El terror de Mola: las purgas de Navarra,
Galicia, Castilla la Vieja y León
Tras proclamar el estado de guerra el 19 de julio de 1936, Mola dijo en Pamplona: «El restablecimiento del principio de autoridad exige inexcusablemente que los castigos sean ejemplares, por la seriedad con que se impondrán y la rapidez con que se llevarán a cabo, sin titubeos ni vacilaciones»[1]. Poco después, convocó una reunión de los alcaldes de la provincia de Navarra y les advirtió: «Hay que sembrar el terror… hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento y no procedemos con la máxima energía, no ganamos la partida. Todo aquel que ampare u oculte un sujeto comunista o del Frente Popular, será pasado por las armas»[2].
Instrucciones como estas revelan la inseguridad de los conspiradores, que nacía tanto de la certeza de que el golpe debería afrontar una enorme resistencia, como de la desesperada determinación para imponer el control cuanto antes. En ese sentido, ejercer el terror cumplía con unos objetivos a corto y a largo plazo. A corto plazo, se trataba de atajar la resistencia y garantizar que el territorio fuera «seguro» para los rebeldes. Por esa razón, cerca de la mitad de las ejecuciones se llevaron a cabo en los tres meses siguientes a la toma de poder de los sublevados en cada una de las regiones. A la larga, en cambio, era el método necesario para la aniquilación de todo lo que significaba la República, ya fuera el desafío específico a los privilegios de los terratenientes, los industriales, la Iglesia católica y el Ejército, o ya fuera, en términos más generales, un modo de librarse de la subyugación de los campesinos sin tierra, los obreros urbanos y, el punto más irritante para la derecha, las mujeres. En resumen, a eso se referían Sanjurjo, Franco, Gil Robles, Onésimo Redondo y otros cuando clamaban contra la amenaza de «africanización» judeomasónica y bolchevique. Por tanto, el objetivo del golpe militar era la aniquilación de esa «amenaza». La retórica con que se insistía en la necesidad de exterminar tales ponzoñas extranjeras, esgrimida desde antiguo por sus paladines en el clero, sería adoptada enseguida por la mayor parte de la jerarquía eclesiástica. A principios de septiembre, José Álvarez Miranda, obispo de León, llamó a los fieles católicos a unirse para combatir «el laicismo judío-masónico-soviético»[3].
El 31 de julio, tras saber que según la prensa francesa se había designado a Prieto para negociar con los rebeldes, Mola despotricó: «¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta Guerra tiene que terminar con el exterminio de los enemigos de España». El 9 de agosto, en otra prueba de su carácter, alardeó nuevamente de que su padre, gran tirador, a menudo jugaba a imitar a Guillermo Tell con su esposa. La pobre mujer tenía que aguantar en equilibrio piezas de fruta sobre la cabeza y sostener otras en la mano, como blancos para que su esposo demostrara su habilidad con el rifle. Mola le dijo a su secretario, José María Iribarren, que «una guerra de esta naturaleza ha de acabar por el dominio de uno de los dos bandos y por el exterminio absoluto y total del vencido. A mí me han matado un hermano, pero me la van a pagar»[4]. En realidad, su hermano Ramón se había suicidado al creer que el alzamiento había fracasado.
Fue en las regiones de España en las que el golpe militar halló poca o nula resistencia donde las verdaderas intenciones de los rebeldes se manifestaron con toda su transparencia. La ejecución de sindicalistas, miembros de los partidos de izquierdas, oficiales municipales electos, funcionarios republicanos, maestros de escuela y masones, gente, en definitiva, que no había cometido crimen alguno, constituyó una oleada de lo que Josep Fontana ha denominado «asesinatos preventivos». O como lo definió el comandante de la Guardia Civil de Cáceres, uno de los que pusieron en marcha el proceso, una «amplia limpieza de indeseables»[5]. En Navarra, Álava, las ocho provincias de Castilla la Vieja, las tres de León, las cuatro de Galicia, dos tercios de Zaragoza y la práctica totalidad de Cáceres, el golpe alcanzó el éxito en cuestión de horas, días a lo sumo. Las excusas que justificaron las matanzas en Andalucía y Badajoz —las presuntas atrocidades de la izquierda o la amenaza de una invasión comunista— no podían emplearse en áreas católicas y dominadas por la derecha. En esencia, el «crimen» de los ejecutados consistía en haber votado al Frente Popular o cuestionar su condición de subordinados, fueran trabajadores o mujeres[6].
Las palabras que Mola dirigió a los alcaldes navarros evidenciaban que los rebeldes se proponían arrancar de raíz el conjunto de la cultura progresista de la República. La idea quedó expuesta también en una serie de anteproyectos para los decretos que Mola presentó en la Junta Suprema de la UME: «Es lección histórica, concluyentemente demostrada, la de que los pueblos caen en la decadencia, en la abyección y en su ruina cuando los sistemas de gobierno democrático-parlamentario, cuya levadura esencial son las doctrinas erróneas judeo-masónicas y anarco-marxistas, se han infiltrado en las cumbres del poder … Serán pasados por las armas, en trámite de juicio sumarísimo, como miserables asesinos de nuestra Patria sagrada, cuantos se opongan al triunfo del Movimiento salvador de España». La destrucción de la República a través de la violencia armada se justificaba apelando a su ilegitimidad, pues aseguraban que se basaba en el fraude electoral y que sus líderes políticos eran parásitos y ladrones que no habían traído nada salvo la anarquía y el crimen[7].
Cuando una capital provincial pasaba a estar bajo el control de los militares rebeldes, rápidamente se ponía en marcha el proceso de «pacificación» o «limpieza» del resto de la provincia. Al igual que en el sur, la mortífera tarea recaía en columnas de civiles reforzadas por guardias civiles y soldados. Los terratenientes locales aportaban vehículos y caballos, y las columnas las integraban empleados de confianza y voluntarios, que podían ser falangistas, carlistas comprometidos, o simplemente personas que trataban de ganarse el favor de los poderosos o borrar un pasado izquierdista[8]. Otros participaban por dinero, o para aprovechar la truculenta oportunidad de cometer actos sanguinarios y violaciones. Las autoridades militares podían haber detenido la violencia en cualquier momento, pero de hecho lo que hicieron fue distribuir armas ampliamente. Puesto que eran quienes arbitraban el orden público, los militares reclutaron a miles de civiles para hacer lo que uno de los líderes de la Falange describió más tarde como «el trabajo sucio». Dar rienda suelta a la represión alentó la sed de matar indiscriminadamente, los crímenes vengativos y el latrocinio bajo la máscara de imponer la justicia. Aun después de la purga de una ciudad o un pueblo, se seguía matando sobre la base de las denuncias de quienes habían estado en prisión antes, o incluso para celebrar este o aquel aniversario[9].
La intención de instaurar una dictadura militar pronto adoptó una pátina de legalidad. Tras promulgar el primer decreto el 24 de julio de 1936, la Junta de Defensa Nacional se atribuyó «todos los poderes del Estado», algo que se repitió en posteriores edictos. Con el decreto n.º 37, del 14 de agosto, la Junta declaró que la República estaba «en rebeldía armada contra el legítimo gobierno de la Junta». El bando de guerra del 28 de julio amplió el estado de guerra a todo el territorio en manos de los rebeldes, y situó el derecho militar por encima del derecho civil. Se unificaban así los diversos bandos que hasta entonces habían sido publicados en distintos lugares, como el del 18 de julio de 1936 en Sevilla, con el que los militares se habían arrogado de manera totalmente arbitraria el derecho a castigar con la muerte a quienes se opusieran a sus acciones («serán juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas»). Se crearon varias categorías nuevas que incurrían en el delito de rebelión, entre ellas: a) la divulgación de rumores falsos; b) hallarse en posesión de armas sin permiso expreso de la nueva autoridad militar; c) celebrar reuniones sin autorización previa, y d) abandonar el lugar de trabajo. Quienes prestaran su apoyo a la República, ya fuera moral o con las armas, serían culpables de sedición y, en consecuencia, procesados por rebeldía ante tribunales militares y sometidos a la pena de muerte o a largas condenas de cárcel; todo ello justificado con el argumento de que el alzamiento obedecía a «los más altos valores morales y espirituales de Religión y Patria, puesto en trance de muerte por la atroz contumacia de unos pseudopoderes públicos, vendidos a la triple mentira judeo-francmasónica: Liberalismo, Marxismo y Separatismo. Por ello no puede hablarse de Rebelión Militar, sino referida al campo rojo; en nosotros, de Santa Rebeldía»[10].
Hubo casos, como en Segovia, en que las autoridades militares fueron mucho más allá al hablar de «el gobierno de Madrid, que desde el 19 de Julio se levantó en armas contra el Ejército, cuando este en vista de la marcha de los asuntos públicos se vio en la precisión de asumir la responsabilidad del poder, para evitar que el caos se adueñara del país»[11]. Un decreto del 31 de agosto de 1936 permitía que a partir de entonces cualquier oficial ejerciera de juez, fiscal o defensor en un juicio. Por tanto, los oficiales quedaban obligados a combatir al enemigo, tanto en el campo de batalla como en los tribunales, aunque, en el segundo caso, el enemigo contara con menos posibilidades de defenderse, si cabe. Tan amplio era el espectro de infracciones que caían dentro de la rebeldía militar que en 1937 se publicó un manual de consulta para que los oficiales pudieran conducir los «juicios». El autor, José María Dávila y Huguet, abogado del Ejército, reconocía en el prólogo que, habiendo «aumentado considerablemente el número de procedimientos en tramitación, consecuencia de la gloriosísima gesta con que nuestro Ejército, valientemente secundado por el verdadero pueblo español, está asombrando al mundo, que son muchas las dificultades con que en su labor tropiezan cuantos intervienen en aquellos». En consecuencia, el libro no aspiraba «sino a constituir elementalísimo manual orientador de quienes no cuentan con mejores medios para cumplir su misión judicial»[12].
El 20 de julio, Mola recibió la noticia de que en la carretera a Bilbao se había apresado un camión lleno de izquierdistas que huían de Pamplona. Sin dudarlo, por el auricular del teléfono rugió: «¡Que los fusilen inmediatamente y sobre la carretera!». Al darse cuenta del silencio sepulcral que había provocado su estallido de cólera, Mola lo pensó mejor y pidió a su ayudante que rescindiera la orden, mientras decía al resto de los reunidos en el despacho: «Para que ustedes vean que aun en estos momentos tan graves no soy tan sanguinario como me creen las izquierdas». A lo que uno de los oficiales allí presentes repuso: «General, no tengamos que arrepentirnos luego de blanduras». Tres semanas más tarde, el 14 de agosto, se oyó a Mola comentar: «Hace un año hubiese temblado de firmar un fusilamiento. No hubiera podido dormir de pesadumbre. Hoy le firmo tres o cuatro todos los días al auditor, y ¡tan tranquilo!»[13].
Fue en Navarra, de hecho, donde Mola adquirió plena confianza en el éxito del golpe. Los terratenientes ricos, cuyas corralizas habían sido ocupadas en octubre de 1933 por miles de campesinos sin tierra, tenían sed de venganza. Además, los rebeldes contaron desde el principio con el firme apoyo popular de la población local, profundamente católica. En palabras de los cronistas del Requeté, «lo que estaba amenazado no era sólo la tranquilidad de la digestión y el sueño de los poderosos», sino todo un sistema de valores[14]. Las instrucciones de Mola eran transcritas y distribuidas por Luis Martínez Erro, hijo de José Martínez Berasáin, director de la sucursal pamplonesa del Banco de Bilbao, que a su vez era el vínculo de los conspiradores con la burguesía local. Con la excepción del clero vasco, la mayoría de los curas y religiosos españoles tomaron partido por el bando rebelde. Desde sus púlpitos denunciaron a los «rojos» y adoptaron el saludo fascista. Bendecían las banderas de los regimientos nacionales por toda la España rebelde y algunos —en especial los sacerdotes navarros— no lo dudaron y partieron al frente. En Navarra, el clero había mantenido un estrecho contacto con los conspiradores militares y carlistas. Ávidos de noticias del alzamiento, los curas conspiradores, e incluso el obispo de Zamora, habían pasado muchas horas en la tienda de objetos religiosos de Luis Martínez Erro y la sastrería eclesiástica de Benito Santesteban, en Pamplona, entre hileras de sotanas, estantes de cálices y estatuas de la Virgen.
De hecho, algunos fueron de los primeros en unirse a las columnas rebeldes e instaron a sus congregaciones a hacer lo mismo. Con las cartucheras sobre las sotanas y rifle en mano, llenos de entusiasmo partieron a matar rojos. Tantos lo hicieron que los fieles se quedaron sin clérigos que dieran la misa u oyeran la confesión, y las autoridades eclesiásticas solicitaron el regreso de algunos de ellos[15]. Un voluntario británico que combatió con los Requetés habló de forma elogiosa sobre el padre Vincent, el capellán militar. «Era el más aguerrido y el más sediento de sangre que vi en España; habría sido mejor soldado que cura. “¡Hola, don Pedro! —me saludaba—. ¿Así que ha venido a matar rojos? ¡Fantástico! ¡Pues mate a montones!”. Cuando no estaba atareado con sus labores espirituales, estaba en plena acción. Cumplir su papel de ministro de Cristo le provocaba tremendas frustraciones. Le señalaba objetivos a Kemp y le instaba a que los derribara a tiros. “Creo que le costaba mucho contenerse para no arrebatarme el rifle y disparar él” … Cada vez que un miliciano atrincherado corría despavorido en busca de otro refugio, yo oía la voz del buen padre invadida por la emoción: “¡Que no se escape! ¡Ah! ¡Que no se escape! ¡Dispare, hombre, dispare! Un poco más a la izquierda. ¡Sí! ¡Ya le ha dado!”, exclamaba mientras el pobre hombre caía inerte»[16]. A diferencia de los que fueron al frente, Santesteban, un hombre alto de mirada torva, se quedó en Pamplona entregado, con la fiereza de una corneja especialmente rapaz, a la tarea de purgar la retaguardia de izquierdistas, liberales y masones. Tiempo después presumiría de haber matado a 15 000 rojos en Navarra, y más en San Sebastián, Bilbao y Santander. La izquierda, minoría en la provincia, se enfrentó al exterminio a manos de los fanáticos del alzamiento; el asesinato de civiles empezó inmediatamente. Los primeros meses, las ejecuciones al amanecer atraían a multitudes en Pamplona, y con ellas surgían los puestecillos de chocolate caliente con churros. Los rebeldes tomaban rehenes, a los que mataban en represalia cuando se daba parte de la muerte de un carlista[17]. A otros muchos los apresaba durante la noche el escuadrón falangista conocido como «Águila Negra», y los asesinaba luego en las afueras de Pamplona. La cifra de la que Santesteban presumió era descabellada, y se lo conocía también por salvar algunas vidas[18]. Sin embargo, a muchos de los prisioneros que acabaron en el cuartel del Requeté, en el monasterio de los Escolapios, no se los volvió a ver. En esta provincia ultraconservadora murieron asesinados 2822 hombres y 35 mujeres. Otras 305 víctimas murieron por malos tratos o desnutrición en la cárcel. Uno de cada diez votantes del Frente Popular en Navarra falleció en las purgas[19].
En tanto que los bombardeos aéreos o las noticias de las atrocidades que ocurrían en otras regiones provocaban con frecuencia represalias populares en la zona republicana, el terror en la zona nacional rara vez era descontrolado. Un ejemplo ilustrativo es lo que ocurrió en Pamplona el domingo 23 de agosto. El obispo de la ciudad, monseñor Marcelino Olaechea Loizaga, presidía una procesión multitudinaria en honor a la Virgen de Santa María la Real. El mismo día, el Diario de Navarra publicaba su alegato de la campaña bélica de los rebeldes, que describía como una cruzada. En el transcurso de la ceremonia, un grupo de falangistas y requetés sacó de la cárcel de Pamplona a 52 detenidos. En Valcaldera, una gran explotación ganadera a las afueras de la aldea de Caparroso, la mayoría de los prisioneros, entre los que se encontraba el dirigente socialista Miguel Antonio Escobar Pérez, fueron ejecutados. Uno logró escapar. Puesto que monseñor Olaechea había mandado a seis curas con el convoy de prisioneros (entre ellos el futuro obispo de Bilbao, Antonio Añoveros) para confesar y prestar consuelo espiritual a los condenados, poca duda cabe de que era consciente de lo que iba a ocurrir. Al ver que los párrocos tardaban más de lo que los falangistas estaban dispuestos a esperar, empezaron a matar a los que todavía aguardaban confesión. Los asesinos volvieron a Pamplona a tiempo de participar en los últimos actos de la ceremonia religiosa[20].
El 21 de octubre de 1936 tuvo lugar otra masacre cerca de Monreal, un pueblecito al sudeste de Pamplona. Tres días antes, en Tafalla, después del funeral de un teniente del Requeté muerto en combate, una multitud enfurecida había ido a la cárcel decidida a linchar a los 100 hombres y 12 mujeres que permanecían allí detenidos. Cuando la Guardia Civil impidió el baño de sangre, una delegación fue a obtener una autorización por escrito de las autoridades militares. Al cabo de esos tres días, de madrugada, 65 de los prisioneros fueron trasladados a Monreal y ejecutados por un grupo de requetés. El tiro de gracia lo administraba el coadjutor de Murchante, uno de los muchos sacerdotes navarros que habían dejado a sus congregaciones para ir a la guerra[21].
La represión en Navarra se llevó a cabo con especial ensañamiento en la zona de la Ribera del Ebro. La Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra había tenido un peso notable en la región antes de la guerra, como reflejó la magnitud de la matanza, tal como se vio en pueblos pequeños como Sartaguda, de 1242 habitantes, donde hubo 84 ejecuciones extrajudiciales (es decir, el 6,8 por ciento de la población); o en Peralta, de cuyos 3830 habitantes fueron asesinados 98 (el 2,5 por ciento). En el norte de España, Sartaguda pasó a conocerse como «el pueblo de las viudas». Si se excluye a los muy jóvenes, los ancianos y a prácticamente todas las mujeres, bien puede imaginarse la escala del terror. Las cifras apuntan a que cerca del 10 por ciento de la clase trabajadora masculina fue asesinada. Las mujeres republicanas fueron sometidas a abusos y humillaciones de diversa índole. En una zona donde las familias mantenían estrechos lazos, los asesinatos tuvieron repercusiones en toda la provincia, incluso más allá de los límites de la misma[22].
El padre Eladio Celaya, el párroco de setenta y dos años de la aldea de Cáseda, aunque originario de Peralta, destacó siempre por su preocupación por los miembros de su parroquia, hasta el punto de apoyar incluso su campaña para el retorno de las tierras comunales al pueblo. El 8 de agosto fue a Pamplona a protestar por los asesinatos en los despachos de la diócesis. Le dijeron que volviera a casa, puesto que nada podía hacerse. Sus esfuerzos por evitar la violencia culminaron con su muerte, el 14 de agosto de 1936, y su posterior decapitación. El padre Celaya no fue el único cura católico asesinado por los navarros ultrarreligiosos. El padre Santiago Lucas Aramendia era capellán castrense, además de abogado. Se sabía que era republicano, apoyaba a los socialistas y defendía la redistribución de las tierras. Se refugió en el convento del Carmen de Vitoria, pero lo apresaron los carlistas y lo llevaron a Pamplona. El 3 de septiembre de 1936, unos carlistas de su pueblo natal, Pitillas, lo asesinaron cerca de Urdiano[23].
Con el tiempo, el encarnizamiento de la violencia acabó por impresionar incluso a monseñor Olaechea hasta el punto de dedicar al asunto el sermón que dio el 15 de noviembre. El título de su homilía, que no halló eco en ninguna otra instancia eclesiástica, era «Ni una gota más de sangre de venganza». Teniendo en cuenta la atmósfera reinante, y a pesar de justificar la guerra en curso y las ejecuciones judiciales, no dejó de ser un acto de heroísmo considerable por parte del obispo pedir el perdón para el enemigo: «¡No más sangre! No más sangre que la que quiere Dios que se vierta, intercesora, en los campos de batalla, para salvar a nuestra Patria. No más sangre que la decretada por los Tribunales de Justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida»[24].
Sería desde Pamplona, ciudad en la que se había establecido, donde el cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado del conjunto de España, hablaría desde los micrófonos de Radio Navarra el 28 de septiembre de 1936 para celebrar la liberación del Alcázar de Toledo y «la ciudad del cristianísimo imperio español». Se alegraba de que la toma de dicha ciudad por parte de los rebeldes fuera el punto culminante de una guerra en la que el país asistía al «choque de la civilización con la barbarie, del infierno contra Cristo». Bramó contra «el alma bastarda de los hijos de Moscú», por la que «judíos y masones envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros y mongoles aderezados y convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita»[25].
La provincia de Logroño sufrió niveles similares de represión. Era también una región marcadamente conservadora en la que subyacía una considerable tensión social, que, a pesar de todo, no era comparable con la de las provincias del sur de España. Al igual que ocurriera en Navarra, habían existido tiranteces en las áreas rurales y se habían llevado a cabo cierto número de huelgas por parte de los trabajadores del campo, aunque el fácil dominio de la derecha quedó simbolizado por lo ocurrido en Arnedo en enero de 1932. El estatus de los terratenientes de la provincia en ningún momento fue seriamente cuestionado. De hecho, la débil insurrección anarquista de enero de 1933 era lo único que había despertado tímidamente los temores de la derecha. Sin embargo, en diciembre del mismo año murieron 7 voluntariosos revolucionarios, 3 guardias civiles y un guardia de asalto en los enfrentamientos que se desencadenaron en los pueblos productores de vino de la región, entre ellos Haro, Briones, Fuenmayor y Cenicero. El alzamiento fue aplastado con rapidez y el encarcelamiento de 433 trabajadores y el cierre de todos los sindicatos justificaron la amarga condena de los socialistas a la violencia suicida de la CNT. A partir de ese momento, la elevada tasa de desempleo alimentó la tensión creciente y se produjeron enfrentamientos entre la derecha y la izquierda en Calahorra, Nájera, Alfaro y Haro. La debilidad de la izquierda garantizó que, en 1934, tanto la huelga de agricultores de junio como el movimiento revolucionario de octubre tuvieran un impacto limitado en la provincia de Logroño[26].
A pesar de todo, la represión posterior dejó un legado de resentimiento que se manifestó en la campaña electoral de febrero de 1936, así como en la celebración de la victoria del Frente Popular en esos comicios. El 14 de marzo de 1936, la escalada de violencia en un choque entre falangistas y obreros provocó graves disturbios. En circunstancias ya de por sí complicadas, la Guardia de Asalto abrió fuego durante una manifestación, en la que murieron tres obreros y otros seis resultaron heridos. En represalia hubo ataques a varios colegios religiosos, a las oficinas del conservador Diario de La Rioja y a las sedes de la Falange, Comunión Tradicionalista y Acción Riojana (perteneciente a la CEDA). Unos días después hubo revueltas en el campo cuando los trabajadores en paro invadieron fincas privadas con la intención de acelerar la reforma agraria, además de una huelga del sector de la construcción en Logroño a lo largo del mes de mayo. Después de otros enfrentamientos instigados por algunos agitadores, murieron un carlista en Haro (el 16 de abril) y dos falangistas en Nájera (el 14 de junio)[27]. Merece la pena plantearse si ese nivel de conflictividad social explica la represión masiva y sangrienta que sucedió al golpe militar en la provincia.
El 19 de julio, el gobernador civil, Adelardo Novo Brocas, se negó a repartir armas entre la izquierda; aunque se declaró una huelga general, el alzamiento ya había triunfado con contundencia. Una columna de 1800 hombres al mando del coronel Francisco García Escámez viajó durante la noche en camiones, autobuses y coches desde Pamplona. Cuando cruzaron los dos puentes sobre el Ebro, una banda militar les dio la bienvenida a Logroño. El alcalde, Basilio Gurrea Cárdenas, cirujano dental, fue arrestado inmediatamente. Era un republicano moderado y amigo de Mola, que había pasado muchos años en Logroño y había sido paciente suyo. Sin embargo, cuando lo llevaron a Pamplona, Mola se negó a verlo. Gurrea fue ejecutado en Logroño el 7 de agosto[28]. Con la ayuda de la Guardia Civil, García Escámez aplastó rápidamente la débil resistencia de los izquierdistas sin armas en ciudades como Calahorra y Alfaro. Desde entonces, en los distintos pueblos la represión corrió a cargo de columnas de guardias civiles y una heterogénea mezcla de población civil. Un número notable de los falangistas y requetés que participaron en la matanza habían sido, antes de la guerra, miembros de la CNT, UGT o partidos republicanos, e incluso había quienes habían tomado parte en la insurrección anarquista de diciembre de 1933. Algunas de sus víctimas fueron ejecutadas; otras, arrojadas desde altos puentes al río[29]. También se dieron casos de republicanos que acabaron arrojados al río Ebro o al Tajo, a su paso por las provincias de Burgos y Cáceres respectivamente, lo cual provocó problemas de salud pública[30].
Mola nombró al capitán de Artillería Emilio Bellod Gómez gobernador civil de Logroño, y le pidió que empleara «mano muy dura», a lo que este le contestó: «No pase cuidado, mi General, así lo haré». Desde el 19 de julio hasta la sustitución de Bellod, en enero de 1937, se llevó a cabo el grueso de las matanzas, cuya mayor parte fueron ejecuciones extrajudiciales. Solo tras su marcha empezarían los juicios militares con carácter formal. Hasta entonces, el destino de los izquierdistas fueron las palizas y las torturas, la prisión y la muerte. Se asesinó a mujeres, y a las esposas de los reos ejecutados las sometieron a vejaciones como afeitarles la cabeza, obligarlas a beber aceite de ricino y otras formas de humillación sexual. La cárcel provincial de Logroño se llenó pronto, así que el frontón Beti-Jai y la Escuela Industrial se reconvirtieron en cárceles anexas. También el cementerio municipal se quedó pequeño enseguida y, de manera análoga, los cadáveres de los ejecutados empezaron a enterrarse en un descampado del término municipal de Lardero, al sur de Logroño. A finales de diciembre se habían producido cerca de 2000 ejecuciones en la provincia, incluidas las de más de 40 mujeres. En el curso de la guerra, el 1 por ciento de la población total fue ejecutada. Al igual que en Navarra, los lugares más afectados fueron los pueblos de la ribera del Ebro donde el Frente Popular había obtenido la mayor parte de los votos, tales como Logroño, con 595, Calahorra, con 504, Haro, con 309, Alfaro, con 253, y Arnedo, con 190[31]. Un aspecto destacable de la represión fue el gran apoyo que recibió de los campesinos católicos y pequeños terratenientes en las poblaciones de menor tamaño[32].
La experiencia de los prisioneros republicanos en Logroño se conoce en buena medida gracias a que uno de ellos, Patricio Escobal, ingeniero municipal y miembro de la Izquierda Republicana liberal, sobrevivió. A pesar de que la mayoría de sus correligionarios fueron asesinados, Escobal salió con vida de los atroces malos tratos recibidos en prisión porque había sido un célebre futbolista, capitán distinguido del Real Madrid y miembro del equipo que consiguió la medalla de plata para España en las Olimpiadas de 1920. El escándalo que podía desencadenar su muerte contuvo a sus opresores, y así fue como vivió para escribir sus memorias, Las sacas[33].
Hubo en la provincia de Logroño ejemplos de religiosos que trataron de contener a quienes perpetraban estas atrocidades. En 83 pueblos de la provincia no se produjeron esta clase de muertes, en parte gracias a la actuación de los curas, pero sobre todo porque existía una tolerancia previa entre la izquierda y la derecha. Claro que, en tal caso, cabe suponer cierta connivencia clerical en los 99 pueblos y ciudades donde tuvieron lugar asesinatos extrajudiciales. Intervenir para impedir los asesinatos requería una valentía considerable. El padre Antonio Bombín Hortelano, monje franciscano de Anguciana, a las afueras de Haro, murió a manos de los falangistas por haber criticado en sus sermones a los ricos y haber denunciado la injusticia social. Otros sacerdotes que fueron a entrevistarse con Bellod para pedir misericordia con los prisioneros fueron literalmente expulsados de su despacho. Por desgracia, y a pesar de recientes informaciones según las cuales Fidel García Martínez, obispo de Calahorra, fue a Logroño a protestar ante Bellod por las ejecuciones arbitrarias, no hay pruebas de que el obispo hiciera nada para poner freno a la represión[34].
Uno de los colaboradores más próximos y leales a Mola fue el general Andrés Saliquet Zumeta, un hombre campechano que lucía un espléndido bigote. Sin destino oficial durante la República, Saliquet vivía en Madrid, aunque cultivaba estrechos vínculos con la ultraderecha de Valladolid, que alojaba la capitanía de la VII Región Militar, y donde ejerció de enlace clave entre los oficiales comprometidos con el golpe y la Falange local[35]. Valladolid fue una provincia en la que las hostilidades entre falangistas e izquierdistas eran diarias, tanto en la capital provincial como en pueblos más pequeños. La espiral de provocación y represalias creó un clima de terror. En palabras del destacado periodista vallisoletano Francisco de Cossío: «La Falange de Valladolid no descansaba un instante en la defensa, teniendo a nuestros socialistas a raya. Ni un solo desmán de estos quedaba sin réplica. Y, así, presenciábamos diariamente un heroico Talión». A mediados de junio, unos falangistas armados con pistolas automáticas asaltaron las tabernas donde se solían congregar los militantes de izquierdas. También se colocaron artefactos explosivos en los domicilios de los miembros más destacados del Frente Popular, así como en varias casas del pueblo. La reacción izquierdista no se hizo esperar: hubo ataques a falangistas y saqueos en el Centro Tradicionalista Carlista, cosa que solo sirvió para afianzar la determinación de los conspiradores de la ciudad[36].
En vísperas del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, Valladolid era una ciudad que rezumaba odio. El gobernador civil republicano, Luis Lavín Gautier, hizo frente a la enorme y difícil tarea de contener los enfrentamientos callejeros entre ambos bandos. La Falange Española de las JONS practicaba cada vez más la violencia descontrolada que tanto exaltaba a Onésimo Redondo, y para ello contaba además con el respaldo de la Policía Local, la Guardia de Asalto, la Guardia Civil y unidades del Ejército, que simpatizaban con la Falange, todas ellas fuerzas que se sumaron al alzamiento, incluso antes de la llegada del general Saliquet. Esa fue una de las razones del éxito inmediato que el golpe tuvo en Valladolid. A pesar de las reivindicaciones franquistas posteriores, la resistencia de la izquierda fue mínima, pues eran pocas las posibilidades que tenía contra las tropas sublevadas. Las órdenes de Lavín de armar a los obreros fueron desobedecidas y en cambio se distribuyeron pistolas entre la Falange. La huelga general declarada por los sindicatos de izquierdas fue sofocada rápida y brutalmente. Cossío se regodeaba en haber visto a un dirigente socialista «correr como una liebre por una calle céntrica en busca de un escondite». Cientos de socialistas se refugiaron con sus familias en los sótanos de la casa del pueblo. Después de que el edificio recibiera un breve ataque de artillería, se rindieron[37]. La mayoría de las mujeres y todos los niños pudieron irse libremente, pero 448 hombres fueron arrestados. Según las cifras oficiales, se detuvo a casi un millar de republicanos, socialistas y anarcosindicalistas en la ciudad, entre los que constaban el gobernador civil, Luis Lavín, el alcalde socialista, Antonio García Quintana, y el único diputado socialista de la provincia, Federico Landrove López; los tres serían ejecutados. De los restantes, solo un número relativamente pequeño había participado en la resistencia armada al alzamiento.
Por ser la primera ciudad del interior donde triunfó el golpe militar, Valladolid se conocería a partir de entonces como «la capital del Alzamiento»[38]. El domingo 19 de julio, apenas veinticuatro horas después del golpe, Onésimo Redondo, en prisión tras perpetrar un atentado con bomba en la comisaría central de policía el 19 de marzo, fue puesto en libertad en Ávila. Volvió a Valladolid y rápidamente se puso en contacto con el general Saliquet. Tras obtener el visto bueno del general para desplegar las milicias de la Falange Española de las JONS, Redondo estableció su cuartel general en la Academia de Caballería, desde donde envió escuadrones de falangistas armados a todos los rincones de la provincia para acabar con la resistencia de la izquierda. Demostró ser incansable en su reiterada vocación por llevar a la práctica la aniquilación del marxismo. En su primer discurso radiofónico, retransmitido el 19 de julio, mostró su característica intransigencia: «Estamos entregados totalmente a la guerra y ya no habrá paz mientras el triunfo no sea completo. Para nosotros todo reparo y todo freno está desechado. Ya no hay parientes. Ya no hay hijos, ni esposa, ni padres, sólo está la Patria». Habló también de la necesidad de «redimir el proletariado» a través de la justicia social. Tras declarar que la vida económica de la ciudad debía seguir como de costumbre, amenazó que «los obreros y dependientes responden con su vida de su conducta. Y los perturbadores ocultos, si alguno queda, serán cazados por los ojos vigilantes de nuestras Falanges y centurias»[39].
La firmeza de los rebeldes en la aplicación de las formas más extremas del terror se redobló con los primeros reveses que sufrieron en otros lugares. El cabecilla general del golpe, el general Sanjurjo, había muerto al estrellarse el avión que debía traerlo a España, y Mola, que llegó a Burgos el 20 de julio, asumió el mando. Franco y el Ejército africano habían quedado bloqueados en Marruecos por la flota republicana. Las fuerzas anarquistas de Barcelona avanzaban, prácticamente sin hallar oposición, hacia Zaragoza. Las tropas de Mola, que por añadidura sufrían escasez de municiones, habían sido detenidas en la sierra al norte de Madrid. El propio Mola quedó profundamente abatido por esta suma de contratiempos, pero recobró los ánimos con la visita que hizo a Zaragoza, el 21 de julio, para departir con el general Miguel Cabanellas. A instancias de Cabanellas, decidieron crear un gobierno rebelde provisional, la Junta de Defensa Nacional, cuya formación fue anunciada por Mola en Burgos el 23 de julio[40]. Ante el temor de que Francia enviara ayuda a la República, Mola contemplaba la posibilidad de renunciar. No obstante, al final canalizó su pesimismo en una mayor determinación de aterrorizar a la izquierda y someterla[41].
Tal era la cruda realidad que sirvió de trasfondo a la represión en Valladolid. A pesar del rápido triunfo del golpe, la ciudad asistió a la arremetida implacable sobre la izquierda local. La matanza se aceleró a resultas de la muerte de Onésimo Redondo en un enfrentamiento con fuerzas republicanas en Labajos, provincia de Segovia, el 24 de julio. Cuando los falangistas llegaron al lugar de los hechos y no pudieron dar con los asesinos de su líder, mataron a un obrero y se llevaron a otros cinco hombres a Valladolid, donde los ejecutarían en septiembre. El presidente de la casa del pueblo de Labajos murió (según se dijo, se suicidó) en la sede de la Falange vallisoletana[42]. El 25 de julio, en la catedral de Valladolid se celebró una misa de réquiem en memoria de Onésimo Redondo, con la pompa que normalmente se reservaba a los héroes nacionales. El féretro, cubierto con la bandera monárquica, fue trasladado en un carruaje tirado por seis caballos blancos. Encabezaba la procesión un pelotón falangista, seguido de una banda militar y muchachas con enormes coronas de flores. Según Francisco de Cossío, que presenció el funeral, se respiraba en el ambiente la sed de una venganza inmediata. Tras la ceremonia, una multitud emocionada «eligió» por aclamación popular al hermano de Onésimo, Andrés, para el cargo de jefe territorial de la Falange en León y Castilla la Vieja. Un destacado falangista local, el grosero José Antonio Girón de Velasco, comentó que el recién nombrado «lo único que sabía de Falange era que llevábamos camisa azul». Eso no fue óbice, no obstante, para que Andrés Redondo mantuviera plenamente las mismas políticas violentas que su hermano. Aquel mismo 25 de julio, por la noche, declaró en la emisora de radio local sobre la muerte de Onésimo: «Todos los falangistas han jurado vengarla»[43].
Años después, la viuda de Onésimo Redondo, Mercedes Sanz Bachiller, declaró con total convencimiento que la muerte de su esposo intensificó la represión posterior. De hecho, el proceso de venganza contra la izquierda en Valladolid estaba ya en marcha y fue ganando impulso durante los meses siguientes. Numerosos trabajadores socialistas de las obras ferroviarias fueron hacinados en las naves donde se guardaban los vagones. Quienes habían obedecido la orden sindical de hacer huelga el sábado 18 de julio y no se habían reincorporado a sus puestos de trabajo para el martes 21 de julio, fueron ejecutados acusados de «instigar a rebeldía». En lo que quedaba de verano y a lo largo del otoño, se arrestó a cualquiera que hubiera ostentado un cargo en un partido de izquierdas, en un ayuntamiento o en un sindicato, y eran muchas las probabilidades de acabar «paseado» (es decir, ejecutado en una cuneta tras ser apresado por los falangistas) o sometido a un consejo de guerra sumario. El crimen de muchos de ellos consistía únicamente en la pertenencia a un sindicato o una organización de izquierdas o liberal. La declaración del bando de guerra del general Saliquet, hecho público a primera hora de la mañana del 19 de julio, supuso una contundente amenaza de muerte contra todos los que no apoyaran activamente el alzamiento. Los «crímenes» sujetos a un juicio sumario y la inmediata ejecución incluían la «rebeldía», tanto en defensa de la República como, irónicamente, por no respaldar a los rebeldes, y se ampliaban a la desobediencia, la falta de respeto, el insulto o la calumnia tanto hacia los militares como a los que se habían militarizado (entre los que se contaban, por tanto, los falangistas). Se arrestó a varios hombres ante la sospecha de que sintonizaban emisoras de Madrid. Se instauraron los tribunales de guerra, y los escuadrones de fusilamiento empezaron a operar. Otros 642 hombres serían detenidos en agosto y 410 más en septiembre[44].
A la espera de ser juzgados, los prisioneros de Valladolid, al igual que ocurría en la mayoría de provincias sublevadas, vivían en condiciones espantosas. Puesto que la cárcel de la localidad no disponía ni del espacio ni de los recursos necesarios para mantener a tantos reclusos, dos talleres donde se reparaban los carruajes del tranvía se utilizaron para alojar a los prisioneros. La masificación, la desnutrición y la carencia de las condiciones básicas de higiene provocaron muchas muertes por enfermedad. En la prisión, más de seis prisioneros se hacinaban en cada celda individual. Los obligaban a darse duchas heladas y luego, aún mojados y temblorosos, los sometían al acoso de guardias que los apaleaban con porras o a culatazos. La responsabilidad de la comida, la ropa y la lavandería corría a cargo de las familias, lo cual se convertía en una tremenda penuria para estas, dado que se las había privado de su principal sustento[45].
Las estimaciones de la represión en la provincia de Valladolid han variado enormemente con el tiempo, y oscilan entre un máximo de 15 000 y un mínimo de 1303. Las cifras exactas son imposibles de precisar, puesto que muchas muertes ni siquiera están documentadas. El estudio más reciente llevado a cabo en la localidad las sitúa alrededor de las 3000[46]. Se juzgó a 1300 hombres y mujeres entre julio y diciembre de 1936, a menudo en grupos numerosos. Tales «juicios» consistían en poco más que la lectura de los nombres de los acusados, los cargos que se les imputaban y la sentencia. Aunque la mayoría de los acusados por rebeldía contra el Ejército se exponían a la pena de muerte o hasta treinta años de prisión, no se les concedía la oportunidad de defenderse, ni siquiera se les permitía hablar. Casi todos los consejos de guerra se celebraban de lunes a viernes y rara vez duraban más de una hora. Los 448 detenidos tras la rendición de la casa del pueblo fueron juzgados en bloque, acusados de sublevarse contra el Ejército. De ellos, 40 fueron sentenciados a muerte, 362 a treinta años de prisión, 26 a veinte años, y a 19 de ellos los declararon inocentes. Los 40 ejecutados habían ocupado algún puesto de responsabilidad en las organizaciones socialistas locales, y ese fue el motivo de su condena. A la única mujer sentenciada a muerte se le conmutó la pena por treinta años de cárcel; sin embargo, al menos 16 mujeres fueron ejecutadas en Valladolid. Hubo más casos de tribunales colectivos, en los que se «juzgó» a 53, 77 y 87 personas de una sola vez. A veces el «crimen» no era otro que ser un parlamentario socialista, como le ocurrió a Federico Landrove, y también a José Maesto San José (diputado por Ciudad Real) o a Juan Lozano Ruiz (Jaén), capturados en las inmediaciones de Valladolid[47].
A los condenados en un consejo de guerra los sacaban de la prisión de madrugada y los llevaban en camiones al Campo de San Isidro, a las afueras de la ciudad. Se convirtió en una práctica tan habitual que, como en otros lugares, se instalaron puestos de café y churros para quienes iban a mirar. Cada noche, en el casino, miembros de familias distinguidas, y católicos de clase media con educación, se recordaban unos a otros no faltar al espectáculo del día siguiente. Incluso fue necesario poner guardias para contener a las multitudes que se apiñaban para mirar y lanzar insultos a los condenados. Era una reacción tan inaudita que el recién nombrado gobernador civil de la provincia, el teniente coronel Joaquín García de Diego, publicó un comunicado en la prensa local reprendiendo a quienes hacían de las ejecuciones un pasatiempo. Tras declarar, curiosamente, que la represión debía reflejar «la nobleza de sentimientos y la generosidad para con el vencido», deploraba la presencia de niños, muchachas y mujeres casadas en los fusilamientos. El terror se convirtió en algo normal y nadie se atrevía a condenarlo por temor a que lo tacharan de «rojo»[48]. Algo similar ocurrió en Segovia, donde las señoras de clase media asistían a los consejos de guerra, y celebraban con risas y vítores las condenas a muerte. Algunos convecinos elogiaron las ejecuciones como «una corrida muy buena». A los habitantes de Matabuena, un pueblecito al nordeste de Segovia, los obligaban a asistir a los fusilamientos[49].
Al menos, las 616 ejecuciones que se llevaron a cabo en Valladolid a resultas de los juicios sumarios quedaron registradas[50]. Por el contrario, los asesinatos no oficiales a cargo de las «patrullas del amanecer» son imposibles de cuantificar. Fue una práctica más extendida, aunque menos pública. Las ejecuciones solían evidenciar una torpeza extrema. Envalentonándose con coñac, los pelotones a menudo herían a los prisioneros en lugar de matarlos y los dejaban a merced de una muerte lenta y agónica. A veces abandonaban los cadáveres en las cunetas, otras los enterraban en fosas comunes a escasa profundidad. Se dieron casos de prisioneros heridos que fueron enterrados vivos. Las sacas o paseos de prisioneros a menudo se hacían de manera harto arbitraria por falangistas que llegaban a las cocheras de carruajes o a la plaza de toros justo antes del alba. En un alarde de humor macabro, una víctima podía ser elegida simplemente porque fuera el día de su santo. Sobre la base de las ciudades y pueblos donde se pudo reconstruir lo sucedido, se ha calculado que por lo menos 928 personas murieron asesinadas por estas patrullas, aunque lo más probable es que la cifra total sea significativamente superior. Esas matanzas aleatorias crearon cierta alarma sanitaria, por temor a que la descomposición de los cadáveres afectara el suministro de agua[51]. De lo que no cabe duda, se mire como se mire, es de que la magnitud de la represión fue totalmente desproporcionada a los enfrentamientos que hubo en la ciudad el 18 y 19 de julio. Al final de la guerra todavía había 3000 detenidos en la cárcel provincial, de los cuales 107 murieron a consecuencia de las terribles condiciones del encierro[52].
La influencia de Onésimo Redondo fue mucho más allá de Valladolid. El 23 de julio, un grupo de sus seguidores más exaltados llevó su mensaje a Salamanca. Cuando llegaron las primeras noticias del alzamiento, el general al mando del Ejército en la zona, Manuel García Álvarez, había garantizado al gobernador civil, Antonio Cepas López, al alcalde, Casto Prieto Carrasco (ambos de Izquierda Republicana) y al diputado socialista José Andrés y Manso que las fuerzas militares de la zona se mantendrían leales a la República, así que optaron por no convocar una huelga general. Sin embargo, lo cierto es que cuando García Álvarez fue informado durante la noche del alzamiento en Valladolid, ordenó a las tropas locales apoyar el golpe militar. Antes del amanecer del 19 de julio, se colocaron puestos con ametralladoras en las principales plazas de Salamanca. Alrededor de las once de la mañana, una compañía de soldados montados entró en la plaza Mayor y el capitán José Barros Manzanares leyó el bando de guerra del general Saliquet. La plaza estaba atestada de gente, pues la lectura coincidió con la salida de misa de la iglesia de San Martín. Las últimas palabras del bando, un hipócrita «¡Viva la República!», fueron coreadas por la mayor parte de la multitud; pero de pronto alguien gritó: «¡Viva la revolución social!», y disparó un tiro que hirió a un cabo. Los soldados abrieron fuego sobre los allí congregados y mataron a cuatro hombres y una joven. Había empezado el terror[53].
Las tropas ocuparon el ayuntamiento, las oficinas del gobernador civil, la estafeta de Correos, la centralita de teléfonos y la estación del ferrocarril. Los falangistas encarcelados fueron liberados. Prieto Carrasco y Andrés y Manso trataron de organizar la resistencia, aunque en vano. Había pocas armas disponibles, pero además los izquierdistas de la ciudad no sabían cómo utilizarlas, de manera que no sirvieron de nada y, tanto estos dirigentes como el resto de la izquierda local, relativamente minoritaria, los liberales y quienes habían apoyado la huelga fueron arrestados. Parecida suerte corrió la resistencia en otros lugares de la provincia, como Ciudad Rodrigo, Ledesma y Béjar. En Béjar, único núcleo industrial de la provincia, la Guardia Civil no se atrevió a pronunciarse a favor de la rebelión; pese a todo, el pueblo cayó el 21 de julio con la llegada de una columna de falangistas y tropas regulares. Nada menos que 400 personas fueron arrestadas; a 12 mujeres les raparon la cabeza y las hicieron desfilar por las calles. En la misma Salamanca, García Álvarez eligió a dos de sus oficiales y a uno lo nombró alcalde (el comandante Francisco del Valle Martín) y al otro, gobernador civil (el teniente coronel Rafael Santa Pau Ballester). Salvo al rector de la universidad, Miguel de Unamuno, y al cedista Miguel Íscar Peyra, al grueso de los miembros de la municipalidad los designaron los terratenientes locales o los militares rebeldes. Unamuno creyó, ingenuamente, que su presencia garantizaría el civismo por parte de los nuevos gobernantes, pero en realidad dicho concejo no era más que una apariencia de «legalidad», puesto que Del Valle se limitaría a ejercer su autoridad del mismo modo que si mandase una plaza militar.
Siguiendo las instrucciones de Mola sobre la necesidad de llevar a cabo una campaña de terror rápida y ejemplar, la izquierda fue aplastada con brutalidad. El teniente coronel Santa Pau ordenó la disolución de todos los ayuntamientos socialistas de la provincia, que debían sustituirse por «elementos patrióticos». Puesto que en Salamanca no se habían producido prácticamente incidentes violentos en los meses previos al golpe militar, la mayor parte de los liberales e izquierdistas ni siquiera trataron de huir. Fue Santa Pau, de hecho, quien abrió la veda para la caza de brujas al hacer pública la invitación «a todos los patriotas a que se presenten con urgencia en el cuartel de Infantería para ser militarizados. En los pueblos, todos los labradores, los valientes patriotas, deberán ponerse inmediatamente en contacto con la Guardia Civil, secundándola en la tarea de reducir los pequeños focos extremistas. Las fuerzas de la Benemérita tienen orden de entregar las armas a las personas que las depositaron anteriormente. Los afiliados de Falange Española, Acción Popular, Bloque Agrario, Renovación Española y Requetés, y demás organizaciones de tipo nacional deben presentarse a secundar las decisiones de la Benemérita, acabando en horas con el poder socialista refugiado en las Gestoras».
En consonancia con estas órdenes, los derechistas crearon en la ciudad una Guardia Cívica, compuesta de escuadrones paramilitares que iniciaron una oleada de represiones prácticamente incontrolada, en la que tenían cabida las venganzas personales y la criminalidad descarnada. Los ganaderos formaron una columna montada que se bautizó como el «Tercio de Cazadores». Las columnas falangistas armadas arrasaron pueblos, llevándose a su paso a presuntos izquierdistas; patrullaban también la frontera con Portugal para impedir la huida de sus presas. Poco a poco, en toda la provincia los huelguistas fueron arrestados; luego, o iban a la cárcel, o acababan ejecutados. Algunos de ellos simplemente «desaparecían» tras los interrogatorios y las torturas, en tanto que a otros los transferían a la cárcel provincial. Muchos morían allí luego por las condiciones de insalubridad de una prisión que, diseñada para 100 reclusos, alojó hasta más de 2000 durante la guerra, con una docena o más de ocupantes en celdas individuales o dobles. La represión indiscriminada provocó el colapso de los servicios públicos, y dejó a las escuelas sin maestros. En toda la provincia, la Guardia Civil apresó a los alcaldes que se negaban a cumplir el bando de guerra o declaraban una huelga general en contra del golpe. El 21 de julio, el general García Álvarez dejó claro que el bando se aplicaría con firmeza implacable. Y ordenó además que, en los pueblos donde no hubiera cuartel de la Guardia Civil, «las fuerzas rebeldes de cada localidad se incauten del Ayuntamiento, manteniendo el orden a todo trance»[54].
La situación empeoró drásticamente tras la llegada de los seguidores de Onésimo Redondo, acompañados de una unidad de tropas capitaneadas por el amigo de Franco, el comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval, quien había organizado la represión en Asturias después de octubre de 1934. El 23 de julio, los falangistas pusieron pie en Salamanca en estado de euforia, tras la arenga de Onésimo en el frente de batalla. Izaron la bandera falangista en el ayuntamiento y exigieron conocer el nombre de todos los izquierdistas que se encontraban en la cárcel y poco después empezaron las sacas. Fueron arrastrados de sus celdas y los ejecutaban en los campos de los alrededores. De hecho, durante la primavera de 1936, la derecha local había elaborado listas negras de personas que, llegado el momento, habría que eliminar. Tanto el alcalde, Casto Prieto Carrasco, como el diputado socialista, José Andrés y Manso, eran moderados. Catedrático de Radiología en la Facultad de Medicina, Prieto Carrasco era un hombre afable y espiritual, que prefería el rearme moral a la lucha armada. Cuando lo nombraron gobernador civil interino en 1931, su reacción fue invitar a su predecesor monárquico a cenar. Sin embargo, la derecha católica de Salamanca lo detestaba. Siendo ya alcalde, en 1933 entregó una orden de expropiación al hospital de la Santísima Trinidad, sobre la base de que no prestaba los cuidados médicos adecuados a sus pacientes, pero siempre había actuado de modo ecuánime[55]. Andrés y Manso, inspector escolar y profesor en la Escuela Normal de Maestros, también abogado de formación, era un hombre conocido por su honestidad y rectitud. Sin embargo, no le sirvió de nada, puesto que su papel como editor de Tierra y Trabajo, el periódico de la FNTT en Salamanca, lo convirtió a ojos de los rebeldes en un subversivo, un «elemento perturbador» al que, como a Carrasco, había que eliminar[56].
Ambos habían permanecido en Salamanca con la idea de que, puesto que no habían cometido crimen alguno, no tenían nada que temer. Sin embargo, los arrestaron el 19 de julio y dos días después los confinaron en la cárcel provincial. La prisión albergaba a 65 hombres cuando llegaron, y una semana más tarde estaba hasta los topes, con más de 400 reclusos[57]. El 29 de julio, Carrasco Prieto y Andrés y Manso fueron sacados de prisión por el cabecilla de la Falange local, Francisco Bravo, a quien acompañaban los recién llegados de Valladolid en busca de víctimas para vengar la muerte de Onésimo Redondo. Los cadáveres de los dos hombres aparecieron en una zanja a 37 kilómetros de Salamanca, en La Orbada, en la carretera a Valladolid. Con frecuencia se ha dicho que los asesinaron recreando el ritual de una corrida de toros[58]. Atilano Coco, pastor protestante, fue ejecutado el 9 de diciembre de 1936 porque, al igual que otros pastores detenidos, torturados y ejecutados, se presuponía que ser protestante equivalía a apoyar al Frente Popular. Por ejemplo, el 10 de septiembre, en San Fernando (Cádiz), otro pastor protestante, Miguel Blanco Ferrer, fue fusilado por negarse a ser bautizado como católico[59]. En Valladolid, las ejecuciones siguieron. Más adelante ese mismo año, los concejales socialistas Casimiro Paredes Mier y Luis Maldonado Bomatti fueron sacados de prisión y ejecutados. En junio de 1937, Manuel de Alba Ratero, un veterano concejal y líder del sindicato ferroviario, fue sentenciado a muerte por un tribunal militar y, posteriormente, ejecutado. Además, cuatro socialistas fueron asesinados por haber participado en una reunión clandestina durante los sucesos revolucionarios de octubre de 1934; otro, Manuel Fiz Fonseca, por haber sido miembro del comité de huelga[60].
En los falsos «documentos secretos comunistas» que se difundieron para justificar el golpe militar, se decía que José Andrés y Manso había encabezado la conspiración comunista en Castilla la Vieja. El 2 de agosto aparecía en la prensa local la presunta noticia: «La noche pasada, del 31 de julio al 1 de agosto, había de comenzar a realizarse el plan ejecutando los acuerdos del pacto, o sea haciendo desaparecer muchos miles de personas de todas las capitales, para que la madrugada de hoy fuese la primera alborada, triste y trágica del comunismo español»[61]. El vínculo de Andrés y Manso con un plan —por supuesto, inexistente— de matar a derechistas mientras dormían sirvió para justificar su asesinato, así como el de muchos otros.
Poco después de los sucesos en la cárcel Modelo de Madrid, a mediados de agosto, en el Ministerio de la Guerra se interceptó un mensaje radiofónico del general Mola al comandante de la Guardia Civil de Valladolid. Camino a Burgos desde Valladolid, Mola se había inquietado con el retraso de su vehículo mientras despejaban la carretera de un gran número de cadáveres. En su mensaje exigía que en adelante las ejecuciones se llevaran a cabo lejos de las carreteras principales y que los cuerpos fueran enterrados inmediatamente. Un oficial republicano escribió tiempo después: «Creí que ese mensaje merecía ser enmarcado y exhibido, e ingenuamente esperaba que me sirviera de argumento contra quienes protestaban con tanto resentimiento de que la República era incapaz de hacer cumplir la ley»[62].
El filósofo Miguel de Unamuno estaba furioso consigo mismo por haber apoyado en un primer momento el alzamiento militar. En su diario, el 25 de octubre se preguntaba: «¿Qué será de mi España cuando despierte de esta salvaje pesadilla?». Ya el 13 de agosto se había lamentado de la siguiente manera: «Las personas son llevadas por la fuerza al campo y fusiladas en las cunetas o contra las tapias. Es la forma de saldar cuentas personales y satisfacer venganzas. No se conocen las manos asesinas. Los encargados de “pasear” vienen de Valladolid, de Béjar o de cualquier otro lugar de la provincia. Ahí están las tapias del cementerio, el pinar de la Orbada, el puente de la Salud o la carretera de Zamora para recoger a los muertos». A medida que avanzaba la guerra, se mostraba cada vez más compungido. El 27 de noviembre, escribió: «Aquí en Salamanca no hay guerra, sino algo peor porque se oculta en el cinismo de una paz en estado de guerra. No hay guerra de trincheras y bayoneta calada, pero la represión que estamos sufriendo no hay forma de calificarla. Se cachea a la gente por todas partes. Los “paseos” de presos hasta los lugares de fusilamiento son constantes. Se producen desapariciones. Hay torturas, vejaciones públicas a las mujeres que van por la calle con el pelo rapado. Trabajos forzados para muchos disidentes. Aglomeración inhumana en la cárcel. Y aplicaciones diarias de la ley de fugas para justificar ciertos asesinatos»[63].
El 1 de diciembre de 1936, escribió a su amigo Quintín de Torre sobre la vida en Salamanca: «Es un estúpido régimen de terror. Aquí mismo se fusila sin formación de proceso y sin justificación alguna. A alguno porque dicen que es masón, que yo no sé qué es esto ni lo saben los bestias que fusilan por ello. Y es que nada hay peor que el maridaje de la dementalidad de cuartel con la de sacristía. Y luego la lepra espiritual de España, el resentimiento, la envidia, el odio a la inteligencia». Dos semanas más tarde, decía: «Me dice usted que esta Salamanca es más tranquila, pues aquí está el caudillo. ¿Tranquila? ¡Quiá! Aquí no hay refriegas de campo de guerra, ni se hacen prisioneros de ellas, pero hay la más bestial persecución y asesinatos sin justificación. En cuanto al caudillo —supongo que se refiere al pobre general Franco— no acaudilla nada en esto de la represión, del salvaje terror de retaguardia. Deja hacer. Esto, lo de la represión de retaguardia, corre a cargo de un monstruo de perversidad, ponzoñoso y rencoroso, que es el general Mola». Franco se había instalado en Salamanca en septiembre, ya como líder táctico del bando rebelde. Y seguía, asqueado: «Claro está que los mastines —y entre ellos algunas hienas— de esa tropa no saben ni lo que es la masonería ni lo que es lo otro. Y encarcelan e imponen multas —que son verdaderos robos— y hasta confiscaciones y luego dicen que juzgan y fusilan. También fusilan sin juicio alguno»[64]. Citaba al padre Tusquets como uno de los principales adalides a la hora de justificar la violencia[65].
En toda la provincia la Falange dio caza a los izquierdistas, denunciados por sus propios vecinos. Una de las cuadrillas represoras más temidas era la capitaneada por Diego Martín Veloz, el beligerante terrateniente y antiguo oficial del Ejército que tanto había alentado el golpe.
Poco después de que estallara la guerra, Martín Veloz telefoneó a José María Gil Robles, líder de la CEDA y diputado por Salamanca, que estaba en Portugal sirviendo de agente de los militares rebeldes. Le preguntó a Gil Robles si podía proveer armas para hacer «una limpieza a fondo». Gil Robles colgó el teléfono, asqueado; su indignante negativa sería una de las razones para que más adelante se lo considerara persona no grata en su Salamanca natal[66]. Martín Veloz se metió de lleno en el alzamiento, con ánimo incansable. Fue uno de los civiles en quien más confianza depositaron los militares. De hecho, cuando iba por la calle o aparecía en el Gran Hotel, los oficiales se cuadraban al verlo. Los primeros días de la guerra, al parecer se unió brevemente a la columna de tropas que avanzaron sobre Ávila al mando del comandante Lisardo Doval[67].
Las actividades de Martín Veloz en Ávila duraron poco, y pronto se lo volvió a encontrar en Salamanca, donde su amigo, el general Miguel Cabanellas, lo había nombrado presidente de la Diputación Provincial el 28 de julio de 1936. Sin embargo, tras declarar que «no estaba dispuesto a continuar en el cargo por tener deberes militares que cumplir», renunció al nombramiento cuatro días después para capitanear una columna de derechistas del Bloque Agrario, Acción Popular y la Falange. Arrasaron La Armuña a su paso, reclutando fuerzas rebeldes al tiempo que se encargaban de purgar la zona de republicanos. El éxito de la primera iniciativa sin duda fue directamente proporcional a la ferocidad de la segunda. Con ecos de lo que estaba ocurriendo en las áreas latifundistas de Andalucía y Extremadura, Martín Veloz lideraba grupos de falangistas, algunos de los cuales eran conversos muy recientes, en una sanguinaria campaña de represión en La Armuña. En pueblos como El Pedroso, La Orbada, Cantalpino y Villoria, donde no se habían producido incidentes violentos reseñables antes del golpe militar, hubo hombres ejecutados y mujeres violadas. Después de raparles la cabeza, obligaban a las viudas y las hermanas de los asesinados a desfilar por las calles[68]. El primo del cabecilla de tantas tropelías, Alejandro Martín Escobar, escribió: «Tengo que dejar bien sentado que en esta primera época tan desenfrenada para algunos elementos un tanto escrupulosos, Diego tuvo mucha clemencia con los perseguidos. Quizá en los primeros días no fuera tanto pero siempre pensando en hacer justicia»[69].
Un rasgo típico de la voluble personalidad de Martín Veloz estribaba en la naturalidad con que combinaba numerosos actos de crueldad con los gestos de clemencia que tuvo con sus amigos. Buen ejemplo es lo sucedido con su amigo José Delgado Romero, republicano y médico de pueblo en El Pedroso, a quien salvó de ser ejecutado por los falangistas. Lo mismo ocurrió con Filiberto Villalobos y con el socialista Manuel Frutos[70]. Martín Veloz ayudó a algunos conocidos a llegar a la frontera portuguesa o a las líneas republicanas, al parecer disfrazándolos de mujer. Otros se escondieron en su finca, Cañadilla. Incluso se reconcilió con Miguel de Unamuno, enemigo de toda la vida, tras tres presuntas visitas en las que, según se dice, coincidió con las denuncias de las atrocidades que se estaban perpetrando en la provincia que el filósofo le planteó. Se dijo también que evitó un plan de los falangistas de la ciudad para enterrar a José Andrés y Manso en la entrada del cementerio de Salamanca, para que todo el que cruzara el umbral caminara sobre su tumba[71]. Sin embargo, la viuda de Andrés y Manso se refirió a un Veloz que iba «asolando con sus hordas falangistas los humildes hogares del campo salmantino».
La columna que capitaneaba participó en la furibunda represión que tuvo lugar en Cantalpino y El Pedroso de la Almuña. El 24 de agosto, 22 hombres y mujeres murieron asesinados en Cantalpino; se cometieron numerosas violaciones y casi un centenar de mujeres fueron obligadas a desfilar por el pueblo con las cabezas rapadas[72]. A pesar de los rumores de que Martín Veloz murió en el puerto de Somosierra con una columna falangista, en realidad falleció por enfermedad en su casa de Salamanca, el 12 de marzo de 1938[73].
Al falangista Ángel Alcázar de Velasco le sorprendió el silencio lúgubre y ensordecedor de los campesinos que llevaban sus productos al mercado de Salamanca. «Se les advertía faltos de pan y de justicia. Aquellos lugareños de boina plasta iban casi todos de luto, sin que ninguno de tantos lutos los llevaran por caídos en los frentes». Traían sus mercaderías a lomos de burro o cargadas a la espalda, hasta unos miserables puestecillos en los barrios pobres, lejos de las miradas jactanciosas de los terratenientes que se sentaban con los oficiales en las terrazas de los cafés de las plazas:
Los grupos concurrentes a una especie de mercadillo con el viejo estilo de zoco medioevo poniendo en el suelo la mercancía trajinaban en silencio, en el silencio del terror. Trabaja[ba]n con ese miedo que por inundar el alma del ser, el temeroso llega a la conclusión de que el producir una simple molestia para el triunfador jactante, era motivo de acusación «antirrégimen» (y nadie ignoraba que toda acusación aparejaba el inevitable cautiverio, algunas veces, cautiverio de «misteriosa» prolongación)[74].
En Peñaranda de Bracamonte, la noticia del golpe militar provocó una huelga general. El comandante de la Guardia Civil se pronunció a favor de los rebeldes con la lectura del bando de Saliquet, la noche del 20 de julio. Inmediatamente fueron arrestados los republicanos más destacados, los sindicalistas y los miembros de la casa del pueblo. Los lugareños de derechas denunciaron a sus convecinos, a veces a cambio de dinero. Las casas de los detenidos fueron saqueadas y sus libros quemados. Se formaron milicias derechistas, entre las que destacó por su actividad la Guardia Cívica, financiada por la Cámara de Comercio de Salamanca. Bajo las órdenes de un oficial de Artillería retirado, una columna mixta de voluntarios y guardias civiles inició un barrido de los pueblos aledaños para «erradicar» a los elementos de izquierdas. A medida que los cadáveres empezaban a amontonarse, el juez de Primera Instancia de Peñaranda decretó que no se realizaran autopsias a los fallecidos en encuentros con las fuerzas del orden, esto es, las milicias de la derecha[75].
El posible sentimiento de culpa por parte de los asesinos en cualquier punto de la España rebelde se disipaba gracias a las justificaciones que la cúpula del clero servía en bandeja. A mediados de agosto, Aniceto de Castro Albarrán, canónigo magistral de la catedral de Salamanca, declaró a Radio Nacional: «¡Ah! Cuando se sabe cierto que al morir y al matar se hace lo que Dios quiere, ni tiembla el pulso al disparar el fusil, o la pistola, ni tiembla el corazón al encontrarse cara a la muerte. ¿Dios lo quiere? ¿Dios quiere que yo, si es preciso, muera, y si es preciso, mate? ¿Esta es una guerra santa o una execrable militarada? Los valientes que ahora son rebeldes, son precisamente los hombres de más profundo espíritu religioso, los militares que creen en Dios y en la Patria, los jóvenes de comunión diaria. Será nuestro grito el grito de los cruzados: Dios lo quiere. ¡Viva España Católica! ¡Arriba la España de Isabel la Católica!»[76].
El obispo de Ávila dio instrucciones a sus sacerdotes diocesanos que sugieren notable connivencia con la ejecución sumaria de prisioneros: «Cuando se trate simplemente del caso (¡tan frecuente como lastimoso!) de aparecer por sorpresa en el campo el cadáver de una persona afecta (al parecer) a la revolución, pero sin que conste oficialmente ni sea notorio que ha sido condenada a muerte por la autoridad legítima, hágase constar simplemente que “apareció su cadáver en el campo … y recibió sepultura eclesiástica”, pero guárdense mucho los señores párrocos de sugerencia alguna que revele al autor o la causa de esa muerte trágica»[77]. Que los curas se negaran a despachar certificados de buena conducta equivalía a informar, aunque indirectamente, acerca de sus parroquianos; quienes firmaban esos certificados para salvar a un feligrés de la muerte o de ir a prisión eran reprendidos por sus superiores. El arzobispo de Santiago de Compostela advirtió el escándalo que provocaban tales actos de caridad cristiana y ordenó a los curas de su diócesis no firmar certificado alguno a quienes habían pertenecido a «sociedades marxistas contrarias al cristianismo». Las demás solicitudes había que tratarlas «sin miramiento alguno, sin tender a consideraciones humanas de ninguna clase»[78].
El obispo de Salamanca, monseñor Enrique Pla y Deniel, equiparó en una célebre carta pastoral la rebelión militar a una cruzada religiosa. Publicada el 28 septiembre bajo el título «Las dos ciudades», basándose en la distinción agustiniana entre la ciudad de Dios y la ciudad del Demonio, tronaba así: «Los comunistas y anarquistas son los hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto de la virtud, y por ello les asesinan y les martirizan». A principios de 1942, Enrique Pla y Deniel se convirtió en arzobispo de Toledo. En su sermón de despedida de la catedral de Salamanca, dio gracias a que la ciudad que estaba a punto de abandonar no hubiera sufrido nunca el ataque a manos de «los rojos». En consecuencia, como advirtió Indalecio Prieto, las víctimas pagaron por la simple razón de ser republicanos o socialistas; en el caso de José Sánchez Gómez, que había adquirido prestigio con el sobrenombre de «El Timbalero» en la crítica taurina del periódico local, El Adelanto, su crimen no fue otro que ser amigo suyo[79].
Las primeras víctimas de Salamanca fueron, como ocurrió en todas partes, los oponentes directos al golpe militar y las figuras más conocidas de la izquierda local, ya se tratara de políticos o líderes sindicales. La represión se extendió rápidamente a quienes hubieran colaborado previamente con el Frente Popular, tanto repartiendo folletos como ayudando en la logística de las reuniones. Maestros de escuela y profesores universitarios eran cabezas de turco predilectas. En algunos casos se juzgaba también a los partidarios de grupos centristas, con el argumento de que habían contribuido a quitar votos a la derecha. Por lo general, las denuncias partían de quienes codiciaban los bienes o las mujeres de los acusados, sobre todo en el caso de los propietarios de un negocio. Cuando los juicios sumarios pasaron a ser la norma, con frecuencia eran los mismos que se hacían llamar «defensores» quienes chantajeaban a sus representados, cuando estos tenían acceso a algún dinero. De hecho, rara vez ejercían la supuesta defensa, no pasaban de ser meros relatores. Aunque hubo quien, como el teniente Marciano Díez Solís, montó su propio tinglado. Si sabía que el acusado tenía dinero, le decía que le esperaba una sentencia punitiva, pero que él podía conseguir que se la redujeran a cambio de cierta suma. Al final Díez Solís fue cesado, no por extorsión, sino cuando se descubrió que era homosexual y había tratado de chantajear a sus víctimas a cambio de favores sexuales[80].
El 7 de agosto de 1936, en el cuartel burgalés del general Mola, tuvo lugar una conversación entre el recién nombrado gobernador provincial, el teniente coronel Marcelino Gavilán Almuzarza, y el abogado republicano renegado Joaquín del Moral. Del Moral declaró que «España es el país donde la cobardía tiene vestidos más bonitos. El miedo en España se disfraza de pacificación de espíritus, de hechos diferenciales, de conllevancias, de fórmulas. Nadie se atrevió a dar la cara a los problemas fundamentales de la Patria». Gavilán respondió que «hay que echar al carajo toda esa monserga de Derechos del Hombre, Humanitarismo, Filantropía y demás tópicos masónicos». Ambos continuaron charlando animadamente de la necesidad de exterminar a los «tranviarios, policías, telegrafistas y porteros» de Madrid. Uno de los presentes sugirió que el «No pase sin hablar al portero» que se leía en las comunidades de vecinos debía cambiarse por «No pase sin matar al portero»[81].
Joaquín del Moral fue un paradigma de quienes mostraron un odio profundo hacia la izquierda a fin de encubrir su breve pasado republicano. Abogado y con antecedentes en la masonería, tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera se unió al Partido Federal Republicano. Había escrito artículos virulentos contra la monarquía, pero nunca llegó a ocupar un cargo político, por lo que, amargado y achacando su fracaso a lo que consideraba un fraude electoral, volvió la espalda a la República y empezó a escribir diatribas envenenadas contra quienes tuvieron más éxito que él. Prieto era «el plutócrata»; Azaña, «el covachuelista», y Francesc Macià, «el avichucho paranoico». Tachó a quienes ostentaban un cargo remunerado en el gobierno de «enchufistas analfabetos». Sospechoso de complicidad en la preparación del golpe militar del general Sanjurjo, fue arrestado en Bilbao por el gobernador civil, José María Varela Rendueles, al que más tarde denunció en términos virulentos. Cuatro de los urdidores de la trama lo contrataron para su defensa. Después escribió un libro donde aplaudía el golpe de Sanjurjo, denunciaba el juicio y la puesta en prisión de los cabecillas por tratarse de una persecución sádica, y arremetía contra Azaña por sus cobardes esfuerzos para reformar el Ejército. Así fue como Del Moral trabó relación con los conspiradores de 1936; el alcance de sus vínculos se puso de manifiesto cuando la milicia conocida como «Los Linces de la República» registró su domicilio de Madrid en agosto de 1936[82].
Al comienzo de la guerra, Del Moral, que se hallaba en Burgos, había aprovechado la ocasión para agregarse al séquito de Mola. En calidad de abogado con un conocimiento exhaustivo del movimiento republicano y socialista, asumió la tarea de seleccionar a los susceptibles de ser arrestados, así como de elaborar listas de los que serían sacados de la cárcel burgalesa y ejecutados. El falangista Maximiliano García Venero habló de su «saña inhumana» y el secretario personal de Mola lo tildó de «sanguinario». Era conocido por el deleite lascivo que le provocaban las ejecuciones. El general Cabanellas protestó ante Franco acerca de lo desagradables que le parecían esas excursiones al alba; no se hizo nada, aunque, como de costumbre, Franco informó a Del Moral de las quejas. En septiembre de 1937, Del Moral escribió a Cabanellas, en un intento por ganarse su amistad. El general le dijo a su hijo: «He contestado que lamento conocerlo, que no ha hecho más que daño, que supe con asco su afán de ver fusilamientos, que disfrutaba haciendo derramar lágrimas y que lo tenía por un miserable»[83].
A pesar del desagrado que Del Moral despertaba en los demás, fue recompensado por su celo asesino y pronto ascendió más aún en el escalafón. La Ley de Estructuración del Estado, del 1 de octubre de 1936, creó siete comisiones, la segunda de las cuales fue la Comisión de Justicia. Tres semanas después se habían creado también el Alto Tribunal de Justicia Militar y la Inspección de Presidios y Prisiones, delegada de la Junta Técnica. Joaquín del Moral y Pérez Aloe fue nombrado inspector delegado de Presidios y Prisiones[84].
La ponzoña del alto mando del Ejército y la cúpula eclesiástica se cobró un alto precio en prácticamente toda Castilla la Vieja y en León. La debilidad de la clase trabajadora en la mayor parte de la región facilitó un rápido exterminio de la oposición. En Soria, una provincia sumamente conservadora, cuya capital contaba con solo 10 098 habitantes, se ejecutó a 300 personas de la zona, además de otras traídas de Guadalajara. Soria no había conocido episodios violentos durante la República y no hubo resistencia al golpe militar. La llegada de los Requetés el 22 de julio desencadenó la matanza. Las mujeres de los asesinados se vieron obligadas a firmar documentos declarando que sus maridos habían desaparecido[85]. En Segovia, en el curso de la guerra, hubo 217 ejecuciones ilegales, y otras 175 en cumplimiento de las sentencias de tribunales militares. Otros 195 hombres murieron en prisión[86].
Todas las fuerzas militares de Segovia se habían comprometido hacía tiempo con el golpe, pero el gobernador civil, Adolfo Chacón de la Mata, de la centrista Unión Republicana, sin ser consciente de ello, informó a los representantes de los partidos de la izquierda de que tenía confianza plena en las guarniciones locales. Cuando le exigieron distribuir armas a los trabajadores, se negó a hacerlo. A las diez de la mañana del 19 de julio, Chacón de la Mata fue arrestado por oficiales del Ejército y guardias civiles. Media hora después se declaró el estado de guerra. La izquierda, sin líderes ni armas y en absoluta inferioridad numérica, permaneció en una pasividad fácilmente comprensible. La oficina principal de Correos, Teléfonos y Telégrafos, el ayuntamiento y la casa del pueblo fueron ocupados por las tropas[87].
Esporádicamente, hubo tentativas de huelga pacífica en la capital, mientras que en el resto de la provincia los paros se produjeron solo en las localidades por donde pasaba el ferrocarril. Aunque apenas disponían de más armas que las pocas escopetas de caza, los trabajadores de la zona aprovecharon que la Guardia Civil se había concentrado en la capital provincial para formar comités del Frente Popular en sus pueblos. Sin embargo, cuando la Guardia Civil volvió, acompañada ya de falangistas y japistas, se hizo con el control sin disparar un solo tiro. Los izquierdistas fueron desarmados y detenidos. Muchos hombres, entre ellos los concejales municipales y los maestros, así como individuos que no eran de marcada ideología izquierdista ni activos políticamente, fueron ejecutados sin más. En lugares como Cuéllar y Coca, a los que se mostraban poco entusiasmados ante las nuevas autoridades los obligaron a tomar aceite de ricino. En El Espinar, al sur de la provincia, se produjeron enfrentamientos desiguales entre guardias civiles y obreros pobremente armados; de los 84 implicados, 32 fueron luego juzgados y ejecutados. Según las autoridades franquistas, después reinó una tranquilidad casi absoluta en la provincia, si bien se sucedieron numerosos arrestos de liberales e izquierdistas. Muchos se quedaron en la ciudad con el convencimiento de que no les ocurriría nada, puesto que nada habían hecho[88].
En todos los casos, el terror —actos de robo, tortura, violación y asesinato— era ejercido por los falangistas bajo la somera supervisión del gobernador civil, Joaquín España Cantos, comandante de la Guardia Civil. Las autoridades militares brindaban cierta coartada institucional al hacer la vista gorda, conceder permisos o incluso dar órdenes directas para asesinar a los defensores, fehacientes o presuntos, de la República. Se reconocía públicamente que «unos grupos móviles de Falange, bajo la inmediata dirección del gobernador civil, y con itinerario fijado por dicha autoridad y con órdenes concretas, recorren toda la provincia desarmando a los elementos marxistas», a fin de «evitar que el orden pueda perturbarse». Cuando se tomó San Rafael, al sur de la provincia, ejecutaron a un grupo de prisioneros, entre los que había dos muchachas de diecisiete años. En Segovia ciudad, el grueso de las víctimas fueron obreros y profesionales liberales conocidos por sus opiniones progresistas. Chacón de la Mata fue juzgado en Valladolid el 13 de octubre de 1936, acusado de «adhesión a la rebelión», sentenciado a muerte y ajusticiado el 5 de diciembre[89].
Las casas del pueblo de todas las localidades fueron saqueadas y con frecuencia requisadas, aunque también las registraban minuciosamente en busca de nombres de afiliados a partidos de izquierdas o sindicatos. El descubrimiento de un nombre en las listas de afiliación podía equivaler a una sentencia de muerte. Asimismo, estos grupos falangistas ejecutaron a muchas personas simplemente porque fueron acusadas de ser republicanas, masonas, marxistas, o incluso de oponerse al golpe militar. Se obviaron los procedimientos judiciales que garantizaran la validez de las acusaciones. Una vez arrestados en un pueblo, con la excusa de llevarlos a declarar ante las autoridades judiciales, a muchos hombres los asesinaban de camino a la capital de la provincia. A otros los llevaban primero al cuartel de la Falange local, a menudo una casa del pueblo reconvertida, donde los torturaban, los obligaban a beber aceite de ricino y les propinaban palizas. Con frecuencia se hacía uso de la Ley de Fugas, que en la zona se conocía como «la carrera del galgo» o «la carrera del conejo», que consistía en que apeaban de los camiones a los hombres a quienes supuestamente trasladaban de una prisión a otra y les decían que podían irse. Cuando echaban a correr, los disparaban por la espalda. Algunos de estos asesinatos tenían un componente de delincuencia juvenil, pues solían correr a cargo de muchachos adolescentes. Hubo fusilamientos de familias enteras, y a veces mataban a los niños primero para intensificar el sufrimiento de los padres. Por lo general, los cadáveres quedaban en el mismo lugar donde se producían los ajusticiamientos, pues era parte de la estrategia del terror, aunque luego seguían entregándose en las casas de hombres que ya habían muerto ejecutados cartas amenazantes exigiendo información o que se personaran para servir en el Ejército[90].
Cuando llegaron las columnas armadas, los terratenientes aprovecharon la nueva situación para vengarse de las reformas republicanas. Además, denunciaron con presteza a los peones considerados subversivos. Hubo un caso en Navas de Oro en que un cacique ofreció una sustanciosa suma de dinero a los matones del pueblo para que le cortaran la cabeza al alcalde, que era de izquierdas. Los hijos de los caciques, con sus flamantes uniformes falangistas, destacaron por su papel en la represión. La Falange pasó de tener apenas 30 miembros antes del 18 de julio a contar con varios centenares en cuestión de pocos meses. Al creerse que los maestros de escuela progresistas de las zonas rurales habían emponzoñado la mente de los trabajadores con ideas liberales, fueron un blanco expreso, y 17 de ellos fueron ejecutados. La campaña del terror propició las muertes de individuos de escaso peso político en varios pueblos, como en el mencionado Navas de Oro, donde los falangistas asesinaron a 5 personas prácticamente a dedo. En algunos lugares, los aldeanos evitaron el linchamiento del maestro o de algún otro republicano querido por todos. Los pocos pueblos donde los comités del Frente Popular lograron mantener el poder durante unos días, padecieron un especial ensañamiento en la represión, a pesar de que no se hubiera ejercido violencia contra los derechistas ni se los hubiera arrestado[91].
En Palencia, una ciudad tan conservadora como Segovia, donde la resistencia fue también mínima, los historiadores han estimado la cifra total de ejecuciones en torno a las 1500, o sea, el 0,72 por ciento de la población. Entre los fusilados cabe citar al gobernador civil, Enrique Martínez Ruiz-Delgado, al alcalde, Matías Peñalba, y a los mineros y otros izquierdistas cuyo fugaz intento por oponerse al golpe en la capital de la provincia fracasó. Los acusaron de rebeldía contra el Ejército. Los mineros que lucharon por la República en el frente norte fueron las víctimas más numerosas en Palencia. Sin embargo, en localidades más al sur, como Carrión de los Condes, Astudillo y Osorno, se ejerció también una represión feroz. En todas las ciudades y pueblos de la provincia, el número de personas ejecutadas va del 1,1 al 3,3 por ciento de la población. El bando de guerra de Mola sirvió para justificar el encarnizamiento. Se anunció que quien no entregara las armas que tuviera en su poder en el plazo de dos horas sería ejecutado. Quienes obedecieron la orden también acabaron detenidos y fusilados[92].
Apenas hubo resistencia contra el golpe en León, aunque sí un grado notable de represión, sobre todo en las regiones mineras del norte de la provincia, así como en los otros tres municipios principales, Ponferrada, cerca del límite con Orense, La Bañeza y Astorga, lindando ya con Zamora[93]. Monseñor José Álvarez Miranda, el obispo de León, a pesar del entusiasmo inicial que en él despertó el golpe, quedó tan consternado ante la magnitud de la matanza que empezó a interceder con las tropas de la región en favor de algunos de los prisioneros. Un ejemplo que ilustra bien el celo de los militares a la hora de ejercer la violencia es el caso de Manuel Santamaría Andrés, profesor de Literatura en el Instituto de León, que fue encarcelado a finales de julio en la infausta cárcel de San Marcos, simplemente por haber sido un miembro destacado de Izquierda Republicana. El 4 de septiembre, Santamaría fue condenado a muerte, junto con Emilio Francés Ortiz de Elguea, el gobernador civil, y otros 29 republicanos. Su esposa y otros parientes fueron a Burgos e intercedieron para que la pena de muerte fuera conmutada por una pena de cárcel. Lo consiguieron, pero la noticia de esa concesión llegó a León antes de que la familia regresara, y allí les aguardaba una lluvia de balas. La conmutación se revocó a raíz de las protestas por parte de las autoridades militares. Los 31 prisioneros fueron ejecutados el 21 noviembre de 1936. Al obispo le impusieron la disparatada suma de 10 000 pesetas como multa por su osadía al cuestionar un tribunal del Ejército[94].
En Zamora, el golpe triunfó sin grandes dificultades, a pesar de que los trabajadores del ferrocarril mantuvieron un bastión de resistencia que se prolongaría hasta finales de los años cuarenta. Tanto en la capital provincial como en la segunda ciudad en importancia, Toro, las cárceles pronto estuvieron llenas hasta los topes. Las palizas, la tortura, la mutilación y las violaciones a las prisioneras eran frecuentes. Como en todas partes, el objetivo era apresar a socialistas, sindicalistas, funcionarios republicanos, maestros… Los historiadores locales calculan que más de 1330 personas fueron asesinadas en la provincia. Entre el 31 de julio de 1936 y el 15 enero de 1937 se enterraron 875 cuerpos en el cementerio de San Atilano, en cuyo registro constaban como «hallado muerto» o «ejecutado por sentencia»[95].
Tal vez el ejemplo más llamativo del precio que pagaron las personas inocentes en la represión de Zamora, así como en tantos lugares de Castilla la Vieja y León, fue el de Amparo Barayón, la esposa del novelista Ramón J. Sender. Autor de fama mundial, con novelas traducidas a muchos idiomas, así como conocido izquierdista, Sender estaba de vacaciones con su mujer y sus dos hijos en San Rafael, Segovia, cuando empezó la guerra. Decidió volver a Madrid y le dijo a Amparo que llevara a los niños a su Zamora natal, donde creyó que estarían a salvo. Sin embargo, el 28 de agosto su esposa fue encarcelada, junto con su hija Andrea, de solo siete meses de edad, tras protestar ante el gobernador militar por el asesinato de su hermano Antonio, sucedido ese mismo día. Aquella madre de treinta y dos años, que no había cometido ningún crimen y apenas se metía en política, fue maltratada y finalmente ejecutada el 18 noviembre de 1936. Su trágico fin sin duda responde al hecho de que era una mujer moderna e independiente, despreciada por haber escapado de la apabullante intolerancia de Zamora y haber tenido hijos con un hombre a quien solo la unía un matrimonio civil.
Amparo no fue la única en soportar aquel patíbulo; encerradas a temperaturas bajo cero, sin camas, otras madres vieron morir a sus criaturas porque, privadas ellas de alimento y medicinas, no tenían leche con que amamantarlas. Uno de los policías que arrestaron a Amparo le dijo que «las rojas no tenéis derechos» y que «deberías haberlo pensado antes de tener hijos». Otra prisionera, Pilar Fidalgo Carasa, había sido arrestada en Benavente porque su esposo, José Almoína, era el secretario de la Agrupación Socialista. Apenas ocho horas antes de su detención y traslado a Zamora había dado a luz a una niña. En la cárcel, la obligaban a subir una empinada escalera varias veces al día para someterla a interrogatorio, lo que le provocó unas hemorragias que pusieron su vida en peligro. Llamaron al médico de la prisión, Pedro Almendral, que se negó a prescribir ningún tipo de remedio para Pilar o su bebé, y «se contentó con decirme que el mejor medio de sanar era morir». A muchas mujeres jóvenes las violaban antes de matarlas; tal era la suerte que solía aguardar a muchas mujeres inocentes que caían en manos de los rebeldes[96].
Burgos, donde había existido escaso conflicto social antes de la guerra, cayó inmediatamente bajo el control de los rebeldes. En la capital provincial, las autoridades republicanas fueron detenidas ipso facto; figuraban entre ellas el gobernador civil y general al mando de la región militar, Domingo Batet Maestre. En su condición de catalán, y por haber obrado con moderación al sofocar la rebelión de la Generalitat en octubre de 1934, Batet era un hombre marcado por haber logrado en aquella ocasión evitar un baño de sangre, y la extrema derecha centralista lo despreciaba precisamente por eso, por impedir una matanza ejemplarizante que a sus ojos hubiera sido apropiada para combatir a sus enemigos. Cuando se negó a unirse al alzamiento, fue arrestado. Mola evitó su ejecución, en correspondencia a la larga amistad que los unía. Sin embargo, Franco intervino en el juicio que se le hizo posteriormente para asegurarse que fuera sentenciado a muerte y fusilado[97].
En la ciudad de Burgos se llevaron a cabo unos 400 asesinatos extrajudiciales entre agosto y octubre de 1936, más otros 1000 en el resto de la provincia. La excusa fue «la aplicación del bando de guerra». En conjunto, hubo en Burgos más de 1700 personas asesinadas por los rebeldes o que murieron por los malos tratos recibidos en el hacinamiento de las prisiones. La vieja cárcel de Santa Águeda, construida para alojar a 200 hombres, llegó a albergar a casi un millar; el penal central de Burgos, pensado para 900 reclusos, llegó a albergar a 3000. A la espera de ser ejecutados estaban varios líderes sindicalistas, oficiales republicanos, maestros y quienes habían votado por el Frente Popular. Entre ellos había niños y mujeres, algunas embarazadas, que fueron asesinadas con el argumento del «derecho de representación», que suponía ejecutarlas en lugar de sus esposos, en paradero desconocido. Otras 5500 personas sufrieron palizas, torturas o encarcelamiento. En 2007 se habían exhumado 550 cuerpos de fosas comunes. Muchas de estas ejecuciones corrieron a cargo de los seguidores del demente doctor Albiñana, que había sido encarcelado en Madrid y moriría en la masacre de la cárcel Modelo en agosto. Al margen de los asesinatos extrajudiciales perpetrados por los seguidores de Albiñana y los falangistas, hubo otras 140 ejecuciones en cumplimiento de las sentencias de tribunales militares entre julio y diciembre de 1936, así como las 147 contabilizadas desde enero de 1937 hasta el mismo mes de 1941. Hasta 115 republicanos de Miranda de Ebro, una importante conexión ferroviaria con notable presencia socialista, fueron ejecutados[98].
A lo ancho de Castilla la Vieja, fueron los grupos falangistas, la mayoría de muy reciente constitución, los encargados de ejercer la violencia, así como otros grupos de derechas, estudiantes e hijos y empleados de terratenientes. También participaron algunos izquierdistas en busca de una coartada, o simplemente criminales que disfrutaban con la violencia y el derramamiento de sangre. Los alentaban y a menudo los financiaban terratenientes locales, a quienes ayudaban, mediante denuncias e información, los lugareños, ya fuera por miedo o porque de algún modo se habían sentido amenazados por la legislación republicana o las autoridades republicanas locales. Las autoridades militares se ocupaban de la instrucción y con frecuencia brindaban los vehículos y las armas necesarias; escuadrones mixtos de falangistas y guardias civiles que llegaban a los pueblos y apresaban a quienes habían sido delatados por «rojos». Instados por el Ejército rebelde y legitimados por la Iglesia, estos grupos actuaban impunemente. Según la mentalidad conservadora dominante, que englobaba tanto a pequeños campesinos como a ricos terratenientes bajo el término de «labradores», los enemigos eran todos los que perturbaran la estructura tradicional: los sindicalistas que hubieran alentado a los campesinos sin tierra a luchar por una mejora de los salarios y las condiciones de trabajo, los funcionarios izquierdistas de la municipalidad que les brindaron apoyo, o los maestros de escuela que diseminaron ideas laicas. Cualquiera que se considerara portador de ideas subversivas y convenciera a los pobres de poner en duda el orden establecido. Todos los que, en mayor o menor medida, formaban la base social del republicanismo se encontraron entre los primeros objetivos de la represión[99].
Hablando de Ávila, el historiador oficial del bando rebelde, Joaquín Arrarás, describió así a quienes tenían que ser eliminados: «Los elementos perturbadores estaban principalmente entre los funcionarios oficiales: profesores de la Normal, inspectores de Enseñanza, maestros rurales, empleados de Correos y otros burócratas que llegaban a esta provincia, con carnets de socialistas y comunistas y con diplomas de la Institución Libre de Enseñanza, y empezaban, sostenidos por el Estado al que combatían, su labor revolucionaria, para agrupar a su alrededor a todos los díscolos y los disconformes»[100].
De hecho, a pesar de que no puede decirse que Ávila fuera una provincia especialmente conflictiva y de que allí el alzamiento triunfó con rapidez, se ejerció una represión severa. Cierto es que la victoria electoral del Frente Popular había envalentonado a la izquierda a exigir la aplicación de la reforma agraria y trabajo para los desempleados. Hubo ocupaciones de fincas y varias huelgas. Los falangistas y miembros de las Juventudes de Acción Popular contestaron a lo que consideraban una desfachatez con ataques a los izquierdistas. A primera hora de la mañana del 19 de julio, la capital provincial se hallaba en manos de la Guardia Civil, que había pasado por alto las órdenes del director general, Sebastián Pozas, de distribuir armas entre los trabajadores. Con el respaldo del bando de guerra que mandó desde Valladolid el general Saliquet, las autoridades del Frente Popular fueron detenidas, y Onésimo Redondo y 18 de sus seguidores fueron liberados de la cárcel provincial.
La situación varió sensiblemente en los municipios más pequeños de la región, donde se opuso una mayor resistencia. Sin embargo, la oposición fue rápidamente aplastada en todos ellos, salvo en Navalperal, Peguerinos y Las Navas del Marqués, en dirección a la provincia de Madrid, pueblos donde la UGT era fuerte. Columnas de guardias civiles, soldados y falangistas de la capital provincial no perdieron tiempo y tomaron Navalperal el 21 de julio, y Las Navas al día siguiente, aunque una columna de milicianos de Madrid, al mando del teniente coronel Julio Mangada, recuperó ambas localidades. A lo largo de las semanas siguientes, varios pueblos cambiaron de manos, pero cuando, en el transcurso del mes de agosto, fueron ocupados definitivamente por las fuerzas rebeldes, la represión se ejerció con mano especialmente dura. Esto fue, de un modo nada desdeñable, consecuencia de la llegada desde Salamanca de la columna de Lisardo Doval, si bien una derrota temprana acabó en la disolución de la misma. La muerte de Onésimo Redondo en el pueblo segoviano de Labajos, en un enfrentamiento entre falangistas y los hombres de Mangada, sería un factor que contribuiría al encarnizamiento de la represión en Ávila. El gobernador civil, Manuel Ciges Aparicio, escritor republicano y amigo personal de Azaña, fue ejecutado el 4 de agosto. En los meses que siguieron, y durante mucho tiempo, aparecieron cadáveres en los caminos. Más de 600 personas murieron ejecutadas en la provincia[101].
Mientras en Ávila se sucedían las operaciones, Peguerinos fue capturado el 30 de agosto por un Tabor de Regulares acompañados de falangistas. Las atrocidades que cometieron alcanzaron especial notoriedad. Dos enfermeras republicanas insistieron en quedarse para atender a los heridos alojados en un hospital de campaña improvisado en la iglesia del pueblo. El hospital fue bombardeado, los heridos rematados con bayonetas, y las enfermeras y varias mujeres más fueron violadas por las tropas moras y los falangistas. Se saquearon las casas vecinas, muchas de las cuales acabaron arrasadas por el fuego. Cuando se volvió a tomar posesión del pueblo, las dos enfermeras y una muchacha de catorce años que también había sido agredida sexualmente aparecieron en estado de colapso nervioso[102].
En el caso de Salamanca, hubo 159 ejecuciones extrajudiciales. Asimismo, se contabilizaron 135 casos de prisioneros a los que los falangistas sacaron de la cárcel con órdenes de trasladarlos a otra prisión o de ponerlos en libertad, y que luego fueron ajusticiados en las cunetas. A otros 154 los fusilaron después de que los sentenciaran a muerte los tribunales militares. Tras la aparición de un decreto destinado a regular los procesos de los juicios sumarios, las ejecuciones, tanto judiciales como extrajudiciales, se interrumpieron durante el mes de noviembre de 1936 en Burgos, Salamanca, Valladolid y Segovia. El dato apunta a que existía una estrecha relación entre ambas, y que existía una considerable complicidad del Ejército en las ejecuciones «ilegales». De hecho, y puesto que las sacas solían requerir que los falangistas entregaran una orden escrita del gobernador militar, resulta difícil poner en duda el beneplácito del Ejército a estas acciones[103].
Para los supervivientes, en particular las mujeres de los ejecutados o asesinados, el sufrimiento no acabó ahí. Los integrantes de esos escuadrones de la muerte, que a menudo alardeaban en público de haber matado a tal o cual persona, daban detalles truculentos de las muertes. Se regodeaban en relatar cómo los prisioneros les habían suplicado agua o que el miedo les había hecho perder el control de sus esfínteres. Con frecuencia, la familia de los izquierdistas ejecutados era sometida a multas punitivas. Un caso notable fue el de Eduardo Aparicio Fernández, que había sido director bancario en Ciudad Rodrigo y un hombre de opiniones mayoritariamente liberales. Fue arrestado el 15 de diciembre de 1936 junto a otras 7 personas. A la mañana siguiente, aún de madrugada, sacaron a los 8 presos de sus celdas con el pretexto de que había llegado una orden del comandante para su puesta en libertad. Los condujeron a una dehesa próxima, los ejecutaron y los enterraron en una zanja poco profunda. Los familiares de Eduardo Aparicio obtuvieron permiso para enterrarlo en el cementerio de Béjar el 24 de diciembre. Al terminar la guerra, veintiocho meses después de su muerte, Eduardo Aparicio fue llamado a juicio para hacer frente a supuestas responsabilidades políticas. El juez exigió a su viuda que revelara su paradero, puesto que lo habían «soltado» de prisión el 15 de diciembre de 1936. Los cargos que le imputaban eran haber llevado una corbata roja, haber anunciado la noticia del asesinato de Calvo Sotelo en el casino de Ciudad Rodrigo y pertenecer al Partido Socialista. La falsedad de esta última acusación pudo probarse. Por las dos primeras, el difunto fue sentenciado a pagar una multa de 500 pesetas, que su esposa tuvo que afrontar[104].
Para todas las familias, la muerte de un ser querido sin el debido entierro y funeral fue traumática; poder visitar una tumba, dejar flores o meditar contribuye a sobrellevar la pérdida, pero esos detalles esenciales les fueron negados a casi todas las familias de los asesinados en la represión. Ver arrebatada la dignidad del difunto causaba un hondo pesar. Sin embargo, en las zonas de profunda raigambre católica, como Castilla y Navarra, la experiencia se vivió aún con mayor dolor. Quienes se habían criado en esas regiones, fueran practicantes o no, creían que después de la muerte el cuerpo recibía sepultura y el alma iba al cielo, al infierno o al purgatorio. La mayoría de los católicos pensaban que sus seres queridos iban a parar al purgatorio, la morada intermedia, donde expiarían sus pecados para poder seguir su ascenso al cielo. Los amigos y parientes vivos podían acelerar este proceso por medio de la oración, poniendo velas en la iglesia o costeando una misa. En Castilla existían incluso cofradías dedicadas a rezar por los difuntos. Todo ese consuelo espiritual quedó vedado a las familias católicas de los asesinados en la represión. Para todos ellos, católicos o no, el luto y el apoyo de la comunidad fueron sustituidos por el insulto, la humillación, las amenazas y las penurias económicas.
Hasta cierto punto, se trataba meramente de una parte orgánica de la escalada del odio. En las zonas controladas por el bando rebelde, todos los gobernadores civiles y los agentes de Policía veteranos que no se comprometieron sin reservas con el alzamiento fueron apartados de sus puestos. El bando de declaración del estado de guerra, firmado el 28 de julio por el general Miguel Cabanellas, presidente de la Junta de Defensa Nacional, ratificó todas las imposiciones previas de la ley marcial. Establecía que «los funcionarios, Autoridades o Corporaciones que no presten el inmediato auxilio que por mi Autoridad o por mis subordinados sea reclamado para el restablecimiento del orden o ejecución de lo mandado en este Bando, serán suspendidos inmediatamente de sus cargos, sin perjuicio de la correspondiente responsabilidad criminal, que les será exigida por la jurisdicción de Guerra»[105]. Entre los primeros represaliados estuvieron los maestros. Muchos perdieron sus puestos de trabajo, y buena parte de ellos acabaron encarcelados. Los cargos que les imputaron solían ser tan triviales como llevar una corbata roja en la escuela, leer el diario republicano Heraldo de Madrid, o haber sido masón, ateo o antifascista[106].
Tras ser nombrado jefe del Ejército del Norte, Mola estableció su primer cuartel general en la División Militar de Burgos. Llevó a cabo una serie de declaraciones radiofónicas, en todas las cuales subrayó su intención de seguir ejerciendo una campaña de represión despiadada. El 31 de julio declaró en Radio-Pamplona: «Yo podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos; pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad, que es la vuestra, y para aniquilarlos. Quiero que el marxismo y la bandera roja del comunismo queden en la Historia como una pesadilla. Mas como una pesadilla lavada con sangre de patriotas»[107]. El 15 de agosto, desde la emisora burgalesa de Radio-Castilla, declaró: «Ni rendición ni abrazos de Vergara, ni pactos del Zanjón, ni nada que no sea victoria aplastante y definitiva»[108]. El 28 enero de 1937 habló en Radio Nacional desde Salamanca. Tras negar en rotundo que hubiera voluntarios alemanes combatiendo con los rebeldes, siguió diciendo: «He dicho impondremos la paz. Este es el momento temido por nuestros enemigos; mejor dicho, por quienes mangonean en el campo contrario. Tienen razón; están fuera de la Ley y la Ley ha de ser inexorable con los traidores, con los incendiarios, con los asesinos y con los salteadores de bancos»[109].
El 20 de agosto, Mola trasladó su cuartel al ayuntamiento de Valladolid, donde permanecería dos meses. Mientras mudaban el mobiliario, fue a Salamanca a recibir la visita del teniente coronel Juan Yagüe, uno de los africanistas más despiadados. Hubo intercambio de cumplidos por el baño de sangre en Badajoz. Cuando llegó el momento de que Yagüe se fuera, una pequeña multitud vitoreante se congregó alrededor de los coches de su convoy. Mola le dedicó abrazos y alardeó de que era su «discípulo predilecto»[110].
Aunque Yagüe no estuvo implicado, una ferocidad africanista se desató también sobre Galicia. Incluso en comparación con las provincias de Castilla la Vieja, la represión en tierras gallegas fue sumamente desproporcionada a la resistencia hallada, que apenas existió; puede interpretarse como un síntoma de que los rebeldes eran conscientes de su propia ilegitimidad[111]. Desde luego, la escala de la represión en la zona es comparable a la de Navarra y la provincia de Logroño, donde la presencia del carlismo militante constituía, en cierta medida, una explicación. En Galicia, sin embargo, pese a tratarse de una región muy conservadora, la extrema derecha no destacó antes del golpe militar. En el transcurso del día 20 de julio, los rebeldes se apoderaron de la zona. Los únicos lugares donde se opuso una resistencia reseñable fueron La Coruña, Vigo y Ferrol, pero se trató de hechos esporádicos que quedaron sofocados mucho antes de que acabara el mes. En Vigo, cuando se leyó el bando de guerra, la multitud protestó y 27 personas murieron al abrir fuego las tropas. Los primeros días después del golpe hubo pocas muertes en términos relativos, pues apenas superaron el centenar[112].
A partir de entonces, en cambio, la progresión de las ejecuciones aumentó hasta alcanzar más de 2500 muertos desde el 1 de agosto hasta finales de diciembre. Estudios recientes sobre la cifra total de ejecuciones en Galicia la sitúan por encima de las 4560, entre las que se cuentan 79 mujeres. De ellas, 836 se produjeron a resultas de un juicio; el resto fueron ejecuciones extrajudiciales. La peor parte de la represión se centró en La Coruña y Pontevedra, las dos provincias atlánticas donde había ganado el Frente Popular, pese a que predominaran los diputados de centro-izquierda moderados de Izquierda Republicana y Unión Republicana. La provincia de Pontevedra padeció casi 1700 ejecuciones y La Coruña, cerca de 1600. En Lugo, donde había ganado el partido centrista de Portela Valladares, se produjeron 418 muertes, dos tercios de las cuales fueron víctimas de ejecuciones extrajudiciales, mientras que en Orense, donde ganaron Renovación Española y la CEDA, hubo 569[113]. La experiencia de Galicia evidencia que, igual que en las provincias castellanas, el objetivo de los rebeldes no era solo derrotar a la izquierda, sino erradicar un ideal y aterrorizar a la población para someterla.
Entre febrero y julio de 1936 se había desarrollado en toda Galicia una intensa colaboración civil con los conspiradores del Ejército. En Santiago de Compostela, miembros de las JAP y la Falange recibieron instrucción en cuarteles militares, mientras que en Orense los miembros de Renovación Española mantuvieron un estrecho contacto con la Guardia Civil. En general, hubo escasos disturbios en comparación con la mayor parte de España, al margen de algunas peleas callejeras entre falangistas y socialistas, que causaron muertes en Santiago, Vigo, Orense y El Ferrol. En todas las provincias, cuando llegaron las noticias del levantamiento, las autoridades republicanas se mostraron confiadas, e incluso pecaron de ingenuas. Los sindicatos obreros, sobre todo la CNT, trató de organizar la resistencia, pero los gobernadores civiles, temiendo la revolución, se negaron a distribuir armas entre la población. El profesor de Derecho y gobernador de La Coruña, Francisco Pérez Carballo, de veintiséis años, obedeciendo las instrucciones de Madrid que instaban a mantener la calma, depositó su confianza en la Guardia de Asalto y la Guardia Civil. También lo condicionó el hecho de que el cabecilla de la VIII Región del Ejército, el general Enrique Salcedo Molinuevo, no participara en el golpe. Salcedo se negó a declarar el estado de guerra hasta recibir noticias del general Sanjurjo, amigo personal, de manera que los conspiradores lo arrestaron y luego lo ejecutaron, junto a otros altos mandos destacados como el general Rogelio Caridad Pita, gobernador militar de La Coruña, y el contraalmirante Antonio Azarola Gresillón, que controlaba el arsenal naval en Ferrol, pues ambos se mantuvieron leales a la República. El coronel Enrique Cánovas Lacruz hizo público el bando de guerra y Pérez Carballo se vio obligado a rendirse tras el bombardeo del edificio del Gobierno Civil. Los mensajes de tranquilidad de Pérez Carballo habían convencido a la mayoría de las autoridades locales de la provincia de que una huelga general bastaría para frustrar el golpe[114].
En consecuencia, la resistencia fue mínima, en proporción inversa a la ferocidad de la represión. La lectura del bando de guerra en La Coruña dio lugar al alzamiento de las fuerzas navales en El Ferrol y al arresto del contraalmirante Azarola. El motín de los marineros en los buques de guerra España y Cervera fue atajado de raíz. El ayuntamiento y la casa del pueblo se rindieron tras ser castigados por el fuego de artillería y creer las falsas promesas de que no habría represalias. El 26 de julio empezaron las ejecuciones de los oficiales de la Marina que se habían opuesto a la sublevación. El 3 de agosto se juzgó al contraalmirante Azarola, que fue sentenciado a muerte por el delito de «abandono de destino». El capitán de la Guardia Civil, Victoriano Suances, también delegado de Orden Público, supervisó una represión especialmente salvaje y permitió que los escuadrones falangistas eliminaran a los republicanos en sus «paseos» sin ningún tipo de restricción. A principios de noviembre, los generales Caridad Pita y Salcedo Molinuevo fueron juzgados y condenados a muerte; los ejecutaron el 9 de noviembre. Franco rechazó el recurso que la viuda de Sanjurjo presentó pidiendo clemencia para Salcedo[115].
Las columnas de tropas partieron de La Coruña y El Ferrol, primero hacia pueblos grandes como Pontedeume y Betanzos, y de Santiago hacia Santa Uxía de Ribeira, Boiro, Noia, Negreira, Rianxo y Padrón, así como a los pueblos de la Costa da Morte, Corcubión, Cee, Vimianzo, Finisterre. En Betanzos, los anarquistas en retirada quemaron el convento de San Francisco; tras esta acción, la represión se recrudeció aún más. Las quemas de iglesias fueron muy pocas en Galicia. En Curtis, al este de La Coruña, la resistencia esporádica fue aniquilada sin contemplaciones. De aquellos pueblos se pasó luego a la «pacificación» de las aldeas. A lo largo de la provincia, la Falange se halló pronto desbordada de nuevos reclutas extraídos de las filas del desempleo y la criminalidad de poca monta[116].
Precisamente en La Coruña, el teniente coronel de la Guardia Civil, Florentino González Vallés, fue nombrado delegado de Orden Público. Mantenía estrechos vínculos con la Falange y había organizado el desfile del Cuerpo en contra de la República tras el funeral de Anastasio de los Reyes en Madrid, lo que conllevó su arresto y que finalmente lo destinaran a La Coruña, donde había desempeñado un papel fundamental en el alzamiento. A partir de entonces dirigió una campaña de represión especialmente sanguinaria, en la que la Falange, con la cascada de nuevos reclutas, llevó la batuta. Ordenó ejecutar al gobernador civil, Francisco Pérez Carballo, el 24 de julio, junto con Manuel Quesada, el comandante de la Guardia de Asalto y su número dos, el capitán Gonzalo Tejero. No hubo juicio de ninguna clase. Sin embargo, la prensa local insinuó que los tres habían sido juzgados, con lo que el acto de defender el régimen legítimo se convirtió en el crimen de haber participado en «los hechos provocados por elementos extremistas». La muerte de Pérez Carballo se registró en un principio como una ejecución, pero dado que para la prensa eso suponía la existencia de un juicio y una sentencia, más tarde se rectificó la causa de la defunción como una «hemorragia interna»[117]. Tras estas muertes siguieron las de un alto número de trabajadores, así como las de algunos de los médicos, abogados, escritores y profesores universitarios de Galicia, además de muchos maestros de escuela. Los juicios al resto de las autoridades republicanas se iniciaron a principios de agosto; el crimen, por partida doble, consistía en haber respaldado la República antes del 20 de julio y en no haber prestado apoyo al alzamiento a partir de dicha fecha. Los asesinatos extrajudiciales corrían a cargo de grupos falangistas con nombres como «Los Caballeros de Santiago» o «Los Caballeros de La Coruña»; a estos últimos los capitaneaba el teniente coronel Benito de Haro, hermano de Gregorio, que dirigía la represión en Huelva. Justificó sus actividades como una forma de «colaborar con el Ejército en la represión y pacificación de las zonas de la provincia atacadas por elementos subversivos». A fin de ocultar la tortura y la desaparición de prisioneros, se utilizaba el pretexto de que los reos habían sido abatidos cuando trataban de escapar, en aplicación de la Ley de Fugas. Se escogían con cuidado los lugares donde abandonar los cadáveres, junto a cruces de caminos o cerca de los puentes, para que el terror tuviera el mayor impacto posible. Muchos cuerpos se arrojaban al mar; cuando aparecían en las redes o en las artes de los pescadores, aumentaba la sensación de miedo omnipresente[118].
Después del arresto de Francisco Pérez Carballo, su mujer, la reputada intelectual feminista Juana María Clara Capdevielle Sanmartín, de treinta y un años, fue acusada de instigar a su marido a armar a los obreros y contribuir a organizar la resistencia. En ningún momento se presentaron pruebas que avalaran los cargos. Era una mujer que despertaba odios en la derecha local desde antiguo, pues se decía que había inoculado en su esposo opiniones peligrosas. Cuando empezó la contienda, Pérez Carballo la mandó quedarse en casa de un amigo farmacéutico, cuya familia, consciente de que estaba encinta, calló la noticia de la muerte de su marido. Un día en que se quedó sola, telefoneó a la oficina del gobernador civil para tener noticias suyas. González Vallés le dijo que estaba bien y que mandaría un coche para que pudiera reunirse con él. El coche la llevó directamente a la prisión. Al cabo de una semana la liberaron y se refugió con la familia de otro amigo en Vilaboa, a las afueras de La Coruña. El 17 de agosto, por orden de González Vallés, Juana Capdevielle fue detenida por la Guardia Civil, trasladada a La Coruña y entregada a un escuadrón falangista. Al día siguiente fue asesinada. Al parecer, sus verdugos discutieron si envenenarla para provocarle un aborto o tirarla al mar, y por último se decantaron por matarla de un tiro. Encontraron el cuerpo al este de La Coruña, en Rábade, provincia de Lugo. Le habían disparado en la cabeza y el pecho; había padecido un aborto[119].
Corrieron abundantes rumores de que Juana Capdevielle había sido violada. En Galicia fue común someter a las mujeres republicanas a violaciones y palizas, raparles la cabeza, obligarlas a beber aceite de ricino, detenerlas y separarlas de sus hijos. María Purificación Gómez González, la alcaldesa republicana de A Cañiza, al sur de Pontevedra, la única mujer de Galicia que ocupaba una alcaldía, fue arrestada, juzgada sumariamente y condenada a muerte. Menos célebre que Juana Capdevielle, María Gómez esquivó la muerte por estar embarazada. Su ejecución se pospuso y posteriormente se le conmutó la sentencia por la prisión perpetua. Pasó siete años en la famosa cárcel de Saturrarán (Vizcaya), hasta que en 1943 le concedieron la libertad condicional[120].
Los fusilamientos «legalizados» en La Coruña solían celebrarse a primera hora de la mañana. Aunque la presencia de espectadores era común, nada fue comparable con el espectáculo que se organizó el 23 octubre de 1936 con la ejecución de ocho jóvenes reclutas, tras ser acusados de conspirar para rebelarse contra sus superiores. Los hicieron desfilar por la ciudad a media tarde y los fusilaron ante una nutrida multitud. Sus gritos de «¡Viva la República!», antes de la ráfaga de balas deslucieron el propósito de los ejecutores[121].
Un elemento sorprendente de la represión en Galicia fue el alto número de denuncias por parte de los curas, la Falange o convecinos hostiles. En algunos municipios rurales tal vez fuera un reflejo de las rencillas que alimenta la pobreza. Allí, como en las ciudades, informar acerca de los vecinos constituyó también un modo de dar credibilidad al hecho de haberse convertido recientemente a la Falange. Hubo casos de denuncias a rivales de profesión, como la que en La Coruña llevó al arresto y posterior asesinato del doctor Eugenio Arbones, un distinguido obstetra que había sido diputado socialista en 1931, pero que llevaba años retirado de la política. Su «crimen» era haber asistido a hombres heridos por los militares rebeldes[122]. Mayor asombro provoca el caso de José Miñones Bernárdez, abogado, banquero y empresario muy popular a quien eligieron diputado de Unión Republicana en las elecciones del Frente Popular. Ser el candidato que cosechó más votos no era algo que la derecha local pudiera olvidar fácilmente. Justo después de las elecciones, cuando hubo disturbios por el fraude de la derecha en las votaciones, era gobernador civil en funciones y, con notable valentía, evitó la quema de dos conventos y una iglesia jesuita, al tiempo que protegió a varios derechistas. En agradecimiento, la Compañía de María concedió a sus hijos y descendientes gratuidad en la educación. Desde entonces, su historial se destacó por la moderación. En respuesta al asesinato de Calvo Sotelo, pidió a los demás diputados de Unión Republicana que renunciaran a su participación en el Frente Popular. Volvió de Madrid a La Coruña el 18 de julio, convencido de no correr peligro alguno, pues siempre había dispensado un trato justo tanto a la izquierda como a la derecha, como demuestra el hecho de que el 19 de julio solicitara protección al Ejército para la compañía eléctrica que dirigía, y convenció a un convoy de obreros para que no fueran a La Coruña a combatir el golpe. A pesar de todo fue arrestado, acusado de rebeldía, condenado a pagar una multa de un millón de pesetas y ejecutado el 2 de diciembre de 1936. Tras este final subyacía una oscura historia de envidia personal en su pueblo natal, Corcubión, que implicaba al teniente de la Guardia Civil, Rodrigo Santos Otero[123].
El Ferrol se llevaría la peor parte de la represión, ya que contaba con los trabajadores de los astilleros de UGT (el sindicato mayoritario), los estibadores de la CNT y la oficialidad de la Marina sumamente altanera[124]. Santiago fue tomado rápidamente y los juicios militares se iniciaron de inmediato, el 26 de julio. A cinco hombres los juzgaron por saludarse con el puño en alto o gritar «¡Viva Rusia!», y los condenaron a cadena perpetua. Los paseos empezaron el 14 de agosto con el asesinato de dos hombres, el doctor Sixto Aguirre, de Izquierda Republicana, y el artista Camilo Díaz Baliño, cuyo hijo, Isaac, crearía con el tiempo la editorial más importante de Galicia. A muchos de los condenados a penas de prisión los sacaron ilegalmente de la cárcel y los ejecutaron. Una de las víctimas fue Eduardo Puente Carracedo, conocido en la ciudad por su anticlericalismo recalcitrante, que nacía de la muerte temprana de una joven prima suya a la que el canónigo de la catedral había dejado embarazada y a la que obligaron a abortar (clandestinamente, huelga decirlo). A partir de entonces, Eduardo Puente se dedicó a interrumpir las procesiones religiosas, y en una ocasión llegó a interponer un burro con un crucifijo a cuestas. Si el canónigo en cuestión participaba, trataba de atacarlo. Detenido los primeros días de la guerra, el 28 de junio de 1937 lo sacaron de la cárcel local y lo mataron, arrojando luego su cuerpo bajo un puente.
En el registro se hacía constar que los asesinados habían fallecido a consecuencia de «hemorragia interna», un «paro cardíaco» o la «destrucción orgánica del cerebro». La muerte del antiguo decano de la Facultad de Farmacia, Luis Morillo Uña, se registró como una «anemia aguda provocada por hemorragia». El 19 de noviembre tuvo lugar el juicio de los 12 miembros del comité del Frente Popular que se habían opuesto al golpe, entre los que estaba el alcalde, Ángel Casal. De hecho, el comité había evitado la huelga general y puso mucho empeño en mantener la violencia bajo control. Sin embargo, acusados de «traición contra la patria», 11 de ellos fueron condenados a muerte. A 10 los ejecutaron, mientras que al restante le conmutaron la pena por cadena perpetua tras la intervención de una tía carnal, amiga de Franco[125].
El 3 de octubre de 1936, el padre Andrés Ares Díaz, párroco de Val do Xestoso, cerca de Monfero, en la provincia de La Coruña, murió a manos de un grupo de falangistas y guardias civiles. Había sido denunciado por negarse a donar a los rebeldes los fondos de la colecta para la fiesta de Los Remedios, que se iba a celebrar el primer domingo de septiembre, pero que las autoridades militares suspendieron. Lo acusaron de pertenecer al Socorro Rojo Internacional, lo arrestaron y lo llevaron a la aldea de Barallobre, cerca de El Ferrol, donde lo obligaron a confesarse con el cura del pueblo, Antonio Casas. Se pretendía que, al ver a su compañero detenido, el padre Casas admitiera que había ayudado a varios republicanos a escapar. Los esfuerzos de Casas por frenar la represión en Barallobre habían levantado sospechas. Tras confesar, el padre Ares entregó al padre Casas 200 pesetas y su reloj. Se llevaron a Andrés Ares al cementerio y a las once de la mañana lo ejecutaron. No hubo juicio, aunque se comentó que el oficial al mando del pelotón de fusilamiento gritó: «¡Lo manda Suances!», en referencia al delegado de Orden Público de El Ferrol, Victoriano Suances. A pesar de que el padre Casas fue interrogado en diversas ocasiones, eludió el arresto y la muerte gracias a que el cardenal Gomá había protestado por la ejecución de curas vascos a manos de los rebeldes[126].
En Lugo, el alzamiento cosechó un rápido triunfo el 20 de julio sin necesidad de emplear la violencia. La débil orden del gobernador civil, Ramón García Núñez, para que la Guardia Civil distribuyera armas entre la población fue desoída, puesto que el núcleo de la Falange local y el clero estaba muy involucrado en la conspiración. Existía un anticlericalismo profundo en municipios como Castro de Rey, Quiroga y Becerreá, al sur de la provincia, que, como era de esperar, se saldó con las represiones más duras en esos lugares. El comandante del Ejército, el coronel Alberto Caso Agüero, había declarado el estado de guerra a regañadientes, si bien no arrestó al gobernador civil, ni al alcalde, Francisco Lamas López, ni a ningún otro cargo republicano. Pronto, sin embargo, llegó una columna al mando del capitán Molina, que con brusquedad informó a Caso: «Mi coronel, se acabó la vaselina. Como no actuemos con energía, esto se nos va de las manos». Caso fue arrestado, pero no lo ejecutaron gracias a que el hermano de su mujer, el coronel Federico Montaner Canet, era miembro de la Junta de Burgos. El gobernador civil, el alcalde y la mayoría de los republicanos de primera fila de la ciudad fueron arrestados, y todos ellos juzgados a mediados de octubre y condenados a muerte a lo largo de los meses siguientes.
Se prohibió la actividad de todas las organizaciones obreras. La Guardia Civil, con la ayuda de los falangistas, aplastó la resistencia en los pocos pueblos del sur de la provincia donde hubo cierta actividad de oposición. La clase proletaria de la segunda ciudad de la provincia, Monforte, un importante nudo ferroviario, era en esencia socialista y, según un párroco del municipio, la población se caracterizaba por su «falta de subordinación». Allí, unos grupos de falangistas dieron caza a los izquierdistas[127].
La violencia en Orense previa a la Guerra Civil fue mínima. Incluso durante los sucesos de octubre de 1934, y a pesar de la unidad que demostraron los socialistas, comunistas y anarquistas, la huelga general fue derrotada sin que hubiera derramamiento de sangre. En las elecciones de febrero de 1936, Orense registró las victorias conservadoras más destacables de Galicia, y Renovación Española y la CEDA ganaron la provincia sin que el Frente Popular obtuviera representación. El único episodio violento que tuvo lugar aquella primavera fue obra de la Falange, que mató a cuatro personas el 8 de junio. El gobernador civil, Gonzalo Martín March, se negó a armar a los trabajadores y las patrullas obreras se disolvieron por completo tras la lectura del bando de guerra. Hubo actos esporádicos de resistencia en la zona de Valdeorras, al este de la provincia, en el curso de los cuales resultó muerto un guardia civil, la única baja en el bando rebelde. A un muchacho de trece años lo mataron por criticar la brutalidad de la Guardia Civil. Los paseos y los juicios empezaron en paralelo. Se aplicaba la Ley de Fugas y los cadáveres se lanzaban al río Miño. Los falangistas eran voluntarios recientes sin compromiso ideológico, algunos simples sicarios a sueldo u hombres que trataban de ocultar un pasado de izquierdas, si bien todos quedaban a las órdenes de los militares. Una sociedad rural y conservadora era el caldo de cultivo idóneo donde hallar el respaldo para la represión[128]. A lo largo y ancho de Galicia, la rutina habitual consistía en detener a los hombres para «liberarlos» luego en las afueras de los pueblos, matarlos y abandonar sus cadáveres para que la población los viera y se difundiera así el mensaje del terror[129].
En Pontevedra, el gobernador civil, Gonzalo Acosta Pan, se confió como tantos otros y rehusó dar armas a los trabajadores. En toda la provincia hubo un alto índice de colaboración con los represores, sobre todo en las empobrecidas comunidades rurales. De hecho, las autoridades militares publicaron el 9 de agosto de 1936 un comunicado por el cual no se tendrían en cuenta las denuncias anónimas, donde se advertía que quien hiciera acusaciones falsas sería sancionado con una multa. En Pontevedra, sin ir más lejos, existían grupos especializados en el espionaje de sus vecinos. Quizá la muerte más impactante sea la de Alexandre Bóveda Iglesias, fundador del Partido Galleguista, un católico conservador muy admirado por Calvo Sotelo. El general Carlos Bosch y Bosch, al mando de la VIII Región Militar, desoyó la petición de clemencia diciendo: «Bóveda no es comunista pero es galleguista, que es algo peor»[130]. En Vigo, la complacencia de las autoridades republicanas facilitó también la toma de poder de los militares. El alcalde, Emilio Martínez Garrido, un empresario socialista moderado, dio por buenas las promesas de lealtad del comandante Felipe Sánchez y evitó que se repartieran armas entre la población. Junto con el alcalde y otras figuras republicanas, entre los juzgados y ejecutados por rebeldía hacia el Ejército consta Ignacio Seoane Fernández, diputado socialista. Llevaba un tiempo enfermo y vivía en una aldea remota desde meses antes del golpe militar, por lo que difícilmente podía acusársele de oponerse a algo de lo que ni siquiera tenía conocimiento. Allí, al igual que en Tuy, en la linde con Portugal, donde la resistencia fue mayor, la represión fue también harto más dura. Ejecutaron a siete hombres jóvenes por escuchar una emisora de radio madrileña. La campaña de violencia en la provincia fue organizada por las autoridades militares y ejecutada por la Guardia Civil y escuadrones de civiles. Bajo el amparo de las instrucciones generales que partían de las autoridades del Ejército, los caciques locales pudieron eliminar a los elementos subversivos. Cabe decir que, sin embargo, gozaron de una notable complicidad popular. Podía ejecutarse a alguien «sin formación de causa» por tener armas, por proteger a un fugitivo o simplemente por hacer un comentario desfavorable sobre los avances del bando nacional[131]. Adquirieron notoriedad dos grupos conocidos como las Brigadas del Amanecer, que actuaban al margen de la Guardia Cívica organizada por el doctor Víctor Lis Quibén, célebre derechista de la zona y diputado de Renovación Española. En el campo de prisioneros de la Illa de San Simón murieron varios cientos de personas[132].
A la par que los rebeldes ejercían esta oleada represora en el extremo noroeste de España, horrores similares acontecían al sur y al este de la península Ibérica. En las islas Canarias, donde la sublevación había triunfado de inmediato, no hubo muertes a manos de los republicanos, y sin embargo, se ha calculado que los insurgentes mataron a más de 2500 personas en el curso de la guerra[133]. Se han estimado más de 2000 ejecuciones en las islas Baleares; solo en Mallorca, a pesar de contar con un movimiento obrero sumamente débil, se produjeron al menos 1200, aunque probablemente rondaran las 2000. El golpe inicial no halló resistencia, pero se arrestó y se encarceló a muchos trabajadores[134]; la mayor parte de ellos fueron ejecutados inmediatamente después del intento frustrado de Alberto Bayo por recuperar la isla para la República, a mediados de agosto. Entre ellos había cinco enfermeras de entre diecisiete y veinte años de edad, así como un periodista francés[135].
El ataque fue repelido por las fuerzas italianas, capitaneadas por Arconovaldo Bonacorsi, virrey de Mussolini que se había otorgado el título de conde Rossi. Maníaco homicida, Bonacorsi instruyó a la Falange local para desencadenar una represión salvaje contra la población civil de la isla. El escritor católico francés Georges Bernanos quedó horrorizado al ver cómo se llevaban a los hombres de sus aldeas en camiones para ejecutarlos; sus contactos militares le informaron de que habían sido asesinadas más de 2000 personas. Bernanos atribuyó la ferocidad de la represión a Bonacorsi y a la conformidad del obispo de Mallorca, Josep Miralles[136]. Una de las víctimas más importantes de la represión en Mallorca fue Alexandre Jaume i Rosselló, un intelectual distinguido de una acaudalada familia burguesa de gran tradición militar. Fue el primer parlamentario socialista de las islas Baleares. Por su «traición», en un juicio militar celebrado el 13 de febrero de 1937, lo acusaron absurdamente de intentar instaurar una dictadura soviética en Mallorca. Lo condenaron a muerte y lo fusilaron el 24 de febrero contra el muro del cementerio de Palma[137].
Entre las víctimas hubo un cura y gran número de mujeres; una de las más célebres fue Aurora Picornell i Femenies, conocida como «La Pasionaria mallorquina» y casada con el futuro líder comunista Heriberto Quiñones. Los falangistas la asesinaron el 5 de enero de 1937 en el cementerio de Porreres, junto con otras cuatro mujeres. La víctima más famosa fue Matilde Landa, que se suicidó en Mallorca el 26 de septiembre de 1942, después de que la sometieran a una prolongada tortura psicológica[138]. El 8 de junio de 1937, el padre Jeroni Alomar Poquet fue ejecutado en el cementerio de Palma de Mallorca, por sus sonadas protestas ante el encarcelamiento de su hermano Francesc, perteneciente a Esquerra Republicana. Otro cura, el padre Antoni Rosselló i Sabater, fue sentenciado a treinta años de cárcel después de que lo acusaran de izquierdista porque su hermano era el alcalde republicano de Bunyola[139].
Ibiza, Formentera y Menorca permanecieron en poder de la República hasta principios de febrero de 1939. Gracias al cónsul británico de Mallorca, Alan Hillgarth, la ocupación franquista de Menorca fue precedida por la evacuación de 450 republicanos en el buque de guerra HMS Devonshire. Sin embargo, cuando desembarcaron los Regulares y la Legión se llevaron a cabo 176 ejecuciones. Otras 130 personas fueron asesinadas en Ibiza y Formentera[140].
A pesar de que Mola dio instrucciones de difundir un terror ejemplarizante, apenas diez días después del alzamiento le comentó a su secretario, José María Iribarren: «Toda guerra civil es ya espantosa pero esta es de una violencia terrible»[141]. El 4 de agosto, Iribarren quedó consternado al ver en Burgos a niños que jugaban a capturar a un republicano y luego disparaban al prisionero por negarse a gritar el «¡Viva España!», como dictaban las reglas del juego[142]. A finales de agosto, José María Gil Robles visitó a Mola en su cuartel general del ayuntamiento de Valladolid. Cuando Gil Robles le preguntó cómo iba todo, Mola contestó: «¡En buena nos hemos metido, Gil Robles! Daría algo bueno porque esta guerra acabara a fines de año y se liquidara con cien mil muertos»[143].
En septiembre de 1936, José María Pemán coincidió en Pamplona con el general Cabanellas. Según Pemán, Cabanellas le pidió ayuda para redactar un decreto que prohibiera vestir el luto, con la idea de matar dos pájaros de un tiro: en el caso de las desconsoladas viudas y madres de los rebeldes, no lucir duelo sería un gesto para proclamar que «la muerte del caído por la Patria no es un episodio negro, sino blanco; una alegría que debe vencer al dolor». Por otro lado, para las madres, esposas y novias de los republicanos ejecutados, con prohibir el luto «se cortaría esa especie de protesta viva y de dramático testimonio, que al conquistar cualquier pueblo, nos presentan por plazas y esquinas esas figuras negras y silenciosas que en el fondo, tanto como un dolor, son una protesta»[144]. Cabanellas estaba en lo cierto al considerar que el luto republicano llevaba una protesta implícita, puesto que era un símbolo de solidaridad con el miembro de la familia fallecido. Sin embargo, un decreto indiscriminado que prohibiera el luto a todas las mujeres españolas de las zonas rurales habría carecido de sentido práctico, puesto que muchas ancianas o viudas vestían de negro por norma, y lo que se pretendía era privar a las madres, hermanas, esposas y novias de los liberales e izquierdistas de llorar su pérdida y expresar esa solidaridad. Dicho objetivo se consiguió finalmente mediante presiones sociales menos formales y a través del temor a represalias.
A veces, después de que se llevaran a un hombre durante la noche, los parientes acudían a la cárcel de la capital provincial con la esperanza de entregarle comida; despiadadamente, las autoridades les contestaban que en el lugar donde estaba ya no precisaría alimentos. La agonía de la incertidumbre se hacía con frecuencia interminable. Además, las mujeres de desaparecidos no podían volver a casarse, puesto que sin un certificado de defunción oficial legalmente no eran viudas. Tampoco tenían derecho a administrar los bienes en nombre de sus maridos. A pesar de los comentarios que le hizo a Gil Robles, cabe dudar de que a Mola le importasen —o de que fuese consciente siquiera— las consecuencias de la campaña de terror que había puesto en marcha.