de los derechistas asesinados en la ciudad durante toda la guerra, 622 de un total de 704. Llama la atención que el número de víctimas mortales en los días posteriores al golpe fuera relativamente bajo: 18 en la capital de Murcia, en lo que quedaba del mes de julio, y solo 2 en el puerto naval de Cartagena, la segunda ciudad de la provincia. Esto se debe a la circunstancia de que, el 21 de julio, el Comité del Frente Popular de Murcia hizo público el siguiente manifiesto: «Quienes sientan y comprendan lo que el Frente Popular es y representa en estos momentos, deben respetar escrupulosamente personas y cosas. Haciéndolo así demostrarán al pueblo español su cultura, acreditarán su condición de auténticos y entusiastas defensores del Frente Popular y merecerán bien de España y de la República». Pese a todo, las protestas por los registros domiciliarios y las detenciones practicadas por grupos de milicianos extremistas llevaron al Comité del Frente Popular de Cartagena a emitir un bando, el 13 de agosto, en el que se prohibían los registros domiciliarios, las detenciones y la confiscación no autorizada de la propiedad, y se apercibía con el fusilamiento a quienes contravinieran dicha prohibición. El 12 de septiembre, viendo que las milicias persistían en sus actos delictivos, se emitió un nuevo bando en el que se amenazaba abiertamente con ejecuciones sumarias si los registros domiciliarios no cesaban de inmediato[95].

El número de asesinatos se disparó en el mes de agosto hasta un total aproximado de 300, siendo las víctimas en su mayoría militares que prestaban servicio en Cartagena. Los militares que se habían sublevado en Cartagena se hallaban recluidos en el barco-prisión España n.º 3, mientras que en el malhadado Río Sil se encerró a los guardias civiles que habían tomado parte en el fallido alzamiento en Albacete. La tensión aumentaba con las noticias de las matanzas en el sur, y grupos de milicianos y simpatizantes se concentraban a diario en el muelle para exigir «justicia», es decir, la ejecución de los prisioneros. La mañana del 14 de agosto, mientras se trasladaba a los detenidos a la cárcel de la ciudad, 10 guardias civiles fueron asesinados tras provocar a la multitud e intentar fugarse a continuación. Los dos barcos se hicieron a la mar con el fin de evitar nuevas muertes. La llegada a puerto del acorazado Jaime I alrededor de la una de la tarde desencadenó sin embargo otra secuencia de incidentes violentos. Dos días antes, el buque había perdido 3 hombres y contaba con otros 8 heridos por culpa de un ataque rebelde ocurrido en el puerto de Málaga. El comité revolucionario del Jaime I, dominado por los anarquistas, se alió con las milicias en el puerto para exigir venganza. Esa misma noche, la tripulación del Río Sil arrojó por la borda a 52 de los cerca de 400 guardias civiles recluidos. En el España n.º 3, 94 oficiales de Marina y 53 del Ejército de Tierra fueron ejecutados y arrojados al mar. A la mañana siguiente fusilaron a otros 5 prisioneros[96].

Después, gracias a la operación de los Tribunales Populares en Murcia, fue disminuyendo el número de ejecuciones. Cesaron en septiembre de 1936 y se reanudaron el 18 de octubre, cuando 49 derechistas fueron seleccionados y asesinados en Cartagena en venganza por un bombardeo aéreo. El número de derechistas muertos fue de 24 en todo el año 1937, y en 1938 se redujo a 10. En los dos primeros meses de 1939 se registraron solo 5 muertos, aunque la cifra volvió a crecer como consecuencia de un motín naval que tuvo lugar en el mes de marzo en el que perdieron la vida 61 hombres. No está claro cuántos murieron en el combate y cuántos fueron ejecutados una vez sofocado el motín. En el peor mes de la guerra, agosto de 1936, se produjeron alrededor del 70 por ciento de las ejecuciones de los militares implicados en el golpe. A lo largo de 1936, el número de víctimas entre los oficiales de Marina y de Tierra se cifró en torno al 40 por ciento. En el transcurso de toda la guerra, el personal militar representó el 31 por ciento del total de las ejecuciones practicadas en la retaguardia en Murcia, y el 66 por ciento de las realizadas en Cartagena. El siguiente grupo de víctimas fueron los sacerdotes y religiosos, cerca de un 9 por ciento de los cuales perdieron la vida en los años de la guerra, seguidos por un porcentaje similar de propietarios, industriales y derechistas en general[97].

Los bombardeos rebeldes iban seguidos frecuentemente de represalias populares en la zona republicana. En Málaga, la venganza popular era la respuesta inmediata a las bombas lanzadas frecuentemente por un hidroavión de los insurrectos. La ciudad estaba principalmente en manos del Comité de Salud Pública, dominado por la CNT-FAI. Alrededor de 500 derechistas detenidos por diversas milicias que actuaban a las órdenes del comité estaban encarcelados en la cárcel Nueva. Estas milicias, que llevaban nombres como «Patrulla de la Muerte», «Patrulla del Amanecer», «Patrulla de la Raya» y «Pancho Villa» eran en su mayoría anarquistas y contaban en sus filas con delincuentes comunes liberados a raíz del golpe militar. El 22 de agosto, una encolerizada multitud se concentró tras la matanza de 30 mujeres, ancianos y niños en una bombardeo que arrojó un saldo aún mayor de heridos. Con el fin de apaciguar a la masa, el Comité de Salud Pública sacó una lista de 65 prisioneros y los fue ejecutando uno por uno. El 30 de agosto, tras un nuevo ataque aéreo, otros 53 prisioneros corrieron la misma suerte; el 20 de septiembre fueron 42; el 21 de septiembre otros 17, y el 24 de septiembre, 97 prisioneros. El 25 por ciento (275) del total de los derechistas asesinados en la ciudad de Málaga (1100) mientras la capital estuvo en poder de los republicanos, perdieron la vida tras estos bombardeos de la aviación rebelde[98]. Sucedió lo mismo en ciudades como Guadalajara y Santander, donde las principales atrocidades se cometieron en respuesta a ataques similares[99].

Una de las víctimas registradas en Málaga fue Benito Ortega Muñoz, de setenta y tres años, a quien los milicianos de la FAI buscaban para vengarse por haber sido impuesto como alcalde tras la revolución de octubre de 1934. Ortega se había escondido, de ahí que los milicianos detuvieran a su hijo mayor, Bernardo, y lo ejecutaran al negarse a revelar el paradero de su padre. Finalmente, Benito fue denunciado por una criada y detenido el 11 de agosto por una patrulla de la FAI. Aunque había tratado de ser justo en el tiempo que ocupó la alcaldía, fue fusilado el 30 de agosto en compañía de otros derechistas, pese a los esfuerzos de su sucesor en el cargo, Eugenio Entrambasaguas Caracuel, de Unión Republicana. Entrambasaguas hizo cuanto pudo por poner fin a las matanzas que practicaban las distintas milicias de izquierda, pese a lo cual, cuando los franquistas tomaron Málaga, fue condenado a muerte y ejecutado[100].

Entre las víctimas de los insurrectos en el sur figuraban inevitablemente los izquierdistas que habían participado en la enconada guerra social que marcó la primera mitad de la década, pero tampoco se libraron sus familias inocentes o personas cuyo único delito consistía en haber pertenecido a un sindicato o votado por el Frente Popular. En las zonas de Andalucía donde el golpe había fracasado, la venganza de la izquierda se cebó en terratenientes, caciques y sus empleados de confianza, como guardas y capataces, además de la burguesía rural, integrada por sacerdotes, médicos, abogados y farmacéuticos, guardias civiles, militantes de partidos de derechas y oficiales del Ejército. En Jaén, los campesinos derrotaron el golpe militar, ocuparon numerosas fincas y cometieron actos de venganza por la brutalidad de la represión diaria en los años previos. Como en muchos otros lugares, el mayor número de muertes se produjo en los cinco primeros meses de la guerra y alcanzó sus cotas máximas en agosto y septiembre de 1936. Las advertencias públicas de los sucesivos gobernadores civiles, Luis Ruiz Zunón y José Piqueras Muñoz, en las que se anunciaban severos castigos de los delitos contra las personas y contra la propiedad, no bastaron para poner freno a la violencia desatada por el odio social. En los meses de septiembre y octubre, en la localidad de Martos, situada al oeste de la capital de la provincia y próxima a la zona rebelde, fueron asesinados 159 derechistas, entre los que había 9 sacerdotes y 12 mujeres, 3 de ellas monjas, las únicas que perdieron la vida en toda la provincia. Hay pruebas de que algunos cadáveres fueron desmembrados y decapitados[101]. En cambio, en la provincia de Cuenca la represión no alcanzó cotas tan altas. En 199 de sus 329 pueblos y ciudades no se registró ninguna víctima mortal. El total de derechistas asesinados en la capital provincial ascendió a 64, y todos ellos perdieron la vida entre el 31 de julio y el 18 de diciembre de 1936[102].

La Andalucía rural, Levante y Cataluña presentaban diferencias significativas en sus estructuras sociales, tanto entre sí como dentro de las propias regiones. La estratificación social y la tensión que se vivió en las distintas capitales de provincia —Málaga, Almería, Murcia, Alicante, Valencia, Castellón, Tarragona, Gerona, Lérida y Barcelona— denotaban diferencias igualmente profundas, pese a lo cual el origen de la represión fue el mismo en todos los casos y sus prácticas, muy similares. El grado de amargura generado por los enfrentamientos de clase anteriores a 1936 fue un factor decisivo en la magnitud que alcanzó la violencia en estas regiones. Los bombardeos aéreos y los relatos de los aterrados refugiados que llegaban de la zona rebelde tenían un impacto enorme en todas partes. Un caso revelador en este sentido fue el de Elche en la provincia de Alicante, una ciudad de alrededor de 46 000 habitantes en la que no se produjo ningún asesinato hasta el 18 de agosto de 1936, cuando llegaron noticias de la matanza en Badajoz, mientras que las 2 últimas víctimas mortales se registraron la noche del 28 de noviembre de 1936, en venganza por un bombardeo sostenido. El hecho de que la CNT contara con menos de 400 militantes en la ciudad podría explicar quizá que el total de ejecuciones extrajudiciales realizadas en Elche fuera muy bajo (62), en relación con el número de habitantes, como también fue relativamente bajo el total de clérigos asesinados: 4 sacerdotes. La mayoría de los crímenes fueron atribuidos a miembros del Partido Comunista[103]. La principal atrocidad en Alicante, que costó la vida a 36 personas en la cárcel provincial, tuvo lugar a raíz de un ataque aéreo en la noche del 28 al 29 de noviembre de 1936. El bombardeo, anunciado con antelación, fue una represalia deliberada por la muerte de José Antonio Primo de Rivera, ocurrida ocho días antes[104].

La relación existente entre la fuerza numérica de la CNT-FAI y la naturaleza y la intensidad de la represión extrajudicial no está ni mucho menos clara. Dos ciudades alicantinas con un número de habitantes similar, en torno a 45 000, Alcoy y Orihuela, ofrecen comparaciones desconcertantes. En Alcoy, al norte de la provincia y dominada por la CNT, el número de personas asesinadas se elevó a 100, de las cuales 20 eran sacerdotes. El anticlericalismo anarquista fue la causa de que la principal iglesia de la ciudad fuera demolida piedra a piedra, en lugar de quemarla, y se emplearan sus materiales para construir una piscina olímpica. En Orihuela, una localidad situada al sur de la provincia, donde los socialistas eran la fuerza dominante, el número de víctimas mortales fue más moderado (46). Aunque la presencia de la CNT en Orihuela era marginal, como en Elche, 25 de los fallecidos fueron curas. Se identificó a los asesinos como jóvenes no afiliados a ningún partido político, aunque es probable, tal como han apuntado algunas fuentes, que actuaran al dictado del Comité Socialista de Orden Público[105].

Los sentimientos anticlericales eran generalmente más intensos allí donde los anarquistas tenían más poder, lo que no impidió, sin embargo, que se produjeran también graves ataques contra el clero en lugares en los que el PSOE era la fuerza política dominante, como Orihuela, Castilla la Nueva y Asturias. En el sudeste de la provincia de Toledo se alcanzó uno de los índices más elevados de ejecuciones extrajudiciales por habitante, mientras que, en el centenar de pueblos situados al norte, la violencia en la retaguardia fue mínima: solo en 47 municipios se registraron disturbios, que no se saldaron con víctimas mortales; y en 53 localidades el número de muertos se situó entre 1 y 5. La diferencia se explica por la elevada tasa de analfabetismo y el alto grado de conflictividad social en el sur. Igualmente dramáticas fueron las cifras en las zonas dominadas por los anarquistas al sur de Zaragoza, comprendidas entre Teruel y las regiones de la Terra Alta y el Priorat, ya en la provincia de Tarragona[106]. En todo caso, al margen de las diferencias y las similitudes, una cosa queda clara: de no haber saltado por los aires las normas básicas de la coexistencia social a raíz del golpe militar, la violencia en la retaguardia republicana jamás habría tenido lugar.